A Lemuel, rey de Masá[20]

EL REY LEMUEL Y LA MUJER IDEAL

Querido Lemuel:

La Biblia te menciona como autor del célebre poema en alabanza de la mujer ideal. Es lo único que sabemos de ti.

Pero puedo decir que eres como la contrafigura de Cornelia, madre de los Gracos. Esta mostraba sus hijos a las amigas y les decía: Mirad mis joyas. Tú inviertes la situación y muestras a tu madre, diciendo: Sus hijos se levantan para felicitarla, su marido proclama su alabanza.

Otra cosa es cierta: que tu magnífico poema alfabético encaja perfectamente en nuestros días; cuando la promoción de la mujer se ha convertido en un problema muy sentido.

¿Quieres oír a una? El otro día, una niña de octavo de EGB me puso en un gran aprieto al preguntarme: «¿Es justo que Jesús instituyera siete sacramentos y que sólo seis estén a disposición de las mujeres?» Se refería, naturalmente, al sacramento del orden, al que, por Tradición, sólo se admite a los hombres.

¿Qué podía responder? Tras mirar a mi alrededor, dije: «En esta clase veo niños y niñas. Vosotros, los niños, ¿podéis decir que uno de entre todos los hombres del mundo es padre de Jesús?» Respuesta de los niños: «No, porque San José sólo era padre putativo». «Y vosotras, chicas, ¿no podéis decir: ‘una de nosotras, mujeres, es madre de Jesús?» Respuesta: «SÍ». Y yo: «Muy bien. Pero reflexionad: si ninguna mujer es papa, obispo o sacerdote, eso queda mil veces compensado con la maternidad divina, que honra extraordinariamente tanto a la mujer como a la maternidad».

La pequeña contestataria pareció quedar convencida.

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A las magníficas alabanzas de tu poema, algunos contraponen la «tacañería» de San Pablo, que ordenó: «Las mujeres guarden silencio en la asamblea» (1 Cor. 14,34).

Yo creo que esa prohibición de hablar la impuso San Pablo sólo a las mujeres de Corinto y sólo para aquel momento dado. Porque en Corinto se estaba registrando un extraordinario florecimiento de carismas y carismáticos. Muchos, hombres y mujeres, se levantaban en las asambleas a hablar o a rezar, inspirados por el Espíritu del Señor. Alguna mujer se levantaba quizá sin tener un verdadero carisma, provocando confusión y malestar. Para que la situación no se repitiera, Pablo creyó oportuno —para aquella asamblea—quitar la palabra a todas.

Un poco antes, en la misma carta a los Corintios, el Apóstol había reconocido que las mujeres pueden «profetizar», con tal que lo hagan con la cabeza descubierta.

Una vez, encontrándose en Cesarea, permaneció algunos días, con San Lucas, en casa de Felipe, diácono y misionero, y no puso ninguna objeción a que las cuatro hijas de Felipe «profetizaran» (Act. 21,8-9). Finalmente, en los últimos años de su vida, recomendaba a Tito que instruyera a mujeres avanzadas en edad para que «fueran maestras en el bien y… supieran enseñar a los jóvenes» (Tit 2,3-4).

Por otra parte, ¿no había anunciado solemnemente el profeta Joel que en los tiempos mesiánicos profetizarían tanto los hijos como las hijas de Israel? (Joel 2,28-29). ¿Y no había declarado San Pedro el día de Pentecostés que la profecía de Joel se estaba cumpliendo y que el Señor derramaba su Espíritu sobre sus siervos y sobre sus siervas? (Act. 2,18).

Tampoco antes de la venida de Cristo había faltado un profetismo femenino. Sacerdotes habían sido siempre y exclusivamente los hombres, pero el manto profético se había posado algunas veces sobre los hombros de ciertas mujeres.

María, hermana de Moisés y Aarón, dirige durante una celebración religiosa, tímpano en mano y con el título de profetisa, los cantos de las mujeres (Ex. 15,20) y, más tarde, pone como testigo al pueblo de que «Dios había hablado con ella» (Núm. 12,2). Débora, en tiempos del juez Barac, es una especie de Juana de Arco o, mejor, un Pedro el Ermitaño con faldas, que predica la guerra santa y anuncia la infalible victoria. Concede audiencia en el monte Efraím, bajo la «palmera de Débora», y a ella acuden dos hijos de Israel para que decida sus asuntos» (Jue. 4,4-5). El sumo sacerdote Beldas, 621 años antes de Cristo, va, por orden del rey Josías, junto con otros insignes personajes, a consultar a «la profetisa Julda…, que vivía en Jerusalén, en el barrio Nuevo». Y la profetisa abre su boca de la misma manera que los profetas: «Así dice el Señor» (2 Re. 22,14-20). También Ana, viuda de ochenta y cuatro años, que se encuentra con Jesús en el templo y comienza a hablar de él por todas partes, recibe el título de profetisa (Le. 2,36-39).

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Tu mujer ideal, Lemuel, es hacendosa, una abeja incansable, una verdadera Marta: «Se ciñe la cintura con firmeza y despliega la fuerza de sus brazos… Todavía de noche se levanta… y aun de noche no se apaga su lámpara».

Y su trabajo lo perfuma de alegría: «Adquiere lana y lino, sus manos trabajan a gusto…, aprecia el valor de sus mercancías…, sonríe ante el día de mañana». Demuestra así otra cualidad: la alegría, dada como hermana a la bondad, a la ternura, al trabajo y al amor.

Su marido tiene necesidad de esa alegre serenidad cuando vuelve cansado del trabajo. También los hijos la necesitan, al ser la alegría el clima necesario de cualquier sistema eficaz de educación. Mantener esa alegría a toda costa, incluso en los días difíciles, mostrarla incluso cuando las cargas materiales ininterrumpidas, pequeñas y monótonas, parecen doblarle a una la espalda, despertando quejas y llenando los ojos de lágrimas, es una gran virtud, es fortaleza cristiana, es penitencia y, bajo ciertas condiciones, puede equivaler a las renuncias y a las oraciones prolongadas de las monjas.

Pero la alegría no impide ver claro y lejos: «Examina un terreno y lo compra; con lo que ganan sus manos planta un huerto… Teje sábanas y las vende, provee de cinturones a los comerciantes». De su casa no puede decirse: «casa sin administración, nave sin timón». Y se comprende que su marido le haya puesto en las manos, con toda confianza, las llaves de la despensa y de los armarios, seguro de que todo iba a marchar bien. Marido semejante al rey Malcom de Escocia, quien, analfabeto, besaba el libro, de oraciones de su santa esposa Margarita: el libro —decía— gracias al cual Margarita es tan sabia y tan buena.

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Tu mujer ideal es también socialmente abierta: «Abre sus manos al necesitado y extiende el brazo al pobre». Hace trabajar a siervos y siervas, pero les precede en las labores y no permite que les falte nada. Cuando el invierno es duro, saca de los cajones vestidos calientes, porque «todos los criados llevan trajes forrados».

Hoy, ilustre Lemuel, se cultiva de otro modo la justicia y la caridad social. Nuestras mujeres, más que patronas, son hoy día empleadas y trabajadoras dependientes. Ellas, lanzadas a todos los puestos de la política, de la administración y del trabajo, no consideran ya un elogio el domi mansit, lanam fecit.

En tus tiempos, la mujer defendía a los hijos y a la familia desde el umbral de la casa; hoy los defiende también desde lejos de casa: en los mítines electorales, en el sindicato, en las asociaciones. Incluso las monjas deben disfrutar, hasta el fondo, de las nuevas libertades cívicas, y las seglares, que ocupan puestos públicos, deben saber desempeñar sus funciones como los hombres, inyectando además en ellas diligencia, tacto, finura, perfeccionismo, que son virtudes propias de la mujer.

Si el pequeño general Bonaparte volviera a sentenciar hoy —como entonces, en pleno Terror— que no le gusta oír a las mujeres hablar de política, saltarían, no una, sino mil mujeres y le replicarían con las palabras de madame de Staël: «¡Mi general! La república, hoy, corta también cabezas de mujeres. No me parece, pues, extraño que éstas se pregunten, al menos, el porqué de esos cortes».

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Tu poema —se ha dicho— apenas si alude de pasada al amor conyugal. Ciertos escritores católicos modernos, al hablar de la mujer ideal, concederían mucho más espacio a este tema. Pero es preferible tu método, que es el de la prudencia cristiana, de la que tan buen ejemplo nos dio Manzoni.

El amor de los novios Renzo y Lucía es puro, legítimo, virtuoso, pero ¡cuánta delicadeza hay en él! Lucía, en casa de doña Práxedes, evita hablar de sus problemas, porque en ellos «se hallaba siempre mezclado un sentimiento, una palabra, que no le parecía posible pronunciar al hablar de sí y que no hubiera podido sustituir por una perífrasis que no le resultara insolente: el amor». La misma Lucía «se asombra y se sonroja» y experimenta un «confuso sobresalto» ante las inquisitivas preguntas de sor Gertrudis. Se sonroja también en otras ocasiones, y su prometido, en la cabaña del Lazareto, busca en vano sus ojos.

El mismo Renzo, la noche de la fuga, al desembarcar del bote, da, sí, la mano a Inés, pero, por pudor, no se la extiende a Lucía. Poco antes, mientras caminaban campo a través, había ofrecido su ayuda, en los pasos difíciles, a su prometida, pero ésta la había rechazado «dulcemente y con habilidad…, avergonzándose en su interior, incluso en tal situación, de haber estado tan a solas con él y tan familiarmente, cuando en breve iba a convertirse en su esposa».

La misma delicada prudencia volvemos a encontrar en las novelas del protestante Walter Scott. El novio de Catalina de Perth, por ejemplo, se lamenta con su futuro suegro de la extrema reserva de su amada: «Esa —dice— se imagina que todo el mundo es un gran monasterio y que todos los habitantes del mundo tienen que estar como si asistieran a una eterna misa cantada».

La «hermosa muchacha de Perth» exageraba quizá un poco. Pero nuestra «sociedad permisiva» exagera por el otro extremo. ¡Y cuánto!

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Tu mujer ideal está totalmente consagrada a la familia, respira y difunde bondad: «Abre la boca juiciosamente y su lengua enseña con bondad…; su marido se fía de ella»; gracias a ella, «su marido es respetado en la plaza cuando se sienta entre los ancianos del pueblo».

Recuerdo, a este propósito, una anécdota del papa Sixto V: «Dadme —refieren que dijo en una ocasión— una mujer que nunca haya dado motivo de queja a su marido, y la canonizo ahora mismo». Tal mujer no sólo se santifica en la familia, sino junto a la familia, arrastrando consigo al marido y a los hijos.

Cuando me enteré de que se había introducido la causa de beatificación de los padres de Santa Teresa del Niño Jesús, me dije: «¡Por fin una causa de una pareja! San Luis IX es santo sin su Margarita; Santa Mónica sin su Patricio. Celia Guérin, en cambio, será santa con Luis Martín, su esposo, y con Teresa, su hija».

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La mujer ideal —dices— se preocupa por la elegancia, por la gracia, por la comodidad: «Confecciona mantas para su uso; se viste de lino y holanda…, está vestida de fuerza y dignidad». Pero añades en seguida: «… fugaz es la hermosura, la que teme al Señor merece alabanza».

También la belleza es un don de Dios. El arte de vestir con buen gusto y elegancia es laudable, especialmente en la mujer. Ni siquiera los cosméticos son, en muchos casos, reprobables. Pero se trata de cosas pasajeras. Ser amigos de Dios, estar unidos a El por una vida buena y una sincera piedad, es más seguro y duradero, y por lo mismo se ha de cultivar junto con esas cosas y más que ellas.

Lo decía María Cristina de Saboya, joven, graciosa y culta reina de Nápoles, en un pequeño poema que escribió:

Soy rica, sana y hermosa… ¿Y después?

Poseo oro y plata… ¿Y después?

La fortuna me ha ensalzado… ¿Y después?

Casi única en espíritu y saber… ¿Y después?

¡Si gozara del mundo mil años! … ¿Y después?

Pronto se muere y nada queda.

Sirve a tu Dios y después lo tendrás todo.

Este pensamiento de la joven reina podría parecer un poco triste. Pero es irrefutable, rey Lemuel.

Febrero 1973.