A don Gonzalo Fernández de Córdoba[15]

LAS CAMPANAS DE LOS GUERRILLEROS

Querido don Gonzalo:

Sólo sé de ti lo que escribe Manzoni en Los novios.

Fuiste gobernador español del Estado de Milán; el de la guerra de Casale, el de la peste de 1630. En tu escudo destacaba un rey moro encadenado por el cuello. Fue delante de ese escudo donde Renzo, en la hostería de la Luna Llena, se atrevió a decir: «Ya sé lo que quiere decir esa cara de hereje con la cuerda al cuello. Esa cara quiere decir que manda el que puede y obedece el que quiere».

¡Pobre Renzo! ¡Bien le costó el comentario! Pocas horas después, tus soldados le detenían y, cuando logró escapar, ordenaste buscarlo con gran alarde de fuerzas como a malandrín, ladrón público, incitador al saqueo; en una palabra, como sedicioso y revolucionario.

Hoy sería muy distinto. Por la misma frase Renzo hubiera sido calificado de profeta, de carismático, de teólogo. Mientras que tú, querido don Gonzalo, hubieras sido tachado de represor, dominado por la ambición de poder y pisoteador de la dignidad y libertad humanas. La sedición milanesa contra tu legado no fue más que una insignificante revolución abortada, una cosa de poca monta en comparación con la verdadera revolución que pretende liquidar todo el sistema.

Las campanas de cierta «filosofía» y «teología» parecen tocar hoy a muerto por la autoridad, y a fiesta por la libertad y la revolución. Tales campanas harían exclamar a Bossuet, un genio casi contemporáneo tuyo: «Donde todos hacen lo que quieren, nadie hace lo que quiere; donde nadie manda, todos mandan; donde todos mandan, no manda nadie».

Pero ¿quién se acuerda hoy de Bossuet? El astro hacia el que miran grupos especialmente nutridos de estudiantes es Mao, que les ha dicho: «Liquidad con la revolución cultural todo lo que sea burgués. La cultura tradicional sólo sirve para crear divisiones. ‘Hacer la revolución’ es la única cultura digna de tal nombre». Los estudiantes se lo han tomado en serio también entre nosotros. Los «nuevos estudiantes» proclaman: «Seamos nosotros la mecha que haga saltar por los aires a la sociedad actual. ¡Fuera la educación selectiva y de clase, que sólo favorece a los burgueses, que han tenido ya en su familia un cierto tipo de educación! ¡Fuera la meritocracia clasista, que pretende medir en la escuela con el mismo patrón a quién puede ir en coche y a quien debe andar a pie!»

Y van en serio: ocupan las escuelas, niegan que exista diferencia alguna entre Dante Alighieri y un Juan Lanas cualquiera, han aprendido el método de la guerrilla urbana, el análisis marxista de la sociedad burguesa, el uso de la droga, paralizan con el ridículo a los no revolucionarios, dominan por el terrorismo a las mayorías silenciosas estudiantiles y se infiltran incluso en los ambientes educativos católicos.

¡Curioso fenómeno este de las «quintas columnas» aceptadas, aplaudidas y teologizadas! Mao es el nuevo Moisés que introduce a los pueblos en una nueva tierra prometida. La llamada democracia occidental es un montón de escombros. Incluso el comunismo soviético está ya superado.

La tercera vía, la de Mao, es la que liberará al mundo, porque-así dicen-es la del Evangelio. Pero ¿cómo así? Hay que tener en cuenta —dicen— que Palestina, en tiempos de Jesús, era un escenario de guerrillas: los guerrilleros —los zelotas— se batían a muerte contra Roma. Su castigo era la crucifixión, de modo que la cruz, aun antes de convertirse en símbolo cristiano, era ya un signo vinculado a la guerrilla. Jesús, privado de sus derechos de ciudadanía por los dominadores blancos de Roma, judío ofendido, sólo podía estar de parte de los revolucionarios.

Todo esto no aparece muy claro en los evangelios —siguen diciendo—, que se escribieron cuando ya había terminado la rebelión contra Roma.

San Marcos, además, al escribir para los romanos, inclinó a su favor el contenido de su evangelio. También San Pablo, ciudadano romano, se dejó influenciar por Roma.

Por lo tanto, los evangelios y Pablo, como están actualmente, no son del todo dignos de crédito, hay que reinterpretarlos.

Está escrito: «Dad al César lo que es del César». Hay que leer: «Prohibido dar nada al César, porque en Palestina todo es de Dios». Está escrito: «Bienaventurados los pacíficos»; «vete a reconciliarte con tu hermano»; «perdonad»; «quien a hierro mata a hierro muere»; «pon la otra mejilla»; «ama a tus enemigos». Podrían parecer textos pacifistas, pero no lo son: entendidos en sentido pacifista, habrían sonado absurdos y cobardes a un pueblo que se encontraba bajo la opresión romana y que aspiraba a la independencia política. Hay, pues, que reinterpretarlos como sigue: «No debes tener enemigos. Esto sólo será posible cuando hayas liquidado el poder con la revolución y destruido a los demonios de la negación de la dignidad humana, de la desigualdad económica, de la disparidad del poder, que significa opresión». El verdadero Cristo —concluyen— es un revolucionario y guerrillero; es el que armó su mano contra los mercaderes del templo, el que entró en conflicto con la Sinagoga. Quien quiera seguirle, deberá hacerse revolucionario frente al poder, tanto estatal como eclesiástico, en nombre de la libertad, de la corresponsabilidad, del diálogo, de los carismas.

* * *

¿Qué decir a esto? Cristo, aun no siendo inferior a nadie, ni siquiera al Padre, fue un modelo de respeto hada la autoridad humana. En Nazareth estaba sometido a María y a José; en Cafarnaúm llega incluso a hacer una pequeña pesca milagrosa para obtener la moneda necesaria para pagar el tributo del templo (Mt. 17).

La actitud de Cristo frente a la Sinagoga no puede compararse, ni de lejos, con la que algunos de nosotros muestran frente a la autoridad civil y eclesiástica. Cristo era «el dueño de la ley» y el Hijo del Padre, superior a la ley; la Sinagoga apenas si era destinataria de la ley. Al enfrentarse con la Sinagoga, Cristo no apeló a un derecho suyo a rebelarse, sino, por el contrario, a su obligación de obedecer al Padre. La misma expulsión de los mercaderes del templo es un acto religioso bien calculado y meditado. Efectivamente, en el templo, Cristo no hiere ni mata a nadie, no incendia el templo; sólo echa por tierra las mesas de los cambistas y ahuyenta los animales de los comerciantes, a los que, más que daño, causa una molestia momentánea con miras a un fin ulterior: enseñar el respeto a la casa del Padre.

El concilio ha subrayado que la Iglesia es Pueblo de Dios, comunitario antes que jerárquico. Al fundarla, Cristo había tenido presente, por encima de todo, al pueblo, la salvación de las almas. Al servicio del pueblo quiso que hubiera apóstoles y obispos dotados de poderes especiales. Para que los obispos se mantuvieran unidos, quiso al papa. El papa y los obispos, por ello, no están por encima, sino dentro y al servicio del Pueblo de Dios.

Pero este servicio sólo lo pueden prestar ejerciendo los poderes recibidos. Poderes que, por ende, no pueden eliminarse. Dice el concilio: «Los obispos rigen, como vicarios y legados de Cristo, las Iglesias particulares que les han sido encomendadas, con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y sacra potestad…, en virtud de la cual tienen el sagrado derecho, y ante Dios el deber, de legislar sobre sus súbditos, de juzgarlos y de regular todo cuanto pertenece a la organización del culto y del apostolado» (LG 27).

Es verdad que es difícil ejercer esta autoridad de manera justa. Es también verdad que la jerarquía ha faltado y que puede seguir faltando. Cuando los padres hablan de una «Iglesia leprosa» y de una «Iglesia lisiada», están poniendo el dedo en la llaga.

Pero es una llaga inherente a la finitud humana: puede curarse, sanarse incluso, pero nunca eliminarse del todo. Los seglares y los sacerdotes que, a veces por sincero amor a la Iglesia, contestan, deberían tenerlo presente. Hay que saber construir sobre lo que existe. A menudo es de sabios contentarse con lo que se tiene, mirando siempre a ulteriores conquistas, sin destruir con la contestación los gérmenes de una posible evolución futura.

¿Respeto a las personas? Naturalmente, pero los obispos no pueden, por respeto a las personas particulares, descuidar el bien común permitiendo que se instauren la indisciplina y la anarquía. Decía San Agustín: «Los obispos sólo presidimos cuando servimos». Y añadía: «El obispo que no sirve al pueblo no es más que un espantapájaros, puesto en la viña para que los pájaros no piquen las uvas».

¿Más espíritu, más carismas, menos instituciones? Pero algunas instituciones arrancan de Cristo y no se las puede tocar sin que cambie la misma esencia de la Iglesia. Así, el primado del papa, el Colegio episcopal, el episcopado, el sacerdocio ministerial.

Otras instituciones, en cambio, son humanas, y habrá que cambiarlas cuando se demuestren superadas y contraproducentes, pero siempre siguiendo la ley de la historia. Esta dice a los obispos: Nada humano es inmutable, ni siquiera el modo de obedecer de los católicos. Pero añade: No piensen los súbditos que el curso de la historia puede acelerarse con una impaciente rebeldía. También el tonto del pueblo tenía prisa de que nacieran los polluelos: despachó a la clueca y la sustituyó, incubando él mismo los huevos, pero lo único que salió fue una tortilla en sus calzones.

¿Más libertad y menos legalismo? De acuerdo. Cristo proclamó la interioridad y condenó el legalismo farisaico. También San Pablo exaltó la libertad del espíritu y el código del amor. Pero la moneda tiene también otra cara: Cristo prescribió normas, obligando a sus seguidores a observarlas, y quiso que en la Iglesia hubiera autoridad. Y Pablo, por su parte, amonestaba: «Habéis sido llamados a la libertad; cuidado con que esta libertad no sirva de pretexto para la carne».

¿Corresponsabilidad? Recuerden los pastores que no han sido instituidos por Cristo para asumir en solitario el peso de la misión salvadora de la Iglesia; en las batallas decisivas, las iniciativas más inspiradas nacen a menudo del frente. Y, a su vez, los seglares tengan cuidado de no reducir su corresponsabilidad a la demasiado cómoda protesta: añadan a ésta propuestas realistas y prácticas, y, sobre todo, colaboren en la puesta en práctica de tales propuestas. Más aún: recuerden que su contribución al bien de la Iglesia no debe ser desorganizada, sino que ha de producirse bajo la guía del magisterio, al que compete reconocer y autenticar los carismas.

¿Diálogo? Los documentos conciliares hablan de él más de cincuenta veces. Hay que practicarlo, pues, con buena voluntad por ambas partes. Los obispos no se escuchen sólo a sí mismos; consulten, examinen junto con otros antes de decidir. Y «los fieles hablen con esa libertad y confianza que es propia de los hijos de Dios y de los hermanos en Cristo… siempre con verdad, fortaleza y prudencia, con reverencia y caridad».

Pero ni siquiera el diálogo podrá funcionar como una varita mágica que todo lo sana, resuelve y pone en orden. El diálogo sólo es útil en la medida en que los dialogantes tienen confianza en él y observan sus justas reglas.

* * *

Querido don Gonzalo: Esta gente que pretende interpretar el Evangelio está buscando la libertad. Por desgracia, no es la libertad que entendía Cristo cuando nos enseñó a decir: «Padre… líbranos del mal».

No es tampoco la otra de que hablaba San Agustín: «Serás libre si te haces siervo: libre del pecado, siervo de la justicia».

Agosto 1972.