NOBLEZA OBLIGA
Ilustre poeta:
El último festival de cine (1971), comentado centenares de veces y en cien maneras distinta, me ha hecho pensar en usted, no sé por qué. Se trata quizá de impresiones que surgen de mi subconsciente bajo el estímulo de algunas palabras leídas en los periódicos de aquellos días, palabras que le recuerdan como esteta, artista y crítico de arte.
Fue usted un gran esteta, capaz de percibir en seguida, intensamente y con toda amplitud la «belleza natural» esparcida por el mundo, desde los fenómenos de la naturaleza a las intensas pasiones del alma humana. Fue usted gran artista, capaz de expresar vigorosamente para los demás tanto la belleza percibida como los estados de ánimo con que la percibió. Fue insigne crítico de arte, porque se acercó con inteligencia y pasión a las creaciones artísticas de los demás.
¿No le admiró Alemania entera como director durante veinticinco años del teatro de Weimar? ¿No llamó usted «segundo nacimiento» al día en que puso los pies en la Roma de los monumentos antiguos? ¿No estuvo casi a punto de desmayarse de felicidad cuando contempló el Apolo de Belvedere? Lástima que no haya podido «contemplar» los filmes del festival, ni yo haya podido observar sus reacciones; trataré de imaginarlas.
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Como esteta habría usted encontrado en el festival muchas cosas bellas, nuevas para usted. El mismo cinematógrafo, hecho de luz, movimiento, colores, música y acción, es algo bello.
Se sienta usted ante la pantalla. Si el montaje del filme es acertado, se sentirá arrastrado por el ritmo acelerado de los acontecimientos y las horas se le harán minutos. Los «primeros planos», llenando la pantalla con un solo rostro, le acercarán extraordinariamente los personajes, mostrándole almas agitadas por profundas emociones y creando entre usted y los actores una gran intimidad. Los vigorosos escorzos que ha admirado en Mantegna y en Caravaggio, podría usted verlos agigantados gracias a la «angulación», que tomando —supongamos— a un bribón desde abajo, lo deforma con sombras siniestras y se lo presenta amenazador y terrible. Esto sea dicho sólo a modo de ejemplo.
¿Podrá encontrar también «belleza artística» en el cine? Creo que sí. Sin embargo, el «crítico de arte» que hay en usted puede prepararse para las sorpresas. Estaba acostumbrado a las contemplaciones trascendentes, a los fervores clásicos, a escuchar el lenguaje de la arquitectura, de los mármoles y frescos, de las miniaturas de códices. Juzgaba usted a cada uno en particular: al arquitecto, al pintor, al actor-intérprete.
En el cine, en cambio, los artistas pueden ser muchos: productor, escenificador, director, actor, y cada uno actúa en entendimiento y armonía con los otros para producir un único filme. Resulta difícil, sin embargo, individualizar cuál ha sido el verdadero «momento creativo» de la obra: depende del filme. Puede haber arte —repito— y de gran calidad, pero, si existe, no se deja encasillar en este o aquel compartimiento; se complace, por el contrarío, en vagar y en escurrirse de un compartimiento a otro. Arte «sui generis»; lo llaman «Décima Musa».
En cuanto a influencia, se ha convertido en «quinto poder» después del Parlamento, el Consejo de Ministros, la Magistratura y la Prensa. Pero en cuanto a difusión, podría tal vez considerarse como «primer poder». En efecto, se ha calculado que alguna película —con el paso de los años— ha llegado a influir sobre millones de espectadores. ¡Tan enorme puede llegar a ser su influencia!
Pero, a su vez, el cine se halla condicionado por su vinculación a la industria, al comercio, y, por lo tanto, al dinero. El director, los actores, desean con frecuencia producir obras de alto nivel artístico, que les permitan revelarse.
Pero el productor, que tiene que aportar el dinero, razona de forma distinta y quiere películas de éxito o de «taquilla». Si hubiera un brujo —su doctor Fausto o quizá el mismo Mefistófeles en persona— que, a golpes de batuta mágica, o con filtros y encantamientos, garantizase a priori el éxito de las películas artísticas, el productor realizaría películas artísticas.
Al no existir este brujo, el productor trata de ingeniárselas por otros caminos. ¿Cuáles? Terencio tuvo, en sus tiempos, la amarga sorpresa de ver a los espectadores abandonar sus comedias artísticas para ir a reírse a carcajadas con los saltimbanquis y los mimos, que habían venido a instalarse en los alrededores del teatro.
El fenómeno se repite: los productores tienden a sacar a luz filmes que hacen eco a las tendencias menos nobles de los espectadores, que, por lo general, acuden a las salas de cine no para enriquecerse, sino para divertirse.
He aquí algo que probablemente habría entristecido al Goethe crítico de arte en el festival: comprobar que existían los medios y las personas para realizar verdaderas obras maestras, y encontrarse únicamente con algunos logros mediocres por culpa de la prioridad de las preocupaciones económicas.
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Podría también haberle ocurrido otra cosa: encontrar en un filme auténtico arte, pero mezclado con una inmoralidad no menos auténtica. Quizá le sorprenda que yo admita la existencia de obras inmorales que son, al mismo tiempo, artísticamente bellas.
La verdad es que el adjetivo «artística» se refiere a 1obra, y el adjetivo «inmoral», en cambio, se refiere a la actuación del artista-hombre y cristiano. Algunas novelas inmoráles de Boccaccio son artísticamente bellas; sin embargo, Boccaccio ha cometido al escribirlas una acción moralmente baja, que repercute perjudicialmente en algunos lectores.
Usted mismo sabe algo de esto. Después de haber escrito Las desdichas del joven Werther, se sintió inquieto y turbado al darse cuenta de la acción corrosiva que el libro había ejercido sobre los más débiles y los más exaltados jóvenes alemanes.
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Me estoy atreviendo a criticar a aquel Goethe que escribió a propósito de uno de sus críticos:
«¡Como cada rosa, también cada artista tiene su insecto; yo tengo a Tieck!» Pues bien, ahora me tiene usted también a mí, que admiro su genio, pero no acepto algunas de sus ideas. Esta, por ejemplo: que, teniendo el arte como campo propio toda la realidad, el artista puede legítima y libérrimamente narrar, pintar, describirlo todo, incluso el mal.
El artista puede ciertamente representar el mal, ron tal que el mal aparezca como un mal, no sea tomado como bien, no se presente embellecido, no incite a otros a repetirlo e imitarlo.
En el Edipo Rey, de Sófocles, el tema central es el incesto; el autor lo describe con expresiones muy crudas, pero es tan evidente su reprobación desde el comienzo hasta el fin, son tan terribles los castigos que caen sobre los culpables, que el lector, al volver la última página, está muy lejos de entusiasmarse con el incesto.
He dicho: «Desde el comienzo hasta el fin». Pour cause: hay, en efecto, directores y críticos que creen poder redimir un filme pornográfico introduciendo al final de la película una secuencia o golpe moralizante, como si trataran de rociarlo todo con agua bendita.
¡Se necesita mucho más que eso!
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Otra idea que rechazo: que el genio sea casi un semidiós —«¡divo!»—, por encima de la moral común. Expresó usted este pensamiento especialmente en el tiempo en que, estudiando a Spinoza con la señora Von Stein, buscaba a Dios en el «Gran Todo», pensando que el hombre inteligente puede, elevándose cada vez más a través de la cultura, ser absorbido por Dios, confundirse con Él y convertirse en ley para sí mismo.
Hoy más de uno participa de esta manera de pensar, al menos en la práctica. ¡Malo! Grandes son, ciertamente, el destino y las posibilidades del hombre, pero de todo hombre, incluso del pobre, del ignorante y del que sufre. Dios ha querido que todos seamos hijos suyos y que todos tengamos, en cierto sentido, su mismo destino. Pero se trata de una elevación que se realiza con su ayuda y con la observancia de su ley, la cual obliga a todos, grandes y pequeños, artistas incluidos.
Usted, gran poeta, los artistas que en el festival presentaron sus trabajos, y nosotros, gente de la calle, menos dotada de cualidades naturales, somos bajo este aspecto iguales ante Dios. Si alguno ha recibido el don del arte, de la fama y de la riqueza, éste tiene, en todo caso, una obligación mayor de manifestar su gratitud a Dios mediante una vida buena.
Ser de los «grandes» es también un don de Dios que no debe «subirse a la cabeza», sino más bien impulsar a modestia y virtud.
Una vez más, noblesse oblige! ¡Nobleza obliga!
Diciembre 1971.