A San Bernardo, abad de Claraval[7]

SI GOBIERNAS, SE PRUDENTE

Al abad de Claraval:

Has sido un gran monje y, de forma totalmente original, un gran hombre de Estado. Hubo un tiempo en que Claraval fue más importante que Roma; recurrían a ti emperadores, papas, reyes, señores feudales y vasallos. Impulsaste una cruzada, cosa muy discutida hoy, pero que entonces encajaba en el cuadro de la época.

En cambio, te manifestaste proféticamente contra el antisemitismo de tu tiempo con una franca defensa de los judíos. ¡Sin pelos en la lengua! Escribiste a un papa: «No temo para ti ni hierro ni veneno, sino el orgullo del poder». Y al rey de Francia que había nombrado senescal, es decir, generalísimo, a un abad: «¿Qué pasará ahora? ¿El nuevo senescal celebrará la misa con yelmo, coraza, perneras de hierro, o conducirá a las tropas con roquete y estola?»

Otros, en la Edad Media, habían guiado a Europa a golpes de espada. Tú, a golpes de pluma, con cartas que partían en todas direcciones y que, desgraciadamente, sólo en parte se han conservado: alrededor de unas quinientas.

Tratan, por lo general, temas de ascética. Sin embargo, queda una, la número 24 del Epistolario, que contiene en esencia tu visión cristiana del gobierno, y se convirtió en texto clásico en una circunstancia extraordinaria.

Fue en un cónclave. Los cardenales andaban dudosos entre tres candidatos que se significaban uno por la santidad, otro por su elevada cultura y el tercero por el sentido práctico.

A la indecisión puso fin un cardenal citando precisamente tu carta. «Es inútil titubear más —dijo—: nuestro caso está ya considerado en la carta 24 del Doctor Melifluo. Basta aplicarla y todo saldrá a las mil maravillas. ¿Que el primer candidato es santo? Pues bien, oret pro nobis, que diga algún padre nuestro por nosotros, pobres pecadores. ¿Es docto el segundo? Nos alegramos mucho, doceat nos, que escriba cualquier libro de erudición. ¿Es prudente el tercero? Iste regat nos, que éste nos gobierne y sea designado papa».

Teniendo todo esto en cuenta, ¿por qué no continúas, querido abad, tu antiguo oficio y me escribes una carta llena de buenos consejos, a mí, pobre obispo, y a cuantos cristianos luchan con infinidad de dificultades en el servicio a los demás? ¡Una voz monacal que desde el fondo del Medievo repercute en el intrincado dinamismo de la vida moderna! Es una posibilidad de hacer el bien. ¡Aprovéchala, por favor, padre abad!

Tuyo,

ALBINO LUCIANI

* * *

Al patriarca de Venecia:

Acepto, y comienzo por invertir m1 propia afirmación.

«Si eres prudente, gobierna», escribí entonces. «Si gobiernas, sé prudente», escribo ahora. Es decir: ten muy metido en la cabeza algunos principios básicos y trata de adaptarlos a las circunstancias de la vida.

¿Qué principios? Mencionaré alguno de ellos. Un éxito aparente, aunque clamoroso, es en realidad un fracaso si se ha conseguido pisoteando la verdad, la justicia y la caridad. El que está por encima, está al servicio de quien está por debajo: tanto valen los señores como los súbditos. Cuanto mayor es la responsabilidad, tanto mayor es la necesidad de recibir ayuda de Dios; lo dice también vuestro Metastasio:

Para llevar a cabo grandes empresas,

el arte ayuda y el buen sentido tiene también su parte,

pero de nada sirven el buen sentido y el arte

cuando el cielo no está de nuestro lado.

Pero los grandes principios tienen que aplicarse a la vida de los hombres, y los hombres son como las hojas de un árbol: todas semejantes, pero ninguna completamente igual a otra. Se nos presentan como diferentes unos de otros, en cultura, temperamento, procedencia, circunstancias y estado de ánimo.

Ojo, pues, a las circunstancias, a los estados de ánimo: si cambian, cambia también tú, no los principios, sino la aplicación de los principios a la realidad del momento. En cierta ocasión, Cristo huyó de la muchedumbre que había venido para «llevarlo a la fuerza y proclamarlo rey». En otras circunstancias, la víspera de la pasión, por el contrario, se preparó él mismo el modesto triunfo de la entrada en Jerusalén.

Sin embargo, no llamo prudencia a la excesiva desenvoltura en el cambiar. La verdadera táctica de una justa dosificación y adaptación no es el oportunismo, la adulación, el volver la espalda a quien llega a su ocaso, el jugar a la esgrima con la propia alma y con los principios. Cae el ministro, cae el alcalde —cuántas veces sucede a nuestro alrededor—, e inmediatamente se produce el vacío. ¡Y cuántas veces cambia la gente de chaqueta!

Cito el caso ya muy lejano, pero clásico, del Moniteur, diario oficial francés. En 1815, sus páginas presentaban así a sus lectores la trayectoria de Napoleón: El bandido ha huido de la isla de Elba; el usurpador ha llegado a Grenoble; Napoleón entra en Lyón; el emperador llega esta tarde a París. ¡Desenfadado crescendo, sin duda! ¡Como para confundirlo con la prudencia! Como tampoco es prudencia la actitud de quien se obstina en no darse cuenta de la realidad evidente, y cae en la rigidez excesiva, en el integrismo, haciéndose más papista que el papa.

Sucede realmente. Hay quienes habiéndose aferrado a una idea, la entierran y siguen custodiándola y defendiéndola durante toda la vida, sin volver a repensada, sin molestarse en comprobar qué le ha sucedido después de tantas lluvias, vientos y tempestades de acontecimientos y cambios.

Corren el riesgo de no ser prudentes los que se andan por las nubes y, ahítos de ciencia puramente libresca, no saben separarse ni un momento de lo escrito, siempre cortando pelos en el aire, metidos en interminables y sutiles análisis, siempre dispuestos a analizar, a sutilizar, buscándole siempre cinco pies al gato.

La vida es muy distinta. Lord Palmerston observaba justamente que, para cortar las páginas de un libro, un abrecartas de hueso le servía mejor que una navaja afilada. Clemenceau, el tigre, era de la misma opinión cuando, al dar su juicio sobre dos ministros del gabinete presidido por él, afirmaba: Poincaré lo sabe todo, pero no comprende nada. Briand no sabe nada, pero lo comprende todo.

Yo diría: tratad de saber y al mismo tiempo de comprender. Como decía antes: poseer los principios y aplicarlos a la realidad. ¡He ahí el fundamento de la prudencia!

Tuyo,

BERNARDO DE CLARAVAL

* * *

Al abad de Claraval:

Gracias por tu carta. Aprecio especialmente tu exhortación a comprobar, a revisar, a no dejar estancarse las situaciones, a emprender las reformas necesarias. Es cosa que vale para la Iglesia, para el Estado y para el Ayuntamiento.

¿Sabes una cosa?, me decía en cierta ocasión un alcalde. Un concejal, recién nombrado, observa que un guardia municipal vigila a diario los asientos de un parque público. Qué despilfarro, piensa. Si se tratase de proteger el banco de Italia, me lo explicaría. Pero ¡para una docena de asientos corrientes! Quiere investigar la cuestión a fondo y se encuentra con lo siguiente: años atrás los asientos del jardín habían sido pintados de nuevo. Para que nadie se manchase con la pintura fresca, se puso allí un guardia, echando mano de la correspondiente ordenanza municipal. Alguien se olvidó después de retirar la orden. La pintura se secó, y el guardia continuó vigilando… nada.

Volviendo a la prudencia del que gobierna, ¿no te parece, padre abad, que ha de ser algo dinámico? Platón llamaba a la prudencia el cochero de las virtudes; pues bien, el cochero trata de llegar a su meta salvando, si puede, la vida del caballo; pero, si es preciso, maneja el látigo y agota al caballo con tal de llegar y de llegar a tiempo. En otras palabras: no quisiera que se confundiese la prudencia con la inercia, la pereza, la somnolencia, la pasividad. La prudencia excluye el celo ciego y la audacia temeraria, pero se decide por la acción franca, decidida y audaz cuando es necesario. Unas veces hace de freno, y otras de acelerador; unas veces mueve a reservarse, y otras a prodigarse; unas veces reprime la lengua, las esperanzas, la cólera; otras las deja explotar cuando hay razón para ello.

En los años en que los emisarios de Cavour trabajaban por la Romagna, vino a Turín Paolo Perrati, el comediógrafo, y le dijo: «Conde, por allá no sabemos ya a quién creer: Buoncompagni predica la prudencia; La Farina predica la audacia. ¿Cuál de los dos interpreta vuestro pensamiento y es vuestro verdadero enviado?» «Los dos —respondió Cavour—, ¡porque se da una audacia prudente y una prudencia audaz!».

En espera de mayores precisiones, tuyo,

ALBINO LUCIANI

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Al patriarca de Venecia:

Con algunas reservas sobre la seriedad de la respuesta de Cavour, me parece justo que la prudencia sea dinámica, es decir, que mueva a la acción. Sin embargo, hay que distinguir tres momentos: la deliberación, la decisión y la ejecución.

Deliberar quiere decir buscar medios que conduzcan al fin; se hace a base de reflexión, de consultas, de un examen detenido. Pío XI decía con frecuencia: «Dejadme pensar primero». La Biblia aconseja: «Hijo, no hagas nada sin aconsejarte». Los proverbios populares ponen en todo esto una nota de color. «Cuatro ojos ven más que dos». «Quien pronto se determina, pronto se arrepiente». «Rápido y bueno, raras veces». «Gata apresurada pare gatos ciegos».

Decidir quiere decir: después de examinar los distintos medios posibles, quedarse con uno: «Elijo éste; es el más adecuado o el único posible». No es prudencia el eterno vacilar, que todo lo deja en suspenso y sume al alma en la incertidumbre; tampoco es prudente esperar, para decidir, la presencia de condiciones ideales. Se dice que «la política: es el arte de lo posible»; en cierto sentido, esto es verdad.

La ejecución es el más importante de los tres momentos; la prudencia se asocia aquí a la fortaleza para hacer frente al desaliento ante las dificultades o los impedimentos. Es el momento en que uno se revela jefe y guía. A este momento aludía Filipo de Macedonia cuando afirmaba: «Es preferible un ejército de tímidos ciervos conducidos por un león, que un ejército de feroces leones conducidos por un ciervo».

Como monje que soy, me urge destacar que la prudencia es, ante todo, una virtud; por lo tanto sirve únicamente a causas nobles y adopta tan sólo medios lícitos.

Según Plutarco, Alcibíades vivía obsesionado por la necesidad de popularidad; quería a toda costa que la gente se ocupase de él. Al darse cuenta de que el público comenzaba a perder interés por sus cosas, ¿qué es lo que hizo? Tenía un perro precioso, que le había costado la bonita suma de setenta minas; pues le cortó la cola. Y de esta forma toda Atenas tuvo ocasión de hablar de Alcibíades de sus riquezas, de sus costosas originalidades.

He aquí un caso no de prudencia, sino de picardía, que veo repetido entre vosotros, aunque con otros medios: fotografías que se procura aparezcan en los diarios, servicios de prensa, discursos mañosamente construidos, habladurías divulgadas con habilidad. Si, además, la astucia echa mano de medios deshonestos, os veo de aprendices en la escuela de la zorra, de Ulises y Maquiavelo.

El astuto habla y sus pa1abras no son vehículo, sino velo del pensamiento, haciendo que parezca verdadero lo falso y falso lo verdadero. A veces obtiene resultados. Por lo general, sin embargo, la cosa no dura mucho. En las peleterías vemos más pieles de zorra que pieles de asno. Cuando los bribones van en procesión, es el diablo quien lleva la cruz por delante.

Y perdona mi franqueza,

BERNARDO DE CLARAVAL

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Al abad de Claraval:

Según tu última carta, se darían ciertas pseudoprudencias, como la picardía y la astucia mentirosa que me describes. A veces, sin embargo, no se puede negar que en la vida de los hombres públicos se hace difícil no recurrir a algún tipo de astucia. Piensa, por ejemplo, en los candidatos políticos, que tienen que persuadir a los electores para que los elijan entre decenas de opositores; piensa en los elegidos, que deben cultivar su parcela electoral de cara a una futura reelección.

¿Sabes que precisamente en Francia, tu país, acaba de aparecer un librito (Vuela pichón) que intenta hacer frente a esta necesidad? En primer lugar, hallamos en él un tratado sobre el bla-bla-bla, es decir, el arte de hablar, hablar y hablar hasta que se encuentra algo que decir. En segundo lugar, se explica la técnica de presentar estadísticas, tantos por cientos y números, útiles especialmente para interpretar los resultados de las elecciones. A propósito de números, se dice: «La democracia no se rige solamente por la ley del número, sino también por la ley de la cifra». En tercer lugar, se hace la autopsia de las frases bonitas que nada significan.

Pero también es verdad que, para evitar estos inconvenientes, se ha publicado otro libro, verdadero vademécum, para discursos y alocuciones de hombres políticos. ¡Imagínate! Treinta y dos fórmulas distintas, hermosas y bien compuestas para honrar la memoria de hombres desaparecidos, diecisiete para dar el pésame a los familiares, dieciocho para comenzar un brindis y catorce para terminarlo. Para los brindis se sugieren ciertas reglas: se pronuncian vaso en mano y la duración del discurso debe variar según el grado de inspiración del orador, la importancia de la persona homenajeada y la calidad del licor. Hay también normas para los elogios: no alabar demasiado, alabar lo suficiente, alabar con gracia, no alabar con ironía.

En suma, un manual que enseña pequeñas y casi inocuas astucias semejantes a las «ingeniosas ocurrencias» del Lelio goldoniano. Será necesario admitirlas, ¿no te parece?

Tuyo,

ALBINO LUCIANI

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Al patriarca de Venecia:

Creo que bromeas en los últimos párrafos de tu carta. Yo soy partidario de la línea recta y coherente de los hombres públicos. Tanto más que, con su ejemplo, determinan la educación o deseducación de los jóvenes. Por otra parte, pueden servirse de medios lícitos mucho más eficaces que aquellos que mencionas. La sagacidad, por ejemplo. El sagaz no se deja deslumbrar por las apariencias ni por las adulaciones: adivina el temperamento y las ambiciones de la gente por la expresión de la cara, por los gestos; le impulsan a intervenir en seguida, pero él sabe que no ha llegado el momento; le dicen que lo mejor es esperar, y él, con un sexto sentido, olfatea que, por el contrario, es necesario actuar inmediatamente, y los hechos vienen a darle más tarde la razón.

Otro medio es el método, que nos hace poner el fin antes que los medios, coordinar los medios entre sí y dar a cada uno la importancia que merece. Las normas que el método sugiere son mejores que las de Vuela pichón, citadas en tu carta. Helas aquí:

1) Al deliberar ten en cuenta únicamente los hechos comprobados. Digo hechos, y no opiniones ni habladurías; digo comprobados, y no meramente ciertos, porque, si soy un administrador público, no basta que existan pruebas válidas para mí; se necesitan pruebas válidas para todos, que mañana puedan mostrarse y se mantengan a prueba de bomba. Los ingleses dicen: Un hecho es como el alcalde de Londres; sólo él tiene verdadera e indiscutida dignidad.

2) Ten presente un epifonema muy usado de nuestros medievales: ¡Distingue frequenter! En la corte del Rey Sol, una dama era capaz de saludar con una sola reverencia a sus buenas diez personas; la reverencia era única, pero la mirada enviaba fulgores distintos y múltiples para dar a cada uno —fuese duque, conde o marqués— lo que él esperaba. Distinguiendo se dice: este asunto es muy importante, le daré precedencia absoluta; este otro es menos importante, le doy un puesto secundario. ¡Las famosas «Opciones prioritarias»!

3) Puede servirte también el divide et impera de los romanos. Aquí, sin embargo, se trata de dividir las acciones en diversos momentos y no a las personas entre sí. ¿El motivo? No puede hacerse bien más de una cosa al mismo tiempo.

El divide, por lo tanto, debe aplicarse también al trabajo; dividir, distribuyendo las tareas entre los distintos colaboradores. Pero luego, ¡servirse de estos colaboradores! No vaya a suceder lo que en tiempos de la Triple Alianza, cuando se decía: La triple alianza es la doble, es decir, Bismarck. Parece, por el aire democrático que me llega de vosotros, que los Bismarck, ahora, no gustan demasiado.

¿Otra ayuda todavía? La previsión. Napoleón, en 1800, antes de partir de París para Italia, había clavado un alfiler en el mapa entre Alejandría y Tortona, diciendo: Aquí probablemente se concentrarán los austríacos. Y acertó: se concentraron precisamente allí, en Marengo.

No todos poseerán un dedo tan certeramente fatídico; pero todos tenemos que tratar de descubrir desde lejos los resultados de nuestras acciones y calcular anticipadamente los esfuerzos y los gastos que serán necesarios para llevar a cabo determinada iniciativa. Vuestro ministro Sonnino sentaba cátedra en materia de prudencia incluso con su silencio; un día se le acercó un amigo y, al verle pensativo y meditabundo, le dijo: «¡Apuesto a que estáis pensando en lo que tenéis que decir mañana en la Cámara!» «¡Oh, no! —respondió—. ¡Estoy pensando en lo que no debo decir!» De él decía Luzzatti: en Versalles, Orlando habla todas las lenguas que no sabe, y Sonnino se calla en todas las lenguas que sabe.

Puede suceder, sin embargo, que, a pesar de todas las precauciones tomadas, el asunto vaya mal. El hombre público se prepara también para esta eventualidad con medidas adecuadas. El campesino piensa que puede venir el pedrisco y se asegura. El general se prepara para la victoria; pero también tiene su plan trazado para el caso malhadado de una derrota o de una retirada.

Dice Plutarco que Diógenes se puso un día a pedir limosna a una estatua de mármol. Naturalmente, no obtuvo ni un solo céntimo, pero él continuaba pidiendo. «¿No es tiempo perdido?», le preguntó alguien. «No es tiempo perdido —respondió—; estoy acostumbrándome a recibir negativas». También esto es prudencia.

Un último consejo. No te desanimes demasiado. «Hace años que sudo y trabajo por el Ayuntamiento. Me he metido hasta el cuello, he dejado de lado incluso intereses y familia, acortando mi vida con preocupaciones graves y continuas. Y ¿qué pasa? Me hacen el vacío, me ponen la zancadilla, me atacan y despedazan. ¡Que lo hagan ellos si tanto saben: yo me retiro y se acabó!» La tentación es fuerte, pero no siempre es prudente ceder. Es verdad que es necesario dejar paso a los relevos, pero también es cierto que el bien público exige a veces que quien ha comenzado aguante hasta el final, que quien tiene cualidades y experiencia permanezca en su puesto. Si es un deber prestar atención a las críticas justas (¡nadie es infalible!), hay que recordar también que ni siquiera Cristo pudo contentar a todos. Cuando se trabaja para el público, es preciso no soñar con demasiados reconocimientos y aplausos, sino prepararse para la indiferencia y las críticas de los mismos ciudadanos, que tienen una psicología realmente curiosa.

Nos la ha descrito Arístides Briand, varias veces primer ministro de Francia. En una tienda —dijo— entra un loco con un garrote en la mano; la emprende a bastonazo limpio con jarros, vasos y platos, y lo reduce todo a pedazos. La gente se detiene, acude de todas partes, admira la proeza. Poco tiempo después entra en la tienda un viejecito con un bote de goma bajo el brazo; se quita el gabán, se pone los lentes y, con una paciencia de cartujo, comienza —en medio de aquel destrozo— a reparar los vasos rotos. ¡Tened por seguro que ninguno de los transeúntes se detendrá a mirarlo!

Tuyo,

BERNARDO DE CLARAVAL

Octubre 1971.