A Trilussa[6]

EN EL CORAZON DEL MISTERIO

Querido Trilussa:

He vuelto a leer la poesía melancólicamente autobiográfica en la que cuentas cómo te perdiste una noche en el bosque y encontraste a una viejecita ciega que te dijo: «Si no sabes el camino, te acompañaré yo, que lo conozco». Y tu sorpresa: «Me sorprende que me pueda guiar quien ni siquiera ve». Pero la viejecita corta por lo sano, te toma de la mano y te intima: «Camina». Es la fe.

En parte, estoy de acuerdo contigo: La fe es una excelente guía, una querida y sabia viejecita que nos dice: pon aquí tu pie, toma el sendero que sube. Pero esto sucede en un segundo momento, cuando la fe ha echado ya raíces como convicción en la mente, Y desde ella conduce y dirige las acciones de la vida.

Pero ante todo, tiene que formarse y arraigar en la mente la convicción. Y aquí, querido Trilussa, reside hoy la dificultad; aquí el viaje de la fe se nos revela no como una patética caminata por los senderos del bosque, sino como un viaje a veces difícil, en ocasiones dramático y siempre misterioso.

Es difícil ya tener fe en los otros, aceptando, bajo palabra, sus afirmaciones. El estudiante oye decir al profesor que la tierra dista del sol 148 millones de kilómetros. Querría comprobarlo, pero ¿cómo? Se lanza y lo acepta con un acto volitivo de confianza:

«El profesor es honesto y está bien informado, confiemos en él».

Una madre cuenta a su hijo cosas pasadas, los sacrificios arrostrados para protegerlo y curarlo, y concluye: «¿Me crees? ¿Te acordarás de todo lo que he hecho porque te quiero?» «¡Cómo puedo no creerte! —responde el hijo—. Haré todo lo que pueda para no ser indigno de tu amor». Este hijo, además de confianza, debe también suscitar en sí sentimientos de ternura y amor hacia su madre; sólo de esta manera puede surgir un impulso de entrega y un compromiso de vida.

La fe en Dios es algo parecido: es un filial dicho a Dios, que nos cuenta algo de su propia vida íntima; a las cosas narradas y juntamente a aquel que las narra. Quien lo pronuncia debe tener no sólo confianza, sino también ternura y amor, y sentirse hijito, admitiendo: Yo no soy uno de esos que lo saben todo, que dicen la última palabra sobre todo, que todo lo comprueban. Es verdad que estoy acostumbrado a llegar a la certeza científica a través de la más rigurosa verificación en el laboratorio; aquí, en cambio, debo contentarme con una certeza no física, no matemática, sino de buen sentido o de sentido común. No solo y por mi cuenta: al confiar en Dios, sé que debo aceptar que El puede invadir, dirigir y cambiar mi vida.

En las Confesiones, querido Trilussa, Agustín se muestra más agitado que tú al describir su viaje a 1:1 fe. Antes de decir su total a Dios, su alma siente escalofríos y se retuerce en conflictos penosos. De una parte, está Dios que le invita; de la otra, los hábitos antiguos, «las viejas amigas» que le «tiran dulcemente de sus vestiduras de carne» y le susurran: «¿Nos dices adiós? ¡Piensa que desde el momento en que te hayamos dejado, aquello no te sed ya permitido, ni tampoco aquello otro, y así para siempre!»

Dios le impulsa a decidirse en seguida, y Agustín implora: «¡Todavía no, un momento más!» Y sigue semanas enteras en la indecisión, en las contorsiones internas, hasta que, ayudado por un impulso poderoso de Dios, reúne todas sus fuerzas y se decide.

Como ves, Trilussa, en el drama humano de la fe se da un elemento misterioso: la intervención de Dios. Pablo de Tarso la experimentó en el camino de Damasco y la describe así:

Aquel día, Señor, «me arrebataste», «por tu gracia soy lo que soy».

Aquí estamos en el corazón del misterio. ¿Qué es y cómo actúa la gracia de Dios? ¡Qué difícil es decirlo!

Supón, Trilussa, que el incrédulo sea como uno que duerme; Dios le despierta y le dice: «¡Abandona el lecho!» Suponte que es un enfermo; Dios le pone en la mano la medicina y le dice: «¡Tómala!»

De hecho, el que no cree, y de improviso, sin haber pensado en ello, se encuentra en cierto momento reflexionando sobre los problemas del alma y de la religión, éste se halla potencialmente dispuesto para la fe.

Tras esta intervención, hecha «sin nosotros», Dios realiza todavía otras, pero «con nosotros», es decir, con nuestra cooperación libre. Despertar a los que dormían ha sido obra exclusiva suya; descender del lecho es cosa nuestra, aunque necesitemos para descender de otras ayudas suyas. La gracia de Dios tiene la fuerza, pero no pretende forzar; encierra una santa violencia, pero orientada a hacernos enamorar de la verdad, no a violar la libertad. Puede suceder que, ya despierto, invitado a levantarse, e incluso tomado ya de un brazo, uno se dé la vuelta hacia el otro lado diciendo: «¡Déjame dormir!»

En el Evangelio se leen casos de todo tipo. «Ve y sígueme», dice Cristo, y Leví se levanta del banquillo y le sigue; otro, por el contrario, habiendo sido invitado, responde: «Déjame que vaya antes a enterrar a mi padre», y ya no vuelve más. Son gentes —comenta tristemente Cristo— que ponen la mano en el arado y después se vuelven atrás. Se explica así cómo, en la fe, se da toda una gama que va desde quien no ha tenido nunca fe a quien la tiene en medid1 insuficiente; de los tibios y raquíticos en la fe, hasta aquellos que tienen una fe ferviente y operante.

Pero se explica sólo hasta cierto punto, querido Trilussa. ¿Por qué algunos de nosotros no creen? Porque Dios no nos ha dado esa gracia. ¿Pero por qué no nos la ha dado? Porque no correspondemos a sus inspiraciones. ¿Por qué no correspondemos?

Porque, al ser libres, abusamos de la libertad. ¿Por qué abusamos de la libertad? Aquí está lo duro, querido Trilussa; aquí renuncio a comprender. Aquí, en vez de mirar al pasado, prefiero pensar en el futuro y decido seguir la invitación de Pablo: «Os exhortamos a no recibir en vano (en el futuro) la gracia de Dios».

* * *

¡Querido Trilussa! Manzoni define «gozoso prodigio y banquete de gracia» la vuelta del desconocido a la fe. Se desprendía fácilmente que también él había «vuelto».

Se trata de un banquete siempre dispuesto y abierto a todos. Por lo que a mí toca, yo trato de aprovecharlo todos los días, volviendo a levantar hoy la vida de fe echada por tierra con los pecados de ayer. ¡Quién sabe si los cristianos que, como yo, se sienten unas veces buenos y otras pecadores, aceptarán conmigo ser «invitados agradecidos»!

Septiembre 1971.