A Charles Péguy[5]

SOMOS EL ESTUPOR DE DIOS

Querido Péguy:

Tu espíritu entusiasta, la pasión de alentador y conductor de almas, siempre me han agradado; menos algunas de tus redundancias literarias, unas veces amargas, otras irónicas, otras excesivamente apasionadas en la batalla librada contra los hombres extraviados de tu época.

En tus páginas religiosas hay algunos pasajes poéticamente (no digo teológicamente) felices; por ejemplo, aquel que presenta a Dios hablando de la esperanza:

La fe de los hombres no me admira —dice Dios— no es nada sorprendente: resplandezco de tal manera en mi creación, que, para no verme, esta pobre gente tendría que estar ciega. La caridad de los hombres no me admira —dice Dios—; no es nada sorprendente: estas pobres criaturas son tan desgraciadas, que, si no tienen un corazón de piedra, no pueden menos de sentir amor unas por otras. La esperanza, ¡esto sí que me admira!

Estoy de acuerdo contigo, mi querido Péguy: la esperanza produce verdadera admiración. De acuerdo con Dante en que ésta es una espera cierta. De acuerdo con lo que la Biblia dice de aquellos que esperan.

Abraham no sabía bien por qué Dios le había mandado matar a su hijo único; no veía cómo, muerto Isaac, podía venirle la posteridad numerosa que le había sido prometida, y, sin embargo, esperaba con certeza.

David, avanzando contra Goliat, sabía muy bien que cinco guijarros, aun lanzados por una mano muy experta en el manejo de la honda, eran demasiado poco contra un gigante cubierto de hierro. Y, con todo, esperaba con certeza e intimaba al coloso blindado: Vengo de parte de Dios. Pronto te arrancaré la cabeza del tronco.

Orando con los Salmos, también yo, querido Péguy, me siento transformado en hombre que espera con certeza: Dios es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? … Aunque acampe contra mí un ejército, no temerá mi corazón. Aunque se alce la guerra contra mí, ¡aun entonces confiaré!

* * *

¡Cómo se equivocan, Péguy, aquellos que no tienen esperanza! Judas hizo un gran disparate el día en que vendió a Cristo por treinta monedas, pero cometió otro mucho mayor cuando pensó que su pecado era demasiado grande para ser perdonado. Ningún pecado es demasiado grande: una miseria finita, por muy enorme que sea, podrá siempre ser cubierta por una misericordia infinita.

Ni tampoco nunca es demasiado tarde: Dios no sólo se llama Padre, sino Padre del hijo pródigo, que nos divisa cuando aún estamos lejos, que se enternece y, corriendo, viene a arrojarse a nuestro cuello y a besarnos tiernamente.

Y no debe hacernos temer un pasado quizá borrascoso. Las borrascas que fueron males en el pasado se convierten en bienes en el presente si nos impulsan a poner remedio, a cambiar; se convierten en una joya si se ofrecen a Dios para procurarle el consuelo de perdonarlas.

El Evangelio recuerda entre los antepasados de Jesús a cuatro mujeres, de las cuales tres no fueron muy recomendables: Rahab había sido una mujer pública; Thamar había tenido a su hijo Phares de su suegro Judas, y Betsabé había cometido adulterio con David. ¡Misterio de humildad que estas parientes hayan sido aceptadas por Cristo, que hayan sido incluidas en su genealogía, pero también —opino— un medio, en manos de Dios, para infundimos confianza: podéis llegar a ser santos, sea cual sea la historia de vuestra familia, el temperamento y la sangre heredada, vuestra situación pasada!

Sin embargo, querido Péguy, sería una equivocación esperar, pero dejándolo siempre para más adelante. Quien se mete en el camino del después desemboca en el del nunca. Conozco a alguno que parece haber convertido la vida en una perpetua «sala de espera». Llegan y parten los trenes y él dice: «¡Saldré otro día! ¡Me confesaré al final de mi vida!» Del «valiente Anselmo» decía Visconti Venosta:

Pasa un día, pasa otro,

nunca vuelve el valiente Anselmo.

Aquí tenemos todo lo contrario: un Anselmo que no parte nunca.

La cosa no deja de tener su riesgo. Supón, querido Péguy, que los bárbaros estuvieran invadiendo Italia y avanzaran destruyendo y asesinando en masa. Todos escapan: los aviones, los autos, los trenes son tomados al asalto.

—¡Ven —le grito yo a Anselmo—, todavía queda un puesto en el tren, sube rápido!

Y él:

—Pero ¿es cierto que los bárbaros me harán papilla si me quedo aquí?

—¡Cierto no, podrían perdonarte, podría suceder también que antes de su llegada pasase otro tren. Pero son posibilidades lejanas y se trata de la vida. Esperar todavía más es una imprudencia imperdonable!

—¿No podré convertirme también más tarde?

—¡Ciertamente, pero será quizá más difícil que ahora. Los pecados repetidos se convierten en hábitos y en cadenas, que son más difíciles de romper. Ahora, corre, por favor!

* * *

Tú lo sabes, Péguy. La esperanza se basa en la bondad de Dios, que se trasluce especialmente en el comportamiento de Cristo, llamado en el Evangelio «amigo de los pecadores». Conocemos bien la dimensión de esta amistad: perdida una oveja, el Señor va en su busca hasta que la encuentra; una vez encontrada, se la pone alegre sobre sus espaldas, la lleva a casa y les dice a todas: Habrá mayor alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de penitencia.

La samaritana, la adúltera, Zaqueo, el ladrón crucificado a su derecha, el paralítico y nosotros mismos, hemos sido buscados, encontrados, tratados de esta manera. Y ésta es otra cosa digna de admiración.

* * *

Pero todavía hay algo más: la espera cierta de la gloria futura, como dice Dante. Causa admiración aquella certeza puesta junto a lo futuro, es decir, a la lejanía difusa. Y, sin embargo, ésta es, querido Péguy, la situación de los que esperamos.

Nos encontramos en la línea de Abraham, quien, habiendo obtenido de Dios la promesa de un país fertilísimo, obedeció y «partió —dice la Biblia— sin saber adónde iba», pero, a pesar de todo, seguro y abandonado en Dios. Nos encontramos en la situación descrita por San Juan evangelista: «Ya desde ahora somos hijos de Dios, pero lo que llegaremos a ser, todavía no se nos ha manifestado». Nos encontramos, como el Napoleón de Manzoni, «encaminados por los floridos senderos de la esperanza», aunque no conozcamos muy bien la región a donde los senderos conducen.

¿La conocemos, al menos, vagamente? ¿O deliraba Dante cuando intentó describirla como luz, amor y alegría? «Luz intelectual», porque nuestra mente verá allá arriba clarísimamente lo que aquí abajo apenas había entrevisto: a Dios. «Amor de verdadero bien», porque los bienes que amamos aquí son un bien, gotitas, briznas, fragmentos de bien, mientras que Dios es el bien. «Alegría que trasciende toda dulzura», porque no hay comparación entre aquélla y las dulzuras de este mundo.

Concuerda con esto Agustín, que llama a Dios «hermosura siempre antigua y siempre nueva». Concuerda Manzoni: allá arriba… «es silencio y tiniebla la gloria que pasó». Concuerda Isaías en el famoso diálogo: «¡Grita!» «¿Qué gritaré?» «¡Grita así: todo hombre es como hierba y toda su gloria es como la flor del campo. Se seca la hierba y se marchita la flor!»

Con estas celebridades nos hallamos de acuerdo también nosotros, querido Péguy. Alguno nos llamará «alienados», poetas y no prácticos. Pero nosotros responderemos: ¡Somos los hijos de la esperanza, el estupor de Dios!

Agosto 1971.