ESTAMOS EN LAS ULTIMAS…
Querido Dickens:
Soy un obispo que se ha impuesto la extraña tarea de escribir todos los meses, para El Mensajero de San Antonio, una carta a algún ilustre personaje.
A poco tiempo de la Navidad, no sabía realmente a quién elegir. Cuando he aquí que encuentro en un periódico el anuncio de tus cinco famosos Libros navideños. En seguida me dije: los leí de muchacho, me gustaron infinitamente porque estaban transidos de un gran sentido de amor a los pobres y de regeneración social, con calor de fantasía y de humanidad; le voy a escribir a él. Y aquí me tienes dispuesto a distraer tu atención.
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Acabo de recordar tu amor a los pobres. Lo has sentido y expresado maravillosamente, porque de niño viviste entre los pobres.
A los diez años, con papá en la cárcel por deudas, y para ayudar a mamá y a los hermanos, fuiste a trabajar a una fábrica de barnices. De la mañana a la noche tus manecitas embalaban cajas de betún bajo la mirada de un patrón que no conocía la piedad; por la noche tenías que dormir en un desván; el domingo, para acompañar a papá, lo pasabas con toda la familia en la cárcel, en la que tus ojos infantiles se abrían asombrados, conmovidos y atentísimos, sobre decenas y decenas de casos que movían a compasión.
Por esto, todas tus novelas están pobladas de pobre gente que vive en una miseria impresionante: mujeres y niños enrolados en fábricas y almacenes indiscriminadamente, incluso antes de los siete años; ningún sindicato que los defienda; ninguna protección contra la enfermedad o la desgracia; salarios de hambre; trabajo que se prolonga hasta quince horas diarias, que, con desoladora monotonía, encadena a fragilísimas criaturas a la máquina potente y ruidosa, al ambiente física y moralmente malsano, e impulsa con frecuencia a buscar el olvido en el alcohol o a probar de evadirse mediante la prostitución.
Son los oprimidos: para ellos reservas toda tu simpatía. Enfrente están los opresores, que tú estigmatizas con pluma manejada por el genio de la cólera y de la ironía, capaz de esculpir casi en bronce figuras de máscara.
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Una de estas figuras es el usurero Scrooge, protagonista de tu Canción de Navidad en prosa.
Dos señores —que llegan a su estudio cuaderno y pluma en ristre— le interpelan:
—Es Navidad, millares de personas carecen de lo necesario, señor.
Respuesta de Scrooge:
—¿Es que no hay prisiones? ¿No funcionan ya los hospicios?
—Ciertamente que existen y funcionan, pero pueden hacer muy poco para alegrar los espíritus y los cuerpos en Navidad. Hemos pensado recoger fondos para entregar a los pobres alimentos, bebida y combustible. ¿Con qué cifra puedo inscribirle?
—Con ninguna. Quiero que me dejen en paz. Yo no festejo la Navidad y no me voy a permitir el lujo de hacerla festejar a los holgazanes. Pagando el impuesto de pobres, doy mi ayuda a las cárceles, a las instituciones de mendicidad; el que esté en la miseria, que se dirija a ellas.
—Muchos no pueden ir, y muchos otros preferirían morir antes que hacerlo.
—Si prefieren morir será mejor que lo hagan pronto para disminuir el exceso de población. Y además, ustedes perdonen, estas cosas no me interesan.
Así habéis descrito al usurero Scrooge: preocupado sólo por el dinero y los negocios. Pero cuando habla de negocios al espectro de su «espíritu gemelo», el difunto socio usurero Marley, éste se lamenta dolorosamente: «¡Los negocios! Tener compasión tendría que haber sido mi negocio: caridad, clemencia y benevolencia, todo esto tendría que haber sido mi negocio. ¿Por qué he andado entre la muchedumbre de mis semejantes con los ojos clavados en tierra, sin levantarlos nunca hacia aquella estrella bendita que condujo a los magos a una choza? ¿Acaso no había otras pobres casas hacía las cuales su luz habría podido guiarme?»
* * *
Desde que escribiste estas palabras (1843) han pasado más de ciento treinta años. Estarás impaciente por saber si y cómo se ha puesto remedio a las situaciones de miseria y de injusticia que tú denunciaste.
Te lo digo en seguida. En tu Inglaterra y en la Europa industrializada, los trabajadores han mejorado mucho su posición. Tenían a su disposición, como única fuerza, el número. Y han sabido utilizarla.
Los antiguos oradores socialistas contaban: «El camello pasaba a través del desierto; sus pezuñas pisoteaban los granillos de arena mientras que él, soberbio y triunfante, exclamaba: ‘¡Os aplasto, os aplasto!’ Los granillos se dejaban aplastar, pero se levantó el viento, el terrible simún. ‘Arriba, granitos —dijo—, uníos, haced cuerpo junto a mí, azotaremos juntos a esta bestia y la sepultaremos bajo montañas de arena’».
Los trabajadores se han convertido, de granitos divididos y esparcidos, en nube compacta en los sindicatos y en los distintos socialismos, que tienen el mérito innegable de haber sido casi en todas partes la causa principal de la real promoción de los trabajadores.
De tu tiempo a esta parte, los obreros han realizado avances y conquistas en el plano de la economía, de la seguridad social y de la cultura. Hoy, pues, por medio de los sindicatos, logran con frecuencia hacerse oír allá arriba, en las altas esferas del Estado, donde en realidad se decide su suerte. Todo esto a precio de enormes sacrificios, superando oposiciones y obstáculos.
La unión de los trabajadores para la defensa de los propios derechos fue en un principio declarada ilegal, luego tolerada y, por último, reconocida legalmente. El Estado, al principio, fue un «Estado policía», declaró que el contrato de trabajo era un asunto meramente privado y prohibió los contratos colectivos; el patrón tenía la sartén por el mango; imperaba sin ningún freno la «libre concurrencia».
«¿Corren dos patronos tras un obrero? El salario subirá. ¿Tiran dos obreros de la chaqueta de un patrón? El salario bajará». Esta es la ley, se decía, que lleva automáticamente al equilibrio de las fuerzas. En realidad llevaba a los abusos de un capitalismo que fue y, en ciertos casos, todavía es un «sistema nefasto».
¿Y ahora? ¡Ay! En tu tiempo las injusticias sociales iban en una sola dirección: los obreros señalaban con el dedo a sus patronos. Hoy es incontable la gente que apunta con el dedo: los trabajadores del campo, que se quejan de estar mucho peor que los trabajadores de la industria; aquí en Italia, el sur contra el norte; en África, en Asia, en América latina, las naciones del «Tercer Mundo» contra las naciones del bienestar.
Pero incluso en estas últimas naciones hay infinidad de miserias y de inseguridad. Muchos trabajadores se encuentran en paro o inseguros de su puesto; no en todas partes están suficientemente protegidos contra los accidentes; con frecuencia se sienten tratados sólo como instrumentos de producción y no como protagonistas.
Por si fuera poco, la carrera frenética hacia el bienestar, el uso exagerado e insensato de cosas innecesarias, ha comprometido los bienes indispensables: el aire y el agua pura, el silencio, la paz interior, el reposo.
Se creía que los pozos de petróleo iban a ser pozos sin fondo, como el de San Patricio; de pronto caemos en la cuenta de que estamos casi en las últimas gotas. Se confiaba en que una vez agotado el petróleo, dentro de mucho tiempo, se podría contar con la energía nuclear, pero ahora nos dicen que en la producción de energía nuclear existe el peligro de escorias radiactivas nocivas para el hombre y su ambiente.
El temor y la preocupación son grandes. Para muchos, la bestia del desierto a la que hay que atacar y sepultar no es ya solamente el capitalismo, sino también el «sistema» actual, al que es preciso abatir con revoluciones convulsivas. Para otros, esa convulsión ha comenzado ya.
El pobre Tercer Mundo de nuestros días —dicen— será pronto rico gracias a los pozos de petróleo, que explotará solamente para sí; el mundo del bienestar consumista, al obtener petróleo sólo con cuentagotas, tendrá que limitar sus industrias, su consumo, y someterse a una recesión.
Ante este cúmulo de problemas, de preocupaciones y tensiones, todavía son válidos —ampliados y adaptados— los principios que tú fomentaste, querido Dickens, aunque un tanto sentimentalmente. Amor al pobre, y no tanto al pobre individual cuanto a los pobres que, rechazados como individuos y como pueblos, se han sentido clase y se han solidarizado entre sí. A ellos, sin vacilación, bajo el ejemplo de Cristo, se ofrece la preferencia sincera y abierta de los cristianos.
Solidaridad: somos una sola barca llena de gentes muy cercanas en el espacio y en las costumbres, pero en un mar muy revuelto. Si no queremos terminar en graves desastres, la regla es ésta: todos para uno y uno para todos; insistir en lo que une y dejar de lado lo que separa.
Confianza en Dios: por boca de tu Marley deseabas que la estrella de los Magos iluminase las casas pobres.
Hoy el mundo entero es una pobre casa, y ¡tiene tanta necesidad de Dios!
Febrero 1974.