El mito de Iván surgió en pleno conflicto. Fue un producto del Sovinfomburó, de las canciones y la poesía de la guerra, y de las historias que le gustaba leer a la gente. Incluso los propios soldados se veían a veces a sí mismos como voluntarios románticos, héroes que luchaban por la madre patria. El verdadero combate no coincidía con el ideal, pero el soldado de cartón piedra de los propagandistas resultaba una figura útil de invocar antes de una operación, y también cuando los supervivientes tenían que luchar contra el agotamiento y la conmoción. El héroe sencillo, y sus expertos y desinteresados oficiales, representaban modelos que daban a los hombres la sensación de tener un objetivo, glorificaban la brutal tarea de matar, y ofrecían cierta inmunidad frente a unos delitos que nadie quería reconocer. Dada la afición de los soldados a la ironía, aquellas figuras míticas servían también, y de manera paralela, como objetos de toscos chistes en los que los hombres se mofaban de sí mismos, puesto que Iván no siempre dominaba sus armas o su cuerpo, y aún menos la última directiva del partido. Pero aunque los hombres se burlaran de las reglas tediosas y de la solemnidad, la propaganda bélica se adecuaba a algunas necesidades humanas básicas. Y una vez cesó el fuego resultaba igual de importante. Cuando se dispersó el ejército de los reclutas y los soldados se reincorporaron a la vida civil, la noción del valiente y sencillo fusilero vino a proporcionarles cierta dignidad, un rostro público, cualesquiera que fuesen las historias que cada uno de ellos guardara para sí.
Los eslóganes que los hombres habían utilizado adquirieron con el tiempo una resonancia casi sagrada. La patria soviética era un espacio casi inviolable, y la lealtad hacia ella mantenía unido a su pueblo. Pero la repetición de aquellos términos familiares ocultaba una serie de cambios reales en su significado. En 1941 el patriotismo constituía un ideal radical, liberador e incluso revolucionario. De hecho, la noción recibió un impulso moral tras la invasión de las tropas de Hitler desde el oeste: al fin los auténticos patriotas tenían un invasor al que repeler en lugar de los oscuros traidores conjurados por la policía secreta. La oleada de fe patriótica de 1941 incluso revivió el fantasma del internacionalismo, puesto que ser patriota, en el sentido soviético, equivalía una vez más a ser el orgulloso líder de la campaña proletaria en favor de la fraternidad universal. Y equivalía también a oponerse al fascismo, cuya propia crueldad, como quedaría de manifiesto, forzaría a millones de personas a depositar sus esperanzas en el socialismo. De manera más inmediata, el patriotismo representaba también una autodefensa, la lucha colectiva de todo el pueblo soviético contra la agresión; y asimismo otorgaba a quienes lo integraban —la mayoría de los ciudadanos rusos y, probablemente, incluso de los ciudadanos soviéticos— una supuesta superioridad moral. «Nuestra causa es justa», aseguraba Mólotov al pueblo soviético en 1941. Por muy lejos que marchara su ejército, y cualesquiera que fuesen las atrocidades que cometiera, la mayoría no abandonaría esa creencia.
La muerte y el sufrimiento masivos dotaron al impulso patriótico de un carácter sagrado. Así, los peores marginados de los años de posguerra serían los supuestos traidores a la patria. Pero aunque no perdió nada de la pasión mojigata de 1941, lo cierto es que al final de la guerra el significado del orgullo patriótico había cambiado. La causa adquirió un enfoque más interno, centrándose en el Estado de Stalin, y también, y sobre todo, en Rusia[1]. En lugar de aspirar a la libertad, a partir de ahora los patriotas —a sabiendas o no— se harían cómplices de la represión de las minorías, de las detenciones a gran escala, y, en particular, de un dogma crudo y mortífero que no tendría casi nada en común con las promesas libertarias que habían congregado a tantas multitudes ante la Plaza del Palacio en los meses revolucionarios de 1917. El nuevo patriotismo soviético se utilizaría en los próximos años para condenar y excluir a toda clase de disidentes. Los veteranos de guerra, muchos de ellos todavía intoxicados por el original brebaje idealista e impregnados aún del viejo pietismo, estaban atrapados: no podían mostrarse antipatrióticos, y tampoco podían alzarse contra el gobierno. Al fin y al cabo, aquel era el país (y asimismo, en los primeros años de posguerra, aquel era también el líder) en cuyo nombre se habían vertido océanos de sangre. No pasaría mucho tiempo, pues, sin que los veteranos se convirtieran en bastiones conservadores del dominio soviético.
No sería un proceso fácil, y constantemente surgirían cuestiones que enfurecerían a los antiguos soldados. Una de ellas fue la campaña organizada por Nikita Jruschov, el sucesor de Stalin, para reducir el tamaño el ejército[2]. Producida justo después de su famosa denuncia de Stalin, el llamado discurso secreto de 1956[3], que confundió y horrorizó a numerosos ex soldados, aquella aparente traición a las fuerzas armadas provocó una inquietud generalizada. Sin embargo, pronto iba a producirse el preludio del largo idilio de los veteranos con su Estado. Leonid Brezhnev, cuyo propio historial de guerra no habría merecido siquiera una nota a pie de página si la casualidad —incluida la pérdida durante el conflicto de sus potenciales rivales de mayor talento— no le hubiera impulsado hacia la élite política, se convertiría en el líder de la Unión Soviética a partir de 1965. Su dedicación a la ideología bolchevique era mínima, mientras que su ansia de poder resultaba mucho más fuerte. En lugar de tratar de revivir la debilitada unidad soviética apelando directamente a ideales revolucionarios, vio el mito de la guerra como una vía para reconstruir el sentimiento de tener un objetivo común que en aquel momento Saqueaba en la nación. Los años de gobierno de Brezhnev se convertirían en una época dorada de hormigón y palabrería: una época caracterizada por las historias voluminosas de la guerra patrocinadas por el Estado, los solemnes discursos de conmemoración, las declaraciones, las nuevas medallas, y el diseño y construcción de monumentos en masa[4]. El mensaje era que la nación había luchado unida, que se habían perdido vidas jóvenes, y que las nuevas generaciones debían al pasado (y también a sus actuales líderes) una lealtad y gratitud ilimitadas.
Una vez más se invitó a los veteranos, ahora de mediana edad, a que desempeñaran un papel patriótico. Siempre se les había convocado para recordar la guerra, pero ahora se les alentaba a visitar las escuelas, hablar de sus batallas y despertar las ilusiones más románticas de los jóvenes ciudadanos[5]. La idea era unir más estrechamente el ideal soviético a una generación que no había conocido la guerra. Un soldado mítico, el héroe soviético, volvía ahora a reclamar para sí la lealtad de la nación. Era este un hombre duro, moral y de un valor inquebrantable. Y en muchas historias, de manera conveniente, además estaba muerto. Aunque la mayoría de los veteranos recuerdan el gran aniversario de 1965, el vigésimo año de la victoria, como el punto álgido de las conmemoraciones de la guerra, el fénix histórico que resurgió de las cenizas de Stalingrado y Kursk en la década de 1960 fue emblemático y bidimensional[6]. Y hubo auténticas presiones para mantenerlo así. Una vez que las historias oficiales hubieron pasado por el censor, por ejemplo, se prohibió publicar cualquier dato sobre la guerra que no estuviera ya en la imprenta[7]. Los propios archivos, aquellas auténticas ciudades formadas por expedientes de papel manila, se cerraron para casi todo el mundo, y por supuesto para los estudiosos. Se prohibió el acceso público a sectores enteros de la vida durante el conflicto, como la deserción, la delincuencia, la cobardía y la violación; y hubo varios crímenes concretos, como la matanza de Katín, que acabaron enterrados bajo una montaña de negaciones[8]. En lugar de la verdad, tan completa y tan comprensiblemente humana, el Estado construyó un edificio de mitos reluciente y falaz.
Pocos veteranos tenían algo que ganar cuestionando todo aquello. Por una parte, el mito les iba bien. Muchos empleaban su historial de guerra como una prueba de carácter en las carreras profesionales que más tarde elegían. El servicio en la guerra, o cuando menos su lealtad, valía a los soldados generosas pensiones, mientras que denigrar lo que había pasado a conocerse como «la gran hazaña» parecía que fuera siempre como insultar a los muertos. El mito del héroe era asimismo parcialmente cierto, al menos lo bastante como para hacer que varias generaciones sucesivas estuvieran agradecidas. Hurgar en él buscando crímenes y debilidades podía terminar en una tragedia colectiva; incluso podía suscitar preguntas sobre el valor del propio poder soviético. Al régimen de Brezhnev no le faltarían jamás críticos extranjeros, lo cual daría a sus partidarios la excusa para defender una unidad estricta. «La guerra es la guerra», dirían los veteranos. Y entonces sería el momento de cantar de nuevo las canciones, de sacar las fotografías y de recordar. Las sombras del pasado se verían disipadas por el encanto de la gloria colectiva, y las acusaciones se disolverían en el eufemismo. Al fin y al cabo, incluso el propio Stalin se había referido a la violación, en una memorable frase, como «pasar un buen rato con una mujer»[9].
El escenario y el atrezo de la nueva versión de la guerra que creó Brezhnev siguen en uso todavía hoy a lo largo de su antiguo imperio. Cuando se trataba de mampostería monumental, la producción soviética, aun en años de estancamiento, resultaba siempre prodigiosa. Las concentraciones más densas de monumentos se agruparon en torno a los antiguos campos de batalla, y los más famosos de ellos siguen siendo los mejores lugares donde buscarlos. Así, por ejemplo, hay un monumento de granito en la cresta de Sapun, en las afueras de Sebastopol. Está compuesto de opresivos conglomerados de roca pulida que se asemejan a una catedral prefabricada sin techo, o incluso a un gigantesco crematorio, ya que allí varios chorros de gas alimentan una hilera pálida de llamas eternas mientras fluye música grabada de unos altavoces ocultos en los muros. Como la mayoría de los monumentos conmemorativos, este celebra un triunfo, la reconquista de Crimea, y no las derrotas de 1941. En Kiev, escenario de la gran humillación del Ejército Rojo aquel mismo año, una gigantesca Madre Rusia conmemora la liberación de la ciudad con el mismo espíritu. Se alza sobre las orillas del Dniéper con la espada levantada para garantizar que supera en altura a todos los demás hitos de la zona, incluidas las cercanas cúpulas del monasterio medieval de Caves. Sus faldones ondean sobre otro destacado artículo de la masiva producción brezhneviana, el museo de la guerra. Este constituye la habitual aglomeración achatada y sin gracia de una serie de espacios de amplitud innecesaria llenos de alfombras rojas. Un visitante que esté decidido a verlo todo debe caminar durante horas, casi siempre en la penumbra, recorriendo los pasillos que unen las diversas salas donde las medallas, las ampliaciones fotográficas y las armas se enmohecen bajo los estandartes polvorientos.
La ironía en estos dos casos es que los monumentos de Kiev y Sebastopol se alzan en el territorio de la Ucrania independiente, un país que ya no forma parte de la Unión Soviética y cuyos vínculos con la propia Rusia se han debilitado desde la Revolución Naranja de febrero de 2005. De hecho, ya no hay hogar político para el patriotismo que tales edificios conmemoran. Algunos jóvenes ucranianos, y sin duda los descendientes de las poblaciones de la parte occidental, en torno a Lvov, se muestran resentidos por la monstruosa presencia de monumentos que celebran una guerra que no les trajo otra cosa que dolor. Y lo mismo puede decirse de otros antiguos estados soviéticos. Si el peso del hormigón hubiera sido algo más ligero, si hubiera habido menos, el gobierno nacional de varias ex repúblicas soviéticas podría haber pensado en eliminar los grandes conglomerados cuando derribaron a los Lenin y a los Dzerzhinski que presidían sus plazas públicas. Pero se trata de monumentos demasiado enormes y pesados para desmontarlos, y además su desmantelamiento dejaría un cráter imposible de llenar. Por otra parte, Rusia no es el único país que pagó un precio elevado por la guerra de Hitler. Sigue pesando el hecho de que los ucranianos constituyeran el grupo nacional que sufrió el mayor número de bajas civiles en el bando soviético. También en Bielorrusia algunas ciudades perdieron a uno de cada cuatro habitantes. Sea lo que fuere lo que piensen los ciudadanos de esas repúblicas del poder soviético, el recuerdo de aquellas muertes sigue siendo importante, y para los millones de supervivientes tiene un carácter amargo y personal. Los monumentos conmemorativos no constituyen precisamente una pequeña molestia que se pueda apartar de un manotazo.
Para los rusos, la historia resulta algo distinta, ya que aquella fue una guerra primordialmente rusa, y sin duda sigue representando una piedra de toque para quienes hoy se esfuerzan, en el confuso presente postimperialista, por encontrar algo que celebrar en los últimos cien años de historia de su país. El Museo de la Revolución en Moscú es un buen lugar para ver cómo se desarrollan esas tensiones. Dicho museo, anteriormente un santuario consagrado a los éxitos del Partido Comunista, fue reacondicionado a partir de 1991, cuando el propio concepto de «éxito comunista» se había convertido en una contradicción en sí misma. El museo actual exhibe los frutos más amargos del utópico proyecto. En una sala se muestran fotografías de gente haciendo cola; en otra, retazos y reliquias del Gulag. Otras dos salas exhiben una selección de los presentes que recibió Stalin de camaradas de todo el mundo. Las vitrinas están repletas de objetos kitsch: porcelana decorada, alfombras, cristal tallado y cuchillos de caza de marquetería. Por alguna razón, el regalo que sus admiradores de México seleccionaron para el gran líder fue un armadillo disecado chapado en oro, que ahora reposa sobre las frágiles patas doradas en su urna de cristal.
La mayoría de los objetos expuestos en el museo son nuevos, pero dos de sus salas no se han alterado. La primera de ellas alberga vitrinas con medallas, retratos y banderas de regimientos. La segunda, que se mantiene siempre con poca luz, está toda cubierta de malla de camuflaje, en la que cuelgan atrapados cascos y fusiles, mientras retumba en la penumbra un ruido grabado de disparos. «Parece que la gente lo necesita —me explicaba el conservador del museo—. Jamás nos han pedido que cambiemos estas salas». Es muy posible que no se trate solo de eso y que exista una auténtica demanda. Otra atracción de Moscú, el Parque de la Victoria en la Gran Guerra Patriótica, en la colina de Pojlónnaia, se hallaba todavía en construcción cuando cayó el régimen comunista. En aquel momento hubo algunas voces críticas que instaron a los responsables de la planificación urbanística a permitir que el lugar volviera a ser el pinar que había sido antes[10]. Pero las obras continuaron, y el parque, actualmente terminado, constituye una fantasía ecléctica de pan de oro y mármol al más puro estilo Disneylandia. Su inmenso museo de la guerra, que se extiende alrededor del patio de armas, es un monstruo blanco cuya falsa columnata clásica habría hecho las delicias de Mussolini.
Hoy ha surgido toda una industria en torno a la conmemoración de la guerra. Los beneficiarios de esta peculiar economía raramente son los propios veteranos. Lejos de ello, tienden a ser más bien una serie de funcionarios públicos, por lo general fofos y de mediana edad, cuya presunción se ve alimentada por frecuentes cenas de aniversario, reuniones de planificación a gran escala, e incluso por el hecho de arrogarse un triunfo de hace sesenta años.
—Nacionalidad británica… —observó una mujer de uniforme mientras comprobaba su pasaporte en la puerta del edificio administrativo situado tras el museo del Parque de la Victoria—. Se suponía que estaban de nuestro lado, ¿no?
Yo asentí dócilmente con la cabeza, reprimiendo un comentario sobre 1939: es absurdo discutir decisiones que tomaron unos extraños que llevan tanto tiempo muertos.
—Puede subir —añadió—. Pero no estuvo nada bien que Churchill tardara tanto en abrir el segundo frente.
Criticar ese culto a la guerra patriótica suena todavía a queja. «Si no os gusta la guerra tal como fue —escribía el poeta Borís Slutski, dirigiéndose a los jóvenes—, tratad de ganarla a vuestra manera»[11]. Es una sentencia que podrían suscribir veteranos de guerra de opiniones muy distintas. La historia soviética ha sido un verdadero campo de batalla desde que se abrieran los archivos en la década de 1980, pero los soldados afirman que son ellos quienes tienen la verdad sobre la auténtica guerra. El Estado ruso, sin embargo, ha abandonado el antiguo dogma en al menos un aspecto importante. Enfrentados a la pérdida de un imperio —y, con él, de un credo movilizador—, los sucesores de Gorbachov en el Kremlin decidieron acudir a uno de los antiguos pilares de la identidad rusa: la Iglesia ortodoxa. «Yo llamo a todos esos políticos podsvéchniki», bromeaba un veterano con cierto disgusto, haciendo un juego de palabras con el término ruso svechka («cirio») y la connotación afeminada de podsnézhniki («campanillas de invierno»). Los actuales líderes rusos están siempre bien representados en las festividades religiosas. El propio Vladímir Putin lleva su cirio en las grandes ceremonias que se realizan en la catedral de Cristo el Salvador, en Moscú, réplica exacta de la iglesia que sus predecesores bolcheviques volaron en 1931. Y al igual que bendicen a los ex agentes del KGB en su nuevo papel de hombres de Estado, los sacerdotes de la Iglesia ortodoxa tienen que rezar ahora por los muertos del Ejército Rojo.
La fe religiosa no estaba tan generalizada entre los soldados durante la guerra. Había entonces pocos creyentes, aunque la mayoría de ellos utilizaban plegarias y gestos rituales por superstición, como una especie de conjuro, santiguándose para protegerse de la muerte. Después de dos décadas de socialismo ateo, la mayoría de los soldados del Ejército Rojo luchaban sin buscar para nada a un sacerdote, y muchos de ellos rechazaban por completo la religión. Resulta incongruente, pues, que el actual Parque de la Victoria de Moscú incluya una catedral. A varios cientos de kilómetros de allí, en Projorovka, los constructores acaban de terminar otra, diseñada para que parezca exactamente la clase de iglesia rusa decimonónica que les gustaba demoler a los komsomoles en la década de 1930. En lugar de los tradicionales frescos, las paredes interiores están decoradas con los nombres de los soldados soviéticos que murieron en la batalla de Kursk. La cúpula es enorme, y resulta incluso demasiado elevada para que quepa en una sola fotografía. También su estructura cruciforme desafía a la cámara, puesto que se trata de una iglesia tradicional, de interior octogonal y construida en torno a una bóveda central. Y aunque cada uno de los nombres está escrito con letra pequeña, no hay ni un solo centímetro de yeso en sus ocho paredes que no esté cubierto por ellos. Las cifras desbordan la imaginación, y, cuando menos, el monumento asegura que los visitantes se queden horrorizados. Pero el nombre de cada soldado es ahora rehén de la Iglesia rusa.
La reivindicación de la Iglesia ortodoxa podría muy bien haber provocado un choque de dogmatismos, pero lo cierto es que muy pocos veteranos se han quejado. Algunos incluso consideran que las iglesias se avienen mejor con sus gustos personales que las ofrendas del realismo socialista tan favorecidas en los años de Brezhnev. El incienso y los curas parecen encajar bien con todo lo relativo al luto, y bajo esta nueva apariencia de alma de la nación, la Iglesia ofende a los actuales ancianos mucho menos que la pornografía o el materialismo de los nuevos ricos. Pero la nueva piedad también tiene un aspecto que inquieta a los más ancianos. Cuando miran atrás, pensando en la guerra, estos recuerdan que la muerte parecía algo sencillo, formaba parte de la lucha patriótica. Los camaradas de su juventud murieron por una causa, independientemente de lo que ocurriera después. Por el contrario, su propia muerte, cada vez más cercana, se ha convertido en algo confuso. Es difícil estar seguro del significado que tenía la vida bajo el comunismo ahora que la ideología ha desaparecido. Pero todavía lo es más, para estos ancianos, dar sentido a la muerte en la era postsoviética.
Sería Anatoli Sheveliov quien describiría mejor este dilema. «Mi esposa se estaba muriendo —explicaba—. Tenía cáncer de garganta. Al final le hicieron pasar por nueve operaciones. A causa de ello se hizo cristiana creyente. Yo no tengo tiempo para eso, soy completamente ateo. A veces voy a la iglesia porque me gusta la música. Pero de todos modos mi esposa me pidió que rezara por ella. Eso era un problema, ya que yo no conocía ni una sola oración, y en realidad no había ido a la iglesia en toda mi vida. Pero cuando volví ese día de la catedral y le expliqué lo que había dicho, me abrazó. Estaba tan agradecida que incluso lloró. ¡Ya ve! Ella sabía que yo lo había hecho lo mejor que había podido».
Sheveliov se aclaró la garganta y empezó a recordar aquella oración. «¡Dios mío! —empezaba—, perdóname por haber sido un ateo durante toda mi vida. No porque yo hubiera decidido serlo, sino porque desde mi infancia nadie me habló de la Iglesia. Crecí en un mundo ateo. Admiro a la Iglesia ortodoxa rusa, y ahora he empezado a valorarla, ya que, de no haber sido por la Iglesia, no habría habido Moscovia, y ese fue el fundamento de nuestro Estado. Por lo tanto, en realidad no tengo ningún conflicto con la Iglesia, y en mi propia defensa te pido por favor que recuerdes que yo, junto con millones de ateos más, salvamos a nuestra madre patria. Y al hacerlo, indirectamente, salvamos a tu Iglesia ortodoxa. He venido a rezar para que mi esposa se recupere, ¡por favor, Dios! Y perdóname… —Hizo una pausa—. ¿Cómo terminaba?… ¡Ah, sí! Perdóname porque durante toda mi vida he sido miembro del Partido Comunista de la Unión Soviética».
El contexto cambiante de la política ha influido en el modo en que la guerra se conmemora, e incluso se concibe, en la Rusia actual. Y lo mismo ocurre con los recuerdos de los soldados, la mayoría de los cuales incorporan retazos de posteriores historias de la guerra, del cine y la poesía tanto como del pasado distante. La única prueba que no ha cambiado —pese a los estragos de los ratones, la humedad, los insectos y sesenta años de polvo— es la de los documentos. Las fuentes archivísticas resuenan como auténticas voces del pasado, el idioma de los soldados y de su gobierno tal como quedó registrado en plena guerra. Sería un error contemplar esos archivos como los portadores de la verdad objetiva: hay sectores enteros de las vidas de los soldados que jamás llegaron a consignarse por escrito, incluido casi todo el humor del frente, muchos agravios impíos y los detalles relativos a excesos y atrocidades. Pero las cartas archivadas y otros documentos representan un correctivo saludable a la reverencia recatada que parece rodear la mayoría de los debates públicos en torno a la guerra en Rusia. Ofrecen el mejor medio para comprender el carácter del ejército y el espíritu con el que lucharon los soldados, especialmente en la medida en que ambos fueron cambiando con el tiempo. El problema principal no es la falta de material, sino la necesidad de entender los cambios de significado. Palabras e ideas que parecían absolutamente claras en 1945 con frecuencia habían iniciado la guerra con otras connotaciones y perspectivas más sombrías.
Un ejemplo clásico es la idea de la madre patria. Desde Tolstói en adelante, todos los escritores han señalado el amor de los soldados rusos por su tierra. Lo mismo podría decirse de otros —los georgianos, por ejemplo—, aunque cada cultura difiere en su concepto de patria[12]. Dicha noción vuelve a estar hoy bastante clara, al menos para las personas que jamás fueron soviéticas en absoluto; pero para las primeras generaciones soviéticas la idea de la patria era una idea problemática, sin unos límites claros o un significado único. Puede que fuera una aldea o una región, pero también era el espacio íntegro, un imperio multinacional en todo salvo el nombre, habitado por «nosotros» los soviéticos. En la cultura soviética, la diversidad étnica tenía más probabilidades de generar confusión que orgullo. Al igual que ocurriera con el patriotismo, la invasión de 1941 sirvió para aclarar las cosas, al menos al principio: la madre patria se convirtió en el espacio que los invasores querían «quitarnos». La arrogancia de la Alemania de Hitler, y su presunción implícita de que la atrasada Rusia cedería y se derrumbaría, inspiró una auténtica furia entre las tropas soviéticas, y eso por sí solo ayudó a algunos a soportar las semanas más terribles[13].
Por sólida que fuera, no obstante, la idea de la madre patria cambiaría. Esta seguiría siendo algo que un hombre pudiera amar, pero los soldados del Ejército Rojo aprenderían nuevas formas de concebirla a medida que fuera avanzando la guerra. Los campesinos de las atrasadas zonas rurales empezaron a divisar las ruinas de Pskov, a ver las montañas de Crimea y los barrancos del Dniéper. Su percepción de lo que estaban defendiendo se fue ampliando a medida que marchaban y luchaban. Lógicamente, tuvo aquí su importancia el hecho de que a partir de 1943 esa marcha fuera hacia el oeste, hacia Berlín. Puede que antes la patria hubiera parecido menos atractiva, cuando la enturbiaba la acre humareda del enemigo. Desde comienzos de 1943, cuando el ejército empezó a avanzar desde Stalingrado, la imagen de la madre patria, hasta entonces una abstracción, adquirió una nueva e intensa vinculación con la geografía política. Pronto las fronteras soviéticas dejarían de ser ideas distantes, para convertirse, en cambio, en anchos ríos y auténticas colinas. Todo aquello era «nuestro», desde los viñedos del mar Negro hasta las dunas del Báltico. Pero «nuestro», en una época de intenso chovinismo nacional, fue poco a poco pasando a significar «ruso». Para los veteranos que todavía se reúnen en sus cerrados clubes y asociaciones, la idea de que en aquel gran imperio alguna república pudiera preferir la independencia sigue pareciendo casi insultante[14].
En aquel momento, aparte del mito, había también otro tipo de reclutas, muchos de ellos de la clase que luego se vería coaccionada y amenazada. Los mitos de Iván y la madre patria apenas tenían en cuenta a los habitantes de Ucrania occidental o siquiera a la variopinta mezcolanza de adolescentes bielorrusos agrupados bajo los estandartes en el verano de 1944. Prestaban muy poca atención a las lealtades étnicas que no fueran rusas, y ninguna en absoluto a la sencilla renuencia a luchar. El Ejército Rojo utilizaba las amenazas y las balas para obligar a muchos de los uniformados que dudaban a quedarse en el campo de batalla. La brutalidad, física y verbal, siempre formó parte de la cultura del frente. Y la violencia y el terror se emplearon asimismo después de la guerra para aplastar la insurgencia en todo el Báltico y Ucrania occidental. Todas estas historias han resurgido tras la desintegración de la Unión Soviética, están documentadas en los archivos; pero aún tienen que ser exploradas por la historia. En cualquier caso, sugieren que algunos soldados, los olvidados, debieron de haber actuado casi exclusivamente bajo el estímulo del miedo.
He aquí finalmente un terreno que cualquiera puede entender, o al menos resulta tentador creerlo así. El miedo parece tan natural en este terrible mundo que alguien que no conociera la historia de la región podría utilizarlo para explicarlo casi todo. Es un error, sin embargo, suponer que aquellas gentes soviéticas, supervivientes de un universo de violencia, respondieron como lo haría una nación acostumbrada a la paz. Eso no quiere decir que el miedo no fuera importante —de hecho era omnipresente—, ni siquiera que la vida sencillamente fuera barata; pero en aquel mundo letal, brutal, el miedo era relativo. Debía refrenarse, un hábito que los hombres del Ejército Rojo con frecuencia habían aprendido ya en su infancia. Como pusieron de manifiesto los desertores en 1941, por ejemplo, las meras amenazas no resultaban suficientes cuando los alemanes parecían más terribles que cualquier comisario, y la muerte, más cierta bajo el fuego enemigo. En 1944 el equilibrio había cambiado, y estaba claro que el Ejército Rojo se había impuesto en las regiones en las que se alistaba a nuevos reclutas. Era la época de los «partisanos de 1943», y de otras personas que, pese al temor justificable, optaron por unirse al bando vencedor antes de que fuera demasiado tarde.
La guerra creó un paisaje en el que todas las opciones resultaban potencialmente mortíferas tanto para los soldados como para los civiles. Irónicamente, es posible que incluso el hecho de alistarse en el ejército pareciera una forma de conjurar las pesadillas. Para muchos, era menos peligroso que el régimen genocida de los nazis. Resultaba menos imprevisible, y menos brutal, que los campos de trabajo del período bélico. Y sobre todo, el servicio militar poseía un significado, un valor; y aunque ello resultaba bastante evidente en el caso de los miembros de los regimientos de guardias y del Partido Comunista, el sentimiento de tener un objetivo común se extendía mucho más allá de esta pequeña élite. Así, por ejemplo, el ejército apenas se molestaba en entrenar a los miembros de sus batallones de castigo. Lejos de ello, su enfoque estaba íntegramente calculado para humillarles, para hacerles sentir infrahumanos. Podían tener la certeza casi absoluta de que su próxima batalla terminaría con la muerte. Algunos desertaban, otros eran presa del pánico, y la inmensa mayoría de ellos ciertamente morían. Constituye, pues, un auténtico testimonio de la cultura de la época (y del poder del mito del héroe de la posguerra) el hecho de que algunos supervivientes rememoraran el orgullo y el sentimiento de tener un objetivo común en medio de unos recuerdos teñidos por las matanzas y por el temor[15]. Eran víctimas, parias, hombres destrozados. Pero el odio al enemigo representaba una forma segura —la suya, no la del ejército— de sacar provecho a su miedo y su indignación.
Si el temor no era suficiente para hacer luchar a los hombres, entonces tampoco bastaba la ideología por sí sola. También ese es un aspecto que cambiaría con el tiempo, otro término cuyo significado requiere una minuciosa reconstrucción. Los lenguajes del progreso y la moralidad resultaban cruciales para la autopercepción de muchos soviéticos. Lejos de ser un código sencillo y universal, la ideología abarcaba toda una serie de cosas distintas. «Nosotros creíamos», insisten los oficiales, los soldados y los agentes de la NKVD supervivientes. Mijaíl Ivánovich, el joven oficial de la OSMBON, creyó durante toda su vida, lo cual acabaría llevándole a las filas del KGB. Incluso en el momento de su muerte, en 2002, pediría un funeral comunista. Su creencia le sostuvo cuando tuvo que disparar a otros moscovitas como él, y reforzó la fortaleza física que le permitió completar una marcha forzada a través de más de 240 kilómetros de marjales helados tras las líneas alemanas. En ese sentido, ejemplificaba el caso típico de otros antiguos campesinos a quienes el servicio militar sirvió como vehículo de aventura y de promoción profesional. Sería imprudente presuponer demasiado amor por el comunismo entre el conjunto de la población rural; pero allí donde arraigaban las nuevas ideas, estas podían verse respaldadas con un fanatismo que recuerda a la Inquisición o a la nueva yihad. Esa clase de ideología era en realidad fe, y resultaba tan implacable como personal.
La ideología estalinista había configurado el lenguaje de la época, y en 1941 formaba parte del universo de todo el mundo. Incluso un recluta semianalfabeto reconocía a un politruk y sabía cuál era su función; incluso un campesino aprendía a pronunciar el insulso adjetivo de «proletario». Pero los tipos más formales y sistemáticos del conocimiento ideológico de la preguerra solo resultaban accesibles a quienes poseían la educación necesaria para captarlos. En última instancia, hoy tales creencias parecen absurdas. «Por favor, envíame algo que yo pueda leer —escribía a casa un cadete herido desde el lecho del hospital en 1941—. Algo que no hable de la guerra. Uno de los clásicos, quizás El estado y la revolución de Lenin»[16]. La propia guerra revelaba la ingenuidad, e incluso la irrelevancia, del marxismo-leninismo académico. A medida que se desarrolló el conflicto, se fue afianzando un nuevo tipo de conocimiento, un conjunto de creencias más toscas que casi todos los soldados podían compartir. Al fin y al cabo, una cosa era unirse a una borrachera de patriotismo, y otra seguir pensando en la supresión de las clases y la dialéctica cuando el orden se precipitaba a echar mano de los cañones. No era probable que ningún fusilero recurriera a Marx cuando el aire empezaba a vibrar y se iniciaban los gritos.
Las reflexiones de Moskvin trazan el camino que seguirían muchos comunistas de los años de preguerra. Al principio, aunque era razonablemente inteligente y tenía ya cierta experiencia como soldado, el politruk suscribía una especie de fantasía, el sueño de todos aquellos filmes de la preguerra. En las primeras horas del conflicto, creía que debía vencer ineluctablemente su propio bando. Era el juicio de la historia, y al lado de este las vidas individuales contaban muy poco. La fe en aquella vieja mentira se quebraría en pedazos bajo los proyectiles de los cañones alemanes. El crédulo utopismo de 1938 o bien se disolvió, o bien dio paso a otra cosa. En el caso de Moskvin, y en el de otros miles como él, la creencia sobrevivió solo porque morir por nada resultaba impensable. Y tampoco había otra alternativa fácil. Si un comunista soviético debía tener fe, esta debía estar configurada de algún modo por los paradigmas soviéticos, e incluso quienes no creían en el saber del partido tomaban prestado su vocabulario. Pese a todo, durante el período bélico la creencia fue más sombría, menos sofisticada y más inmediata. Era mejor, durante aquellas desoladas noches en los bosques, dar vítores a Zhúkov y a Stalin que no tener dónde depositar una fe que se tambaleaba. Las ideas eran menos importantes que el sentimiento de tener un objetivo común, y en el propio combate probablemente la mera supervivencia constituía ya de por sí suficiente utopía.
La victoria, e incluso los primeros signos de que se había logrado posponer la derrota, vinieron a cambiar de nuevo la naturaleza de la creencia. Como señalara el propio Stalin en 1943, el progreso del ejército era una prueba de que el comunismo soviético funcionaba. Ahí estaban todos aquellos tanques, aquellos montones de bombas, aquellos aviones y aquellos jóvenes bien entrenados para utilizarlos. Pero los soldados del frente tenían sus propias opiniones sobre el significado de todo aquello. Su comunismo estaba muy lejos del mundo gris de los manuscritos teóricos. Los soldados depositaban su fe en el progreso, en la colectividad y en el valor de las habilidades adquiridas. Lo que ellos calificaban de creencia comunista tenía que ver con la victoria de una causa justa sobre la oscuridad. Era una prueba de que, con la voluntad y el esfuerzo apropiados, todo el dolor de las décadas de la preguerra tendría un buen fin. Y era también una especie de salvoconducto: si una persona era buen soldado, buen camarada, las pequeñas faltas que pudiera cometer carecían de importancia.
Por otra parte, a finales de 1942 los conceptos ideológicos de la preguerra eran menos relevantes para el sentimiento del soldado de tener un lugar en el destino soviético que la experiencia y el entrenamiento militar. Las arengas de base ideológica continuaron en el frente aun después de que se relegara a los comisarios políticos; pero ahora la nación y el líder instaban a los soldados a conocer tácticas, a aprender el uso adecuado de las armas y el valor de las órdenes. En términos de éxito militar la profesionalización resultaba crucial, y durante un tiempo el partido quedó abiertamente subordinado a los propios comandantes del ejército. Pero para un soldado —ya fuera un oficial o un técnico que dominara una sola tarea—, la imagen del «buen» combatiente, el objetivo personal, era una combinación de patriotismo y hombría (un término ampliamente utilizado en la poesía de posguerra), de lealtad a la colectividad y habilidad profesional. Esta última era la que daba a los soldados su confianza, mientras que la colectividad les proporcionaba el calor —a menudo incluso el amor— que les sostenía durante la batalla. Si ambas se fundían en la decisión de afiliarse al Partido Comunista, sin duda ello debía de representar mentalmente un paso relativamente pequeño. Pero no sería la ideología de 1937, ni siquiera las enseñanzas de los puristas comisarios políticos, lo que tendrían en mente los reclutas del período bélico cuando realizaran su nuevo juramento de lealtad al partido.
Después de la guerra (pero incluso antes de que Zhúkov hubiera aceptado la rendición de Alemania), el colectivismo del frente se convertiría en blanco del régimen de Stalin. Según reconocía su propio Estado, los veteranos eran héroes, pero no era probable que el dictador les permitiera jamás aplicar la confianza y el reconocimiento público que tan costosamente se habían ganado a la tarea de gobernar en su país. La tragedia de los veteranos, o al menos parte de ella, fue que su sacrificio no contó para casi nada a la hora de modelar la política de posguerra. Es cierto que su valor simbólico era enorme. Pero fueron utilizados, no consultados. Un soldado ideal vino a ocupar el puesto de todos los diversos, testarudos y confiados combatientes que regresaron del frente. Mientras se elogiaba a ese héroe, los auténticos veteranos fueron incomprendidos, idealizados de formas que ellos no eligieron, e ignorados o desairados en todo lo demás. En la época de Brezhnev convenía a quienes ostentaban el poder convertir a los soldados en mansos y aun aburridos modelos del socialismo desarrollado. No cabe duda de que los regímenes futuros inventarán sus propios usos de los símbolos de la guerra patriótica. Cuando haya muerto el último veterano ya no habrá límite a las palabras y las ideas que los herederos de la victoria rusa podrán atribuir a sus héroes. Pero de momento sigue habiendo un freno: mientras los soldados sigan vivos, todavía pueden hablar por sí mismos.
El lugar donde se puede encontrar a los antiguos soldados en Kursk es una fría construcción a la que todavía se conoce como Club de Oficiales. La mansión, hoy algo descuidada, se alza a la sombra del viejo cine, un edificio que en 2003 se estaba restaurando para que recuperara su original estatus de catedral. Cuando yo lo visité, el lugar entero era un laberinto de andamios y montones de arena pese a que estábamos en vísperas de celebrar el sexagésimo aniversario de la batalla de los blindados. La asociación local de veteranos celebraba una reunión, como hacía siempre, en una gran sala situada en la parte de atrás. Entrar allí era como retroceder en el tiempo, ya que el rostro de Lenin observaba ceñudo desde las paredes, mientras que en las estanterías de cristal de debajo se apilaban tristes hileras de recuerdos. Posiblemente aquella sala no había cambiado en veinte o quizás treinta años. Una mesa enorme ocupaba casi todo el espacio, como si las personas sobraran. Pero ahí estaban, graves y austeras, sin poder oír el discurso del presidente por culpa del estruendo de las excavadoras y las perforadoras. Eran las nueve de la mañana, y todos ellos, acostumbrados a la disciplina, habían llegado puntuales.
Su presidente me había ofrecido cederme cinco minutos del tiempo de la reunión. La idea era que yo hablara de lo mío, apuntara algunos nombres y luego me quedara tranquilamente sentada mientras la reunión proseguía con sus demás asuntos. Era una situación algo incómoda, puesto que me colocaba en el papel de una intrusa, pero probablemente lo que más molestaba era mi condición de extranjera. Yo expliqué que estaba buscando voluntarios para entrevistarles. Como siempre, dije que buscaba a personas que me contaran lo que recordaban, y prometí no presionar para que me revelaran secretos. Hubo cierta vacilación, y luego alguien me dijo que debería volver a Moscú: allí había libros —añadió— que explicaban a las personas como yo todo eso que al parecer tanto necesitábamos saber. Los rostros en torno a la mesa se cerraron de manera rápida y firme como si fueran anémonas en una poza. Pero luego, como ocurría siempre, un veterano me hizo señas de que me acercara a su asiento y me pidió que se lo explicara de nuevo. Era el maravilloso Anatoli Sheveliov, y cuando le expliqué por segunda vez lo que estaba haciendo (y le prometí coñac en lugar de té) aceptó venir a mi habitación a la mañana siguiente. Su generosidad inspiró a los demás. Al día siguiente, después de preparar una comilona en mi habitación del hotel, pedir prestado un samovar y disponer una pila de cintas vírgenes sobre una mesa, me encontré con una cola de varias personas en el vestíbulo. La primera de ellas entró a tiempo todavía de desayunar, alrededor de las nueve de la mañana; pasarían casi catorce horas antes de que se fuera el último grupo.
Aquella noche soñé con bombardeos, vi los cadáveres y me desperté en medio de una maraña de palabras rusas. Parte de mi mente había captado el horror que estaba siempre implícito en los relatos de los soldados. Sin embargo, aunque mi propia imaginación había puesto la sangre y las llamas, no se puede decir precisamente que en nuestras conversaciones los veteranos hubieran hecho especial hincapié en las atrocidades. Al narrar su vida antes de la guerra, su vida entre una y otra batalla, y su historia personal de adaptación a la paz, los soldados podían narrar sus relatos de forma muy vivida; pero sus historias sobre el combate eran tan insulsas como cualquier historia bélica oficial, con un horror descarnado e inocuo. Incluso los veteranos que hablaban durante horas —y que también hablaban entre ellos, pues las entrevistas tendían a superponerse— habían despojado de tales detalles a sus relatos sobre la violencia. Lejos de tratar de revivir las escenas más sombrías de la guerra, tendían a adoptar el lenguaje del desaparecido Estado soviético, hablando de honor y de orgullo, de venganza justificada, o de la madre patria, de Stalin y de la absoluta necesidad de fe. Cuando había que relatar los combates, el individuo quedaba apartado, aislado, como si contempláramos la historia en una pantalla. Había cuerpos, y había también lágrimas; pero no había sangre, ni porquería, ni tensión nerviosa.
Esa reticencia me había preocupado al iniciar mis investigaciones de cara a la elaboración de este libro, pero para cuando llegué a Kursk ya la había comprendido. El distanciamiento de los veteranos no era meramente un rasgo de la edad, alguna debilidad psíquica que hubiera que diagnosticar y curar, ni tampoco un simple mecanismo de autodefensa. Lejos de ello, las imágenes que empleaban los veteranos, y su elección de los silencios y los eufemismos, apuntaban al secreto de su resistencia. Por entonces, durante la guerra, habría sido bastante fácil desmoronarse, sentir profundamente el horror; pero eso también habría resultado fatal. La vía para la supervivencia residía en la aceptación estoica, en concentrarse en la tarea más inmediata. El vocabulario de los hombres era formal y optimista, ya que cualquier otra cosa habría inducido a la desesperación. Sesenta años después también habría sido fácil tratar de despertar compasión o simplemente llamar la atención narrando relatos espeluznantes. Pero para estas personas tal cosa equivaldría a traicionar los valores que habían configurado su orgullo colectivo, su propio modo de vida.
La guerra dio muy poco a los veteranos. La presuposición, sustentada por cierta clase de conservadores románticos y bien alimentados, de que la guerra hace más fuertes y positivas a las naciones no resistiría ni dos minutos si se viera expuesta a la realidad de Stalingrado. A todos los veteranos a los que conocí les pregunté si el servicio militar les había mejorado la vida, y la mayoría de ellos me respondieron hablándome de todo lo que habían perdido. En esa lista figuraba la juventud, varios años de libertad, la salud, y luego un montón de personas: camaradas, padres, familias… Es cierto que muchos soldados recibieron una formación útil, pero la mayoría de ellos creían (con acierto) que podrían haber adquirido más fácilmente aquellas mismas habilidades en tiempos de paz. En cuanto al botín, las almohadas de plumas y los zapatos para los niños, representaban una compensación escasa por las pérdidas materiales y las pocas comodidades que padecieron las familias de los veteranos en los difíciles años que siguieron al conflicto. Las pensiones de guerra solían resultar de gran ayuda. En los duros años de la década de 1990, algunos veteranos contribuyeron a que sus hijos y sus nietos pudieran calentarse y alimentarse compartiendo con ellos aquellos subsidios regulares, pero hoy día incluso tales prestaciones han empezado a perder valor al convertirse en efectivo en un mundo caracterizado por la elevada inflación. El único beneficio que reconocía un significativo número de veteranos era que la miseria de la guerra les había hecho valorar más su propia supervivencia. Y ese amor a la vida constituye una de las cualidades más atractivas que hoy comparten.
Los veteranos de Kursk eran vencedores. No eran ni ex prisioneros ni reclusos de un batallón de castigo; sus silencios les defendían del recuerdo de la injusticia, aunque resultaría impertinente decírselo. Pero lo cierto es que ninguno de ellos salió ileso de la guerra. Algo que nos da una idea de su fortaleza, y de su capacidad de supervivencia, es el hecho mismo de que puedan hablar de los bombardeos, de las amputaciones, de los miembros en descomposición, de las heridas… Ello nos habla de toda una generación que supo mantener la dignidad. Acaso su misma reticencia ayudó a estos soldados a alcanzar la victoria. Al fin y al cabo, la moral se basa en gran medida en la esperanza. Y para ellos el recuerdo es sagrado, vivido.
—¿De qué hablan los ancianos cuando vienen aquí a recordar? —le pregunté a la conservadora del museo de Projorovka, el mayor escenario bélico de Rusia.
—No hablan demasiado —me respondió—. No parece que lo necesiten. A veces simplemente se quedan inmóviles y lloran.