El 9 de mayo fue un día glorioso en Moscú. Aquella noche, justo después de la una de la madrugada, la voz familiar de Yuri Levitán, el portavoz del Sovinformburó durante el período bélico, había confirmado que la guerra con Alemania había terminado. La noticia recorrió toda la ciudad en cuestión de minutos. La gente despertaba a sus vecinos, abandonando la cautela que normalmente regulaba el contacto social en la capital. Familias enteras salieron a la calle, los hombres descorcharon las botellas que habían estado guardando para cuando llegara aquel momento y se inició una gran fiesta que duraría hasta la noche siguiente. El amanecer trajo aún a más gente a la ciudad, y por la tarde se habían aglomerado hasta tres millones de personas en los espacios abiertos de los alrededores del Kremlin. Un día como aquel habría resultado ya de por sí bastante inolvidable sin lo que luego ocurrió por la noche; pero entonces, pasadas las nueve, cuando ya empezaba a difuminarse el horizonte primaveral, se encendieron cientos de reflectores cuya luz inundó el famoso complejo de edificios —las fachadas art déco de los hoteles, las almenadas murallas y las torres— en oleadas de color púrpura, rojo y dorado. Una flota de aviones pasó sobre la Plaza Roja volando a baja altura y lanzando bengalas de colores en medio de la oscuridad; y luego empezaron los fuegos artificiales, los mejores que recordaban los rusos. «Por una vez —escribía Werth complacido—, Moscú había dejado a un lado toda reserva y contención. La gente estaba tan contenta —añadía— que ni siquiera tenía que emborracharse»[1].
La victoria parecía ser de todos. Por un momento no había diferencias reales entre obreros fabriles y personal administrativo, cajistas, ingenieros, granjeros colectivos y diseñadores de tanques; todos ellos habían pagado un precio, sobre todo en forma de esfuerzo prodigioso, por la derrota del fascismo. Pero nadie se sentía más orgulloso, o con más derecho a atribuirse la victoria, que los propios soldados. «¡En estos días felices y gozosos estoy escribiendo estas líneas en Berlín!», le escribía a su hermana Orest Kuznetzov el 10 de mayo. Garabateaba sus palabras en una postal de la avenida de Unter den Linden, en la que había tachado el pie de foto alemán con su pluma del ejército. «No hay palabras —escribía—, no se encuentran, para reflejar la futura alegría de esta victoria, como partícipe que ha estado y lo ha visto todo con sus propios ojos, recorriendo el centro de la “guarida” como un conquistador, como el amo. Los rostros de todos los oficiales y soldados brillan con alegría indescriptible por nuestro logro. La gran guerra patriótica ha terminado; es un capítulo de oro en la historia. ¡Felicidades en esta gran festividad!»[2]
Pocas personas se sentían en ese momento con ganas de calibrar el precio que habían pagado por aquel día de euforia o, incluso, de prever cuál podría ser el futuro coste de la paz. Un cálculo como ese bien pudiera haber hecho surgir alguna duda sobre la propia victoria. ¿Podía considerarse triunfante un país cuando alrededor de 27 millones de sus ciudadanos habían muerto? ¿Qué aplauso podía reclamar para sí el ejército cuando habían muerto el doble de civiles que de soldados? Era aquella una extraña clase de victoria, que dejaba a 25 millones de personas sin hogar, viviendo en zemlianki o apretadas en descansillos sin ventanas. Solo Polonia podía afirmar que había perdido relativamente más, y además ahora era una resentida y devastada semicolonia[3]. Ciertamente, los alemanes habían pagado un precio elevado, y casi las tres cuartas partes de sus pérdidas militares —humanas y materiales— se produjeron en el frente oriental. El Ejército Rojo sin duda había castigado y derrotado al invasor, pero el coste había sido superior para los propios soviéticos que para sus adversarios[4]. Un testimonio de la envergadura de aquella carnicería lo constituye el hecho de que las variaciones entre las diversas estimaciones de las bajas militares sean del orden de millones de personas. Lo más cerca que se ha llegado de un consenso más o menos generalizado ha sido con la afirmación de que hubo no menos de 8,6 millones de militares soviéticos que murieron durante la guerra, ya fuera como prisioneros en los campos nazis o en el campo de batalla. Es la cifra más «prudente» —hay estimaciones muy superiores—, pero a pesar de ello representa casi la tercera parte del número total de hombres y mujeres movilizados en las fuerzas armadas soviéticas[5].
Entre las bajas soviéticas se incluían muchos de los mejores ciudadanos, los más aptos y productivos, del país. Las tres cuartas partes de los hombres y mujeres que murieron vestidos de uniforme tenían edades comprendidas entre los diecinueve y los treinta y cinco años. De la generación de jóvenes nacidos en 1921 —los reclutas que fueron llamados a filas a tiempo para las batallas de Kursk y Jarkov, o para el calvario de la propia Stalingrado—, el 90 por ciento había muerto. La guerra dejó poblaciones enteras sin jóvenes adultos, y durante algunos años habría menos parejas jóvenes y menos hijos. En otras palabras: aparte de la aflicción por los desaparecidos —una carga que las mujeres soviéticas en particular soportarían durante décadas—, habría un precio económico a largo plazo, incluso por la muerte. Y en términos de estrictas pérdidas y ganancias económicas, la guerra había costado poco menos de 3,5 billones de rublos, cantidad que se estima que representaba la tercera parte de toda la riqueza nacional de la Unión Soviética[6]. Para la exhausta y mermada población activa del país, las perspectivas de la reconstrucción debieron de parecer casi tan desalentadoras como otro invierno bajo el fuego enemigo.
Sin embargo, aquel mes de mayo no abundaba precisamente el pesimismo. En Rusia —así como, en general, en una gran parte del imperio soviético—, los civiles interrumpían su trabajo en el campo o en los edificios en ruinas para celebrar la liberación. La victoria parecía atestiguar que su pueblo jamás podría ser esclavizado. El Estado soviético, su sistema soviético —y su líder, ahora reverenciado. Stalin—, había logrado asimismo ocupar un lugar destacado en los asuntos internacionales, y el derecho a determinar futuros que se extendían más allá de las fronteras de preguerra. En el trente, en Berlín, Praga y toda Europa central, los soldados —y especialmente los jóvenes oficiales— se permitían soñar en la utopía venidera. Era común la idea de que la justa recompensa para el pueblo sería una vida mejor. «Cuando acabe la guerra —había señalado un escritor soviético en 1944—, la vida en Rusia será muy placentera». Su esperanza —como la de millones de personas más— era que las nuevas relaciones de amistad con Estados Unidos y Gran Bretaña darían un fruto duradero, que el prestigio de la Unión Soviética en el mundo abriría puertas que llevaban cerradas desde 1917. «Habrá mucho ir y venir —proseguía—, con un montón de contactos con Occidente. Se permitirá a todo el mundo leer lo que quiera. Habrá intercambios de estudiantes y será más fácil viajar al extranjero»[7].
Las esperanzas de cada persona reflejaban su propia experiencia y sus propios intereses. Los oficiales, en su mayoría, favorecían reformas que mantuvieran la disciplina soviética y una moral conservadora, pero seguían creyendo en los cambios venideros, y muchos pensaban que tenían el derecho —y aun la obligación— de expresar al gobierno su visión de la paz. Desde 1942 el personal militar había aprendido a pensar, y ahora, en 1945, aportaba sus recién descubiertas habilidades y su nuevo sentido de la responsabilidad individual para contribuir a la reconstrucción de la posguerra. Al principio la tarea resultaría difícil, pero eran personas acostumbradas a las dificultades. Ahora la prioridad era el verdadero cambio, no las promesas de felicidad futura. «Buscar amigos en el futuro —le dice un ficticio maestro a un veterano en un relato de la época— es condenarse a la soledad»[8]. Konstantín Símonov supo captar el nuevo talante, decidido, esperanzado y reformista, en las meditaciones de otro personaje de ficción, Sintsov. «Algo no iba bien ya antes de la guerra —reflexiona el veterano—. No soy el único que lo cree: casi todo el mundo lo piensa. Tanto los que de vez en cuando hablan de ello como los que no hablan nunca … A veces, es cierto que pienso en el tiempo de después de la guerra simplemente como en un silencio … Pero luego recuerdo de nuevo cómo empezó la guerra, y entonces sé que no quiero que después de la guerra sea igual que antes»[9]. La cuestión era exactamente cómo materializar este cambio, e incluso por dónde empezar. Una vez más, los oficiales del Ejército Rojo no sabían qué decir. Estacionados todavía allí donde habían presenciado las salvas de la victoria —olvidando tal vez del mundo soviético que aguardaba al este—, escribían a su defensor en Moscú, el presidente soviético, Mijaíl Kalinin. «Tengo una serie de consideraciones por someter a la próxima reunión del Presidium del Soviet Supremo», escribía un teniente aquel mes de julio[10]. Al igual que otros miles de personas, había visto qué aspecto tenía una dictadura —si bien es cierto que una dictadura fascista— vista desde fuera. También había estado en Majdanek, y la impresión que le había dejado el campo de exterminio no se apartaba de su mente. Habría que revisar —escribía al Kremlin— la ley de presos políticos. El Estado soviético tenía sus propios Majdanek. Si alguna vez estos habían tenido alguna justificación, el sacrificio de sus ciudadanos la había hecho desaparecer. Era aquella una opinión cuyo eco podía oírse en casi todos los campamentos militares. Cualquiera que fuese la culpa en la que había incurrido el pueblo antes de la guerra por haber fallado a la gran causa histórica de Lenin, por fallar a su propio destino, ya la había expiado. Había que exorcizar las sombras de la década de 1930.
Las críticas del teniente no se limitaban a los arrestos y encarcelamientos arbitrarios: también abordaba la cuestión de las granjas colectivas. «Entréguese la tierra a las propias personas», sugería. Había escuchado a sus hombres y conocía su opinión sobre la vida campesina. Junto a ellos, había visto también la situación de la agricultura en Rumanía y Polonia. En comparación con el mundo de abundancia del ganado bien alimentado y los graneros bien provistos de Rumanía, el recuerdo de las colectividades soviéticas era como un sueño miserable. Y luego estaban otras cosas de carácter más secundario, los pequeños inconvenientes que sus hombres le habían pedido que transmitiera. Querían recibir antes sus cartas —escribía— y querían que las familias de sus camaradas muertos recibieran paquetes como las suyas propias. Deseaban asimismo que se asegurara a todo el mundo una ración de pan justa. Por último, y al igual que los soldados de todo el país, querían protestar por la violencia de los gamberros en las calles devastadas y anárquicas de Rusia: «Debemos luchar contra cualquier clase de gamberrismo»[11].
Aquel verano, casi todos los oficiales podían haber redactado una lista similar[12]. La noción de que su sacrificio en la guerra había hecho acreedor al pueblo ruso de algo más que una mera esclavitud era casi un lugar común, y los fantasmas de los muertos hacían aquella percepción aún más acentuada y apremiante. Sin duda, no era posible que se hubiera pagado un precio tan alto para nada. La idea de que tanta sangre solo trajera guerra, de que únicamente sirviera a las ambiciones de unos dictadores, y no a los sueños de su pueblo, resultaba inimaginable. Las cartas de los oficiales aquel verano pedían más libertad, más educación y una vida cultural más activa. Un hombre pedía un Ministerio de Obras Públicas unificado para que supervisara la construcción de nuevas residencias, el abastecimiento de comida y el reacondicionamiento de los hospitales. Otro, inquieto por el hecho de que durante la guerra se hubiera descuidado tanto la educación, pedía un Ministerio de Cultura con poderes para supervisar todos los aspectos de la vida literaria, desde la dotación de bibliotecas públicas hasta la edición de periódicos[13]. Pero nadie, ni siquiera los reformistas, pedía la democracia, y menos aún la cabeza de Stalin. La relativa modestia de sus reclamaciones al Estado soviético —especialmente dado el sacrificio que se había hecho— hace que la respuesta del líder resulte aún más cruel, ya que no se les dio la menor oportunidad, ni se cumpliría jamás una sola de las peticiones de aquellas olvidadas listas.
Podía argumentarse que aquellos soñadores pedían más de lo que podía darles un país devastado. Incluso la libertad personal, cuando había tanto trabajo que hacer, resultaba un lujo. Para Stalin, solo los trabajos forzados y el obligatorio trabajo «voluntario» gratuito podían garantizar la recuperación nacional. En 1950 se afirmaría que la economía soviética había alcanzado el doble del tamaño que tenía en 1945[14]; ese crecimiento no se había logrado fomentando los intereses de la gente para su tiempo libre. Y otros gobiernos europeos de posguerra, incluido el británico, también se veían obligados a pedir austeridad. La guerra empobreció a Europa durante unos años; pero la opresión, la falta de confianza y la violencia pura y dura de la última etapa del estalinismo excederían cualquier exigencia económica o de seguridad. Tenía que haber alguna otra razón que explicara la época de oscuridad que se avecinaba.
Los veteranos de talante más reflexivo se sintieron predispuestos a echarse la culpa a sí mismos. Se habían dado cuenta demasiado tarde de que habían gastado toda su energía en primera línea. Muchos resultaron heridos, e incluso quedaron permanentemente discapacitados, y pocos escaparon a una u otra clase de estrés o de conmoción. También se sentían atormentados por una culpabilidad que les paralizaba. Una nube de depresión lo cubrió todo, y luego vino a embotar el entusiasmo de aquellas personas a la hora de pedir cambios. «Los muertos me observan», dice un soldado en un poema escrito en 1948; y ese era un sentimiento que todos habrían reconocido. Como recordaría más tarde Mijaíl Gefter, él mismo veterano y superviviente, la duda que «tortura la memoria» es el pensamiento de que «pude salvarles, pero no lo hice»[15]. Para algunos, el proyecto más absorbente de la futura época de paz sería la búsqueda de las tumbas de sus camaradas.
A todos les resultó difícil adaptarse a la paz. En la guerra, un oficial daba órdenes y estas se cumplían, su vida se organizaba en torno a unos objetivos claros, y había unos pocos placeres secretos —el coñac procedente del saqueo o una hermosa «esposa de campaña»— que compensaban los rigores militares. Asimismo, el mundo cotidiano de los soldados de infantería era muy reducido, y al vislumbrarse la paz, su rutina y sus relaciones de camaradería parecían extrañamente estables. Terminada la guerra, no había prioridades absolutas, ni reglas. Algunos soldados descubrieron que ya no podrían cambiar jamás. Todavía hoy muchos combatientes veteranos siguen levantándose a las cinco y media, un hábito que no han podido romper ni la jubilación ni la inercia de la pobreza; pero por entonces los más empedernidos ni siquiera podían soportar apenas la mera idea de la paz. Escuchaban ansiosos los rumores que hablaban de otra guerra, esta vez contra Gran Bretaña y Estados Unidos[16]. Algunos incluso afirmaban haber visto las primeras filas de heridos en Simferopol[17]. Era tentador mantener las viejas inquietudes y las familiares pautas de tensión. La guerra justificaba el único modo de vida que la mayoría de aquellas personas podían concebir, mientras que la paz equivalía a enfrentarse a los mundos complicados que habían abandonado e, incluso, tomar conciencia de todo lo que habían perdido.
Otros gobiernos de posguerra se esforzaron más en ayudar a adaptarse a sus veteranos[18]. Algunos lo hicieron incluso a pesar de las dificultades y el coste de la guerra. Fue difícil en todas partes, pero ningún otro país combatiente salió de la guerra con la fría dictadura que construyó Stalin. No se podía culpar de ello solo al conflicto, ni tampoco a los veteranos o a los recuerdos de muerte. Fue el propio Stalin, el líder que se atribuyó la victoria cuando la tinta de Zhúkov aún no se había secado en el papel, quien determinó cómo serían las relaciones de posguerra entre el pueblo y el Estado; es decir, Stalin y el enjambre de acólitos y burócratas que florecieron en el sistema que creó su gobierno. Mientras la espontánea alegría de principios de mayo empezaba a enfriarse, los líderes del régimen dictatorial planificaban su propio desfile de la victoria. El carnaval popular habría de verse reemplazado por una ceremonia más adecuada a la línea soviética, algo que pusiera a cada uno en su sitio.
Hicieron falta varias semanas para completar el plan. Para entonces, algunas personas habían empezado a preguntarse si era precisamente aquel fasto lo que ellas deseaban. Algunos refunfuñaban por el coste; otros, por su aflicción personal. «Yo no voy a ir al desfile —observaba un moscovita—. Mataron a mi hijo. Haría mejor en asistir a un réquiem»[19]. Otras personas de la misma opinión empezaron a pedir un día de luto, o incluso una semana al año; ningún gesto podía hacer justicia a la pérdida que se abría como un abismo en la vida de la gente. Durante los siguientes cincuenta años, los auténticos recuerdos infundirían en la festividad anual de la victoria de principios de mayo una solemnidad de la que carecerían otras festividades socialistas, incluido el aniversario del golpe de Lenin y el Día del Ejército Rojo. La aflicción por las víctimas de la guerra era una sombra que jamás se desvanecía. Para algunos, había significado el fin de la felicidad familiar. «Tengo dos hijos y no recibo ninguna ayuda de nadie —se quejaba a alguien una mujer—. Por eso yo no tengo nada que celebrar, ni tengo nada de lo que alegrarme»[20].
La ansiedad, la soledad y el temor a la penuria se harían aún más problemáticos para las viudas y los huérfanos al acercarse el invierno. Pero aquel mes de junio la opinión generalizada todavía era favorable a un acto de Estado, algo que encarnara y contuviera aquel caos de orgullo, victoria, conmoción y aprensión por el futuro. Y como de costumbre, aquello se tradujo en una ceremonia previamente ensayada y con una multitud escogida. El coste debió de ser asombroso. Los soldados, marinos y aviadores elegidos fueron trasladados desde Alemania y el Báltico. La caballería se hacía sacar brillo a las botas; las bandas de los regimientos afinaban sus instrumentos; los tanques, los cañones y las mortíferas Katiusha se engrasaban amorosamente. Compañías enteras de cadetes de las escuelas de formación de Moscú, futuros artilleros e ingenieros, recibían clases avanzadas de instrucción especial orientada a los desfiles militares[21]. Se coreografiaba cada gesto y cada paso, incluso los de Zhúkov y los generales. Lo único que no podía controlarse —aparte del caballo rucio de este último, conocido por su temperamento irascible—, era el clima de Moscú. Así, el gran desfile, la culminación de cuatro años de guerra, se celebraría el 24 de junio bajo una lluvia torrencial.
El cambio de talante desde el 9 de mayo difícilmente podría haber sido más claro, aunque es muy posible que pasara desapercibido a miles de moscovitas, todavía conmocionados y eufóricos por el final de la guerra. En lugar de un alegre caos, fue aquel un día de precisión geométrica. La Plaza Roja se llenó de formas, no de personas. Cada rectángulo del desfile estaba integrado por montones de hombres uniformados. En la mejor tradición de los estados autoritarios (por su enorme escala, el acto podría haber sido muy bien un festival deportivo nazi), todos ellos se movían siguiendo una rutina exacta, sin que siquiera uno solo de ellos mirara en una dirección que no hubiera sido acordada y ensayada de antemano. La parada desbordaba de galones. Este era un ejército de jerarquía clara y líderes fuertes, no una milicia popular, ni siquiera la espada del proletariado mundial. El propio Zhúkov pasaba revista a las tropas desde lo alto de su irascible montura, empapado por la interminable lluvia. Los temas del día eran el triunfo y la autoridad. Quedaba claro que la victoria tenía que ver con la derrota de Alemania, no con la libertad de Rusia. En un grandioso gesto de conquista, todos los estandartes alemanes capturados, cada uno de ellos rematado por un águila de plata, fueron arrojados a una pila delante del mausoleo de Lenin. Lejos de destellar bajo el sol de junio, formaron una húmeda amalgama de rojo y negro bajo el cielo gris y lluvioso.
Stalin observaba desde la seguridad de su estrado. Según todos los testimonios, parecía exhausto y visiblemente envejecido. Pero no había perdido ni un ápice de su celo inquieto. Aquella noche, en un banquete ofrecido a 2500 oficiales y soldados del Ejército Rojo, el líder propondría un brindis por el pueblo soviético. Aquel debería haber sido el momento supremo de gloria y gratitud; pero en lugar de ello, las palabras que empleó podrían haber hecho estremecerse a una nación entera, ya que, aunque Stalin reconocía que aquella había sido una auténtica guerra del pueblo, al parecer no estaba de humor para ensalzar a nadie. Había pasado el momento del orgullo nacional. Los que habían luchado, junto con los millones de personas cuyos esfuerzos habían alimentado a los soldados y habían provisto de balas sus armas, que podrían haber sido aclamados como héroes, se convertían en cambio en «los pequeños pernos y tornillos» del gran imperio de su Estado[22]. Durante la década siguiente no serían más importantes que las piezas de una máquina, perfectamente reemplazables. Una paz en aquellos términos representaría una decepción para muchos civiles, pero para los frontovikí, con todas sus esperanzas y sus fuerzas renovadas, resultaría como una especie de muerte en vida, una pérdida de su verdadero yo. Y en muchos aspectos era también una traición.
«Vivimos en condiciones de paz desde hace casi una semana —escribía Taránichev a Natalia el 15 de mayo—. Los cañones y las ametralladoras ya no disparan y los aviones ya no vuelan; ya no tenemos que tapar las ventanas de noche: trabajamos con las ventanas abiertas y respirando aire fresco. Pero … sigue habiendo un montón de trabajo por hacer. Probablemente seguiremos aquí durante un par de meses como mínimo». En realidad no estaban tan mal, como luego pasaba a explicar. Él y un camarada habían sido alojados con una familia cerca de su base en Checoslovaquia. Sus anfitriones eran deferentes y generosos. «Nos ofrecen todas las comodidades: tomamos un baño en cuanto llegamos, y nos han dado nuestra propia habitación, con unos lechos maravillosos y ropa de cama blanca como la nieve»[23]. En la habitación incluso había una radio —otro excelente modelo alemán—, que Taránichev (pese a la amabilidad de sus anfitriones) tenía planeado llevarse a casa cuando se marchara. De hecho, buena parte de su carta hablaba de los paquetes que ya iban de camino hacia Ashjabad. Su otra gran preocupación era el futuro. Al igual que sus camaradas, ansiaba saber qué día volvería a casa.
El grueso de las tropas del frente estaba estacionado en Europa central y oriental. Su desmovilización no solo resultaba deseable en términos humanos, puesto que por otra parte el Estado soviético no podía permitirse mantener un ejército de varios millones de efectivos uniformados. Pero lo que constituía el sueño de los hombres de más edad —el pronto y gozoso reencuentro con sus familias— no sería posible para la mayor parte de ellos. Ningún ejército puede disolverse sencillamente de la noche a la mañana. Y mientras se ultimaban los planes para organizar y transportar a más de un millón de hombres, el Estado soviético se contentaba con emplear a los soldados como mano de obra barata para algunas de las tareas más duras de construcción y transporte. Como apuntaba el propio Taránichev, estas iban desde reconstruir carreteras hasta apuntalar las ruinas de Berlín y hacerse cargo de las columnas humanas de ex prisioneros y refugiados. Si los soldados del teatro europeo se aburrían, era solo porque la paz siempre resulta insulsa —afortunadamente— después de haber vivido el mundo extremo que representa la guerra. Pero a algunos hombres del Ejército Rojo todavía les quedaban unas cuantas batallas por librar.
La guerra no acabó aquella noche de mayo tan celebrada. En agosto de 1945, noventa divisiones del Ejército Rojo se encontraban estacionadas en Manchuria. Algunas de ellas procedían de Extremo Oriente, de la Mongolia soviética; pero a otras, incluido el grupo en el que viajaba Yermolenko, sencillamente se les ordenó que se dirigieran al este desde sus puestos en el Báltico y Europa central. El propio Yermolenko llevaba el uniforme desde 1942. La última acción que había presenciado en Europa había sido la batalla de Königsberg, una de las más encarnizadas de 1945. La sorpresiva orden de coger el tren hacia el este le llegó tras una discusión con un oficial superior, a finales de abril. Seis semanas después, mientras sus antiguos camaradas abrían otra caja de botellas en Berlín, él estaba montando su estación de radio a la sombra del macizo del Gran Xingan. «Escuchamos con interés que acababa de aprobarse una ley para la desmovilización de los soldados a partir de treinta años de edad —escribía en su diario el 28 de junio—. A mí no me afecta. Por ahora de aquí no se va nadie»[24].
La lucha en Manchuria fue breve, pero salvaje. Aparentemente, se había enviado al Ejército Rojo al este para cumplir las obligaciones contraídas con sus aliados. Si la sangre humana podía comprar buena voluntad, los soviéticos la pagarían. En once días de combates murieron 12 031 soldados soviéticos, víctimas de una guerra que en la propia Rusia apenas tenía sentido[25]. Lo que Stalin estaba haciendo en realidad era tratar de asegurar el Extremo Oriente soviético, además de respaldar sus pretensiones de soberanía sobre territorios tan valiosos como las Islas Kuriles y Sajalín. La acción rápida adquiriría aún mayor importancia después del 6 de agosto, cuando Estados Unidos lanzó la bomba atómica sobre Hiroshima, anunciando el final de la guerra y, en consecuencia, haciendo superflua la ayuda de la URSS. De hecho, el mismo día del inicio de las hostilidades soviéticas contra Japón, una segunda bomba devastaría Nagasaki. La terrible demostración de poder de Washington era una advertencia de la que Stalin se apresuró a tomar nota. El Ejército Rojo continuó su ofensiva, lanzando un ataque sobre algunos de los territorios más remotos y menos habitables de Asia. El sueño de Stalin era ocupar una parte de la isla de Hokkaido, y unas semanas más de guerra supondrían la realización de aquella esperanza. En otras palabras, pues, lo que Yermolenko estaba presenciando —aparte del hambre, el temor y la confusión personal— era una de las primeras escaramuzas de la guerra fría.
La sombra de este nuevo conflicto vendría a atormentar también a las tropas del Ejército Rojo estacionadas en Alemania. Aparentemente, los aliados —Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y la Unión Soviética— seguían trabajando de manera conjunta, ayudándose mutuamente con los aprovisionamientos, la restauración de las comunicaciones y la importantísima repatriación de todas las personas desplazadas. Pero las tensiones estaban siempre a punto de aflorar. La bomba atómica, que cristalizó las relaciones entre los dos bandos, apenas se mencionaba en los escritos de los soldados de aquel mes de agosto. Puede que les hubiera resultado tan espantosa que solo fueron capaces de asimilarla cuando Mólotov les tranquilizó al declarar ante el mundo que Rusia también podía fabricar la suya. Pero el temor a Estados Unidos no constituía el principal problema entre los veteranos del Ejército Rojo desplegados en Europa. Al menos desde el punto de vista de Moscú, el hecho más peligroso entre las tropas era la admiración, mitad envidia, mitad ingenuidad, que ahora sentían por los señores del capitalismo.
Las superpotencias estaban destinadas a ser enemigas durante décadas, pero durante un tiempo sus soldados parecían hacer amistad. La atracción se basaba en el respeto, en la gratitud y en unas habilidades sociales complementarias. A los soldados estadounidenses les gustaba la espontaneidad de los rusos, su talento para divertirse de manera improvisada a base de bebida y de música[26]. Por su parte, los hombres del Ejército Rojo les estaban agradecidos por sus hojas de afeitar, los cigarrillos y los llamativos paquetes de chicle. Asimismo, para los soviéticos más utópicos Chicago era un prototipo, y aquellos hombres de mandíbula cuadrada y aspecto saludable, el modelo para sus propios hijos futuros. Estados Unidos empezaba a parecer un lugar peligrosamente atractivo. El diablo, decían, siempre toca las melodías más agradables, y a los politrukí les preocupaba la posibilidad de que el blues, el jazz y el bugui-bugui estuvieran ganando terreno a los himnos del Ejército Rojo. Cuanto más tiempo permanecían en Alemania, más inciertos —desde el punto de vista ideológico y disciplinario— parecían volverse los héroes de la guerra.
Habría de pasar algún tiempo antes de que la disciplina del período bélico y el temor a las unidades de shtraf se desvanecieran entre las victoriosas tropas soviéticas. El nuevo talante surgía en un entorno de devastación anárquica. Las propias campañas del Ejército Rojo habían destruido Alemania, pero ahora —al igual que sus antiguos enemigos— sus tropas tenían que vivir en medio del polvo y los escombros que habían creado. Así, por ejemplo, a un tiro de piedra de Berlín se hallaba la ciudad de Potsdam. En julio de 1945, sus antaño elegantes barrios se convirtieron en el escenario de una cumbre entre Stalin, Churchill y el nuevo presidente estadounidense, Harry Truman. Pero no había ningún balneario de lujo y apenas quedaba ningún edificio de cierta envergadura que se mantuviera en pie. El 14 de abril los bombarderos aliados habían destruido las principales plantas industriales de la ciudad, además de las centrales eléctricas, las estaciones de tren, los almacenes de alimentos, las plantas depuradoras de agua y el parque de tranvías. Cuando llegó el Ejército Rojo, el 27 de abril, la ciudad carecía de medicamentos, agua potable, electricidad y gas. Hacía dos semanas que su población civil no recibía suministros de alimentos. Sin agua potable y con unas alcantarillas que no funcionaban, vivían rodeados de suciedad y de enfermedades que se propagaban con rapidez, incluidos el tifus y la disentería. Los niños eran especialmente vulnerables, pero el conjunto de la población estaba al borde del desmoronamiento físico y moral. Para empeorar aún más las cosas, la ciudad se había convertido en lugar de paso de los refugiados. Y por último, a finales de abril, sería el escenario de una batalla campal en la que no faltaría la acción devastadora de los obuses y las minas[27].
La reconstrucción de aquel páramo —y de un montón más en iguales condiciones— habría resultado una tarea desalentadora en cualquier circunstancia. No había recursos de los que echar mano, ni reservas de alimentos o de combustible a las que acudir. Igualmente grave era la escasez de personal experimentado. El Ejército Rojo solía emplear a sus oficiales menos cualificados en las tareas de reconstrucción una vez que el frente se había trasladado a otro lugar. En Potsdam, los equipos de hombres que ayudaban a reconstruir los puentes y a limpiar las calles estaban integrados por personas consideradas no aptas para servir en primera línea, ex prisioneros de guerra y voluntarios reclutados entre los miles de expatriados que los soviéticos descubrieron cuando liberaron el territorio alemán. «Muchos de ellos … son extremadamente indisciplinados —se lamentaban las autoridades militares— [y] se entregan a borracheras y saqueos». Resultaba esencial obtener la ayuda de la población local, pero la mayoría de los civiles tenían miedo de colaborar. Las mujeres cuya tarea consistía en limpiar los escombros que bloqueaban las calles de Potsdam sabían que se arriesgaban a ser atacadas y violadas. En una ocasión, las seis mujeres que integraban una brigada de trabajo fueron violadas al final de su jornada laboral. Los cuerpos de otras aparecerían como si fueran madera usada en las pilas de escombros que abarrotaban las calles[28].
Después de firmar la paz las violaciones se hicieron más esporádicas, provocadas por un impulso o por la llegada de nuevas tropas. Algunos oficiales alemanes creían que los soviéticos las aprobaban tácitamente, sobre todo en las festividades públicas, que constituían momentos muy peligrosos para las mujeres que vivían cerca de las bases militares[29]. Los frontovikí afirman ahora que los infractores en estos casos eran «ratas de retaguardia» y civiles, pero existen pruebas que inculpan a todos los grupos de hombres. De hecho, el talante que ahora permitía que se infringiera la disciplina solía ser más acusado entre los antiguos soldados de primera línea. En Rusia los oficiales del alto mando y los políticos imponían las distinciones de rango, pero en el antiguo frente estaba surgiendo una estrecha familiaridad entre oficiales y soldados. Irónicamente, el esfuerzo para derrotar al fascismo había actuado como un catalizador, venciendo el temor y el recelo mutuo que el régimen de Stalin había tratado de crear durante tanto tiempo. Así, por ejemplo, aunque iba contra los reglamentos, muchos oficiales solían utilizar un amistoso e informal tuteo en sus conversaciones dentro del campamento. Las sargentos eran los que cometían más infracciones, especialmente los más veteranos, pero incluso los tenientes parecían ignorar las normas que especificaban cómo había que llevar el uniforme correctamente[30]. Cuando se establecían en un nuevo campamento, se repartían las tareas rutinarias y enjalbegaban las paredes de los barracones; la vida de los soldados vista desde fuera, empezaba a asemejarse a una especie de tranquila vida hogareña[31].
Durante la guerra, los buenos oficiales habían aprendido a conocer a sus hombres, a dirigirles ganándose su confianza al tiempo que dejaban claro quién mandaba. Ahora, y con demasiada frecuencia —al menos por lo que podían ver los observadores de la NKVD—, esos mismos oficiales adoptaban una actitud cada vez más familiar con los soldados, e incluso perdonaban ciertos delitos si eso ayudaba a alguien a prosperar. Fuera de su base había un país entero devastado, pero dentro de aquel perímetro la vida podía llegar a parecer casi placentera. En Potsdam, aquel mes de junio, se levantó una auténtica aldea militar. La construyeron los propios soldados, creando copias de las viviendas burguesas a base de apropiarse de madera, cristales e incluso marcos de ventanas de las ruinas alemanas. Su principal preocupación después de ello la constituirían lo que se podía calificar muy bien de tareas domésticas. Es precisamente a dichas tareas —asuntos relacionados con la ropa de cama, los huevos o el combustible para la calefacción— a las que se refiere un informe de la época cuando menciona sus actividades de «autoservicio»[32]. Había incluso gramófonos —otro objeto procedente del saqueo— en los que los hombres ponían discos de jazz y de bugui-bugui. Pero ese «autoservicio» no terminaba en los límites del cuartel. En otros lugares de Alemania, los soldados se llevaban comida de las granjas, a las que exigían suministros regulares de huevos y carne. A un capitán le cogieron con un botín de tres caballos y un tílburi tirado por un poni, además de 30 kilos de mantequilla y 21 gansos vivos. Otro había exigido a la población alemana de los alrededores de su base que entregara un diezmo diario consistente en 100 huevos y 25 litros de leche[33].
Una buena parte de aquellos alimentos requisados se vendían a cambio de cuantiosas sumas de dinero. El mercado negro seguía funcionando de maravilla, y no había prácticamente ningún artículo al que no se le concediera algún valor. Aunque le faltaran los cables, un teléfono, por ejemplo, siempre tenía un futuro en alguna parte de Europa. El truco consistía únicamente en encontrar un comprador. En una pequeña ciudad, las tropas del Ejército Rojo llegaron a reunir un total de 1500 bicicletas en solo unas semanas de paz. El combustible también constituía una valiosa mercancía, especialmente teniendo en cuenta que a los propios soldados les gustaba recorrer a toda velocidad las estrechas calles en camiones prestados y motocicletas robadas. Y los expertos también podían encontrar obras de arte. Muchos tesoros alemanes, incluidos valiosos cuadros y otros objetos saqueados de Europa occidental, fueron clasificados como reparaciones de guerra por los soviéticos en 1945; pero los almacenes en los que las cajas aguardaban su expedición no eran más seguros que cualquier otra instalación del ejército. En el mercado negro de arte participaban soldados de todos los rangos, incluida la policía militar[34]. Posteriormente algunas de aquellas personas se embarcarían en negocios aún más peligrosos. En 1946 los artículos que alcanzarían un precio más elevado serían las divisas fuertes, los billetes y los valiosos salvoconductos para pasar al mundo occidental[35].
Como de costumbre, las autoridades soviéticas vigilaban todo lo que decía la población local. «Es evidente —rezaba un informe— que aparte de unos pocos auténticos antifascistas, toda la población está descontenta con la presencia del Ejército Rojo en suelo alemán, y esperan y rezan por la llegada de los norteamericanos o los ingleses»[36]. Los alemanes expresaban sus opiniones de diversas maneras. En los pocos cafés y bares que aún funcionaban aparecieron letreros bilingües cuyo texto ruso invitaba a los clientes, mientras que la «traducción» alemana profería una u otra clase de desdeñoso improperio[37]. En un ámbito más serio, los soldados que de noche se aventuraban a salir solos, o incluso en pequeños grupos, era probable que aparecieran al amanecer con la garganta cortada o con una bala en el cráneo[38]. Si la ocupación tenía que durar y, sobre todo, si se pretendía que la zona soviética no acabara con los recursos de Stalin, había que establecer alguna clase de relación entre el Ejército Rojo y sus renuentes anfitriones. No era solo cuestión de refrenar a los antiguos frontovikí. El núcleo de los soldados profesionales y sus oficiales se veía ampliamente superado en número por el conjunto de reclutas, ex prisioneros y civiles soviéticos desplazados. Todos ellos se sentían conmocionados e inseguros de que la guerra hubiera terminado de verdad. Aquel mes de junio, la administración política se puso a trabajar de cara a lograr un nuevo consenso generalizado para la paz.
El primer paso era poner freno al odio. El 11 de junio, una orden de la administración política del Ejército Rojo eliminaba el eslogan «¡Muerte a los ocupantes alemanes!» de las cabeceras de todas las revistas y periódicos de difusión militar. En su lugar apareció otro eslogan más suave: «¡Por nuestra patria soviética!»[39]. Los soldados también asistieron a charlas sobre los errores de su antiguo ídolo, Ehrenburg. La idea era hacer que sus mentes pensaran en otra cosa que no fuera matar alemanes. La violencia, sin embargo, se había convertido en una especie de hábito y haría falta algo más que eslóganes para anular el odio que había acosado a los veteranos durante años. Zhúkov, recién salido de su triunfo en la Plaza Roja, aplicó una amenaza práctica. «Sigue habiendo muchas quejas sobre robos, violaciones y casos individuales de bandidaje por parte de individuos que llevan uniformes del Ejército Rojo», observaba en una orden fechada el 30 de junio, en la que daba exactamente cinco días a su ejército para poner freno a los actos antialemanes. En adelante —ordenaba—, todos los soldados debían permanecer en las instalaciones militares, a menos que intervinieran en asuntos oficiales, y debían ser controlados de cerca. En respuesta al problema creciente de los oficiales y soldados del Ejército Rojo que tomaban extraoficialmente «esposas» alemanas, la nueva orden estipulaba que cualquiera que fuera visto entrando o saliendo de una vivienda privada sería arrestado y castigado. Sabiendo que los oficiales colaboraban con los hombres en toda clase de delitos, el mariscal añadía que todo oficial al que se juzgara incapaz de mantener un estricto régimen disciplinario sería llamado al orden y retirado del servicio[40].
La orden tuvo cierto efecto en las semanas inmediatamente posteriores. Al menos todas las bases militares informaron de un descenso del número de delitos. Más tarde diversas investigaciones harían pensar que los oficiales seguían confabulados con sus hombres, suprimiendo los detalles de algunas infracciones para mantener alejada a la policía militar de Zhúkov. Sin embargo, las cifras muestran una coherencia que parece sugerir que realmente hubo un cambio[41]. Bien pudiera ser que el prestigio de Zhúkov y el profundo respeto que por él sentían los hombres hubiera tenido algo que ver. Y sin duda también lo tuvieron los efectos graduales de la paz. Las violaciones, por ejemplo, se hicieron menos comunes desde finales de junio, aunque una de las razones de ello fue que los soldados establecían relaciones más estables con las lugareñas. Algunos de ellos incluso formaron algo parecido a una familia, con la idea de poder quedarse y vivir allí donde el azar les había llevado. La práctica era tan común que solo se castigaba la inmoralidad más descarada, como en el caso de un oficial que había dejado a seis «esposas» embarazadas de Polonia a Berlín[42]. Según el alcalde de Königsberg, los únicos habitantes alemanes de la ciudad que pudieron alimentarse adecuadamente aquel invierno fueron las mujeres a las que los soldados soviéticos habían dejado embarazadas[43]. Los delitos militares más frecuentes desde finales de verano serían los de emborracharse, no llevar correctamente el uniforme y faltar al respeto a los superiores[44]. La sed de venganza se había mitigado.
El otro problema en aquella zona era el de persuadir a los hombres de que su trabajo en tiempos de paz también era importante. Los frontovikí, entre los que se incluían antiguos miembros de unidades de castigo, se mofaban de la disciplina y las jornadas laborales regulares. «Ya lo he visto todo —señalaba un veterano—. No me harán quedar aquí»[45]. Sin duda, unos hombres que habían entrenado su cuerpo y su mente para matar debían de encontrar aburridos los turnos de guardia, y muchos estaban resentidos por tener que limpiar de escombros las calles de Alemania. De hecho, existía la opinión generalizada de que había que asignar a los civiles alemanes la peligrosa tarea de limpiar el terreno de minas, y en muchas ciudades eran escuadrones de voluntarios los que realizaban esta labor bajo supervisión militar a cambio de raciones extra de alimentos[46]. Pero al menos el desarme y la desmilitarización de la zona soviética se vivía como un auténtico trabajo. En cambio, el desmantelamiento y expedición de las grandes fábricas que se habían incautado como reparaciones de guerra debía de parecer una tarea extraña. Dondequiera que vieran muestras de la riqueza alemana, los hombres debían de preguntarse por qué demonios había empezado aquella guerra, qué iba a hacer un pueblo tan rico como aquel con el territorio soviético. Pero pese a todo, y fuera cual fuese su actitud, los hombres del Ejército Rojo debían creerse vencedores. Cualesquiera que fuesen las tareas que emprendían, tenían que pensar que a partir de entonces la vida sería mejor. Al fin y al cabo, los frontovikí, con todos sus problemas, constituían una élite en la zona ocupada.
Muy distinta era la situación de otros soldados soviéticos, aquellos para quienes la guerra había terminado con su propia captura. Solo una parte de los millones de prisioneros que hicieron las fuerzas de Hitler en los primeros años de la guerra seguían vivos en 1945, pero el número total había sido tan enorme que cuando se firmó la paz todavía quedaban miles de hombres en Europa central aguardando a ser rescatados. Si esperaban una rápida liberación —y no digamos ya una reintegración inmediata a sus antiguos hogares—, estaban completamente equivocados. El 11 de mayo de 1945, Stalin firmó una orden que disponía el establecimiento de otra red de campos en Europa central. Solo en el primer y el segundo frente bielorrusos habría 45 de ellos, cada uno destinado a albergar hasta 10 000 hombres. En junio había 69 campos para prisioneros especiales en territorio soviético, y otros 74 en Europa[47]. Su objetivo era internar a los antiguos soldados del Ejército Rojo que habían sido prisioneros de guerra con la intención de «filtrarlos», es decir, de detectar a los espías, encontrar a los cobardes y castigar a los denominados «traidores a la madre patria».
El destino de uno de ellos, P. M. Gavrílov, que se contaba entre los pocos supervivientes de la batalla de Brest, en 1941, revelaría la calidad de la justicia soviética. Gavrílov era un auténtico héroe: aunque había sido herido, y aunque estaba convencido de que iba a morir, luchó hasta agotar su última bala, guardando una granada que arrojó al enemigo momentos antes de perder el conocimiento a causa de la sangre que había perdido. Su valor impresionó tanto a la Wehrmacht (muy poco dada a gestos sensibles) que los soldados alemanes transportaron su cuerpo casi sin vida a un puesto de socorro, desde donde sería trasladado a un campo de prisioneros de guerra. Tal acto de «rendición» le valdría ser acusado tras la liberación del campo alemán en mayo de 1945. Su siguiente hogar sería otro campo de prisioneros, esta vez soviético. En conjunto, alrededor de 1,8 millones de prisioneros como él acabarían en manos de la SMERSh[48].
La construcción de prisiones para albergar a aquellos «veteranos» especiales representaba un auténtico desafío cuando escaseaban los recursos, pero la policía secreta soviética siempre estaba dispuesta a adaptarse. «El campo está situado relativamente lejos de la población —comentaba aquel verano un informe de la NKVD sobre un probable emplazamiento apropiado—. Está rodeado de un vallado seguro y cuenta con estructuras adecuadas para albergar a contingentes especiales de prisioneros». Los nazis siempre habían sabido exactamente cómo construir una prisión. El lugar, justo en las afueras de la población de Oranienburg, era el campo de exterminio de Sachsenhausen. Treinta mil personas habían sido asesinadas allí bajo el recién derrotado régimen nazi. El Ejército Rojo lo había liberado el 22 de abril, y encontró unos pocos centenares de supervivientes en situación tan desesperada que muchos de ellos morirían antes de que los médicos pudieran salvarles. Pero aunque ahora las cámaras de gas estuvieran vacías y los puestos de guardia abandonados, resultaba una prisión conveniente y bien construida. Durante los años siguientes albergaría a varias remesas de expatriados que aguardaban las atenciones de la SMERSh, las celdas y la oscuridad, y el viaje en tren hacia el este[49].
El destino más miserable era el reservado a los llamados «vlasovistas», la mayoría de los cuales habían sido también prisioneros de guerra en alguna etapa anterior de su vida. Entre ellos se contaban los hombres que se habían desmoronado y habían aceptado luchar por el Reich en lugar de morir de hambre en los campos. Había también una minoría que eran antisoviéticos activos, especialmente los líderes de las llamadas «legiones nacionales» del Cáucaso, del Báltico y de Ucrania. Algunos de ellos habían acabado la guerra en Europa occidental, puesto que habían estado luchando en Francia y en Bélgica. Como otras decenas de miles de ciudadanos soviéticos, serían solemnemente «repatriados» por los antiguos aliados europeos de Stalin en los dieciocho meses siguientes a la caída de Berlín. En total, a finales de 1946 unos 5,5 millones de ciudadanos soviéticos habían sido enviados de nuevo a su antigua patria. De ellos, aproximadamente una quinta parte serían o ejecutados en el acto o condenados a veinticinco años de trabajos forzados. También hubo otros que prefirieron acabar con su vida, y aun con la de su familia, antes de quedar a merced de la policía militar soviética[50].
Los destacamentos de guardias del Ejército Rojo cuya tarea consistía en escoltar a aquellos hombres habían olvidado la fraternidad soviética. Sus politrukí les decían que los vlasovistas eran los peores traidores y los soldados trataban a sus prisioneros de manera acorde con ello. Robaban a grupos enteros de hombres, a los que les abrían las maletas y les quitaban el jabón, el tabaco y las hojas de afeitar para venderlo. «Cogí la camiseta para limpiar mi arma —declaraba un soldado a la policía militar—. Esas cosas ocurrían constantemente»[51]. A los «especiales» se les trataba como reclusos mientras aguardaban la filtración. Siempre recaía sobre ellos la responsabilidad de demostrar su inocencia, y el proceso podía durar meses, o incluso años. De hecho, la SMERSh y sus sucesoras siguieron «filtrando» a personas desplazadas hasta bien entrada la década de 1950[52]. Mientras esperaban, aquellos desgraciados prisioneros debían soportar insultos y amenazas, y ese mismo trato se prolongaba una vez se les había asignado a un campo de trabajo. En agosto de 1945 había ya más de medio millón de ellos trabajando. Se asignaban contingentes de ex prisioneros y «traidores» a las industrias mineras y de electricidad, construcción, industrias madereras, acererías, pesca, ingeniería, productos químicos… En suma, allí donde se necesitara mano de obra y escaseara el dinero. Se suponía que los condenados aún debían estar agradecidos a Stalin por haberles perdonado la vida.
Las condiciones de aquellos hombres desafortunados, como señalaría un superviviente, rivalizaban con las privaciones de los campos nazis. Se enviaba a los ex combatientes al Cáucaso a trabajar en almacenes de maderas sin proveerles de ropa de abrigo ni de calzado. Asimismo, al carecer de una vivienda sólida y de medios para lavarse, no tenían defensa alguna contra las interminables plagas de piojos[53]. Otros pasaban hambre, y la mayoría de ellos trabajaban sin cobrar paga alguna. «No voy a pagaros ni un céntimo —decía un responsable de organización laboral a su equipo—. Os han enviado a nosotros por traidores a la patria, por aprovechados, y estáis aquí solo para trabajar». El capataz de una mina siberiana aseguraba a un miembro de su contingente laboral que «para nosotros vale más una tonelada de carbón que tu vida»[54]. Aquel odio tenía raíces amargas. Muchos de los matones que ahora se encargaban de los ex soldados anteriormente habían sido víctimas ellos mismos. Los campos y minas de Siberia estaban regentados por antiguos kulaks, los campesinos a los que el comunismo había desposeído a principios de la década de 1930 y que ahora podían descargar su rabia con los desafortunados soldados. «En cuanto vuestros oficiales se den la vuelta —murmuraba uno de ellos—, os vamos a matar de hambre y de trabajar. Os lo merecéis porque fuisteis vosotros quienes en 1929 y 1930 nos “deskulakizasteis”»[55].
Había varias razones por las que las autoridades soviéticas presionaban para que se repatriara a los «especiales». Querían dar un castigo ejemplar a algunos traidores, y en casi todos los casos temían además —como señala Richard Overy— que los vlasovistas de Europa occidental se convirtieran en «indeseables testimonios en contra del comunismo»[56]. Pero en su viaje de regreso los prisioneros solían convertirse en no menos «indeseables» partidarios del capitalismo. Siempre se producía algún contacto entre los prisioneros y sus escoltas del Ejército Rojo. Miles de aquéllos frontovikí habían quedado impresionados por las granjas y las empresas privadas capitalistas que habían visto y solían hablar de ello con sus nuevos prisioneros. «Nunca en mi vida he tenido comida suficiente —declaraba un joven soldado—. ¿Cómo es posible que en Polonia vivan de una forma tan culta y ordenada, cuando nosotros no tenemos nada de eso?»[57] Puede que los ex vlasovistas se rieran ante tanta ingenuidad. Polonia —les explicaban— era un lugar atrasado, devastado por la guerra y apenas envidiable. Algunos de ellos habían visto Francia, Holanda o incluso Bélgica: todo un contingente de soldados georgianos había estado destinado en la brumosa isla holandesa de Texel, y también se había enviado a ucranianos a luchar en Francia. «Bélgica es un país con una elevada cultura —explicaba un veterano a su audiencia—. Tiene una economía muy desarrollada. Allí se vive bien». Cuando algunos inteligentes komsomoles argumentaron que los belgas adolecían de una tasa de paro alta —un argumento defensivo soviético común frente a los encantos del capitalismo—, la réplica del veterano fue inmediata: «Es cierto —concedió—. Allí las mujeres no tienen nada que hacer, con lo que pueden vivir exclusivamente para el amor»[58].
La respuesta del partido era la habitual combinación de charlas y frías amenazas. Tanto a los soldados como a los prisioneros se les sometía a sermones con títulos como «Opiniones del camarada Stalin sobre los objetivos del Ejército Rojo y el pueblo soviético y sobre las relaciones con la población de Alemania», «Las tareas económicas fundamentales de la URSS» o «Debemos vigilar más en suelo extranjero»[59]. Paralelamente, la SMERSh escuchaba y acechaba las posibles conversaciones traicioneras. La «filtración» iba a ser el destino de todo ex prisionero de guerra o deportado, y muchos sucumbirían al peso de la sospecha. Pero incluso se buscaban signos de debilidad en los buenos frontovikí. La única sanción que el régimen de Stalin podía utilizar en una escala masiva era el campo de trabajo. Durante la guerra, la población del Gulag había experimentado una fuerte disminución, debido principalmente a las privaciones y a las muertes en combate. En 1946 los campos se estaban llenando de nuevo.
Pero los soldados del Ejército Rojo no habían triunfado precisamente para ir a la cárcel. Cuanto más tiempo permanecían las tropas soviéticas en Alemania, menos les preocupaban los sermones y amenazas de Moscú. Surgió allí toda una cultura entre los veteranos, cuyos principales elementos eran la bebida, las mujeres, los secretos y las divisas. Dieciocho meses después de que se firmara la paz, los funcionarios de Stalin tenían claro que no se podía permitir que prácticamente ningún veterano se quedara en el extranjero. Su influencia resultaba demasiado liberal, demasiado perjudicial para la disciplina y la rigidez ideológica del régimen. A los que habían trabajado con ex prisioneros de guerra y vlasovistas se les consideraba los peores de todos. En la primavera de 1946 las autoridades militares soviéticas en Alemania habían adoptado el criterio de que todos los soldados con dos o más años de servicio en territorio alemán (lo que significaba todos los veteranos de la guerra), así como cualquiera que hubiera trabajado estrechamente con los candidatos a la repatriación, debían regresar cuanto antes a la URSS[60], donde serían reemplazados por tropas más fiables, más jóvenes y menos caprichosas. Los frontovikí estaban bien para ganar guerras, pero un gobierno militar autoritario requería personas con alma de burócrata.
A los primeros soldados desmovilizados se les dio la buena noticia a finales de junio. Las autoridades militares empezaron con determinadas categorías escogidas de hombres a partir de los treinta años (los clasificados como «grupos de mayor edad») y asimismo de mujeres que no tenían especialidades importantes. Se suponía que los hombres de más edad serían los que más ansiosos estarían por volver a casa, y también que sin duda tendrían responsabilidades familiares a las que atender. «Debería crear un comité y desmovilizar a todos los soldados mayores de treinta años —se pedía en una carta dirigida a Kalinin que parecía escrita en el momento oportuno—. Todos estamos de acuerdo en eso … ¿Qué voy a hacer con mi esposa si tengo más de treinta años y todavía no tengo ni un solo hijo? En cinco o diez años más el hombre pierde toda posibilidad con el sexo femenino. A partir de los treinta y cinco o cuarenta años uno ya no está en condiciones, eso no es un secreto para nadie». Tres días después se promulgaba una ley de desmovilización, aunque esta estaba lejos de ser exhaustiva, ni siquiera para los hombres de más edad. «¿Qué haría —proseguía el mismo veterano impaciente— si todos los soldados pidieran irse a casa el mismo día? Nuestros guardias y oficiales no podrían hacer nada, puesto que también ellos quieren irse a casa. Es la fuerza del pueblo»[61].
La realidad era que los soldados estaban atrapados, al menos a corto plazo. Por una parte, el sistema de transporte que unía Berlín y Brest, sobrecargado y dañado por los bombardeos, no podía trasladar a todos los hombres a la vez. Sin embargo, desde el punto de vista de su propio gobierno, el verdadero problema estaba en la mente de los soldados. Enviarles a casa sin una cuidadosa preparación representaba demasiado riesgo en términos ideológicos. La penosa y sangrienta victoria necesitaba su guirnalda de héroes, lo que significaba que había que preparar el terreno para su descubrimiento, y eso requería tiempo y reflexión. Luego estaba el peligro de que los veteranos pudieran alardear de las virtudes del capitalismo o de la vida sin granjas colectivas. Podían asimismo hablar de la brutalidad, de las ejecuciones en primera línea, de la SMERSh o incluso del horror de la muerte en el campo de batalla. El libre pensamiento que había empezado a acechar en el frente debía reprimirse antes de que pudiera infectar al mundo civil.
La desmovilización, pues, empezó a presentarse como una especié de privilegio antes que como el deber de un Estado agradecido para con todos los hombres y mujeres que habían luchado por él. Los politrukí convocaron nuevas y entusiastas reuniones en pequeños grupos y explicaron a los hombres lo que se les pedía. Su deber —se decía a los soldados— era «guardar los secretos militares y de Estado tan celosamente en casa como en el frente. Que la persona desmovilizada conserve sus cálidos recuerdos de la unidad y de sus amigos en la guerra»; pero que no hable mucho de ellos. «Tuvimos que firmar algo», admitirían posteriormente los veteranos. De hecho, se les advirtió de que su desmovilización, y la ayuda material que esta comportaba, dependía de que aceptaran guardarse para sí mismos la mayor parte de su experiencia de guerra, desde los índices de mortalidad y las atrocidades hasta la escasez de comida y el pánico[62]. La actual discreción de los veteranos, que a menudo bordea la pura mentira, tiene su origen en el momento en que tuvieron que firmar aquel documento.
Y por supuesto que lo firmaron, ya que solo así se podía empezar de nuevo la vida real. Es cierto que algunos soldados decidieron quedarse y hacer carrera en el ejército —Kirill fue uno de ellos—, pero la mayoría estaban ansiosos por volver a casa. A los hombres y mujeres elegidos se les proporcionó ropa civil y un par de zapatos. Se les entregó pases para viajar y documentos que luego tendrían que examinar tranquilamente cuando llegaran. Recibieron asimismo paquetes de comida y otros pequeños regalos de un Estado agradecido. Pronto sus maletas desbordarían los portaequipajes de los trenes de pasajeros, inundando los pasillos y sumándose al olor a tabaco, a ajo, a mantas húmedas y a gasóleo. Los soldados desmovilizados de Erfurt en 1946 contaban con que se les entregara «un traje deportivo, un suéter, ropa interior, calzado de cuero y zapatillas», y asimismo, exclusivamente en el caso de los oficiales, «un par de zapatos de mujer». También recibían 5 kilos de azúcar, 10 kilos de harina, una tetera, cucharas, una bolsa de viaje, una toalla y algunas galletas para su viaje a casa[63]. A la mayoría de ellos se les daba también dinero, una suma que dependía del rango y de la duración del servicio[64]. Pero esta generosidad se veía contrarrestada por una vigilancia constante: se advertía a los hombres que no intentaran llevarse armas a casa; se les registraban las bolsas antes de abandonar la base[65]. Se trataba, sin embargo, de un ritual inútil, ya que cualquiera podía encontrar armas y explosivos en cualquier momento simplemente excavando en los devastados campos de las inmediaciones de su hogar.
Al final, y con la inevitabilidad de un sueño, llegaba el momento de cruzar la frontera, de alejarse para siempre de la vida militar. La mayoría de los veteranos recuerdan haber tenido una dolorosa sensación de pérdida. Por mucho que anhelaran volver a casa, separarse de los muchachos representaba un duro golpe. Las últimas horas que pasaban aquellos hombres en una base solían dedicarse a pronunciar discursos y a cantar. «Cantábamos nuestros duros y viriles cantos de marcha de soldados», escribiría Pushkariov. Pero esas eran las canciones de la victoria. La que suscitaba verdaderas emociones era la música de la derrota, las canciones de 1942 que hablaban de pérdida y de añoranza —como «Espérame», «Zemlianka», «¡Qué largo camino!» o «Noche oscura»—, las canciones que habían sostenido a una generación que desaparecía mientras luchaba desesperadamente[66]. Aquellas melodías jamás volverían a sonar igual, ni a evocar tanto significado. Muchos de los hombres llorarían antes de que partieran sus trenes. Al decir adiós a las personas que sabían exactamente qué era la guerra, a las únicas personas que podrían entender sus historias, estaban perdiendo a su auténtica familia espiritual. Tendrían que echarlas de menos —aunque la mayoría se mantendría en contacto con casi todas ellas— durante el resto de su vida.
Debió de haber sido un viaje de regreso extraño. Estaba aquella incómoda y pesada bolsa tan difícil de acomodar, y luego la otra más pequeña, la mochila con el tabaco y el pase para viajar. Dentro iban también los restos aprovechables de la guerra, la prueba material de todo lo que un hombre había visto y experimentado. Para empezar, en casi todos los casos, había alguna medalla: por la victoria, por los servicios, al valor, o incluso una gran estrella roja o un estandarte rojo. Luego venían las fotos. Durante la guerra, los fotógrafos de prensa se ganaron un buen dinero haciendo instantáneas a las tropas, retratos para poder enviar a la esposa, o fotografías de grupo para recordar a los compañeros. Seguramente, mientras el tren avanzaba traqueteando hacia Brest o Smolensk, los hombres que iban a bordo habían empezado ya a hojearlas, admirando la amenazadora silueta de los cañones, la luz del sol a través de los últimos árboles del verano, la sonrisa en el joven rostro de un compañero muerto hacía tiempo… Por mucho que vivieran, jamás tendrían tiempo de explicar todo aquello. Y los regalos, los zapatos y relojes, parecían adquirir ahora un significado distinto. En el frente habían sido parte de un fácil botín, fragmentos de una abundante victoria; pero ahora, cuando su mundo de triunfo y camaradería empezaba a desvanecerse, se convertían en totems, en objetos raros y preciosos, deslucidos al mismo tiempo por la secreta culpa de haber vivido en lugar de morir.
Los trenes cruzaron de nuevo la frontera, esta vez dirigiéndose hacia el este, hacia casa. Pasaron por la sucesión familiar de poblaciones, primero bielorrusas, luego rusas, cuyos nombres se habían gritado en eufórico triunfo cuando el Ejército Rojo había pasado como un temporal en su avance hacia el oeste. Ahora, en cambio, los hombres tenían tiempo de observar, y algunos se daban cuenta de cuál había sido el coste de la guerra. Bielorrusia era un erial; Kiev estaba ennegrecida y destruida. Parcelas enteras de tierras de cultivo aparecían descuidadas, ya que ahora vivía allí menos gente que hacía cinco años, y apenas quedaban hombres o caballos que pudieran hacerse cargo de las tareas pesadas. Asimismo, el paisaje resultaba ahora mortífero, puesto que estaba sembrado de bombas y minas sin explotar. Se habían reparado puentes y vías férreas, pero los hombres que decidían hacer los últimos kilómetros en autostop encontraban unas carreteras caóticas: destrozadas, llenas de barro y todavía plagadas de esqueletos de tanques. Una cosa era ver todo aquello durante la guerra, en grupo, y saber que lo único que uno tenía que hacer era combatir, y otra muy distinta observar las ruinas devastadas de Leningrado, Pskov o Stalingrado, y entender que todo lo que integraba aquel paisaje se tenía que limpiar, asegurar y reconstruir. No es que Berlín tuviera mucho mejor aspecto, pero dicha ciudad en ningún momento había formado parte de la propia responsabilidad de los soldados, de su futuro.
Habría todavía un último acto en la odisea de todos los soldados antes de que se impusiera la realidad civil. Estaría presidido, como siempre, por el fiero rostro de Stalin: su retrato adornaba todos los trenes; su nombre aparecía escrito en las pancartas que colgaban sobre las sedes locales del partido. Pero las ceremonias de bienvenida a los veteranos que volvían fueron sinceras. No había sido solo el partido, sino miles de familias, quien había pagado las flores que adornaban los trenes de los veteranos cuando estos entraron en Jarkov, Kursk o Stalingrado. De hecho, en todas las paradas del camino se habían extendido alfombras rojas, y se había ofrecido regalos y comida a los hombres. También había habido música, y en algunos lugares incluso había habido una orquesta de verdad tocando entre los rostros de Stalin y las banderas escarlata. Todos los andenes se habían convertido en mares de tela roja, de flores y de clamorosas multitudes. En los mejores casos, algunos de aquellos primeros viajes habían sido como una fiesta prolongada.
Quizás aquel talante festivo servía para ayudar a superar a los soldados la conmoción de la vuelta a casa, pero no cabe duda de que esta representó un momento tenso e, incluso, aterrador. Puede que lo anhelaran, y que hasta no pensaran en otra cosa; sin embargo, el reencuentro de los veteranos con sus padres, hijos, esposas y amigos estaba preñado de sentimientos. Cuando su tren entrara en la última parada, los hombres verían sin duda una aglomeración de personas dirigiéndose hacia ellos como una oleada; anhelantes extraños, sobre todo mujeres. Escudriñarían aquella multitud, los estampados vestidos estivales, los niños con sus fotografías de jóvenes desaparecidos. Y al encontrar a los suyos debieron de ser conscientes de nuevo, en un segundo, de lo que significaba la guerra. Atrapados entre los flashes de las cámaras, aquel mes de julio los veteranos debían de parecer miembros de una nueva especie. Cubiertos de polvo y curtidos por el sol, parpadeando ante aquella luz olvidada durante tanto tiempo, no daban la impresión de tener relación alguna con los civiles que se apretujaban a su alrededor. Ciertamente se les veía más viejos, y cuando sus hijos se acercaban a besarles su piel parecía tan seca como el cuero. Y sin embargo, y como muestran también las fotografías, fue aquel un momento de auténtica alegría.
Tropas desmovilizadas llegando a la ciudad de Ivánovo, 1945.
Las ceremonias de bienvenida habían sido planeadas en detalle por las secciones locales del partido. Atender a las necesidades de los antiguos soldados no era solo una cuestión de gratitud adecuada, aunque sin duda también era eso. La orquestada bienvenida pretendía también invadir la mente de los hombres. Mientras que los politrukí habían influido en el pensamiento de los soldados en el frente, los activistas locales del partido se ocupaban de proporcionar educación y un entretenimiento que contara con la aprobación oficial. A los hombres se les seguía suministrando periódicos y folletos propagandísticos, y en sus habitaciones de las hospederías encontraban siempre refrescos, dulces y tabaco. A los hombres casados cuyas familias habían viajado hasta allí para recibirles a veces se les hospedaba en hoteles hasta que llegaban un carro y un caballo que les llevara de regreso a casa. A los solteros, especialmente los que no tenían hogar, que debían afrontar largos períodos de tránsito, se les daba paquetes de comida para complementar las cartillas de racionamiento ordinarias que usaban los civiles. También se les impartía charlas. En Kursk, que albergaba a muchos ex soldados en tránsito, el programa de aquel verano incluyó conferencias sobre la situación internacional, el heroico pasado del pueblo ruso, la vida y la época de Máximo Gorki, y sobre diversos «temas médicos», presumiblemente los piojos, la bebida y las enfermedades venéreas. Asistieron más de dos mil personas. Los hombres también acudieron a las sesiones de cine gratis y a los conciertos que organizaban las autoridades locales. No se podía permitir que los ex soldados se consumieran de aburrimiento[67].
En un ámbito más serio, alguien tenía que ocuparse del alojamiento, la vida familiar y el trabajo. Algunos de los «hoteles» donde se alojaban los hombres eran poco más que tiendas. Allí donde habían estado los alemanes y luego el Ejército Rojo, pocas eran las casas que quedaban con paredes sólidas. Era posible que al llegar a «casa» los hombres se encontraran con sus esposas e hijos en un piso de una sola habitación, sin cocina, sin agua y con el techo lleno de goteras. Podían encontrar a todo el mundo en un refugio subterráneo aún peor de los que ellos mismos recordaban de Stalingrado o de Crimea. Las autoridades locales a duras penas lograban encontrar hogares para los héroes que regresaban a partir de 1945. En enero de 1946, en Smolensk, una ciudad que había sufrido como la que más durante la ocupación, alrededor de la cuarta parte de los veteranos que habían regresado se encontraban todavía sin hogar[68]. Pero eso aún convertía a aquellos ex soldados en una élite. En Kursk, incluso los talleres donde los hombres llevaban a reparar los zapatos, o a arreglar su desgastada ropa de preguerra, estaban en ruinas[69].
Un tren cargado de soldados desmovilizados llega a Moscú, 1945.
Las primeras tandas de soldados que regresaron fueron las que recibieron el mayor aplauso. Más tarde, en 1946, los nuevos grupos de veteranos que volverían a casa se encontrarían con el silencio, o en el mejor de los casos, con un discurso y la cola del pan. Pero todos, incluidos los primeros, tendrían problemas para adaptarse. La mayoría de ellos se tomaron unos días de descanso, cosa que las autoridades aprobaron, y algunos aprovecharon el tiempo para volver a familiarizarse con los suyos: ¡había tanto de que hablar, o, por el contrario, tantos silencios, tantas dudas…! Pero luego estaba la cuestión del trabajo. La lista de prioridades de la desmovilización estaba encabezada por los maestros, especialmente los que tenían experiencia en materias técnicas, ya que el Estado necesitaba más que nunca a sus especialistas. Luego venían los estudiantes cuyos cursos se habían visto interrumpidos por el servicio militar. Como se hacía con todos los veteranos, al iniciarse el año académico estarían los primeros en todas las colas para solicitar plazas académicas[70]. Para quienes eran objeto de alguna prestación, haber servido en la guerra podía representar el comienzo de una vida mejor.
Entre los primeros grupos desmovilizados se incluían también los veteranos con siete o más años de servicio, los «viejos» (en términos militares) y los soldados que habían recibido tres o más heridas graves. Normalmente, a los hombres menos cualificados se les destinaba a las granjas. Más de la mitad de las tropas volvieron a hogares situados en zonas rurales, a aldeas que habían dejado por lo menos cuatro años. En enero de 1946, casi 44 000 soldados habían sido desmovilizados solo en la región de Smolensk. De ellos, 32 000 habían encontrado trabajo en el sector agrícola. Unos pocos habían sido nombrados presidentes de koljoses o jefes de las numerosas brigadas de trabajo rurales: un veterano siempre inspiraba cierto respeto, al menos si conservaba su cuerpo íntegro. Pero la mayoría de ellos, las tres cuartas partes del total, habían regresado del frente para volver al barro y las cucarachas[71]. En 1946 las cosechas fueron malas. En Ucrania y Rusia meridional la gente pasaba hambre, sus cuerpos se hinchaban, y empezaron a circular historias de asesinatos extraños, incluso de canibalismo. Puede que entonces algunos de los veteranos que habían vuelto de la guerra se preguntaran por qué habían luchado y sufrido.
Sin duda habían luchado para encontrar la vida mejor que se les había prometido. Pero su momento de gloria fue breve. Probablemente nunca resulta posible para las sociedades de posguerra cuidar suficientemente a sus veteranos. Hay demasiadas razones para rechazar a esos extraños que ahora regresan, especialmente una vez que se han cerrado las brechas que su partida había dejado en el hogar. El Estado soviético, como muchas familias concretas, hizo un auténtico esfuerzo para acoger a los veteranos cuyo regreso había decidido celebrar en 1945 y 1946. Lógicamente, aquellos a los que les tocó la miseria y la exclusión no tardarían en desaparecer de la vida pública. Pero no pasaría mucho tiempo sin que incluso los más triunfantes de los soldados que habían regresado dejaran de estar de moda en un país que luchaba por olvidar. Stalin establecería un nuevo talante oficial. Se mostraba orgulloso de atribuirse el mérito de la victoria, pero era renuente a compartirlo. Asimismo era consciente de que aún estaban por contarse las historias de sus propios errores, sobre todo los centrados en la debacle y la matanza de 1941. Su solución fue característicamente simple. Quienes rivalizaban con él por los laureles de la victoria, incluido el propio Zhúkov, serían degradados, deshonrados o encarcelados a partir de la primavera de 1946. En 1948, a los tres años de haberse firmado la paz, la rememoración pública de la guerra casi estaba prohibida[72]. Seguía habiendo tentativas de conmemorar a los fallecidos, y comisiones encargadas de limpiar y arreglar grupos de tumbas militares; pero los veteranos con cierta disposición de ánimo reflexiva bien pudieron haberse preguntado si su Estado no prefería los héroes muertos a los vivos[73].
Al principio, lo más fácil de ofrecer a los combatientes que regresaban era la ayuda material. En cada reunión del soviet de Kalinin parecía proponerse una nueva pensión o donativo para los enfermos, los huérfanos, las viudas y los desmovilizados. Se suponía que las familias de veteranos necesitadas recibían combustible para calefacción —leña o turba— al acercarse el invierno; y también se les entregaban sacos de harina y de patatas. Se suponía que eran los primeros en la cola para cualquier vivienda que hubiera sido arreglada y considerada habitable, y sus hijos estaban exentos de pagar la matrícula escolar, se les entregaban cupones para ropa y se les prometía más leche. Los propios veteranos cobraban una pensión, cuya cuantía venía determinada por la duración del servicio, el rango y las heridas que hubieran podido sufrir. Pero todos esos beneficios estaban controlados por unos funcionarios públicos sobrecargados de trabajo. En cada pueblo o ciudad, los recursos los gestionaban redes locales, burócratas que habían pasado la guerra trabajando tras las líneas. Para los veteranos, aquellos señoritos de oficina eran un mundo aparte, «ratas» cuyas prioridades jamás podían encajar con las suyas propias. Las tensiones entre quienes habían luchado y los que se habían quedado en casa hallaron su expresión en toda una serie de disputas por los pisos, la calefacción, la comida o los zapatos de los niños.
La situación resultaba aún más patética en el caso de los inválidos. En los primeros meses de paz la posibilidad de calcular su número estaba fuera del alcance de los medios oficiales, y muchos de los que se encontraban más críticamente enfermos morirían antes de que terminara el año 1945. Sin embargo, en la primavera de 1946 el Estado calculaba que había unos 2,75 millones de inválidos supervivientes de la guerra[74]. Como todo aquello en lo que intervenía este gobierno, se clasificó a dichas personas según una escala de categorías, que dependía del grado de discapacidad y de la necesidad de atención hospitalaria. A todos ellos se les concedieron pensiones como una forma de compensación de su incapacidad laboral, y a muchos se les autorizó asimismo a recibir paquetes que contenían delicias tales como kasha, pescado seco y huevos. También se suponía que recibían la mejor atención médica disponible, aunque aquí las cosas se hicieron algo más difíciles. Muchos hospitales estaban ubicados en barracones de antiguas escuelas, ya que apenas quedaban edificios sólidos[75]. Por otra parte, había escasez de médicos, de enfermeras, de fármacos y de prótesis. Así, muchos jóvenes que habían perdido las dos piernas se vieron obligados a arrastrarse en carritos construidos por ellos mismos y los mendigos mutilados se convertirían en una imagen común en las ciudades rusas.
Los discapacitados se veían, pues, imposibilitados no de una sola, sino de diversas y crueles maneras. Es cierto que el Estado soviético era desesperadamente pobre, incapaz de satisfacer las necesidades más básicas por falta de fondos; pero ese era un hecho que los ciegos, los sordos o los inválidos podían haber tolerado, al menos durante un tiempo. Lo que de verdad dolía era la actitud pública. Era esta una nación afligida, pero era también una nación que trataba de olvidar. El jazz y la ropa sofisticada que se pusieron de moda extraoficialmente entre los jóvenes en 1946 formaban parte de un ansia de liberación de mayor envergadura, el deseo de liberarse de la sombra de la austeridad propia del período bélico. En este contexto los discapacitados representaban una molestia, una vergüenza. Dado que la mayoría de ellos habían sido soldados rasos, normalmente carecían de educación, de influencia o de dinero[76]. En lugar de gratitud, aquellos «Ivanes» podían encontrarse solo con un rencoroso silencio. Cuanto más hablaban de la guerra, cuanto más se quejaban de su situación, más inoportunos resultaban y mayor era la indiferencia con la que se les trataba. En 1947 llegó la puntilla, cuando Stalin ordenó que las calles de las ciudades soviéticas se limpiaran de mendigos, muchos de los cuales eran mutilados. Así, a los veteranos lisiados que habían elegido la vida urbana se les metió en trenes que esta vez enfilaron hacia el norte, especialmente a una isla situada en el extremo más septentrional del lago Ladoga, la isla de Valaam. Los proscritos de Stalin casi siempre morían en el exilio[77].
Para quienes vivían en las aldeas más remotas, los fusileros de origen campesino, cualquier discapacidad representaba una clase de trampa distinta. Un hombre con una sola pierna o sin brazos no podía montar a caballo[78], pero podía hallarse a un montón de kilómetros de la estación de tren más cercana. La choza campesina se convertía, así, en una cárcel, y un inválido podía verse desprovisto de atención médica, de compañía y de trabajo durante años. Ocasionalmente el Estado proponía nuevos planes de reciclaje, pero los requisitos constituían un insulto para los hombres que habían luchado en la guerra. A los veteranos ciegos, por ejemplo, se les instaba a aprender a tocar instrumentos musicales. La idea era liberarles de la depresión, ayudarles a ganarse el sustento; pero muchos de ellos carecían de aptitudes para la música, o sencillamente no tenían el menor deseo de aprender, por no hablar de andar tocando por las calles como mendigos[79]. Así, se dejó marchitar las verdaderas aptitudes de la gente por falta de una ayuda más imaginativa. Por su parte, los inválidos empezaron a eludir los cuidados médicos: frente a los carcelarios muros del hospital y la mezquina tiranía de las enfermeras, parecía mucho mejor plan quedarse en casa alimentando los recuerdos y aliviando el dolor con samogon[80].
La bebida constituiría también el principal remedio para otro dolor de carácter más universal: la conmoción y el trauma que siguieron a la guerra. Apenas hubo reconocimiento oficial en lo relativo a los efectos psicológicos de la guerra, y casi no lo hubo en absoluto en el caso concreto de la afección que hoy se conoce como trastorno por estrés postraumático. Por una parte, todo el mundo tenía pesadillas. El país entero había sufrido, incluso los niños. Para complicar aún más las cosas, aquella violencia, aunque nueva en su escala y vehemencia, no carecía de precedentes en un país que había vivido tanto la guerra civil como la represión estatal a lo largo de varias décadas. No estaba claro dónde había que trazar la línea divisoria entre la conmoción, la depresión y el agotamiento que todo el mundo sentía, y el verdadero trastorno psíquico. Los médicos seguían dejando constancia de casos de contusión, y asimismo respondían a los problemas más agudos con diagnósticos de neurosis, esquizofrenia y manía que abarrotaban los despachos de los hospitales. Pero era poco probable que se tratara a los veteranos del estrés del combate. Puede que se les dieran vitaminas, y en casos extremos hasta se les podía encerrar, pero a la mayoría se les instaba a pensar en su deber y a seguir con su vida[81]. La locura comportaba un verdadero estigma, y cualquier clase de dependencia se trataba como debilidad.
Aun así, los médicos conscientes observaban y tomaban nota de cambios que el dogma oficial era incapaz de explicar. Durante unos meses tras el final de la guerra se produjo un aumento de los problemas de tensión arterial, de los trastornos digestivos e incluso de las enfermedades coronarias[82]; pero era fácil descartar estos trastornos como efectos universales de la vida en tiempo de guerra. Por otra parte, los hospitales de la posguerra a los que se enviaba a los pacientes resultaban tan poco acogedores, y los tratamientos tan inciertos, que a partir de 1946 el número de pacientes dispuestos a informar de que padecían tales síntomas descendió con rapidez[83]. Cuando los veteranos hablan de los viejos tiempos, de su gran lucha común, jamás mencionan el insomnio ni los problemas de malnutrición a largo plazo que afligían a casi todo el mundo. También han olvidado el dolor de muelas no tratado, las crónicas infestaciones de piojos, la diarrea y los furúnculos. Los soldados que sobrevivieron y pudieron contar sus historias para este libro representaban una pequeña élite en términos meramente físicos. Las heridas de guerra, la dieta deficiente y la tensión acortarían millones de vidas.
Ninguna de las fantasías de la guerra, no obstante, resultaba más fuerte que la idea de que todos cooperaron entre sí. Obviamente, era tentador buscar ventajas ocultas que contrarrestaran el evidente coste de la guerra, confiar en que todo aquel sufrimiento hubiera traído algo bueno. Y es verdad que la existencia de un objetivo común —y su logro— daban a algunas personas una extraordinaria fortaleza interior. Pero la idea de una comunidad afectiva era o propaganda o buenos deseos. Para todos aquellos a quienes el Estado castigó, la vida de posguerra fue cruel. Para el resto, fue un tiempo en el que la sensación de alivio estuvo teñida de inquietud. Además, todo el mundo descubriría que la sociedad soviética era ahora visiblemente más dura, más fría y brutal.
Las políticas y el estilo público de la camarilla gobernante de Stalin serían los que establecerían aquel acerbo talante. El vengativo trato dado a los prisioneros de guerra liberados, la vigilancia constante de los espías, las nuevas tandas de arrestos y juicios: todo ello contribuiría a alimentar recelos, no a construir comunidades. No se puede culpar a los veteranos de los planes genocidas de Stalin, pero muchos colaboraron con ellos, convirtiéndose en herederos voluntarios de la tiranía. Para quienes no podían enfrentarse a una noche tranquila seguía habiendo regiones en las que la guerra aún no había terminado. En Ucrania y en el Báltico, las guerrillas nacionalistas continuaron luchando hasta finales de la década de 1940. Para combatirles se envió a tropas especiales, las sucesoras de la OSMBON de Mijaíl Ivánovich, respaldadas por agentes de seguridad. Se calcula que en 1950 unas trescientas mil personas habían sido arrestadas y deportadas de Ucrania occidental. Y todavía hoy siguen aflorando grandes fosas comunes bajo las hermosas huertas de frutales y los cuidados campos de lupinos[84]. Los veteranos del Ejército Rojo que cumplieron su sueño de guerra de trasladarse a Ucrania se establecerían en una tierra robada, en casas vacías pobladas de fantasmas. Y lo mismo harían los miles de personas que se trasladaron a Crimea, por la que los soldados sentían predilección como lugar de retiro. El crimen cometido contra los tártaros fue oficialmente ignorado. Para los veteranos, las aldeas costeras del mar Negro resultaban lo bastante atractivas como para aliviar cualquier duda que pudiera quedar en su mente. Al fin y al cabo, ellos eran los conquistadores, y aquel era territorio soviético.
También la propia guerra en sí misma había destruido la familia y las redes sociales soviéticas, además de depreciar los valores de la compasión, de la cooperación e incluso de las buenas maneras más simples. La sociedad se hallaba dividida y todos los bandos veían a los demás con extrañeza. Prisioneros, ex soldados y civiles eran casi como tribus aisladas sin relación alguna. Veteranos como Vasili Grossman se sentirían conmocionados por la insensibilidad que invadía las ciudades de posguerra. Era, escribiría, como si «las personas comunes y corrientes se hubieran puesto de acuerdo para refutar la idea de que uno siempre puede esperar encontrar bondad en el corazón de la gente que tiene las manos sucias»[85]. Pero también la camaradería del frente estaba destinada a quebrantarse en el mundo de posguerra. Delitos como el robo y la violencia debida a la ebriedad persistirían incluso después de que se hubiera firmado la paz, ya que, lejos de hallar obstáculos, se verían más bien facilitados por los movimientos de población, de refugiados y colonos, por no hablar de las armas[86].
La familia debería haber sido un refugio para los hombres destrozados por la guerra. La propaganda estalinista, así como una gran parte de los escritos de posguerra, así trataban de presentarla[87]; pero mientras se dirigían al hogar en sus trenes traqueteantes y adornados, pocos soldados podían haber previsto el peaje que la guerra había impuesto a la vida familiar. El llamado «frente doméstico» había resultado especialmente duro para las mujeres. Algunas, trabajando como muías, habían renunciado para siempre a su feminidad[88]. Esta no servía para nada ni reportaba alegría alguna. Y además, en las zonas rurales casi no había hombres. «Me quedé con mis tres hijos —le explicaría una viuda a Alexéievich—. Eran demasiado pequeños para cuidar unos de otros. Yo acarreaba gavillas de maíz en la espalda y madera del bosque, patatas y heno … Manejaba yo sola el arado, y también el rastrillo. Casi en todas las demás cabañas había una viuda o la esposa de un soldado. Nos quedamos sin hombres. Y sin caballos, ya que también se los llevaron para el ejército»[89]. Aquellas mujeres se volverían duras e impasibles. Algunas incluso alimentarían resentimiento contra un ejército que las había abandonado a los alemanes durante tantos meses. Cuando sus maridos volvían a casa inválidos, el refugio que ellas les daban no siempre resultaba cálido. De hecho, algunas mujeres se casaban deliberadamente con inválidos con el fin de acceder a los donativos —pensiones, comida, combustible y atención médica— que les otorgaban los documentos de sus maridos[90]. El truco estaba en saber luego dónde venderlos.
«¿A qué jugábamos entonces? —se preguntaba por un momento un hombre que había crecido en aquella sombría década—. Prácticamente no jugábamos a nada. Teníamos que crecer deprisa». Y era verdad. A los niños se les enseñaba que en la vida había algo más que los juegos. Muchos habían pasado varios años sin ir a la escuela, incluida la hermana pequeña de Slésarev, Masha, y los miles de «hijos del regimiento» que ahora volvían a casa. Como posteriormente recordarían, ninguna enseñanza extra podría recuperar ahora los años de escolarización perdidos, y nada podría borrar tampoco las imágenes de la guerra. Masha Slésareva, que a los catorce años ya trabajaba en el campo a jornada completa, representaba el caso típico de millones de niños que empezaron a trabajar tan pronto como pudieron dar una palada de tierra. Pero aunque los hijos de la guerra no pudieran recordar demasiados momentos de diversión, algunos pasatiempos han resultado ser inolvidables. «¡Eso es! —recordaría un hombre—. Solíamos jugar al “barranco del terror”. Solíamos lanzar granadas a la hondonada que había cerca del pueblo, y esperar a ver cuáles estaban vivas». El juego le había costado las dos manos a su mejor amigo[91].
El hogar, pues, no era el refugio con el que los soldados habían soñado cuando se sentaban a escribir a sus esposas. Incluso las parejas que lograban reconstruir su vida en común eran conscientes de que existía una brecha, un espacio vacío que no desaparecía por mucho que hablaran. Era un pago cruel por la espera y por las cartas. Vitali Taránichev y Natalia Kuznetsova saldrían adelante, pero el viaje hacia su reencuentro resultaría dificultoso. Durante el verano de 1945 las cartas de Vitali se hicieron más impacientes. En agosto, incluso sus raciones de comida eran peores, especialmente tras su despliegue en Ucrania occidental. En septiembre había un atisbo de esperanza de que pudiera ser desmovilizado; pero, lejos de ello, se le trasladó al sureste, a otra región no menos afligida, Chechenia, donde su trabajo consistiría en reconstruir las comunicaciones por ferrocarril en las inmediaciones de Grozni. Su cuartel requisado se hallaba cerca de Ashjabad. «Nuestro piso tiene dos habitaciones y una galería cubierta —escribiría a su familia—. La segunda habitación no es de paso, y es la que he cogido yo. Si puedes venir, estaremos muy bien y muy cómodos; incluso podremos cocinar y comer juntos»[92].
Vitali no podía obtener permisos, de modo que era Natalia quien debía realizar el viaje y el esfuerzo. En octubre de 1945 pidió fiesta en su trabajo en el sector de la ingeniería, hizo la pertinente cola y compró los billetes, dejó a sus hijos y emprendió una imprevista aventura. Cogió un tren que se dirigía hacia el oeste, a través de una región semidesértica, en dirección al Caspio, cruzó el mar interior en un buque de vapor y luego logró llegar en otro tren hasta las estribaciones del Cáucaso. El viaje de ida y vuelta a Chechenia le llevaría más tiempo del que podría pasar allí con su marido. Para Vitali, tan acostumbrado a viajar, parecía que valía la pena pagar aquel precio. Pero a Natalia todo aquello la perturbó. «Tu silencio me hace muy desgraciada —le escribió tras su regreso a casa—. No me has escrito una sola línea desde que me marché. No quieres escribirme … ¿Acaso te sentiste decepcionado al verme y ya has dejado de pensar en cómo era antes de nuestro encuentro en Grozni?» Eran las festividades de noviembre, y, de hecho, Vitali estaba escribiéndole en ese mismo momento. «Mi patrona y yo hablamos constantemente de ti —empezaba—. Me había acostumbrado de tal manera a que estuvieras aquí que cada vez que llego a casa en cierto modo espero encontrarte». Era incapaz de imaginar la inseguridad que ella experimentaba ahora ante el extraño uniformado y preocupado en que se había convertido él. «¿Es posible, Vitia —escribía ella—, que no seas el mismo de antes y que ya no me quieras? ¡Resulta tan penoso para mí pensar tal cosa! Espero con impaciencia que vuelvas a casa —terminaba—. Tengo que saber, mirándote a los ojos, quién eres exactamente»[93]. Diez meses después, aún seguía esperando.
La historia de Vitali y Natalia representaba casi el mejor de los retornos posibles. Pero otra historia, la de Valentina y su esposo, probablemente resultaba más característica de los jóvenes. Como explicaba Valentina, ella y su marido, casados justo antes de la guerra, casi no habían pasado tiempo juntos antes de que a él lo llamaran al frente. Eran todavía casi unos extraños, y la guerra no haría sino perpetuar la distancia que los separaba. Las cartas que él escribía a casa eran regulares, pero llegaban a intervalos, en grupos, y marcadas por el lápiz del censor. Asimismo, tenían que llegar hasta Valia en la fábrica de municiones a la que había sido evacuada debido a su profesión de química. Trabajaría allí durante toda la guerra, supervisando una cadena de montaje que funcionaba sin interrupción. Sus propios turnos podían llegar a ser de diez horas, o incluso de doce, y todo ese tiempo la NKVD vigilaba cada uno de sus movimientos. Cuando más tarde recordara la guerra, todavía podría percibirse claramente la tensión en su voz, aunque una fuente inesperada le proporcionaría cierto alivio. «Los prisioneros alemanes eran muy simpáticos —diría, refiriéndose a los prisioneros de guerra que trabajaban cerca de allí—. ¡Iban siempre tan limpios! Incluso barrían las estanterías donde guardaban las patatas». Le pregunté si alguna vez había hablado con alguno de ellos. «¿Hablar? —me repuso—. ¡Bailábamos con ellos! Eran los únicos hombres en varios kilómetros, y además bailaban muy bien».
Su marido tuvo también su propia experiencia con los alemanes. El expediente de Valia en los archivos de la guerra contiene fotos del soldado, a veces de uniforme, a veces medio desnudo, recostado en un bote. Berlín había sido un buen destino para el joven. Pero tendría que llegar el año 1946 antes de que regresara a casa. Una vez más el reencuentro fue bien; o mejor dicho, al menos no acabó en divorcio. Él y Valia vivieron juntos hasta la muerte de él, en 2001. Incluso tuvieron un hijo, aunque el joven, como muchos otros, moriría antes que su padre, víctima de un verdadero azote para el pueblo soviético: la enfermedad coronaria. La familia vivía con holgura, era respetada y gozaba del privilegio de vivir en un piso privado de tres habitaciones en el corazón de Moscú.
Valia me dejó leer las cartas que su marido le había escrito durante la guerra. Incluso me invitó a dictar unas cuantas a mi grabadora mientras ella se ocupaba de preparar el té. Luego me di cuenta de que estaba sollozando, como si los recuerdos fueran demasiado dolorosos de soportar. Enseguida pensé que era culpa mía. Dejé a un lado la grabadora y acudí a consolarla, sintiéndome culpable por haberla hecho revivir su antigua aflicción. «¡No, qué va! —me dijo mientras llevábamos las tazas y las pastas—. No me importan las viejas cartas. Pero eran mentiras. Todo eso del amor y la añoranza. Durante todo ese tiempo estuvo con ella, con la mujer alemana. Incluso tuvieron un hijo. La dejó el día después de que naciera el bebé». Valia sentía una rabia homicida. Ella no quería que el hombre volviera, pero los pisos resultaban difíciles de conseguir, y las parejas casadas —especialmente las familias de los veteranos— siempre tenían prioridad. En cualquier caso, cuando se quedó embarazada a finales de 1946, Valia no pudo soportar la idea de tener el niño. El aborto era ilegal y peligroso, pero de algún modo logró encontrar un médico que lo practicara, y de algún modo lo llevó a cabo.
Historias como esta se ocultarían detrás de un montón de tensos silencios después de la guerra. El sacrificio, la épica esperanza, se irían desvaneciendo en la lucha por conseguir una habitación más grande en el piso comunitario, unas vacaciones en la recién rusificada Crimea o tal vez una colección de objetos decorativos kitsch fabricados a base de piezas de tanque (durante un breve período hubo una gran demanda de relojes hechos con los indicadores del tablero de instrumentos)[94]. El frenesí de altruismo que había animado las primeras semanas de la victoria, como la moda del jazz, no tardaría en decaer. Los veteranos, especialmente favorecidos, tenían una serie de privilegios; y serían aquellas pequeñas ventajas, el saber que sus vecinos les envidiaban, lo que les vincularía, como una especie de clase media de posguerra, al estalinismo. Es decir, las pequeñas ventajas, y también el terror al caos, el desorden, el arresto y la venganza de cualquiera que la política de posguerra decidiera excluir. La guerra que los héroes habían librado no había sido una campaña para tener vacaciones o embutido. Constituía una traición, aunque menor, permitir que la pasión de los soldados se disolviera en un mundo de pequeñas mentiras, vodka y mermelada casera. Pero la auténtica tragedia, la perfidia de los últimos años de Stalin, fue el robo que obligó a unos ciudadanos decentes a consentir la tiranía por culpa del miedo: el robo de casi todos los grandes ideales por cuya salvación habían luchado.
No se trata de una cuestión a largo plazo, de la desintegración de la Unión Soviética, de la derrota última de los comunistas; problemas que aguardaban a los veteranos en su vejez. Se trata de traiciones inmediatas. Encabezando la lista estaban los colectivos. Estos se mantendrían, y a menudo sería en los propios veteranos en quienes recaería la tarea de hacer que la agricultura funcionara. Incluso ayudaron a exportar aquel modelo detestado al reconquistado Báltico y a Ucrania occidental, además de vigilar su implantación en territorios controlados por los soviéticos como Polonia, Hungría y Checoslovaquia. Luego estaba la fraternidad soviética, la esperanza de que todos colaboraran en la construcción de una sociedad donde la clase, la religión y la etnia ya no fueran factores de división. Esta sería pisoteada por las campañas de odio, las deportaciones y el lenguaje racista que los soviéticos aprendieron de sus invasores nazis. De manera cruel, entre las víctimas del nuevo chovinismo soviético se encontraban los judíos[95]. El Gulag creció y arrastró con avidez nuevos contingentes —incluidos los propios veteranos— a su penumbra de trabajos forzados[96]. Incluso el arte, tan apreciado por los soldados en el frente, se vio sometido a un obsceno y asfixiante ataque, al igual que muchos de los poetas y escritores cuya obra había tratado de captar la verdad de la guerra[97]. Una vez más, la dictadura de Stalin se basaba en el temor y la exclusión, y quienes más tenían que perder (aunque fuera lastimosamente poco) se convirtieron en sus más firmes partidarios.
No cabe duda de que Rusia —y una gran parte de la Unión Soviética— habría sufrido terriblemente si Hitler hubiera logrado tomar Moscú en 1941, si Stalingrado hubiera caído o si el gobierno soviético se hubiera disuelto durante la guerra. Y de manera no menos grave, toda Europa, e incluso Estados Unidos, se habrían enfrentado a una catástrofe inimaginable. Stalingrado, Kursk y Berlín fueron victorias reales, y no solo para Moscú, sino también para sus aliados. El pueblo de Stalin pagó su coste humano; y ya fueran soldados voluntarios o no, todos ellos, salvo una pequeña minoría, creían que estaban en el bando correcto de una guerra justa y necesaria. Sin duda no hubo un solo tipo de soldado, un solo «Iván», pero sí hubo una única aspiración, a la que no se contribuía precisamente fomentando una tiranía no menos opresiva que aquella por cuya destrucción se había luchado. Por desgracia, el pueblo soviético, que había consentido el surgimiento del estalinismo, y que asimismo había luchado y sufrido para defenderlo, permitiría ahora la continuidad del tirano. Jamás se conquistó la madre patria, sino que se la esclavizó.