9
El despojo del cadaver

El Ejército Rojo necesitaría más de tres años y medio, desde aquella primera noche de junio de 1941, para cumplir su amenaza de proseguir la guerra en el propio territorio de los fascistas. Stalin había propugnado el avance sobre Berlín a finales de 1944, pero en octubre el impulso de Bagratión se había agotado ya del todo. Las tropas que habían participado en esa operación pasaron los últimos meses de aquel otoño en aldeas polacas o acampadas en las estribaciones de los Cárpatos. Cuando brindaron por el nuevo año 1945, los ejércitos que integraban el primer frente bielorruso de Zhúkov todavía tenían que tomar Varsovia, o, al menos, lo que quedaba de ella. Por su parte, el segundo y el tercer frente bielorrusos, dirigidos respectivamente por Konstantín Rokossovski, el carismático héroe de Kursk, y el brillante Iván Cherniajovski, que entonces tenía treinta y ocho años, aún no habían cerrado el anillo en torno a la ciudadela báltica de Königsberg (la actual Kaliningrado). Pero la expectación entre sus soldados era palpable. La hora de la venganza estaba cerca.

Yákov Zinóvievich Arónov se incorporó al ejército desde su ciudad natal de Vítebsk, en Bielorrusia, en mayo de 1944. Moriría en las inmediaciones de Königsberg justo nueve meses después. Entre ambas fechas apenas tuvo tiempo de recibir entrenamiento. Su servicio militar empezó tal como terminaría, en medio de una tormenta de fuego alemán. En junio, cuando la batalla por la conquista de Vítebsk se acercaba a su fin, fue destinado a una unidad de artillería que formaba parte del tercer frente bielorruso. Su ruta les llevaría hacia el oeste, entre los bosques infestados de mosquitos y las austeras granjas de las llanuras. Avanzaban tan rápido que a primeros de julio habían llegado ya a Vilna, la capital de Lituania. Fue aquel un viaje duro y no siempre gratificante. En Lituania, los hombres encontraban una taciturna resistencia con mucha más frecuencia que claveles y banderas rojas. Las carreteras de Prusia estaban sembradas de tanques quemados, que parecían «camellos de rodillas»[1]. En invierno había otras formas que surgían entre la nieve, las siluetas acurrucadas de unos cadáveres felizmente medio congelados. «Tenemos que luchar por cada metro de suelo ruso [lituano]», le escribía Arónov a su hermana. Pero sus cartas a casa no contenían el menor atisbo de temor. «No se puede derrotar a un pueblo dirigido por el Partido Comunista —declaraba—. Dirás que ya estoy otra vez haciéndote propaganda. Pero no, no es propaganda. Escribo lo que pienso en este momento. Si supieras cuánto he visto del “Nuevo Orden” alemán, apretarías los dientes de rabia y tus ojos se inundarían de lágrimas. Pero aguanta. Nosotros apretamos los puños y avanzamos implacables hacia el oeste»[2].

El avance de Arónov se interrumpiría durante unas semanas entre octubre y el nuevo año. Los estrategas necesitaban más tiempo para preparar la campaña coordinada de Berlín, un conjunto de operaciones que desplegaría tropas desde el golfo de Finlandia hasta el sur de Ucrania. En otros lugares, sin embargo, el Ejército Rojo avanzaba con furia. En enero había neutralizado Rumanía, tomando Bucarest el 30 de agosto; y el 20 de octubre, una fuerza combinada soviética y yugoslava había reconquistado Belgrado. Budapest, la capital de Hungría, el único país que todavía seguía aliado con el Reich, estaba sitiada. Los soldados del Ejército Rojo se desparramaban por Europa por millones. La frontera, aquella barrera antaño sobrecogedora, se había roto completamente, y el exótico mundo del capitalismo apenas era ya un misterio en la cultura del frente. Pero Alemania era otra cosa. La perspectiva de tomar venganza en el propio territorio alemán era recompensa suficiente para hacer atractivo aún el más oscuro de los inviernos. El 12 de enero, el Ejército Rojo inició la campaña que le llevaría a través de Polonia y Prusia hasta las afueras de Berlín.

Era la rabia la que daba a las tropas su energía. Todo, desde la muerte de amigos estimados hasta el incendio de ciudades, desde el hambre de los hijos en la tierra natal hasta el temor de hacer frente a otra lluvia de proyectiles, absolutamente todo —incluida la riqueza de los hogares burgueses— era culpa de los alemanes. Asimismo, conscientemente o no, los soldados del Ejército Rojo no tardarían en descargar una ira que se había acumulado durante décadas de opresión estatal y violencia endémica. Para cuando entraron finalmente en territorio enemigo, en la segunda mitad de enero de 1945, la ira de los hombres podía proyectarse casi contra cualquier objeto. No habían penetrado en Europa más que hasta Prusia Oriental, un enclave azotado por el viento situado en la costa báltica; pero aquello era Alemania, la patria que había alimentado a los torturadores de Rusia, y todos y cada uno de los detalles que los soldados podían apreciar se interpretaba como una muestra de codicia, de corrupción y de arrogancia. «Estamos orgullosos de haber llegado hasta la guarida de la bestia [fascista] —escribía a sus amigos de la granja colectiva un soldado llamado Bezúglov—. Nos tomaremos la venganza, vengaremos todos nuestros sufrimientos … Es evidente por todo lo que vemos que Hitler robaba a toda Europa para complacer a sus sanguinarios Frizt. Se llevaban ganado de las mejores granjas de Europa. Sus ovejas son las mejores merinas de Rusia, y sus tiendas están llenas de productos de todas las tiendas y fábricas de Europa. Dentro de poco, esos productos aparecerán en las tiendas rusas como nuestros trofeos»[3].

Los hombres sabían que su propia conducta se estaba volviendo brutal. «Tengo que decir que la guerra me ha cambiado mucho —escribía Arónov—. La guerra no hace tierna a la gente. Bien al contrario, la hace reservada, bastante grosera y muy cruel. Eso es un hecho»[4]. Pero lo cierto es que no estaba disculpándose por ello, y sus camaradas tampoco se mostrarían apenas avergonzados. «Nuestros soldados no han hecho con Prusia Oriental nada peor de lo que los alemanes hicieron con Smolensk —escribía a su familia un combatiente ruso desde una población situada ya tras la frontera prusiana—. Nosotros odiamos profundamente a Alemania y a los alemanes. En una casa, por ejemplo, nuestros muchachos encontraron a una mujer asesinada junto a sus dos hijos. A menudo se pueden ver también civiles muertos en la calle. Pero los alemanes merecen las atrocidades que ellos mismos desataron. No hay más que pensar en Majdanek … Sin duda es cruel haber matado a esos niños, pero la sangre fría de los alemanes en Majdanek fue mil veces peor»[5].

Los órganos de educación política del Ejército Rojo alentaban esa clase de ideas. Hasta la primavera de 1945, en que el jefe de propaganda de Stalin, G. F. Alexándrov, finalmente le llamó al orden, sería el propio Ehrenburg, con su mensaje de odio implacable a los alemanes como nación, quien configuraría el pensamiento del ejército sobre la venganza. Por entonces sus escritos habían llegado a tener un carácter tan sagrado entre las tropas que las páginas donde aparecían publicados se hallaban entre las pocas hojas de papel prensa que jamás se reciclaban para liar cigarrillos[6]. El veneno que destilaba su pluma sintonizaba con el talante belicista de los soldados, y su intensidad no disminuiría ni siquiera cuando el Ejército Rojo se acercaba a suelo prusiano[7]. «No solo divisiones y ejércitos avanzan sobre Berlín —escribió—. Todas las trincheras, tumbas y barrancos con cadáveres de inocentes avanzan sobre Berlín … Mientras avanzamos a través de Pomerania se extiende ante nuestros ojos la campiña devastada y empapada en sangre de Bielorrusia … Alemania, girarás en círculos, aullando en medio de tu agonía mortal. ¡Ha llegado la hora de nuestra venganza!»[8] La venganza estaba justificada; la venganza era casi sagrada. Bastaba con que el mejor amigo de un hombre hubiera sido asesinado, o su hermana raptada, o una aldea en su ruta saqueada e incendiada. Bastaba asimismo encontrar una cocina alemana adornada de relucientes ollas, o un armario repleto de porcelana. Si no había alemanes que matar, las ráfagas de ametralladora podían hacer añicos su cristalería, o el fuego del Ejército Rojo podía consumir sus aseadas cabañas, sus graneros e incluso sus despensas[9].

La ira de unos hombres exhaustos, atemorizados, inquietos y extremadamente vigilantes, estresados por la guerra y destrozados por una aflicción interminablemente repetida, habría resultado muy fácil de provocar; pero en aquellos primeros meses de su incursión en suelo alemán, aquellos hombres también cumplían unas órdenes concretas. Su nueva tarea, decían los politrukí, consistía en vengarse en nombre de su pueblo, en convertirse en los agentes de una justicia natural. «La cólera del soldado en la batalla debe ser terrible —declaraba un eslogan de la época—. Este no aspira meramente a luchar; debe ser también la encarnación del tribunal de la justicia de su pueblo»[10]. Esta última frase aparece en centenares de cartas de la época, lo que prueba que halló eco entre los hombres. «Hemos encontrado nuestro primer puñado de fraus —escribía en febrero de 1945 un soldado de Vladímir—. ¡Qué lastimosos y cobardes son cuando sienten los golpes en su propia piel para variar! Se puede sentir la fuerza aplastante del Ejército Rojo en todas partes. Se ha iniciado el juicio, y ahora está aquí. Los juzgaremos a todos en el acto, y nuestra acusación será la misma en todas partes: nos vengaremos»[11]. «Ya te había dicho que estoy en Alemania —escribía Slésarev a su padre aquel invierno—. Tú decías que nosotros teníamos que hacer en Alemania lo mismo que los alemanes nos hicieron a nosotros. El juicio ha empezado ya; van a recordar esta marcha de nuestro ejército sobre el territorio alemán durante mucho, mucho tiempo»[12].

Slésarev era comunista, como también lo era Arónov cuando murió, y varias decenas de miles más de soviéticos de uniforme que irrumpieron en Prusia Oriental a partir de enero de 1945. El partido al que pertenecían proclamaba una moral estricta, la virtud del ciudadano que se alinea con la historia, dedicando su vida a la creación de un mundo mejor. Retrataba el progreso humano como una lucha entre el bien y el mal, aunque la épica que más familiar resultaba a los soldados debía más a los cuentos populares rusos o a los salmistas que a Marx. Los mensajes morales más sencillos se entretejían con la insulsa distorsión de la ideología como hebras escarlata. Los buenos comunistas pasaban toda su vida luchando por ser mejores, por ser cultos y limpios, y luego por la perfección de la propia sociedad. Un soldado se lavaba el pelo para quitarse los piojos, pero la limpieza de un comunista era una misión que abarcaba el mundo entero. Los miembros del partido que estaban en el ejército debían ser «auténticos líderes de las masas, conscientes de su responsabilidad de mantener la férrea disciplina y la elevada condición política de las tropas, de modo que puedan tener éxito en el campo de batalla y proteger el honor y la gloria del combate en su unidad o sección militar»[13].

«La formación ideológica de los miembros del partido es hoy más necesaria que nunca», confirmaba el periódico de los soldados, Estrella Roja, en septiembre de 1944. Nadie podía olvidar la ruina de aquellos ejércitos en Rumanía. Ahora, las tropas que cruzaban la frontera se hallaban en grave peligro. «Para encontrar su camino en esta nueva situación, el comunista necesita más que nunca una firme dotación ideológica»[14]. Como respuesta, el partido trató de hacer más rigurosos sus trámites de reclutamiento, y estableció asimismo nuevos cursos para los politrukí. Pero por entonces las tropas se habían aficionado ya demasiado a pensar por sí mismas. Los curtidos frontovikí seguirían sus propios pasos, desdeñando a los fofos propagandistas de la retaguardia. Asimismo, en lo relativo a la fraternidad y los propósitos morales, ningún sermón podía mejorar la propia experiencia de primera línea. Para Arónov, la guerra, los muchachos y el partido se hallaban todos unidos en una idea sagrada. «Venimos de distintas partes de la Unión Soviética —escribía en noviembre, hablando de los camaradas de su refugio—. Pero todos tenemos un mismo propósito: derrotar al enemigo lo antes posible y volver a la madre patria. Hemos viajado juntos desde Vítebsk hasta Prusia Oriental. Recordamos todas nuestras batallas; pero intentamos hablar de cosas buenas, de nuestras vidas y nuestros sueños, del futuro, bueno y prometedor»[15].

La ironía era angustiosa entonces, y sigue siéndolo todavía hoy, ya que aquel invierno un gran número de aquellos héroes, los supuestos artífices del futuro prometedor, se entregarían a una orgía de crímenes de guerra. Los historiadores los han calificado de brutos y bestiales, como si hubieran actuado siguiendo algún instinto, como si fueran animales. Pero su preparación para todo aquello, la minuciosa labor del partido, había incluido una buena dosis de charla y de persuasión que habían inundado sus mentes de manera deliberada y sofisticada. Asimismo, y como en una especie de reacción frente a aquello, los hombres que cometieron tales desmanes en Prusia descargaron todas las frustraciones que habían acumulado durante años de sufrimiento; no solo en la guerra, sino a lo largo de varias décadas de humillación, de represión y de temor. El partido que les había predicado y que había reprobado sus debilidades más humanas ahora les daba licencia, y ellos la aprovecharon. Además, ese mismo partido les ofrecería ahora un velo de inmunidad. Ninguno de sus discursos e informes, ninguna de las noticias publicadas en las columnas de Pravda, mencionaría jamás las atrocidades soviéticas. Sencillamente, estas no existirían en el lenguaje de la vida oficial; y en consecuencia, tampoco se reflejarían en los escritos de los soldados. Puede que las brutales imágenes quedaran grabadas en la conciencia de miles de soldados del frente; pero mientras muchos de ellos presenciaban asesinatos y violaciones, sus cartas a la familia seguían hablando del tiempo.

Lev Kópelev, oficial soviético y ferviente miembro del partido, fue una excepción. Él supo encontrar palabras para describir los horrores que veía y tuvo el suficiente valor como para reflexionar sobre ellos por sí mismo, escapando al contexto moral de la época. No culpaba a los hombres. Ni siquiera culpaba al enemigo, aunque hubiera sido la propia guerra la que había engendrado la violencia. Su ira se reservaba para su propio partido o, al menos, para algunas de las personas que lo controlaban. Fuera el que fuere el historial de horrores de los nazis, en su opinión eran los líderes comunistas quienes habían creado la crisis concreta, el desastre humanitario, que en aquel momento tenía lugar. «Millones de personas han sido embrutecidas y corrompidas por la guerra —escribía—, y por nuestra propaganda, belicosa, patriotera y falsa. Yo creía que esa propaganda era necesaria en vísperas de la guerra, y más aún en vista de lo que duraba. Todavía sigo creyéndolo, pero también he comprendido que de semillas como esas nacen frutos venenosos»[16]. La cosecha más amarga de tales frutos se había iniciado mucho antes de que las tropas cruzaran su propia frontera, pero sería en Prusia donde resultaría más abundante. Las enseñanzas que habían ayudado a ganar la guerra parecían ahora justificar las atrocidades. «Esos jóvenes compañeros —añadía Kópelev mientras observaba a sus camaradas de armas—, que han venido al frente directamente desde la escuela, ¿cómo iban a ser … si no han aprendido nada más que a disparar, a cavar trincheras, a arrastrarse bajo el alambre de espinos, a abalanzarse sobre el enemigo y a tirar granadas? Se habían habituado a la muerte, la sangre y la crueldad, y cada nuevo día les traía más pruebas de que la guerra sobre la que han leído en sus periódicos y de la que han oído hablar en sus radios y en sus mítines políticos no era la guerra que ellos veían y experimentaban»[17].

Los primeros rumores sobre las atrocidades del Ejército Rojo llegaron de Hungría. A la caída de Budapest le siguió una oleada de desmanes cometidos por los soldados soviéticos supervivientes. Como recordaría un visitante, «era imposible pasar un día o siquiera una hora en Budapest sin oír hablar de las brutalidades cometidas por los soldados [rusos]»[18]. Muchas chicas y mujeres húngaras fueron encerradas en los cuarteles militares soviéticos del sector urbano de Buda y violadas repetidamente; se saquearon casas y bodegas en busca de comida y vino, solo como preludio de las múltiples violaciones de sus ocupantes femeninas. Incluso circuló la historia de que los soldados del Ejército Rojo habían irrumpido en el hospital mental de Nagykallo, y habían violado y asesinado a todas las pacientes de dieciséis a sesenta años[19].

Aquello no fue como las incursiones de los soldados en Rumanía. La crueldad de Budapest era algo nuevo. Su antecedente inmediato fue una prolongada batalla por la ciudad, cuyas últimas etapas recordarían a los días más negros de Stalingrado[20]. Ochenta mil soldados soviéticos perecieron. Había sido una campaña frustrante, lenta y mortífera. Cuando los civiles de la devastada ciudad salieron de sus casas, algunos con algo de pan, además de beicon, huevos y botellas de vino local, se encontraron frente a un conquistador al que no apaciguaban tales regalos[21]. Tampoco ayudó, ni en Hungría ni en Alemania, que los dos bandos hablaran lenguas distintas. Desde los primeros días de la campaña húngara, la incomprensión se había añadido a la ira soviética que traería la catástrofe a las mujeres locales. Las declaraciones de los supervivientes resultan especialmente vividas. «Malasz María, casada, madre de cuatro hijos, ha sido violada por tres soldados rusos uno tras otro en presencia de su marido … Además, le robaron 1700 pengós … Berta Jolan, nacida en 1923, Berta Ida, nacida en 1925, y Berta Liona, nacida en 1926; estas tres hermanas fueron objeto de un intento de violación por parte de tres soldados rusos después de haber encerrado a sus padres. Los soldados solo se detuvieron al ver que los gritos de las muchachas atraían a otros civiles al lugar …»[22] Y los testimonios podrían continuar.

En Prusia Oriental la historia sería aún más sombría. Aquí, sobre todo, tres años de odio (y de propaganda del odio) se concentrarían en un acto catártico. Al aproximarse a esta frontera los soldados entraban ya en la propia guarida de la bestia. Era un paso que en sí mismo ya incorporaba ciertos matices de violación, de quebrantamiento de una frontera que nadie les había invitado a cruzar. Lev Kópelev siempre había admirado la cultura alemana y hablaba bien el alemán; pero aun así les dijo a sus hombres que se bajaran de los camiones para mearse en el odiado suelo alemán. «¡Esto es Alemania! —les dijo—. ¡Todo el mundo fuera a aliviarse!»[23] Otro grupo se arrastraba sigilosamente hacia la frontera para cumplir una misión cerca de Goldap, una población situada justo al sur de Königsberg. Su politruk iba recorriendo las filas mientras avanzaban, diciéndole a cada fusilero que mirara hacia delante. «Allí —murmuraba—, detrás de las trincheras, tras los obstáculos de alambre de espino, está Alemania». Luego les recordaba que aquello no era solo una invasión. El Ejército Rojo podía seguir considerándose un libertador, esta vez de decenas de miles de soviéticos que habían sido obligados a trabajar en campos alemanes. «Allí —susurraban los comisarios políticos—, allí en Alemania nuestras hermanas están sufriendo esclavitud … ¡en marcha hacia la destrucción del enemigo en su propia guarida!»[24]

En la propia frontera, las tropas soviéticas plantarían una pequeña bandera roja en tierra. Luego se reunirían para otro breve mitin político. Les hablarían de nuevo de los crímenes que ellos habían ido a vengar, del secuestro y maltrato de mujeres rusas, de las lágrimas de unas madres afligidas allá en su tierra. En Goldap, diecisiete hombres aprovecharían la ocasión para solicitar su afiliación al Partido Comunista[25]. Ese era el regimiento que más tarde cercaría y tomaría el castillo de Göring; pero como tantos otros, no era precisamente la curtida y experimentada formación que podría haber sido. En la campaña de Prusia había miles de soldados, como el propio Arónov, que habían sido reclutados en las zonas ocupadas de Bielorrusia y Ucrania. Algunos no habían recibido siquiera entrenamiento, otros carecían del equipo apropiado y pocos de ellos tenían experiencia en el combate. En Goldap, predeciblemente, aquellos reclutas fueron presa del pánico, y hubo que aplastar su motín a punta de pistola. El elevado índice de bajas que luego se produjo no resultaba, pues, sorprendente, como quizás tampoco lo fue la ira que estalló una vez terminada la batalla. Aquellos hombres habían sentido un miedo superior a lo que eran capaces de soportar, se habían visto obligados a tomar conciencia de su propia debilidad y la mayoría de ellos estaban conmocionados. Pero el partido les aseguraba que los alemanes tenían la culpa. Y les instaba positivamente a vengarse. «Cuanto más cerca estemos de la victoria —decía Stalin en febrero de 1945—, mayor debe ser nuestra vigilancia y más fieros nuestros golpes contra el enemigo»[26].

Debió de haber sido todo como una especie de interludio onírico y surrealista. Primero vino la frontera y las arengas sobre la vigilancia y la venganza justificada. Se advirtió a las tropas de que los agentes alemanes podían haber envenenado los alimentos o el vino que encontraran, de que las mujeres podían ocultar granadas, de que cualquier persona que conocieran podía ser un espía. Luego vinieron las poblaciones abandonadas, los pueblos fantasmas llenos de botines descuidados. Goebbels había advertido a su pueblo de que los soviéticos eran una horda asiática, una chusma bárbara de salvajes entregados a la destrucción y a una venganza primitiva. Como respuesta, cientos de miles de civiles prusianos hicieron las maletas y huyeron de sus casas, desafiando lo más crudo del frío invierno y la amenaza de los bombardeos para formar la mayor oleada de refugiados que se vería en Europa en toda la guerra. «No queda ni un solo habitante civil en la población —anotó Yermolenko el 23 de enero cuando llegó a un pueblo llamado Insterburg—. ¡Qué más da! ¡Tampoco íbamos a comérnoslos!»

El hombre era un maestro en el arte de engañarse a sí mismo, puesto que de hecho su ejército se revelaría capaz de cometer cualquier clase de crimen. Pero también estaba destinado a sufrir aún más violencia y tensión. Era esta una época de extremos, de contrastes, y la probabilidad de resultar herido o muerto estaba presente cada día. La propia población de Insterburg no tardaría en ser rebautizada con el nombre de Cherniajovsk en homenaje al joven general que murió en la batalla por Königsberg. Aquel mes de enero, el lugar fue devastado por las llamas. Su castillo y sus elegantes iglesias, rematadas con chapiteles, se alzaban ahora entre el montón de humo acre y polvoriento como siniestros esqueletos. Los cuerpos sin vida —de personas y de caballos— yacían en las calles junto a los camiones abandonados y los muebles quemados. El humo sobrevolaba los escombros. Sin embargo, aún quedaban por destruir las despensas. «Tienen mantequilla, miel, mermelada, vino y varias clases de brandy —escribía Yermolenko alegremente—. Los civiles han dejado sus casas en orden. Nuestro equipo de radio ha ocupado una habitación en el primer piso. En el rincón hay un piano, dos sofás, hermosas sillas y sillones, armarios, flores… En una cocina alemana, y con una vajilla alemana, hemos hecho una fantástica comida»[27].

Una columna de soldados soviéticos del tercer frente bielorruso llega a una ciudad de Prusia Oriental, 24 de enero de 1945.

Arónov también estaba en Insterburg aquel mes de enero. Su última carta a su hermana era una postal, una postal alemana en la que aparecía una foto de la catedral y su encantadora plaza. La NKVD no tardaría en impedir que los soldados siguieran usando imágenes burguesas como aquella, aunque él ya no habría de preocuparse por ello. «Hola, querida hermana —escribía—. Recuerdos desde Insterburg. Estoy vivo y bien, y te envío esta postal con mis mejores deseos. Un beso»[28]. Algún tiempo después —ya que por entonces el correo de campaña sufría retrasos en su transporte por ferrocarril por culpa de las cajas del botín alemán—, su hermana recibiría otra carta. «La persona que le escribe es un soldado desconocido para usted», leyó. Le escribía desde el hospital, dos días después de sufrir una grave herida; pero había hecho el esfuerzo de pedir lápiz y papel en cuanto había podido sentarse. «Quizás alguien le haya dado ya la triste noticia —proseguía la carta—. Pero como mejor amigo de Yasha no puedo eludir, ni evitarle a usted, la noticia de su muerte. Su hermano y yo estuvimos juntos desde el 10 de mayo de 1944 hasta el final de su vida en el ejército. ¡Cuántas penas y privaciones hemos pasado juntos! Y ahora, justo en las afueras de Königsberg, hemos sido separados. No puedo seguir escribiendo»[29].

Las estrechas relaciones entre los hombres (el soldado que escribía la carta a la hermana de Arónov no tardaría en casarse con ella, como si el vínculo con su mejor amigo jamás pudiera romperse) explican en parte lo que ocurrió a continuación, ya que una gran parte de la terrible venganza del Ejército Rojo se llevó a cabo en bandas. Las relaciones que importaban aquí no eran las que pudieran existir entre los hombres y sus víctimas alemanas, sino entre los hombres y sus compañeros, e incluso entre los hombres y sus recuerdos compartidos del horror. Las propias víctimas apenas parecían estar presentes en sus mentes en cuanto que personas. «No hablan una sola palabra de ruso —le escribía un soldado a un amigo en febrero de 1945—, pero eso facilita las cosas. No tienes que persuadirles. Basta con apuntarles con la Nagan y decirles que se echen al suelo. Luego haces tu faena y te largas»[30]. La guerra había habituado a estos hombres a la violencia, pero lo que estaba ocurriendo ahora era algo más que un mero estallido de cólera. En los acontecimientos de Prusia intervinieron las esperanzas y pasiones de los soldados tanto como su odio. Y la principal pasión era en buena medida su amor mutuo, así como su aflicción —inconsolable pese a todo el vino y el aguardiente del mundo— por las personas y oportunidades que habían perdido[31]. Por su parte, los objetos de su odio, cuyos cadáveres pronto llenarían las carreteras que se dirigían hacia el oeste, serían las mujeres y muchachas alemanas.

Entre las tropas soviéticas que alcanzaron a la oleada de refugiados prusianos que escapaban de Insterburg y Goldap, se encontraba un joven oficial llamado Leonid Rábichev. Unas décadas después, este hombre hallaría fuerzas suficientes para escribir sobre las atrocidades de las que fue testigo: «… mujeres, madres e hijas, yacen a derecha e izquierda a lo largo de la ruta —escribiría—, y delante de cada una de ellas se halla un ruidoso ejército de hombres con los pantalones bajados». Podría haber añadido que la vociferante multitud incluía a muchachos adolescentes, para los que aquel espantoso ritual representaba la primera experiencia sexual de su vida. «A las mujeres que sangran o pierden el conocimiento se las aparta a un lado —proseguía Rábichev—, y nuestros hombres disparan a las que tratan de salvar a sus hijas». Mientras tanto, había allí cerca un grupo de oficiales «sonrientes», uno de los cuales estaba «dirigiéndolo, o, mejor dicho, regulándolo todo, con el fin de asegurarse de que todos los soldados sin excepción tomaran parte»[32].

Aquella noche, a Rábichev y sus hombres se les envió a pernoctar a un refugio alemán abandonado. En todas las habitaciones había cadáveres: cuerpos de niños, de hombres y mujeres ancianos que evidentemente habían sufrido violaciones antes de morir. «Estábamos tan cansados —escribiría Rábichev— que nos tendimos en el suelo entre ellos y nos quedamos dormidos»[33]. Al fin y al cabo, resultaba ya difícil que la mera presencia de cadáveres pudiera perturbarles. Cuando más tarde fueron a otro edificio y encontraron los cuerpos de varias mujeres que habían sido violadas y luego mutiladas una por una, cada una de ellas con una botella de vino vacía introducida en la vagina, la entereza de los hombres de Rábichev disminuyó un poco[34]. El problema era que la compasión por las víctimas femeninas era algo que se desincentivaba de manera activa, y la presión del grupo también contribuía a unir a los hombres en sus crímenes. En otra ocasión, cuando Rábichev fue invitado a elegir a una muchacha alemana de entre un grupo de aterrorizadas cautivas, su temor inicial fue que los demás hombres le tomaran por un cobarde si se negaba a aceptar. O aún peor: tal vez podían pensar que era impotente[35].

La primera atrocidad que presenció Lev Kópelev fue el incendio deliberado de una población prusiana. No había ninguna razón militar para hacerlo. Los aumentos más valiosos y otros productos —mantas, ropa e incluso medicamentos— fueron completamente consumidos por el fuego. Sería precisamente este derroche, el despilfarro de recursos, lo que a la larga acabaría por poner fin a la gran orgía de Prusia. Los intereses de la guerra, como solía insistir Rokossovski, exigían más disciplina, pero el pensamiento militar parecía haber quedado suspendido en las primeras horas de desenfreno; o mejor aún: se había generalizado una nueva táctica. Su eslogan —observaba Kópelev— era: «destroza, quema, véngate». Muchos de sus compañeros oficiales se sintieron conmocionados, especialmente ante aquel insensato despilfarro; pero el comisario político de turno minimizó el incidente. «Los Fritz han saqueado el mundo entero —dijo—. Por eso tienen tanto. En nuestro país lo han quemado todo y ahora nosotros hacemos lo mismo en el suyo. No debemos compadecerles»[36]. La propia inquietud de Kópelev no tardaría en ser calificada de «humanitarismo burgués» y a las pocas semanas de su primera queja sería arrestado por ello.

Era evidente que en aquellos primeros días no había nada de burgués ni de humanitario entre la mayoría de los soldados soviéticos. «En las pocas zonas alemanas que han sido ocupadas por el Ejército Rojo —informaba la inteligencia alemana—, la conducta de los soldados es exactamente la que se había previsto en una etapa anterior de la guerra: en la mayoría de los casos resulta horripilante. Cada día se producen asesinatos brutales y violaciones de mujeres jóvenes y niñas, además de una insensata destrucción». Un prisionero de guerra explicó a sus captores alemanes que todo aquello había sido decretado por una orden concreta de Stalin, al afirmar que había que vengarse de las atrocidades alemanas. «Todavía no hemos podido disponer de una confirmación de la orden de Stalin», observaba el autor del informe[37]. Ni podrían disponer de ella, ya que jamás se había promulgado nada tan concreto como una orden de violar y destruir. De hecho, y técnicamente al menos, durante todos aquellos meses la pena por violar y saquear en el ejército soviético era el fusilamiento inmediato[38]; pero los hombres veían una licencia para continuar en cada nueva orden que recibían de vengarse. «¡Soldado del Ejército Rojo! —rezaba un cartel de la época—. Ahora estás en suelo alemán. ¡Ha llegado la hora de la venganza!»[39] Un paquete de cartas de los hombres, interceptado por la inteligencia alemana en febrero de 1945, no requiere de ningún comentario para ejemplificar esto. «El corazón rebosa de alegría cuando pasas por una ciudad alemana en llamas —escribía un soldado a sus padres—. Nos estamos vengando de todo, y nuestra venganza es justa. Fuego por fuego, sangre por sangre, muerte por muerte»[40]

«Atardecía cuando entramos en Neidenburg», escribía Kópelev. Era esta una pequeña población, menor que Insterburg, y como todas las demás, se hallaba casi vacía. El Ejército Rojo la había incendiado. A través del humo, el oficial distinguió el cuerpo sin vida de una mujer anciana. «Le habían arrancado la ropa, y entre sus huesudos muslos reposaba un auricular de teléfono. Al parecer habían tratado de introducírselo en la vagina». El pretexto era que podía ser una espía. «La pillaron en la cabina del teléfono —explicó uno de los hombres—. ¿Para qué perder el tiempo?»[41] Aquel sería el primero de los diversos asesinatos que presenciaría en aquel lugar maldito. Luego vino Allenstein, y más fuego, y más muerte. Cerca de la oficina de correos encontró a una mujer con la cabeza vendada, apretando la mano de una niña con trenzas rubias. Las dos habían estado llorando, y las piernas de la niña estaban manchadas de sangre. «Los soldados nos sacaron de casa a patadas —le dijo la madre al oficial ruso—. Nos golpearon, nos violaron. ¡Mi hija tiene solo trece años! Dos de ellos se lo hicieron. Y a mí muchos más». Quería que le ayudara a encontrar a su hijo pequeño. En otro momento, otra mujer le suplicó a Kópelev que le pegara un tiro[42].

La violencia era de tal escala que nadie podía ignorarla; y sin embargo, desapareció de la conciencia soviética. Los testigos como Kópelev pronto se verían marginados, al tiempo que se descartaría o se silenciaría a las víctimas alemanas. Tendrían que ser los observadores extranjeros, especialmente los historiadores, quienes redescubrieran la verdad, recopilando testimonios y describiendo cómo, en algunas poblaciones de Prusia Oriental, se llegó a violar a casi todas las mujeres. «Los gritos de socorro de las personas torturadas —recordaría un testigo— podían oírse día y noche»[43]. Poco importaba, en aquella zona políglota, de transición, que las mujeres fueran alemanas o polacas, y, en consecuencia, aliadas de Rusia. Tampoco importaba que fueran jóvenes o viejas, ya que las propias mujeres no representaban en sí el verdadero objetivo[44]. Las víctimas de aquellas violaciones en grupo no eran más que cuerpos, encarnaciones de Alemania, Frauen para todo uso, destinatarias de la venganza soviética e individual. Supuestamente, muchos soldados incluso las encontraban «repugnantes»[45].

La violación no sería el único crimen que cometerían los soldados soviéticos a su paso por Prusia. Se quemaron pueblos y ciudades, se asesinó a oficiales y se disparó y bombardeó a las columnas de refugiados que huían en dirección oeste hacia Berlín[46]. Pero de entre todos los crímenes violentos, la violación fue el predominante. Una razón de ello era que el número de mujeres superaba con mucho al de hombres entre la población civil alemana, y probablemente también en todo el conjunto de los supervivientes, dado que quedaban ya pocos soldados. Pero entraba en juego asimismo la presión de otra clase de factores. La violación constituye un instrumento de guerra común, un escalofriante acompañamiento familiar de la conquista y ocupación militar[47]. Las atrocidades de Prusia Oriental resultan perfectamente comparables con otras como las de Bosnia o Bangladesh. Pero esta no era una guerra cualquiera, ni el fascismo un sistema cualquiera. Los soldados del Ejército Rojo en suelo prusiano sentían que estaban tratando con un pueblo enemigo, un pueblo que no descansaría hasta haber destruido su mundo. «Está completamente claro —terminaba diciendo la carta de Bezúglov a sus amigos— que, si ahora no les asustamos de verdad, no habrá manera de evitar otra guerra en el futuro»[48]. En sus propias memorias, Rábichev especula con la posibilidad de que Stalin hubiera alentado extraoficialmente a Cherniajovski a instigar a sus hombres a que cometieran lo que una generación después se calificaría de limpieza étnica[49]. Al fin y al cabo, los asesinos de Königsberg estaban preparando el terreno para el futuro asentamiento soviético y las violaciones aseguraban una nueva generación de reservas soviéticas.

Ciertamente resultaría muy cómodo echar ahora la culpa de esos crímenes de guerra a Stalin y su entorno. Como en un eco de los debates alemanes de posguerra sobre el mismo tema, los herederos rusos de aquellas atrocidades tendrán que afrontar un día la cuestión de la responsabilidad individual en el marco de un gobierno totalitario[50]. No cabe duda de que las acciones de los hombres se vieron alentadas, si no orquestadas, desde Moscú. La propaganda desempeñó un papel activo a la hora de configurar su percepción del enemigo y de justificar la venganza. El Sovinformburó alimentó la rabia colectiva con imágenes prefabricadas que podían grabarse profundamente en la mente de un hombre hasta el punto en que este llegara a pensar en ellas como parte de su propia experiencia. La universalidad de los propios relatos de los hombres constituye una prueba de ello. Como observaba Atina Grossman en sus reflexiones sobre las violaciones, «una y otra vez, en las rememoraciones de los alemanes sobre lo que les dijeron sus ocupantes rusos, el recuerdo que suscitaba su venganza no era una violación paralela, la imagen de un alemán violando a una mujer rusa, sino un horror de distinto calibre: era la imagen de un soldado alemán estrellando a un bebé, arrancado de brazos de su madre, contra un muro: la madre grita, el cerebro del bebé se esparce por el muro, el soldado ríe»[51].

Dicho esto, los hombres tenían también sus propios motivos. No eran entes pasivos, y pese al poder de su Estado, tampoco estaban indefensos. Si muchos de ellos actuaban como en una especie de sueño, se debía en parte a que la mayoría de ellos, por razones comprensibles, habían decidido utilizar el alcohol para nublar sus sentidos. «Es casi imposible no beber —escribía un soldado en febrero—. Lo que estoy pasando es indescriptible; cuando estoy borracho todo es más fácil»[52]. «Un ruso borracho es una persona totalmente distinta de uno sobrio —anotaba un escritor alemán de la época—. Pierde toda perspectiva, cae en un estado de ánimo completamente salvaje, se vuelve codicioso, brutal, sangriento»[53]. «El alcohol hace a los hombres lascivos —observaba la autora anónima de un diario sobre las violaciones—. Aumenta considerablemente su deseo sexual (aunque no su potencia, como he tenido ocasión de descubrir). Estoy convencido de que, si los rusos no hubieran encontrado aquí tanto alcohol, no habría habido ni la mitad de las violaciones. Esos Ivanes no son Casanovas. Para cometer actos de agresión sexual tienen que excitarse artificialmente, ahogando sus inhibiciones»[54]. A veces el resultado era una borrachera que dejaba montones de víctimas a su paso; otras veces el alcohol era el único ganador. Gabriel Temkin fue uno de los muchos soldados que probaron los vinos de Tokay, en Hungría. El dulce licor resultaba muy del agrado del paladar ruso, en este caso con consecuencias fatales. «Cuando entré en una enorme bodega con filas y filas de altos barriles de roble negro, pude presenciar una escena increíble —recordaría el viejo soldado—. El suelo estaba inundado de vino hasta la altura de la rodilla, y flotando en él yacían tres soldados borrachos. Habían utilizado sus metralletas para hacer agujeros en los barriles como “la forma más fácil” de llenar sus platos de campaña, y luego, una vez lo hubieron probado, evidentemente no habían podido dejar de beber y se habían emborrachado tanto que al final se habían ahogado»[55].

Los que no iban borrachos del todo puede que explicaran sus actos por el deseo sexual contenido. Es cierto que posteriormente algunos soldados rusos tratarían a las mujeres alemanas como un botín de guerra legítimo, seleccionando a las más hermosas siempre que tenían posibilidad de elegir[56]. La autora anónima del diario de Berlín, que observaba desde su habitación del sótano, señalaba que «las prefieren gordas. Gordura equivale a belleza porque es más femenina, más distinta del cuerpo masculino». Era un gusto que ella juzgaba «primitivo», aunque sentía cierta complacencia por el hecho de que las berlinesas que habían robado o acaparado alimentos pagaran ahora sus actos antisociales[57]. Pero independientemente de que los soldados escogieran o no a sus presas, lo cierto era que el mero deseo sexual no fue su principal motivo en Prusia. En aquellos primeros y perversos días, las violaciones fueron tan sistemáticas como extraordinariamente salvajes.

De hecho, habría habido razones bastantes para la lujuria. A diferencia de los alemanes (que utilizaban a las mujeres soviéticas que capturaban para tal fin), los rusos no disponían de burdeles de campaña en las proximidades del frente. Oficialmente, el sexo casi no existía. Gabriel Temkin recordaría la reacción de un regimiento cuando encontró un alijo de preservativos alemanes. «Los soldados los hinchaban —escribía— y jugaban con ellos como si fuesen globos»[58]. Toda la cultura del partido y de la madre patria estaba consagrada a la lucha y el sacrificio. Las mujeres eran castas y aguardaban en casa, al tiempo que los hombres —al menos en teoría— solo pensaban en su deber. Si luchaban con valentía y dedicaban el tiempo libre a leer a Lenin y a Marx, no quedaría tiempo para la parte erótica de los soldados.

Aquella insipidez estéril no se limitaba al ejército, y, de hecho, se había iniciado mucho antes de la guerra. El propio Lenin había adoptado una visión sombría del deseo sexual, prefiriendo el ejercicio sano y largas sesiones con montones de libros. El auge de la licenciosa conducta sexual que había acompañado a la revolución, la edad de oro del erotismo, había quedado aplastado bajo las botas y los martillos del colectivismo estalinista. La pasión sexual era solo para la burguesía (y, privadamente, para los miembros de la élite bolchevique). Los buenos obreros dedicaban sus energías a hacer largos turnos en el banco de trabajo, y cuando habían acabado de producir cojinetes asistían a un mitin o se ponían al día leyendo Pravda. «Pie de una fotografía soviética —escribía en su diario el escritor satírico Iliá Ilf—. El amor es el más horrible de los vicios». Incluso la Venus de Milo se consideraba «pornográfica»[59]. Así, la inicial conducta licenciosa dio paso a unas leyes más y más estrictas sobre el divorcio, el aborto y la familia. Paralelamente, cada vez había un mayor número de personas que tenían que compartir el espacio vital. A menudo compartían una misma habitación con sus hijos, que dormían detrás de simples cortinas o en anaqueles de madera; pero otras veces también cohabitaban con otros adultos, con otras familias enteras. Si el buen trabajador de la iconografía soviética tiene una expresión severa y sus cincelados rasgos carecen de ironía o de humor, bien pudiera ser precisamente porque apenas tiene la oportunidad de pasar una tarde en la cama[60].

Como casi todos los demás placeres humanos en la tierra de la fraternidad, el sexo era algo clandestino. El énfasis público en la estricta moralidad y el trabajo duro lo empujaba hacia la penumbra, hacia una luz crepuscular poblada de sudor, tabaco y todo el vodka que pudiera encontrarse. Y en ninguna otra parte resultaba más evidente el abismo entre ideal y realidad que entre los soldados del frente. Era este un mundo masculino, un mundo de majorka, de licor de garrafa y de botas desgastadas. Lo más cerca que estaban los soldados de las mujeres que les importaban era en sus cartas o, quizás, en las historias que a veces explicaban. «Mi compañero de armas nos cuenta su vida —escribía Arónov una noche—. No es la primera vez que lo hace. Ahora está en la parte en que se enamoró por primera vez»[61]. Su vida anterior a la guerra se había diluido en una especie de fantasía y, como todos los sueños, esta podía ser incluso mejor que la verdad. «Después de la guerra —explicaba otro hombre a sus amigos—, voy a ir a algún lugar en el sur y voy a dedicarme a enseñar física y matemáticas en un internado de señoritas, un sitio donde las reglas prohíban que ninguna chica salga a la calle. Y aprovecharé toda mi experiencia militar»[62]. La añoranza estaba presente, junto con el deseo de escapar y el anhelo de lo femenino; pero esos sentimientos se hallaban a años luz de las violaciones en grupo y la bayoneta en el estómago.

Cualquiera que fuese la lujuria que pudieran sentir, el hecho es que un gran número de hombres tenían razones más fuertes para sentirse resentidos y aun para odiar a las representantes del sexo femenino. Durante toda la guerra habían estado recibiendo tristes misivas de casa. Algunas contaban historias de hambre; otras, de violación y muerte; pero muchas de ellas eran cartas de adiós. Se deshacían familias y se reafirmaban nuevas vidas en mundos separados. La tensión existente entre el soldado y la familia formaba parte del abismo generalizado entre combatientes y civiles. Era asimismo un síntoma de la masculinidad abrumadora de la vida militar. Las mujeres eran objeto de recelo, eran seres extraños en un mundo misógino. Con el transcurso de los años las cartas de los soldados se hicieron cada vez más recelosas de las mujeres, y también más represivas. «Nosotros hemos luchado por nuestro país desde los primeros días —escribía un hombre del Ejército Rojo a Kalinin, el presidente de la URSS en aquel momento—. Algunos de nosotros hemos sido heridos varias veces, pero no escatimamos nuestra propia vida por nuestra madre patria y nuestras familias. Pero ahora nuestra queja es que algunas mujeres nos están traicionando … y nuestros hijos están perdiendo a sus padres … Debemos tomar severas medidas legales contra esas mujeres por su traición y por la ofensa a sus maridos»[63]. La carta no es más que una entre centenares.

También la política oficial estaba cambiando. En julio de 1944 la Unión Soviética inició una campaña para crear madres ideales, acuñando medallas para las mujeres que habían dado a luz a grandes carnadas de jóvenes saludables que habían logrado sobrevivir. La mujer ideal, si había que creerse las fotografías, era severa y previsora, dura como un tanquista, nodriza y maestra de los ejércitos del futuro[64]. Pero era a la vez dulce e inocente, y no se dejaba inquietar por las privaciones, y menos aún por la guerra. La frivolidad y el sexo (por muchos hijos que tuviera) no tenían lugar alguno en su vida. Por su parte, los soldados empezaban a elogiar aquel tipo femenino, a soñar con aquellas mujeres fieles y de cara redonda, y sus hijos sanos y bien alimentados. En aquella época se notaba la amabilidad y el sentimentalismo de muchos soldados soviéticos con respecto a los niños pequeños. Al menos en abril, la población local pudo darse cuenta de que una mujer con un bebé era prácticamente inmune a la violación. Pero aquellos sentimentales soldados, los hombres que llevaban los bolsillos llenos de dulces para los hambrientos niños alemanes, estaban preocupados por sus propias familias. Hacía ya mucho tiempo que no veían a sus hijos.

Había razones para estar inquietos, ya que por entonces incluso los matrimonios más fuertes mostraban signos de tensiones. La carta clásica, recibida por miles de hombres, solía contener una imagen típica que prometía un frío regreso al hogar: «Nuestra llama ya no tenía el calor suficiente para durar»[65]. Cada lapso de tiempo transcurrido entre las cartas de ella predisponía a Belov a sospechar que su propio matrimonio se tambaleaba. «He recibido una nota de mi esposa —garabateó en marzo de 1944—. Tengo la sensación de que ella y yo nos estamos acercando a una gran discusión. Es una sensación desagradable, una especie de inercia general»[66]. Quizás ella se había sentido preocupada —como la Natalia de Taránichev— por el precio de la larga separación. «Si la guerra dura mucho más ya no nos vas a conocer —escribía Natalia en octubre de 1944—. Es una lástima que te hayas distanciado tanto de nosotros»[67]. «Trato de escribir siempre que puedo —respondía su esposo con un enérgico tono de reprobación—. Incluso cuando estamos en marcha. Pero quisiera recordarte que hay momentos en los que estoy de un humor tan pésimo, debido a la situación general, que no me veo capaz de escribir ni siquiera una postal, aunque tenga tiempo de hacerlo. ¡Recordaré Stalingrado durante mucho tiempo!»[68]

Los hombres cuyos matrimonios se desmoronaban todavía se mostraban más airados, fueran cuales fuesen las infidelidades que ellos habían cometido. Parte del problema era la idealización que se hizo durante el período bélico de la esposa soviética, de la novia que aguardaba, de la familia por la que luchaba cada soldado. En casa, donde la supervivencia era cuestión de humillación, de agotadora lucha, la vida real no se parecía a la imagen, ni las mujeres reales podían equipararse a los sueños de los soldados. Por otra parte, en el frente prevalecía una nueva moral. Kópelev era padre y esposo; confiaba plenamente en poder volver a su vida anterior cuando acabara la guerra. Pero en el frente tomó una segunda «esposa», tal como harían innumerables oficiales como él. «Le dije que, dado que teníamos que trabajar juntos día y noche, al final no podríamos evitar dormir juntos; así que ¿para qué aplazarlo?» A fin de cuentas, «tal vez moriríamos los dos juntos a causa de la misma bomba»[69]. Se suponía, no obstante, que la harina del frente no valía para el costal de casa. Entre las peticiones de los hombres en aquellos últimos meses de la guerra había solicitudes de nuevas leyes que les otorgaran el control sobre sus hijos, que permitieran los divorcios por correo y que castigaran a las mujeres que les habían deshonrado y traicionado[70]. Pero los soldados del frente se veían impotentes para cambiar las cosas en casa. El único mundo en el que podían influir estaba allí, en Alemania, donde las mujeres que les habían traído la mina, las consentidas Frauen, seguían cubriéndose de seda y de piel —o eso quería la fantasía de los soldados— mientras los niños rusos se morían de hambre. Mientras que las mujeres rusas llevaban blusas de campesinas y bordaban sarafán (al menos en teoría y en el folclore), aquellas mujeres alemanas se vestían con un provocador estilo occidental, se maquillaban y andaban ondulantes sobre sus tacones[71]. Toda la cultura que las había producido parecía enferma y repugnante, además de malvadamente seductora. A algunas mujeres alemanas se las acusaba de prostitución deliberada. «Las damas alemanas están … dispuestas a empezar enseguida el pago de “reparaciones” —observaba con disgusto un oficial soviético—. ¡No va a servir de nada!»[72] «Europa es un sucio abismo —escribía un soldado a su familia desde Prusia aquel invierno—. He echado un vistazo a las revistas alemanas y me repugnan … ¡Incluso su música es indecente! ¿Es esto Europa? ¡Prefiero mil veces Siberia!»[73] Otro descubrió un alijo de fotos pornográficas (en este caso probablemente no se tratara de la Venus de Milo) en un puesto alemán abandonado cerca de Königsberg. «¿Qué podría haber más repugnante? —se preguntaba—. Nuestra cultura debe de ser superior a la de los alemanes, ya que nunca se encontrarían tales imágenes entre nuestras filas»[74].

La violación, pues, combinaba el deseo de venganza con el impulso de destrucción, de destrozar los artículos de lujo alemanes y malgastar la riqueza de los fascistas. Castigaba a las mujeres y reforzaba la frágil virilidad de quienes la perpetraban. Y asimismo subrayaba los vínculos emocionales en los grupos de hombres, dado que normalmente era en grupo, y no de forma individual, como se cometían, lo que permitía obtener energía y anonimato del impulso colectivo. Ciertamente, era el triunfo conjunto de aquellos hombres lo que supuestamente celebraba la violación. Y aunque eran las mujeres las que soportaban lo peor de aquella violencia, también los hombres alemanes fueron víctimas de otra clase. Así, no fue casualidad que muchas violaciones se realizaran delante de los maridos o los padres: se trataba de dejar claro que ahora eran criaturas despojadas de todo poder, que debían limitarse a observar, a sufrir aquella que era la más íntima de las degradaciones[75]. Una mujer relataría la historia de un abogado que había permanecido fiel a su esposa judía durante los años del dominio nazi, negándose a divorciarse de ella a pesar de los riesgos que corría. Cuando llegaron los rusos la protegió de nuevo, al menos hasta que una bala procedente de un arma automática rusa le alcanzó en la cadera. Mientras se desangraba moribundo en el suelo, tres hombres violaron a su mujer delante de él[76]. Los relatos de este tipo llenan montones de expedientes, pero las estadísticas exactas siguen siendo desconocidas. La violencia fue peor en Prusia Oriental, pero la violación constituiría un problema allí donde el Ejército Rojo encontraba enemigos. No cabe duda de que hubo decenas de miles de mujeres y niñas alemanas que sufrieron violaciones a manos de los soldados soviéticos; de hecho, resulta prácticamente seguro que la cifra se elevó a cientos de miles[77]. Sin embargo, los números son herramientas peligrosas, que crean certezas sobre el papel que no tienen nada que ver con la realidad. Aquel era un mundo presidido por la propaganda, un mundo coloreado hasta sus últimos detalles por el pincel de Goebbels. Los números podían hacer que los rusos parecieran más terribles, convertir a los alemanes en víctimas y quizás incluso borrar alguna que otra mancha negra del pasado nazi. Y desde luego contribuían a reforzar la imagen de horda asiática del Ejército Rojo[78]. Pero aunque la historia que cuentan los índices de abortos y de enfermedades venéreas a partir de 1945 constituye una evidencia[79], hay también algunas otras cifras que aparecen menos definidas. Así, cuando un periódico de Berlín informó de que una mujer de setenta y dos años había sido violada veinticuatro veces, la autora anónima del diario berlinés se preguntaba con hastío: «¿Y quién las contó?»[80].

Igual de problemático resulta tratar de calcular el número de hombres que cometieron las violaciones. No es probable que los propios veteranos faciliten listas de nombres voluntariamente. Algunos de los oficiales que he conocido mencionaban algunos casos en los que ellos mismos habían restaurado la disciplina, como hiciera Kirill en Prusia Oriental amenazando a dos hombres («no de mi unidad, por supuesto») con su propia pistola; pero los soldados rasos, que como mínimo habían sido testigos de las atrocidades, se negaron a hablar de ello. «Dicen que hubo violaciones —me decía un soldado—, pero yo jamás vi ninguna. Lo cierto es que en realidad no llegamos a ver a ningún alemán. Siempre salían corriendo antes de que llegáramos a la población». En muchos casos, aquel silencio sugería una especie de amnesia selectiva, sin duda hija de la vergüenza. Pero también entraban en juego otras presiones. Ningún ejército pregona sus crímenes, pero el silencio oficial soviético sobre las violaciones resultaba paralizante. Basta echar una ojeada a los archivos de las tropas de la NKVD. Los oficiales responsables de la disciplina y de mantener el orden entre los civiles en las áreas del frente se hallaban en situación de informar de los casos de violación cada vez que lo decidieran. Al fin y al cabo, sus informes se calificaban de «absolutamente secretos». Pero incluso estos documentos internos apenas mencionan casi ningún incidente de violaciones en grupo, y muy pocos delitos individuales. Era como si los oficiales hubieran conspirado para mantener el asunto fuera de los informes escritos, llenando el espacio vacío, en cambio, con incidentes sobre borracheras o ausencias sin permiso.

Las tropas de la NKVD que servían en el primer frente bielorruso se hallaban en el ojo del huracán del Ejército Rojo, pero el tono de sus informes en aquella época sigue siendo tan frío como siempre. «En una casa encontramos a ocho alemanes —observaba un oficial—, un anciano, cinco mujeres y dos jóvenes de doce o trece años». Al igual que muchos otros —centenares—, se habían colgado. Los oficiales que describieron la escena informaban de que los testigos locales habían sugerido que, «pese al hecho de que la mayoría de las mujeres de la población tienen cierta edad», las víctimas habían tenido miedo porque «los soldados rusos están violando a las mujeres alemanas»[81]. Aunque se dejaba constancia de la acusación con el escepticismo usualmente reservado a las apariciones de la Virgen María, el caso es que esto sucedía en enero de 1945. Hacía ya seis meses que existía preocupación en el seno del ejército por los índices de enfermedades venéreas entre las tropas destacadas en Polonia, el Báltico y Rumanía, y se había ordenado que se hicieran inspecciones mensuales a los soldados de ambos sexos[82]. Sin embargo, en los informes sobre la disciplina se reservaba más espacio —muchísimo más— a las desviaciones ideológicas que a las violaciones. Solo en abril y mayo de 1945, una vez hubo intervenido el propio Stalin, las «relaciones con los civiles alemanes» empezaron a aparecer en los informes sobre la disciplina[83].

De manera no menos grave, la violación raramente se castigaba, sobre todo al principio. En los primeros meses, hasta la primavera de 1945, los soldados seguían luchando bajo la orden de vengarse. Después, cuando hasta los propios líderes soviéticos habían empezado a apreciar el coste de la violencia no militar —para la disciplina y para la capacidad de combate del ejército—, algunos oficiales asumieron un control más estricto y el Ejército Rojo incluso llegó a presenciar ejecuciones por violación. En abril de 1945, cuando su ejército se unió a las tropas de Kónev en Silesia, Rábichev recordaba que cuarenta soldados y oficiales habían sido fusilados ante sus unidades para desincentivar nuevas atrocidades[84]. «¡Menudos comandantes! —murmuraban los soldados—. ¡Fusilan a sus propios hombres por una zorra alemana!»[85] Lo más habitual, sin embargo, era que los autores de aquellos delitos que no eran perdonados recibieran castigos relativamente ligeros. La pena típica era de cinco años de cárcel, que apelando se podían reducir a dos o menos, especialmente para los soldados con una buena hoja de servicios[86]. En cualquier caso, aquellos hombres eran necesarios en el frente. Casi siempre las penas quedaban diferidas hasta que cesara el combate, y para entonces muchos de ellos, en el mejor estilo del Ejército Rojo, habían «redimido sus crímenes con su propia sangre», es decir, habían muerto o habían quedado incapacitados. En otras palabras: la violación se trataba con mayor indulgencia que la deserción, el robo o —como en el caso de Kópelev— un intento unilateral de proteger a los civiles alemanes. Se dejó constancia de algunos casos (normalmente cuando se veían afectadas también otras ramas de la disciplina), pero la mayoría de ellos sencillamente desaparecieron de los archivos soviéticos.

No es probable que todos y cada uno del montón de veteranos que aceptaron hablar conmigo fueran completamente inocentes en esta horrible historia, pero tampoco tienen ningún incentivo para sacar ahora el tema a colación. Entonces había una guerra por ganar. Lucharon, sufrieron, y muchos de ellos acabaron siendo víctimas, quedando inválidos. Lo que recuerdan después de sesenta años posiblemente no sea un momento de rabia, sino los largos días en el hospital, o bien a los muchachos, las marchas nocturnas, las canciones… Las mujeres —que designaban con la palabra rusa baby, un término despectivo con un significado intermedio entre «zorra» y «vieja»— no merecían su recuerdo en comparación con el regimiento o con la victoria. Las baby no valían demasiado en Rusia. ¿Por qué iban a ser especiales en este otro mundo? ¿Por qué habrían de compararse con el crimen de Majdanek o con las lágrimas de los niños rusos? «Usted quiere saber cosas de la guerra —me decían los ancianos—. Pues hablemos de ella. Solo a los periodistas les interesan esos escándalos».

Los hombres se llevaron algo más que recuerdos de Prusia. Puede que aquella fuera una campaña dura, con decenas de miles de víctimas; pero representó también un momento de extraña abundancia. Alemania era rica. También Hungría, e incluso Bucarest, estaban llenas de productos por saquear. Sobre el papel, la última fase de la guerra marcaba el triunfo final del comunismo; en realidad fue como el día de inauguración de un gran bazar. Al igual que ocurriera con todos los demás delitos, incluida la violación, los soviéticos no fueron los únicos culpables. Sus aliados en esta guerra también saquearon bodegas y desvalijaron ricas viviendas, como también hicieron miles de ex prisioneros y otras personas desplazadas que ahora se encontraron en libertad en suelo alemán[87]. Pero el Ejército Rojo lo hizo todo a una escala monumental. Había sufrido y perdido más que nadie, y ahora exigía su recompensa. Stalin insistía en que el Reich debía a su pueblo reparaciones por valor, como mínimo, de 10 000 millones de dólares[88]. El ejército, más o menos con la connivencia del gobierno, se dedicó a conseguir una parte de ellas apenas puso el pie en territorio alemán.

En 1944 estaban en vigor una serie de normas que regulaban la captura y expedición de «trofeos de guerra». La lista era exhaustiva. Cualquier cosa que fuera arrebatada en la batalla o abandonada por el enemigo, como armas, municiones, combustible, comida, botas, animales, material móvil, vías férreas, automóviles, ámbar y cajas de champán, pasaba a considerarse propiedad del Ejército Rojo y del Estado soviético. Más avanzada la guerra llegarían a desmantelarse incluso fabricas enteras. Los soviéticos se habían llevado el 80 por ciento de la maquinaria industrial de Berlín antes de que sus aliados entraran en la ciudad en 1945. «Habían desmantelado la planta de refrigeración del matadero —observaba un oficial estadounidense—, desmontado fogones y chimeneas de las cocinas de los restaurantes, desguazado maquinaria de fábricas y talleres, y cuando llegamos estaban acabando de desvalijar la planta de la fábrica estadounidense de máquinas de coser Singer»[89]. El contexto era la devastación absoluta de las regiones occidentales de su propio imperio, pero aun así la destrucción solía ser injustificada, al menos por lo que pudieron ver los observadores occidentales. Paralelamente, y volviendo a la Unión Soviética, el trabajo de los prisioneros alemanes, antiguos soldados, se consideraba también un trofeo de guerra: si alguien podía volver a montar las plantas alemanas desmanteladas, eran ellos.

Era inevitable que las tropas enfrentadas al caos del campo de batalla se llevaran todo lo que encontraban. De hecho, cierto grado de saqueo resultaba esencial para el esfuerzo bélico. Las líneas de suministro para el avance de los ejércitos de Zhúkov se hallaban al límite. Cuando Arónov y Yermolenko se sentaron a comer comida alemana en Insterburg, se deleitaron con las mejores raciones que habían visto desde hacía semanas, y eso sin caer en la glotonería. Un oficial escribió a su familia acerca de la comida de la que disfrutó junto a sus exhaustos y hambrientos hombres justo después de la caída de Königsberg. Se había provisto a la unidad de pases para los almacenes militares locales, un depósito de toda clase de trofeos de guerra, tanto alimentos como otros productos. Entraron en el edificio a las once y salieron a las cinco, después de haber bebido cerveza, vino y vodka, de haber comido embutido y de haberse atiborrado de lengua, galletas, chocolate, trufas, pasas y dátiles[90].

Cuando habían llenado sus propios estómagos, algunos hombres empezaron a pensar en sus familias. Sabían que en Rusia no había nada que comprar. Sus jefes estaban ya llenando cajas de porcelana china, ropa de cama y ricas pieles alemanas. Los oficiales de alta graduación requisaban coches para llevarse todo aquello a casa, e incluso, más avanzada la guerra, llegarían a disponer de una flota de trenes especiales[91]. Así, los hombres empezaron a pensar en los mismos términos. El 26 de diciembre de 1944, a tiempo para el año nuevo ruso, el ministro de Defensa soviético confirmó un reglamento que autorizaba a todo el personal militar el envío de paquetes a casa desde el frente[92]. En la práctica, aquello equivalía a una licencia para saquear. De hecho, a partir de entonces un oficial que supiera que sus hombres apenas enviaban cosas a casa podía advertirles «de que espabilaran»[93].

Como siempre, el proceso de saqueo se jerarquizó por privilegios y rangos. Solo a los soldados con buena conducta se les permitía enviar sus paquetes al este, e incluso entonces se suponía que enviaban solo un paquete al mes. El peso permitido variaba desde los 5 kg para los soldados hasta los 16 kg (en realidad un límite teórico) para los generales[94]. Kópelev estuvo hojeando una biblioteca de libros raros y exquisitos. Sus camaradas de armas prefirieron cuadros antiguos, escopetas de caza e incluso un piano[95]. Los frontovikí eran los primeros en elegir, y a menudo destruían todo lo que no se llevaban[96]. Así, podía ser una desgracia que a uno le asignaran a un segundo turno. «Soy un desgraciado —escribía Taránichev a su Natalia—. Acaban de decirnos que podemos enviar diez kilos de cosas al mes [el peso permitido para los oficiales] y yo estoy en un sitio en el que no hay nada, todo ha sido saqueado y los precios están totalmente disparados»[97]. No tardaría, sin embargo, en superar su decepción, ya que incluso los oficiales y «ratas de retaguardia» menos belicosos podían sacar tajada cuando aprendían dónde buscar. Un artículo predilecto, lógicamente, era la comida. «Comed para poder estar sanas —garabateaba un oficial a su esposa y su hija en un paquete en el que había metido carne en lata, azúcar y chocolate— y no tengáis ningún cargo de conciencia ni se os ocurra dar nada a nadie»[98]. Otros hombres enviaban a casa paquetes de clavos, o incluso cristales, además de otros objetos más atractivos, como porcelana china, herramientas y montones de calzado y ropa alemanes[99]. En aquel desenfreno no cabía ningún sentimiento de culpa. Aún hoy, los veteranos son capaces de hablar de ello sin la menor turbación, como si se tratara de alguna compra inteligente de objetos usados. Conseguir las mejores cosas era signo de habilidad, de preocupación por la propia familia, de la capacidad de saber tratar con la nueva bestia: el capitalismo.

Los objetos que los hombres escogían resultaban a veces extraños o, cuando menos, conmovedores. Los soldados se llevaban máquinas de escribir que luego nunca usarían, dado que el alfabeto cirílico requería un teclado completamente distinto. Taránichev acabaría llevándose una radio («fabricada por una excelente firma alemana»), pero observaría con tristeza que «obviamente, para eso necesitaremos electricidad. Sea donde fuere donde decidamos vivir después de la guerra, no iremos a un sitio donde no haya electricidad»[100]. Él no lo decía, pero en Rusia una radio era un objeto auténticamente exclusivo, ya que el 1941 el Sovinformburó se los había llevado todos. Pero también había otros artículos escasos, incluidos algunos de utilidad más inmediata. El ingeniero envió también paquetes con comida, un sobretodo, un edredón de seda relleno de plumas, varios juegos de sábanas y pantalones acolchados para sus futuras expediciones de caza. Añadió asimismo un rollo de seda negra para su esposa, junto con algo de ante para hacer botas[101]. Al igual que otras esposas soviéticas de otras provincias, Natalia estaba a punto de llevar la moda de la Europa central de la década de 1940 a las estepas del Turquestán de la posguerra, no siempre con todos los complementos a juego necesarios.

En un ámbito más práctico, Taránichev también envió zapatos para cada uno de sus hijos, en tallas que pudieran irles bien más o menos al cabo de un año. Y envió asimismo tejido de lana para confeccionarles abrigos de invierno, franela blanca para su ropa interior y cuero adecuado para hacer más zapatos[102]. Una vez más, preparó los paquetes con gran orgullo. Y lo mismo hizo Kirill. El joven oficial estuvo destacado en Polonia durante el último invierno de la guerra. Posteriormente recordaría que su tarea allí era una especie de misión pacificadora: una combinación de gobierno fuerte, trabajos de ingeniería ligera y prevención de la delincuencia. En su opinión, los civiles decentes tenían motivos para estarle agradecidos. Cuando llegó el momento de enviar algo a casa, dobló una colcha o dos y añadió una máquina de escribir, pero también hizo saber que él y su esposa necesitaban un cochecito para su hija. A la mañana siguiente tenía dos docenas de modelos delante del cuartel. «Elegí el mejor», diría sonriente. La generosidad de la población local parece confirmar que era un soldado de talante humanitario, un oficial comunista de la mejor especie.

Soldados de infantería de un regimiento de guardias cargan sus bicicletas para el transporte en barco, mayo de 1945.

Los paquetes ayudaron a levantar la moral, aunque los servicios postales se vieron colapsados. Los envíos de los soldados se consideraban «de exclusiva importancia política», lo que significaba que los hurtos, los retrasos o su almacenamiento en malas condiciones podían considerarse crímenes de Estado. La gran expedición empezó en enero, en lo más duro del invierno ruso. En unas semanas, la terminal ferroviaria de Kursk —y de cualquier lugar donde habitaran familias de soldados— había adquirido el aspecto de un gigantesco almacén. En enero de 1945 llegaron a Kursk 300 paquetes. A primeros de mayo el volumen mensual había alcanzado la cifra de 50 000 paquetes, mientras que el total para ese período de cinco meses fue de 87 000. A mediados de mayo había 20 000 vagones de productos saqueados que aguardaban a ser descargados. Se construyó una carpa especial junto a la estación para preservar de la lluvia los paquetes que contenían cotón, carne y mermelada en lata, máquinas de escribir, bicicletas, ropa de cama, géneros de punto y porcelana. El almacenaje, no obstante, era solo el principio. Muchos de los destinatarios vivían en aldeas remotas y no había coches. Las familias de los soldados tenían que depender, pues, de los caballos arrebatados a los alemanes, los viejos jamelgos que estos habían desechado en su huida, muchos de ellos enfermos o heridos. Al final hubo que incorporar más personal (y más caballos) y se estableció una residencia especial junto a la estación de Kursk para acomodar a una mano de obra traída especialmente para ordenar y expedir el botín de los soldados[103].

En la propia Alemania, los soldados se robaban unos a otros. «Tengo miedo de enviar cosas a casa en este momento —le explicaba Aguéiev a su esposa en mayo—, puesto que ha habido un montón de casos de robos»[104]. Algunos artículos, sin embargo, estaban destinados a no llegar nunca al puesto de correos. Las amias y municiones, estrictamente prohibidas para el uso privado, se vendían muy bien en el mercado negro polaco a finales del verano de 1944[105]. Aparte del alcohol y el tabaco, entre los demás artículos favoritos de los soldados se incluían las bicicletas y los relojes de pulsera. Algunos hombres se hacían fotografiar con varios relojes en cada brazo, una muestra de su historial de guerra además de una garantía de poder disponer en el futuro de dinero en el banco. «El alemán nos agotaba siempre la cuerda —bromeaba un superviviente—. Por eso necesitábamos varios a la vez». Lo mismo ocurría con las bicicletas. Los hombres apenas sabían montar, y no hablemos ya de repararlas. «Se enseñan unos a otros a montar —escribía una testigo—; se sientan todos tiesos en el sillín como chimpancés pedaleando en el zoo, se estrellan contra los árboles y se ríen de contento»[106]. Podría haber añadido que después de estrellarse las bicicletas rotas se dejaban tiradas: siempre había otras de las que echar mano. Una famosa fotografía de la época muestra a un soldado ruso arrebatando una bicicleta de manos de su indignada dueña. En otras aparecen los hombres cargándolas en barcos y preparándolas para el largo viaje a casa[107]. El concepto de propiedad se había hecho tan vago como los de privacidad o de paz. En medio de la devastación, nada parecía ya pertenecer a nadie; a menos, eso sí, que el nuevo dueño fuera armado o llevara una insignia oficial.

Mientras el frente avanzaba hacia el oeste en dirección a Berlín, los soldados de las secciones de retaguardia, e incluso las tropas de la NKVD enviadas a vigilarles, disfrutaban por anticipado de la inminente victoria. Había orgías de saqueo, juergas y borracheras, y relaciones caóticas con las lugareñas, entre las que se incluían los «matrimonios» además de las violaciones. Cuatro años de miedo y de tensiones se desvanecieron en cuestión de semanas. Pocos soldados temían ahora la frontera internacional. Era el momento de descubrir el mundo entero, de probarlo, beberlo, cogerlo, de triunfar sobre él. Los informes de finales del invierno y principios de la primavera narran una historia de caos tras las líneas, de soldados emborrachándose (por supuesto), robando ropas y joyas, disfrazándose de civiles, conviviendo con lugareñas y conduciendo vehículos militares como locos. En todas las zonas «liberadas», las relaciones con los civiles llegaron a su punto límite[108]. Hasta los mismos guardianes de la disciplina, un destacamento de tropas de la NKVD, fueron descubiertos dando vueltas de un lado a otro por una ciudad polaca y cantando «canciones no censuradas». Incluso se presentaron borrachos a la reunión del partido y despotricaron sobre la gloria del ejército hasta que apareció alguien que se los llevó a dormir la mona[109].

En la primavera de 1945 los alemanes sabían ya que estaban vencidos, pero la guerra todavía no había terminado. Hitler se negaba a rendirse y el ejército alemán, o lo que quedaba de él, seguía luchando hasta el colapso final. Esta resistencia era un reflejo fiel de la tenacidad de la que tan orgullosos se habían mostrado los soviéticos tres años antes, y venía a retrasar la batalla de Berlín, que Chuikov, el estoico defensor de Stalingrado, había esperado concluir en febrero de 1945. Lejos de admirarla, no obstante, las tropas soviéticas contemplaban la terquedad alemana como otro de sus despreciables rasgos. Aguéiev seguía asombrándose de los alemanes a los que combatía. «Entre los Fritz que cogimos prisioneros —le escribía a su esposa—, había un alemán de cincuenta y nueve años que no tenía un solo diente, pero el muy cabrón luchaba como una especie de autómata descerebrado aunque no habría podido masticar un trozo de pan seco ni aunque lo hubiera querido»[110]. La indignación de Aguéiev se debía en cierta medida a que se había dado cuenta de que, pese a todas sus certezas, la victoria inminente sobre un enemigo como aquel no iba a salir barata.

La batalla de Berlín se inició de verdad a mediados de abril. Por entonces Königsberg había caído ya, al igual que la ciudad prusiana de Kustrin. Aquellas últimas campañas —a menudo calificadas de «limpieza»— fueron encarnizadas y costaron miles de hombres al Ejército Rojo. Pero la perspectiva de la propia Berlín parecía aún más sobrecogedora. Los soldados del Ejército Rojo no podían suponer lo chapuceros y precarios que habían sido los preparativos finales para la defensa de la ciudad[111]. Por lo que ellos sabían, era probable que se hubiera fortificado de antemano la plaza con un laberinto de campos de minas, trampas explosivas y alambradas. Se les inculcaban aquellos peligros como si el mito de la victoria fácil, el sueño de 1938, pudiera transformarse ahora en un relato de heroica lucha contra todo pronóstico para mayor gloria del último capítulo de la guerra europea; pero aunque se enfrentaban a un enemigo roto, hambriento y desmoralizado, los soldados del Ejército Rojo sabían que habían llegado hasta la propia ciudadela de Hitler. Cualquiera que fuese la superioridad de sus fuerzas —y el número de soldados soviéticos era el doble, como mínimo, del de los defensores de Berlín[112]—, no cabía duda de que la próxima batalla constituía un auténtico desafío. Los hombres que recordaban Stalingrado —como al propio Chuikov— empezaron a entrenar a una nueva generación en el arte del combate casa por casa[113].

El último capítulo empezó el 16 de abril. «Todavía no había habido un día como hoy en el frente —escribía a su familia aquella noche un ingeniero llamado Piotr Sébelev, cuya experiencia bélica se había iniciado en 1941—. A las cuatro en punto de la mañana, miles de Katiusha y ametralladoras abrieron fuego, y el cielo brillaba como en pleno día de horizonte a horizonte. En el bando alemán, todo estaba cubierto de humo y gruesos surtidores de tierra que se elevaban en columnas. Había enormes bandadas de pájaros asustados volando de un lado a otro, y un zumbido y un fragor constantes salpicados de explosiones. Luego llegaron los tanques. Delante de la columna brillaban los focos, que eran para deslumbrar a los alemanes. Y luego la gente empezó a gritar por todas partes: “¡A Berlín! ¡A Berlín!”»[114]. «El cielo se llenó de destellos —anotaba Chuikov describiendo la misma escena— y el rostro de Lenin lo observaba todo como si viviera desde los rojos estandartes de los soldados libertadores, como si les emplazara a mostrarse resueltos en el último combate con el odiado enemigo»[115]. El fragor de los cañones resultaba tan ensordecedor que incluso los artilleros más experimentados estaban sobrecogidos. Había que hacer un esfuerzo para recordar en ese momento que se suponía que debían tener la boca abierta para compensar la presión ejercida en los oídos[116].

La excitación de los hombres era la emoción de la acción después de una larga espera, la alegría de pensar que casi se había ganado la guerra. «Hoy nadie piensa en la muerte —escribía Sébelev—: todo el mundo está pensando únicamente en lo poco que falta para llegar a Berlín». Los soviéticos parecían a punto de atacar por fin la guarida de los fascistas; pero, por una última vez, el optimismo de los soldados del Ejército Rojo les engañaba. El asalto de Zhúkov a los Altos de Seelow, la última y formidable barrera natural en el camino hacia Berlín, estaba destinado a fracasar como consecuencia de sus propios errores de cálculo. Los rayos de los reflectores que había ordenado que desplegara la vanguardia —un novedoso método, imaginó, para deslumbrar y confundir al enemigo— no hicieron sino ir a parar a los ojos de sus propios hombres tras reflejarse en la muralla de humo creada por su propia artillería[117]. Por otra parte, sus bombardeos habían dejado el terreno impracticable. Y lo que era peor: resultó que las trincheras que los soviéticos habían bombardeado con tanta energía habían sido abandonadas. Un soldado del Ejército Rojo capturado anteriormente había advertido a los alemanes de la inminente tormenta el día anterior y casi todos ellos se habían retirado muy atrás de aquella primera línea[118]. Lejos de avanzar triunfantes hacia Berlín, las tropas al mando de Zhúkov tuvieron que ralentizar la marcha, incapaces de superar la segunda línea de la defensa alemana.

Curiosamente, aquel retraso representó una buena noticia para el rival de Zhúkov, Iván Konev. Se suponía que los dos comandantes colaboraban mutuamente en la campaña de Berlín, aunque en teoría la tarea de Kónev consistía en dar un rodeo por el sur, a través de Leipzig y Dresde, y dividir en dos el frente alemán. Pero Stalin había instigado una rivalidad profesional entre los dos mariscales, una especie de competición por ver cuál de los dos llegaba primero a Berlín; y ahora los problemas de Zhúkov daban brevemente la ventaja a Kónev. Fue aquella una extravagante carrera, y hasta el final de sus vidas los dos mariscales discreparían sobre el verdadero orden de los acontecimientos. Lo más que se puede decir es que aquella competición aseguró la prioridad soviética sobre los aliados en la conquista de Berlín; pero en términos estratégicos resultó desastrosa. La furia de Zhúkov obligó a unos hombres inexpertos —algunos de los cuales eran ex prisioneros de guerra y otros, trabajadores forzosos sin el menor entrenamiento militar— a luchar en mortíferas calles y emplazamientos minados hasta que Berlín cayera ante ellos. Los rezagados, como siempre, se enfrentaban a la amenaza de una bala o el batallón de shtraf. Incluso los soldados más experimentados estaban sometidos a una tensión excesiva, y su terror se veía aumentado por las constantes advertencias y amenazas. Chuikov, que también sintió el azote de la lengua de Zhúkov[119], advirtió a todos sus hombres que estuvieran en guardia, al tiempo que les aconsejaba que no se anduvieran con contemplaciones. «El enemigo está oculto en sótanos, dentro de los edificios —explicó—. Una batalla en una ciudad es una batalla de potencia de fuego, una batalla cuerpo a cuerpo, en la que el fuego de corto alcance no proviene solo de armas automáticas, sino también de potentes sistemas de artillería y armamentos de tanques, todos disparando en una distancia de solo unos pocos metros»[120]. Los soldados del Ejército Rojo no tenían tiempo, a la hora de elegir su objetivo, de preocuparse por la suerte de los civiles que se interpusieran en su camino.

Los soviéticos en Berlín, mayo de 1945.

La propia Berlín estaba moribunda. Hacía días que no llegaba comida y muchas de las tuberías de agua estaban destrozadas. «Por doquier mueren niños —anotaba la autora anónima del diario berlinés—. Los ancianos comen hierba, como si fueran animales». Los habitantes de la ciudad se apiñaban en los sótanos de las casas, acurrucándose en una oscuridad solo rota por la luz de las velas, mientras fuera, en la calle, avanzaba la primavera con asombrosa y burlona claridad. La autora del diario salió una tarde furtivamente de su refugio. Incluso la luz la sorprendió. «A través de las ruinas ennegrecidas por el fuego llega en oleadas el perfume de los lirios procedente de unos jardines ahora sin dueño —escribía—. Solo los pájaros desconfían de este abril: no hay ningún gorrión en el canalón de nuestro tejado»[121]. Antes de la tormenta todo su pensamiento se centraba en el hambre, como la víctima de un asedio. Luego vino el bombardeo, el temblor de tierra de los proyectiles y el ruido ensordecedor; e inmediatamente después los soldados, los «Ivanes», avanzando lentamente, casa por casa y habitación por habitación, arrojando granadas en portales y escaleras, disparando primero y preguntando después. Pronto todo lo que escribiría la autora del diario tendría que ver con aquellos extranjeros, los soldados del Ejército Rojo con su afición a la bebida y sus gustos groseros, sus extremidades vendadas, sus rostros llenos de cicatrices y su constante e insaciable necesidad.

Mientras las afueras de Berlín se colapsaban y se despejaban al paso minucioso de unos hombres que avanzaban a través de un laberinto de trampas, llegaron más tropas para asegurar las zonas liberadas. En Berlín ya no quedaba mucho por llevarse, pero se apoderaron de todos los alimentos y demás productos que se les antojaron. Casi de manera casual, y sin el intenso odio de tres meses antes, también cumplieron su habitual venganza en las mujeres berlinesas. La intimidad no era buena para la disciplina, como tampoco lo era para la salud sexual de los hombres (y no es que la mayoría de ellos no tuvieran ya una u otra forma de infección)[122]. Los saqueos y la ebriedad resultaron desastrosos para la reputación del ejército tanto entre sus aliados como entre los civiles alemanes. En abril, Stalin y Zhúkov intervinieron, promulgando una serie de nuevas órdenes relativas a la propiedad, la violación de residencias privadas y lo que eufemísticamente se denominaba las «relaciones con mujeres civiles». De manera confusa, la más famosa de dichas órdenes deploraba lo que calificaba de conducta liberal para con los alemanes en la misma medida en que condenaba la brutalidad excesiva[123]. Pero el mensaje era inequívoco. «La orden de Stalin», como los hombres no tardarían en bautizarla, exigía contención. Se leyó en voz alta a las tropas en sus reuniones políticas, y las mujeres alemanas pronto aprendieron a invocarla como una especie de conjuro disuasorio frente a sus «Ivanes». Pero no parece que en Berlín cambiaran mucho las cosas. Cuando los hombres hablaban de ella, afirma la autora del diario, «sus ojos brillaban con malicia»[124]. Lo único que de verdad garantizaba su contención —aparte del cañón de la Nagan de un oficial— era la prioridad absoluta del combate.

Las fuerzas de Zhúkov entraron en Berlín el 21 de abril. Al día siguiente los hombres de Kónev cruzaron el canal de Teltow. Fueron también las tropas de Zhúkov, incluidas las que estaban bajo el mando directo de Chuikov, las que rodearon y atacaron el Tiergarten, un distrito de ocho kilómetros de largo por dos de ancho. Aunque albergaba también el zoo de Berlín, este constituía sobre todo el reducto nazi. Los búnkeres que configuraban el núcleo, rodeados de cañones antiaéreos, contaban con paredes de dos metros de espesor. Uno de ellos era la sede de la Gestapo; otro, en un extremo del recinto, era el propio bunker de Hitler, un edificio que combinaba las funciones de puesto de mando, bastión y gran sala de recepción imperial. Al norte, más allá de la Puerta de Brandenburgo, estaba el edificio del Reichstag, el símbolo elegido por los soviéticos como encarnación del dominio nazi. El Tiergarten se hallaba dividido en dos por el canal de Landwehr, un bonito monumento que se convirtió en una barrera, y luego en una trampa mortal, cuando las SS volaron los túneles subterráneos que pasaban por debajo. Pero aquel sería ya su último y desesperado movimiento. El 29 de abril toda el área era escenario de bombardeos y el fuego proyectaba una amenazadora luz roja que iluminaba hasta los rincones más oscuros del cielo por encima de los escombros, el polvo y el humo. Ya no cabía duda de cuál sería el resultado final, pero los últimos estertores de este imperio no iban a ser apacibles.

Hicieron falta tres días de fuego intenso por parte del Ejército Rojo para tomar los edificios simbólicos. El ataque al Reichstag fue el momento más emblemático. Stalin quería que se publicara la noticia de la conquista (y si era posible, de la rendición de Berlín) a tiempo para la celebración del Primero de Mayo en la Unión Soviética. De hecho, la famosa fotografía de los sargentos Yegórov y Kantaria (este último, como Stalin, de origen georgiano), haciendo ondear su bandera roja desde el tejado del Reichstag, fue una foto preparada que se tomó al día siguiente, cuando el peligro real ya había pasado. En realidad las tropas que participaron en la operación tuvieron que avanzar palmo a palmo a través de una lluvia de fuego de ametralladora, desafiando las granadas y las trampas explosivas. Trescientos defensores, de los que más de doscientos resultaron muertos, les mantuvieron a raya durante más de ocho horas. La misma historia se repetiría en otros lugares, como la formidable torre antiaérea situada en el zoo del Tiergarten. Cada vez que se tomaba uno de aquellos bastiones había montones de soldados nazis, cuando no centenares, que se rendían. Y muchos más, los heridos y los moribundos, aguardaban el final en los sótanos[125]. El propio Hitler había muerto ya: él y sus colaboradores más cercanos se suicidaron el 30 de abril. «La Wehrmacht seguía luchando —cuenta una descripción de los hechos— como un gallo al que le hubieran partido la médula espinal»[126]. Hasta las seis en punto de la tarde del 2 de mayo, el comandante de la guarnición de Berlín, general Weidling, no se rendiría al Ejército Rojo[127].

Un testigo de todo ello fue Nikolái Belov. «Yo quería escribirte sobre todo acerca del primero de mayo —le decía a Lidia el día 3 del mismo mes—, pero lo que ha ocurrido es que hemos estado combatiendo todo el tiempo; y lo que es más: han sido unos combates verdaderamente duros e interminables, de aquellos en los que ni siquiera tienes tiempo de hablar, y no digamos ya de pensar en escribir». Cuatro de las cartas de ella habían llegado ya el primero de mayo, pero él estaba en pleno bombardeo del Tiergarten, y cuando este terminó estaba demasiado exhausto para abrirlas. Luego vino la capitulación de la ciudad, un período de calma en medio de la tormenta y, finalmente, la oportunidad de descansar. «Hacía mucho tiempo que no dormía como acabo de hacerlo; era como un cadáver», escribía. Pero ahora sabía ya que la guerra llegaba a su fin. «No sé si habrá otra serie de combates como los que acabamos de ver, pero lo dudo. Todo ha terminado en Berlín». Cuando Weidling firmó los documentos de capitulación, Belov estaba durmiendo.

El teniente no había presenciado el final de la Operación Bagratión, ya que había resultado herido justo unas semanas después de haber escrito la última anotación de su diario, a finales del verano de 1944. Su recompensa había sido el primer permiso que se le concedía en toda la guerra, y que había representado una segunda luna de miel con Lidia. Era precisamente en su hogar en lo que pensaba cuando escribía el 3 de mayo. Un oficial compañero suyo le había invitado a celebrar el primero de mayo —con retraso— en sus «señoriales» cuarteles de Berlín, «donde, según dicen, probablemente puedes relajarte un poco». Pero en aquel momento pensar en lujos era algo que repugnaba al exhausto oficial. «¡Al diablo todo eso! —declaraba Belov—. Mejor estaré en una choza en cualquier parte; donde sea, siempre que sea en Rusia, de modo que pueda relajarme y olvidar toda la pesadilla de esta guerra, incluida la sangrienta raza alemana». Los lujos repugnaban asimismo a su conciencia debido a que no había tenido tiempo de enviar ningún paquete a casa, a pesar de que ansiaba ayudar a su familia. Estaba exhausto y harto de la guerra, pero su carta contenía también una semilla de auténtica esperanza.

El caso era que Lidia estaba esperando un bebé, un hijo concebido durante su permiso. En la carta llamaba cariñosamente a la mujer embarazada «gordita», diciéndole que comiera bien y descansara mucho. De manera más seria, consideraba también lo que podría pensar más adelante su futuro hijo cuando preguntara qué había hecho su padre en la guerra. Él no tenía nada que reprocharse y creía que podía sentirse orgulloso. Consideraba que no debían «avergonzarse, ya que hemos cumplido con nuestro deber hasta el final». Pero todo eso todavía formaba parte del futuro. En aquellos primeros días de mayo la guerra aún no había terminado, como tampoco había desaparecido en su cerebro la tensión, la sensación de estar luchando interminablemente. «Sin duda estarás de celebración —escribía—. Imagino lo contenta que debe de estar nuestra nación, pero para nosotros los soldados resulta difícil calibrar el verdadero alcance de nuestra victoria, ya que nuestro objetivo ha sido tomar una ciudad o ganar una batalla, estamos acostumbrados a sopesar el efecto de una batalla determinada, y solo empezaremos a pensar en la victoria cuando escuchemos el último disparo».

Sabía que no tendría que esperar mucho. «Quizás —concluía— la guerra haya terminado antes incluso de que leas esta carta». Cinco días más tarde, Zhúkov aceptaba la rendición incondicional de Alemania. La ceremonia constituyó un final tan digno como permitieron las condiciones del período bélico. Las cámaras de la prensa de todo el mundo dispararon sus flashes mientras Keitel, el jefe del Estado Mayor alemán, se quitaba el guante para firmar el acta de capitulación justo después de la medianoche del 9 de mayo. Cuando la delegación alemana hubo abandonado la sala, las delegaciones soviética y aliada dieron un gran suspiro de alivio, sobre las mesas cubiertas de fieltro verde aparecieron el vino y el vodka, y el propio Zhúkov se puso a bailar aplaudido por sus generales[128]. Fuera, los hombres celebraban la victoria con salvas de la artillería pesada, disparos de fusil y aún más bebida. Pero Belov no llegaría a escuchar el último disparo de la guerra, ni vería jamás a la hija que nacería un mes después. El 4 de mayo había sido destinado al oeste, a la población de Burg del Elba, donde moriría al día siguiente, 5 de mayo[129].

Más de 360 000 personas entre soldados del Ejército Rojo y sus camaradas polacos perecieron en las campañas de Berlín; probablemente la décima parte de ellas murieron en las batallas producidas en los alrededores de la propia capital[130]. Aquellos hombres y mujeres serían los fantasmas de las celebraciones del 9 de mayo. Pero durante unas horas la mayor parte de los soldados pensaron en la vida, no en la muerte. «Oímos la jubilosa noticia por la radio a las tres en punto de la madrugada —le escribiría Taránichev a su esposa—. Se despertó a todos los que estaban durmiendo y enseguida organizamos una concentración; disparamos andanadas con toda clase de armas hasta la mañana, lo que significa que hasta que amaneció la ciudad estuvo cubierta por tal lluvia de fuego que parecía que se estuviera librando una verdadera batalla. Querida, no puedes imaginarte la alegría que hay entre nuestros oficiales y entre los hombres por el final de la guerra. Es verdad que has sufrido mucho ahí en casa tras las líneas, y que nuestra retaguardia, junto con el valeroso Ejército Rojo, han derrotado a la bestia fascista; pero en cualquier caso es aquí en el frente donde nos hemos llevado la peor parte, y tienes que entendernos: ¡somos frontovikí![131]». Aguéiev hablaba en nombre de otros muchos cuando declaraba que «nunca ha habido tanta felicidad y orgullo en la historia como los que hoy está experimentando el pueblo soviético»[132]. En la base de Samóilov, los soldados habían empezado las celebraciones desde la caída de Berlín, el 2 de mayo. El día 7 corrió el rumor de que finalmente había acabado la guerra y algunos empezaron a disparar al aire. Volverían a hacerlo el 8 de mayo, esta vez cuando la BBC había anunciado la capitulación de Alemania; pero solo se emborracharon a conciencia cuando Keitel se rindió ante el propio Zhúkov[133].

En otras partes los hombres no habían esperado tanto. El 5 de mayo, un soldado de la guardia fronteriza de la NKVD encontró casualmente un bidón de alcohol metílico en el patio de uno de los puestos de la SMERSh en Berlín. Probó a verter una pequeña porción en una taza de té y la compartió con otros dos soldados del servicio de seguridad. Aquella taza sola no fue suficiente, de modo que llenaron un recipiente de tres litros y se lo repartieron, y aún fueron a buscar más cuando apareció el cocinero y se autoinvitó a la fiesta. Aquella noche se añadieron otros siete hombres; o mejor dicho, tuvieron que servirse por sí mismos, ya que para entonces los primeros bebedores habían perdido el conocimiento y olvidado felizmente que aún no se había ganado la guerra. Ninguno de ellos viviría para presenciar la victoria. Los primeros tres hombres morirían al segundo día. El resto lo haría antes de que Keitel hubiera firmado los últimos documentos[134]. Casos así se repitieron en todo el frente. El culpable fue casi siempre el alcohol metílico, pero también hubo ocasiones en que la culpa sería del anticongelante, la trementina e incluso el exceso de aguardiente[135]. Al menos las víctimas no llegarían a presenciar las decepciones que traería la paz.

Al día siguiente de la capitulación, el 10 de mayo, Berlín era una ciudad desierta y silenciosa. Las calles estaban vacías y las plazas públicas, donde la Wehrmacht había talado los árboles para facilitar la tarea de su artillería, aparecían desnudas, despojadas incluso del canto de los pájaros. La mayoría de los soldados dormían la mona. Pero no todo el mundo se había quedado en la capital alemana para celebrar el fin de la guerra europea. Yermolenko se contaba entre los miles de hombres que ya se dirigían hacia el este. Su compañía recibió la noticia de la victoria cuando su tren se aproximaba a los Urales[136]. Todavía no conocía los detalles de su misión, pero se dirigía hacia Manchuria: la guerra europea había terminado, pero los soviéticos se unirían ahora a la lucha para derrotar a Japón.

Aquel era el primer indicio, el primer atisbo de que la derrota alemana no significaba el fin del servicio militar para los soldados del Ejército Rojo. Habían cumplido con su deber, como decía Belov, manteniéndose firmes hasta el final; pero ahora asomaba ya la que constituiría solo la primera de muchas otras decepciones. Habrían de pasar no semanas, sino meses, e incluso años, antes de que la mayoría de los hombres volvieran a ver a sus esposas y sus familias. En lo que se refiere a sus esperanzas, a los sueños que habían alimentado durante largas noches de charlas y de escritura, la espera aún habría de ser más larga. Como había entendido muy bien Kópelev mientras contemplaba las llamas elevándose sobre Neidenburg, no estaba nada claro para qué se estaba equipando ahora a aquellas personas. Y tampoco quedaría nunca claro cómo iban a arreglárselas en tiempos de paz. Lo único cierto con lo que podían contar mientras observaban la primavera extendiéndose sobre la minas de Berlín era con el despiadado poder del Estado por el que tantos habían muerto. Ellos lo habían salvado. Ahora iban a tener ocasión de calibrar su gratitud.