En Crimea los meses de abril y mayo suelen ser cálidos, pero en Bielorrusia, a más de 800 kilómetros de tierra firme hacia el norte, el viento que barre los marjales es todavía frío y cortante. En 1944, el estado llamado Bielorrusia era un desierto; inhóspito, cubierto de nieve, asolado por dos ejércitos y tres años de guerra. Nikolái Belov llevaba casi seis meses atrapado en aquel paisaje de hielo y lodo. Como oficial, no podía quejarse de su alojamiento. Él tenía una cabaña revestida de maderas locales en lugar de un fangoso refugio subterráneo; asimismo, y a diferencia de sus hombres, Belov estaba bien abastecido de alimentos y de combustible para calefacción. Pero la monotonía del invierno bielorruso le deprimía, con la interminable nostalgia de sus fétidas ciénagas que le hacían pensar en naufragios. Estaba aburrido, apático e inquieto. Para matar el tiempo procuraba leer biografías, empezando por la de Napoleón. En abril de 1944 terminó el segundo libro de su guerra. El héroe era un general georgiano que había luchado y muerto en Borodino. El nombre del general era Bagratión. Si Belov hubiera sabido lo que Moscú preparaba para él, puede que hubiera esbozado una sonrisa irónica.
La «Operación Bagratión», que estaba a punto de empezar, fue una de las mayores campañas militares de toda la guerra. Lejos, al oeste, las fuerzas aliadas al mando de Eisenhower se preparaban para lanzar su propia gran ofensiva, la «Operación Overlord», cruzando el canal de la Mancha e iniciando un largo avance a través de Francia. Pero la campaña soviética para expulsar al ejército alemán de Bielorrusia no sería menos ambiciosa que los desembarcos del Día D. También resultaría más costosa y, en última instancia, más trascendental. Planificada para comienzos del verano, se vería retrasada por interminables disputas relativas a aprovisionamiento y logística. Al final, con una simetría totalmente involuntaria, la campaña se inició el 22 de junio, el día del tercer aniversario de la hitleriana «Operación Barbarroja»[1]. Y al igual que esta, estalló en todo el país como una tormenta. De no haber sido por Stalingrado, y luego por Kursk, la Operación Bagratión —denominada así por Stalin en homenaje a su compatriota georgiano— podría muy bien haber representado el principal punto de inflexión de toda la guerra.
De hecho, la operación de la frontera occidental de la Unión Soviética prácticamente escapó al tratamiento épico que los historiadores concederían más tarde a Stalingrado y Kursk. Por una parte se vio eclipsada, en Europa occidental y el mundo anglosajón, por el drama que se desarrollaba paralelamente en el norte de Francia. Por otra, la Operación Bagratión quedó ensombrecida por los triunfos que vinieron tras ella, como si, de alguna manera, no hubiera sido más que un gran preludio. Pero sobre todo, el ejército que la llevaría a cabo, aunque seguía siendo el Ejército Rojo, ya no podía atribuirse el papel de valeroso oprimido. Antes de Bagratión, las tropas soviéticas todavía luchaban para liberar su propio país; tras ella se convirtieron en tropas dispuestas a la conquista, avanzando hacia el oeste a través de Europa de una manera que —al menos para las mentes centroeuropeas— resucitaba el fantasma de una horda extranjera. La historia de la guerra patriótica de la Unión Soviética sería mucho más fácil de contar si hubiera tenido un final feliz; pero lo que vendría después de Bagratión, en sintonía con la naturaleza brutal de la época, no presentaría precisamente el agradable aspecto de los cuentos de hadas.
Zhúkov y sus colegas habían aprendido mucho desde 1941. La planificación de Bagratión mostraría todo lo que podían lograr a gran escala, y también hasta dónde habían llegado en materias como la coordinación, el secretismo, el engaño y una minuciosa preparación táctica. Asimismo, en ese momento el Ejército Rojo constituía la fuerza terrestre mejor armada de toda Europa. Entre las toneladas de armamento que desplegó aquella primavera, había una media de alrededor de quinientas piezas de artillería por cada kilómetro de frente[2]. Pero la preparación de la Operación Bagratión no fue menos tensa, menos exigente a escala humana, que los meses que desembocaron en Kursk. El milagro fue que unos soldados que llevaban meses en acción, cuando no años, fueran capaces de galvanizar sus cuerpos y sus mentes para aquel combate.
Aquel invierno, la mayoría de ellos estaban aturdidos, exhaustos y conmocionados. «La oleada patriótica del verano y el otoño está disminuyendo», escribían esperanzados a sus amos de Berlín los espías alemanes en enero de 1944. Entre las filas, la opinión generalizada era favorable a una paz rápida. Los soldados parecían no querer otra cosa que echar a los fascistas de su tierra. Llevar la guerra al extranjero, luchar por otros territorios, no merecía el sacrificio de varios meses más de privaciones o de otro invierno en las trincheras[3]. Los hombres de más edad ansiaban volver a casa, mientras que entre los nuevos reclutas, muchos de los cuales no eran rusos, tendía a escasear el entusiasmo de los patriotas de 1941. Casi todos ellos tenían motivos de queja. Muchos marchaban ahora con heridas que jamás dejarían de atormentarles y que les acortaría la vida. Pero la guerra había cambiado algo más que sus cuerpos. Por entonces esta había ya anegado sus pensamientos, alterado su lenguaje y distorsionado sus gustos. Había dejado a todos y cada uno de ellos tan exhaustos que podían llegar a dormirse al pie de los cañones, en húmedas trincheras o a lomos de los tanques. De hecho, podían quedarse dormidos en cualquier parte, pero pocos de ellos tenían la oportunidad de hacerlo. La mayoría de las tropas de primera línea apenas habían podido descansar desde el torbellino del otoño anterior.
Para quienes sobrevivieron a él, Kursk había resultado embriagador, y el avance hacia Orel y Jarkov, un desfile heroico. En septiembre hubo una pausa y en ocasiones incluso se dispuso de algunos días, cuando las divisiones del frente estaban el tiempo suficiente en un mismo lugar, para escribir cartas o remendar las botas. «Voy a dejar dormir un poco a mis piojos», escribía Belov el 9 de septiembre. Por primera vez desde hacía semanas, pudo quedarse sentado toda una tarde. La lucha no se había interrumpido, pero ahora, como oficial del Estado Mayor, era él quien tenía que organizado todo. Odiaba ese trabajo, anhelaba un papel más activo y sentía nostalgia de la compañía de los hombres y de una nueva subida de adrenalina[4]. Se había vuelto ya adicto a la guerra, en la misma medida en que esta le repugnaba y le destrozaba. Sin embargo, en los meses siguientes iba a encontrar la acción que ansiaba. A primeros de octubre, la división de Belov había llegado al río Sozh, que discurre en dirección sur hacia el Dniéper junto a la ciudad de Gómel. «Estamos librando la guerra en territorio bielorruso», anotaba. A finales de noviembre casi habían llegado al propio Dniéper. Se hacían progresos, se daba un paso más hacia el triunfo; y, sin embargo, aquello seguía siendo extenuante, duro y demoledor. «Tendremos que pasar el invierno en los bosques y marjales —escribía el 28 de noviembre—. Hemos iniciado nuestro ataque a las diez en punto. En veinticuatro horas hemos recorrido unos seis kilómetros. No tenemos ni munición ni proyectiles. No hay bastante comida. Las unidades de retaguardia han quedado atrás. Hay muchos que no tienen absolutamente ningún calzado»[5].
Unos soldados del Ejército Rojo en el frente central durmiendo tras la batalla, 1943.
Las breves y cortadas frases de Belov esbozan los desnudos contornos de la miseria colectiva. El Ejército Rojo estaba preparándose para dar el último golpe que tenía que asestar en su propio suelo, pero muchos soldados se hallaban en malas condiciones para aquella campaña. La hueste que tan extraña parecería al llegar a Europa y cuya vanguardia provocaría tanto terror, era en realidad un ejército de hombres sucios, malolientes y desaliñados. Pero pocos soldados habrían querido que fuera así. Acaso no pensaban demasiado en su miseria porque esta formaba ya parte de sus vidas. A finales de 1943, realidades diarias como los piojos, los dolores reumáticos y las llagas abiertas resultaban demasiado familiares. Pocos soldados tenían ocasión de ir al dentista en el frente, aunque muchos de los jóvenes educados en ciudades se lamentaran —durante una semana o dos— de que la pasta de dientes resultara tan difícil de encontrar. A la larga, y como en todo lo demás, se acostumbrarían a tener una boca distinta de la que habían tenido hasta entonces. El dolor de muelas se unía a las hemorroides y la conjuntivitis en la lista de irritaciones con las que los soldados convivían, como convivían con las ratas. En marzo y abril, la aparición de heridas que no cicatrizaban y de encías que sangraban anunció los primeros casos de escorbuto. Ninguna orden de Moscú podía producir coles cuando en los almacenes se había agotado hasta el té y el trigo sarraceno. El inicio de la primavera era la peor época, después del largo invierno y mucho antes de que hubieran crecido las primeras cosechas. Y el comienzo de la primavera —finales de marzo en Crimea; mayo en Bielorrusia— era también la estación del barro.
Aquel mes de abril, como siempre, las bandadas migratorias de gansos atravesaban volando a ras de tierra los marjales de Pripiat en dirección este, hacia sus lugares de anidamiento. Belov escuchó la primera alondra. Durante tres meses, sin embargo, él y sus hombres se habían quedado estancados, esperando órdenes, cavando «como topos»[6]. Era una pausa, pero no un descanso. Por una parte, seguían viéndose obligados a moverse de vez en cuando, aunque cada nuevo emplazamiento resultaba tan poco atractivo como el anterior. Por otra, seguía habiendo un montón de proyectiles enemigos. «Frizt no nos deja ni asomar la nariz —se quejaba Belov—. Todo está acribillado. Incluso de noche resulta peligroso ir de un edificio a otro». También había humedad. «Todo se deshiela —seguía quejándose—. Aquí habrá una terrible cantidad de barro, y no desaparecerá hasta junio»[7]. En eso tenía razón. «El tiempo vuelve a pasar despacio —escribía en abril—. Los días se arrastran interminablemente. No hay nada peor que la defensa»[8].
La inactividad de aquella primavera —o mejor dicho, la soporífera rutina de arengas, instrucción y entrenamiento— no hizo sino favorecer que afloraran los más amargos pensamientos. Fuera lo que fuere lo que viniera en los meses siguientes, aquel final del invierno y comienzo de la primavera fue desolador para casi todo el mundo. «El entusiasmo por un avance militar —afirmaba un informe alemán— sigue siendo impensable». Entre los hombres, el resentimiento hallaba su expresión en las peticiones de permisos para visitar a la familia, en la proliferación de riñas y en la epidemia de heridas autoinfligidas[9]. Belov se entregaba a su depresión, una laxitud mezclada con resentimiento por su vida malgastada. «En los últimos tiempos he sentido un acusado hastío de la guerra —escribía a mediados de diciembre—. Supongo que debe ser por eso por lo que cada noche sueño con mi familia y con mi situación en tiempos de paz. Pero, evidentemente, es todo inútil. La guerra no va a acabar este invierno. Me duele la cabeza». Un mes después, sus cartas a casa se hicieron «agrias e inconexas». Jamás —escribió— había experimentado tal apatía[10]. Ni siquiera las buenas noticias —la liberación de Nóvgorod y el alivio definitivo de Leningrado— despertaban una auténtica alegría. Yermolenko, destacado en el sur de Ucrania, tenía sentimientos parecidos. «Después de tres años de guerra —escribía en mayo—, el soldado soviético está agotado, física y moralmente»[11].
Esta clase de fatiga era demasiado común como para suscitar la intervención médica. Aquella primavera Belov cayó enfermo víctima de un grave resfriado, pero los médicos le dieron el alta después de pasar tres días en un hospital de campaña. Tenían que tratar demasiados casos de tuberculosis para perder el tiempo con alguien que tenía los pulmones sanos. La actitud médica frente a las tribulaciones de la mente era parecidamente enérgica. El simple estrés, por no hablar de diagnósticos más complicados como el trastorno por estrés postraumático, era algo que resultaba tan ajeno al personal médico del Ejército Rojo como las indisposiciones histéricas de la burguesía. Una generación antes, Rusia había sido el país con mayores conocimientos sobre el estrés del combate y había sacado diversas conclusiones basadas en los conflictos de los Balcanes y Extremo Oriente; pero el trauma personal, como el deseo personal, era un concepto ajeno al estalinismo[12]. Los soldados formaban parte de un colectivo; mantener la moral alta era su deber, no su derecho. Lo más probable era que los que se quejaban, se fingían enfermos o mostraban signos de cobardía hubieran de enfrentarse a un castigo, ya fuera una bala o el batallón de shtraf.
El rechazo por parte del Ejército Rojo de la psiquiatría en esta guerra —o mejor dicho, su olvido de ella en el frente— se ha traducido en el hecho de que hayan llegado hasta nosotros pocos informes sobre este aspecto de la moral. Sin ellos, resulta fácil olvidar que aquellos soldados fueron presa de las mismas emociones que sus aliados. Fue la actitud de los hombres con respecto a esos sentimientos, no la propia respuesta humana al estrés, la que varió de unos ejércitos a otros. A Belov nunca se le habría ocurrido calificar su apatía como un signo de la tensión de la batalla. Jamás habría soñado en atribuir los suicidios y «accidentes» que proliferaban conforme se alargaba la guerra a la propia carga traumática de esta[13]. A diferencia de sus colegas británicos y estadounidenses, la única clase de trastorno mental que las autoridades de la Unión Soviética reconocían durante el período bélico era aquel que tuviera una causa orgánica clara. El resto eran debilidades, fracasos personales, algo que tapar con vergüenza. Muchos miles de soldados, debilitados por el agotamiento y la constante tensión, fueron ejecutados por desertar en el campo de batalla[14]. Otras víctimas mentales desaparecieron de los registros cuando resultaron muertas, quizás demasiado cansadas o confundidas para sobrevivir a otra ronda más de bombardeos. Las heridas psiquiátricas eran reales, pero solo se reconocieron los casos extremos, como aquellos en los que los hombres manifestaron esquizofrenia tras ser reclutados[15]. Las estimaciones varían, pero parece probable que solo 100 000 de los 20 millones de soldados del Ejército Rojo en servicio activo se contabilizaran a la larga como víctimas permanentes de trastornos mentales[16].
Para los médicos que trabajaban en esta guerra, «trauma» significaba lesión física, contusión o conmoción cerebral. En diversas entrevistas, realizadas en 1996, no logré persuadir a distintos grupos de veteranos del cuerpo médico de que existiera ninguna otra clase de conmoción provocada por la batalla, aparte de los mareos y el agotamiento que pueden sentir todos los soldados. «Contusión» aún les resultaba un término aceptable, pero jamás habían oído hablar de «trauma» en el actual sentido occidental. Sin comprender bien lo que les decía, me pedían que les explicara qué significaba eso del «estrés posdramático»[17]. Su sorpresa no resulta difícil de explicar: los libros de texto de su época en el frente no mencionan el trauma mental, como tampoco lo hacen los recuerdos de sus colegas ni siquiera los de los propios combatientes. El pánico era debilidad, era vergüenza; y la vergüenza se eliminó de la historia de esta guerra junto con la embriaguez y la delincuencia.
La ignorancia del personal sanitario de campaña, la mayoría de cuyos integrantes se formaron en la década de 1930, o incluso, de manera algo apresurada, durante la propia guerra, reflejaba una opción política deliberada. Tras las líneas seguía habiendo especialistas con todos los conocimientos necesarios, tan bien informados como cualesquiera de sus colegas de Estados Unidos o Gran Bretaña. Algunos de los de mayor edad habían dirigido el debate europeo sobre el estrés durante la Primera Guerra Mundial. Todavía en 1942 se habían producido algunas discusiones entre especialistas sobre experiencias traumáticas, una conferencia o dos[18]; pero aquellas ideas jamás llegaron a los equipos médicos del frente. De hecho, no había personal psiquiátrico por debajo de los estadios correspondientes a los frentes y ejércitos enteros[19]. Los recursos eran un problema; otro era que la psicología militar, cuando no el tratamiento generalizado de los enfermos, había adoptado un rumbo distinto desde la llegada de Stalin al poder. Buena parte de la experimentación se dedicaba a una especie de taylorismo, a la preparación mental de cada soldado para adaptarse a la máquina o al arma que iba a tener que usar, ya que se consideraba que se podían aplicar a la guerra las mismas reglas que a la producción masiva[20]. Hombres y máquinas tenían que trabajar en armonía, y no había lugar para la histeria.
Había síntomas, no obstante, que no podían ignorarse. Los hombres que sufrían mutismos, convulsiones y estados de fuga no podían permanecer en primera línea, y menos aún limpiar y manejar armas de fuego o manejar equipamiento delicado. En general se les trataba en las inmediaciones del frente, más que nada porque los hospitales más grandes estaban abarrotados de heridos y moribundos. El tratamiento era de carácter muy básico. Las inyecciones siempre parecían ayudar algo: ejercían una suerte de influencia mística en los campesinos que no tenían ni idea de medicina. Luego déjese dormir a los hombres —proseguía el razonamiento— y pronto se recuperarán, o al menos volverán a encontrarse lo bastante bien como para luchar. En muchos casos eso era cierto. También resultaba beneficiosa una atención rápida al problema, lo cual solo era posible en primera línea.
Algunos pacientes no mejoraban. A los que necesitaban largos períodos de reposo se les podían asignar diversas tareas en la maraña de campamentos y depósitos de transporte que había justo tras las líneas. Trabajaban como mozos de almacén, camilleros, personal de limpieza o cocineros; pero muy pocos de ellos llegarían a ver jamás un pabellón psiquiátrico. Para llegar allí, sus síntomas tenían que persistir tras varias semanas de pruebas y «tratamientos», incluida la administración de electrochoques (supuestamente para estimular los nervios) o el uso de ropas empapadas y máscaras de goma para inducir una sensación de ahogo (con el fin de comprobar si sus síntomas se controlaban o no voluntariamente)[21]. La brutalidad de esas primeras medidas presagiaba el sombrío mundo de los pabellones psiquiátricos. A quienes veían confirmado el diagnóstico les esperaba una vida miserable: pasando hambre, sin afecto alguno y atiborrados de medicamentos[22].
En el frente ruso, un problema que no lo fuera en términos oficiales pronto parecía desvanecerse. En ese sentido puede decirse que el enfoque soviético de la experiencia traumática resultó eficaz. En esta guerra, por ejemplo, entre los soldados estadounidenses, cuyos síntomas se tomaban más en serio, la proporción de bajas del servicio activo era entre cuatro y seis veces superior a la del Ejército Rojo[23]. Los soldados de Stalin aprendieron que mencionar el estrés del combate no constituía precisamente el mejor modo de quejarse de agotamiento, de pánico o de insomnio. Las lesiones físicas, que pronto seguían a las mentales, representaban una forma más efectiva de conseguir un billete a casa o, cuando menos, a un hospital de campaña y una cama. «Había un solo pensamiento —sugeriría posteriormente un veterano—. Que te hirieran pronto, que salieras vivo y que fueras al hospital, o al menos que tuvieras una convalecencia, para tomarte un descanso»[24] Aunque los más afortunados escaparían a la invalidez a largo plazo, difícilmente podía considerarse que las decenas de miles de hombres supuestamente sanos acampados en el frente bielorruso en la primavera de 1944 estaban todos de una pieza.
La cultura del frente tendió a evolucionar para dar cabida a unos hombres exhaustos, asustados y agresivos, que permitía al mismo tiempo la incorporación de toda una caterva de delincuentes. Hacía tiempo que se enviaban trenes cargados de asesinos y cacos de poca monta hacia el oeste desde el Gulag para reabastecer al ejército, pero ahora a casi todos los delincuentes presos por bandidaje, por robo y de algo a lo que se aludía vagamente como «delitos contrarrevolucionarios» se les llevaba al frente, se les evaluaba y en casi todos los casos se optaba por hacerles cumplir su condena en unidades de shttaf[25]. Originariamente habían combatido en formaciones a las que se mantenía separadas de la masa de tropas en servicio; pero ahora los delincuentes y shtrafnikí podían encontrarse con que se les asignaba a unidades regulares, donde se les encomendaban tareas peligrosas, sobre todo incursiones tras las líneas alemanas[26]. Más que nunca, la cultura y el lenguaje de los shtrafnikí prevalecían entre las tropas. Puede que la prensa calificara a los hombres de héroes; pero cuando se congregaban en el frente, su idioma era un idioma de esclavos, cuando no de presos[27]. No era solo la furia patriótica de 1941 la que se desvanecía; había también una especie de comedida moral comunista que desaparecía bajo el peso de otros valores.
La violencia estaba en todas partes independientemente de lo que dijeran las órdenes militares vigentes. Cuando no estaban en combate, reñían por el botín, por la bebida, por su posición o por las mujeres. Con frecuencia el resultado eran meras reyertas, pero a veces las autoridades tenían que vérselas con la aparición de cadáveres. Puede que las víctimas aparecieran al rayar el alba con la cabeza destrozada de un balazo o asesinadas a golpes con las culatas de los fusiles[28]. En ocasiones el motivo era la euforia. Allí donde los alemanes habían incendiado aldeas como un calculado acto de terror, el Ejército Rojo era capaz de hacer lo mismo —incluso en su propio suelo— disparando a un montón de paja seca en medio de una orgía de celebración[29]. La bebida —que casi nadie consumía por el mero placer de degustarla— con frecuencia tenía algo que ver, ya que ahora su finalidad era simplemente adormecer la mente, escapar de la guerra sin abandonar el puesto[30]. En algunas unidades los hombres juntaban todas sus raciones de vodka con el fin de que cada uno de ellos, por turnos, tuviera la oportunidad de bebérsela toda y perderse completamente por una noche[31].
Lo que contaba era la fuerza del licor, no su calidad. Chuikov tomó la precaución de sellar las bodegas de vinos finos que sus hombres descubrieron cuando tomaron diversos cuarteles nazis en Polonia. Pero a veces llegaba demasiado tarde. Cuando visitó una de aquellas bodegas se encontró a un conductor de un regimiento de artillería hurgando entre los montones de cajas. «No encuentro ningún licor fuerte como los nuestros —murmuró el hombre, después de haber abierto varias botellas de champán de la mejor calidad—. Es la sexta caja que abro —se quejó— y lo único que tienen es esta cosa efervescente»[32]. Con expresión de disgusto, el soldado dejó que el fino líquido se desparramara por el suelo. Pero aunque rechazaran el vino importado, los hombres con tales gustos se bebían cualquier cosa que oliera a licor, incluidos el samogon y el anticongelante. «Cuando nuestros soldados encuentran alcohol —confesaba un teniente soviético—, dan permiso a sus sentidos. No se puede esperar nada de ellos en tanto no se hayan terminado hasta la última gota». En su opinión, que expresaba en 1945, «de no haber cogido aquellas borracheras, habríamos derrotado a los alemanes dos años antes»[33].
También la delincuencia aumentaba con la creciente confianza de los soldados, y en este momento de la guerra había alcanzado una escala gigantesca. Las recientes mejoras en el abastecimiento eran como una invitación a los ladrones potenciales. Pero el negocio empezaba desde arriba. De hecho, y como observarían los propios inspectores del ejército, entre enero de 1943 y julio de 1944 se había juzgado a una «significativa proporción de oficiales» de las regiones del frente por robo y especulación a gran escala. Las cifras, que se basaban en «datos incompletos» y abarcaban solo los seis primeros meses de 1944, relatan por sí mismas una vivida historia. Este era un ejército estacionado en su propio territorio soviético. Los días de gloria del saqueo alemán hacía ya seis meses que habían pasado. Y sin embargo, en aquel medio año, solo los robos detectados por los oficiales representaban 4,5 millones de rublos en dinero en metálico, 70 toneladas de harina y productos de panadería, 22 toneladas de carne y pescado, 5 toneladas de azúcar, 4872 artículos de equipamiento, 33 toneladas de petróleo, 7 automóviles y «otras propiedades militares por valor de dos millones de rublos»[34].
Las cifras globales resultan impresionantes, pero hay toda una serie de casos concretos que parecen sugerir que estas se hallan muy por debajo de la realidad. En aquella época, la comida era una especie de moneda de cambio en las hambrientas aldeas de la estepa. «De vuelta a casa —reflexionaba Lev Kópelev, ahora oficial del ejército soviético—, había pueblos donde la guerra había pasado como una columna de fuego o donde, de manera imperceptible desde fuera, había succionado hasta la última gota de sangre; donde encontrar un poco de azúcar era un milagro y los niños, con ojos enormes y rostros de color blanco azulado, masticaban y se tragaban una especie de pan amargo, negro como el barro, hecho de vete a saber qué demonios»[35]. Un grupo de oficiales del CCIII Ejército de reserva, que disponía de almacenes en los que acaparar, se concentraron en sacar provecho de la guerra. En el otoño de 1943, y en el plazo de dos meses, desviaron 34 toneladas de pan, 6,3 toneladas de azúcar, 2,6 toneladas de grasas, 15 toneladas de sémola y 2 toneladas de carne de las provisiones destinadas a los soldados. El negocio se utilizó para financiar determinados lujos y mejorar las condiciones de vida en un campamento del ejército. Como comentaba el informe sobre las actividades de aquellos delincuentes, era aquel un cuartel en el que «la bebida, la juerga y los robos eran parte de la vida normal»[36].
El siguiente mes de junio salió a la luz una trama aún más ambiciosa de un grupo de oficiales tanquistas que servían en el primer frente ucraniano. Los meros robos constituían solo una pequeña parte de ella, pero presentaba también otro aspecto: la corrupción. Al parecer, los oficiales del frente estaban ansiosos por conseguir favores de sus jefes militares en la capital. En este caso, el general de división les había allanado el camino con toda una serie de generosos sobornos a Moscú, incluidos —en un solo envío— 267 kilos de carne de cerdo, 125 kilos de carne de carnero y 114 kilos de mantequilla. En otra ocasión su munificencia incluyó 5 cabras vivas. Asimismo, entre los artículos que habían desaparecido de los almacenes militares de este frente aquel mes de junio había 15 123 kilos de carne, 1959 kilos de embutido, 3000 kilos de mantequilla, 2100 kilos de galletas, 890 kilos de postres cocinados, 563 kilos de jabón, 100 abrigos de invierno, 100 sobretodos, 80 chalecos de piel, 100 pares de valenki y 100 pares de botas[37]. Los informes como estos, que constituían una rutina semanal, cuando no diaria, para los tribunales militares, testimonian la presencia de redes organizadas y consolidadas que operaban a gran escala. Pero este era también un ejército en el que había al menos un espía en casi cada compañía. En consecuencia, lo que estos informes demuestran también es que la corrupción se extendía a la propia policía de seguridad, que sin duda disfrutaba también de sus cabras vivas y su mantequilla.
Ningún veterano, obviamente, recordaría nada de todo esto. El robo sería otra oscura verdad que el tiempo y la memoria colectiva enterrarían. La escasez de él derivada constituía también un motivo de queja, una ofensa que podía doler, y como tal no tenía lugar en la luminosa memoria de la guerra. Pero quienes salieron perdiendo, naturalmente, fueron los hombres en cuyos almacenes se realizaban los robos. Día tras día, estos tendrían que conformarse con un jabón diluido, un té sin azúcar y unos trozos de cartílago que no podían venderse como carne. E incluso cuando aún tenían comida, podían encontrarse con que no había cuencos o cucharas para servirla[38]. Todo el mundo entendía que las tropas de reserva sufrieran, pero incluso en el frente había días enteros en que los soldados pasaban sin comida ni té calientes[39]. Quejarse podía valerle a un hombre ser acusado de agitación antisoviética. «Al verificar la comida —anotaban recatadamente los oficiales de la NKVD—, se encontró que cumplía los estándares requeridos, y todas las porciones estaban de acuerdo con las normas vigentes»[40]. Así, los hombres tenían que tragarse su rabia junto con la sopa de col. Las estadísticas oficiales sobre delincuencia ocultaban los hechos[41]: si tenemos que creer las cifras globales que aparecen en los informes mensuales, menos del 10 por ciento de los soldados fueron sancionados por algún tipo de delito, incluido el robo[42]. En consecuencia, no podía haber nada de verdad en las quejas de los soldados, o al menos eso era lo que afirmaban los oficiales, aunque ello se debía en parte a que unas cifras elevadas de delincuencia habrían redundado en perjuicio de los politrukí y sus jefes. La tentación de rebajar las estadísticas resultaba tan difícil de resistir como la promesa de una caja de sardinas de contrabando.
Paralelamente, los hombres y mujeres comunes y corrientes encontraban numerosas maneras de mantener a raya el hambre y el frío. Los hurtos, que constituían una especie de compensación por las humillaciones, eran un recurso. Otro era conseguir ovejas y cerdos extorsionando a la población local. El «sírvase usted mismo», que adoptaba numerosas formas, era una práctica común. Mientras Zhúkov se preparaba para el gran asalto, los soldados de Bielorrusia dedicaban sus horas habituales a las granjas, labrando los campos y transportando camiones de cerdos para su engorde[43]. Como siempre, y pese a las exigencias de la guerra, el trabajo en las granjas se consideraba parte del servicio militar. Pero ahora, además, era rentable. En las granjas había silos y pollos, por no hablar de animales de mayor tamaño destinados al matadero. Aparte de los establos, también en el campo podía encontrarse más alimento. En el verano de 1944, los accidentes de caza llegaron a hacerse tan comunes en el frente bielorruso que a los soldados del XI Ejército de guardias se les prohibió disparar a los ciervos y a otros animales de caza mayor[44].
También había que reemplazar las botas y sobretodos gastados. «Mis botas se están cayendo a trozos», se lamentaba Yermolenko en julio de 1944. En aquel momento se encontraba muy lejos del almacén que suministraba los productos financiados por el programa estadounidense de préstamo y arriendo. Pero estaba en Bielorrusia y en plena campaña, y, por lo tanto, las necesitaba. El intercambio era una opción; otra era la caza de un cadáver o un prisionero bien calzado. Como él mismo diría: «Tengo que encontrar un “trofeo de guerra” en forma de calzado en alguna parte»[45]. La suela de las botas se reparaba utilizando el cuero de los asientos de los tanques alemanes; los abrigos se remendaban con jirones de lona. Si en la primavera de 1944 el Ejército Rojo presentaba un aspecto extravagante, al menos podía consolarse con el hecho de que el enemigo, en su mayor parte, aún tenía peor aspecto.
Ese era, pues, el titán que se preparaba para avanzar hacia el oeste aquel verano. Las órdenes de su Estado Mayor y sus oficiales sugieren precisión y planificación. Se establecieron bases en primera línea y en la retaguardia dotadas de reservas de combustible y de munición, y también de generosas cantidades de alimentos. Las armas pesadas, al menos, llegaban intactas, dado que normalmente resultaban demasiado grandes para robarlas. El resto dependía de la vigilancia de los oficiales leales. En cualquier caso, todo el mundo trabajaba al máximo; y cualesquiera que fueran los problemas y las fugas de material, lo cierto es que la preparación de la Operación Bagratión fue formidable[46]. Dado que en buena parte todo dependía del factor sorpresa, casi todos los aspectos del aprovisionamiento debían realizarse por duplicado. La idea era engañar al ejército alemán, hacerle creer que el ataque —si se producía— vendría desde algún lugar del llamado «balcón» de Minsk, la protuberancia que apuntaba directamente hacia Berlín. Luego vendría una enorme charada: la reunificación de tropas cuyo único propósito era aparentar una concentración; la construcción de aeródromos de pega en medio del bosque y el transporte de valiosas armas pesadas destinadas a no hacer ni un solo disparo. Mientras, el ejército de verdad solo avanzaba de noche, borrando después su rastro para que al amanecer no quedara ni rastro de las amplias huellas de los tanques y los cañones. Cesaron todas las comunicaciones de radio. Incluso se prohibió bañarse en espacios abiertos a lo largo de la ruta[47]. La operación estaba a punto de resultar un enorme éxito, pero para los soldados en campaña solo era, tal como Belov escribiría una aburrida noche, «la vieja canción que empieza de nuevo»[48].
La que sería casi la última anotación del diario de Belov se escribió el 18 de junio. Aparte de una frenética planificación, en varios meses apenas había visto movimiento; pero cuando apareció Zhúkov con dos de sus asistentes de mayor rango, Belov supo que la larga espera había terminado. Se iniciaron las maniobras nocturnas; aumentó la tensión. Sus hombres estaban cansados y reñían con facilidad. «Hay razones para pensar que atacaremos el 21 o el 22 de junio —escribía Belov—, que casualmente es el tercer aniversario de la guerra. Es curioso que el 21 de junio también hará cuatro meses que cruzamos el Dniéper. Por alguna razón últimamente me he sentido físicamente mal y tengo los nervios totalmente destrozados … No hay cartas de casa; se las ha llevado el diablo. En ese aspecto puedo ser muy tolerante porque pronto entraré en combate y entonces lo olvidaré todo. Todo esto es desagradable, y muy extraño»[49]. No fueron las últimas palabras que Belov escribiría, pero a partir de aquel día ya no volvería a tener tiempo de llevar un diario.
La Operación Bagratión comportó cinco ataques distintos, aunque coordinados, a lo largo de todo el frente occidental soviético. Aunque el más importante de ellos iba a ser el avance sobre Minsk y hacia el oeste a través de toda Bielorrusia, el primer ataque se produjo en el norte, con lo que se rompió la última resistencia de los fineses. Más tarde, en el sur, también se rodearía Lvov cuando un grupo distinto de ejércitos avanzara hacia el oeste a través de los Cárpatos. El progreso en cada uno de esos frentes resultó impresionante. Minsk, la presa estratégica, fue tomada el 3 de julio. En el plazo de tres semanas las tropas del primer frente bielorruso de Rokossovski habían cruzado la frontera de Polonia.
Operarios de ametralladora del segundo frente báltico vadeando un río, 1944.
Para llegar hasta allí, habían tenido que construir caminos de troncos para atravesar los pantanos. Habían tenido que arreglárselas para vadear o cruzar a nado los numerosos ríos que se interponían en la ruta. Cada línea de trincheras a la que llegaban estaba minada, derrumbada e infestada de ratas, y apestaba a heces y a muerte. Pero se enfrentaron y destruyeron a la más imponente formación enemiga que aún permanecía en suelo soviético. En solo doce días, el Grupo de Ejércitos del Centro perdió 25 divisiones y más de 300 000 hombres[50]. El coste para el Ejército Rojo también se elevó a decenas de miles de vidas. «Cuando llegamos a un campo minado —le diría Zhúkov a Eisenhower más avanzada la guerra—, nuestra infantería ataca exactamente como si las minas no estuvieran allí. Consideramos que las pérdidas que sufrimos por las minas antipersona son equivalentes a las que habríamos tenido por las ametralladoras y la artillería si los alemanes hubieran decidido defender esa zona concreta con un fuerte contingente de tropas en lugar de hacerlo con campos minados»[51]. Algunas divisiones, como las que lucharon cerca de Mogilév, resultaron tan diezmadas que se vieron forzadas a retirarse y reagruparse a finales de julio[52]; pero Bielorrusia había quedado prácticamente limpia de tropas alemanas.
La mayor parte de los hombres que participaron en esta gran ofensiva apenas tuvieron tiempo de escribir. Yermolenko fue una excepción; sus anotaciones diarias solían ser breves, pero se mantenían fieles al lenguaje comunista que ahora suscribía. «Al final hemos empezado a atacar en nuestra parte del frente», escribía el 22 de junio. La fuerza aérea soviética —respaldada ahora por una flota de aviones norteamericanos estacionada en Ucrania— llevaba dos semanas bombardeando las líneas alemanas. En el cielo que cubría los marjales de Pripiat, la estrella roja disfrutaba ahora del absoluto dominio que la esvástica había ejercido exactamente tres años antes. En tierra, sin embargo, los hombres aguardaban sus propias órdenes. El avance sobre Minsk, que constituía la campaña central de Bagratión, se inició con una tormenta de fuego de artillería. «A las dieciséis horas, cientos de armas abrieron fuego con la fuerza de un huracán —proseguía Yermolenko—. Miles de toneladas de mortífero metal volaron sobre las posiciones alemanas». En el plazo de dos horas, «las posiciones alemanas quedaron ocultas por un auténtico muro de humo y polvo». El enemigo estaba tan lejos que ese humo era la única pista de la situación de los refugios subterráneos, las trincheras y las líneas de cañones. Dichos cañones iniciaron también su turno de disparos y todo el frente quedó sumergido en una ardiente niebla amarillenta. El número de víctimas sería enorme. Pero el temblor de la tierra y el olor del fuego se percibirían como la respuesta del Ejército Rojo —retrasada durante mucho tiempo— a la ofensa realizada tres años antes. «El ánimo de todos —escribía Yermolenko— se elevó de inmediato». Los informes de la inteligencia alemana de aquel mes llegaban a las mismas conclusiones[53]. A diferencia de algunas de las operaciones defensivas de los tres últimos años, esta campaña elevaba la moral de los soldados soviéticos.
En Bielorrusia, el rápido avance del ejército se vio reforzado por la labor coordinada de los partisanos. Moskvin, sin embargo, estaba curándose de una herida en el cuello que le atormentaría durante el resto de su vida. Su guerra estaba a punto de terminar, aunque tendría un final impresionante. Acampado en los bosques de las inmediaciones de Mogilév, el politruk no había visto tropas soviéticas en combate desde 1941. Pero ahora podía oír el estruendo de los cañones pesados y distinguir las estrellas rojas de los aviones cuando se lanzaban en picado. Todo era nuevo; todo era espectacular. El Ejército Rojo que él recordaba, derrotado y deshonrado, se había transformado en una maravilla tecnológica. Presenciarlo, después de tanto tiempo, resultaba electrizante. «¡Y ahora —garabateó el 4 de julio— estamos en la retaguardia soviética! El Ejército Rojo ha pasado como un huracán. El enemigo ha salido corriendo presa de la confusión. Hace cuatro días estábamos en territorio ocupado, y hoy el frente se encuentra a doscientos kilómetros de nosotros». Aquel ritmo, después de una espera tan larga, resultaba vertiginoso. «Ni los alemanes lograron tal cosa en 1941»[54].
La posibilidad de participar en una acción de aquella envergadura fue algo que ayudó a los soldados a combatir. Era mejor salir a matar a unos cuantos Fritz que quedarse sentado despiojándose. Los hombres ansiaban la oportunidad de hacer su trabajo, de dejar a un lado los libros y el embetunado de las botas, y ponerse en marcha. Pero los funcionarios atribuirían el éxito de las tropas a las arengas y la camaradería. Durante varias semanas antes del gran asalto, se encomendó a los comisarios políticos que discutieran los diversos aspectos de este en pequeños grupos con soldados de todos los rangos. También se dedicaron a escuchar a los hombres, enterándose de sus preocupaciones con respecto a sus familias y de su creciente inquietud por el futuro. Que aquellas conversaciones resultaran o no fructíferas dependía de los individuos, tanto de los soldados como de los politrukí. A veces todo se quedaba en una insultante y siniestra pérdida de tiempo. Pero no se puede decir lo mismo de las charlas de ánimo que los veteranos más experimentados daban a los nuevos reclutas. «Esas charlas personales —insistía Chuikov— significaban mucho»[55]. De manera más tangible, se ofreció a los hombres dinero e incluso permisos como incentivo para capturar prisioneros alemanes o derribar aviones. Los precios variaban, pero un avión alemán podía valer la paga de una semana, mientras que la captura de un oficial nazi en el frente podía valerle a un hombre (al menos en teoría) un permiso extraordinario de dos semanas[56]. Incluso el mero rumor de una recompensa podía actuar como incentivo, y la perspectiva de un poco de dinero extra resultaba más atractiva que todas las charlas de los politrukí.
A los propios alemanes todo aquello les cogió por sorpresa, y había un gran número de soldados de la Wehrmacht que deponían las amias. Uno de los mayores grupos incluía a los supervivientes del cerco soviético de Minsk y Bobruisk en julio. Casi la mitad de los defensores fascistas de la zona, unos 40 000 soldados, resultaron muertos. Sus cuerpos, quebrados y en descomposición, yacían en las calles y en las cunetas como manzanas caídas. Pero quedaron otros 57 000 hombres, incluidos varios altos oficiales. Sus captores, los soviéticos, habían aprendido a mantener a los prisioneros con vida a partir de Stalingrado, aunque no había ninguna perspectiva de que tuvieran las más mínimas comodidades. La mayoría de los prisioneros eran trasladados a campos de interrogatorio —los campos alemanes abandonados solían servir muy bien a ese fin—, antes de ser asignados a los proyectos de trabajos forzados que por entonces florecían en toda la Unión Soviética[57]. Sin embargo, a los hombres de Minsk se les trató de manera distinta. Como de costumbre, se les amontonó en vagones de tren —aquellos vagones de la NKVD que trabajaron sin tregua durante todo aquel verano—, pero luego se les trasladó directamente a Moscú. Se había organizado una peculiar exhibición.
Stalin quería que el mundo supiera que todavía quedaban auténticos enemigos en el frente oriental, que el Día D no había aliviado la presión a la que estaban sometidos sus hombres. Y se dio orden de llevar a cincuenta mil soldados capturados en una sola batalla para dejar clara aquella idea. A los prisioneros, como cautivos de algún antiguo triunfo romano, se les hizo desfilar por la Plaza Roja. Marchaban con paso enérgico y lo hacían en columna de veinte en fondo, pero aun así hicieron falta tres horas para que la hueste entera cruzara la plaza. «Algunos de ellos sonreían», decía Pravda a sus lectores. Estaban contentos de estar vivos, y posiblemente, como si fueran turistas, también de poder contemplar el corazón histórico de Rusia; o al menos eso era lo que suponían los patriotas. Pero el público asistente no pudo por menos que concluir que Alemania estaba vencida y que Rusia era la potencia victoriosa[58]. Influenciados por los comisarios políticos, cuyas arengas incluían ahora información sobre la crisis de efectivos en Alemania y la consiguiente movilización de adolescentes y enfermos, los soldados del Ejército Rojo habían empezado a observar que sus prisioneros ya no eran las aguerridas y temibles tropas de asalto de antaño. Muchos estaban medio inválidos, desnutridos y cubiertos de llagas. Algunos eran adolescentes; otros, exhaustos tenderos o empleados. «Todos tienen un aspecto lamentable —escribió Yermolenko a finales de junio, cuando tuvo sus propios prisioneros—. Son como empleados de banco. Muchos de ellos llevan gafas. Sin duda esto es el resultado de la movilización total en Alemania»[59].
Como Ermolenko, la mayoría de los soldados soviéticos llegaban a la conclusión de que los alemanes estaban prácticamente derrotados. Aquel momento de triunfo era a la vez intenso, desgarrador y agridulce. La amenaza a la patria había pasado. Incluso los territorios que el enemigo había ocupado quedaban ahora a merced de la ocupación soviética. Como la mayoría de los ucranianos, Yermolenko jamás había visto las aldeas de Bielorrusia. «La mayoría de la gente habla en lengua bielorrusa», escribió con extrema sorpresa. Las pruebas de la destrucción alemana estaban por todas partes: desde edificios en ruinas hasta fosas comunes con la tierra recién removida. Cualquiera que fuera la alegría que los hombres podían sentir por su victoria, esta se vería siempre matizada por su rabia, por su odio a los invasores. Pero también afloraban ahora otros sentimientos. Yermolenko estaba convencido de que para la población local eran bienvenidos. A su paso veía las banderas rojas ondear en los edificios en ruinas. «Las muchachas de las aldeas son muy hermosas —concluía el soldado—. Muchas de ellas visten el traje típico. Debería volver aquí después de la guerra y casarme con una de ellas»[60].
Lejos, al sur, otro soldado, el oficial tanquista Slésarev, también estaba entrando en un nuevo país. «Escribo para que sepas que estoy vivo y bien —le decía a su padre—. Durante un tiempo no he escrito a nadie —explicaba— porque llevo siglos en la carretera. Hemos viajado día y noche, y no dormimos durante cuatro días enteros con sus noches. Este verano he estado en un montón de sitios»[61]. Su lugar predilecto era Ucrania occidental, con sus colinas y sus huertas de frutales. «Allí la naturaleza es maravillosa, hay ciudades y pueblos hermosos, jardines abundantes, montones de ciruelos y de guindos». En comparación con la lúgubre tristeza de la estepa en invierno, los jardines que rodeaban la devastada Lvov, rebosantes de lupinos, caléndulas y rosas, debían de parecer una visión edénica.
El problema era que aquellos lugares apenas podían considerarse territorio soviético. Una cosa era reconquistar una ciudad rusa como Orel, o incluso una leal capital provincial como Jarkov; pero en su avance hacia el oeste, el Ejército Rojo había penetrado ahora en territorios anexionados por Stalin después de 1939. Puede que Yermolenko no hubiera sabido ver más allá de las ansiosas sonrisas de las muchachas en las calles, pero muchos aldeanos de Bielorrusia occidental recelaban de sus supuestos libertadores. Para ellos, lo único que había ocurrido era el intercambio de un amo implícito por otro. Es más: sabían ya que la bandera roja era un heraldo del temor. Sus granjas mostraban aún las recientes heridas de la colectivización forzosa y los arrestos masivos que la acompañaron. En Ucrania occidental aún era peor. Lvov, la capital del nacionalismo ucraniano, jamás aceptaría la autoridad de Moscú. Los acontecimientos de los últimos años parecían dar la razón al mensaje de los nacionalistas en la preguerra: que los imperios supranacionales pretendían aplastar la noble cultura ucraniana. Lvov había presenciado violencia tras violencia: los soviéticos, la Wehrmacht, los bandidos, los escuadrones de la muerte de las SS y los partisanos. Lo que ahora importaba a los lugareños era evitar la esclavitud: sabían cómo trataba Stalin a las naciones que desafiaban su dominio.
La misma historia se repetiría más tarde en el Báltico, donde el Ejército Rojo simbolizaba lo más odiado del dominio bolchevique. Al menos —murmuraban inquietos los lugareños—, los nazis habían traído el orden al expulsar a los rojos. Por eso muchos de ellos les habían acogido favorablemente, e incluso habían aplaudido sus políticas racistas, antiinternacionalistas, antieslavas y antijudías. Nadie podía olvidar los arrestos y las deportaciones de 1939, las abarrotadas prisiones y el eco de los disparos. Un importante número de estonios, lituanos y letones habían colaborado con los alemanes, incluidos los escuadrones de la muerte, porque les había parecido que aquel era el camino para llevar una vida europea decente y de orden. Ahora observaban la evolución de la guerra con indefensa aprensión. Quizás cabía la posibilidad de que los estadounidenses llegaran primero al Báltico: aquel fue el sueño en Tallin y en Vilna ese verano. Tal era la cara amarga del triunfo soviético, la semilla de la amargura que había de sobrevenir. Al avanzar hacia el norte y el oeste, los hombres y mujeres soviéticos, rusos y procedentes de regiones situadas más al este, se enfrentarían a sucesivas poblaciones que o bien les eran abiertamente hostiles, o bien, en el mejor de los casos, recelaban completamente de su forma de vida.
Stalin había preparado al ejército para su nueva tarea ya unos meses antes en aquel mismo año. Su discurso del primero de mayo de 1944 había confirmado que las tropas fascistas alemanas habían sido expulsadas de las tres cuartas partes del territorio soviético que habían ocupado. «Pero nuestra tarea no puede limitarse a expulsar a las tropas enemigas de las fronteras de nuestra madre patria —anunció—. Hoy las tropas alemanas son como una bestia herida, forzada a retroceder hasta la protección de su propia guarida, Alemania, para lamerse las heridas. Pero un animal herido que vuelve a su guarida no deja de ser una bestia peligrosa. Si queremos librar a nuestro país y a los de nuestros aliados del peligro de la esclavitud, debemos perseguir a la bestia alemana herida y asestarle el golpe final en su propia madriguera»[62]. Dado que el término ruso que designa la guarida de un animal es berlog, desde entonces algunos soldados soviéticos rebautizaron así la ciudad de Berlín, y en los costados de muchos destartalados T-34 aparecería pintada en rojo la frase «¡A Berlog!». Por su parte, la inteligencia alemana informaba de que los komsomoles y los oficiales se mostraban especialmente entusiastas frente a aquel nuevo reto[63].
La prensa del frente se esforzaba en convencer a los soldados de que cualquier avance hacia el oeste tenía el atractivo de una aventura; y también se pregonaba que constituía una venganza justificable. En cuanto los primeros destacamentos cruzaron la frontera, los periódicos empezaron a publicar fotos de tanquistas y artilleros plantando banderas rojas en suelo extranjero[64]. Pero no toda la propaganda era infundada, ya que existía una verdadera resistencia a la derrota. Lo cierto es que no todos los soldados rusos, y mucho menos los reclutas de otros territorios soviéticos, estaban ansiosos por cruzar la frontera internacional[65]. Un joven como Slésarev podía deleitarse en el aspecto turístico de su tarea porque estaba soltero y sin compromiso; pero los hombres de mayor edad, padres y esposos, y los que se sentían exhaustos o habían sufrido heridas en el cuerpo y en la mente, creían que su labor terminaría cuando se echara al último fascista de territorio soviético, y no tenían el menor deseo de seguir luchando más allá de ese punto. El resto del mundo, que durante tanto tiempo había dejado a Rusia abandonada a su propia suerte, podía arreglar Europa por sí solo. Tras esta visión subyacía el miedo, y no solo el miedo a la muerte. Entre la masa de las tropas rusas nadie sabía qué era exactamente el capitalismo, puesto que nadie lo había visto nunca. Durante treinta años se les había dicho que era peligroso, que era un monstruo (los dibujantes de Pravda tenían una gran inventiva) presto a socavar la felicidad de los trabajadores. Cruzar la frontera resultaba, pues, casi tan extraño como ir a la Luna.
Esta opinión era común entre los soldados campesinos de Rusia y de las regiones del este; pero el mayor resentimiento lo expresaba un grupo recién incorporado a la vida militar, y que irónicamente era también un grupo cuyo conocimiento del capitalismo procedía de la experiencia directa: eran los reclutas de las zonas recién liberadas, de Ucrania occidental y las provincias occidentales de Ucrania. Estas personas —supervivientes de las épocas más oscuras— se encontraban ahora metidas en el Ejército Rojo y obligadas a hacer el juramento soviético. Un gran número de esos nuevos reclutas se habían criado en tradiciones nacionalistas que sentían animadversión por la causa soviética e internacionalista[66]. Pocos de ellos sentían la más mínima lealtad hacia Moscú. Muchos tuvieron que ser reclutados a la fuerza, incluso a punta de pistola[67], mientras que otros se vieron forzados a incorporarse a filas cuando las tropas de la NKVD amenazaron con tomar represalias contra sus familias[68]. Los reclutas sabían que muchos de sus camaradas rusos consideraban que su mera supervivencia al dominio nazi constituía una prueba de culpabilidad, una mancha negra que debían lavar con su propia sangre[69]. Ahora se enfrentaban a un indeterminado período de servicio en lo que, de hecho, era un ejército extranjero. «Los tratan como soldados de segunda clase —afirmaba un informe de la inteligencia alemana—. Los etiquetan de západniki («occidentales») y los tratan como prisioneros, con desconfianza»[70].
Los primeros soldados soviéticos que cruzaron al mundo capitalista lo hicieron en la primavera de 1944. Su viaje a Rumanía se inició en las provincias suroccidentales de Ucrania. Las tropas de choque que formaban la vanguardia estaban integradas por profesionales experimentados, pero las reservas que venían detrás con el fin de aumentar los efectivos parecían más bien una caravana de refugiados. Pocos de ellos habían recibido una documentación correcta, y no digamos ya un entrenamiento, fuera político o militar. No parecía que marcharan sobre Rumanía: unos se paseaban con paso tranquilo; otros renqueaban a duras penas. En algunas unidades, hasta el 90 por ciento de ellos carecían de zapatos, por no hablar de las botas reglamentarias. En un grupo había quince personas que marchaban en ropa interior. Cuando llegaban a su destino la disciplina era débil; de hecho, muchos de ellos ni siquiera llegaban dado lo fácil que resultaba escabullirse[71]. Los que quedaban estaban resentidos por verse expuestos al peligro, por el hecho de que se les hubiera enviado al frente «tan pronto después del final de la guerra»[72]; pero al menos podían esperar alguna compensación. El botín era la recompensa última a las privaciones, una tentación a la que muchos no podían resistir[73]. Apenas habían pasado unas semanas desde que su propio país había sido reconquistado por las tropas de Moscú, y ahora se encontraban ya acampados en otro. La cuestión es que ahora ellos eran los ocupantes.
Rumanía no era Prusia. La primera incursión en suelo extranjero no fue precisamente una orgía de venganza, y la conmoción en ambos bandos se vio mitigada asimismo por el hecho de que la mayoría de las tropas del Ejército Rojo se desplegaron en una campiña apenas poblada. Bucarest, con todas sus llamativas tentaciones, se hallaba aún a varios meses de campaña. Al mismo tiempo, entre los soldados había una actitud relajada, casi indiferente, con respecto a la ideología. Los comisarios políticos casi habían renunciado a seguir modelando su conciencia soviética[74]. El Sovinformburó instaba a que se tomaran más medidas para divulgar las atrocidades cometidas en Rumanía, para instigar el odio; pero nadie parecía inclinado a seguir esa línea. De hecho, en algunas unidades pasarían meses y meses sin que nadie hiciera una arenga ideológica. Los soldados o bien estaban luchando —y el enemigo, respaldado al principio por oficiales alemanes, podía llegar a ser muy cruel—, o bien estaban acampados en la retaguardia, donde el peligro de guerra parecía casi un sueño. En algunas zonas, los soldados rumanos deponían sus armas y suplicaban a los soviéticos que no les fusilaran[75]. Las únicas bajas que tuvo el 251.° Regimiento de Fusileros aquel mes de mayo fueron víctimas de diversos descuidos y bromas producidos en su propio campamento[76]. Sería en ese contexto en el que algunas de las antiguas víctimas del dominio alemán en Ucrania pondrían a prueba las habilidades que habían aprendido de los superhombres arios.
También el vino moldavo desempeñó su papel. Un grupo de ingenieros soviéticos no tardaría en sentirse como en casa durante su misión de reconstrucción de las carreteras y puentes de la región. Un oficial estuvo borracho durante varios días seguidos. El alcohol eliminaba cualquier inhibición sexual que los hombres aún conservaran. Al observar cómo los oficiales se llevaban a sus vecinas a punta de pistola, las mujeres locales pronto aprenderían a ocultarse. Dos sargentos que hicieron una redada en una aldea cercana a su campamento en busca de mujeres descubrieron que todas las candidatas a prostitutas habían huido. Su venganza fue fusilar a una lugareña y a su hija, y tratar de violar a su vecina. Un hombre de carácter especialmente calculador se hizo pasar por agente de la inteligencia y pidió que todas las mujeres de su distrito se presentaran a una inspección. La que eligió para violarla aparecería más tarde enterrada en una trinchera con una bala soviética en el cráneo. Una noche del mes de mayo, en la ciudad de Botosani, se realizaron una serie de controles en los que se descubrió a un centenar de soldados, en su mayoría oficiales, en la cama con mujeres de la población[77]. Los pequeños hurtos y extorsiones a civiles eran cosa diaria, pero también había robos sistemáticos. Un grupo de aspirantes a empresarios ordenó a los aldeanos de las inmediaciones de su cuartel que les llevaran doscientas ovejas; cuando se las entregaron, les pidieron otras doscientas para la mañana siguiente[78]. Sin duda, y como haría cualquier oficial, habían asegurado ya el transporte y el mercado para aquella carne.
Esta clase de historias provocaba alarma entre los comisarios políticos. Aquel mes de junio se aprobó en Moscú una resolución especial del Estado sobre educación política de las tropas en Rumanía. A los politrukí se les pidió que sacaran sus libros de texto[79]. El ejemplo del segundo frente ucraniano en Rumanía se utilizaría también como advertencia en otros frentes. Lejos, en el norte, cerca de la ciudad lituana de Kaunas, Yermolenko tuvo ocasión aquel mes de agosto de escuchar una charla sobre los «excesos» rumanos. «El Ejército Rojo es un ejército justo —escribiría más tarde—. Nosotros no robamos ni saqueamos. Evidentemente, si encontramos resistencia armada la destruiremos. Pero no permitiremos el robo ni el asesinato ilegales». El problema era que hacía solo unos días que él mismo y «los muchachos» habían ido también «a por trofeos de guerra»[80]. Sus órdenes parecían confusas. El mundo que rodeaba a aquellos hombres había sido quebrantado, destrozado. Todos habían perdido las cosas que más apreciaban. A veces, los hombres recibían órdenes directas de vivir de lo que encontraran. Los derechos de propiedad, que a los ciudadanos soviéticos les parecían siempre desconcertantes, apenas tenían sentido en un territorio devastado y, a veces, incluso abandonado. Y luego estaba el deseo de venganza, por no hablar de las más sencillas y evidentes necesidades materiales de los soldados. Los politrukí podían predicar, pero ni siquiera ellos tenían claras las reglas. Y cada día veían pasar traqueteando camiones cargados con cajas y cajas de botín de guerra destinados a los oficiales del Estado Mayor, allí en Rusia.
En conjunto, el final del verano de 1944 fue una época de inquietud y desorientación. El ejército libertador, la vanguardia que había luchado para liberar a sus madres y esposas, estaba degenerando en una chusma. Una nueva clase de hombres estaba ocupando el lugar de los muertos; pero no era ese el único cambio. Incluso los veteranos, los héroes de Kursk y Orel, se enfrentaban ahora a desafíos inimaginables, a tentaciones que no podían resistir. Hombres exhaustos, afligidos de nuevo por los rigores del combate, contemplaban la frontera a través de una maraña de emociones. Era como una especie de revelación, y no había vuelta atrás. Era mucho mejor, como aprendería Lev Kópelev, hacer la vista gorda ante cierta clase de desórdenes y limitarse a seguir adelante. «Yo estaba saturado de coñac francés —recordaría— y llevaba el petate lleno de cigarros habanos … Al principio te marean, pero luego te acostumbras. La constante embriaguez del coñac, los aguardientes y licores, y el fuerte humo de aquellos potentes cigarros, parecían aliviarnos de la maldad de todo lo que pasaba a nuestro alrededor»[81].
Aunque cada uno encontraría la frontera en un momento distinto, ninguno de ellos podría olvidar lo que sintió. «Lloramos al ver las casas —me diría un soldado—. Aquellas casas tan hermosas, pequeñas, todas pintadas de blanco». Un antiguo campesino, Iván Vasílievich, que ahora vivía en la provincia de Moscú, recordaba su emoción cuando encontró ganado. La granja donde se estacionó su unidad aquel verano estaba vacía. Los dueños habían huido, como hicieron miles de personas, al oír los primeros cañones soviéticos. El maíz había seguido creciendo, pero hacía días que nadie cuidaba de las vacas. Iván Vasílievich las contempló, las acarició, sintiendo la solidez de su carne. Luego, apremiado por la necesidad, se puso a ordeñarlas. Su mugido sería el sonido que más vívidamente recordaría de aquellos primeros días.
Iván Vasílievich ordeñaría muchas otras vacas antes de que llegara la paz, y también las alimentaría. «Los animales tenían hambre —recordaría—. Cerca de allí había un almiar. Así que enseguida les di comida. Tenían que comer. Y luego creo que les dejé el establo abierto. Cuando nos hubiéramos marchado podrían alimentarse por sí mismas». Las granjas privadas resultaban fascinantes para aquel soldado criado en una granja colectiva y acostumbrado a la negligencia comunista. «Era interesante compararlas —me empezó a explicar—. Me refiero a que yo me crié en eso mismo, en la agricultura». Luego se detuvo, como tratando de no mencionar algo. Al igual que otros miles de personas, había descubierto una verdad que planteaba dudas sobre la guerra entera, sobre la revolución y sobre el sueño soviético[82]. De momento aquella percepción inicial era todavía tenue, incierta. Pero jamás podría olvidarse. «La palabra es ricos —añadiría—. Los granjeros capitalistas eran más ricos»[83].
Los soldados tenían varias formas de afrontar el verdadero rostro del capitalismo: algunos sentían envidia; otros se mostraban intrigados. Más tarde, cuando entraran en Alemania, su principal reacción sería de rabia. Nadie podía entender por qué los ricos alemanes querían invadir a sus vecinos del este, por qué alguien que tenía tanto podía necesitar más. «Me gustaba destrozar a puñetazos todas aquellas latas y botellas», sería la reacción de un soldado[84]. En todos los lugares de Europa en los que estuvieron, los hombres del Ejército Rojo sintieron rechazo a la par que fascinación por el burzhui, la burguesía, con sus ordenadas vidas y sus extrañas opiniones sobre la propiedad. Pero aquel verano, los «burgueses» con que se encontraron los ejércitos del sur eran rumanos; antiguos enemigos, pero que no tenían nada que ver con los soldados nazis ni tampoco tenían nada de millonarios. La visión de la vida que llevaban, que era mejor que la suya propia, inspiró entre los hombres el resentimiento e incluso ideas antisoviéticas. Si el comunismo era tan bueno, se preguntaban, ¿por qué aquellos campesinos vivían mucho mejor?[85] Y en lugar de prender fuego a las granjas rumanas, los soldados se contentaban con saquearlas.
La conmoción producida al ver un mundo de relativa abundancia sería la misma en Polonia, con la excepción de que en aquella asolada campiña había mucho menos cosas para llevarse. Pero al cruzar las arenosas llanuras y los bosques de pinos, los soldados soviéticos se vieron obligados a afrontar una nueva cuestión, igualmente dolorosa, que traicionaba de nuevo una preciada creencia. El internacionalismo había desaparecido de la retórica estalinista al estallar la guerra, pero el mito de que las tropas soviéticas cumplían una fraternal misión liberadora se revivió cuando estas cruzaron la frontera. En teoría, se suponía que los polacos se veían a sí mismos como beneficiarios del poder soviético. En tanto víctima de la agresión fascista, su pueblo aguardaba la liberación. De hecho, esa había sido la causa original de la declaración de guerra aliada en septiembre de 1939. Por entonces, sin embargo, la Unión Soviética estaba del lado de Hitler, y Polonia había sido desmembrada por dos dictaduras a la vez. Ahora que el Ejército Rojo luchaba junto a las democracias de Europa y Estados Unidos, se suponía que su llegada a Polonia sería motivo de celebración. Al fin y al cabo, la ocupación fascista había sido una auténtica pesadilla. Pero las personas de etnia polaca tenían buenas razones para preguntarse qué podían esperar del despiadado abrazo de Stalin. Hay un chiste que todavía cuentan algunos polacos, en el que un pajarito cae del cielo con tan mala fortuna que va a aterrizar en una boñiga de vaca. Un gato que pasa por allí libera al pájaro con amabilidad de la trampa, pero a continuación, naturalmente, se lo come. «La moraleja —me explicaba un amigo polaco— es que no todo el que te saca de la mierda es forzosamente tu amigo».
Al principio algunos polacos se mostraron dispuestos a luchar junto a las tropas del Ejército Rojo. En abril de 1943 se formó el primer ejército polaco en suelo soviético. Fueron polacos quienes abrieron la ruta hacia Lublin al VIII Ejército de guardias de Chuikov en julio de 1944, y seguirían luchando junto a ellos hasta la caída de Berlín, diez meses después[86]. Sin embargo, las simpatías de Stalin jamás estuvieron del lado de la nación polaca, y la mayoría de los soldados polacos lo sabían. Solían quejarse de que sus uniformes y su equipamiento eran de inferior calidad, de que no les proporcionaban ropas de abrigo al acercarse el invierno y de que se les asignaba las tareas militares más peligrosas[87]. Su moral se derrumbaría aún más cuando tuvieron noticias del destino que habían corrido sus compatriotas de Varsovia.
En agosto de 1944, alentada por la perspectiva real de su liberación, la clandestinidad nacionalista de Varsovia organizó una rebelión de ciudadanos polacos. El objetivo era destruir la guarnición alemana. Con las tropas de Rokossovski acampadas a orillas del Vístula, las posibilidades de emprender una acción concertada parecían prometedoras. Pero la rebelión de Varsovia fracasó y la población entera de la capital polaca lo pagó con su sangre. Mientras se asesinaba a miles de sus ciudadanos, Hitler ordenó que se arrasara toda la ciudad. Pero lo que más indignaría a los soldados polacos fue que los soviéticos no hicieran el menor intento de intervenir. Probablemente en agosto de 1944 los hombres de Rokossovski no se hallaban en condiciones de liberar Varsovia, y habría resultado difícil para Stalin encontrar nuevas reservas[88]. El impulso de la Operación Bagratión se había agotado en el gran asalto a Minsk. Pero la destrucción de los nacionalistas polacos en Varsovia convenía a los objetivos a largo plazo de Stalin. La tragedia, como la matanza de Katín en 1940, envenenaría las relaciones ruso-polacas durante décadas.
Como respuesta —o al menos como una especie de justificación—, los soviéticos afirmarían que ellos luchaban por una causa que trascendía los intereses nacionales. Desde el comienzo de la guerra se había quitado importancia al internacionalismo —a los propios soldados rusos les parecería superfluo al encontrarse con sus supuestos hermanos alemanes en el frente, en 1941—; pero jamás se renunció a la idea de que la Unión Soviética constituía un estado único, pionero y supranacional. Todavía hoy los antiguos soldados y partisanos del Ejército Rojo afirman que su identidad era «soviética», una forma de librarse en el frente de las incómodas divisiones entre las personas de etnia rusa y todas las demás. Los polacos, como los západniki, no tenían más que incorporarse a aquella fraternidad. De ese modo, su futuro en el sistema soviético, el sistema opuesto a la tiranía fascista, quedaba garantizado.
Esta respuesta clara jamás coincidió con los hechos. Por una parte, el propio Stalin se había embarcado en una campaña de limpieza étnica. En el verano de 1944, el Gulag y los campos de trabajo de Asia central rebosaban de alemanes del Volga, chechenos, tártaros, calmucos y otros de los llamados grupos «castigados»; los ucranianos y polacos empezarían a unírseles en el último año de guerra. La etnicidad había reemplazado al estatus económico o de clase como pretexto para realizar arrestos masivos[89]. Por otro lado, la retórica soviética no se traducía en la práctica. Puede que los rusos afirmaran que no había distinciones entre los diversos grupos étnicos de uniforme, pero ellos no eran minoría en ninguna parte. La de que «todos éramos iguales» es una afirmación imperialista, que desdeña las reivindicaciones y perspectivas de los pueblos subalternos. Un gran número de polacos, ucranianos, georgianos, judíos, kazakos y demás —millones de ellos— lucharon junto a los rusos, algunos de ellos explícitamente en nombre del poder soviético, pero los grupos minoritarios no fueron ni idénticos ni invisibles en el seno del ejército. Incluso había un término coloquial, y normalmente despectivo, con el que se les conocía: natsmen, un desagradable calificativo formado a partir de la expresión «minoría étnica» en ruso abarcaba, amalgamaba y desdeñaba a toda una serie de personas cuyos lugares de origen podían ir desde Odessa hasta Tallin pasando por Ulan-Bator.
De forma irónica, fueron los judíos quienes más parecieron sintonizar con el sueño internacionalista. El Estado soviético, oficialmente, deploraba y castigaba el antisemitismo. En este sentido representaba un avance con respecto al zarismo, además de marcar un acusado contraste con el Tercer Reich. Su retórica internacionalista, como su predilección por la ciencia y la superioridad de los valores urbanos, atraía también a aquellos pueblos cuya historia les había vinculado principalmente a las ciudades. En 1941 los judíos se alinearon por millares con la causa soviética. Los estudiantes de Moscú abandonaron sus libros, al tiempo que muchos jóvenes comunistas con cargos públicos pidieron que se les enviara al frente. Los judíos se hallaban entre los voluntarios más entusiastas para todas las variedades del servicio armado. No todos aquellos voluntarios eran de origen soviético. En la primavera de 1941 hubo montones de refugiados de Polonia y de Ucrania occidental que se dirigieron hacia el este para incorporarse al Ejército Rojo aquel verano. Como descubrirían cuando sus familias perecieron en sus lugares de origen, su lealtad a la causa de Stalin estaba justificada.
El propio Ejército Rojo ostentaba toda una serie de reglamentos sobre el antisemitismo, incluida la indicación de que no se utilizara el término insultante zhid para referirse a los judíos. Los soldados podían ser castigados si hacían comentarios de índole antisemita o empleaban un lenguaje ofensivo y racista. Los comunistas más idealistas (muchos de los cuales, de hecho, eran judíos) creían que los soviéticos realmente habían superado los odios del pasado zarista, aunque solo un estallido de idealismo apasionado puede explicar que un judío pudiera contemplar el Ejército Rojo como un entorno benigno. Puede que la retórica oficial fuera escrupulosa, pero entre ellos, los soldados —e incluso muchos oficiales—, se prodigaban las pullas racistas. Asimismo, en general la respuesta de las autoridades fue débil. La NKVD llevaba un registro de los casos que examinaba, junto con las sanciones impuestas. Un soldado de treinta y un años pasó cinco días en el calabozo por decirle a un camarada judío que «mi padre despreciaba a los judíos, yo los desprecio, y también mis hijos los despreciarán»[90]. Otro soldado fue expulsado del Komsomol por espetarle «¿pero qué dices, cara de judío?» a otro fusilero. Era mejor que el fascismo, pero era evidente que quedaba aún un largo camino por recorrer.
Los chistes, aquel humor que la NKVD controlaba tan estrechamente, eran peores. Según la historia popular, también en el ejército los judíos habían actuado con su habitual astucia; en otras palabras: se las habían ingeniado para esquivar el frente y conseguir los destinos más seguros. Cuando decenas de miles de ellos huyeron de sus casas en los primeros meses de la guerra, fueron bautizados como «los partisanos de Tashkent» por el nombre de la ciudad en la que muchos de ellos encontraron refugio. «Han formado su propio batallón —decía un chiste que corría entre los soldados rusos—, y han tomado Tashkent y Alma Atá»[91]. «El alma de un judío está siempre en el frente —decía otro chista—, pero su cuerpo se queda detrás de los Urales». El contexto era el propio de la época, pero los estereotipos básicos venían de antiguo. Incluso se llegaba a decir que los judíos tenían predilección por los fusiles con los cañones doblados en ángulo recto[92].
Otros rumores se basaban en los antiguos temas del sacrificio de sangre de la Pascua judía y de la magia cabalística. Así, se acusaba a los médicos judíos de dar de alta a los soldados heridos y enviarlos de nuevo al frente antes de que pudieran siquiera tenerse en pie[93]. Una anécdota de 1944 juega con la teoría de una conspiración sionista internacional. El fusilero Abram Abrámovich siempre regresa del campo de batalla con trofeos de guerra: un cañón alemán, mapas alemanes e incluso la bandera de un regimiento alemán. Cuando es condecorado por sus hazañas, alguien le pregunta cómo lo ha logrado.
«Bueno —responde—, es que tengo un amigo en el bando alemán, Mark Márkovich; él me trae cosas alemanas, y a cambio yo le llevo cosas del Ejército Rojo»[94].
Puede que esta historia hiciera reír a algunos soldados; pero si se hubieran parado a observar a sus enemigos alemanes, se habrían dado cuenta de que entre ellos ya no quedaba ni un solo Mark Márkovich.
La persecución de los judíos fue una atrocidad fascista que los medios públicos soviéticos eludieron. El núcleo del problema, desde 1944, era una inimaginable jerarquía de sufrimiento. Esta era una guerra en la que Rusia se veía a sí misma como la víctima más importante. Había sido invadida y su territorio, violado. Se había quedado sola mientras Europa dormitaba y su pueblo había dejado hasta la última gota de su sangre en la defensa de Stalingrado. Era la Unión Soviética la que libraba esta guerra, pero en el Ejército Rojo había más integrantes rusos que de cualquier otro grupo étnico, y con frecuencia —y según esta versión, con generosidad— los soldados ignoraban las distinciones entre sus camaradas, considerándolos a todos «rusos» en su corazón[95]. Los soldados rusos constituyeron el grupo más numeroso entre la multitud de hombres que pasaron hambre y murieron como prisioneros de guerra de los alemanes y en los años de invasión y lucha los civiles rusos sufrieron de manera inimaginable[96]. En casi todos los aspectos no podía haber comparación entre el precio que pagaron Rusia y los demás pueblos soviéticos por la guerra y el precio que pagaron sus aliados. Pero aquel papel de víctima, tanto en el ámbito nacional como en la escena diplomática, constituía una especie de capital. En el ámbito internacional, permitía a la parte agraviada reclamar sustanciales reparaciones de guerra, sin mencionar que proporcionaba asimismo cierta influencia moral. En el nacional, servía para levantar una tormenta de patriotismo que oficialmente era soviético, pero que en esencia era ruso. En el epicentro de todo esto (y pese a su nacionalidad georgiana) se hallaba el propio Stalin. Mientras el pueblo había sufrido, Stalin había trabajado y había sangrado con él. Se identificaba con cada uno de sus momentos de dolor.
Los detalles resultaban verdaderamente espantosos. Más de tres millones de prisioneros de guerra soviéticos (principalmente rusos) murieron en los campos nazis, muchos de ellos como resultado de actos directos de brutal —e ilegítima— violencia. Incluso un testigo alemán, un soldado que escribía sobre los éxitos de la Wehrmacht en 1942, se mostraba sorprendido ante los efectos de su propio régimen. Sus prisioneros, que tenían derecho a comida y cobijo (e incluso, probablemente, a recibir paquetes de la Cruz Roja), habían sido reducidos por el hambre y el temor a un estado en el que, tal como escribía, «gemían y se arrastraban ante nosotros. Eran seres humanos en los que no quedaba ya rastro alguno de humanidad». Quizás aquella misma valoración ayudara a sus captores a torturarlos. Los guardias alemanes se divertían arrojando perros muertos a los barracones de los prisioneros. «Aullando como locos —escribía el testigo—, los rusos se arrojaban sobre el animal y lo despedazaban con sus propias manos … Se llenaban los bolsillos con los intestinos, como una especie de ración de subsistencia». Los pocos que no perecieron en aquellos campos recordarían el terror, la humillación y las oscuras historias de liudoiedstvo, el término que definía el desmembramiento e ingestión de cadáveres[97]. Ningún otro ejército experimentó un sufrimiento de tal envergadura, ni siquiera en Asia.
También los civiles serían objeto de toda clase de violencia. Desde los primeros días de la invasión, en 1941, la Wehrmacht declaró la guerra a los partisanos, aunque en realidad se fusiló y se colgó a inocentes junto con los verdaderos guerrilleros. Luego vinieron los requisamientos de comida y otras propiedades. El hambre resultante fue tan desesperada en algunas regiones que la población local llegaba a presentarse en los campos alemanes y «pedían ayuda o suplicaban que los fusilaran»[98]. Las privaciones generaron diversas epidemias entre la población civil de la zona ocupada, la más grave de las cuales fue el tifus, en 1943. Se cree que cerca de 7,5 millones de civiles soviéticos murieron bajo la ocupación nazi, principalmente en Ucrania (3,2 millones), Rusia (1,8 millones) y Bielorrusia (1,5 millones)[99]. Pero hubo otras víctimas que ni siquiera permanecieron en sus hogares, dado que la otra gran consecuencia del control nazi fue la esclavización de civiles destinados a realizar trabajos forzados. Al menos tres millones de hombres y mujeres (una conocida fuente rusa da la cifra de más de cinco millones) fueron enviados al Reich para trabajar como esclavos. A muchos de ellos —probablemente más de dos millones— se les obligó a trabajar tanto que acabaron uniéndose a los judíos en los campos de exterminio, desechados por el Reich como si fueran viejos jamelgos reventados de trabajar y entregados al matarife[100].
El largo tormento de Rusia fue, pues, real, y como en la mayoría de los casos de persecución, creó en las víctimas un sentimiento de indignación, de reivindicación y de solidaridad. Nadie había soportado más pacientemente el peso de la guerra, nadie había luchado o sufrido más. Esa era la historia, que se convertiría en una cantinela política. Sin embargo, aquel brote de indignación de Rusia —y el papel preponderante de Stalin en él— no habría podido sostenerse si se hubieran considerado dos realidades concretas. En primer lugar, el grupo que se enfrentó a la violencia más concentrada de los nazis, una crueldad sin parangón ni siquiera en aquella maligna guerra, no fue el pueblo ruso, sino los judíos. En segundo término, en las zonas ocupadas hubo ciudadanos soviéticos, incluidos a miles de ucranianos y bálticos, que no solo colaboraron en el genocidio, sino que lo acogieron favorablemente y lo alentaron.
Prisionero de guerra ruso con su número de identificación (cortesía del Archivo Estatal de la Federación Rusa)
Sería el ejército el que haría todos los descubrimientos, y sus soldados conocerían de primera mano el verdadero destino de los judíos. La primera prueba de asesinatos en masa se desenterró cerca de Kerch en 1941, cuando las tropas soviéticas iniciaron su desafortunado intento de reconquistar Crimea[101]; pero hasta la gran marcha hacia el este, a partir de 1943, no empezaría a delinearse la verdadera envergadura de la cuestión. Una de aquellas angustiosas historias se reveló en Krasnodar, donde siete mil judíos fueron gaseados en un experimento en el que se utilizaron vagones especiales sellados (en 1937 la NKVD dominaba ya su versión de esta tecnología, pero fue una conmoción ver que también habían otros que la empleaban). Cuando se descubrió la fosa común, se exhumó ceremoniosamente un grupo de cadáveres, a los que se vistió con ropas nuevas de lino (como se hace con los cuerpos de los rusos) y se enterró con todos los honores ante una multitud llorosa[102].
El secreto de Babi Yar, un barranco situado cerca de Kiev que albergaba los cuerpos de al menos cien mil judíos, descubierto a finales de 1943, se publicó en la prensa soviética en términos de justificada indignación. Pero lo cierto es que representaba un auténtico desafío para el Sovinformburó. Aquellos cadáveres de judíos, empapados de petróleo y luego reducidos a cenizas, levantaban espectros que Moscú no podía afrontar. El Holocausto, tal como lo describe cierto texto, representó «una indigesta bola en el estómago del triunfo soviético»[103]. Moscú jamás podía aprobar el asesinato masivo de judíos, pero tampoco estaba demasiado ansioso por asignarle un lugar especial en la mitología de la guerra. De haberlo hecho, Rusia habría tenido que compartir su papel de víctima, y asimismo sus líderes comunistas se habrían visto obligados, en consecuencia, a tolerar la idea de que existía una proximidad especial entre judíos y bolcheviques, una noción que Stalin había hecho todo lo posible por extirpar (sobre todo arrestando a camaradas judíos) durante años. Aquellos cuerpos, como los de los oficiales polacos en los bosques de las inmediaciones de Smolensk, amenazaban con contaminar el frágil ecosistema de la rectitud soviética y la certeza rusa.
Igualmente peligroso resultaba el hecho de que algunos nacionalistas ucranianos hubieran acogido favorablemente el genocidio en su momento. El impulso en favor de la pureza étnica que asoló Europa central en las décadas de 1930 y 1940 no se limitó únicamente a Alemania, ni tampoco eludió a los bolcheviques. Durante la ocupación alemana, el que fuera jefe del gobierno ucraniano durante la guerra había expresado en 1941 el punto de vista de que «los judíos ayudan a Moscú a consolidar su dominio sobre Ucrania. En consecuencia, soy de la opinión de que los judíos deben ser exterminados, y [veo] la conveniencia de aplicar en Ucrania los métodos alemanes de exterminio de judíos»[104]. Así, se instigó a los robustos campesinos ucranianos a abominar de todos los «proletarios judeo-moscovitas», y algunos de ellos respondieron uniéndose a los escuadrones de la muerte[105]. Pero repetir ahora todo aquello equivalía a destruir el débil marco de la fraternidad soviética, y sin duda pondría en peligro las relaciones de Moscú con el grueso de la población ucraniana, incluidos quienes actualmente estaban luchando en nombre de ella en el frente occidental.
La respuesta fue retocar todos los informes sobre los campos de exterminio. Las historias de genocidios se presentaron como parte de un todo espantoso de mayor envergadura. Se tuvo especial cuidado en asegurarse de que se hiciera hincapié en la carga que habían soportado los rusos. Mientras los investigadores preparaban el primer informe sobre el primer campo de exterminio que descubrió el ejército, los lectores de Pravda se enteraban de que en Ucrania había un sitio en el que los prisioneros del Ejército Rojo habían muerto de hambre, e incluso un campo en el que los rusos habían sido infectados deliberadamente con el tifus y luego se les había dejado morir[106]. La política de censura se vio reforzada por el hecho de que la verdad, tal como estaba revelándose, resultaba tan espantosa que tendía a desbordar la imaginación. Cuando Alexandr Werth elaboró su primer informe sobre un campo de exterminio nazi para la BBC, «La fábrica de muerte», la corporación no llegó a emitirlo. La historia resultaba tan terrible, argumentaron sus directores, que no podía ser más que otro truco de la propaganda soviética[107].
La verdad empezaría a revelarse en el verano de 1944. Lublin se alza justo detrás de la frontera polacosoviética. Cuando el Ejército Rojo la liberó, en julio, encontró una ciudad marcada por las cicatrices de la ocupación y el bombardeo. Sin embargo, y pese a los daños sufridos, seguía siendo el atractivo amasijo de iglesias y casas enjalbegadas que había sido durante siglos. Su secreto, como una fría sombra, se hallaba a solo tres kilómetros. Majdanek fue el primer campo de exterminio descubierto por un ejército. Era una instalación amplia y muy organizada, un complejo de prisiones, cámaras de gas y chimeneas que abarcaba una extensión de 25 kilómetros cuadrados. Un millón y medio de personas habían sido asesinadas allí. El olor de los cadáveres y de la carne quemada obligó a los habitantes de Lublin a cerrar las ventanas. No podían respirar, e incluso con las ventanas cerradas tampoco podían dormir. La envergadura de aquella atrocidad conmocionó en aquel momento a todos los que presenciaron el descubrimiento.
Majdanek prefiguraba el genocidio antes de los descubrimientos de Auschwitz y Belsen. Allí estaba ya la pequeña carretera abandonada, la valla de alambre de espino, las torres de vigilancia… Una puerta de entrada formaba un arco sobre el camino y tras ella asomaban entre la bruma los barracones y las siniestras chimeneas. En cada patio había una horca, sólida y de construcción recia. Había bloques de duchas de hormigón, unidades etiquetadas como «de baño y desinfección». Eran las cámaras en las que se había apelotonado de mala manera a miles de seres humanos atemorizados y desnudos, que en cierto modo intuían su destino. Mientras recorría el campo, Werth se puso a reflexionar sobre aquellos últimos momentos, imaginando los cristales azulados del gas ciclón B que caía a través de la rejilla del techo y se evaporaba lentamente. Se hallaba en el mismo lugar en el que se situaban los guardias de las SS, desde donde observó el interior de la sala tal como hicieran ellos. Apartando por un momento la mirada, se fijó en el suelo de cemento. A sus pies había una marca azul, un garabato en el que apenas se distinguía la palabra vergast. Al lado alguien había dibujado dos tibias y una calavera. «Nunca había visto esa palabra hasta ahora —escribió—, aunque es obvio que significa gaseado; pero no meramente gaseado como sustantivo, como acción y efecto de gasear, sino gaseado como participio de ese verbo, como adjetivo, ya que incorpora el elegante prefijo ver. Es decir: trabajo terminado, y ahora el lote siguiente»[108].
Hoguera de leña y cadáveres fotografiada como prueba de los crímenes de guerra perpetrados por los alemanes, Klooga, Estonia (cortesía del Archivo Estatal de la Federación Rusa)
Werth afirma que Pravda informó de todo, si bien eso no es del todo cierto. El informe era vivido, y su impacto debió de haber sido inmenso; pero no se presentaba a los judíos como las víctimas principales. Quizás de manera conveniente, Majdanek era un campo donde se daba una auténtica mezcla de razas, y entre sus víctimas se contaron un gran número de europeos, rusos y polacos, además de judíos. Aquella mezcolanza lo hacía más fácil de describir en la prensa. En cambio, la existencia del campo de Oswiecim (Auschwitz) no se publicó en la prensa soviética hasta el 7 de mayo de 1945, justo unas horas antes de la victoria, aunque el Ejército Rojo lo había descubierto (y había contado cada petate hasta llegar a más de un millón) en enero de aquel mismo año.
Lo que pensaron los soldados de todo ello es una cuestión que sigue abierta al debate. En Majdanek se les ordenó que recorrieran todo el campo. También en Auschwitz pudieron contemplar el horror por sí mismos. Las imágenes de las atrocidades ayudaron a reforzar su odio a Hitler, a hacerles más valientes e implacables. Y lo mismo haría la visión de Klooga, en las afueras de Tallin, donde los judíos asesinados eran apilados junto con grandes montones de troncos, empapados de petróleo y quemados como si se tratara de leña[109]. Las fotografías de los restos calcinados muestran a los soldados del Ejército Rojo al lado, de pie sobre la nieve, contemplando aquellas horribles formas mientras unos oficiales vestidos de paisano las catalogan para la historia. Pero lo que leerían más tarde aquellos mismos soldados no coincidía con lo que ellos sabían. Pravda contribuyó a formar un conjunto de recuerdos alternativo, a ocultar unas imágenes tan terribles que no podían ser ni consideradas ni olvidadas. En lugar de la espantosa realidad de la Solución Final, el periódico ofreció a sus lectores una lección más sencilla: la ira soviética estaba justificada; la venganza rusa era justa.
Tales lecciones ayudan a explicar la violencia que se desencadenó a continuación. En la mente de los soldados, lo que habían hecho los fascistas hacía mucho tiempo que se había diferenciado claramente de cualquier cosa que «nosotros», es decir, los soviéticos, pudieran hacer. La propaganda soviética había degradado al enemigo hasta tal extremo que ahora apenas parecía ya humano. No podía haber comparación entre «ellos» y «nosotros». Al mismo tiempo, el estatus de víctima del pueblo ruso exigía venganza y reparación. En el plazo de unos meses se perpetrarían las atrocidades de Prusia Oriental —asesinatos, violaciones y robos cometidos por soviéticos— bajo el manto protector de la doble moral. Esa misma incoherencia se aplicaría al trato dado a «nuestros» judíos. Cuando un ruso murmuraba que el mejor judío era un judío muerto, nunca era igual que si lo decía un fascista. En 1944, la NKVD incluso oyó decir a algunos soldados que «Hitler hizo un buen trabajo sacudiendo a los judíos»[110].
El ejército —o, mejor, algunos de sus veteranos inválidos— contribuiría a que aquellos toscos prejuicios se difundieran entre los civiles soviéticos. Las historias al respecto resultaban bastante predecibles. Los judíos no luchaban —decían—, sino que se quedaban sentados en sus calientes oficinas o en cualquier lugar en el que se pudiera sacar dinero. Luego venían los chistes, los juicios de valor, el resentimiento. A principios del verano de 1943, los miembros del consejo editorial del periódico del ejército, Estrella Roja, incluso discutieron la necesidad de buscar y publicar algunas historias de judíos que hubieran sido héroes de la Unión Soviética o generales en el frente. Había que hacer algo para evitar la violencia racial. «Existe una verdadera inquietud por un posible pogromo», escribiría uno de ellos aquel mes de mayo[111]. El temido linchamiento se produciría unos meses más tarde. El pogromo de 1945 en Kiev se inició tras una pelea entre dos ucranianos borrachos y un judío que era agente de la NKVD. El agente disparó a sus atacantes y el funeral de estos sería la chispa que desencadenaría los disturbios antisemitas[112]. Pero muy pronto la Rusia de la posguerra atacaría a los judíos con todo el poder del Estado. A partir de 1948, estos fueron objeto de nuevos arrestos, denuncias y humillaciones públicas. Perdieron sus trabajos y su estima, al tiempo que se negaba a sus hijos la educación a la que tenían derecho. Finalmente, los judíos serían también las víctimas elegidas para la última gran purga de la vida de Stalin[113].
Mientras recogía testimonios para la elaboración de este libro, me di cuenta de que existía una proporción exagerada de judíos entre los veteranos a los que entrevistaba. No era un hecho accidental, ni tampoco obedecía a ningún prejuicio por mi parte. Una razón de ello es que los veteranos todavía creen que deben guardar los secretos soviéticos. El Estado cuyas normas prometieron cumplir ya no existe, pero muchos siguen fieles a él debido a que constituye la única imagen estable en su imaginación política. Puede que para los judíos, que tan marginados se vieron en el mundo de la posguerra, resulte más fácil que para los rusos étnicos ver que tales reglas son absurdas. Luego hay también una cuestión de lealtad, ya que los judíos sufrieron con la caída del comunismo y pocos de ellos tienen razones para acoger favorablemente el nuevo y chovinista Estado ruso. En consecuencia, les resulta más fácil hablar. Las historias que oí de sus labios eran vividas, terribles, divertidas o, a menudo, tristes, pero nunca se trataba de relatos de oficiales del Estado Mayor. Los judíos se contaron entre los más decididos combatientes de todos los frentes soviéticos. Tenían mucho de lo que vengarse. Y aparte de eso, los miembros de esta generación concreta tendían a ser leales a la causa internacionalista, el sueño utópico del comunismo, la guerra justa, la revolución y las nuevas formas de fraternidad. Némanov luchó en las inmediaciones de Stalingrado y marchó sobre Kursk; Kirill sobrevivió al asedio de Leningrado y dirigió a sus hombres a través de Prusia. Ambos tomaron parte en algunas de las operaciones más peligrosas de la guerra.
Recuerdo que pasé una mañana con otro combatiente judío. Borís Grigórievich nació en Kiev. Sus padres eran los dos judíos, aunque él se identificaba como soviético. «¿Que si había racismo? —repitió sonriente mi pregunta—. Por supuesto que no. Éramos todos ciudadanos soviéticos, todos iguales». Su mejor amigo, me explicó, era un mingreliano del Cáucaso. «Éramos como hermanos», añadió. El amigo había muerto, pero «yo sigo formando parte de su familia, me tratan como a un hijo». Sin embargo, esa no era su última palabra sobre el asunto. Le pregunté cuáles habían sido sus temores durante las largas noches que precedieron a la batalla. «Tenía miedo de que creyeran que era un cobarde —me respondió—. Yo sabía que, por ser judío, debía demostrar que no tenía miedo». Tendrían que pasar años antes de que supiera con certeza que su padre había sido asesinado en Babi Yar.