El régimen de Stalin libró la guerra con el mismo espíritu con el que persiguió la paz. La primera regla era que la vida humana contaba muy poco a escala histórica, es decir, comparada con los intereses del Estado; la segunda, que los «suyos», los ciudadanos en cuyo nombre se hacía todo, debían permanecer unidos contra los enemigos. En 1943 la primera de ellas estaba provocando tensiones. La reserva de soldados en buenas condiciones físicas se agotaba. Las campañas de aquel invierno se verían restringidas en la práctica debido a la escasez de elemento humano[1]. La segunda regla, en cambio, parecía estar ganando fuerza. Kulaks, espías, trotskistas y miembros de la guardia blanca de la guerra civil habían sido convenientes chivos expiatorios en la década que desembocaría en la guerra. Pero los fascistas —los hitlerianos— eran ahora el verdadero enemigo. Y los ciudadanos soviéticos respondieron a la llamada a las armas con un estilo épico. La claridad de intenciones colectiva que inspiró a millones de personas no tenía precedentes, aunque tampoco era cierto que el pueblo entero se mantuviera unido. La guerra creaba jerarquías, vencedores y vencidos, millones de muertos. Y la separación física, el hambre y la violencia no venían a unir precisamente a las comunidades. La mítica solidaridad bélica que todo el mundo recuerda hoy no fue sino otro juego de manos de Stalin. Si fue posible creer en ella fue gracias a la tercera regla del régimen, que consistía en controlar qué era lo que se permitía saber a la gente.
Entre quienes ya salían ganando en plena guerra, al menos si se les compara con los soldados rasos del frente, estaban los oficiales situados muy por detrás de las líneas. El 6 de noviembre de 1943, a un numeroso grupo de ellos se les invitó a visitar Moscú para oír hablar a Stalin. La ocasión era la víspera del XXVI aniversario de la revolución bolchevique. Fuera, la capital tenía el color gris característico de principios del invierno, roto solo por las cortinas que cegaban las ventanas y por el negro de los apagones. Dentro, bajo las lámparas de araña, la audiencia disfrutaba de su autocomplacencia. En los doce meses transcurridos desde su último mitin con motivo del aniversario, las perspectivas para aquellas personas habían cambiado completamente. Primero había sido Stalingrado, con todos aquellos prisioneros y muertos alemanes. Pero esa había sido una victoria de invierno. Lo que había demostrado Kursk, en cambio, era que el Ejército Rojo también era capaz de derrotar a los fascistas en verano. Desde entonces, los noticiarios habían relatado una historia de éxitos ininterrumpidos. Smolensk fue reconquistada el 25 de septiembre; la península de Taman —la puerta hacia Crimea—, el 7 de octubre. En una hazaña de notable audacia (y un coste humano demoledor), el Ejército Rojo había cruzado el Dniéper el 7 de octubre, con lo que rompía la línea defensiva más segura de los fascistas. Y el 6 de noviembre se informaría a la élite de la noticia que al día siguiente iba a estar en boca de todo el mundo: Kiev, la capital de Ucrania, había vuelto finalmente a manos soviéticas.
El Ejército Rojo era el salvador indudable del país, pero Stalin utilizó su discurso para hacer hincapié en el hecho de que este no había trabajado solo. Era el momento de celebrar la labor del partido y del gobierno, de los hombres y mujeres que habían permanecido en sus casas. Empezó hablando de algunos héroes reales, los trabajadores del período bélico. Si el Ejército Rojo ya no carecía de armas y provisiones —explicó Stalin—, había sido gracias a «nuestra clase trabajadora (fuerte y prolongado aplauso)». También debía mucho «al patriotismo de los campesinos de las granjas colectivas», a «nuestros trabajadores del transporte», e incluso, por sus iniciativas en diseño y en ingeniería, a «nuestra intelligentsia (prolongado aplauso)». El mensaje de Stalin era inequívoco: declaraba justificada la revolución. «Las lecciones de la guerra —anunció— nos enseñan que el poder soviético no solo es la mejor forma de organización para el desarrollo económico y cultural de un país en años de paz, sino que también es la mejor forma de movilizar todos los recursos del pueblo para repeler a un enemigo en tiempo de guerra … El poder soviético que se estableció hace veintiséis años ha convertido nuestro país —en un breve período histórico— en una fortaleza inviolable»[2].
Los hombres y mujeres del frente —o al menos aquellos que habían sobrevivido para unirse a la celebración de aquel mes de noviembre— se sentían igual de orgullosos de la victoria, aunque tendían a atribuirse la mayor parte del mérito. Vitali Taránichev, el ingeniero, encontró unos momentos para escribir a su esposa. «Ahora es la una de la madrugada —le explicaba— del 7 de noviembre de 1943. Estoy en mi puesto militar desde la víspera del XXVI aniversario de la gran revolución de octubre … Hoy, a las dieciséis horas, hemos escuchado la orden de nuestro comandante supremo, el camarada Stalin, sobre la conquista de la capital de nuestra Ucrania, la ciudad de Kiev, por nuestras valientes tropas. ¡Natalochka! ¡Imagino lo que te alegrará esta noticia! Ha pasado el tiempo en que los fascistas controlaban los cielos. Hoy han hecho un patético intento de perturbar la labor de nuestro cuartel, pero no han conseguido nada; todo funciona como un reloj, y todo sigue avanzando hacia delante, hacia el oeste, ¡hacia la destrucción del fascismo!»[3]
Miles de soldados del frente compartían ese punto de vista. Sabían que estaban en el camino de la victoria. Como ocurre en muchos otros ejércitos cuyas acciones se ven coronadas por el éxito, ahora se daban cuenta de que suscribían algunos de los valores de su nación y de su cultura con confianza y celo renovados. Asimismo empezaban a imaginar que su sacrificio podía servir para construir un mundo mejor en ese marco. Muchos creían que estaban sentando los cimientos de la paz, evaporando tal vez los odios y la confusión de los años de preguerra. Las amistades de los soldados con sus camaradas del frente parecían un anticipo de la fraternidad que iba a venir. Y luego estaba la emoción de las nuevas máquinas. La batalla de tanques de Kursk, la evidencia de la superioridad aérea soviética aquel verano, la mortífera música de las Katiusha: todo aquello parecía como una vindicación de los planes quinquenales, la promesa de un mundo mejor de producción en masa. Zhúkov, y no Stalin, era probablemente el verdadero héroe del ejército (y cada veterano describiría con fruición al general de aquella guerra al que más admiraba, de modo parecido a como los aficionados a los deportes discuten sobre sus estrellas favoritas); pero incluso Stalin, dado que vivía principalmente en la imaginación de los hombres, parecía encarnar las cualidades que ahora prometía el éxito: progreso, unidad, heroísmo, liberación… De palabra al menos, parecía que los soldados y los líderes suscribían los mismos objetivos.
Los mensajes ideológicos más crudos surgían al contemplar el legado del fascismo. «Debemos recorrer buena parte de las poblaciones que los alemanes han abandonado en el pasado reciente —escribía Taránichev a su familia—. No podéis imaginar el aspecto que hoy tienen esos lugares, hasta hace tan poco florecientes centros de población; no habita en ellos nadie que no haya sufrido algún daño, todo está quemado, y lo que no pudieron quemar ha sido destruido por los bombardeos aéreos»[4]. «He estado marchando día y noche», escribía a casa un operario de ametralladora de veinte años en octubre de 1943. Había viajado desde Orel hasta más allá del río Desna, cruzando una tierra quemada por el ejército alemán en retirada. «La población nos acoge calurosamente; no imaginaba que pudieran recibirnos de esa manera. Lloran, nos abrazan, todo el mundo nos trae lo que puede». La razón de aquella alegría popular era evidente. «He visto cómo los alemanes queman las aldeas, ¡joder! He visto a las víctimas de su violencia»[5].
Para los soldados, el Ejército Rojo era ahora el instrumento de la redención colectiva, el brazo de su venganza y su liberación. La acogida de la que eran objeto los soldados por parte de la población de Rusia occidental y Ucrania oriental solía resultar abrumadora. Pero aunque muchos estaban orgullosos de su fuerza colectiva, también era posible que un gran número de hombres percibieran la posibilidad de progreso individual. De hecho, el ejército vendría a potenciar miles de carreras. Vasili Yermolenko iba a la escuela en Jarkov cuando estalló la guerra. El primer año de la invasión vio su casa derruida, a su madre atrapada y a su padre alistado en el Ejército Rojo. Pero el joven Vasili, ahora un refugiado, recibió formación militar. Cuando el Ejército Rojo liberó su ciudad natal, en 1943, él ya servía en otra parte del frente como operador de radio e ingeniero de comunicaciones. La tecnología se convirtió en su vida, tanto más cuanto que todos los demás pilares que la apuntalaban se habían desmoronado. En la primavera de 1944 se afilió al partido. Como anotaría por entonces en su diario, la guerra le había enseñado a amar a su patria, pero también había confirmado su creencia en el socialismo, «que llevará al pueblo a una vida feliz». En su opinión, todos los éxitos del Ejército Rojo estaban ahora vinculados al partido y a su líder[6].
El espíritu de partido (los soviéticos tenían un término que lo definía: partiinost) que manifestaban los soldados como Yermolenko se hallaba muy alejado de la cuidadosa sofistería de los ideólogos de Stalin. El tipo de comunismo de los soldados también era distinto del de sus comisarios políticos, muchos de los cuales se habían unido al partido bastante antes de la guerra. La creencia de los soldados rasos se derivaba de la experiencia tanto como de los sermones, y a menudo coexistía con cierta impaciencia frente al papeleo y cierto desagrado ante la propaganda. «Existen considerables pruebas empíricas de que el adoctrinamiento afecta a las tropas tanto como la lluvia puede afectar a un pato —ha observado un especialista en motivación para el combate—: les resbala»[7]. Las creencias de los hombres, aunque configuradas por todo lo que se les había dicho (y limitadas por todo lo que jamás se les permitiría decir o escuchar), se percibían como una filosofía propia. «De haber sido por los politrukí —señalaba el escritor nacionalista Víktor Astáfiev—, habríamos perdido la guerra en seis semanas … Nuestras primeras victorias empezaron cuando dejamos de escucharles»[8]. La ideología del frente era firme y estaba profundamente arraigada, pero a la vez era tan distinta de la de la élite civil que podía muy bien haber surgido en otro universo.
La nación trataba de hacer suyos a los soldados, especialmente dado que la mayoría de ellos eran reclutas, hijos de todos. La prensa cultivaba la imagen de la afligida madre escuchando las historias relatadas por soldados de la edad de su hijo, o de la población local apoyando a los soldados como si fueran sus hijos. A cambio, muchos soldados aprendieron a amar a Rusia y a su pueblo con un renovado entusiasmo. «Fue la guerra —recuerda un soldado en uno de los famosos poemas de Símonov— la que me unió por primera vez / Al anhelo de viajar de aldea en aldea, / A la lágrima de una viuda, al canto de una mujer»[9]. Sin embargo, al tiempo que los soldados exploraban una patria nueva y de mayor envergadura, luchaban por aferrarse a la vida que habían dejado atrás, a sus esposas e hijos, y también al recuerdo de su propia juventud. El combate les había alejado completamente de todo ello. Los soldados del frente habían despreciado siempre a las «ratas» que se quedaban en la retaguardia, los equipos de aprovisionamiento, los oficiales y las caravanas de reservistas; pero con el paso del tiempo los soldados se hallaban también cada vez más distanciados de los civiles a los que trataban de salvar, e incluso de las familias a las que amaban.
Puede que los hombres del Ejército Rojo imaginaran que los vínculos que les unían mutuamente habían reemplazado a aquellas antiguas lealtades, y hasta cierto punto eso era cierto. La vida en el frente incluso fomentaba la nostalgia por una tierra natal perdida —o imaginada— y los soldados que se enteraban de que alguien de su propia provincia había llegado hasta algún lugar relativamente próximo a su campamento solían correr a saludarle, hambrientos de noticias de casa. La guerra resultaba tan extraña, y el territorio soviético tan impensablemente vasto, que aquellas personas pasaban a convertirse de inmediato en «vecinos». Las mujeres veteranas le contaron a Alexéievich que cada vez que acababa de llegar al frente alguien procedente de su misma tierra natal sus compañeros se apiñaban a su alrededor ansiosos de captar el menor atisbo de los olores familiares que pudieran impregnar sus ropas.
Sin embargo, y pese a toda la retórica en torno a la unidad, las amistades demasiado estrechas seguían despertando recelos en los círculos políticos. La NKVD controlaba las conversaciones de los soldados en el frente, mientras que la Sección Especial, así como su sucesora, la SMERSh —cuyo nombre era un acrónimo en ruso de la frase «muerte a los espías»—, investigaban cualquier rumor de disensión[10]. La SMERSh, cualquiera que fuera la forma que adoptara, era un mal necesario. El ejército avanzaba hacia el oeste, recuperando un territorio que había estado en poder del enemigo. En cada población debía de haber colaboracionistas, hombres y mujeres que habían alimentado y cobijado a los nazis, denunciado a los partisanos o, aún peor, ejecutado las órdenes de encarcelar o fusilar a sus propios vecinos. Había también agentes alemanes en la zona liberada, algunos de ellos hiuri[11], desertores del Ejército Rojo, cuya habla rusa y cuya apariencia soviética ocultaban sus verdaderas lealtades. La amenaza de la SMERSh actuaba como elemento disuasorio frente a toda forma de traición, además de aterrorizar a cualquiera cuyo trabajo fuera necesario en el frente[12]; pero al tiempo que atacaban a enemigos reales, los informadores del contraespionaje estalinista también traicionaban el espíritu del frente. Si no podían encontrar verdaderos espías, los agentes no dudaban en inventar un complot y convertir a sus propios camaradas en chivos expiatorios. Los soldados tenían que vigilar su lengua constantemente. «Sabíamos que podíamos hablar de nuestras victorias —escribía Samóilov—, pero no de las derrotas. Sabíamos que nuestros jóvenes oficiales también se movían entre sombras. El temor a la SMERSh … corrompía el elevado concepto de un pueblo que luchaba contra el invasor … Casi nunca sabíamos —añadía— quiénes de nosotros eran informadores». Aunque los camaradas en armas seguían sintiendo una auténtica solidaridad, la calidad de las relaciones humanas quedaba empañada por «el bacilo estalinista de la desconfianza»[13].
Todas estas tensiones hacían presa en la mente de los soldados cuando la campaña entró en su fase de invierno. Los meses finales de 1943 fueron un tiempo de constantes movimientos. Los tanques y la infantería motorizada se disputaban las orillas empinadas del Dniéper. Ejércitos enteros se deslizaban por los campos de remolacha. Día tras día, la fuerte lluvia del suroeste se filtraba a través de los sobretodos y las botas de piel. Luego se iniciaron los bombardeos y el penoso avance a través de un territorio empapado de agua. Los tanques se hundían en las ciénagas en medio de traicioneras marañas de juncos y desaparecían tripulaciones enteras. Los soldados de infantería originarios de Asia central se ahogaban en el Dniéper debido a que jamás habían tenido ocasión de aprender a nadar. A los shtrafnikí, los miembros de los batallones de castigo, se les enviaba a desactivar minas, a asaltar nidos de ametralladoras o a localizar trincheras ocultas. Aunque el número de muertos en las filas soviéticas descendía, aquella no dejaba de ser una campaña de ataque. Las cifras de bajas del Ejército Rojo tras cada batalla llegaban a alcanzar el 25 por ciento[14]. Para unos hombres exhaustos por los combates de finales de verano, aquel debió de representar un desafío intolerable. Otros años, ambos ejércitos habían dispuesto durante los meses más fríos de cierto tiempo para reagruparse y hacer reparaciones. Pero esta vez el benigno invierno del sur no dejaba ningún respiro.
El avance implicaba reconquistar los pueblos y ciudades soviéticos. Con frecuencia se enviaba a los hombres a los mismos lugares en los que habían crecido. Pero aquella no era precisamente una vuelta a casa. La Wehrmacht tenía órdenes de quemar los campos en su retirada hacia el oeste. Todo lo que había sobrevivido a dos años de gobierno nazi había sido incendiado, incluidos el ganado y el grano recolectado. El ruinoso paisaje resultaba aún más macabro por los restos de la batalla. «Hay montones de cadáveres de alemanes en las cunetas», observaba Belov en enero de 1944. Aquellos cuerpos en descomposición no preocupaban a nadie, y aún menos movían a compasión. Las autoridades civiles locales solo empezarían a preocuparse del problema al subir las temperaturas: el tifus se había cobrado ya demasiadas víctimas[15]. Pero de momento, y como bien sabía Belov, «no hay nadie que los recoja … No los moverán hasta la primavera»[16]. Solo lo inesperado, lo incongruente, podía sorprender ahora a los soldados. Al avanzar hacia el oeste, en la primavera de 1944, Yermolenko —que era oriundo de Ucrania— observaba cómo las aves migratorias que con tanta alegría recibiera de niño regresaban a sus zonas de anidamiento. Pero las criaturas parecían confusas. No sabían dónde posarse. El paisaje que buscaban se había evaporado, y los árboles donde habían anidado solo un año antes habían desaparecido[17].
Nada aislaría más a los soldados que la experiencia común de la batalla. Incluso los hombres que trataron de hablar, de contárselo a sus esposas y amigos, se encontraron con que eran incapaces de llenar el abismo que separaba a quienes habían presenciado los combates de todo el resto. David Samóilov, que consideraba que su propia poesía de guerra era «absolutamente mala», creía que el problema estribaba en la propia guerra. Cuando una persona se sienta a escribir tras haber sobrevivido a una carnicería —anotaría más tarde—, su objetivo no es rememorar el infierno, sino escapar de él[18]. «No puedo escribirte mucho; no está permitido», le decía a su madre un mecánico de tanques en septiembre de 1943. Resultaba conveniente ocultarse tras las anchas espaldas del censor. «Cuando nos veamos, te hablaré de las terribles batallas por las que he tenido que pasar»[19]. Aguéiev trataría de explicar por qué no podía contar más sobre la propia guerra: «No regresaba de las operaciones hasta la noche —le escribía a su esposa—. En esas situaciones siempre se produce la misma reacción conocida. La tensión del esfuerzo se ve reemplazada por la inercia. Cuando estás sometido a tensión no piensas en nada, y todos tus esfuerzos se dirigen hacia un solo objetivo. Pero cuando la tensión se ve reemplazada por la inercia, que se explica por el cansancio, entonces realmente necesitas una sacudida, ya que por un momento nada parece importar»[20].
Los civiles jamás llegarían a entender la batalla. «No puedo describir todos mis sentimientos y todas mis experiencias —escribía otro hombre a su esposa, sintiendo que no podía comunicarse con ella con palabras, ni ella con él—. La cuestión de nuestro encuentro tras la victoria —proseguía— es lo que más nos preocupa a muchos de nosotros en este momento»[21]. «Muchos de mis amigos han muerto —escribía a su familia un oficial llamado Mártov en febrero de 1944—. Lo cierto es que luchamos juntos y la muerte de cada uno es la nuestra. A veces hay momentos de tal tensión que los vivos envidian a los muertos. La muerte no es tan terrible como pensábamos»[22].
La aflicción mantenía tan unidos a los hombres como las privaciones comunes, pero la batalla les diferenciaba de todos los demás. Fuera lo que fuere lo que dijera Stalin sobre el trabajo colectivo de toda la nación, en 1943 la mayoría de los soldados del frente valoraban solo el combate y la camaradería derivada del riesgo. Al enfrentar a soldados contra civiles, al despertar el temor a los espías y soplones, al enfrentar a los frontovikí contra toda la comunidad de «ratas» militares que no luchaban, la guerra no había unido, sino que había destruido al pueblo soviético. Y lo peor de todo era que el combate había alienado a los soldados del frente de sí mismos.
«¿Cuál es la definición de desfachatez? —escribía Aguéiev una tarde—. Desfachatez significa estar en algún lugar bien lejos tras las líneas, durmiendo con las esposas de los frontoviki, golpeándose el pecho y gritando “¡Muerte a los ocupantes fascistas!”, y buscando el nombre de uno en las listas de personas condecoradas por su valor»[23]. Los hombres llevaban meses lejos de casa, y el Ejército Rojo no se prodigaba dando permisos[24]. A medida que se iba desvaneciendo el miedo a la derrota, otros terrores de índole más íntima empezaron a frecuentar las noches de los soldados. Ahora estaban cruzando territorio soviético. Conocían las privaciones y el crimen, la desesperación de la gente tras dos inviernos de guerra total. Los soldados casados veían cómo actuaban las mujeres locales cuando encontraban un hombre bien dispuesto, quizás alguien con comida o con dinero, o incluso con solo una guitarra y algo de vodka. Todos empezaban a preguntarse qué estaría ocurriendo en su casa.
Parte de sus temores eran normales en cualquier soldado que participara en una campaña larga, pero las tropas del Ejército Rojo se enfrentaban también a terrores más deprimentes que la mera perspectiva de una carta de ruptura. «Cuéntame algo de mamá —le pedía a su abuela un joven teniente en febrero de 1944—. No he tenido noticias de ella desde septiembre de 1941». La última vez que había sabido algo de su madre, esta se encontraba en su piso de Leningrado[25]. En este, como en tantos otros casos, no volvería a haber más noticias. La ocupación fascista había separado a montones de familias. Alexandr Slésarev, el teniente tanquista de la provincia de Smolensk, al menos sabía que algunos de sus parientes estaban vivos. Los partisanos le habían llevado una carta en 1942, una carta de su hermana pequeña, María[26]. Era un catálogo de muertes y violaciones bajo el dominio nazi. Cuando los alemanes se retiraron llegaron más cartas y ahora —con agonizantes lagunas— empezaba a tomar forma la historia de la familia. Mientras Slésarev avanzaba hacia el sur y el este a través de Ucrania, tuvo que aguardar varias semanas para recibir noticias. María escribió primero a su padre, y luego el anciano transmitió las noticias a sus hijos soldados. María, de catorce años, que trabajaba desde el alba hasta el anochecer en la granja colectiva, no tenía tiempo de escribirles a todos cada vez.
La familia había abandonado la aldea antes de que llegaran los invasores. Durante dos inviernos habían estado viviendo en un refugio subterráneo. Este era frío y húmedo, y los niños estaban siempre enfermos; pero al menos estaban vivos. «Quemaron a la familia de Danilkin —escribía María— y los alemanes se llevaron a Yashka. También quemaron a toda la familia Liséiev y a los Gavríkov, y a otras catorce niñas que volvían de trabajar en Yartsevo … Al mismo tiempo perdimos al tío Petia, que volvía de Ruchkovo cuando los alemanes lo cogieron y también lo quemaron». Entonces llegó la noticia de que el Ejército Rojo estaba cerca. Los alemanes empezaron a llevarse las vacas y ovejas, con lo que dejaron morir de hambre a los aldeanos. El invierno trajo el tifus, y luego la neumonía. Hubo otra serie de muertes. «Cuando la última retirada [de los alemanes], mamá, Yura y yo nos refugiamos con el tío Mitia en una trinchera —terminaba María—. Al mismo tiempo, Kolia, el tío Igor y Shura huyeron al bosque, y estuvieron allí durante cuatro días con sus noches. Nos liberaron el 18 de marzo y [los tres] volvieron del bosque al día siguiente»[27].
El teniente Slésarev debió de sentirse aliviado al leer que su madre, su hermana y dos de sus hermanos pequeños habían sobrevivido. Cuando pudo les envió dinero, pero la inflación, la escasez y una grave crisis de la vivienda habían llevado su vida al borde de la desesperación. «De momento no hay mucha comida —escribía María en enero de 1944— y la ropa es un verdadero problema, especialmente los zapatos»[28]. Lo mismo ocurría en Kursk, y lo mismo ocurría en todos los lugares en los que había estado uno de los grandes ejércitos. «Es difícil ahora que no tenemos vacas —escribía una campesina de la provincia de Kursk—. Nos las quitaron hace dos meses … Estamos a punto de comemos unos a otros … No hay un solo hombre joven aquí, ya que todos están luchando»[29]. «Todo ha quedado destruido por el frente», explicaba otra mujer a su hijo, que era soldado. Había perdido su casa, su vaca y sus tierras. Ahora vivía, como hacían otras muchas personas, en un corredor delante de la puerta del piso de su hija, de una sola habitación. «Llevamos ya dos meses sin pan —escribía otra—. Ya es hora de que Lidia vaya a la escuela, pero no tenemos abrigo para ella, ni nada que pueda ponerse en los pies. Creo que al final Lidia y yo moriremos de hambre. No tenemos nada … Misha, aunque tú sobrevivas, nosotras ya no estaremos aquí …»[30]
Los soldados se sentían traicionados por las historias de privaciones de sus esposas. Lo mínimo que esperaban, ya que ellos arriesgaban su vida, era que el Estado velara por sus familias. Aquellas mendicantes cartas sonaban como verdaderas acusaciones. En enero de 1943, el comité central del Partido Comunista respondió con una resolución secreta a las familias de las tropas en activo. Alexéi Kosiguin, entonces una figura en auge, fue nombrado responsable de los servicios asistenciales. Su tarea consistía en asegurarse de que se les proporcionara harina, patatas y combustible según la habitual escala proporcional de privilegios desde los oficiales hasta los soldados rasos. Pero los funcionarios provinciales no podían convertir los cascotes en viviendas de la noche a la mañana ni hacer salir harina de las cenizas. En mayo de 1944, una inspección realizada en la región de Kursk reveló que había 17 740 huérfanos y casi medio millón de familias de soldados necesitados de ayuda urgente. De las familias, solo 32 025 recibían pensiones y raciones de alimentos[31]. La misma historia se repetía en toda la Rusia europea. En 1944, en el registro de la región de Smolensk, había más de un cuarto de millón de familias de soldados, de las que más de 12 000 vivían en refugios subterráneos. En esa misma región, cerca de 11 000 hijos de soldados no podían asistir a las escuelas locales, recién abiertas, porque no tenían zapatos[32].
Una escena de destrucción (aldea de Kuiani; cortesía del Archivo Estatal de la Federación Rusa)
Se suponía que las familias de los soldados condecorados, de los héroes, recibían una ayuda extra. Era este un incentivo que representaba un auténtico atractivo. La promesa de un acceso privilegiado a los alimentos y al combustible de calefacción para sus viudas y madres bastaba para convencer a algunos soldados de que se les valoraba más que a sus camaradas. Pero cuando esa promesa no se cumplía, la indignación de aquellos hombres era también proporcionadamente mayor. Las cartas de protesta, airadas demandas de combatientes que se sentían con derecho a una audiencia, se apilaban en los escritorios de los burócratas. Pero ni toda la indignación del mundo podía aliviar la crisis. En la primavera de 1944 se advirtió a los soviets rurales de algunas regiones de que el hambre en sus aldeas no tardaría en producir víctimas mortales. P. L. Pashin, héroe de la Unión Soviética, se dirigió un día a su casa, situada en uno de los distritos afectados, a visitar a su familia. La encontró en una situación desesperada. Acudió a la granja colectiva local para proveerse de pan o de patatas, pero el comité no pudo satisfacer su demanda. En otro caso, se descubrió que la familia de otro héroe se hallaba en «extrema necesidad» de ropa, zapatos y un alojamiento sin humedad[33]. María Slésarev seguiría escribiendo a su padre: «La situación del pan es muy mala —le decía en julio de 1944— y lo mismo ocurre con las patatas». Los precios eran inalcanzables. Su hermano le enviaba 50 rublos mensuales, que en ocasiones complementaba con algunos más; pero un litro de leche costaba 15, una taza de sal llegaba a alcanzar los 24 y la harina se pagaba a 800 rublos el pud[34]. Aunque eran los vivales que se aprovechaban de la guerra quienes forzaban los precios al alza, también el ejército —a veces ilícitamente— explotaba a los granjeros locales. En la misma medida en que temían por sus propias familias, algunos hombres mostraban muy pocos escrúpulos por las de los demás. «Todo por el frente» era un eslogan del que se abusaba con frecuencia. Si los soldados no encontraban sitio para dormir, echaban a los lugareños de sus cabañas. Cuando necesitaban caballos, los cogían de las granjas colectivas. A veces utilizaban su nuevo transporte para llevarse y comercializar el grano de los campesinos locales. Floreció el comercio ilegal con la ayuda extraoficial del ejército[35]. Ningún soldado de ningún rango estaba libre de culpa. En febrero de 1944 se oyó afirmar a un miembro de las propias tropas fronterizas de la NKVD que «nuestro grupo va descalzo y semidesnudo, y tenemos derecho a saquear, ya que de lo contrario no podríamos sobrevivir …»[36]
Una de las mercancías habituales era una especie de cerveza casera, el samogon. Aquel tosco licor podía destilarse allí donde pudiera obtenerse azúcar y cereal o patatas. Los soldados de patrulla anotaban los graneros en los que había destilerías ilegales y programaban las redadas para el momento justo en que la bebida estaba lista. Luego sacaban un buen precio vendiéndosela a sus compañeros. Los accidentes y peleas, e incluso los asesinatos, eran resultados comunes de su uso excesivo. Pero no eran solo riñas lo que provocaba aquella bebida. El samogon era también una moneda de cambio. Había redes criminales que sostenían su producción. Se robaba cereal para fabricarla, y se saqueaba para financiarla[37]. Los nazis se habían ido, el poder soviético aún no se había restablecido, y en el caos generado en el avance del frente hacia el oeste surgió una primitiva economía de trueque que giraba en torno a aquel licor tosco, que se intercambiaba por otros bienes. En octubre de 1943, un grupo de soldados estacionados cerca de Belii Jolm, en la provincia de Smolensk, requisaron cuatro toneladas de patatas de las granjas colectivas locales, pero también cometieron otros robos a campesinos individuales, llevándose harina, azúcar, miel e incluso las botas de dichos campesinos[38]. En este caso los culpables eran alumnos de un curso de formación para tenientes.
Entre los artículos más prestigiosos del mercado negro se hallaban los productos alemanes. Todo el mundo sabía que estaban bien hechos, que eran avanzados y que resultaban difíciles de encontrar en otros momentos. En 1942 y 1943, la ley de «trofeos» —es decir, de botines de guerra— se redefinió en repetidas ocasiones para hacerla más estricta. Solía enviarse a equipos especiales, integrados principalmente por mujeres y chicos adolescentes, a los campos de batalla abandonados y otros emplazamientos militares. Su tarea consistía en recuperar todos los residuos que pudieran: cuerpos, armas o efectos personales[39]. El Estado lo reclamaba todo para sí en nombre de la guerra. Pero en torno a esos despojos existía una patética jerarquía de reparto. Los soldados del frente eran los primeros, aunque su oportunidad solía ser breve. «Yo encontré el cadáver de un alemán en la esquina de uno de sus cementerios de campaña —me explicaría Anatoli Sheveliov—. Habían enterrado a todos los demás, pero se habían olvidado de él. Le cogí la cartera. Era realmente curioso. Llevaba una foto, de su Frau. Una foto, y un preservativo. Nosotros no teníamos de eso: en el Ejército Rojo no había sexo seguro. Pero lo que yo quería eran las botas. Intenté quitárselas. Pero estiré, estiré fuerte, y la pierna del hombre estaba tan descompuesta que salió junto con la bota. Lo dejé correr».
Detrás de los soldados en combate venían las tropas de apoyo, las «ratas», así como cualquier lugareño que apareciera por allí. La bota que quería Sheveliov no representaba ningún problema para expertos como ellos. Los miembros congelados o descompuestos únicamente requerían de la técnica adecuada. En el invierno de 1941, Vasili Grossman conoció a un campesino que llevaba un saco de piernas humanas congeladas, todas cortadas como si se hubieran acabado de cosechar. Su plan era descongelarlas en la estufa para que las botas de piel resultaran más fáciles de sacar[40]. Paralelamente, los cascos e insignias desechados se convertían en juguetes para los niños, aunque estos parecían preferir las granadas y los cuchillos[41]. Los funcionarios recogían otros juguetes de naturaleza más sofisticada. Orest Kuznetsov era un abogado militar. Una de sus prebendas era la de inspeccionar los trofeos que el ejército alemán dejaba tras de sí antes de hacer las maletas para dirigirse a la retaguardia. En febrero de 1944 se agenció «una radio muy bonita, que actualmente no funciona, ya que hay que enchufarla a la corriente»[42].
Las normas básicas de la vida en tiempos de paz hacía tiempo que se habían desvanecido. Entre las pautas que surgieron durante la guerra se hallaba una nueva actitud en relación con el sexo. El frente, aunque no constituía en absoluto un club exclusivamente masculino, rebosaba de misoginia. «En el ejército ven a las mujeres como discos de gramófono —escribía un joven en 1943—. Los usas una y otra vez y luego los tiras»[43]. Era un prejuicio que estallaría con fuerza maligna un año después, cuando el ejército entró en Prusia. Pero las actitudes con respecto al sexo estaban cambiando tanto entre los hombres como entre las mujeres. La menos ofensiva de las nuevas pautas era una mera cuestión de conveniencia a corto plazo, y a menudo mutua. Los oficiales masculinos eran conocidos por «adoptar» a mujeres atractivas. A veces las incorporaban a la lista de la compañía, creando un puesto ficticio con el fin de poder llevarse consigo a una querida cuando estaban en campaña[44]. El término con el que se designaba a estas mujeres en la jerga del ejército era «esposas de campaña movilizadas», pojodno-polevie zheni, o PPZh, un juego de palabras basado en la similitud con el acrónimo de «cañones de campaña móviles», o PPSh. No era infrecuente que un hombre tuviera a la vez cinco o más de tales «esposas». Y siempre había más haciendo cola. Aguéiev conoció a un teniente que reaccionó a una carta de ruptura de la que había sido su esposa en la preguerra enviando una tarjeta a la oficina principal de correos de Moscú, dirigida «a la primera muchacha en cuyas manos caiga esto». Como añadiría Aguéiev, «esta correspondencia ha proseguido durante algunos meses de la manera más activa»[45].
Las «esposas» del frente solían ser un privilegio del rango. «Hubo una pequeña historia —recordaría Némanov—. Mi comandante tenía cincuenta años, era maestro de profesión, padre de soldados, de carácter fuerte, aunque todo el mundo le quería. Tenía una amante de veinte años, Nina. Ella estaba embarazada, y resulta que yo le gustaba. Yo no tenía ni idea de ello, y hacía mi vida sin prestarle atención. Un día me invitó a escuchar el gramófono, y allí estábamos los dos juntos, muy cerca el uno del otro. Alguien nos vio y se lo dijo al comandante, aunque no hubo nada. Este montó en cólera. Me apuntó con una pistola y me dijo:
»—¡Si no te matan los alemanes, yo mismo te pegaré un tiro!» Pero no me disparó; se limitó a mantenerme alejado de ella. Me puso a trabajar de telefonista, y me hacía cargar siempre con el equipo más pesado además de mi fusil.
«Sin duda debes de pensar que tengo aventuras con las chicas, Polia —escribía un soldado raso en 1944—. No, querida, jamás morderé ese anzuelo. Cuando volvamos a encontrarnos te contaré un montón de cosas sobre la vida militar. Pero mi carácter no ha cambiado y por lo demás, si uno … tiene novias, puede acabar muy pronto en una unidad de castigo»[46].
Mientras los hombres estuvieron en suelo soviético sería el vodka, y no el sexo, el eje central del tiempo de ocio; pero las mujeres que vivían cerca de los alojamientos sabían que los problemas empezaban en cuanto los soldados podían escaparse en busca de ambas cosas. La proporción de enfermedades venéreas no tardaba en aumentar. La Wehrmacht había puesto de su parte para propagar la infección allí donde acampaba; ahora era el turno del ejército soviético. Los informes de la época fingían sorpresa, pero la sífilis afectaba a los oficiales —e incluso a los miembros del Partido Comunista— con tanta facilidad como a los soldados[47]. Solo en la provincia de Smolensk, la tasa oficial (y, por ende, subestimada) de infección por sífilis se multiplicó por doce entre 1934 y 1945[48]. En cierta medida, el doble efecto de la invasión y, luego, de la reconquista explicaba la envergadura de la epidemia; pero también había una gran parte de culpa en la actitud soviética respecto al sexo. Los hombres no recibían educación alguna en ese sentido, y, como observaba Sheveliov, tampoco se les proporcionaban preservativos. A los soldados que contraían enfermedades venéreas se les trataba como una especie de traidores. En ocasiones se les negaba deliberadamente el tratamiento médico como castigo por lo que se consideraba una inmoralidad[49]. Para algunos soldados, la deshonra, o el miedo a ella, se convertía en un motivo de inquietud añadido, y a partir de 1943 empezaron a acumularse los informes sobre soldados que se habían pegado un tiro tras haber contraído enfermedades venéreas[50]. Paralelamente, las autoridades civiles solían considerar la posibilidad de deportar a las lugareñas si se sabía que frecuentaban la compañía de los soldados; y asimismo soñaban (aunque no disponían de medios para llevarlo a cabo) con obligarlas a someterse a reconocimientos médicos y a tratamiento hospitalario[51].
Las mujeres chocaban siempre contra una cultura punitiva. La moral soviética las juzgaba por un doble rasero, condenando en ellas la misma conducta que en los hombres se admiraba o, cuando menos, se toleraba. Algunas de las «esposas de campaña» confiaban en casarse con sus protectores militares, pero la mayoría de ellas solo buscaban, como todo el mundo, comodidad e intimidad. Eran los prejuicios masculinos los que las pintaban como putas. «He recibido cuatro cartas tuyas —le escribía Aguéiev a su esposa, Nina, a comienzos de la primavera de 1944—. Al menos tengo fundamentos para creer que mi familia se ha conservado intacta. ¡Nina! Esta es la principal pregunta que nos hacemos los frontovikí. ¿Qué pasará cuando acabe la guerra? La locura que está haciendo mella en los hombres y en las mujeres tiene solo una diferencia: las mujeres —con el fin de asegurarse el futuro— olvidan las normas y se ponen a hacer diez veces más locuras que los hombres»[52].
Los veteranos solían decir que la guerra era cruel con las chicas: las estropeaba con más rapidez que a los hombres, especialmente cuando elegían un papel activo en el combate. Las enfermeras y las operadoras de telégrafo tenían más prestigio como novias que las mujeres soldado. «No las veíamos como mujeres —le explicaban los veteranos a Svetlana Alexéievich en la década de 1980—. Las veíamos como amigas»[53]. De todos modos, esta era la versión amable de la realidad. De hecho, las mujeres del frente, estropeadas o no, tenían que enfrentarse a los prejuicios basados en su reputación de duras. Una de ellas explicaría lo que le ocurrió cuando se casó con el novio al que había conocido en la guerra. Los padres de su nuevo esposo se pusieron furiosos, pues consideraban que había malbaratado su buen nombre. «¡Una chica del ejército! —despotricaban—. ¡Tienes dos hermanas pequeñas! ¿Quién va a casarse con ellas ahora?»[54] Se suponía que las mujeres dormían con los oficiales como una manera de salir adelante; cuando menos, un embarazo les garantizaba la posibilidad de escapar del frente. Las veteranas condecoradas con medallas fueron tratadas con recelo durante muchos años después de la guerra. Cuando era una mujer la que la ostentaba, solía hacerse el chiste de que la codiciada medalla «al mérito militar» (za boievie zaslugui) era en realidad «al mérito sexual» (za polevie zaslugui)[55].
El humor cruel era en realidad una máscara que ocultaba toda una serie de inseguridades. Reírse —entre hombres, y en grupo, en los momentos de descanso— venía a ser como una luz en medio de la penumbra. En la medida en que bromeaban en grupo, los hombres evitaban tener que enfrentarse a sus temores primitivos. Los muchachos más jóvenes, reclutados directamente de la escuela, se reían para ocultar su virginidad, mientras que, por su parte, los hombres mayores, casados, hacía ya demasiado tiempo que no veían a sus esposas. El problema no era solo que los meses iban pasando; era que la guerra avanzaba a un ritmo acelerado. Los soldados que rondaban la treintena, que en tiempos de paz habrían tenido por delante una última década de juventud, se convertían en viejos de la noche a la mañana. Un solo día en las trincheras podía envejecer a un hombre como una pequeña muerte: el cabello encanecía, la piel se secaba, la alegría desaparecía de su sonrisa (junto con varios dientes). Y luego estaban las heridas, los miembros tronzados, las cicatrices. «Hay montones de historias de esta clase en ambos bandos —escribiría Aguéiev a su familia en 1943—. Cuando los oficiales resultan heridos y yacen en el hospital, reciben una carta de sus esposas, que se han enterado de que están heridos y les escriben para decirles que han iniciado los trámites para poner fin al matrimonio aduciendo la incapacidad del marido …»[56]
Los soldados imaginaban que sus esposas seguían siendo las mujeres que ellos habían dejado, todavía jóvenes, mientras ellos envejecían. Cuando no empezaban a inquietarse pensando que aquellas sirenas les engañaban, temían verse rechazados conscientes de la transformación que habían experimentado. El confiado Taránichev temía que su cabello gris alejara a su esposa Natalia; este representaba una metáfora del cambio que había sufrido, de la violencia que le fascinaba y le atraía. Aguéiev se mostraba franco con respecto al efecto de la guerra en su cuerpo: «Puede que te preguntes: ¿y yo? —le escribía a Nina—. Puedo decirte que el deseo … es más que suficiente, pero el miedo a la catástrofe después de dos heridas en la cabeza me ha obligado a renunciar a la idea». Hacía ya varios meses que estaba preocupado por sus cabellos grises y las prematuras arrugas que le surcaban el rostro. Y ahora tenía que decirle a Nina que era impotente[57].
La mitología bélica soviética esquiva completamente los temas del divorcio, la promiscuidad y las enfermedades venéreas. En lugar de ello, se centra en el patetismo de la espera, inspirándose en el famoso poema de Símonov. Las imágenes son inmóviles, reflexivas, pero la vida real tras las líneas estaba plagada de cambios y privaciones. El poema de Símonov evoca a una mujer que está en casa, contando pacientemente los días, pero en realidad las esposas de los soldados se veían obligadas a aprender nuevas habilidades, a dominar técnicas de supervivencia y a trabajar durante jornadas excepcionalmente largas y arduas. Pocas de ellas tenían tiempo de sentarse a contar los días mirando anhelantes hacia el oeste. De hecho, pocas podían siquiera disponer de mucho tiempo para sí mismas. La vivienda era escasa, por lo que constantemente llamaban refugiados a la puerta, y en 1943 lo más probable era que la familia que aguardaba en casa estuviera integrada por primos, hermanas, vecinos y todo un entramado generacional.
La familia de Vitali Taránichev vivía a bastante distancia de primera línea, en Ashjabad, una ciudad no muy alejada de la frontera con Irán. Él había llevado allí a su esposa, que era de Kiev, ya antes de la guerra. Aquellos cambios traumáticos eran comunes a miles de ingenieros como él, desplazados a la estepa —o, en su caso, al Turquestán— debido a que se les necesitaba en los ferrocarriles o en las minas. Natalia se instaló en una casa con la madre de Vitali. Si alguna vez aquella situación convino a ambas mujeres, la guerra se encargaría de enemistarlas. Para empezar, en la familia faltaba Vitali, la única persona a la que ambas querían y en la que ambas confiaban. Pero en su lugar habían venido toda una serie de refugiados. En 1943 vivían en la casa la madre de Taránichev, su esposa y sus dos hijos, la madre de la esposa, recién llegada de Ucrania, la hermana de la esposa y sus hijos y, de vez en cuando, diversas «esposas» asociadas a la vida errante del hermano de Natalia, Fiódor.
Las mujeres reñían por todo, desde el dinero hasta la dieta de los niños. Y también competían por el apoyo material de Vitali. El oficial les asignaba distintas partes de su paga enviándoles giros postales pagaderos mensualmente. «Este año os he hecho dos envíos de dinero —le escribía a Natalia en abril de 1944—. Uno de 350 rublos mensuales a tu nombre, y otro de 100 rublos para mamá. Creo que no tendréis ninguna objeción a este reparto, dado que me dijiste que mamá siempre se queja de que ella tiene que pagar todos los impuestos y demás … Haciéndolo así le doy a mi madre algo de felicidad en su vejez; obviamente, no por los 100 rublos al mes, sino por el hecho de cuidar de ella. Tienes que entenderme en esta cuestión»[58].
Las mujeres siguieron enemistadas. Cada verano, la huerta producía una valiosa cosecha de albaricoques: la madre de Vitali se los quedaba. Los niños hacían novillos en la escuela: la madre de Vitali acusaba a la agobiada Natalia de negligente. En 1943, Natalia y su madre se vieron obligadas a vender parte de la ropa de Vitali para sacar algo de dinero: la madre de Vitali estalló en un llanto histérico y les espetó que lo que querían era verle muerto. «Te ruego —le pedía Vitali a Natalia— que no des importancia a unas palabras pronunciadas en el calor del momento. Jamás podría creer que mi madre deseara que tú y nuestros hijos enfermarais … léele estas palabras mías y verás que tengo razón». Al mismo tiempo estaba la cuestión de la ropa. Vitali le decía a su esposa que vendiera sus pantalones, su abrigo y varias prendas de verano. Él volvería a casa —le decía— vestido de uniforme. «Guárdame solo los zapatos, ya que cuando termine la guerra va a ser difícil encontrar zapatos de la talla 45»[59]. También le decía que conservara su pistola: cuando acabara la guerra agradecerían aquella pequeña providencia.
Pese a su ayuda, y pese a los propios salarios de las mujeres y los ingresos obtenidos de la venta de los albaricoques, Natalia y los niños sufrían. «He adelgazado mucho —le escribiría ella a Vitali en el verano de 1943—. Peso 48 kilos. Con la comida, mi amor, nos las arreglamos como podemos …» Era una historia que podría haber escrito cualquier esposa en aquella época; una historia de pasar hambre, no solo de ir tirando[60]. «La olla común realmente no nos da mucho de comer —proseguía Natalia—. La administración local solo considera conveniente usar una especie de mezcla de aceite que brilla con todos los colores del arco iris»[61]. En lo que se refiere a los niños, estos iban descalzos, corriendo libremente de un lado a otro. La escuela se había convertido en un acontecimiento intermitente, y en casa, con todo el mundo lleno de preocupaciones, la disciplina era más bien laxa. En la familia de Taránichev, solo el bebé, Kolia, seguía haciendo sonreír a todo el mundo. Natalia le había encontrado unas piezas de construcción de colores para su tercer cumpleaños. «Se sienta en la mesa y se pasa horas construyendo cosas —le escribía al padre del niño—. Dice: “Los alemanes lo derrumban, y Kolia va a construirlo”». El pequeño aún no había cumplido los tres años cuando ya gritaba: «¡Por la patria y por Stalin!»[62].
Llegada del correo de campaña para los soldados de la región de Kaluga, 1942.
Sus cartas regulares serían el único contacto que Natalia y Vitali mantendrían durante varios años más. El correo no había mejorado desde 1942, cuando las cartas desaparecían o reaparecían después de varios meses de inexplicable demora. «Es una vergüenza que reciba tus cartas de manera tan irregular —escribía Natalia en junio de 1943—. Acabo de recibir ahora las de marzo. Pero el estado de nuestra moral depende de ellas, ¿no?» También estaba preocupada por el dinero —650 o 750 rublos— que aún no había llegado[63]. Pero el propio Taránichev también sufría. Aquel mes de junio había recibido el primer montón de cartas de casa que veía desde hacía seis meses completos. «¡Por fin! —escribía—. Sabía que estabas viva y bien. Puedes imaginar lo contento que me puse cuando me dieron las cartas y durante tres días las he llevado en el bolsillo a todas partes, y las releo cada vez que tengo un minuto libre»[64]. Esta vez no mencionaba que la larga espera había sembrado una inquietante duda en su imaginación, pero otras de las cartas que escribió, como algunas en las que la reprendía severamente, revelan que eso sucedía con frecuencia.
En algunos casos, un soldado hambriento de noticias de su esposa podía encontrarse estacionado a solo unos kilómetros de su antiguo hogar. «Hay algunos comandantes entre nosotros, y aún más soldados, cuyas casas se hallan entre veinte y cincuenta kilómetros del frente —escribía Aguéiev a su esposa en 1943—. Pero no tienen derecho a ir hasta allí. Hay algunos casos en los que las mujeres se las han ingeniado para encontrar el modo de llegar hasta el frente (lo cual está absolutamente prohibido) para estar con sus maridos, pero son escasos, y casi siempre son interceptadas y escoltadas de regreso en convoyes para afrontar una investigación»[65]. Habrían de transcurrir otros tres años, mucho después de la victoria, para que Vitali y Natalia volvieran a verse, y aún más tiempo para que volvieran a vivir juntos. En la práctica, sus hijos serían huérfanos de padre durante seis años. El mero hecho de que los matrimonios de preguerra sobrevivieran era ya un milagro.
Quienes mejor se adaptaban, como siempre, eran los jóvenes. «Los que se casaron en el frente —le explicaba una pareja a Alexéievich— son las personas más dichosas y las parejas más felices»[66]. Esa observación tiene un sabor dulce, como un final feliz, pero las historias reales solían nacer de alguna pérdida. Kirill Kiríllovich conoció a su esposa en Leningrado durante los meses más sombríos del bloqueo. Corría el año 1942, y Kirill y un amigo suyo, casado y mayor que él, estaban controlando el tráfico cerca del teatro Kírov. Una joven llamó su atención, una adolescente vestida con uniforme militar que llevaba una pistola Nagan y una máscara de gas. «Tengo treinta años —dijo el amigo— y jamás había visto una policía tan guapa». Nina, que entonces tenía dieciocho años, era una superviviente. Aquel invierno, solo unas semanas antes, su familia había perecido de hambre. El padre había yacido muerto en su piso durante tres semanas antes de que se pudiera encontrar a alguien lo bastante fuerte como para trasladar el cuerpo. Solo la juventud y las ganas de vivir habían salvado a la adolescente, aunque ella contemplaba la elección entre la vida y la muerte como algo relacionado con el deber. Cuando tomó su decisión, se ofreció voluntaria para donar sangre, lo que le suponía recibir una ración de pan garantizada[67]. Las pequeñas cantidades de alimento restablecieron sus fuerzas.
Lo que motivó a Nina a ofrecerse voluntaria para las patrullas nocturnas fue el deseo de venganza. Según su propio relato, narrado entre lágrimas sesenta años después, estaba decidida a ver resurgir de nuevo a la hermosa ciudad, y también a vengar a sus padres. Por otra parte, no le importaba su propia seguridad, y estaba dispuesta a probarlo todo. Cuando el mayor de los dos hombres se lo pidió, ella no tuvo reparo en darle su número de teléfono y su dirección. Kirill, todavía con la timidez propia de sus veintitrés años, vacilaba. Solo más tarde, ya de regreso en el cuartel, le pidió el trozo de papel a su compañero. La pareja empezó a verse entre las calles bombardeadas y las ruinas de la ciudad. Ambos habían perdido a sus padres desde el comienzo de la guerra, y ninguno de los dos sabía dónde iba a estar su futuro hogar. En 1944, Nina dio a luz a una hija de ambos. Ese fue también el momento en que la pareja decidió formalizar su unión. «Yo era subcomandante —explicaba Kirill entre risas— y aun así me sentía avergonzado de tener una hija ilegítima».
Más tenues son los asuntos que pueden deducirse de la correspondencia. Desde los primeros días de la guerra se había invitado a los civiles a «adoptar» batallones de soldados, escribiéndoles cartas de ánimo y enviándoles paquetes y fotos. Aquella labor destinada a subir la moral se organizó como parte de la contribución de todos a la guerra, pero las cartas resultaban evasivas por ambas partes, basándose en esperanzas personales que podían parecer muy similares, pero que en realidad se relacionaban con mundos completamente distintos. Vladímir Anfílov fue otra víctima del bloqueo de Leningrado. Mientras él estaba en el frente, su esposa, sus hijos y dos hermanas murieron en el asedio. En marzo de 1944 decidió que estaba preparado para buscar otra amiga íntima. Sus cartas a la nueva mujer, que en tiempos de paz había sido vecina de uno de los hombres que servían con él, estaban llenas de chismografía cultural, de recortes sobre la última película o poema, pero no ofrecían ninguna pista sobre su vida real. «Tonia —escribía—, todo esto es muy triste, y es mejor no pensar en ello». Un mes después de su primer intercambio epistolar, Vladímir pidió una fotografía de Tonia[68]. Las cartas se hicieron más íntimas. A Tonia se le rompería el corazón al cabo de unos meses, cuando el amigo que les había presentado le dijo que ella solo era una más en una larga serie de «esposas».
Samóilov ayudó a un joven llamado Anisko a responder a las cartas que las mujeres le enviaban. «Tú eres culto —le decía el joven—. Tú sabes qué escribir». Samóilov acabó componiendo distintas versiones de la misma carta para varias mujeres a la vez. En ella se explicaba siempre que Anisko estaba solo, que habían matado a su familia y que estaba dispuesto a entregar su corazón a cualquier mujer que pudiera amarle lo suficiente como para confiarle su fotografía. Cuando llegaban las respuestas, Anisko las hacía circular entre sus compañeros para que las leyeran en voz alta. Renunció a seguir con la broma cuando le salió el tiro por la culata. «Hijo mío —oyó leer a uno de sus camaradas—, me escribes para hablarme de amor, pero hace ya tiempo que he cumplido los setenta»[69].
El Estado siempre tenía algún proyecto entre manos. Al Sovinformburó y a los órganos del partido no les preocupaba la falta de comprensión entre los soldados del frente y quienes se habían quedado en casa. Sabían que podían potenciar una colectividad imaginaria, sobre todo porque había muchos millones de personas que estaban trabajando de verdad para apoyar el frente. Ese impulso patriótico se avivaba constantemente. Una campaña tras otra, el Estado juntaba paquetes para enviar al frente. En febrero de 1942, uno de los meses más sombríos del duro invierno bélico, los ciudadanos de Omsk mandaron un tren entero a los soldados de los alrededores de Leningrado. Su cargamento incluía 12 760 cartas patrióticas, pero en los 24 vagones se apiñaban también 18 631 paquetes, cada uno de los cuales contenía carne, beicon, salami, queso ahumado, miel, pescado y tabaco. El tren iba bien provisto asimismo de vodka y otros licores, y alguien había añadido 183 relojes, material de escritorio, un retrete y 1500 copias de una edición especial de Ómskaia Pravda[70].
Los «regalos» para las fuerzas armadas no se acababan con los artículos de consumo. Todo el mundo, incluso los propios soldados, se veía sometido a presión para suscribir los empréstitos de guerra del Estado, pero algunos entusiastas iban más allá y compraban armas para el frente. En 1943, un apicultor y héroe de guerra ofreció su colaboración en la provincia de Kursk. Su primer regalo a las fuerzas armadas fueron 750 kilos de miel, pero su corazón albergaba mayores ambiciones. Durante todo el verano de 1943 ahorró las ganancias de sus ventas de miel hasta que logró reunir los 150 000 rublos necesarios para comprar un avión Yak-9. La nueva máquina llevaría su nombre, Bessmertny, que en ruso significa «inmortal», y el piloto que la manejaba juraba que era un avión tocado por la fortuna[71]. Otra pareja patriótica donó 50 000 rublos para comprar un tanque pesado, se entrenaron juntos en Cheliabinsk y luego sirvieron en su propia máquina, combatiendo hasta llegar a Alemania. Una mujer llamada María Oktiábrskaia donó todos los ahorros de su vida al morir su marido, y compró un T-34. También ella se hizo tanquista, y murió cerca de Vítebsk en 1944[72]. Como diría el propio Bessmertny: «Cuanto más trabajo, más comida recibe el Ejército Rojo y más se acerca nuestra victoria sobre el enemigo»[73].
Llega el cocinero con la sopa de los soldados
Mientras los civiles estaban ocupados adoptando soldados, estos también se hacían cargo de algunos huérfanos. A veces el afecto más sencillo era el mejor. Entre los veteranos a los que conocí en Kursk había un hombre relativamente joven —rondaba los setenta y pocos— llamado Vasili Andréievich. Este me explicó que se había incorporado a un regimiento cuando solo tenía trece años; fue después de que se marcharan los alemanes, quienes se llevaron a su madre y prendieron fuego a su cabaña. El chico, ahora huérfano, había corrido a ocultarse en los bosques. Recuerda que estuvo allí solo durante tres días, tal vez más. Intentó comer hojas de pino y hierba del suelo; lo único en lo que podía pensar era en que tenía hambre. Luego logró llegar a duras penas a un campamento del Ejército Rojo. Sesenta años después aún se le iluminaban los ojos cuando recordaba aquella cocina. «Había una enorme caldera —me explicaría— y los hombres hacían cola para recibir un cucharón de sopa». El muchacho se incorporó a la cola. Al darse cuenta de que todos los hombres llevaban unos cuencos de hojalata, él cogió su gorro y se lo alargó al cocinero. Por entonces hacía rato que este trataba de contener la risa, y los hombres se habían dado cuenta de que les había salido un nuevo «hijo». El regimiento le «adoptó» y le proporcionó un uniforme y comida a cambio de trabajar, lo que, naturalmente, incluía fregar aquella caldera cada día. «Durante toda la guerra estuve con ellos», me dijo para terminar. Incluso cuando fue herido en una pierna siguió con ellos, puesto que se negó a ser trasladado a un hospital de campaña. Como él mismo recordaría: «No podía soportar estar alejado de aquella cocina».
La adopción de «hijos del regimiento» se hacía de forma tan descuidada que nadie sabía decir a cuántos niños afectaba. Una estimación sugiere que en alguna fase de la guerra llegó a haber hasta veinticinco mil chicos de edades comprendidas entre los seis y los dieciséis años marchando con el Ejército Rojo[74]. Algunos de ellos eran todavía niños. Los hombres se compadecían de ellos y los trataban como sustitutos de las familias que habían perdido, cuando no como mascotas. No a todos ellos se les protegía del combate. Algunos iban en los tanques, otros llevaban los fusiles o aprendían a disparar cañones de campaña[75]. Aquella sería la única escuela a la que irían: allí no había clases, ni compañeros a los que unirse para leer o aprender a escribir. Las historias que contaban a la hora de acostarse eran los propios relatos de héroes y caballeros mágicos de los hombres. Muchos eran ya combatientes curtidos cuando el ejército se hizo cargo de ellos. David Samóilov conoció a una niña de quince años llamada Vanka que se unió a su regimiento procedente de un grupo de partisanos. Cuando los hombres de Samóilov capturaron a un prisionero alemán, Vanka pidió ser ella la que lo escoltara hasta el complejo en el que había ya encerrados otros prisioneros. «Se lo llevó a unos cuantos pasos de allí —escribiría Samóilov— y luego le disparó. Vanka no podía soportar la visión de un Frizt con vida, y de ese modo vengaba el asesinato de su familia. Que Dios la juzgue, no la gente»[76].
Se puede afirmar casi con certeza que los niños ayudaron a sostener a los hombres. Era un alivio cuidar a alguien después de meses y meses de dura rutina militar. Si no era un niño, podía ser un caballo o una vaca, ya que este ejército marchaba con todo un abanico de animales de corral[77]. En la unidad de Samóilov se pusieron de moda los cachorros. Mientras estuvieron acampados en Polonia, en 1944, su comandante en jefe hubo de ausentarse por dos veces. A su regreso encontró el regimiento lleno de perros. También Samóilov tenía su propio chucho. Cuando lo veía dormido a su lado, escribía, sus sentimientos eran «casi paternales». Durante la jornada laboral de los soldados, los perros corrían libremente, ladrando a cualquiera que deambulara por las inmediaciones del campo. El comandante en jefe, capitán Bogomólov, se quedó horrorizado, y les dio a sus hombres 24 horas para deshacerse de todos los canes del campamento. Aquella tarde se celebró una improvisada exposición canina en el bosque. El precio era un litro de vodka por cada cachorro, y se vendieron todos[78]. Quizás los lugareños sabían que habría otros regimientos que los volverían a comprar. Una fotografía de 1944 muestra a un equipo de tanquistas asomando sonrientes de la cabina, mientras su mascota, un perro de pocos años, exhibe una sonrisa no menos amplia que la de los hombres.
La era de la contrainsurgencia en el frente llegaría de verdad cuando el Ejército Rojo avanzara con estruendo hacia el oeste. Los soviéticos se habían adentrado ahora profundamente en un territorio antaño dominado por el enemigo. Casi todos los varones físicamente aptos de la región eran sospechosos. La opinión pública, los habitantes de Moscú, las juzgaban poblaciones liberadas, y ciertamente ese era el caso de millones de personas, que veían la restauración del poder soviético, después del dominio nazi, como una auténtica salvación. Las fotos mostraban a niños sonrientes saludando a los curtidos hombres del Ejército Rojo, mientras las calles en ruinas de lugares como Smolensk y Kiev aparecían abarrotadas de adultos reunidos en hambrientas y agradecidas multitudes. En la práctica, sin embargo, los agentes de la dictadura tenían sus dudas. A partir de 1942 se estableció una red de campamentos cerca de la frontera donde podía llevarse detenido a cualquiera que la NKVD considerara sospechoso, incluidos antiguos soldados de cuya experiencia estaban tan necesitadas las tropas[79].
Tanquistas posando con su mascota, 1944.
Había dos políticas básicas con relación a los sospechosos de ser enemigos del poder soviético. La primera era la represión armada. Desde 1943, las tropas de fronteras de la NKVD, respaldadas por unidades como la OSMBON, persiguieron y mataron a conocidos agentes y guerrilleros fascistas que actuaban en las zonas fronterizas. Raras veces se aplicaban las convenciones internacionales sobre prisioneros de guerra[80]. Paralelamente, los operativos empleados por la SMERSh se encargaban de la tarea de «filtrar» a los adultos sospechosos que quedaban en las zonas capturadas. Los sombríos policías celebraban sus sesiones en destartalados campamentos del frente, tamizando toda la información que recibían, incluidos los relatos de la población local. Los sospechosos debían probar su inocencia, ya que en aquel espantoso teatro las sospechas recaían sobre cualquiera que no estuviese muerto. Los ex soldados, por ejemplo, habitualmente tenían que aportar tres testigos que certificaran que no eran ni desertores, ni colaboracionistas, ni cobardes[81]. Pero aunque en la práctica sus operativos buscaran espías y enemigos, la tarea más importante —y no declarada— de la SMERSh y sus aliados era la de crear un nuevo orden. Su «filtración», como el terror, transmitía un mensaje a las poblaciones caóticas de los campos de batalla. Había que reconstruir los hábitos soviéticos de disciplina y temor. Fuera lo que fuese lo que habían pensado o hecho en los anárquicos veranos posteriores a 1941, la lealtad del pueblo se debía ahora a un solo líder y a un solo sistema de pensamiento.
El colapso de toda forma de gobierno en las regiones del frente había sido completo. Durante meses, los nazis habían estado luchando por su vida. Asimismo, incluso antes de la catástrofe de la probable derrota habían actuado siempre como un ejército de ocupación, por no decir un ejército cuyo objetivo era el genocidio. Al retirarse, quemando edificios y provisiones, dejaron una estela de devastación. El Ejército Rojo, en su avance, se movía con demasiada prisa y estaba demasiado ocupado en asuntos militares como para preocuparse por el cumplimiento de la ley. Así, una vasta franja de territorio liberado a ambas orillas del Dniéper se convertiría en dominio de bandas armadas. En algunos lugares, los partisanos habían representado el único gobierno efectivo durante meses. En otros gobernaban los bandidos o los guerrilleros, a veces bajo el liderazgo de antiguos oficiales del Ejército Rojo[82]. Los organismos de seguridad se atribuyeron la tarea de separar a los verdaderos patriotas del resto. Los partisanos desmovilizados, las personas mejor equipadas para evaluar las historias locales desde el punto de vista del partido, desempeñarían un papel predominante en aquel proceso de purga. Como le diría a Alexandr Werth uno de ellos, un hastiado superviviente de voz meliflua llamado «tío Mida»: «No tendremos piedad con los traidores. En tiempo de guerra no valen las contemplaciones»[83].
Poco a poco se fue reinstaurando la dictadura por medio de la bala o del batallón de castigo. En la caótica red de cargos públicos de cada región se estableció una nueva estructura de dominio del partido. Aquí el contraespionaje colaboraba con los funcionarios del Partido Comunista, dado que el partido evaluaba siempre por sí mismo el historial de sus miembros. Los comunistas supervivientes considerados sospechosos, o incluso meramente negligentes, fueron objeto de purgas. Algunos de ellos fueron incorporados al Ejército Rojo; al resto se le envió al Gulag. Posteriormente, más avanzada la guerra, a estos últimos se les unirían los miles de soldados comunistas que manifestaron su hastío, o adoptaron una actitud crítica, después de que el Ejército Rojo cruzara al mundo capitalista[84].
De momento, no obstante, el grupo que encabezaba la lista de los más buscados por la SMERSh era el denominado Ejército de Liberación Ruso (ROA). Era esta una fuerza que contaba con el patrocinio fascista; integrada principalmente por rusos étnicos, se la identificaba con el general Andréi Vlásov. Este general, antigua estrella del Ejército Rojo, convertido en traidor tras ser capturado en el frente de Voljov en julio de 1942, pasaría a convertirse en el símbolo del variopinto grupo de prisioneros desesperados y anticomunistas desafectos que confiaron en salvarse trabajando para los alemanes. En 1943, los partisanos de los alrededores de Smolensk informaron de que se habían arrojado en aquella zona octavillas con los retratos de Vlásov y de su lugarteniente, Malyshkin, y en julio de ese mismo año corrió el rumor de que el propio Vlásov había estado en Smolensk[85]. Moskvin se encontró con los «vlasovistas» cuando su grupo fue rodeado y atacado en abril de 1943[86], aunque el término se utilizaba para designar a todas las bandas armadas que les gustaba utilizar a los alemanes para destruir a los grupos partisanos. Al calificar de «vlasovistas» a los colaboracionistas locales, incluido cualquiera que se beneficiara de extorsionar a los partisanos, la SMERSh propagaba el rumor de una conspiración más siniestra y de mayor envergadura. Era una técnica que siempre le había funcionado bien a la policía secreta.
El verdadero ejército de Vlásov, desesperado y mal equipado, fue enviado a Francia y al sur de Europa a finales del verano de 1943[87]. Los amos alemanes de Vlásov ya no confiaban en sus tropas destacadas en suelo soviético. Pero incluso antes de eso el general no había sido en absoluto el responsable de todas y cada una de las octavillas que llamaban a los ciudadanos soviéticos a resistir al gobierno estalinista. Con o sin él, durante todo el año 1943 habían actuado en Ucrania y las provincias occidentales de Rusia toda una serie de oscuros «ejércitos de liberación». En muchas ciudades ocupadas había «comités rusos» y «partidos populares de Rusia» que se esforzaban, bajo la supervisión alemana, en socavar los hábitos de pensamiento soviéticos. Resucitaban estandartes y banderas olvidados hacía tiempo prometían (tardía y desesperadamente) disolver las granjas colectivas y juraban que se pondría fin al comunismo. Uno de ellos incluso utilizaba las siglas SSSR, las iniciales en ruso de la Unión Soviética, como su propio eslogan, aunque en este caso las siglas tenían un significado distinto: Smert Stálina spáset Rossiu («la muerte de Stalin salvará Rusia»)[88]. Todo ello resultaba muy conveniente para la SMERSh. Allí donde hubiera verdaderos traidores podían realizarse arrestos convincentes.
Los auténticos «vlasovistas», en realidad, eran más escasos que los colaboracionistas o los hiwi, y en cualquier caso ninguno de estos grupos era más numeroso que la caterva de oportunistas, caciques locales, desertores y cacos de poca monta. La ideología, tal como la definían Stalin y Hitler, resultaba menos prioritaria para la población en tiempos de guerra que la lucha por la vida. Si había que elegir, es posible que un gran número de personas hubieran preferido escapar completamente de la dictadura, y ese impulso se reflejaba en el atractivo de las bandas nacionalistas. Estas se habían mostrado activas en algunas regiones desde que se iniciara la guerra. Algunas de ellas tenían cierta envergadura, e incluso durante un tiempo cierto éxito, imponiendo su propia ley en los distritos que controlaban. En 1944, el grupo guerrillero más poderoso de Ucrania era el UPA, el Ejército Insurgente Ucraniano[89]. Este movimiento, que a finales de la guerra se calculaba que contaba con unos doscientos mil miembros, logró dar un llamativo golpe en febrero de 1944, cuando uno de sus destacamentos disparó e hirió mortalmente al cualificado general soviético Nikolái Vatutin[90]. Pero el respaldo del UPA sería más fuerte en el oeste, en las recién anexionadas regiones de Ucrania. La endogámica historia del lado soviético del Dniéper, junto con su tradición de lealtad a Moscú, aseguraron que en esa región el nacionalismo apenas supusiera una amenaza[91]. Sería la anarquía, y no la deslealtad organizada, la que perturbaría las líneas de aprovisionamiento y las tropas de apoyo del Ejército Rojo en aquella fase de la guerra. Aparte de los arrestos, el mejor remedio era el reclutamiento forzoso; además, quien servía bajo la bandera roja no sería reclutado tan fácilmente por otros grupos.
En octubre de 1943, un ex soldado llamado Andréiev experimentó esa forma de liberación en sus propias carnes. La carta que escribió a su madre, de cinco páginas de extensión, tiene el carácter de un testamento. Era asimismo la primera vez que daba noticias suyas a casa desde que había sido hecho prisionero, en agosto de 1941. Por entonces la unidad de Andréiev se había visto rodeada de tanques, aunque en el caos generalizado del momento él había logrado escapar de la escolta de guardias alemanes y se había ocultado en una aldea llamada Annovka. Allí se casó con Oksana, la hija de la mujer que le había ocultado. En 1943 nacería la hija de ambos, Nina. Lo que le llevó a escribir y contarle a su madre todo aquello fue la noticia de la proximidad del Ejército Rojo. «Hoy ha habido una enorme batalla aquí —le explicaba—, y Oksana, Ninochka y yo hemos tenido que escondernos en una cabaña con todos los ancianos. Dicen que viene una comisión militar y que examinará a todos los antiguos prisioneros de guerra. Los que consideren aptos serán enviados al frente, lo que significa que, en lugar de volver a casa, puede que acabe en primera línea»[92]. Andréiev superó las pruebas establecidas por la SMERSh, pero lo cierto es que no era apto para el combate, ya que estaba desentrenado y carecía del equipamiento apropiado. Moriría a las pocas semanas a orillas del Dniéper.
Los destacamentos de partisanos planteaban un problema distinto. En esta fase de la guerra, muchos de ellos trabajan como asesores del Ejército Rojo. También fueron ellos quienes cortaron las líneas de aprovisionamiento alemanas antes de las campañas de Kursk, Orel y Jarkov. Ayudaban asimismo a las tropas regulares a capturar a potenciales informadores —«lenguas»— que pudieran revelar las maniobras planeadas por el enemigo. Los partisanos podían enviar informes desde muy adentro de la zona alemana, que comunicaban datos a Moscú sobre las bases de entrenamiento, los talleres de reparación e incluso los corrales de palomas de los alemanes[93]. El diario de Moskvin para el año 1943 parece una lista de tareas militares, cada una con su propio objetivo. «Cada día hemos realizado una u otra acción contra el enemigo», escribía en el mes de abril. Sus objetivos habituales eran los ferrocarriles y las carreteras. Era como volver a estar en el ejército. Los hombres formaban batallones, cada uno de los cuales incluía alrededor de diez grupos de explosivos. Se estaban convirtiendo en expertos en colocar minas, así como en limpiar el terreno de ellas. Al final de un «mes de combate ininterrumpido», Moskvin experimentó «la misma sensación creativa que tuve cuando destruimos el aeródromo de Vítebsk en 1941, con la salvedad de que por entonces estaba a punto de empezar nuestra tragedia»[94].
El problema era que la renovación de los combates se traducía en un mayor número de víctimas. «Dejo constancia para la posteridad de que los partisanos experimentan un sufrimiento inhumano», anotaría Moskvin el 25 de marzo[95]. Las bajas solo podían reponerse reclutando a nuevos miembros. Durante la primavera y el verano de aquel año, y especialmente después de Kursk, la tarea se hizo más fácil, ya que hubo «1943 partisanos» —campesinos que vieron qué rumbo tomaba la guerra y decidieron salvarse— que se las arreglaron para llegar hasta los refugios subterráneos y los campamentos. A finales de verano, el regimiento de Grishin, que incluía el propio batallón de Moskvin, había aumentado sus efectivos, pasando de unos seiscientos a más de dos mil miembros[96]. Todas esas personas debían ser objeto de reciclaje. Este incluía la habitual instrucción militar, en la que, entre otras cosas, se hacían prácticas de tiro utilizando amias capturadas al enemigo. Los reclutas tenían que aprender asimismo a mostrar «ecuanimidad frente a la muerte» y a combatir «la cobardía, el pánico y los lloriqueos»[97]. Pero había que aprender también otra clase de lecciones. Existía un abismo cultural entre la generación de partisanos más veterana, muchos de los cuales habían formado parte, antes de 1941, de la élite de soldados y oficiales de clase trabajadora, y aquellos jóvenes y curtidos aldeanos[98]. «Debemos reforzar la disciplina en todo el grupo —escribía Moskvin—. Debemos mejorar sus relaciones con la población local, impidiendo que se den casos de comportamiento vulgar y vergonzoso entre ciudadanos soviéticos».
La respuesta fue una disciplina árida y brutal. Como preparación para la batalla de tanques de Kursk, se ordenó al batallón de Moskvin hacer una incursión en la estación de Chatis. Cuando esta hubo finalizado, Moskvin hizo una lista de los muertos y heridos. Tres personas habían muerto durante la acción, y dieciocho sufrían heridas, de las que más tarde morirían otras tres, incluido el comandante del batallón, Makárov, y el propio amigo de Moskvin, Iván Rajin. Una de las mujeres que participó en la incursión, una doctora llamada Pasha, resultó gravemente herida en el brazo. La única manera de salvarla era amputándole el miembro herido, una operación que se realizó utilizando como anestésico un fuerte licor casero que le echaron directamente en el gaznate. «La fortaleza de esta mujer resulta sorprendente», observaba Moskvin, quien añadía que «nos llevamos 140 fusiles y 4 ametralladoras … además de una radio nueva». Era una extraña economía de guerra. Y lo más extraño de todo era que la incursión produjo también cierta cantidad de champán francés y de coñac, tabaco y puros habanos[99]. Sin duda era un extravagante botín para una banda de forajidos ocultos en un refugio subterráneo, pero no eran ellos quienes debían saborear aquel vino. El batallón de Moskvin tenía órdenes estrictas: los jefes reclamaban todos los trofeos como propiedad del Estado.
Mientras el Ejército Rojo caía sobre Orel, las condiciones en los bosques de Rusia occidental empeoraban. En el regimiento de Moskvin la atmósfera era tensa, pero el líder de todos ellos, Grishin, parecía sumido en su propio mundo de ensueño. «Solo mi profundo respeto por su talento me hace tan tolerante», observaba Moskvin. El ejército alemán en retirada planteaba nuevas amenazas a los partisanos cuyo territorio había estado hasta entonces muy lejos del frente. Las instrucciones de Grishin eran dirigirse hacia el este y unirse al Ejército Rojo cuando este se acercara a Smolensk; pero unos días después de ponerse en marcha, él y sus hombres se vieron rodeados. No habían conseguido llegar a su propio frente; lejos de ello, se enfrentaban ahora al vengativo odio de un enemigo que se batía en retirada. El 16 de octubre de 1943, Moskvin estaba seguro de que iba a morir. «Solo tengo un deseo —escribiría con tristeza—. Si hay que morir, que sea rápido, no por una herida grave, que sería lo más aterrador de todo»[100]. Por entonces, como él mismo añadiría, los hombres se habían comido ya a todos sus caballos. Al acercarse el invierno, y pese a las victorias que se estaban produciendo al este, ellos se morían de hambre.
El bloqueo duró unas tres semanas. Sería Grishin quien impondría el orden estalinista. «Estamos rodeados —escribía el 11 de octubre—. Las salidas del bosque están bloqueadas. Puede que ya sepáis que el frente se está acercando … Por lo tanto, debemos mantener nuestras posiciones. La retirada equivaldría a la extinción. No puede haber entre nosotros ni cobardes ni personas que siembren el pánico. Todo patriota honesto de nuestra tierra debe dispararles en el acto»[101]. «En los últimos días la vida ha perdido todo su significado —escribía Moskvin el 17 de octubre; estaba a punto de derrumbarse—. Mi instinto de conservación ya no funciona como antes. No ha desaparecido del todo, pero se ha hecho realmente embotado, como un dolor de cabeza después de una buena dosis de aspirina»[102]. Estos eran pensamientos privados, ya que él era un comisario político y una de sus tareas era mantener la moral. En cambio, los sentimientos de otros hombres menos motivados resultan bastante claros. «Por abandonar su puesto sin tener órdenes de hacerlo —reza una orden fechada el 13 de octubre de 1943—, por cobardía, por dejarse dominar por el pánico y por no cumplir las órdenes, se debe fusilar al jefe de escuadrón Bachárov»[103].
Pero Moskvin estaba destinado a escapar. El 18 de octubre, justo después de escribir la más desoladora de las anotaciones de su diario, él y sus hombres recibieron la orden de romper el bloqueo del enemigo. Fue un acto casi suicida. Mientras corrían hacia las líneas alemanas eran objetivos indefensos. Quince personas murieron en pocos segundos; como observaría Moskvin, uno por cada metro que avanzaron. Las bajas fueron enormes, pero el regimiento quedó en libertad. Luego recibió la orden de avanzar hacia el suroeste, principalmente para evitar el fuego alemán. La maniobra se realizó siguiendo la disciplina militar, pero el grupo no recibió ayuda alguna del Ejército Rojo. Moskvin observaría, sin añadir ningún comentario, que este se hallaba tan solo a unos veinte kilómetros de allí.
El avance del Ejército Rojo dio a Stalin numerosas oportunidades de mostrar su política de unidad y fraternidad. A finales de 1943 casi toda la región de Ucrania estaba en manos soviéticas, pero había una presa que seguía eludiendo la reconquista: el propio Hitler en persona estaba decidido a conservar Crimea. No era simplemente que la península representara la puerta estratégica a los campos petrolíferos de Rumanía; esta era además un lugar de extraordinaria belleza. Los alemanes la habían declarado su segunda patria apenas la tomaron, considerándola un especie de Gibraltar del mar Negro por su importancia estratégica. Durante la ocupación de la península, dos años, incluso habían planeado la construcción de una carretera directa entre Berlín y Yalta, y había rumores de que Hitler había escogido el palacio marítimo de Livadiya como su futuro lugar de retiro[104]. Con los dos bandos luchando por hacerse con ella, Crimea presenció algunas de las batallas más encarnizadas de toda la guerra; pero lo que vendría después, para miles de habitantes de la península, sería aún más cruel. Cuando Stalin hablaba del pueblo soviético y de su gran epopeya colectiva, había ya decenas de miles de personas que jamás disfrutarían de todas esas recompensas.
La liberación de Crimea se materializó en el plazo de unas semanas a partir de abril de 1944. La operación militar soviética, un ataque coordinado a la vez desde el norte y el este, fue audaz, efectiva y pródiga en vidas humanas. Y fue también físicamente penosa. Como observaría Alexandr Werth, los hombres que encabezaron la invasión desde el norte, a través de los sombríos y brumosos marjales de Sivash, hubieron de «pasar horas hundidos hasta la cintura o hasta los hombros en las heladas y salobres aguas … con la sal entrándoles por todos los poros y causándoles un dolor casi insoportable» mientras establecían los primeros pontones a través de la ensenada[105]. Pero una vez alcanzado el firme suelo de Crimea, su avance se hizo más rápido. A los dos días los primeros soldados del Ejército Rojo habían llegado a la capital, Simferopol, que se alza en el corazón de la estepa interior de la península. Mientras tanto, un segundo grupo, que había partido desde cerca de Kerch, inició un rápido avance hacia el oeste siguiendo la carretera de la costa que llevaba al sur, asegurando la propia Kerch y luego el puerto de Feodosiya. Desde allí, rodearon los escarpados peñascos que protegen la población de Koktebel y, más allá, pasando junto a terrazas de viñedos y soleados bosques de hayas, avanzaron con rapidez a través de la aldea de pescadores tártara de Gurzuf, Yalta, Livadiya y Alupka, y llegaron finalmente a las afueras de la propia Sebastopol.
En Crimea era primavera. El lugar representaba un paraíso exótico después de pasar todo el invierno pudriéndose en la estepa. «Pasé la fiesta del primero de mayo de una forma maravillosa —escribiría a su familia Fiódor, el cuñado de Vasili Taránichev—. Para empezar, por haber cumplido los deberes militares que me asignaron mis comandantes, me han condecorado con la Orden de la Estrella Roja, y en segundo lugar fue divertido por todo el vino que bebimos y la magnífica compañía». Escribía una semana después de la fiesta, pero añadía que «mañana estaré lo bastante sobrio para trabajar y para proseguir con la derrota de nuestros enemigos»[106]. Pero el del vino no era un asunto solo de ámbito local. Desde 1941, los oficiales alemanes de alto rango a menudo habían pasado sus permisos en Crimea. Para ayudarles a relajarse, el Estado Mayor había importado los mejores productos de Alsacia, la Champaña y el Rin. Con las prisas de la retirada, nadie había tenido tiempo de empaquetarlos y llevárselos. Cuando llegaban a lugares en donde los alemanes habían estado de vacaciones hasta hacía pocos días, los oficiales del Ejército Rojo como el joven Fiódor podían ahogarse en un añejo Riesling si así lo deseaban. Como muchos otros soldados soviéticos en esta campaña, el joven oficial juró hacer de Crimea su futuro hogar.
Sin embargo, aquello no eran unas vacaciones. El puerto de Sebastopol seguía estando en manos del enemigo. Por cada kilómetro de territorio circundante que iba cayendo ante el Ejército Rojo, llegaban a la ciudad portuaria nuevos destacamentos de refugiados de la Wehrmacht y sus aliados rumanos. A comienzos de mayo, el comandante del XVII Ejército alemán en Sebastopol, Jaenicke, expresaba sus dudas de que las tropas se hallaran en condiciones de resistir al previsto ataque soviético. De inmediato fue reemplazado por un nazi más leal, Allmedinger. Hitler había ordenado que ni siquiera se planteara la posibilidad de rendir el puerto. Este había resistido durante 250 días a comienzos de la guerra, y ahora estaba llamado a soportar un segundo asedio. Muy pronto se pondría a prueba la predisposición de la ciudad para cumplir aquella afirmación: el 5 de mayo, dos días después del cese de Jaenicke, los soviéticos atacaron.
El primer asalto vino desde el norte. El 7 de mayo, una segunda oleada de tropas avanzaron hacia la famosa cresta de Sapun, cuyo nombre evoca la espumosa transpiración de los caballos galopando para alcanzar su cima[107]. Menos de cien años antes, cuando las fuerzas británicas y francesas se habían enfrentado a los rusos de Todleben en la guerra de Crimea, el valle que la rodeaba se había hecho eco del estruendo de los cañonazos, llenado con el humo y el polvo de la batalla, solo rotos de vez en cuando durante un segundo para dejar entrever el destello de los entorchados o el brillo del acero. Esta vez el paisaje tembló ante la sacudida de las Katiusha y el zumbido de los aviones. Tras los morteros llegaron los hombres. Algunos eran profesionales; otros, solo muchachos. Algunos eran comunistas; otros, los más malogrados, shtrafnikí. Pero en su mayoría no tenían nada que ver con los mal equipados y peor entrenados reclutas de 1941. Los soldados de 1944 conocían su oficio, y para esta campaña se les había abastecido convenientemente. La industria soviética les había llenado los cinturones de munición; el programa estadounidense de préstamo y arriendo les había proporcionado transporte y comida enlatada. Entre los cadáveres, cuando llegaron los carroñeros, se encontraría una buena cosecha de relojes, cuchillos, plumas y hojas de afeitar Gillette. Incluso las botas solían ser en esa época mejores que las de los alemanes[108].
El puerto de Sebastopol resistió menos de una semana. Unos mandos más realistas habrían evacuado lo que quedaba de las tropas alemanas mucho antes del colapso; pero Hitler seguía negándose a ceder su presa. Ahora los hombres que quedaban en la ciudad, asustados, heridos y sin jefes, sentían pánico ante el avance soviético. Algunos lograron colarse en los pocos barcos que zarpaban rumbo al oeste, mientras otros se rindieron al verse acorralados en el puerto. El resto huyeron por la costa hacia la antigua población de Jerson, cuyas ruinas, en lo alto del acantilado, presenciarían un escenario de muerte. Los soviéticos atraparon a los supervivientes en las peñas de piedra caliza y les acribillaron con toda clase de fuego. Quienes no cayeron abatidos sobre el polvo gris se ahogaron al saltar al mar. Werth, que llegó unos días después de la última batalla, describió el lugar como «espantoso». «Toda el área enfrente del Muro de Piedra y más allá de él aparecía sembrada de miles de proyectiles —escribiría— y quemada por el fuego de los morteros Katiusha … El suelo estaba lleno de cientos de fusiles alemanes, bayonetas y otras armas y municiones». Asimismo, estaba «salpicado de miles de trozos de papel —fotografías, instantáneas, pasaportes, mapas, cartas privadas— e incluso un volumen de Nietzsche que algún superhombre nazi llevó consigo hasta el final»[109]. Aunque las estimaciones varían, es probable que al menos veinticinco mil personas perecieran o fueran capturadas en esta derrota alemana[110].
La liberación de Crimea se completó el 13 de mayo, pero había un grupo de ciudadanos soviéticos que no la celebrarían durante demasiado tiempo. Los tártaros, un pueblo que podía vanagloriarse de contar entre sus ancestros a escitas, godos y griegos, llevaba como mínimo seiscientos años viviendo en Crimea y trabajando su tierra[111]. La colonización rusa, que databa del siglo XVIII, jamás les había traído suerte. Sus lealtades, como su lengua, su arquitectura y su tolerante fe musulmana, se hallaban más próximas a las de los turcos de la ribera opuesta del mar Negro. Como los campesinos de todas partes, quienes entre ellos eran granjeros también odiaban las granjas colectivas; y en 1941 algunos vieron la invasión como una oportunidad para liberarse del indeseable yugo del gobierno soviético. Aunque hubo muchos miles de personas de etnia tártara que lucharon en el Ejército Rojo, una buena parte de los que se quedaron en casa saludaron a los alemanes como libertadores o, cuando menos, como una alternativa a la dictadura estalinista. Paralelamente, un pequeño número de los soldados tártaros que los alemanes retenían en sus campos de prisioneros de guerra habían optado por lo que veían como el único camino para la supervivencia: unirse a la legión tártara antisoviética[112]. Solo una semana después de la derrota de Jerson, toda la población tártara de Crimea pagaría el precio.
La noche del 18 de mayo de 1944, miles de familias tártaras fueron despertadas de madrugada, antes de que saliera el sol, por unos fuertes golpes en la puerta. Cuando fueron a abrir, se encontraron con que sus visitantes iban armados. Mientras el Ejército Rojo limpiaba Crimea de los últimos fascistas, se había trasladado a decenas de miles de soldados de la NKVD a las poblaciones rurales y las aldeas costeras donde vivían los tártaros. Y ahora todos aquellos policías les ordenaban que prepararan sus cosas, cogieran a sus hijos y estuvieran en la calle, preparados para partir, en un plazo de quince minutos. Muchos tártaros habían visto hacer casi lo mismo a los nazis en 1941, cuando estos hicieron una redada en busca de los judíos locales, cada uno de los cuales se llevaría consigo una preciada caja de cartón llena de ropa y comida. «Todos pensamos que íbamos a morir», recordarían los supervivientes de esta otra noche. La ironía era que esta vez los hombres de las pistolas eran sus conciudadanos soviéticos.
Algo menos de 200 000 personas, o 47 000 familias, la mayoría de ellas a cargo de mujeres o de hombres ancianos, fueron conducidas a las estaciones y encerradas en vagones de ganado aquella noche[113]. El proceso fue rápido y eficaz. De hecho, las tropas de la NKVD ya tenían experiencia. Los vagones que se utilizaron para llevar a los tártaros al este acababan de volver de otras misiones de transporte de seres humanos; la más reciente, la deportación de los pueblos de las montañas de Chechenia, Ingushetia y la república autónoma de Kabardino-Balkaria[114]. El proceso, organizado por el jefe de la NKVD, Lavrenti Beria, era mera rutina. Como observarían los testigos, los furgones todavía estaban manchados de las heces y la sangre seca de los últimos envíos de deportados[115]. Si los pasajeros tenían suerte, había alguna parada durante el trayecto para deshacerse de los cuerpos de los que habían muerto de calor, de sed o a consecuencia del tifus que no tardaba en hacer estragos en los abarrotados vagones. Se cree que alrededor de ocho mil deportados perecieron en aquellos malolientes vagones donde escaseaba el aire. El resto habrían de iniciar una nueva vida partiendo de cero al llegar a Asia central. Pero no es que allí fueran precisamente muy bien acogidos: sus nuevos anfitriones, musulmanes como ellos además de soviéticos, se creyeron durante un tiempo el cuento de que todos los tártaros, como pueblo, eran unos traidores.
Algunos de los deportados eran auténticos colaboracionistas; unos cuantos incluso habían ayudado a sustentar el nuevo régimen nazi[116]. Pero muchos de ellos se habían consagrado a la causa soviética. Entre estos últimos se contaban varios partisanos, incluidos los comisarios políticos Ahmétov e Isáiev, quienes, en su calidad de miembros de la quinta brigada de partisanos, habían estado ayudando al Ejército Rojo hasta una fecha tan reciente como abril de 1944. Al menos cuatro héroes de la Unión Soviética, todos ellos condecorados por su participación en el desembarco soviético en Kerch, en noviembre de 1943, viajaron también en los furgones[117]. Y también lo hicieron las esposas, los padres y los hijos de soldados que todavía estaban sirviendo en el frente, por no hablar de las familias de combatientes que habían muerto. Mientras los soldados rusos, entre ellos Fiódor Kuznetsov, soñaban con emprender una nueva vida en Crimea, contentos de haber encontrado, por medio del ejército, un lugar en el que prosperar después de la guerra, los tártaros que servían en aquel mismo ejército no tardarían en descubrir que ya no tenían hogar alguno.
«Había gente de treinta y cuatro nacionalidades distintas en el bosque —recordaría una partisana que había pasado la guerra en Crimea—. La mayoría de ellos eran rusos, obviamente, pero también había ucranianos, bielorrusos, tártaros crimeanos, griegos, armenios, georgianos, eslovacos, checos y veteranos españoles de la guerra civil. No hacíamos absolutamente ninguna distinción entre todos ellos». La ciudadanía que ella se atribuía a sí misma, y a la que todavía honra, era la «soviética». Este era el calificativo que tenía más sentido en el universo político en el que ella vivía, el término que conjuraba los sueños de fraternidad, igualdad y justicia proletaria para todos. Coincidía asimismo con la línea oficial del gobierno, con la propaganda del Sovinformburó. Pero al final de la guerra hubo 1 600 000 soviéticos, miembros de grupos étnicos minoritarios, a los que se separó de resto, se midió por un rasero racista y se deportó —en nombre de la Unión Soviética— de las tierras en las que habían vivido sus ancestros. Al cabo de unos años —justo después de declararse la paz alrededor de la tercera parte de ellos habían muerto.