3
Se cierne el desastre

Junio es un mes especial en todo el norte de Europa. En la Rusia europea y Ucrania resulta especialmente mágico. La oscuridad y el hielo del duro invierno apenas son un recuerdo, el barro y la lluvia de la primavera se dan por buenos. Los famosos castaños de Kiev están en flor, así como las lilas de Moscú y los ciclamores de Yalta. Es el mes de la peonía y el sauce; y es el mes, en el norte, de las noches blancas. En 1941, el solsticio de verano cayó en sábado. En Sebastopol, sede de la Flota del Mar Negro de la Unión Soviética, hacía —como señalaría el oficial naval Yevséiev en su diario— «una maravillosa tarde de Crimea». Aquel sábado, «todas las calles y avenidas de la ciudad estaban iluminadas. Las casas blancas estaban bañadas en luz; los clubes y teatros atraían a los marineros que estaban en tierra invitándoles a entrar. Había montones de marinos y de lugareños, vestidos de blanco, abarrotando las calles y los parques de la ciudad. Como siempre, la famosa avenida Primorski estaba llena de gente que salía a pasear. Sonaba música. Había bromas y alegres carcajadas por todas partes aquella tarde que precedía al día festivo»[1]. Una semana antes, el ministro de Exteriores soviético, Viacheslav Mólotov, había insistido en que los rumores de que los alemanes tenían intenciones de romper su pacto con Moscú y lanzar un ataque a la Unión Soviética carecían completamente de fundamento[2]. La tentación de creerle debió de ser abrumadoramente mayoritaria.

Una de las fuentes de luz que iluminaban aquella noche los dos puertos de la ciudad era el faro del Alto Inkerman. Con su ayuda, los aviones alemanes pudieron dirigirse hacia el puerto sin temor a equivocarse[3]. Venían del este, volando bajo por encima de la estepa, trazando en su ruta un gran arco a través del espacio soviético. Conocían sus objetivos por adelantado: la flota, los depósitos, los cañones antiaéreos… Pronto el mar Negro reflejó nuevas luces procedentes de la costa: estelas y destellos incandescentes, reflectores, el maligno brillo de un paisaje en llamas.

—¿Son nuestros esos aviones? —le preguntó alguien a Yevséiev mientras los marineros subían a los botes para regresar a sus barcos.

—Debe de ser otro ejercicio.

Pero su vecino había estado observando detenidamente.

—Nuestras baterías antiaéreas están disparando de verdad —le dijo—. Y esas bombas tampoco parecen de pega.

—¿Entonces es que estamos en guerra? —intervino un tercero—. Pero ¿con quién?[4]

Varios centenares de kilómetros al norte, a lo largo de la nueva frontera del antiguo territorio polaco, los hombres del Ejército Rojo estaban preparándose para el día festivo del domingo. Los que estaban de permiso habían ido a la ciudad, a la cosmopolita Lvov, o bien a Minsk, a comer algo decente y olvidar sus preocupaciones. El coronel general D. G. Pávlov, comandante en jefe del distrito militar especial occidental, estaba en el teatro: una comedia titulada La boda de Malinkova se representaba con lleno completo en el club de oficiales de la capital bielorrusa[5]. El buen comandante no permitió que su disfrute de la obra se viera interrumpido por las noticias que le traía su jefe de inteligencia, el coronel Blojin, acerca de que las tropas alemanas desplegadas a lo largo de la frontera parecían estar preparándose para entrar en acción. Incluso —susurró Blojin— había algunos informes de bombardeos.

—No puede ser —replicó Pávlov, señalando hacia el escenario.

Lo que había que hacer ahora era estar pendiente de la obra[6].

De hecho, el ejército entero tenía órdenes de permanecer en calma. Kámenschikov, un oficial de la fuerza de defensa antiaérea occidental, había asistido aquella noche al teatro acompañado de su esposa, su hijo y su padre. Aquella semana habían venido desde su casa de Stalingrado con la intención de pasar unas cortas vacaciones veraniegas[7]. También vieron la obra hasta el final y luego volvieron al cuartel para cenar y acostarse.

A las nueve en punto de la noche, mientras Pávlov permanecía todavía en el teatro, un zapador alemán llamado Alfred Liskow atravesaba furtivamente las líneas soviéticas. Liskow era uno de los pocos internacionalistas alemanes que los soldados soviéticos tendrían ocasión de conocer. Antes de ser llamado a filas en 1941, había trabajado en una fábrica de muebles en la población bávara de Kolberg, y allí se había familiarizado con las obras de Marx y Lenin. Aquella noche fue a advertir a sus hermanos proletarios del inminente peligro. Tras ser hecho prisionero, les dijo a sus captores soviéticos que las unidades de la artillería alemana estacionadas en la frontera tenían órdenes de empezar a bombardear objetivos del lado soviético en las próximas horas. Con las primeras luces del alba, prosiguió, se colocarían «balsas, botes y pontones» en el lecho del Bug, el pantanoso río que dividía la Polonia ocupada por los alemanes del sector soviético, situado al este[8]. El ataque a la Unión Soviética se había preparado de modo que se iniciara con una fuerza devastadora. Los desertores capturados en otras partes de la frontera terrestre facilitaban el mismo tipo de información. Aquello tampoco era nuevo para los líderes políticos de Moscú. La inteligencia británica, e incluso la propia inteligencia soviética, habían estado advirtiendo de la existencia de este plan desde hacía semanas; pero Stalin había decidido ignorar los informes, y las tropas fronterizas no habían hecho ningún preparativo para un ataque inminente. Para ellos, los desertores de aquella noche eran simples provocadores. Uno de ellos, un alemán de Berlín, fue fusilado con ese argumento. El propio Liskow estaba siendo interrogado todavía cuando el fuego de mortero empezó a rasgar la oscuridad[9].

Fue la esposa de Kámenschikov quien le despertó. Quizás era su inexperiencia, le dijo, pero jamás había oído a tantos aviones sobrevolar una ciudad de noche. Su marido le aseguró que lo que oía eran unas maniobras. Últimamente se estaban haciendo un montón de ejercicios. De todos modos se echó un abrigo sobre los hombros y salió fuera a echar un vistazo. De inmediato supo que aquello era una guerra real. La propia atmósfera era distinta: ruidosa, agobiante, llena de áspero humo negro. La principal línea férrea de la población era una ristra de llamas. Incluso el horizonte había empezado a enrojecer; pero su luz, al oeste, no era la del inminente amanecer. Sin tener órdenes al respecto, Kámenschikov acudió al aeródromo y se subió a un avión con la intención de enfrentarse de inmediato a los invasores; de ahí que, excepcionalmente, entre los centenares de máquinas estacionadas en ordenada formación, como era habitual, aquella noche la suya fuera derribada sobre los marjales de Bialystok en lugar de ser destruida en tierra[10]. A mediodía del 22 de junio, los soviéticos habían perdido 1200 aviones. Solo en el propio distrito occidental de Kámenschikov, 528 de ellos habían sido alcanzados como muñecos de feria por los cañones alemanes[11].

A diferencia de Kámenschikov, el coronel general Pávlov no había llegado a acostarse. Apenas hubo terminado la obra de teatro había tenido lugar una complicada reunión con unos cuantos oficiales del Estado Mayor, y luego, a la una de la madrugada, se le había requerido en el cuartel general del frente para mantener una conversación telefónica. El hombre que estaba al otro lado de la línea telefónica en Moscú era el comisario de Defensa soviético, Semión Konstantínovich Timoshenko[12]. Le pedía que evaluara la situación de las tropas fronterizas.

—¿Y bien? —inquirió el comisario—, ¿cómo es que está tan… callado?

Pávlov le respondió que había habido una considerable actividad alemana en el frente, incluido un aumento de regimientos motorizados y fuerzas especiales.

—Procure no preocuparse tanto y mantenga la calma —le replicó Timoshenko—. De todos modos mantenga reunido al Estado Mayor durante la mañana, ya que quizás puede ocurrir algo desagradable; pero no responda a ninguna provocación. Si se produce alguna provocación concreta, llámeme[13].

Posteriormente Pávlov recordaría que había pasado las dos horas siguientes con sus altos mandos. Uno por uno fueron informando sobre sus tropas, sobre el penoso problema del abastecimiento y su falta de preparación para la batalla. Algunas unidades se habían dispersado para hacer ejercicios; otras necesitaban reservas de combustible o de munición, y todas ellas estaban más o menos paralizadas por culpa de un transporte insuficiente o mal organizado. Los ferrocarriles seguían manteniendo los horarios de la época de paz, y casi todos los regimientos del frente andaban escasos de vehículos a motor. El ejército ni siquiera podía requisar camiones, ya que en la Unión Soviética de Stalin casi no había vehículos civiles. Pávlov y sus hombres seguían todavía ocupados en esas cuestiones a las 3:30 de la madrugada, el momento elegido para la ofensiva terrestre alemana. Casualmente, aquel fue también el momento en que Timoshenko volvió a telefonear. «Me preguntó qué novedades había —recordaría Pávlov—. Yo le dije que la situación no había cambiado»[14]. Por entonces había ya una docena de poblaciones de la zona fronteriza envueltas en llamas.

Aquella noche, horas antes, la Luftwaffe había penetrado profundamente en territorio soviético. Al amanecer sus aviones se dirigieron hacia el oeste para bombardear toda una serie de ciudades estratégicas, como Bialystok, Kiev, Brest, Grodno, Rovno y Kaunas, además de los puertos bálticos de Tallin y Riga. La ofensiva terrestre, la clave de la denominada «Operación Barbarroja» de Hitler, se inició apenas empezaba a iluminarse el cielo por el este. A las 3:15 de la madrugada del 22 de junio, los guardias de la frontera soviética encargados de vigilar el puente sobre el río Bug en Koden fueron requeridos por sus colegas alemanes para tratar «importantes asuntos». Cuando se presentaron obedientemente, fueron ametrallados por la avanzadilla de un grupo de asalto alemán. Al llegar al puente sobre el ferrocarril en Brest, los zapadores alemanes arrancaron los toscos explosivos colocados en el pilar central e hicieron señas a sus hombres para que lo cruzaran[15]. A las 5:30 de la mañana —el mismo momento, según el horario de Moscú, en que el embajador alemán, Von Schulenburg, entregaba su declaración de guerra a Mólotov—, la unidad de Pávlov estaba siendo atacada por trece divisiones de infantería y cinco acorazadas, con el refuerzo de la artillería y cobertura aérea.

La conmoción generó informes contradictorios y confusión. Grodno estaba siendo objeto de un ataque aéreo tan fuerte que el comandante del III Ejército soviético, Kuznetsov, se había parapetado en un sótano mucho antes de las primeras luces del alba. Otros mensajes, en cambio, hablaban de calma durante unas horas más, e incluso, en el caso del X Ejército de Golúbev, de que se había rechazado con éxito a las tropas alemanas. A las siete en punto, algunos oficiales empezaban a informar de que habían perdido el contacto con sus hombres, y que había unidades enteras que sencillamente habían desaparecido. Como declararía posteriormente Pávlov a sus interrogadores, «Kuznetsov me informó con voz temblorosa de que lo único que quedaba de la LVI División de fusileros era el número»[16]. Puede que los hombres hubieran muerto o hubieran sido capturados; o bien, como en el caso de los de la LXXXV División, es posible que simplemente hubieran huido hacia el sur. Las comunicaciones por radio y por teléfono estaban cortadas, y no se podían recibir mensajes ni transmitir órdenes. La respuesta era enviar a un adjunto de confianza para que tomara el control. Aquella mañana, Pávlov asignó al teniente general Iván Vasílievich Boldin al cuartel general del X Ejército, en la ciudad fronteriza de Bialystok. Había de dirigirse hacia allí en avioneta directamente desde Minsk.

Cualesquiera que fuesen las dudas que tuviera, Boldin supo la verdad aquella misma tarde. Su avioneta fue atacada por fuego alemán antes de que hubiera llegado siquiera a la frontera, y cuando aterrizó en una pista de tierra en las afueras de Bialystok, alguien le dijo que se había avistado a paracaidistas descendiendo cerca de allí. La atmósfera, como recordaría más tarde, era «increíblemente caliente, y el aire olía a quemado». Su primera sensación, mientras subía al único camión que el ejército había podido requisar, fue de conmoción e impotencia. El camión avanzó lentamente a través de las aturdidas filas de refugiados. La mayoría de ellos iban a pie, dirigiéndose a cualquier sitio con tal de huir del ruido y las llamas abrasadoras; pero luego apareció también una pequeña caravana de vehículos encabezada por un flamante ZIS-101. «De una de sus ventanas sobresalían las anchas hojas de una aspidistra —observaría Boldin—. Era el coche de algún alto funcionario local. Dentro iban dos mujeres y dos niños». Boldin observó al grupo con manifiesto disgusto, sugiriendo con acritud que podían muy bien haber abandonado la planta a fin de disponer de espacio para otra persona. Pero mientras las mujeres apartaban la vista avergonzadas, un avión se lanzó hacia la carretera y disparó tres ráfagas de fuego de ametralladora. Boldin logró saltar a tiempo, pero su chófer resultó muerto. En el ZIS-101 murieron todos: las mujeres, los niños y el conductor. Como recordaría Boldin, «solo las perennes hojas de la aspidistra seguían asomando por la ventana»[17].

Para cuando Boldin logró contactar con el X Ejército era ya de noche. Como todos los atemorizados refugiados, aquel se había retirado de Bialystok ese mismo día. Su nuevo cuartel general se hallaba en los bosques de abedules del este, y estaba formado por dos tiendas de campaña, una mesa y varias sillas. Un desencajado general Golúbev le dijo a Boldin que todas sus divisiones habían sufrido terribles pérdidas. Sus tanquetas, las viejas T-26, habían demostrado que solo servían «para disparar a los gorriones». La Luftwaffe había atacado los depósitos de combustible del ejército, los aviones y los cañones antiaéreos. Sus hombres —le dijo— estaban luchando «como héroes», pero se hallaban impotentes frente a un enemigo como aquel. En la práctica, el X Ejército había sido destruido[18].

La noticia se transmitió a Minsk en cuanto se pudo hacer funcionar la radio. Pávlov supo también aquella noche que el III Ejército había abandonado Grodno. Los informes de Brest sugerían que tampoco esta ciudad era probable que resistiera. Los alemanes habían sabido hacia dónde dirigir exactamente su artillería y sus ataques aéreos, empezando por los centros de mando militares y atacando luego ferrocarriles y fábricas[19]. Pávlov respondió con una serie de órdenes que sonaban como un guión propagandístico. Aquel era el Ejército Rojo, y no cabía la posibilidad de una retirada. Consecuentemente, el general ordenó a unos hombres a los que no podía ver, o siquiera contactar con ellos, que lanzaran un decidido contraataque. El objetivo, como siempre, era obligar a los alemanes a retroceder hasta el otro lado de la frontera y luego derrotarles en su propio suelo[20]. Semanas después, con su vida pendiente de un hilo, Pávlov les diría a sus interrogadores que en aquel momento seguía pensando todavía de manera estratégica, confiando en que Brest resistiría y se podría frenar el ataque. Pero Boldin, a quien se ordenó que el 23 de junio lanzara una ofensiva con unos soldados que o bien estaban muertos o bien se habían dispersado sin remedio, consideraba que lo que hizo Pávlov fue simplemente cubrirse las espaldas. Así —creía Boldin—, espetó aquellas órdenes solo para demostrar a Moscú que realmente se estaba haciendo algo. La cultura de la purga, de los gestos vacuos, de las mentiras y el miedo, seguía vivita y coleando.

Dice mucho en honor de Boldin que este tratara de organizar lo que quedaba del X Ejército para el combate del 23 de junio. Sin embargo, en solo unas horas sus reservas de combustible y municiones se agotaron. Los dos aviones que habían enviado a Minsk a pedir ayuda no tardaron en ser abatidos. Al igual que otros miles de soldados, se vieron encerrados en la lengua de territorio soviético que se haría famosa como la «bolsa de Bialystok», rodeados de fuerzas alemanas y aislados de sus camaradas y suministros. Pero Boldin tuvo suerte. Se dirigió al este, hacia Smolensk, seguido de una desordenada multitud de refugiados de uniforme. Después de casi siete semanas de retirada salpicada de combates esporádicos en los bosques, el general y 1654 de sus hombres se reunieron con el grueso del Ejército Rojo[21]. Pávlov, mientras tanto, había sido arrestado, interrogado, utilizado como cabeza de turco bajo la acusación de cobardía, y fusilado. Otros ocho altos oficiales, todos los cuales se habían visto igualmente indefensos frente al ataque alemán de aquel mes de junio, murieron con él. Como señalaría el Comité de Defensa Estatal el 16 de julio, se consideró a aquellos hombres culpables de «falta de determinación, de sembrar el pánico, de vergonzosa cobardía … y de huir aterrorizados frente a un enemigo insolente»[22]. El fracaso en esta guerra, fuera cual fuese su causa, se atribuiría a la bancarrota moral de individuos como ellos. Nadie mencionaría jamás unos planes de guerra que no tenían la menor probabilidad de éxito, la falta de preparación de los ejércitos o el quebrantamiento de la moral. Y tampoco se mencionaría el hecho de que aquella era una guerra en la que inicialmente Stalin no había permitido que luchara nadie.

David Samóilov, poeta y futuro soldado en el frente, describiría la conmoción que todo el mundo sintió durante aquellos pocos días. «Todos esperábamos la guerra —escribiría más tarde—, pero no esperábamos aquella guerra». Mientras la ciudad fortificada de Brest empezaba a arder y la guarnición que estaba a cargo de la cercana Kobrin huía hacia los pantanos de Pripiat, la población de Moscú, situada a más de un día de tren hacia el este, apenas contaba con otra cosa que rumores. Las noticias no se harían oficiales hasta poco después del mediodía. En aquella época, los anuncios de radio más importantes se emitían en las plazas públicas, y de hecho la posesión de un aparato de radio para uso privado no tardaría en declararse completamente ilegal[23]. Así, aquel domingo la gente escuchó la noticia reunida multitudinariamente, de pie bajo el sol de mediodía y con el rostro vuelto hacia la metálica garganta de los megáfonos. «Hoy, a las cuatro en punto —anunció la voz del ministro de Exteriores, Mólotov—, sin mediar declaración de guerra, y sin haber formulado requerimiento alguno a la Unión Soviética, las tropas alemanas han atacado nuestro país». Aquello era un ultraje, pero la voz no reveló la verdadera escala del desastre. A la multitud se le dijo que había «más de doscientos muertos». Habrían de pasar muchos años para que supieran hasta qué punto se había minimizado la realidad. Pero la esencia del mensaje estaba muy clara. «El gobierno os convoca, hombres y mujeres, ciudadanos de la Unión Soviética, a agruparos aún más estrechamente en torno al glorioso partido bolchevique —continuó Mólotov—, en torno al gobierno soviético y nuestro gran líder, el camarada Stalin. Nuestra causa es justa. El enemigo será aplastado. La victoria es nuestra»[24].

Todos los relatos sobre la guerra pasan a hablar a continuación de la oleada de patriotismo que produjeron esas palabras. Los veteranos recuerdan todavía su orgullosa indignación. «Yo era solo un muchacho de quince años —me explicaría uno de ellos—. Había pasado toda mi vida en una aldea siberiana, y jamás había visto Moscú. Pero aun así, aquel patriotismo surgió de alguna parte. Y supe que me presentaría voluntario de inmediato»[25]. En todas las ciudades del territorio hubo aspirantes a héroes que fueron voluntarios a la guerra. Una vez más, las escenas recordaban a las de una película épica. La guerra en la que los voluntarios imaginaban que habrían de luchar era una mera ilusión, y ciertamente las palabras de aquellos hombres sonaban como los guiones de la década de 1930. «Yo viví el dominio alemán de Ucrania en 1918 y 1919 —declararía a la multitud un irascible campesino de una granja colectiva en la provincia de Kursk—. No trabajaremos para los nobles y terratenientes. Echaremos a ese Hitler manchado de sangre con toda su parafernalia. Me declaro movilizado, y pido que se me envíe al frente a destruir a los bandidos alemanes»[26]. «Los trabajadores sienten un profundo patriotismo —coincidía un informe de la policía secreta—. Ha habido un significativo número de solicitudes de alistamiento en las fuerzas armadas por parte de jóvenes de las ciudades y de las granjas»[27]. Pero el Estado no dejaba nada al azar. Aquella misma noche se reclutó a personal extra para la policía secreta, y todos los sospechosos de contrarrevolucionarios, incluidos a varios cientos de ciudadanos extranjeros, fueron arrestados a la vez[28].

Aquel aumento de la seguridad estaba justificado, ya que el pueblo de Stalin tenía motivos para estar enfadado y para exigir datos reales. En su anuncio, Mólotov les había recordado que hasta hacía solo unas horas Alemania había sido aliada de la Unión Soviética en un pacto «cuyos términos han sido escrupulosamente observados por la Unión Soviética». Era un pacto con el fascismo del que el pueblo soviético dudaba desde hacía dos años. Y ahora llegaba la noticia de un ataque no provocado. La respuesta natural, aparte de la conmoción, era el escepticismo. Los veteranos de la guerra civil recordarían los informes diarios y los debates públicos de aquella época, quejándose de que no se les proporcionaba información sólida. Muchos suponían —acertadamente— que la verdad era mucho más negra de lo que se les permitía saber[29]. Al mismo tiempo, otros, deslumbrados por el mito de preguerra, se creían los rumores de que Alemania se batía en retirada, de que Varsovia había caído ya, de que Von Ribbentrop se había pegado un tiro y de que el Ejército Rojo avanzaba hacia Berlín[30]. Todas aquellas ficciones florecían en torno al silencio de un hombre: Stalin no se dirigiría a la población hasta el 3 de julio.

La verdad acerca de cuál era el espíritu reinante entre la gente durante aquella primera semana resulta difícil de deslindar de entre la maraña propagandística. Nadie, ni siquiera la NKVD, podía medir el equilibrio de fuerzas entre patriotismo y pánico, entre ira y desconfianza. Nadie podía predecir lo que harían las masas. Uno de los temores existentes, que se agotaran las reservas de comida y combustible, se vería confirmado. Consecuentemente, se desplegaron agentes de policía por toda la capital para evitar los saqueos. Uno de ellos recordaría que le tocó vigilar una fábrica de macarrones en el distrito de Sokólniki, una vigilia de tres días que acabó en un violento enfrentamiento con la población local, incluido su propio primo. «Le dije que si no se iba le dispararía —explicaba el viejo policía—. Todavía recuerdo su mirada. Era necesario, y era mi trabajo. Le habría disparado sin vacilar»[31]. Puede que el país se desintegrara en una guerra civil, pero la mayoría de los informes sobre aquella primera noche hablan de una relativa calma. Frotándose los ojos al despuntar el alba, los informadores policiales fueron los primeros en garabatear la buena noticia. Quizás incluso la creyeron.

El 24 de junio, dos agentes de la seguridad nacional en Moscú enviaron un sumario sobre el espíritu reinante entre la población de la capital a su superior, el jefe del contraespionaje, V. S. Abakúmov. En general, señalaban, los obreros de la ciudad habían respondido admirablemente, ofreciéndose a hacer turnos extraordinarios y presentándose voluntarios a los entrenamientos para la defensa civil. «Soportaremos cualesquiera privaciones —declararía un hombre— para ayudar a nuestro Ejército Rojo a asegurarse de que el pueblo soviético destruye completamente a los fascistas». «Debemos estar firmemente organizados, y cumplir la constancia y disciplina más estrictas», diría otro. «Nuestra indignación no tiene límites —afirmaría un trabajador del sector de las artes gráficas—. Hitler ha violado las sagradas fronteras del primer país socialista del mundo … Venceremos porque no hay poder en el mundo capaz de triunfar sobre un pueblo que se ha alzado en una guerra patriótica»[32]. Las mismas reacciones se registraron en los centros provinciales, como la ciudad de Kursk. Allí, el Partido Comunista convocó una reunión de emergencia la medianoche del 22 de junio. Inusualmente —se decía en el informe—, todos los miembros se presentaron puntuales. «El sentimiento de amor ilimitado hacia la madre patria, hacia el partido y hacia Stalin, así como la profunda indignación del pueblo y su odio al bestial fascismo, se reflejaron en todos y cada uno de los discursos que hicieron los miembros»[33].

Ese era el tema más importante para todo el mundo aquel mes de junio. Las declaraciones patrióticas parecían extraídas de algún guión, pero las emociones que subyacían tras ellas eran reales y poderosas. Veinte años de palabrería engañosa, de jerga comunista, habían dotado a los patriotas soviéticos de una impresionante reserva de frases estereotipadas. De hecho, la generación más joven no conocía otro lenguaje para expresar esa clase de cosas. En los momentos de mayor conmoción era lógico que la gente recurriera a las sentencias que le habían enseñado a usar, a las nociones estalinistas de colectivismo y servicio. La crisis de los siguientes meses pondría a prueba la credibilidad de la línea oficial; pero también mostraría cuánta gente estaba dispuesta a arriesgar su vida, a morir, por su país y su futuro. «El comportamiento antisoviético —escribiría el camarada de Moscú Zhigálov tras su visita a la fábrica “Comuna de París” de dicha ciudad el 26 de junio— es inexistente»[34].

Sin embargo, si hubiera salido de las células del partido y los reductos de la clase trabajadora de etnia rusa, sin duda su informe habría presentado un aspecto más alarmista. En Moscú, la policía secreta estaba particularmente interesada en las opiniones de los ciudadanos con apellidos alemanes. «El poder soviético no fue elegido por la voluntad del pueblo —observaba un moscovita llamado Kyun—. Y ahora el pueblo expresará su opinión». «Los campesinos acogerán con alegría la noticia de la guerra —señalaba presuntamente una mujer llamada Mauritz—. Ella les liberará de los bolcheviques y de las granjas colectivas que tanto odian. Puede que Rusia sea fuerte, pero no es un problema para Alemania»[35]. Esos comentarios se recogieron en parte como un preludio a los arrestos de aquella misma noche, pero no eran infrecuentes en ninguna parte. Fuera de las ciudades, era muy probable escuchar esa clase de comentarios entre las personas mayores, especialmente entre quienes estaban resentidos no solo con las granjas colectivas, sino también con el ateísmo oficial[36]. Y luego estaba además el problema de la hostilidad hacia el propio dominio ruso. En todas las repúblicas de la Unión Soviética había buenos comunistas, y había también enemigos del fascismo y patriotas que no podían tolerar la invasión. Pero aunque los voluntarios para ir al frente procedían casi de todas partes, había algunos que dudaban secretamente, considerando las posibilidades que podría comportar aquel giro de los acontecimientos. Incluso en los lugares más remotos, como Georgia, que no se hallaban bajo una amenaza inminente, existía la sensación de que la crisis de Moscú podía quizás representar una oportunidad para otros[37].

Paralelamente, la masa de población soviética leal produjo una auténtica oleada de voluntarios. En la provincia de Kursk, durante el primer mes de guerra hubo 7200 personas que solicitaron alistarse para ir al frente[38]. En Moscú, donde los centros de reclutamiento estaban repletos de gente las veinticuatro horas del día, se presentaron más de 3500 solicitudes solo en las primeras treinta y seis horas[39]. La gente asistía a las reuniones de crisis en las fábricas, escuchaban en grupo los discursos patrióticos, y luego, también en grupo, corrían en tropel hacia las oficinas de reclutamiento locales, cual si fueran boy scouts, para alistarse como voluntarios. Aquellos entusiastas patriotas no eran exclusivamente varones: también se presentaron mujeres —en los informes siempre se las llama «chicas»—, asimismo en grupo. Resultaba extraño imaginárselas como futuros soldados. «Miraban mi manicura y mi sombrerito —recordaría posteriormente una veterana—, y me dijeron que si iba al frente no me iban a durar nada». A algunas de aquellas mujeres se las aceptaba para destinarlas a actividades de formación, y sobre todo como enfermeras, pero a la mayoría se las persuadía de que se alistaran solo como donantes de sangre y se quedaran en casa[40]. Fuera como fuese, todo el proceso tenía lugar en una especie de atmósfera hipnótica, y pocos de los voluntarios iniciales tenían demasiada idea de a qué se apuntaban.

Los que sí la tenían solían mostrar una actitud general más escéptica. Los observadores con experiencia directa del ejército dudaban de que el fervor público cambiara algo en el frente. «Nuestros líderes parecen creer que vencerán a los alemanes por medio de la agitación —señalaría un veterano del ejército zarista—. Pero eso no es así en absoluto. Existe un gran descontento en el Ejército Rojo»[41]. Posiblemente los reservistas tenían sus dudas sobre la conveniencia de coger de nuevo las armas. Aquel mes de junio hubo informes de suicidios entre los jóvenes susceptibles de ser reclutados para ir al frente, y la policía moscovita registró varios casos de automutilaciones deliberadas[42]. Asimismo, a medida que se fue desvaneciendo el impacto del discurso inicial de Mólotov, la hipnosis patriótica empezó a perder fuerza. «Solo me presentaré voluntario a la movilización cuando movilicen a todo el mundo», se oyó decir a sus amigos a un komsomol de Kursk. Acababa de llegarle el rumor de que Kiev y Minsk estaban en llamas; aunque era cierto, se suponía que nadie había de creerlo. Aquella falta de responsabilidad oficial provocaba la desesperación entre los más escépticos. Algunos empleados de las instituciones públicas podían verse paralizados por el temor, mientras que otros muchos, limitándose a aguardar resignadamente la llegada de las tropas alemanas, se quedaban en casa y se consolaban con el sopor de la bebida[43].

La sensación hipnótica no tardaría en desvanecerse también para los nuevos reclutas. El Ejército Rojo no había cambiado de la noche a la mañana, como tampoco lo habían hecho sus estructuras de reclutamiento y aprovisionamiento. Los planes de contingencia de preguerra para una posible movilización habían previsto un plazo de tres días para organizar el alistamiento de las personas susceptibles de ser llamadas a filas de manera inmediata. Sin embargo, en el pánico de aquel verano aquellas directrices se dejaron de lado y el Soviet Supremo exigió que el proceso se completara en veinticuatro horas. El caos que ello produjo se prolongaría hasta la primavera siguiente[44]. De una forma más inmediata, el movimiento masivo de tropas se hizo extremadamente peligroso en las regiones del frente —hasta doscientos kilómetros dentro del territorio soviético— que controlaba ya la Luftwaffe. «La movilización normal del resto de los soldados … resultaba imposible —señalaba un informe del VIII Ejército, establecido en el noroeste—, puesto que la mayoría de las divisiones fronterizas habían perdido sus bases de movilización»[45].

Temporalmente seguros tras las líneas aquella tarde de verano, los voluntarios de Moscú se encontraron con un ejército que no estaba en absoluto preparado. Las fotografías del proceso de reclutamiento muestran a multitudes de hombres y mujeres jóvenes apretujados en torno al escritorio de algún oficial de bajo rango, agitando sus pasaportes y apartando a sus colegas a empujones como compradores el primer día de rebajas. La imagen propagandística sugiere la imagen de unos jóvenes dispuestos a entrar de inmediato en combate, como si estuvieran listos para agarrar por el cogote al alemán que tuvieran más a mano y arrojarlo de inmediato fuera de Rusia. Pero lo cierto era que los inexpertos voluntarios —a diferencia de los reservistas— habrían de ser asesorados, equipados y entrenados durante algunas semanas antes de poder enfrentarse a su primer fascista. Su experiencia del primer día, tras los iniciales momentos de gloria y determinación, resultaba por lo general bastante prosaica. El oficial a cargo echaba un vistazo rápido a sus documentos, y luego, para los que eran admitidos, se iniciaba una larga espera. En aquella fase, según atestiguan los veteranos, no se realizaba ni siquiera un reconocimiento médico.

Tampoco había barracones, comida ni transporte. La mayoría de los centros de reclutamiento se establecían en escuelas locales. Cuando se había seleccionado a los solicitantes que reunían los requisitos adecuados y se les sellaban los papeles, de inmediato pasaban a formar parte del ejército. Habían dejado de ser libres. Pero tampoco tenían un sitio a donde ir a continuación, y las autoridades no habían previsto la posibilidad de proporcionarles algo de comida o de entretenimiento mientras aguardaban. En Moscú se apretujaban en las aulas, luego inundaban las calles y finalmente se juntaban en los andenes de la estación de Bielorrusia a esperar los trenes que habrían de llevarles al frente. Para cuando Llegaba el delegado del partido a la estación a hacerse cargo del último grupo la mayoría de ellos llevaba ya siete días allí. Como no había camas, dormían en el suelo. Algunos habían llevado consigo pan o galletas, otros no tenían absolutamente nada para comer; pero de un modo u otro todos habían conseguido su provisión de vodka[46]. La misma suerte habían corrido los reservistas de la capital. La ciudad estaba abarrotada de grupos de hombres, de varios centenares cada uno, sentados, esperando, hablando, bebiendo y reflexionando sobre su destino. «Muchos voluntarios parecen borrachos», observaba con remilgo la policía[47]. Era la tradición, obviamente, pero así era la guerra.

En los lugares más cercanos al frente los nuevos reclutas tenían que esperar mucho menos tiempo, bebían menos vodka y no se hacían ilusiones en absoluto. Misha Volkov trabajaba en la floreciente industria metalúrgica de Kiev. Estaba casado y tenía una hija pequeña, y durante años su principal preocupación había sido su precaria salud. Sufría una afección cardíaca que su propio estado de nervios agravaba aún más, pero su enfermedad no había resultado lo bastante grave como para librarle del servicio militar años antes, y ahora había sido reclutado en la primera ronda de movilizaciones aquel verano. El 24 de junio, a él y a un grupo de otros oficiales jóvenes se les ordenó incorporarse a una unidad establecida en Lvov. Volkov estaba tan ansioso por iniciar su nueva tarea que ni siquiera pasó una última noche en casa con su mujer y su hija. El recuerdo de su apresurada partida hacia el cuartel le atormentaría durante cinco años.

Mientras Volkov procuraba dormir en una cama extraña en su primera noche de uniforme, Lvov estaba en llamas. La delegación local de la NKVD, preparando su propia retirada, pasó aquella noche matando a los presos que tenía en sus abarrotadas celdas[48]. Volkov no sabía nada de eso: su problema ahora era cómo llegar hasta allí. Sus papeles de alistamiento incluían un pase que le permitía viajar gratis en el tren, pero no había vagones especiales ni asientos reservados. Como todo el mundo, tuvo que luchar para conseguir un sitio en el primer tren que parecía capaz de realizar el viaje de doce horas hacia el oeste. Aquella era otra muestra de la lógica estalinista: no se garantizaba ningún medio para viajar hasta Lvov, pero quien no se presentara allí a tiempo sería considerado desertor. El resultado, como siempre, fue una multitud desesperada por subir al tren. De algún modo, Volkov logró abrirse paso apartando a otra docena de reclutas. Se izó por la escalera de hierro de uno de los vagones agarrándose a los pliegues del abrigo de otra persona. Pero entonces tropezó, perdió pie y cayó al suelo. Se habría lesionado al caer de espaldas sobre los raíles —le escribiría más tarde a su esposa— de no haber sido porque otro hombre se había precipitado antes que él, frenando su caída. «Fue mi primer incidente», escribiría; un preludio apropiado a lo que sería el viaje en el abarrotado tren. «De camino —proseguiría—, pasamos junto a varias columnas de refugiados de Lvov y otras ciudades de Ucrania occidental. Nos dijeron que en Lvov se combatía en las calles y que la vida en la ciudad había quedado paralizada».

Volkov y sus amigos no tardaron en encontrarse en pleno bombardeo, pero «tuve suerte otra vez, ya que sigo vivo». Cuando llegó a Lvov, una ciudad que por entonces se hallaba en un completo caos, descubrió que la unidad a la que había de incorporarse había huido. De nuevo se enfrentaba a un preocupante dilema. No había rastro alguno de su oficina de mando; pero, nuevamente, si no se presentaba en su puesto se le consideraría desertor. Se quedó tres días más en Lvov, pero las órdenes siguieron sin llegar. Los combates en las calles siempre estaban cerca, las tiendas estaban vacías y las noches eran macabras. En cuanto a los lugareños, muchos de los cuales estaban a favor de una Ucrania occidental libre, era más fácil que le escupieran a la cara por ser un soldado soviético antes que facilitarle información, y mucho menos comida. Finalmente Volkov decidió marcharse, llevándose a los veinte hombres que parecían estar en su misma unidad. No había nadie que les ayudara con consejos o vituallas. Ninguno de los hombres había visto siquiera un mapa, ya que por entonces estos se consideraban documentos secretos. Lo único que los reclutas podían hacer era dirigirse hacia el este, desafiando el constante bombardeo y el fuego de ametralladora. «Caminamos sin descanso durante 48 horas —le explicaría Volkov a su esposa—. No había nada que comer, y todos teníamos mucha sed. Atravesamos barrancos y bosques, anduvimos por el barro, caímos en simas. Diez personas se quedaron por el camino, ya que no tenían fuerzas para continuar». Unos ciento cincuenta kilómetros después, lo que quedaba del grupo llegó a Tarnopol y pudo incorporarse por fin al grueso de su unidad. «Cuando lo recuerdo —escribiría—, todavía no entiendo de dónde sacamos las fuerzas, de dónde sacamos la energía, sobre todo teniendo en cuenta que todavía no habíamos tenido tiempo de curtirnos»[49].

Volkov escribió su carta cuando ya estaba sano y salvo e incorporado al Ejército Rojo. Para él la historia de aquellas semanas de pánico acabó bastante bien. Pero sabía lo enorme que había sido su inseguridad. Aquel mes de junio no habría sido capaz de decir si Lvov era ya el último reducto del ejército alemán, o si, por el contrario, era cierto —como anunciaban los panfletos lanzados por los aviones alemanes— que Moscú había caído y Stalin había muerto. Su viaje a través de los bosques y colinas de Ucrania occidental fue un último acto de fe. Como judío, probablemente sabía qué clase de recepción tendría si caía en manos alemanas. Y es posible que supusiera que quedarse en Lvov habría significado su captura y una muerte cierta. Otros soldados del frente, incluidas a decenas de miles de ucranianos y rusos étnicos, decidieron rendirse a los invasores en lugar de huir hacia el este a través de una naturaleza agreste. Y aún hubo otros que simplemente se despojaron de sus sobretodos y de sus pesados petates y se volvieron a casa. Las decisiones de aquellos primeros días fueron las más solitarias que ninguno de ellos había tomado jamás.

Para muchos, el momento crítico llegó el 3 de julio. Aquel día, Stalin finalmente se dirigió al pueblo soviético, leyendo un texto redactado previamente y haciendo frecuentes pausas —como si estuviera afligido— para beber de un vaso que tenía al lado. El propio discurso, que empezaba con unas famosas palabras en las que se dirigía a los ciudadanos soviéticos como «hermanos y hermanas, amigos», constituía una calculada ruptura con la formalidad comunista y un punto de inflexión en la relación de Stalin con su pueblo. Como afirma una reciente historia rusa de aquella época, aquel fue un momento crucial para la moral: «Aunque Stalin admitía que el país se hallaba en peligro mortal —escribe O. B. Druzhba—, aquello era mejor que el miedo descontrolado a la falta de liderazgo y la traición»[50].

Uno de los pocos foráneos que tuvieron la oportunidad de presenciar todo aquello fue Alexandr Werth, un periodista de origen ruso destinado en Moscú como corresponsal del Sunday Times. En su gran historia de la guerra, escrita a partir de las notas que tomó en Rusia, Werth describía la actuación de Stalin como «extraordinaria». Su efecto —consideraba—, «dirigido a un pueblo nervioso, y a menudo atemorizado y perplejo, fue muy importante. Hasta ese momento había habido algo artificial en la adulación a Stalin; su nombre se asociaba no solo al tremendo esfuerzo de los planes quinquenales, sino también a los implacables métodos empleados en la campaña de colectivización y, lo que es peor, al terror de las purgas. Ahora el pueblo soviético sentía que tenía un líder al que mirar»[51].

El discurso fue realmente hábil; admitía la crisis mortal del país, pero no decía una sola palabra sobre el pánico en el frente. Stalin no habló de la extensión del avance alemán, pero aceptó que el enemigo era «pérfido y malvado … fuertemente armado de tanques y artillería». Hubo asimismo un hábil reconocimiento de la falta de preparación: «Las tropas soviéticas no habían sido plenamente movilizadas —escuchó el pueblo soviético—, y no habían sido desplazadas a la frontera» cuando «inesperada y pérfidamente la Alemania fascista violó el pacto de no agresión de 1939». Aquellas migajas parecieron satisfacer a algunos miembros de una opinión pública hambrienta de noticias fidedignas. «El líder no se calló respecto al hecho de que nuestras tropas habían tenido que retirarse —comentaba un trabajador moscovita de la industria del plástico—. No oculta las dificultades que esperan a su pueblo. Después de este discurso quiero trabajar todavía con más ahínco. Me ha movilizado para realizar grandes hazañas». La petición de voluntarios para entrenarse de cara a la defensa civil, así como el requerimiento de que se realizara un esfuerzo incansable en las fábricas, parecieron inspirar y animar a miles de personas. Otros, alentados por la afirmación de Stalin de que el enemigo no prevalecería, declararon todos al mismo tiempo que partían hacia el frente. «Si nuestro líder dice que la victoria es segura, eso significa que venceremos»[52].

Los informes sobre un aumento de la moral y la determinación colectiva superaron con mucho los que hablaban de disensión. Para millones de personas el discurso de Stalin representó el verdadero comienzo de una lucha patriótica, y sin la dedicación y la fe de estas personas la guerra podía haberse perdido en el plazo de un año. Hubo otros, no obstante, a quienes no tranquilizaban los eslóganes ni las palabras bonitas, y el discurso no alivió los recelos en todas partes. Puede que Werth no lo supiera —y ciertamente no pudiera haber informado de ello—, pero el discurso de Stalin fue recibido con una amarga sonrisa en algunos cuarteles, incluso en la propia capital. La gente había aprendido a leer entre líneas cada vez que oía un discurso oficial. Y ahora algunos veían confirmados sus peores temores. «Toda esta palabrería sobre movilizar a la gente y organizar la defensa civil solo viene a mostrar que la situación en el frente es absolutamente desesperada —declararía un ingeniero moscovita—. Es evidente que los alemanes no tardarán en tomar Moscú, y el poder soviético no resistirá». «Es demasiado tarde para empezar a hablar de voluntarios —murmuraría una mujer ante sus compañeros de oficina—. Los alemanes están ya prácticamente en Moscú». «Es inevitable una u otra forma de colapso —diría otro oficinista—. Todo lo que hemos estado construyendo durante veinticinco años ha resultado ser una quimera. El colapso se hace evidente en el discurso de Stalin, en su desesperado llamamiento a defender la bandera»[53]. Las palabras del líder aún causaron menos impacto en las aldeas donde la gente seguía desconfiando del poder soviético. En la provincia de Kursk, por ejemplo, hubo campesinos a quienes disgustó la orden de cavar trampas antitanque y trincheras defensivas. «Dispáreme si quiere —le espetó una mujer airada a un policía local—, pero yo no cavo trincheras. Los únicos que necesitan trincheras son los comunistas y los judíos. Que se las caven ellos. Su poder está a punto de acabarse, y no vamos a trabajar para ustedes»[54]. «Ha empezado una guerra y va a morir gente —declaró un hombre a sus conciudadanos en una reunión—. Personalmente no me opongo al poder soviético, pero odio a los comunistas»[55]. «Su guerra no tiene nada que ver conmigo —les dijo otro vecino a los hombres del partido—. Que luchen los comunistas»[56]. La colectivización era uno de los principales motivos de esta oposición al poder soviético; la represión política, otro. «Es bueno que Hitler haya invadido la Unión Soviética —comentaría aquel mes de julio la encargada de supervisar las comidas en un colegio, cuyo marido estaba en la cárcel—. Tendrán que soltar a los presos»[57]. Aquellas opiniones aún resultaban más amplificadas, de diversas maneras, entre los miembros de los grupos étnicos no rusos.

La mayor prueba para el discurso de Stalin, sin embargo, fue la reacción en el seno del propio Ejército Rojo. Las historias y memorias oficiales publicadas bajo el poder soviético coinciden en que muchos lo vieron como el primer auténtico rayo de esperanza. «Resulta difícil describir el enorme entusiasmo y la exaltación patriótica» con que se acogió el discurso, recordaría el general I. I. Fediúninski, destinado en el frente. «De repente parecíamos sentirnos mucho más fuertes. Hasta donde lo permitían las circunstancias, en las diversas unidades del ejército se celebraron breves reuniones»[58]. Dichas reuniones, a veces las primeras que los politrukí se atrevían a convocar, dieron la oportunidad de discutir por fin la gravedad del ataque. En lugar de mentiras y silencios, los hombres sabían ahora qué clase de esfuerzo tendría que hacer cada uno de ellos si había que echar a los invasores del territorio soviético. La guerra, que hasta aquel momento había sido irreal, como una obra teatral que repentinamente se apartara del guión, devenía ahora más seria, haciendo a la par más válidos el temor y el sacrificio. En su novela bélica Los vivos y los muertos, Konstantín Símonov recordaría la respuesta de los hombres. «Stalin no mencionó que la situación fuera trágica —oyó musitar a un soldado herido—. La verdad que declaró era una verdad amarga, pero al menos se dijo en voz alta, y la gente se sintió más firme». El discurso —escribiría Símonov— dejó a la audiencia con «la tensa expectativa de un cambio para mejor»[59].

Los relatos como este, de la época soviética, reflejan el sentimiento de temor que inspiraba la catástrofe. Stalin, como Churchill en Gran Bretaña al mismo tiempo, comprendió y respondió a la intensidad emocional del momento. Pero las fuertes palabras del líder no impresionaron a todo el mundo. La «amarga verdad» que declaró Stalin estaba lejos de ser exacta. Era cierto, como dijo, que miles de soldados estaban «luchando heroicamente», pero también lo era que decenas de miles más habían desaparecido o habían sido capturados, habían huido a sus hogares o aguardaban a que hubiera un transporte que les llevara a donde fuera. Tampoco podía ayudar el discurso del líder a las personas que habían quedado atrapadas en cenagales infestados de mosquitos. Entre ellas se encontraba un politruk llamado Nikolái Moskvin.

La guerra de Moskvin había empezado con las mismas bonitas palabras y nobles esperanzas que la de cualquier ciudadano leal; palabras inscritas en el marco de la hipnosis nacional colectiva. «Yo creo profundamente que nuestra causa es justa —escribía en su diario el 22 de junio—. Amo a mi patria y la defenderé hasta que no me queden fuerzas, y no escatimaré mi vida por mi pueblo». Aquella noche se despidió de su familia y se unió al largo convoy de evacuados. No creía que fueran a estar mucho tiempo separados. Dos días después estaba con su regimiento preparándose para defender Bielorrusia. Pero los perturbadores rumores sobre las bajas sufridas —850 aviones y 900 tanques— no tardaron en filtrarse hacia el este, y el astuto politruk supuso de inmediato que aquellas estimaciones aún se quedarían cortas. «¿Quién dice la verdad en tiempo de guerra?», se preguntaba. Moskvin empezó a sopesar las distintas posibilidades. «Sin duda venceremos —seguía creyendo—. Pero el coste será colosal». Diez días después, el 4 de julio, sabía ya la verdad. «Nuestra situación es muy mala —escribió desesperado—. ¿Cómo es posible que, al prepararos para luchar en suelo enemigo, no hayamos considerado en absoluto que podríamos tener que montar alguna clase de defensa? Algo estaba mal en la doctrina de nuestras fuerzas armadas»[60].

La principal tarea de Moskvin era mantener la moral. Tras una breve demora, recibió una transcripción del discurso de Stalin con instrucciones de leérselo a los hombres. Pero en ese momento su regimiento tenía poco tiempo para reuniones. «No tengo tiempo de escribir —anotaría el politruk el 15 de julio—. Es posible que aún no nos hayan derrotado del todo, pero la situación es extremadamente difícil … La aviación enemiga está destruyéndolo absolutamente todo. Las carreteras están llenas de cuerpos de nuestros soldados y de población civil. Los pueblos y ciudades están en llamas. Los alemanes están por todas partes: delante, detrás y a nuestros flancos». Un par de nuevos reclutas procedentes de Ucrania intentaban convencer a los hombres de que entregaran las armas. Su situación parecía bastante desesperada. El 23 de julio, el regimiento estaba rodeado. «¿Qué voy a decirles a los chicos? —se preguntaba Moskvin en una nota garabateada—. Seguimos en retirada. ¿Cómo voy a obtener su aprobación? ¿He de decirles que el camarada Stalin está con nosotros? ¿Que Napoleón fracasó, y que Hitler y sus generales hallarán su tumba entre nosotros?» «Parece que no he logrado convencerles», añadiría al día siguiente. La noche antes, tras su arenga a los hombres, trece de ellos habían huido hacia el bosque[61].

El Ejército Rojo se desmoronó en las primeras semanas de la guerra. Esta no es una crítica a los soldados individuales, sino una afirmación que tiene que ver con el control burocrático, la coerción, las mentiras, el temor y la mala gestión. Los problemas no eran nuevos, ni tampoco resultaban desconocidos. El transporte, por ejemplo, que casi todos los oficiales destinados en el frente identificaron como la razón por la que la retirada se convirtió en derrota aquel mes de junio, fue como una llaga abierta para las unidades establecidas a lo largo de la frontera soviética. «Ignoramos absolutamente cuándo y dónde recibiremos el transporte motorizado que necesitamos para las unidades recién movilizadas», había escrito el 12 de marzo de 1940 el comandante de una división de infantería del IV Ejército. Aquel mismo mes, otro informe no encontraba ninguna unidad que contara con más de las cuatro quintas partes de los efectivos de transporte requeridos. Y las piezas de recambio, el combustible y los neumáticos resultaban imposibles de garantizar[62]. Cuatro meses más tarde, cuando los agobiados ejércitos de la región occidental necesitaban transporte para trasladar a nuevos reservistas al frente, se encontraron con que carecían al menos de la tercera parte de los efectivos requeridos[63].

Gabriel Temkin, un refugiado judío que huía de Hitler y que más tarde combatiría en el Ejército Rojo, presenció el efecto de la escasez de transporte desde su alojamiento cerca de Bialystok. Los soldados que vio de camino al frente aquella primera semana representaban un espectáculo lamentable: «Algunos en camiones, otros a pie, con sus anticuados fusiles colgados al hombro de cualquier manera; sus uniformes desgastados, cubiertos de polvo; ni una sonrisa en sus demacrados rostros, en su mayoría abatidos y con las mejillas hundidas. Igualmente miserables —añadía— eran los pequeños camiones que tiraban de los vehículos que transportaban municiones, comida y pertenencias personales»[64]. La moral de los hombres era desesperadamente baja. Era una cuestión de falta de liderazgo, de entrenamiento insuficiente y de falta de fe en su propia causa; pero la larga marcha y las noches todavía más largas al aire libre hacían aún peor aquella pesadilla. «A veces —escribiría Fediúninski aludiendo a los ejércitos en retirada—, se formaban atascos con las tropas, la artillería, los vehículos motorizados y las cocinas de campaña, y entonces los aviones nazis lo pasaban en grande … A menudo nuestras tropas no podían atrincherarse simplemente porque carecían de los utensilios más sencillos. En ocasiones había que cavar las trincheras con los cascos porque no había palas …»[65]

Soldados del Ejército Rojo recibiendo su provisión de cartuchos antes de la batalla, 1941.

También había escasez de otros equipamientos. Los alemanes realmente temían a las bayonetas soviéticas, y por esa razón se animaba a utilizarlas a los soldados. El problema era que para muchos no había otra elección. Aquel mes de junio los soldados de Bielorrusia y Ucrania agotaron las balas y cartuchos. Anastas Mikoián recordaría la sorpresa de su gobierno al saber que el ejército también había agotado los fusiles. «Creíamos que sin duda habría suficiente para todo el ejército —escribiría en sus memorias—. Pero resultó que una parte de nuestras divisiones se habían montado siguiendo las directrices de la época de paz. Se había equipado a las divisiones con el suficiente número de fusiles para resistir en condiciones de guerra, pero estas se hallaban demasiado cerca del frente. Cuando los alemanes cruzaron la frontera e iniciaron su avance aquellas armas acabaron en el territorio controlado por ellos, o bien los alemanes simplemente se hicieron con ellas. Como resultado, los reservistas que iban al frente terminaron sin tener ni un solo fusil»[66]. Asimismo, las tropas en retirada abandonaban todo lo que no podían llevar consigo, lo que incluía tanto a los heridos como los fusiles Maxim.

El Ejército Rojo había sido reestructurado en los últimos meses de paz. La debacle de Finlandia había provocado un programa inicial de reformas, pero fue la caída de Francia en 1940 la que alentó al Estado Mayor a centrarse en los preparativos para un ataque terrestre. Si tenían que afrontar un ataque masivo de los aviones y tanques alemanes —razonaron—, su estrategia debía incorporar ahora el despliegue de grandes brigadas de artillería antitanque en apoyo de la infantería. Las enormes formaciones debían de tener un aspecto impresionante, pero cuando se produjo el ataque, en junio de 1941, solo se revelaron útiles para poco más que una exhibición. El frente pronto se hizo tan extenso que lo mejor que pudieron hacer las grandes brigadas acorazadas fue agruparse en sus bien consolidadas filas, ya que resultaban incapaces de predecir o responder a los movimientos de un enemigo cuya medida aún no conocían. Las divisiones de infantería, pues, se enfrentaron a los tanques alemanes sin un apoyo consistente de su artillería. Dado que su cobertura aérea también había sido completamente destruida, muchos soldados concluyeron que el agotador esfuerzo que había hecho la industria soviética en la década de 1930 —orgullo de la revolución estalinista— había sido inútil y vano. Los soldados soviéticos habían esperado disfrutar del espectáculo de sus máquinas en combate como un espectáculo de ciencia ficción. En lugar de ello, vieron como el horizonte se llenaba con los frutos de la modernidad alemana. El Estado Mayor pronto acuñó una nueva expresión —«pánico al tanque»— para referirse a la aterrorizada reacción de los reclutas[67].

La historia podría haber sido muy distinta. Los tanques soviéticos tenían que haber sido invencibles. Muchos de ellos se habían probado en 1936, durante la guerra civil española, y como resultado se habían perfeccionado algunos diseños. El pesado modelo KV, llamado así por el militar y político Kliment Voroshílov, era una máquina temible, casi impermeable al fuego alemán en aquella fase bélica. De hecho, sería el modelo para el propio Tiger alemán de 1943. El T-34, más ligero y maniobrable, se revelaría a la larga como el mejor tanque de campaña de la Segunda Guerra Mundial; pero en aquel momento el Ejército Rojo todavía tenía en servicio un mayor número de unidades de las viejas tanquetas BT, además de los obsoletos T-26 y T-28. Esas máquinas eran viejas, y pocas de ellas habían sido objeto de un mantenimiento adecuado. En cualquier caso, el KV tenía tendencia a averiarse, pero en todos los modelos había escasez de piezas de recambio, por no hablar de una atención mecánica cualificada. En 1941 se consideraba que casi las tres cuartas partes de los 23 000 tanques de la Unión Soviética necesitaban una reconstrucción o reparaciones de gran envergadura; pero aquel verano no llegarían al taller. El hecho es que en 1941 se perdieron más tanques soviéticos por culpa de las averías que por el fuego enemigo, y en conjunto los soviéticos perdieron seis tanques por cada tanque alemán[68].

La misma historia podría repetirse para la situación de la artillería en 1941. El Ejército Rojo estaba bien equipado, pero sus escleróticas estructuras de mando le privaban de flexibilidad en el campo de batalla. En ningún momento hubo el suficiente número de hombres con los conocimientos adecuados para manejar equipos complejos, pero no es probable que los inexpertos oficiales que les mandaban les dieran demasiadas oportunidades de aprender por sí mismos. Las armas pesadas de toda clase eran acaparadas por oficiales para quienes los hombres podían resultar baratos, pero los nuevos equipamientos resultaban demasiado valiosos como para dejarlos perder[69]. Asimismo, los hombres resultaban más fáciles de trasladar. En ocasiones se usaban tractores para arrastrar el equipamiento más pesado hasta su emplazamiento, pero en general la principal fuerza de arrastre la proporcionaban los caballos. En 1941, el Ejército Rojo seguía utilizando la vieja tachanka de la guerra civil, un carro tirado por tres caballos, para trasladar algunos de sus cañones más ligeros hasta el frente. Pero en 1941 los caballos fueron diezmados igual que los hombres, y aunque junio había sido generoso en pasto, el forraje para los supervivientes no tardó en escasear. El suministro de alimentos era un problema en toda la extensión del frente. Hombres y caballos enflaquecían al mismo ritmo acelerado.

El otro problema logístico de consecuencias fatales aquel verano fue el de las comunicaciones por radio. Una vez más, la dificultad no era ninguna sorpresa. Las malas comunicaciones en el campo de batalla habían acosado ya al ejército soviético en la campaña de Finlandia, pero los planes para dotarlo de nuevo equipamiento y formar a nuevos operadores aún no se habían puesto en práctica. El Ejército Rojo utilizaba el telégrafo mucho más que la radio. El sistema era inflexible y centralizado. Los tanquistas, por ejemplo, raramente se mantenían en contacto con sus camaradas, o siquiera con sus oficiales de mando, en el campo de batalla. Los operadores de radio que actuaban en el frente no habían recibido el entrenamiento adecuado. Como recordaría después de la guerra un antiguo oficial de las SS, los soviéticos «utilizaban solo códigos sencillos, y nosotros casi siempre éramos capaces de interceptar y descifrar sus mensajes de radio sin ninguna dificultad. Así obteníamos información rápida sobre la situación en el frente, y frecuentemente también sobre las intenciones de los rusos; a veces yo recibía esos informes de nuestras estaciones de control antes que los informes de situación de nuestras propias tropas en combate»[70]. En 1941 algunas unidades ni siquiera utilizaban código alguno. Aquel verano, en la ciudad de Uman, varios mensajes clave para el alto mando del VI Ejército se transmitieron en texto sin cifrar. «¿Y qué se suponía que teníamos que hacer —se preguntaba un teniente—, si queríamos que se enviara todo sin la menor tardanza?»[71]

Por último, en aquel momento había muy pocas posibilidades de ayudar a los soldados más débiles o heridos. El ataque alemán fue tan repentino que se adelantó a los planes de trasladar los hospitales y los suministros médicos lejos del frente. Y luego las dificultades de transporte obstaculizaron la retirada. El primero de julio de 1941 el frente suroriental podía contar solo con el 15 por ciento de las instalaciones médicas planificadas. En el hospital de la guarnición de Tarnopol, que habría sido el primer punto donde acudir para Volkov y sus agotados hombres, más de cinco mil soldados heridos y exhaustos se apiñaban en unas instalaciones previstas para acoger a doscientas personas solo cinco días después del primer ataque[72]. El 30 de junio, un informe calificado de «absolutamente secreto» catalogaba todas las bajas sufridas en una semana. «En el curso de la acción militar —empezaba diciendo— no se movilizó ninguno de los establecimientos sanitarios situados en las zonas occidentales de Bielorrusia. Como resultado, el frente [occidental] carecía de 32 hospitales quirúrgicos y 12 de infecciosos, 16 hospitales auxiliares, 13 puntos de evacuación, 7 centros administrativos de evacuación, 3 compañías sanitarias motorizadas … y otras instalaciones médicas»[73]. A ello se añadía el hecho de que el equipamiento, los medicamentos y otro material que controlaban dichas instalaciones había sido destruido en los bombardeos e incendios. Asimismo, el personal frecuentemente había muerto.

La artillería avanza hacia la posición de fuego en el frente sur, 1942.

Por otra parte, la Wehrmacht penetró en la estepa rusa con más caballos que tanques. En solo unas semanas, sus líneas de abastecimiento habían empezado a extenderse a través de un inimaginable número de kilómetros. Pero aquel mes de junio el invasor no fue siempre invencible. En ocasiones, las tropas soviéticas sorprendían a la infantería alemana sin transporte o sin cobertura aérea. Así, descubrieron que, dadas las condiciones apropiadas, los fascistas podían sentir tanto pánico como los komsomoles. Pero en aquellos primeros días la Wehrmacht disfrutaba del apoyo de una parte de la población local. Todavía no pisaba el antiguo suelo ruso, ni siquiera un territorio soviético plenamente consolidado. En ciudades como Lvov, los civiles habían estado hostigando a los soldados del Ejército Rojo durante meses. «Vienen los alemanes y os van a coger», susurraban en las estrechas calles de la ciudad de Galitzia[74]. Ahora, los soldados procedentes de ese mismo origen, además de los miles que desistían de hacer frente al avance alemán, ponían pies en polvorosa, se rendían o se alejaban del frente. En julio se acumulaban ya los informes sobre soldados que exhibían esvásticas en sus uniformes, negándose a disparar a los alemanes y hablando de Hitler con admiración[75].

Los índices de deserción eran tan elevados que nadie podía estar seguro de las cifras, y menos aún del desglose de los culpables por grupos étnicos. En tres días, a finales de julio, las tropas especiales de la NKVD situadas tras la línea del frente suroccidental capturaron a cerca de 700 soldados en fuga. En otros lugares se capturó a 5000 hombres que huían de una de las catastróficas batallas de aquellos primeros días. Pero probablemente fuera cierto que entre los soldados procedentes de las regiones occidentales la probabilidad de deserción era mayor. Estos estaban inquietos por sus familias, ya que los suyos fueron los primeros hogares que tomaron los alemanes aquel año. Y algunos de ellos desertaban porque no veían razón alguna para morir por el poder soviético. El 6 de julio había ya 4000 «occidentales» que habían huido del XXVI Ejército, y en una unidad hubo 80 hombres que se negaron a cumplir la orden de abrir fuego[76]. El 12 de agosto la administración política del ejército consideraba la situación tan peligrosa que se prohibió expresamente que los ciudadanos originarios de los territorios occidentales —Ucrania, Bielorrusia—, así como los de los tres estados bálticos, se incorporaran a los nuevos equipos de tanquistas[77].

Todo esto se tradujo en una confusión que resultaría fatal en el campo de batalla. Ni los hombres del Ejército Rojo ni sus oficiales habían esperado esa guerra, en la que ni una sola batalla seguía un plan meticulosamente preconcebido. Los hombres estaban resentidos contra sus oficiales, desconfiaban de sus órdenes y sospechaban que algunos de sus propios camaradas eran traidores que aguardaban el momento de desertar. De haberse parado a considerar sus propias razones para combatir, probablemente se habrían encontrado con que el temor —a sus oficiales, a lo desconocido y a la policía secreta tanto como a los invasores alemanes— desempeñaba un importante papel. Y estaba también la rabia contra el mundo entero. En el frente las nobles ideas raramente perduraban demasiado tiempo. Pero se esperaba que aquellos mismos hombres siguieran luchando, sin esperanza, día tras día. La CXVII División de fusileros del XXI Ejército, por ejemplo, primero retrocedió y luego luchó repetidamente durante semanas. El 6 de julio había llegado a la ciudad de Zhlobin, a orillas del Dniéper. Allí libraron una de las primeras batallas de la defensa de Kiev, una campaña condenada al fracaso y que solo al XXI Ejército le costaría —según los cálculos más conservadores— más de mil vidas diarias[78]. La batalla se prolongó durante ocho horas. Cuando terminó, la propia Zhlobin había caído y lo que quedaba de la división se había retirado a la orilla oriental del Dniéper.

Antes de su retirada, los hombres habían logrado destruir el puente de Zhlobin, con lo que ganaban más tiempo para el día siguiente, y habían conseguido asimismo volar ocho tanques enemigos. Pero su moral era baja. Estaban exhaustos, hambrientos, faltos de sueño y totalmente angustiados por lo que habían visto. Había muchos heridos. Al día siguiente, como de costumbre, afrontaron de nuevo el combate. Sus oficiales no tenían otro plan que lanzarse al ataque. Al igual que el día anterior, y como cada día, lanzaron a los hombres ante los tanques alemanes. Lo único que elevaba la moral de los soldados era su grito unánime, un rugido aterrador que provocaba auténtico miedo en el enemigo. Aparte de eso, pocos soldados tenían algún arma más efectiva que un fusil de la década de 1890 y una bayoneta. Incluso los propios cócteles molotov resultaban difíciles de obtener, dado que Moscú aún no había firmado la orden que permitiría que todo un ejército de mujeres se dedicara a rellenar de mecha botellas de cristal a un ritmo de 120 000 diarias[79]. En aquel momento, no obstante, al carecer de botellas o de bombas que arrojar, los soldados no contaban más que con sus propias manos. Durante horas se lanzaban al ataque oleada tras oleada, siempre en medio del estruendo del fuego alemán, los gritos y el crujido del acero al chocar contra los huesos.

Era aquel un estilo de guerra —basada en el ataque frontal desesperado— que redujo a polvo divisiones enteras, y que llegaba a hastiar a los hombres que participaban en ella, especialmente a los que llevaban ya varias semanas sufriéndola. Diez comunistas de Zhlobin tiraron el carné del partido en cuanto empezó el fuego. Al menos otro se disparó en la pierna en un intento de escapar totalmente del combate. Un soldado que decía ser de Georgia trató de matar al oficial al mando disparando sobre las tropas cuando atacaban. Al parecer un alemán del Volga se pasó al enemigo en cuanto tuvo ocasión de escabullirse. Pero los verdaderos desertores daban algo más de estilo a su huida. Dos altos mandos corrieron durante más de treinta kilómetros al amanecer para alejarse del frente, mientras que el comandante que había ordenado el primer ataque antiaéreo «se metió en su coche y se marchó» apenas se hubo iniciado la operación. Hasta la fecha —añadía el informe diario—, nadie había sido castigado debido a que el juez militar local, formado en la dura escuela de las purgas y las mentiras, se negaba a investigar nada a menos que tuviera suficientes papeles sobre su escritorio[80].

Incluso los propios alemanes se sorprendieron ante la magnitud del caos entre las filas soviéticas. Era como si toda la población, soldados y civiles, se hubiera descontrolado. Cada vez que la Wehrmacht tomaba una plaza donde se guardaban reservas de alimentos y consumibles, podía contar con que de inmediato se iniciarían los saqueos. En una población varias mujeres y niños murieron aplastados por una muchedumbre que se precipitaba hacia los almacenes militares. «Si un hombre no puede acarrear un saco de azúcar —informaba un observador del ejército alemán—, simplemente lo rompe, tira la mitad del contenido al suelo y se lleva el resto a casa». Los ciudadanos de Pujovichi saquearon la mitad de las reservas militares de su población en un solo día, llevándose —como observaron sus nuevos amos— «una media por familia de 200 kilos de azúcar, 200 kilos de manteca, casi 350 kilos de sémola, y una buena cantidad de pescado, raciones individuales y aceites vegetales… La población no había visto tanta opulencia desde hacía mucho tiempo». El propio Ejército Rojo se apuntó a los saqueos en Bobruisk. «La única diferencia —escribiría el reportero alemán— era que, mientras los lugareños saqueaban las tiendas, los soldados saqueaban las casas de los lugareños»[81].

El régimen estalinista de finales de la década de 1930 encontraría su némesis en Ucrania y Bielorrusia en aquellos primeros meses. A la larga, su casi total desmoronamiento llevaría a replantear su política y su liderazgo, y produciría diversos cambios en el modo de librar la guerra y de gobernar a la población. Pero habría un instrumento en esta panoplia que resultaría esencial para su perdurabilidad. El 15 de julio, Lev Mejlis emitió una directiva que afectaba al ejército de trabajadores políticos del frente; era el preludio de una orden, firmada al día siguiente, que reinstauraba a los comisarios militares con toda la autoridad que tenían antes de 1940. La moral —admitía tácitamente el informe— se había desmoronado por completo. Los politrukí no habían logrado convencer a sus hombres de que se podía ganar aquella guerra, ni siquiera, quizás, de que valía la pena luchar. Y sin embargo —insistía Mejlis—, había soldados cuya tarea era «decidir por la fuerza de las armas si el pueblo soviético debía ser libre o se convertiría en esclavo de los príncipes y barones alemanes».

Bien pudiera ser que la fórmula épica y estimulante que contenían aquellas palabras hubiera animado a quienes habían regresado a sus hogares, así como a los nuevos reclutas que seguían entrenándose en sus campamentos; pero en el frente, de momento, aquellas palabras parecían vacuas, e incluso insultantes. Era un error decirles a los soldados —como prescribía Mejlis— que la guerra relámpago de Hitler había fracasado y que las mejores divisiones de su ejército habían sido ya derrotadas. Y luego venía la deprimente parte que trataba de las tácticas, una serie de fórmulas absurdas prestadas de los eslóganes de los días de la guerra civil. «Enseñad a todo el personal a lanzarse al ataque —continuaba la orden—. Enseñadles el odio implacable y la rabia contra el enemigo, a aplastar ardientemente a la canalla fascista, a hacerles morder el polvo, a estar dispuestos a luchar hasta la última gota de su sangre por cada centímetro de suelo soviético. Enseñadles que los tanques no pueden asustar a un soldado valiente y experimentado. Enseñadles que abandonar sus puestos sin una orden directa es un crimen»[82]. Puede que aquel verano tales palabras resultaran vacuas, pero señalaban uno de los modos en que aquella guerra se había concebido y se estaba librando: la guerra en la mente de los soldados y en las esperanzas de sus familias civiles. Al saturar el discurso público con fórmulas simples y repetidas hasta la saciedad, el gobierno forjaba una nueva determinación que había de reemplazar a la inocencia perdida en 1938. Ello ayudaba asimismo a excluir todas las otras palabras, airadas y producto del pánico, que podrían haber irrumpido en las conversaciones de la gente. El 19 de julio, una nueva orden pedía el reclutamiento masivo de comisarios políticos que debían reemplazar a los centenares que se habían perdido desde el 22 de junio[83].

No hubo un solo momento en que el esfuerzo propagandístico flaqueara. De hecho, los soldados del Ejército Rojo afrontaban dos guerras simultáneas. La primera, la que solo ellos podían conocer, era la que se libraba en el campo de batalla, la estruendosa guerra de bombardeos y humo, la vergonzosa guerra de temor y retirada. Pero la otra, cuya forma venía modelada por una serie de redactores, era la que creaba la propaganda. Soldados y civiles podían saber de ella a través de los periódicos; el más popular de ellos, Estrella Roja, se leía en voz alta en pequeños grupos en el frente. Los soldados combatientes también tenían ocasión de ver sesiones de cine que incluían noticiarios, algunos de los cuales se habían montado tan minuciosamente que podían llegar a parecerles más vividos que sus propios recuerdos fragmentados del combate. La lucha podía dar la impresión de acontecer fuera del tiempo real, en aterradores momentos que posteriormente desafiaban a la memoria; pero la guerra oficial de Stalin se desarrollaba con una certeza épica, en episodios regulares y bien planificados.

Soldados cerca de Leningrado reciben un envío de libros y papel, 1942.

En conjunto, más de mil escritores y artistas participaron en la campaña de información sobre el frente, de los que cuatrocientos murieron en el combate[84]. Su trabajo estaba gestionado por un nuevo organismo, denominado Sovinformburó, que lo controlaba absolutamente todo, desde Pravda hasta las hojas informativas que se repartían a los soldados del frente. Se daba cuenta de cada tanque y avión alemán capturado o inutilizado, a menudo con fotografía incluida; pero el espacio que debían haber ocupado las bajas soviéticas, y que se llenaba de eslóganes e incluso de poemas breves, no pasaba inadvertido para ningún lector en ninguna parte[85]. El problema era que nadie podía acudir a las oficinas de los censores para saber más. La seguridad en ese aspecto era tan estricta que incluso el propio personal que trabajaba en el Sovinformburó a tiempo completo en ocasiones descubría que sus pases no servían para entrar en la sede central de dicho organismo[86]. Allí dentro, una serie de funcionarios de confianza examinaban los borradores de los informes oficiales sobre el frente en busca de posibles errores ideológicos, corrigiendo incluso la puntuación que no se adecuaba a la línea oficial. El famoso corresponsal Iliá Ehrenburg estuvo a punto de renunciar como protesta por aquellas chapuceras normas. Cuando vio que en un artículo un editor había cambiado el término victorias, que aludía a los auténticos éxitos en el frente, por progreso, la futura voz de la guerra propagandística de Stalin declaró que todo aquello era una pérdida de tiempo. «Pasamos tanto tiempo haciendo correcciones —se quejaría— que llegamos a perder el día entero, todo nuestro tiempo creativo»[87].

Una victoria —o quizás una muestra de «progreso»— que el Sovinformburó apuntó a los soldados del Ejército Rojo aquel verano fue la batalla de Smolensk. Las pérdidas fueron devastadoras —300 000 prisioneros capturados y más de 3000 tanques perdidos—, pero los periódicos soviéticos nada dijeron sobre ellas; bien al contrario, se centraron en el hecho de que se había frenado a los alemanes en su avance hacia Moscú[88]. Fue también en ese momento cuando un Ejército Rojo desesperado desplegó por primera vez la que sería su arma más impresionante. Tan secreto que no tuvo un verdadero nombre hasta que los soldados lo bautizaron con el femenino «Katiusha», el lanzacohetes BM-13-16 y sus descendientes demostraron que los diseñadores soviéticos podían producir armas capaces de rivalizar con cualesquiera de las existentes. «Primero probamos esta magnífica arma en Rudnia, cerca de Smolensk —recordaría el mariscal Yeremenko—. La tarde del 15 de julio la tierra tembló con la inusual explosión de minas propulsadas. Las minas cruzaban los aires como cometas de cola roja … El efecto de la explosión simultánea de varias docenas de aquellas minas resultaba terrible. Los alemanes huían presa del pánico; e incluso nuestras propias tropas … a las que por mantener el secreto no se había advertido de que se iba a utilizar esta nueva arma, huían corriendo del frente»[89]. En aquel momento las Katiusha resultaban bastante ineficaces para su alcance, ya que consumían enormes cantidades de propergol para lanzar las minas propulsadas a solo unos quince kilómetros de distancia; pero la gratificante visión de los soldados alemanes huyendo del campo de batalla proporcionaba a los propagandistas de Stalin algo sobre lo que realmente podían escribir.

«La retirada ha provocado un pánico descontrolado», le escribía a Stalin el jefe del Partido Comunista de Bielorrusia, Ponomarenko, el 3 de septiembre. Para empeorar aún más las cosas, «los soldados están tan exhaustos que incluso se duermen bajo el fuego de la artillería … Al primer bombardeo las formaciones se desmoronan, muchos simplemente salen corriendo hacia los bosques, y toda el área boscosa de la región del frente está llena de esa clase de refugiados. Muchos arrojan sus armas y se van a casa. Contemplan con extrema angustia la posibilidad de verse rodeados»[90]. Este sincero informe se traduciría para la policía secreta en un caso de «traición colectiva a la patria», pero la palabrería moralista nada podía hacer frente a las bajas y la falta de dirección. Aquel verano, millones de hombres se vieron sencillamente rodeados y atrapados. Otros, menos entrenados y sin conocer apenas a sus compañeros —por no hablar de los puntos débiles de su equipamiento—, se vieron lanzados a la batalla frente a un enemigo que hasta la caída de las primeras nieves permanecía tan confiado como cuando había marchado sobre París trece meses antes. Los que se limitaron sencillamente a irse a casa fueron los que se comportaron de una forma más lógica. «En junio de 1941 nuestra unidad se vio rodeada por tropas alemanas cerca de la población de Belaia Tserkov —explicaría un antiguo soldado—. El politruk reunió a los soldados que quedábamos y nos ordenó que escapáramos al cerco en pequeños grupos. Yo y otros dos soldados de nuestra unidad … nos pusimos ropas civiles y optamos por ir a la casa donde vivíamos. Tomamos esa decisión —diría— porque, según los rumores, las tropas alemanas que se dirigían hacia nosotros habían avanzado un buen trecho al este»[91].

Los propios alemanes no estaban preparados para el gran número de prisioneros que hicieron. A finales de 1941, y según estimaciones bastante prudentes, tenían entre dos y tres millones de soldados del Ejército Rojo. Nada se había previsto para acomodar a aquellos hombres, puesto que su vida, para el pensamiento nazi, en ningún momento había valido lo bastante como para merecer que se elaborara algún plan. A medida que la Wehrmacht avanzaba hacia el este, muchos de sus prisioneros eran apiñados en los barracones o en las cárceles que las propias tropas soviéticas tenían destinadas a sus prisioneros; a otros se les dejaba al aire libre, encerrados con la mera protección de un alambre de espinos. La conmoción de aquel mes de junio fue tan fuerte que hizo falta tiempo para que circularan las descripciones de las atrocidades, las historias sobre judíos y comunistas escogidos para ser torturados y ejecutados ilegalmente, los relatos sobre palizas, hambre, crudo sadismo y muerte lenta colectiva. En los primeros días de la guerra, los soldados del Ejército Rojo sencillamente se rendían cuando se veían rodeados y superados en potencia de fuego.

El 22 de junio, el Soviet Supremo concedió al ejército el poder de castigar a los desertores. Aquel día se dispuso que se establecieran tribunales militares, integrados por tres hombres, que actuarían en el frente y en todas las demás áreas afectadas por la guerra. Dichos tribunales tenían el derecho de decretar penas de muerte si así lo decidían, aunque una cláusula de los reglamentos pedía que informaran a Moscú por telégrafo cuando lo hicieran. Si no recibían respuesta en el plazo de setenta y dos horas, podía ejecutarse la sentencia de manera inapelable; además, cualesquiera otros castigos que ordenaran —algunos de los cuales equivalían a penas de muerte por otros medios— podían imponerse directamente[92]. Aquellos poderes se detallaban de forma bastante exhaustiva, pero en la práctica los comandantes solían actuar por su cuenta. El 14 de julio, Mejlis recibió una nota de su ayudante en el frente suroccidental en la que este se quejaba del excesivo uso de la pena de muerte en un ejército ya de por sí desesperadamente necesitado de hombres. Como siempre, se añadían terribles ejemplos. En un caso, un teniente había hecho fusilar a dos hombres y una mujer del Ejército Rojo que habían perdido a sus mandos y que habían acudido a su unidad a pedir algo de comida[93]. Esta clase de informes no cambiaban nada en el frente. Pocos oficiales conocían bien a sus hombres, y ninguno de ellos podía conocerles a todos dada la rapidez con la que se disolvían las unidades y se formaban otras nuevas. La ejecución de Pávlov, y otras parecidas, revelaría que el castigo al fracaso de un oficial no era una bala fascista o una de los miembros de la NKVD. Los soldados de infantería eran coaccionados porque sus comandantes, a su vez, temían por su piel. La crueldad se convirtió en un modo de vida. En agosto de 1941 la vulnerabilidad de los oficiales al castigo se vio de nuevo acentuada. La Orden n.° 270, firmada por el propio Stalin, no llegó a hacerse pública en aquel momento, pero su contenido se difundió por todas partes, leyéndose en voz alta en reuniones que los politrukí del frente estaban obligados a convocar. Luego se produjo la rendición de cien mil hombres en un solo día. Las víctimas de Uman no tenían otra alternativa, ya que, a diferencia de Boldin, se hallaban rodeadas en plena estepa, y no en bosques y marjales donde los soldados pudieran ocultarse. Pero con su acostumbrado moralismo, Moscú los juzgaba indignos y cobardes. A partir de aquel momento —establecía la orden—, cualquier oficial o comisario político que se despojara de sus signos distintivos en el campo de batalla, se retirara a la retaguardia o se entregara como prisionero se consideraría un malicioso desertor. Los oficiales que trataran de desertar podían ser tiroteados por sus superiores en el campo de batalla. Incluso la renuencia a dirigirse hacia el frente podía considerarse deserción si así convenía a las autoridades al mando en aquel momento[94].

La otra disposición de la orden era que las familias de los maliciosos desertores pasaban ahora a ser susceptibles de arresto. Aquella era una idea cruel, aunque en su esencia no resultaba enteramente nueva. Durante años, las familias de los desertores habían sido castigadas con la retirada de las pensiones y de otros derechos materiales, pero la amenaza de la cárcel resultaba aterradora en un sistema en el que todo, incluso la escolarización de un hijo, dependía del honor colectivo de la familia a los ojos oficiales. La orden venía a decir que cualquiera cuyo cadáver se perdiera —y había decenas de miles de ellos, muertos a tiros en los ríos y marjales, volados en pedazos o devorados por las ratas— se consideraría un desertor a fines militares. Así, desaparecer en combate resultaba un destino deshonroso. Aquel primer verano, no obstante, hubo montones de hombres que hicieron caso omiso de normas como esta. Como observaría Nikolái Moskvin después de que desaparecieran trece de sus propios soldados: «He hablado con nuestro comandante, que ha advertido al resto acerca de su responsabilidad. Les ha dicho que hay una lista, que tenemos una lista, de todos sus parientes. Pero lo cierto es que muchos de esos chicos provienen de lugares que ya han tomado los fascistas, y no les preocupa en absoluto lo de las señas»[95].

Moskvin disparó a su primer desertor el 15 de julio. El soldado venia de Ucrania occidental. Tres semanas de bombardeos, de marchas, de insomnio y de terror le habían llevado al borde del desmoronamiento, y quizás no tenía muchas alternativas cuando tomó la decisión. Su delito fue instar a todos sus camaradas a rendirse, o al menos a dejar de hacer fuego. Luego se enfrentó a Moskvin. «Hizo un saludo, supongo que a Hitler, se echó el fusil al hombro y se dirigió hacia la maleza», escribía Moskvin. Aquello fue demasiado para otros de los ucranianos del grupo. «El soldado del Ejército Rojo Shuliak le abatió de un tiro en la espalda», proseguía el politruk. El moribundo maldijo a sus antiguos camaradas desde el suelo. «Os matarán a casi todos —les amenazó—. Y a usted, comisario con las manos manchadas de sangre, le colgarán el primero». Moskvin no vaciló. Levantó su pistola Nagan y disparó a la víctima delante de toda su compañía. «Los muchachos lo entendieron —escribió—. Los perros mueren como tales».

Sin embargo, cualesquiera que fueran las historias que tuviera que explicar a sus hombres, la propia confianza de Moskvin se había esfumado. A finales de julio, su unidad fue demolida por un ataque alemán. El propio Moskvin resultó herido. Sus compañeros no podían transportarle, de modo que le dejaron a él y a otros dos hombres en los bosques aguardando a que alguien pudiera ir a rescatarles. Pero no llegó ninguna ayuda, y se convencieron de que sus compañeros les habían olvidado. En realidad, la mayor parte de los soldados del regimiento habían muerto, tras ser traicionados por un desertor de sus propias filas unas horas después de haber dejado a los heridos. «Estoy al borde de un absoluto colapso moral», escribía Moskvin el 4 de agosto. Le dolían las heridas, y tenía miedo a la gangrena. «Estamos perdidos —proseguía— porque no tenemos mapas. Parece que en esta guerra hemos tenido tan pocos mapas como aeroplanos». Los dos muchachos dormían a su lado, pero él no podía descansar. «Me siento culpable porque estoy indefenso y porque sé que debería sobreponerme», escribía desesperado el politruk. Se suponía que la fe en el Partido Comunista hacía de él un héroe; pero, en lugar de ello, «ni siquiera tengo fuerzas».

El bosque donde yacía Moskvin, en la región de Smolensk, no estaba lejos de una aldea. Tres días después —durante los cuales, mientras él dormía, alguien había tenido tiempo de robarle sus armas cortas—, un grupo de campesinos les rescató. Posteriormente Moskvin se enteraría de que sus rescatadores habían estado valorando también la posibilidad de vender al grupo a la policía alemana. Finalmente se habían decantado por la decisión de ocultarlos a los tres por el hecho de que unos hombres razonablemente sanos podrían ayudar en la época de la cosecha. Moskvin, que describiría el trabajo que realizó cuando la patata y la remolacha habían crecido lo suficiente para recogerlas, hubo de mantener la boca cerrada cuando los campesinos le dijeron que habían disuelto su granja colectiva y ya no trabajaban según las normas soviéticas. Tuvo que soportar el trabajo duro y el barro, el crudo deleite ante los problemas de Stalin, las esperanzas de cambio. «No todo funciona como se describía en los libros que tuvimos que estudiar», garabatearía una noche el politruk. Aquellas aldeas, añadiría, no tenían nada que ver con las febriles y cultas ciudades de las que todo el mundo estaba tan orgulloso en aquel otro universo que ahora era la época de paz. Quizás, reflexionaba, ni siquiera el poder soviético habría sido capaz de cambiar aquel primitivo mundo rural que él estaba empezando a conocer. Moskvin llevaba menos de dos meses en guerra. Todavía era verano, y los bosques estaban verdes; pero él había perdido el contacto con las certezas de la vida soviética.