Cuando la gente cree que va a tener que librar una guerra, empieza a forjarse una idea de cómo va a ser. Luego esas historias apenas se corresponden con la realidad, pero su propósito no es hacer un pronóstico certero. Lejos de ello, la idea de que los chicos pronto estarán de vuelta o de que el enemigo será destruido con precisión quirúrgica, al igual que el mito de que para Navidad todo habrá terminado, sirve para fomentar una moral de confianza, incluso optimista, en momentos en los que el pesimismo resultaría mucho más natural. En 1938, mientras la posibilidad de una guerra a gran escala iba ganando fuerza, los ciudadanos del imperio estalinista, al igual que los de toda Europa, trataban de aliviar sus temores con relatos tranquilizadores. La visión soviética del futuro conflicto estaba destinada a inspirar a toda una generación de voluntarios de guerra, pero las imágenes se creaban deliberadamente por una camarilla de líderes cuya ideología les había puesto en ruta hacia las hostilidades internacionales. El medio de comunicación favorito era el cine. La lucha épica de la utopía y el atraso se representaba en películas en blanco y negro, al tiempo que una música emocionante reforzaba la atmósfera. En otros momentos, el pueblo soviético abría sus periódicos para encontrarse con un solemne reportaje diplomático a varias columnas: su país se preparaba para la batalla. Pero aunque las noticias que los ciudadanos podían leer estaban preñadas de amenaza, las películas estaban destinadas a inculcar la visión de que la vanguardia del pueblo, el Ejército Rojo, tenía asegurada la victoria. La mayor de las historias épicas de aquellos días era Alejandro Nevski, de Serguéi Eisenstein, una parábola antifascista de la victoria rusa sobre los invasores alemanes. Aunque estaba ambientado en el siglo XIII, en la época de los príncipes eslavos y los caballeros teutones, el gran espectáculo de Eisenstein, estrenado en 1938, hacía referencia directa a la política de la década de 1930, llegando hasta el punto de añadir esvásticas a algunos de los escudos y estandartes de los caballeros teutones. El mensaje era tal que no podía pasar desapercibido al público soviético, sensibilizado para captar hasta el último matiz de la propaganda controlada por el Estado. Sin embargo, y pese a todo su deliberado sermoneo, el filme, que contaba con una partitura musical de Serguéi Prokófiev, estaba destinado a perdurar como un clásico del cine soviético; otras producciones inferiores con temas similares no han soportado tan bien la prueba del tiempo aunque en la década de 1930 el público las contemplara absorto. Superficialmente al menos, Alejandro Nevski estaba ambientada en un pasado lejano. Para los aficionados al cine que preferían mirar hacia delante, otro filme, Si hay guerra mañana, de Efim Dzigan, estrenado también en 1938, predecía la victoria rusa frente a una futura invasión, la misma que mantenía a la gente en vela por las noches.
Efim Dzigan se proponía tranquilizar. El impacto de su película, de una hora de duración, se creaba mezclando la acción de ficción con escenas de reportajes auténticos, empalmando metraje documental en el desarrollo fantástico de una victoria sin esfuerzo. El mensaje —resuelto y estoico, pero también lleno de esperanza— se veía reforzado por la repetición de un estribillo musical con letra del popular compositor Vasili Lebedev-Kumach[1]. Si hay guerra mañana tocó tan vívidamente la fibra del público soviético que este siguió viendo el filme aun después de que estallara la guerra real. En el invierno de 1941 el invasor había ocupado una tercera parte del territorio soviético. Los aviones que cruzaban zumbando la escena en blanco y negro de Dzigan habían sido destruidos; los tanques, incendiados; los valientes soldados, encerrados en campos de prisioneros. Ya no era posible soñar que la guerra acabaría pronto. Aquel invierno, entre el público que se amontonaba en viejas aulas y cabañas vacías había evacuados de Ucrania y Smolensk, personas cuyos hogares estaban ahora en manos alemanas. Apiñados unos junto a otros, dependiendo solo del aliento mutuo para calentarse, tenían que armarse de paciencia mientras se hacía girar a mano la manivela que arrancaba la dinamo. En cualquier caso, parecía que se hiciera un conjuro[2]. La película no trataba de la guerra, sino de la fe. Aquella fe, y las imágenes que la sustentaban, formaban parte de lo que definiría a las generaciones que soportarían lo peor de la guerra en Rusia. En los terribles años que vendrían, la gente tararearía la música de la película para mantener la moral alta. Mientras marchaban a través de la estepa, mientras rasgaban una guitarra a la luz de la fogata del campamento, sería la canción de Lebedev-Kumach la que casi siempre cantarían los soldados.
La acción del filme se inicia en un parque de atracciones, probablemente el recién inaugurado parque Gorki, o Parque de la Cultura y el Reposo de Moscú. A lo lejos se ven las torres del Kremlin, cada una de ellas coronada por una estrella eléctrica encendida. Es de noche, pero la ciudad rebosa vitalidad, con norias y fuegos artificiales, y jóvenes paseando de un lado a otro con helados en la mano. Es el paraíso socialista; un lugar de merecido descanso, parejas felices y alimentos de vivos colores. Hay una atmósfera de inocencia, sin delitos, sin sexo, insulsamente desprovista de pecado. En esta tierra, Stalin y sus leales ayudantes se desviven para que los hijos de la revolución puedan ser libres. Pero esa libertad se ve amenazada. La escena pasa entonces a la frontera soviética, donde los soldados fascistas, que parecen hormigas, están metiéndose en tanques. No hay ninguna posibilidad de que uno simpatice con ellos. No pertenecen al género de los villanos seductores, sino más bien al de los bufones absurdos. Sus oficiales llevan largos bigotes, tienen un aspecto pomposo y se mueven con el andar arqueado de los soldados de caballería. Por su parte, los de infantería andan arrastrando los pies, mientras que los de aviación van encorvados. Durante toda la acción hablan en alemán, pero se asemejan más a los prusianos de las viñetas de un libro infantil que a nazis calzados con botas de cuero. Incluso las esvásticas que llevan en los cascos y cuellos resultan algo excéntricas. Es este un fascismo de libro ilustrado, no el de verdad.
La invasión se produce de noche. Eso podría resultar terrible, y por un momento nos preocupamos por la mujer que valientemente sigue haciendo sopa a un tiro de piedra del frente; pero los guardias fronterizos mantienen a raya al agresor. Nuestra ama de casa se une entonces a los hombres, arrojando su delantal y ocupando su lugar en la fila de diestros artilleros, lo que demuestra que los patriotas son capaces de hacer lo que haga falta. Por desgracia, no obstante, aquel no es más que el primero de toda una serie de pérfidos ataques. El siguiente llega por aire. Los biplanos fascistas avanzan con un zumbido amenazador, pero por segunda vez se logra conjurar el peligro. Los aviones soviéticos, una flota de nuevas y brillantes máquinas, se elevan hacia el cielo, y en ese momento el público debería reconocer a los ases que han corrido a pilotarlos. Allí está Bábushkin, héroe de una misión de rescate en el Ártico realizada tres años antes, y Vodopiánov y Gromov, auténticas estrellas de la aviación, cuyos nombres aparecen sobreimpresos en la pantalla por si acaso no somos capaces de identificar sus rostros a la primera. La década de 1930 fue una época de héroes, y entre ellos los pilotos constituían una auténtica élite. En una escena cuya ironía se haría evidente tres años después —cuando la Luftwaffe llevara a cabo sus devastadores ataques en junio y julio de 1941—, los famosos ases realizan audaces incursiones en la guarida fascista, destruyen los aviones enemigos estacionados y vuelven a casa sin una sola baja.
Y ahora viene el turno del Ejército Rojo. Los voluntarios acuden a raudales desde todos los rincones del territorio soviético. Hay un viejo con barba gris en la cola de un centro de reclutamiento. En la guerra civil había luchado contra el general blanco Denikin, y ahora desea aplastar de nuevo al enemigo. Agita el puño frente a la pantalla, asegurándonos que el enemigo sin duda «lo recordará de la vez anterior». Los fascistas, como los blancos, se han convertido en los enemigos declarados de los ciudadanos bienpensantes de todas partes. Pero no todos son aptos para el combate, y ahora sabemos que servir en el frente hay que considerarlo un privilegio. Los más ancianos, y los muy jóvenes, se quedan trabajando y esperando. También algunas mujeres se quedarán en casa, mientras que a otras, tan bien entrenadas y belicosas como los hombres, se las ve en fila vestidas de uniforme, con las mandíbulas apretadas, dispuestas a hacer grandes cosas. No son solo los rusos los que se presentan. El comisario de Defensa, Kliment Voroshílov, aparece con su mejor uniforme haciendo un llamamiento a los pueblos del este, especialmente los uzbecos. Unos hombres curtidos con gorros de piel de oveja responden al unísono. El discurso de Voroshílov se convierte en un momento crítico para todo el mundo. Pronto las tropas soviéticas pasarán al ataque, sacando a los fascistas de sus trincheras. La guerra se va a librar en el territorio del agresor, y se va a ganar.
La historia no ofrece en ningún momento nada más alarmante. Cada vez que las tropas soviéticas entablan combate con el enemigo, los fascistas acaban corriendo para salvar la vida. No en todos los combates se emplea la tecnología, y, de hecho, en la mejor escena bélica del filme aparecen solo soldados de caballería y bayonetas. Pero no hay sangre. En realidad solo hay un momento en el que se infiere una herida grave; la víctima es un tanquista que se había alistado en la primera hornada, junto con su hermano, y que había partido directamente hacia la aventura. Los hombres —acompañados por una joven y hermosa enfermera— pasan inicialmente unos momentos rodando alegremente en su tanque soviético, un vehículo sorprendentemente espacioso cuya cabina se asemeja al interior de una caravana. Podrían estar perfectamente saliendo de vacaciones, incluso cuando vemos detenerse poco a poco su máquina. Nuestro héroe, tranquilo y alegre como un joven Cliff Richard, no se amilana. Coge una llave fija, sale por la escotilla, y luego se oyen golpes, el ruido de un hombre trabajando; y aunque no podemos ver al actor, podemos oírle silbando el tema del filme mientras soluciona el problema. Pero de repente la música queda acallada por una ráfaga de fuego enemigo. Dentro, el rostro del otro hermano se contrae en una expresión de dolor. Siguen un par de segundos de suspense, acompañados por música de violines, mientras contenemos el aliento a la espera de la tragedia. Pero los hijos de Stalin no han de llorar mucho tiempo: el soldado ha sido herido en la mano; eso es todo. Una vez sale del tanque y la enfermera le venda, queda como nuevo. Todos los tanquistas inician de nuevo su canción, y parten dispuestos a ganar la guerra.
La historia acaba en Berlín. Una oleada tras otra, los aviones soviéticos vuelan en formación como una bandada de gansos salvajes. No tiran bombas. La carga que llevan está compuesta de panfletos que exhortan a la población a dejar las armas y unirse a la revolución socialista proletaria internacional. El mensaje llega en el momento oportuno, ya que en ese mismo instante se está celebrando un gran mitin. Los trabajadores de esta otra tierra se disponen a abandonar la esclavitud del capitalismo. La escena empieza a llenarse de eslóganes. La guerra —se nos dice— llevará a la destrucción del mundo capitalista. El combate no tendrá lugar en suelo soviético. Esos mensajes tranquilizadores vienen respaldados por una gran fanfarria y nuevas pancartas. El público sonríe: está salvado. Mientras la música se desvanece, otro eslogan nos recuerda que el precio de la libertad es estar dispuesto a ir a la guerra; es decir, a ir a Berlín en un tanque reluciente, a ser un apuesto piloto o una guapa enfermera, a apuntar con un arma a un hombre sano y matarle de un tiro sin derramar una sola gota de sangre.
El sueño de una victoria fácil y rápida podría no haber sido tan potente si hubiera quedado confinado a la gran pantalla. Podría asimismo no haber resultado tan devastador. El problema, en 1938, era que la fantasía había afectado al auténtico pensamiento estratégico. «La victoria decisiva a bajo coste» no constituía solo una visión de los propagandistas: era el objetivo oficial del Ejército Rojo. Puede que el guión de Dzigan contribuyera a habituar a los ciudadanos a la guerra, pero —de manera menos constructiva— representaba también el contexto de toda una generación de pensadores militares. En 1937, cuando Stalin reemplazó a sus principales estrategas por personas elegidas en función de sus dotes políticas, en lugar de militares, Moscú adoptó un nuevo planteamiento con respecto a la seguridad nacional. En el pasado, una gran parte de la planificación se encaminaba a estrategias de defensa. Ahora la orientación del entrenamiento del Ejército Rojo empezaba a dirigirse íntegramente hacia operaciones ofensivas. Los planes y ejercicios de entrenamiento necesarios para una defensa prolongada se redujeron, al igual que los nuevos preparativos para operaciones de resistencia dentro del territorio soviético[3]. La idea de que el enemigo sería repelido y derrotado en su propio suelo no era solo un sueño romántico; desde finales de la década de 1930, se convertiría también en la pieza clave de la planificación militar estalinista.
Fue como si toda la población compartiera un espejismo. Mientras Hitler y sus generales forjaban el mayor ejército profesional de todo el continente, los asesores de Stalin parecían estar perdidos en una fantasía. Había habido poderosas voces disidentes, pero en 1938 las críticas se habían desvanecido en el silencio de aquellas tumbas encubiertas que eran los campos de prisioneros. Si los bolcheviques pudieron ganar la guerra civil —vociferaban los propagandistas—, si habían podido represar el Dniéper, desterrar a Dios y volar al Polo Norte, sin duda serían capaces de mantener a raya al invasor fascista. Al fin y al cabo la historia, el ineluctable impulso que conducía a la humanidad hacia un objetivo común, estaba de su parte. El espejismo se expresó en muchos otros filmes de la misma época, incluido uno en el que aparecían aún más tanques que en el anterior. En esta producción, Los tanquistas, se ordena al héroe, Karasiov, que lleve a cabo una incursión de reconocimiento en las líneas enemigas. Pero él decide ir más allá del mero cumplimiento del deber. Emprende batalla contra el siniestro enemigo, inutiliza unas cuantas máquinas y luego se dirige a Berlín. Cuando llega, irrumpe en el Reichstag y hace prisionero a Hitler.
—¡Bien hecho, Karasiov! —aplauden sus compañeros cuando vuelve a casa—. ¡No nos has dejado una puñetera cosa que hacer![4]
En 1938, cuando el público que veía esas películas abandonaba la sala, se sumergía en una auténtica noche rusa. Por ninguna parte había indicios de las alegres multitudes y los bien iluminados parques que la gente había visto en la pantalla. Lejos de ello, el regreso a casa pasaba por desolados edificios en construcción, a lo largo de embarrados caminos que discurrían entre pobres chozas campesinas o a través de desoladas calles donde las luces apenas iluminaban un par de bloques antes de desvanecerse en la oscuridad. Muchos iban a pisos tan abarrotados de gente que una sola habitación podía llegar a albergar a dos familias y tres generaciones enteras. Otros, los jóvenes, podían muy bien dirigirse a dormitorios tipo barracón donde dormían en fila docenas de huéspedes. La revolución no había hecho ricos a aquellos rusos; ni siquiera había hecho de su tierra la gran potencia industrial de la que tanto alardeaba, aunque el ritmo de cambio era prodigioso y la producción asombrosa. Pero lo que les distinguía de otros apurados trabajadores que luchaban por sobrevivir era la creencia de que ellos eran los escogidos. Podían pasar hambre, ir descalzos y vivir apiñados en barrios de chabolas. Pero trabajaban para transformar el mundo; tenían que vencer. En cualquier caso, aquel era el rostro público de la cultura soviética.
El Estado soviético había nacido en la guerra. Si había un país que había conocido el rostro de la violencia, era este. Primero había sido la guerra del zar contra Alemania, en la que murieron más soldados rusos que de ningún otro estado europeo[5]. La perspectiva de la derrota en esta contienda —la Primera Guerra Mundial—, junto con las privaciones que comportó el esfuerzo bélico, desencadenaron las revueltas de febrero de 1917, el estallido de ira popular que derribó al zar y llevó al poder a un nuevo gobierno. Pero hizo falta aún otro levantamiento, el golpe bolchevique encabezado por Lenin, para hacer que las exhaustas tropas zaristas volvieran a casa. El tratado de Brest-Litovsk, en el que el nuevo estado se desentendía de sus antiguos aliados, Francia y Gran Bretaña, en favor de Alemania, trajo la paz por unas cuantas semanas a comienzos de 1918. Los militares que no habían conseguido desertar recibieron con regocijo la noticia de que ya no tendrían que seguir luchando. Pero entonces se desencadenó la guerra civil, un conflicto que arrasaría el futuro mundo soviético como un fuego devastador, llamando de nuevo a filas a los soldados y reclutando a civiles de todas las edades. Su violencia, aún más acerba que la guerra convencional, representaba solo una de las caras de la nueva crueldad bélica. Los pueblos y ciudades arrasados se vieron también asolados por epidemias —especialmente el tifus— al tiempo que se perdieron cosechas y regiones enteras fueron víctimas del hambre. En 1921, cuando terminó la contienda en casi todos los rincones del nuevo estado, la mayoría de la población soviética sabía exactamente qué significaba la guerra.
La mayor promesa del nuevo régimen fue la paz. El propio término había constituido el elemento más potente de la propaganda bolchevique ya en 1917, y en los años siguientes habría pocas cosas que el pueblo soviético deseara más. Sin embargo, aunque los líderes hablaran de reconciliación, declarando que su objetivo a largo plazo era nada menos que la armonía y la fraternidad, sus políticas tomaban un rumbo que colisionaba con el resto del mundo. El marxismo-leninismo emprendía una prolongada guerra contra el capitalismo, y aunque sin duda la lucha terminaría con el triunfo del comunismo, nadie creía que este se produciría sin derramamiento de sangre. A medida que se aproximara la victoria del comunismo —explicaban los ideólogos—, sus adversarios lucharían cada vez con mayor determinación, aferrándose desesperadamente al poder y la riqueza que habían amasado. Inevitablemente había de estallar alguna clase de conflicto armado antes de que el mundo alcanzara su estado final de fraternidad y plenitud. A escala más local, en el propio territorio seguía habiendo restos de los mismos elementos —capitalismo burgués, opresión imperialista— por doblegar. El estado, autodesignado instrumento de la voluntad popular, era el encargado de extirparlos. La lucha de clases —una violencia de nuevo cuño— haría estragos durante la década siguiente. En 1938 el número de muertos por causa de esta se aproximaba a los 15 millones, mientras que el de personas sin hogar, arruinadas, huérfanas o afligidas por la muerte de algún ser querido era varias veces esa cifra.
La perspectiva de un futuro dorado y el temor a que los enemigos se confabularan para subvertirlo representaban el palo y la zanahoria de la dictadura estalinista. La oposición a ciertos aspectos de las políticas adoptadas se mantenía, así como la evasión escéptica y la delincuencia. Pero este era un estado que aspiraba a transformar vidas humanas, y no solo una tiranía rutinaria. En cierta medida, la respuesta de cada persona dependía de su edad. La revolución representaba una coyuntura crítica, y cualquiera que tuviera intereses en el viejo mundo es probable que se sintiera amenazado por los trastornos del nuevo. Para los más ancianos, el temor y las privaciones arrojaban una escalofriante sombra sobre el alba del comunismo, al tiempo que los recuerdos de la guerra y el terror generaban una cautelosa vigilancia. Pero los jóvenes —la generación que constituiría la mayor parte de las tropas a partir de 1941— crecieron aprendiendo el luminoso lenguaje de la esperanza. Los cismas permanecían en gran medida ocultos. Durante años, antes de la guerra, el pueblo soviético había sido formado para pensar al unísono. Cada noviembre y cada mayo, cuando llegaba el momento de celebrar los beneficios de la revolución, las multitudes que se congregaban para manifestarse y cantar se contaban por millones de personas. La imagen de Stalin, reproducida en innumerables carteles y pancartas, contemplaba desde arriba aquel espectáculo de unidad. Lo cierto, sin embargo, era que las personas que formarían el núcleo del Ejército Rojo y combatirían en la próxima guerra estaban divididas por muchas razones, desde la generación hasta la clase social, pasando por la etnicidad e incluso la política. Lo que les mantenía unidos, forjando una nación que seguía siendo distinta de cualquier otra, era su aislamiento casi completo del mundo exterior.
En este universo sellado, la cuestión que resultaba más polémica para la mayoría de las personas era la transformación del campo. La Unión Soviética era todavía un país en el que cuatro quintas partes de la población procedían de aldeas. Durante generaciones, los hijos de los campesinos habían hecho las maletas y puesto rumbo a las ciudades en busca de trabajo. Sin embargo, a menudo dejaban atrás esposa e hijos, y casi todos ellos soñaban con regresar un día, aunque solo fuera para morir. La campiña rusa —o la de Ucrania, el Cáucaso o la estepa en general— venía a representar una visión de la madre patria que cualquiera que hubiera nacido en ella había de albergar inevitablemente. Sus tradiciones —según imaginaban los folcloristas— se remontaban a la noche de los tiempos. Eso no era cierto, ya que Rusia había cambiado drásticamente incluso en pleno siglo XIX, pero resultaba una fantasía tranquilizadora, especialmente para las personas que ahora trabajaban en la construcción y las fábricas de acero. Para los propios campesinos, no obstante, lo que importaba era su tierra, su ganado y la próxima cosecha. En 1929, esta economía y este modo de vida se pondrían patas arriba.
El gobierno soviético había decidido que su sector agrícola resultaba ineficaz. La pequeña propiedad agraria, que representaba una cultura aún más profundamente arraigada que la religión, se había de racionalizar, había de gestionarse y controlarse con mayor eficacia. En el invierno de 1929-1930, policías y voluntarios se diseminaron por todo el campo para imponer una segunda revolución, esta vez desde arriba. Su objetivo era crear colectivos, abolir las explotaciones individuales y establecer un sistema basado en el trabajo asalariado mecanizado. Para darle un matiz más revolucionario, la campaña se planteó como una nueva lucha de clases, en la que se identificó como enemigos a los campesinos más acomodados —chivos expiatorios de la inminente agonía—, los denominados kulaks, una categoría social en gran medida inventada a tal fin. Los kulaks estaban destinados a perderlo todo: el ganado y las herramientas, los hogares, los derechos civiles, y, con frecuencia, incluso la vida. En la primavera de 1930 el campo ruso vivió algo muy cercano a una guerra abierta. En los años siguientes, varios millones de trabajadores agrícolas se verían empujados a trasladarse a las ciudades, incapaces de sustentarse con las irregulares raciones de cereales que habían reemplazado a los salarios. Varios millones más pasarían hambre. En 1939, la población rural había descendido de 26 a 19 millones de familias[6]. De los hombres y mujeres que desaparecieron del campo, se calcula que murieron 10 millones.
Ninguna otra política causaría más angustia durante el gobierno de Stalin, y ninguna otra provocaría tanta oposición. Fue este un constante elemento de irritación, pese al hecho de que sus principales víctimas eran invisibles. Las víctimas del hambre eran silenciosas hasta para morir, mientras que a los kulaks exiliados se les obligó a ocultarse en gran medida a la mirada pública, o, mejor dicho, a los ojos de todos los europeos. Su vida y su muerte en asentamientos apenas poblados de los territorios más remotos del norte y el este del país careció de relevancia para Moscú. Ni siquiera se les consideró candidatos aptos para el servicio militar. Inicialmente también a sus hijos se les trató como sospechosos. Así, los miembros de la segunda generación tendían a iniciar su servicio militar trabajando como esclavos en batallones de trabajo, construyendo fábricas y excavando la roca, en lugar de luchar en el frente[7]. Pero incluso entre los campesinos supuestamente leales —la arisca y taciturna mayoría— se incluía a millones de personas resentidas contra los colectivos y todas las privaciones que estos habían comportado. Muchos estaban hambrientos, explotados, desorientados. Mientras el estado se quedaba cada vez más cereal del campo para venderlo en el extranjero, sus familias se dispersaban como briznas de paja. La gente se veía forzada a vivir como vagabundos, yendo de un lado a otro en busca de comida y de trabajo. Cuando se llamó a filas a estos hijos de las aldeas, se convirtieron en soldados inciertos: en el mejor de los casos podían ser meramente personas resentidas y temerosas de su arbitrario estado; en el peor, acaso aguardaran una oportunidad para enderezar las cosas.
Los nuevos colectivos sobrevivieron. Superaron la crisis porque había un número suficiente de personas que creían en ellos, y creían en ellos con suficiente pasión como para enfrentarse a la violencia que su fanatismo generaba. Durante la campaña de colectivización, las palabras parecen haber cegado a los activistas de Stalin frente a la realidad que tenían ante sus ojos. Un lenguaje recargado servía para sofocar el dolor de los demás. «No me preocupaba que la “humanidad” fuera abstracta —escribiría un activista, el futuro oficial del Ejército Rojo Lev Kópelev— sino que la “necesidad histórica” y la “conciencia de clase” fueran concretas»[8]. Y la «necesidad histórica» exigía bandas armadas y arrestos masivos. La tarea de imposición del orden se asignó a agentes de la policía secreta; entre ellos se incluían simples gamberros, además de implacables matones profesionales cuya carrera se remontaba a la época zarista, pero su vanguardia estaba integrada por auténticos entusiastas. «En la terrible primavera de 1933 vi a gente morir de hambre —recordaría Kópelev—. Vi a mujeres y niños con el vientre dilatado, amoratados, respirando todavía, pero con la mirada vacía y sin vida. Y cadáveres, cadáveres con zamarras andrajosas y botas baratas de fieltro, cadáveres en chozas campesinas … Vi todo eso y no se me pasó por la cabeza suicidarme … Ni tampoco perdí la fe»[9]. La nueva Rusia había hecho valer sus derechos frente a la vieja.
Como los soldados rojos del filme de Dzigan, las fuerzas del régimen estalinista estaban dispuestas a vencer. Por una parte, los campesinos, por numerosos que fueran, seguían constituyendo un grupo remoto y fragmentado por la distancia, por el dialecto y por su propia miseria. Las decisiones se tomaban en Moscú, no en una aldea enfangada situada a varios kilómetros de la carretera más cercana. En una democracia, los campesinos desposeídos podrían haber formado una poderosa facción, y sus protestas habrían espoleado a otros a adherirse a la causa. Pero para empezar, una democracia ya no habría forzado a los campesinos a formar colectivos. El poder soviético no ofrecía salida alguna a la protesta: a menos que una persona fuera religiosa, sus únicas opciones consistían en alimentar el resentimiento en la oscuridad o abrazar el nuevo régimen con la esperanza de un futuro mejor. La fe religiosa ofrecía un conjunto de creencias alternativas para una minoría relativamente numerosa; pero incluso las iglesias estaban indefensas frente a la asfixiante propaganda de aquel estado, tanto más cuanto que la colectivización vino acompañada de un ataque a los cultos organizados. Se cerraron iglesias, convirtiéndolas en establos y pocilgas; se arrestó a sacerdotes; se obligó a exiliarse a los creyentes… Y con la religión aplastada, ningún credo podía alzarse contra la cosmovisión comunista, ningún grupo podía sostenerse durante mucho tiempo sin derrumbarse bajo la presión del Estado. La misma profundidad del sufrimiento del pueblo venía a incrementar su sensación de aislamiento. Como señalaría un superviviente, «la tragedia no resulta profunda y punzante si puede compartirse con los amigos»[10].
Pero la represión por sí sola no podría haber logrado el triunfo del estado; ni siquiera el idealismo de una élite de jóvenes activistas. El Estado soviético contaba también con el apoyo real de un gran número de ciudadanos normales y corrientes. El motivo fundamental de estas personas era más positivo que el temor, más tangible que la esperanza. «La vida es cada vez mejor —les decían los enormes carteles propagandísticos—, mejor y más alegre». Poco a poco, y casi vergonzosamente, para millones de personas sin duda lo era. Con Europa y Norteamérica sumidas en la depresión económica, los soviéticos podían jactarse de tener pleno empleo y un rápido crecimiento económico. Un muchacho del campo que buscara trabajo en una ciudad no solía tardar mucho en encontrarlo. Puede que la generación anterior no lograra adaptarse, pero para los jóvenes las perspectivas empezaban a parecer prometedoras. Asimismo, por el hecho de trabajar en la Unión Soviética un joven podía sentir cierto orgullo patriótico. En 1938, la URSS contaba con la mayor industria de ingeniería de Europa. De ello daban testimonio dirigibles, embalses y rompehielos polares. Cada año se extraían del territorio soviético millones de toneladas de carbón (en 1940 fueron 166 millones). «En todos los ámbitos —publicaría Pravda en la última Nochevieja de paz—, nuestros éxitos han sido magníficos»[11]. Sin duda los lectores estaban informados sobre los tanques y aviones. De hecho, en 1941 el Estado soviético disponía de más tanques que todo el resto del mundo en conjunto[12]. Pero de forma más inmediata, la gente podía también constatar las mejoras en su propia tierra. Al fin y al cabo, las cosas habían estado tan mal y durante tanto tiempo que casi cualquier cosa daba la impresión de progreso.
Y aquí estaba la paradoja. Este era un estado que proclamaba el altruismo, mandando a sus ciudadanos que renunciaran a la propiedad privada. Sin embargo, uno de sus mayores atractivos era la prosperidad material que prometía, una abundancia que se medía —aun en los periódicos censurados— en relojes de pulsera y bicicletas, y no solo en bienes públicos. En consecuencia, y aunque los diarios no solían mencionarlo, la población, ya endurecida por el sufrimiento y la violencia, había aprendido a buscar oportunidades constantemente. Ya antes de la guerra, los ciudadanos soviéticos sabían ser imaginativos cuando se trataba de comerciar, acumular y establecer entramados de relaciones, los elementos que hacen florecer el mercado negro[13]. En la tierra de la fraternidad, los primeros pensamientos de la mayoría de las personas se centraban en ellas mismas. Mientras tanto, en el ámbito público la retórica solo hablaba de felicidad colectiva, y esta se describía también en términos materiales. Los relojes de pulsera, el símbolo de modernidad que la gente más parecía codiciar, seguían siendo solo un sueño para casi todo el mundo; pero un día —se afirmaba— las fábricas que no dejaban de surgir por todas partes estaban destinadas a fabricarlos. Lev Kópelev expresaba su opinión en términos parecidamente concretos. «La revolución mundial —escribía— era absolutamente necesaria para que triunfara la justicia». Cuando se lograra, ya no habría «fronteras, ni capitalistas ni fascistas en absoluto … Moscú, Jarkov y Kiev se harían tan enormes, tan bien construidas, como Berlín, Hamburgo o Nueva York … tendremos rascacielos, calles llenas de automóviles y bicicletas», y «todos los trabajadores y campesinos irán bien vestidos, con sombreros y relojes»[14].
Por el momento, el estado dispensaba a los ciudadanos las pequeñas compensaciones que mejores presagios parecían traer. Las decisiones de los planificadores parecían insensiblemente irónicas. Era esta una tierra en la que se había dejado a los niños caer víctimas de la inanición durante la hambruna de 1933, y muchas aldeas soviéticas permanecerían sumidas en la pobreza durante varias décadas. Incluso en las ciudades solía haber escasez de carne y mantequilla, mientras que el racionamiento del pan se prolongó hasta 1935. La calidad de los productos fabricados en masa resultaba siempre sospechosa, y había constantes rumores de la presencia de polvo o arena en la harina o de que se suministraba cartílago haciéndolo pasar por carne. Paralelamente, Anastas Mikoián, el ministro responsable del suministro de alimentos, tenía planes para alegrar la vida a cualquiera que tuviera ahorrado un rublo para gastar. Su objetivo era proporcionar a la gente unos irresistibles tentempiés, de modo que concentró todo el poder de la economía planificada en la tarea de procesar salchichas de frankfurt y helados. Los soviéticos habían importado nuevos métodos de producción en masa de Estados Unidos y Alemania, lo que permitió que se produjera una especie de comida rápida básica en cantidades prodigiosas. Puede que no hubiera hortalizas frescas ni demasiada leche, pero habría helado para todo el mundo. La nueva industria se describía como un presagio de la buena vida que pronto iba a venir. Además, se suponía que cuanto más procesados estuvieran los alimentos, más atractivos resultarían para la generación que esperaba transformar el mundo. ¿Cómo no iba a estar contento el pueblo soviético si podía comer no solo helado normal sino también de cereza, de chocolate y de frambuesa?[15]
Los niños que crecieron en ciudades en los años de preguerra tienen únicamente recuerdos felices: «Nunca pasábamos hambre; y tampoco había delincuencia». Es esta una visión de color rosa, que dice más acerca de la censura de prensa y lo romántico de las visiones retrospectivas que sobre la vida real. Hurtos y robos abundaban en la década de 1930, mientras que la explotación de las relaciones personales solía constituir la única forma de conseguir bienes valiosos[16]. Un escritor recuerda haber hecho cola durante toda la noche ante una tienda de Moscú porque su madre quería comprarle un traje nuevo. «Aun así —añade—, tuvimos que esperar otras cinco horas dentro de la tienda, y no salimos hasta la una de la tarde». El traje les costó el equivalente al salario de un mes[17]. Pero lo que la gente recuerda ahora es que ciertamente entonces podían comprar trajes: no hacía tanto tiempo que no había ningún producto de ninguna clase para comprar, y pronto dejaría de haberlos de nuevo. Por otra parte, en 1938 había pocas personas en la Unión Soviética que tuvieran los medios para comparar su calidad de vida con la de los extranjeros. Sus líderes les decían constantemente que vivían en una sociedad mejor y más igualitaria, un lugar donde el esfuerzo adecuado pronto traería abundancia para todo el mundo. Por lo que ellos sabían —y la mayoría creían—, en los países capitalistas las colas eran aún más largas, y a los trabajadores no se les permitía en absoluto llevar traje.
Por lo demás, el régimen soviético ofrecía trabajo. No resulta sorprendente que sus más entusiastas defensores fueran aquellas personas cuya carrera más prosperaba en un mercado de trabajo en rápida transformación. Una de las mejores vías para acceder a una vida más rica, al menos en el caso de las personas de origen humilde, era el servicio militar. Incluso los campesinos (con la excepción de los kulaks) podían forjarse un nuevo futuro de esa forma. Los primeros en descubrir las oportunidades que podían ofrecer el servicio militar bajo el poder soviético fueron los reclutas zaristas, que pusieron la experiencia ganada en la Primera Guerra Mundial al servicio del Ejército Rojo. Casi toda la élite de oficiales que integraban el ejército estalinista en la Segunda Guerra Mundial habían iniciado su vida como campesinos y habían seguido ese camino. Iván Konev, uno de los futuros héroes de Berlín, había nacido en 1897 en la provincia del Dvina septentrional. De no haber sido llamado a filas cuando la guerra del zar, sin duda habría pasado sus días como trabajador en el aserradero local. Parecidamente, el joven Semión Timoshenko estaba destinado a labrar el campo en la provincia de Odessa hasta que fue reclutado como ametrallador; en 1940 sucedería a Voroshílov en el cargo de comisario de Defensa. Iván Vasílievich Boldin, que desempeñaría un destacado papel en los primeros días de la invasión hitleriana, había nacido en la región del Volga y había empezado a trabajar como panadero del pueblo justo antes de la Primera Guerra Mundial. Incluso el más prestigioso de todos ellos, Gueorgui Zhúkov, el mariscal que se llevaría los laureles del asalto a Berlín, había nacido en una aldea, aunque se trasladó a Moscú de joven para aprender el oficio del adoquinado[18]. Cada uno de estos hombres construyó su carrera profesional durante la guerra civil. Sus convicciones políticas les inclinaban a luchar en favor de los rojos, y el ejército les compensó con ascensos, satisfacción y sustanciales cantidades de dinero.
Sus esfuerzos prepararon el camino a otras promociones. Muchos soldados profesionales, futuros oficiales, hicieron carrera a pesar del torbellino que había azotado sus aldeas natales. La historia de Kirill Kiríllovich se desarrolla como una fábula de la época. Tuve ocasión de escucharla en su piso de Moscú, un elegante edificio situado a un tiro de piedra del parque de la Victoria y el mirador de Borodino. Se inicia con la propia guerra. Kirill recuerda que estaba en Tallin, la capital de la república de Estonia —recién adquirida por la Unión Soviética—, cuando llegó la noticia. Aquel verano, noche tras noche, los aviones alemanes —él los recordaría como «Messers»— habían sobrevolado la ciudad portuaria[19]. Los artilleros de la unidad de Kirill habían obedecido las órdenes de no abrir fuego. Pero en la madrugada del 22 de junio de 1941 recibieron nuevas instrucciones.
—Se nos dijo que consideráramos la situación como un auténtico estado de guerra —recordaría Kirill—. No teníamos miedo. Supongo que era por nuestra edad. Ahora no querría tener que hacerlo. Pero puedo decir con certeza que no había temor. Quizás era sencillamente que nos habían entrenado para ser así.
Las siguientes semanas fueron confusas, de insomnio y desmoralización.
—Teníamos que prepararnos —me diría Kirill— para la rendición… Bueno, mejor dicho, para abandonar Tallin.
La evacuación por mar de las tropas soviéticas de la capital estonia fue una operación que más tarde se calificaría de «horrible … una especie de Dunkerque sin apoyo aéreo»[20]. Kirill insiste en que nadie dudaba de que vencería el bando soviético. Se les había entrenado para pensar así.
Kirill tenía veintiún años cuando estalló la guerra, aunque ya era teniente. Su educación le había permitido ascender a una velocidad récord.
—Yo quería ser independiente —me explicaba—. El ejército era una carrera. Y acudí a una escuela especial de artillería.
Los estudiantes tenían las clases habituales, pero además había sesiones extra por las tardes y durante los fines de semana en las que se realizaban ejercicios.
—La mayoría de los niños hacían cosas parecidas —me explicó Kirill, recordando el espíritu militarista de la década de 1930—, pero nosotros aún hacíamos más; sobre todo entrenarnos con fusiles.
También dedicaban especial esfuerzo a las matemáticas y el alemán, como si se tratara de una preparación consciente para la guerra en la que todo el mundo esperaba que tendría que luchar.
—Sabíamos que se acercaba —me confirmaría Kirill.
Todos los periódicos y carteles callejeros advertían a la gente de Stalin sobre el fascismo, así como todos los discursos radiados que hablaban de la situación mundial.
—Nosotros veíamos las películas. Recuerdo que había una, cuyo título era algo así como El profesor Mamlok, que trataba de la gente que sufría bajo el fascismo. Eso nos decía exactamente qué haría Hitler si accediera al poder aquí. También sabíamos —añadía— lo de los judíos de Alemania[21].
Kirill tenía talento, pero también tuvo suerte. El lugar al que le enviaron era algo más que una escuela de secundaria que ofreciera también unas cuantas prácticas de fusil. Entre sus compañeros estudiantes estaban Timur Frunze, hijo del antiguo comisario de Guerra, así como Sergo Mikoián, hijo del «rey de los helados», e incluso Vasili Stalin. Aquellos chicos aparecían siempre con guardaespaldas, y cuando acababan las clases desaparecían en lujosos coches negros. Es fácil suponer que Kirill, como ellos, había nacido en una situación privilegiada. Pero su historia resulta más compleja, más conmovedora, y, en muchos aspectos, más típica de su generación. Kirill no era rico ni tenía el futuro asegurado. No procedía de Moscú, ni siquiera de Rusia; no hablaba el ruso con fluidez, y cuando llegó a la capital soviética no tenía un céntimo. Escuchándole no resulta difícil entender por qué los soldados como él estaban tan agradecidos al régimen de Stalin. No resulta nada difícil comprender su lealtad en la guerra.
Kirill había nacido en Dubrovno, una pequeña población de la Bielorrusia rural, en 1919. Sus primeros recuerdos son del campo: los caballos que acudían al Dniéper a beber al ponerse el sol, los campos de lino y de remolacha extendiéndose en la lejanía, el polvo amarillo del verano y el barro del otoño… Toda la comunidad era pobre. Los sábados, las niñas solían andar descalzas por la población, llevando en la mano su único par de botas para que el cuero no se desgastara. La familia de Kirill no podía tener tierras, ya que era judía. Así, en lugar de trabajar la tierra, su madre era tejedora en la fábrica local; aparte de las granjas, esta era la única fuente de empleo en varios kilómetros a la redonda. El padre de Kirill había muerto de tifus justo antes de que naciera. Él era el único hijo de su madre, aunque tenía hermanastros y hermanastras mayores, hijos de la primera esposa de su padre, y fue uno de ellos quien envió al chico a Moscú. Nadie sospechaba que una vez allí decidiría formarse como artillero, trabajando toda la noche para descollar en aritmética y en lenguas. Un maestro se fijó en él, y le facilitó el camino hacia la elitista escuela de secundaria. Pero toda su familia se opuso cuando les explicó lo que planeaba. Como respuesta, lo único que pudo decirles era que necesitaba alguna clase de educación, y en Dubrovno no había ninguna oportunidad de tenerla. Los niños que se quedaban allí apenas solían aprender a leer y a contar antes de unirse a sus padres en la fábrica.
Cuando se marchó Kirill, su madre se quedó sola en la casa familiar. Se había planeado que se uniera al resto de la familia en Rusia, pero ella insistía en que necesitaba tiempo para empaquetar las cosas. Kirill dice que era una excusa, y que el verdadero motivo era la inercia, el miedo a lo desconocido, que había atrapado a su madre en casa.
—Mi madre apenas sabía leer —me explicaría—. Así era en toda su aldea. Casi todos eran analfabetos. Cuando empezó la guerra me escribió una carta, y apenas pude entenderla. Tenía una letra muy difícil. Me decía que iba a marcharse, que vendría a Moscú a casa de nuestra hermana. Pero jamás lo hizo. Seguía allí cuando llegaron los alemanes. Yo ya sabía entonces lo que eso significaría, pero esperaba a que acabara la guerra para volver a buscarla.
En 1941, todos los judíos de Dubrovno fueron conducidos como ganado hasta la plaza mayor. Cuando posteriormente regresó al lugar, Kirill pidió a quienes antaño habían sido sus vecinos que le contaran lo que había ocurrido entonces, pero nadie se decidió a rememorar la escena. Lo único que supieron decirle era que los cuerpos, entre los que probablemente se incluía el de su madre, yacían en algún lugar, en un foso sin ninguna señal.
Kirill tenía razón, pues, al agradecer al poder soviético que le salvara la vida, le hubiera entrenado y ascendido, y, en cierta medida, hubiera vengado el asesinato de su madre. Siente nostalgia por el pasado soviético, aunque no por Dubrovno ni por la pobreza. Lo que recuerda es la disciplina en la que se formó, las recompensas del trabajo duro y su propia fe en la victoria. Sabía que el sistema tenía también su lado cruel: lo había visto de sobra siendo niño. Dubrovno no estaba lejos de la frontera ucraniana, y a partir de 1929 habían empezado a aparecer por allí los refugiados de las sucesivas hambrunas, que contaban sus historias sobre la colectivización, la matanza de animales, los saqueos, el temor… Poco después de eso, también su propia familia pasó hambre, aunque las patatas que cultivaban en un trocito de tierra les salvaron de la auténtica inanición. Pero nada quebraría la fe de aquel joven en el socialismo, y lo que presenciaría en la guerra no haría sino afianzar aún más su creencia. Todavía sigue pensando que la colectivización trajo más beneficios que costes. Recuerda que los caballos estaban cada vez más flacos, que la gente pasó hambre durante un tiempo. Pero todo aquello era solo un preludio. En su momento, los campesinos tendrían tractores, cada uno de los cuales podría realizar el trabajo de una docena de hombres. Un día habría también agua caliente y luz eléctrica. Kirill había vuelto a Tallin más tarde durante la guerra, y había visto lo que había hecho el gobierno nazi. Sabía perfectamente —y no solo por aquella visita— qué sistema era el que había destruido su mundo, y qué sistema lo había reconstruido ladrillo a ladrillo.
«La educación ha producido resultados sorprendentes —descubriría un oficial alemán cuando avanzaba por territorio soviético en el verano de 1941—. En la pared de cada escuela rusa encontré un gran mapa de Europa y Asia en el que toda Rusia aparecía marcada con un intenso color rojo mientras que el resto se presentaba sin color alguno. El insignificante tamaño de la península europea contrastaba inequívocamente con la inmensidad de Rusia». Aparte de las aulas, informaba de que había encontrado muy poco escepticismo en los adultos por debajo de cincuenta años. Solo las personas muy mayores o religiosas se atrevían a criticar al poder soviético. «Hablé con muchos jóvenes soldados —explicaba—, granjeros, trabajadores y también mujeres. Todo su pensamiento seguía las mismas pautas, y todos estaban convencidos de la infalibilidad de lo que se les había enseñado». Veinte años de escolarización y propaganda parecían haber funcionado. Para sorpresa del racista oficial —que consideraba a los rusos pasivos y resignados, más animales que hombres—, el Estado incluso había infundido la necesidad de «entusiasmo, iniciativa y vigor, los requisitos previos más esenciales para los grandes logros no solo en la paz sino aún más en la guerra»[22].
Lo que observaba aquel alemán era el impacto de una política nacional cuyo objetivo, durante veinte años, había sido engendrar nuevos tipos de conciencia entre los jóvenes. Seguía habiendo privaciones generalizadas, por no hablar del resentimiento de los colectivos y de las duras condiciones de trabajo en las fábricas y en la construcción; pero las generaciones cruciales, los soldados que lucharían en Stalingrado y en Kursk, habían nacido en el sistema soviético y no conocían ningún otro. Aunque era posible que las personas de más edad jamás se reconciliaran con el nuevo mundo, y aunque los más jóvenes hicieran chistes y comentarios escépticos, el lenguaje y las prioridades del comunismo soviético proporcionaban a la generación de la guerra el único mundo mental que conocía, sobre todo porque cualquier otra alternativa estaba excluida. Ni siquiera los descendientes de los campesinos, el sector de la población más resentido, tenían la menor oportunidad de desarrollar una visión política distinta; al menos, no en público. La formación de los niños se iniciaba desde el mismo momento en que cruzaban el umbral de la escuela infantil. Como futuros ciudadanos soviéticos, empezaban a aprender sobre la revolución en cuanto eran capaces de reunir las letras del alfabeto cirílico para formar el nombre de Stalin. Allí donde sus abuelos habían recitado fragmentos de los salmos, aquellos niños coreaban las lecciones sobre los triunfos de la electrificación, la ciencia y la moral comunista. Aprendían asimismo a estar agradecidos por el mero hecho de que existieran ya de entrada sus escuelas elementales, puesto que era el régimen soviético —se les decía— el que velaba por su alfabetización[23]. En 1941 había 191 500 escuelas primarias repartidas entre las aldeas y granjas de la Unión Soviética, en las que estaban matriculados 24 millones de niños. Si se esforzaban, los mejores de entre ellos podrían ser escogidos para formar parte de los 800 000 jóvenes que se matriculaban cada año en los colegios superiores y universidades del país. Los más afortunados incluso podrían obtener una plaza en una de las academias militares especiales del Ejército Rojo[24].
A todos los niños se les enseñaba que el amor por la madre patria comportaba estar preparados para futuras guerras. Mientras sus padres trabajaban cultivando cereal o haciendo monótonos turnos para ayudar a realizar el plan económico de la nación, sus hijos aprendían que el servicio militar sería para ellos una aventura y un privilegio. Significaba izar la bandera de la revolución, continuar la lucha por la que habían muerto los héroes de sus soviéticos libros ilustrados. Puede que algunos nazis envidiaran la labor de los educadores soviéticos. Por una parte, y a diferencia del nazismo, el comunismo llevaba ya veinte años de predominio cuando vino la guerra, de modo que varias generaciones enteras habían crecido ya bajo su influencia. Y por otra, no había derrotas que explicar, ni tampoco ninguna traición que vengar, como la que Alemania afirmaba haber sufrido en 1918. Los soviéticos solo hablaban de éxitos. Pero lo cierto es que ambos regímenes presentaban el servicio público —ya fuera militar o civil— como un honor al que solo estaba destinada la élite y retrataban la muerte como algo frente a lo que ningún héroe se amilanaba. Tales lecciones al menos motivaban a cierta clase de jóvenes a entrenarse para la guerra, ocurriera lo que ocurriese después en el campo de batalla.
Los estudiantes soviéticos recordaban la guerra civil (no las vergonzosas derrotas que había sufrido el zarismo) y celebraban al Partido Comunista como su guía e inspiración. Este se identificaba con la lucha militar, presentando al Ejército Rojo como su instrumento de progreso, entretejiendo guerra e ideología. Todos los niños aprendían sobre la historia del ejército, y en particular sobre el modelo para todas las guerras futuras, el histórico éxito de las tropas rojas contra las pobladas filas de los blancos. Mientras a otros niños europeos se les hablaba de Somme, Verdún o Passendale, los alumnos soviéticos estudiaban el frente del Don y la lucha para salvar Petrogrado. En su tiempo libre, jugaban a «rojos y blancos». La implicación era que el futuro conflicto sería exactamente igual, y en particular que la moral y la pasión ideológica constituían las claves de la victoria. «Nuestros maestros eran las gentes que habían tomado parte en la revolución, en la guerra civil», escribiría un futuro combatiente del Ejército Rojo. Su profesor de física se presentaba en todas las clases vestido con uniforme militar, incluidas la guerrera verde y las polainas[25]. Era su manera de estar preparado para empuñar de nuevo un arma, exactamente como había hecho en 1918 cuando la revolución se enfrentaba a su crisis. Los alumnos a los que enseñaba nunca dudaron de que vivía encastillado, en un permanente estado de alerta. Muchos creyeron obedientemente que la felicidad de sus propias vidas dependía de la lucha armada y el sacrificio desinteresado.
De ese modo, los escolares —o al menos los de las ciudades— asimilaron la ideología junto con el patriotismo, identificando las excursiones campestres y los clubes deportivos con los rostros de Lenin y Stalin. Cuando se presentaban voluntarios para limpiar la nieve de las calles en sus días libres, la energía de aquellos niños estaba inspirada en parte por la fe en el progreso futuro. El altruismo natural de los jóvenes se canalizaba hacia el sentido del deber para con el partido. Los adolescentes soviéticos estudiaban, hacían excursiones y se entrenaban como parte de una campaña de mayor envergadura para mejorar, para cambiar, para construir un mundo mejor. «Era posible y a la vez necesario alterarlo todo —recordaría una moscovita, Raisa Orlova—: las calles, las casas, las ciudades, el orden social, las almas humanas». Creía firmemente en la nueva vida, una vida situada en el futuro. Esta se iniciaría, «propiamente hablando», cuando ella viviera «en una nueva y resplandeciente casa blanca. Allí yo haría ejercicios cada mañana, allí existiría el orden ideal, allí empezarían todos mis logros heroicos»[26].
Los jóvenes adultos tendrían muchas oportunidades de poner a prueba su supuesto heroísmo. El Estado estaba ansioso de proporcionarles armas, instrucción y mapas. En 1938, la organización de voluntarios Osoaviajim —cuyo nombre puede traducirse más o menos por «Sociedad de Defensa Aérea y Química»— llevaba ya más de una década entrenando a jóvenes. Su número de miembros superaba cada año los tres millones. Seria y entusiasta con respecto a todo lo que se había convertido en tradición soviética, ofrecía clases que iban desde el tiro al blanco hasta la lectura de mapas, pasando por los primeros auxilios[27]. Los jóvenes voluntarios pasaban varias semanas en campamentos de verano realizando marchas simuladas, cavando falsas trincheras y vendando teóricas fracturas en los miembros sanos de sus compañeros. Los miembros de Osoaviajim también eran los primeros cuando el Estado necesitaba fondos. Eran ellos quienes pintaban las pancartas destinadas a recaudar dinero para financiar nuevos aviones, y algunos días de cobro incluso formaban en fila, destacando con sus brazaletes, para recaudar el dinero de los trabajadores a las puertas de la fábrica.
El sueño que compartían todos los adolescentes era volar. Fue esta la fantasía de progreso y modernidad que cautivó a toda una generación. Durante un tiempo, a principios de la década de 1930, la aeronave estándar fue el dirigible, y los jóvenes hicieron campaña para recaudar dinero con el fin de financiar uno que habría de llevar el nombre del rechoncho y barbilampiño comisario de Defensa, Voroshílov. En el aniversario de la revolución bolchevique, en noviembre de 1932, también hubo dirigibles sobrevolando la Plaza Roja, y aún se planeó la construcción de más unidades como parte de la invencible defensa del nuevo estado. Sin embargo, a finales de la década de 1930 pasaron a ser el avión, apenas un biplano de madera, y sobre todo el paracaídas, los elementos que inspiraron a los jóvenes a unirse a los clubes militares. El paracaidismo se convirtió en una fiebre nacional. En muchos parques urbanos se construyeron torres para practicar saltos. En 1936 había más de quinientas de tales torres, respaldadas por 115 nuevas escuelas de paracaidismo. Los jóvenes ciudadanos soviéticos llegarían a realizar casi dos millones de saltos aquel año. La revista satírica Krokodil, de titularidad pública, incluso sugirió que se acondicionaran los campanarios de las iglesias para el nuevo deporte[28]. Bromas aparte, se ha calculado que a finales de 1940 la población soviética incluía a más de un millón de paracaidistas entrenados. Resultaría irónico —una de tantas ironías— que las tropas paracaidistas acabaran desempeñando un papel totalmente marginal en el esfuerzo bélico cuando finalmente llegó la crisis[29].
La fiebre de los campos de entrenamiento no era meramente una cuestión de defensa, al menos en lo que se refería a los jóvenes que participaban en ellos. La actividad social permitida se consideraba un signo de buena ciudadanía. Los jóvenes que deseaban tener éxito en el mundo sabían que debían apuntarse a determinadas cosas para demostrar su celo. La élite de las asociaciones era el Komsomol, la organización de juventudes comunistas, y cualquiera que aspirara a hacer una buena carrera, o incluso a ocupar una plaza en la universidad, había de afiliarse a ella. Pero la mayoría de los jóvenes se habían afiliado ya de todas formas debido a que aquel era un buen sitio para hacer nuevos amigos. «Solo más tarde —recordaría un ex oficial— me daría cuenta de que en realidad era necesaria para mi carrera». Este hombre, Lev Lvóvich Liájov, estudiaría geología antes de la guerra, una materia que eligió porque, como a tantos otros miembros de su generación, le encantaban los viajes y la aventura. El Komsomol y la Osoaviajim constituían en gran medida una vía para establecer contactos sociales y hacer buenas excursiones. Crecer en aquellos años equivalía a disfrutar del bullicio y la disciplina colectiva de los grupos excursionistas y los campamentos de verano desfilando bajo banderas rojas. Era asimismo cuestión de gimnasia, y no solo física.
La afiliación se consideraba una prueba de fe. Las charlas ideológicas constituían una parte tan importante de la vida cotidiana que a nadie le resultaba extraño escucharlas en un entorno social, incluidos los campamentos de la Osoaviajim. Los días del debate filosófico y el análisis libre habían pasado. En lugar de ello, aquellos jóvenes que se morían de ganas de probar sus nuevos esquís o paracaídas tenían primero que permanecer sentados escuchando charlas sobre temas tales como «Fortalezcamos los vínculos internacionales de la clase trabajadora de la URSS con la clase trabajadora del capitalismo»[30]. Aquellas patosas frases sonaban tan mal en ruso como suenan al traducirlas, pero la gente había crecido escuchándolas. La lengua rusa había evolucionado de la mano del hombre soviético, perdiendo la agudeza y la elegancia de los últimos años de la época zarista. Los polisílabos y latinizados eslóganes del nuevo régimen eran ahora tan comunes como el ajo en el aliento de los campesinos. Incluso los más desmañados acrónimos —partkom por comité del partido; Komsomol por Joven Liga Comunista; koljoz por granja colectiva— eran moneda corriente en 1938. Cada innovación del gobierno requería un conjunto de nuevos eslóganes y varias palabras largas. Los jóvenes no conocían otra cosa.
Pero había un acrónimo que de seguro nadie iba a ridiculizar. En 1917, el camarada de Lenin Félix Dzerzhinski fue nombrado responsable de la seguridad interna del nuevo estado, tras de lo cual organizó una fuerza de policía secreta con tremendos poderes a la que denominó Comisión Extraordinaria, en ruso Chrezvycháinaia Kommissia, abreviado Cheka. En 1938 este organismo había experimentado varios cambios de nombre, aunque su afición al asesinato, la tortura y el encarcelamiento sin juicio siguió siendo la misma. Desde ese año, y durante todo el período bélico, se conocería como NKVD, Comisariado Popular de Asuntos Internos. Su principal tarea consistía en imponer la voluntad del Estado, y entre sus víctimas se incluían miembros del partido, oficiales del ejército, intelectuales e, incluso, leales trabajadores especializados. Ejercía a la vez como fuerza de policía, agencia de espionaje y de vigilancia de prisiones, proveedora de mano de obra forzosa, juez, ejecutora y empresa de servicios funerarios. Y tenía asimismo una rama paramilitar, que controlaba la disensión y la indisciplina entre los soldados, aunque algunos de sus destacamentos se entrenaban también para el combate. Sin embargo, en los últimos años de paz su principal papel fue el de gestionar un sistema de vigilancia, de arrestos sumarios y de terror estatal que casi destruiría al régimen al que afirmaba que servía. Los jóvenes komsomoles y paracaidistas conocían muy bien su trabajo: muchos de los arrestos, e incluso las condenas a muerte, eran públicos. Pero no era posible la protesta; ni tampoco, en sentido estricto, la discusión. No había lugar para la disensión, y las voces críticas no hallarían eco entre la opinión pública. «Te conviertes en su cómplice aunque seas su adversario —escribiría posteriormente un antiguo bolchevique—, porque no puedes expresar tu desaprobación ni siquiera si estás dispuesto a pagarlo con tu vida»[31].
Durante la guerra civil, los arrestos ilegales y las ejecuciones masivas se convirtieron en la política del Estado. Después el grado de terror policial se redujo sobremanera, al menos durante más o menos una década. Sin embargo, en diciembre de 1934 el popular presidente del comité del Partido Comunista de Leningrado, Serguéi Kírov, fue asesinado a tiros por un ciudadano anónimo un día que se había quedado a trabajar en su despacho hasta bien entrada la noche. Aquel fue el pretexto para lanzar una nueva campaña de terror. Primero vinieron los arrestos y los simulacros de juicio en los que destacadas figuras de la época de Lenin fueron deshonrados y condenados a morir a la vista de todos. Luego siguieron más operaciones secretas, incluidos arrestos masivos y desapariciones. En los cementerios de los centros de las ciudades aparecieron montones de cadáveres, todos ellos con disparos a quemarropa realizados con armas reglamentarias de la policía. Las denominadas «purgas» —es decir, los procesos en los que decenas de miles de personas inocentes fueron arrestadas, torturadas y finalmente, en innumerables casos, ejecutadas sin juicio— vinieron a ensombrecer todos los ámbitos de la vida pública. Pese a la certeza de la inminente guerra, tampoco las fuerzas armadas fueron inmunes. En junio de 1937, el subsecretario de Defensa (y antiguo jefe del Estado Mayor), Mijaíl Nikoláievich Tujachevski, fue detenido. Muchos de sus principales ayudantes, incluidos varios héroes de la guerra civil, se vieron también implicados en aquel montaje. El grupo entero fue juzgado, declarado culpable y condenado a muerte por cargos que incluían la conspiración y la traición. Nadie se acababa de creer la historia, pero nadie podía expresar sus dudas en voz alta. Dos años después, un funcionario local de la ciudad de Kursk sería detenido por utilizar periódicos viejos para proteger la superficie de su escritorio durante un mitin público: uno de ellos, que databa de antes de la purga, mostraba una fotografía del rostro de Tujachevski[32].
Mientras los felices trabajadores lamían su helado de cereza, su revolución se empapaba en sangre. Ser un enemigo del pueblo —kulak, trotskista, agente extranjero o parásito— equivalía a ser expulsado para siempre de la comunidad de auténticos creyentes. Incluso los que escapaban vivos solían pagar un elevado precio. A finales de la década de 1930, la población del denominado Gulag —la red de campos de prisioneros y colonias de trabajo de la NKVD— superaba la cifra de 1 670 000 personas[33]. A quienes permanecían en libertad, los hijos e hijas leales del estalinismo, se les mantenía unidos por el sobrecogimiento compartido, la fe compartida y el terror compartido. Entonaban en voz alta los himnos revolucionarios, como si el ruido pudiera ahogar las protestas o el eco de los miles de disparos. Y trataban de encontrar el modo de dar sentido a lo incalificable. «Yo veía las purgas de 1937 y 1938 como la expresión de una política de largo alcance —escribiría Kópelev—. Creía que, bien mirado, Stalin hacía bien en decidir aquellas terribles medidas para desacreditar de una vez por todas cualquier forma de oposición política. Éramos una fortaleza sitiada; teníamos que estar unidos, ignorando la vacilación y la duda»[34].
Era como si la gente pudiera construirse muros dentro de su cabeza. En privado podían tener sus propias historias, sus dudas íntimas; pero su postura pública era deferente, soviética, encantada de respirar el mismo oxígeno que entraba en los pulmones del camarada Stalin. «El sol brilla ahora sobre nosotros de manera distinta —decía una canción popular—. Sabemos que también ha brillado sobre Stalin en el Kremlin … Y por muchas estrellas que haya en el cielo, no puede haber tantas como pensamientos en la brillante mente de Stalin»[35]. Irónicamente, ese elemento básico de la cultura de la Segunda Guerra Mundial en Gran Bretaña y Estados Unidos, jamás formó parte del estilo público del estalinismo[36]. Antes de la guerra, Zhenia Rúdneva, una mujer que se convertiría en as de la aviación y moriría en 1944, llevaba un diario; como escribiría en él: «Dentro de diez días será el Día de la Constitución, dentro de diecisiete las elecciones al Soviet Supremo de la URSS … ¿Cómo no voy a amar a mi patria, que me da una vida tan feliz?»[37].
Las personas como Rúdneva no eran autómatas. Todas tenían sus propias historias, y todas tenían su mundo interior. Pero sobrevivieron adaptándose al marco de un estado monstruoso, adoptando su camino individual hacia la anhelada vida segura y productiva. Resultaba mucho más fácil —aun para los escépticos— unirse a la colectividad y compartir el suelo que quedarse solos, condenados al ostracismo y a la constante amenaza de muerte. Un veterano de Stalingrado me habló de su propio proceso de decisión. Iliá Natánovich lucharía impávido en 1943, permaneciendo en el campo de batalla hasta que resultó herido de tal gravedad que se le dio por muerto. El coraje que le sostuvo mientras yacía en la helada estepa desafía la imaginación, así como todo el dolor que sufrió a causa de unas heridas en el brazo y en el hombro que en realidad no sanarían jamás. El acepta que su identidad soviética, el optimismo de la gente de Stalin, ayudó a forjar su determinación. Pero solo unos meses antes de aquel episodio, Iliá, soldado de infantería en el ejército de Stalin, podría haber sido fácilmente víctima de una purga. El problema era inicialmente su procedencia, aunque su agudeza mental y su sentido del humor podían haber empeorado las cosas. Desde luego no fue una buena idea mostrarse perspicaz, y aún menos reírse.
Iliá Natánovich había nacido en la provincia de Vítebsk, parte de la actual Bielorrusia, en el verano de 1920. Su padre era bolchevique, pero fue la familia de su madre, concretamente sus tías, la que aportó la nota de color y emoción que hizo tan divertida su infancia. Se presentaban sin avisar, viajando de Varsovia a Moscú, y empezaban a hablar desde el mismo momento en que atravesaban el umbral. Y aún seguían hablando mientras él permanecía despierto en su habitación, escuchando a los mayores reír y discutir sentados a la mesa después de cenar. Las noches de verano, al despuntar el alba, alguien abría el piano y a continuación empezaban las canciones: canciones rusas, canciones judías, himnos de la revolución… «Desde mi niñez supe que crecía en una familia en la que ocurrían cosas interesantes —recuerda Iliá—. Cosas relacionadas con la revolución».
Las tías de Iliá llevaban varias décadas metidas en movimientos revolucionarios clandestinos. Cuando el golpe de Lenin, en 1917, eran ya unas veteranas. Una de ellas había colaborado con un grupo revolucionario clandestino de Bakú, la ciudad portuaria petrolífera situada a orillas del mar Caspio. Fue allí donde conoció al joven que más tarde adoptaría el nombre de Stalin. La propia imagen de Iliá del futuro líder se configuró a través del relato que a ella le gustaba hacer sobre su crueldad. Una tarde —explicaba—, debía de ser en abril, poco antes de 1904, ella y un grupo de camaradas salieron a caminar. Su ruta pasaba por un río cuyo caudal había crecido tras el deshielo primaveral. Un ternero recién nacido, que apenas se sostenía con dificultad sobre sus patas, se había quedado atrapado de algún modo en una isla en medio del cauce. Los amigos podían escuchar sus balidos por encima del ruido del agua, pero nadie se atrevía a arriesgarse a cruzar el torrente; es decir, nadie excepto el georgiano, Koba, que se quitó la camisa y empezó a nadar. Llegó hasta el ternero, tiró de él hasta ponerlo a su altura, esperó a que todos los amigos miraran, y luego le rompió las patas.
Iliá vivió la mitad de su vida bajo la sombra de aquel hombre. Su padre fue el primero en sufrirla directamente. Al revolucionario bolchevique le había ido bien, y en la década de 1930 era un alto funcionario del gobierno de Stalin. Entre los privilegios del poder se incluyeron el traslado a Moscú y una nueva esposa, más joven que la primera, sin hijos y sin la carga de unos parientes tan locuaces. Iliá y su madre se instalaron en otro piso distinto, y probablemente fue aquello lo que les salvó la vida. En 1937 el padre de Iliá fue detenido; él desapareció para siempre, y aunque su antigua familia escapó al terror, su reputación quedó manchada por la relación con un enemigo del pueblo. Aquella carga, junto con el hecho de que el joven Iliá fuera judío, habrían de dictar las opciones que el adolescente se vería obligado a escoger. Primero, un maestro compasivo le aconsejó que renunciara a su plan de estudiar en el prestigioso instituto de lenguas extranjeras de la capital, y que, en lugar de ello, pusiera sus miras en la carrera de la docencia. Consecuentemente, Iliá prosiguió sus estudios en un humilde colegio universitario, e incluso evitó afiliarse al Komsomol por temor a investigaciones inoportunas. Luego, cuando estalló la guerra en 1941, su solicitud para servir en el frente fue rechazada. En lugar de unirse al ejército, le enviaron a los Urales para participar en la construcción de una fábrica. Solo cuando el ejército se halló en peligro de desmoronarse se permitió que se destinara al joven a la infantería; sin embargo, y aunque luchó en Stalingrado, jamás logró lavar la supuesta deshonra de su padre. Después de la guerra encontró trabajo en Smolensk, una ciudad de provincias. Se hallaba muy lejos de cualquier biblioteca decente y a ocho horas de tren de su amada Moscú; pero allí pasaba desapercibido, y, por lo tanto, se encontraba relativamente seguro.
Iliá Natánovich debería recordar a Stalin con disgusto. Debería rememorar las airadas conversaciones en la mesa cuando sus animadas y observadoras tías aparecían por casa. Pero lo que recuerda este veterano, con una sonrisa de reconocimiento, es una actitud que rozaba la fe religiosa. «Cuando le oíamos hablar por la radio y se producía una pausa —explica—, nosotros solíamos murmurar: “Ahora Stalin está bebiendo”». Puede que esta imagen procediera de la famosa novela Los vivos y los muertos, de Konstantín Símonov, donde la gente que está escuchando el discurso de Stalin más importante de todo el período bélico, en julio de 1941, contiene el aliento cada vez que este se detiene para beber. Los recuerdos de los veteranos a menudo se mezclan con imágenes procedentes de los libros o del cine. Y además hace ya mucho de la guerra. Pero luego Iliá recuerda más cosas: «Era como escuchar la voz de Dios —añade—. Y yo soñaba con él como un padre. Obviamente, también soñaba con mi propio padre. Aún lo hago. Cuando se inició la represión empecé a tener algunas dudas … Yo no creía que mi padre fuera culpable, ni ninguna de las otras personas que conocía. Pero Stalin encarnaba el futuro; eso es lo que creíamos todos».
«Nuestra generación vivió 1937 y 1938 —recuerda otro veterano de la misma época—. Fuimos testigos de aquellos trágicos acontecimientos, pero teníamos las manos limpias. Nuestra generación fue la primera realmente formada después de la revolución». Este hombre iba a la escuela cuando se iniciaron los primeros simulacros de juicios. Se enteró de las purgas por los paneles conocidos como periódicos murales, hojas de papel prensa que se colgaban como carteles para que la gente se parara a leerlos. Cualesquiera que fueran sus pensamientos privados, mantenía su fe en la causa utópica. Y creía también en la victoria, en el fácil triunfo que tan vívidamente describían los filmes de guerra de 1938. Esa misma fe impulsaría a millones de jóvenes a presentarse voluntarios apenas se supo la noticia de la invasión. Sin embargo, la fe en la causa podía llevarles a combatir, pero no les protegía de las bombas alemanas, y aquella sería una generación devorada por la guerra. Como recordaría este mismo veterano, en su regimiento de fusileros había 138 jóvenes. Tras su primera batalla quedaban únicamente 38, y al cabo de diez días eran solo cinco[38]. El Estado, con todas sus promesas, les había fallado. «Estaban preparados para hacer grandes gestas —señala la historiadora Elena Seniávskaia—. Pero no estaban preparados para el ejército»[39].