Agradecimientos

La oportunidad de documentar y escribir este libro fue para mí un privilegio, y estoy en deuda con muchas personas por su generosidad, su paciencia, su erudición y su apoyo. Quienes soportaron la carga más pesada fueron toda una serie de ayudantes de investigación y de guías de la antigua Unión Soviética, y, en especial, la socióloga Oksana Bocharova y la etnógrafa María Belova. Elena Stroganova no dejó de ofrecerme su sabio e imaginativo respaldo en todas las fases del libro, y agradezco asimismo el apoyo de Ekaterina Pushkina y Alexséi Shimchuk en Moscú, Jatuna Chjaidze en Tbilisi y Larisa Shipico en Yalta. El material de los archivos alemanes se recopiló con la experta ayuda de Castern Vogelpohl en Friburgo y Thomas Greis en Bristol.

Ningún proyecto de esta envergadura puede verse coronado por el éxito sin la adecuada financiación, y yo tuve la especial fortuna de lograr el respaldo del Consejo de Investigación Económica y Social del Reino Unido, cuya generosidad me permitió trabajar y viajar extensamente por la antigua Unión Soviética y, más tarde, leer, reflexionar y escribir sin la distracción de mis habituales tareas universitarias. El respaldo del Consejo a mis investigaciones resultó inestimable en todos los aspectos, y doy las gracias también a los anónimos asesores que discutieron mi propuesta inicial. Cuando me hallaba en proceso de completar el manuscrito, un nuevo período de excedencia, financiado esta vez por la Junta de Investigación sobre Arte y Humanidades, me proporcionó varios meses más de tranquilidad mental; asimismo doy las gracias a la Universidad de Bristol y al Queen Mary College de la Universidad de Londres, por su paciencia y su generoso apoyo financiero. He contraído una especial deuda de gratitud con la BBC, y particularmente con Tim Dee, uno de sus principales productores, por encargar los programas sobre el estalinismo en Georgia y sobre Crimea que me permitieron visitar y trabajar en dos hermosos lugares al tiempo que me beneficiaba de una estimulante compañía y unos brillantes y creativos consejos.

Una de las compensaciones de mis viajes fue la oportunidad de trabajar en toda una serie de archivos y bibliotecas. Quisiera dejar constancia de mi agradecimiento al personal de la Biblioteca Estatal Pública de Historia de Moscú, la Biblioteca de la Universidad de Cambridge, la Biblioteca Británica y la Biblioteca de Londres. Asimismo, quisiera dar las gracias al amable personal del Archivo Estatal de la Federación Rusa, el Archivo Militar Estatal Ruso, el Archivo Estatal Ruso de Literatura y Arte, y el Archivo Estatal Ruso de Historia Social y Política, junto a su filial, el Archivo del Komsomol. En Kursk tuve la fortuna de trabajar tanto en el Archivo Estatal de Historia Política y Social como en el Archivo Estatal de la región de Kursk, y un gesto de amabilidad similar me permitió trabajar eficazmente en el Archivo Estatal de la región de Smolensk y en el Centro de Documentación de Historia Contemporánea de dicha ciudad durante mi breve estancia en ella. Tengo una gran deuda con los dos investigadores que buscaron documentos para mí en el Archivo Central del Ministerio de Defensa, en Podolsk, y asimismo me gustaría dar las gracias al Bundesarchiv-Militárarchiv de Friburgo por haberme proporcionado valiosa información procedente de documentos relativos a la inteligencia militar alemana. Por último, vaya mi gratitud al personal del Archivo Estatal Ruso de Cine, Sonido y Fotografía por haberme permitido localizar y reproducir muchas de las fotografías que ilustran este libro.

La vida de los soldados en guerra representaba para mí un nuevo campo de investigación. Afortunadamente, en todas la etapas he podido contar con expertos que me han ofrecido su consejo y sus observaciones. Entre las numerosas personas cuya conversación ha vivificado mis ideas doy las gracias especialmente a Ian Collins, Ira Katznelson, Vladímir Kozlov, Norman Naimark, David Reynolds, Artem Sheinin, Ben Shephard, Steve Smith y Simón Surguladze. Elena Seniávskaia, de Moscú, cuyo propio trabajo sigue siendo una inspiración, me resultó de especial ayuda en las primeras fases de mi investigación, así como su mentor, el etnógrafo y veterano de guerra Lev Pushkariov. Vaya también mi gratitud a todos los que participaron en los dos talleres sobre cultura y motivación bélica organizados por el Centro de Historia y Economía del King’s College, Cambridge, en 2004 y 2005. Gracias a Inga Huid Markan por organizar ambos encuentros; y sobre todo, y como siempre, a Emrna Rothschild por su inagotable aliento.

El proceso de convertir un material tan abundante en un solo libro amenazaba constantemente con resultar desalentador. Por fortuna, he podido contar con dos editores de prodigioso talento, Neil Belton en Faber, y Sara Bershtel en Metropolitan Books, quienes mostraron desde el primer momento su disponibilidad con sus observaciones y su aliento. El libro completo le debe mucho a ambos, mientras que su redacción se benefició del respaldo de su amistad y entusiasmo. También estoy en deuda con sus ayudantes y su cualificado personal. Mi agente en Londres, Peter Robinson, me ha asombrado regularmente con su predisposición a leer y comentar los borradores, a arreglar líos, y a traerme vino y comprensión en los momentos difíciles. He tenido asimismo la fortuna de trabajar en Nueva York con Emma Parry, cuya comprensión —y perspicaz conversación— casi siempre parece venir acompañada de una taza de té. Mi padre, Philip Merridale —él mismo veterano de guerra— leyó el primer borrador y me señaló sin ambages dónde metía la pata. Jasper Kingston me dio su compañerismo durante todo el largo proceso de reescribir y corregir el texto. Por último, debo un profundo agradecimiento a Anthony Beevor y a Sir Rodric Braithwaite, quienes, en el transcurso de la apretada primavera de 2005, sacaron tiempo para leer el manuscrito terminado, añadir sus expertos comentarios y corregir algunos de los errores más mayúsculos.

Trabajar con cualquiera de estas personas ya sería bastante privilegio, pero el aspecto más excepcional de esta investigación fue la oportunidad que me proporcionó de conocer y escuchar a los miembros de una generación extraordinaria, los hombres y mujeres que lucharon en el Ejército Rojo durante la Gran Guerra Patriótica. Estoy en deuda con todos ellos, especialmente por la inspiración de sus historias, que hablan de vidas plenamente vividas, de nueva esperanza y reconciliación al final de tanto dolor. Pero hay que recordar aquí a dos hombres en particular. A diferencia de la mayoría de sus camaradas, cuyos nombres han sido alterados en el texto con el fin de preservar su intimidad, ellos, Lev Lvóvich Liájov e Iliá Natánovich Némanov, aparecen aquí sin disfraz alguno. Ya de entrada los dos dijeron que les alegraba aparecer con su nombre, e incluso que se sentirían orgullosos de ello. Y los dos contribuyeron tanto al libro que habría sido injustificado no hacerlo así. De ahí el gran pesar que sentí cuando, mientras trabajaba todavía en la elaboración del libro, supe de la muerte de ambos. Espero que de algún modo sus historias sirvan aquí de homenaje a su valor, su inteligencia, su humor y su sapiencia.

Las imágenes que invocaron los viejos soldados todavía hacen revivir en mi mente la imagen de Rusia, e incluso de la Rusia de Stalin. Me basta con coger la cinta de una de nuestras conversaciones, una de sus cartas admonitorias, una fotografía, y todo el mundo que describieron para mí se despliega de nuevo en mi memoria. Pese a ser una mujer singularmente poco aficionada a lo militar, he desarrollado un sorprendente gusto por las viejas canciones del Ejército Rojo. El recuerdo de la estepa de Crimea o de los despeñaderos del Dniéper me produce una especie de nostalgia, así como el más ligero olorcillo a archivo polvoriento. He gastado un pasaporte y dos pares de botas siguiendo la pista de la guerra de Rusia, e incluso estando ya de regreso en Inglaterra a menudo me he zambullido bajo una montaña de volúmenes encuadernados en rojo e impresos en alfabeto cirílico. Es una vida extraña para pedirle a nadie que la comparta, y aún menos que la entienda. Por todas esas razones, y muchas más, tengo una deuda incalculable con Frank Payne.