En el estudio sobre la actitud de la Iglesia de España en torno a los movimientos de liberación transcribíamos los elementos principales de la doctrina pontificia —a partir de Pío IX hasta Juan Pablo II— sobre socialismo, comunismo, marxismo y diálogo cristiano-marxista. La amplitud con que hicimos ese análisis, y la objetividad del documento correspondiente de la Comisión Episcopal española de Pastoral Social —incompleto en otros aspectos, pero cabal en cuanto a la exposición de la doctrina pontificia— nos excusa aquí de tratar de nuevo el problema. Sí que debemos añadir que otros Episcopados se han mostrado menos remisos que el español en orientar a sus fieles sobre el socialismo, el comunismo y el marxismo; después de la famosa Carta colectiva del Episcopado español en 1937 y sus secuelas inmediatas, ningún documento colectivo de los obispos de España se refiere a este problema que muchos cristianos españoles consideran como acuciante. Una excepción que desgraciadamente pasó casi desapercibida: un breve párrafo en la declaración de la Conferencia Episcopal sobre el apostolado seglar en España, 4 de marzo de 1967, donde se reitera a los católicos españoles la repulsa papal «frente a las invitaciones insidiosas a un entendimiento práctico hoy, ideológico mañana, de los movimientos sociales y políticos que toman su origen y su fuerza del marxismo y fomentan el ateísmo y la lucha de clases como sistema» (Documentos colectivos del Episcopado español, 1870-1974, Madrid, BAC, 1974, p. 406). Las asociaciones cristianas sociales no hicieron el menor caso de este consejo episcopal, y por eso resulta más extraño el vacío de toda alusión al marxismo y sus infiltraciones en medios cristianos en las orientaciones pastorales sobre apostolado seglar dadas por la Conferencia Episcopal española el 27 de noviembre de 1972 (cfr. ibíd., p. 493). Y tampoco hay la menor alusión al peligro marxista —que entonces rampaba en los cuadros y las bases de la Iglesia— en la famosa declaración de la Conferencia Episcopal española de 23 de enero de 1973, La Iglesia y la Comunidad política, donde bajo la dirección del cardenal Tarancón la Iglesia de España pretendía el despegue respecto del régimen de Franco, no la denuncia del peligro marxista en su seno, y en el seno de la sociedad española. Poco después, la Iglesia de España, como fruto de ésta y otras inhibiciones, se ha encontrado con leyes del divorcio, del aborto y la LODE (cfr. ibíd., p. 520).
Esta inconcebible alienación de la Iglesia de España no ha sido compartida, afortunadamente, por otras Iglesias en Occidente. En julio de 1977, por ejemplo, el Episcopado de Francia declaraba sin reservas que «cristianismo y marxismo son incompatibles», y que «el creyente que colabore con los comunistas trabaja en su propia desaparición», dentro de un documento cuyo título es «El marxismo, el hombre y la fe cristiana», complementado con otro: «Fe y marxismo en el mundo obrero». El documento analiza la «tentación marxista que se presenta a los cristianos comprometidos en una acción política y que consideren esa vía como la sola alternativa para las condiciones del liberalismo en crisis». Y afirma: «Si la Iglesia rechaza al marxismo, lo hace en nombre de la incompatibilidad entre el marxismo y la fe, pero también en nombre del hombre». Y concreta: «So pena de renegar del humanismo de la fe y de la traza del Creador en cada uno de nosotros, no sabríamos alinear nuestra esperanza cristiana con el materialismo histórico y dialéctico del Partido Comunista» (cfr. referencia detallada en ABC, 8 de julio de 1977, p. 1).
Poco después, el cardenal Giovanni Benelli, arzobispo de Florencia, declaraba al diario de Madrid El País que «en mi diócesis, más de la mitad de los católicos son comunistas»; y cuando el diario madrileño —por medio de su corresponsal, el ex padre Juan Arias, ex redactor de Pueblo, le recordó que los comunistas han renunciado a la dictadura del proletariado, a la lucha de clases y al ateísmo —lo cual es una falsedad—, Benelli contestó: «Entonces significaría que han renunciado a ser marxistas y en este caso deberían llamarse socialdemócratas». Y continuaba: «El verdadero marxismo es la antítesis de la palabra de Dios, porque ésta es unidad y el marxismo es división; ésta es trascendencia, y el marxismo es inmanentismo; ésta es el hombre, y el marxismo es el grupo, el proletariado. Son posiciones antitéticas».
Ante los cristianos de Italia que votan comunista, el cardenal manifestó que lo hacen «porque o no conocen al marxismo o no conocen al cristianismo». Y añade una dramática confesión: «La tragedia para la Iglesia es que, a partir de la gran guerra mundial, ha ido al remolque del marxismo, interrumpiendo la investigación en el campo social» (cfr. El País, 27 de octubre de 1977, p. 7).
En relación con la sensibilidad de la Iglesia católica frente a las desviaciones marxistas del liberacionismo es necesario tener muy en cuenta —por su temprana fecha, 8 de diciembre de 1975, al año siguiente de un polémico Sínodo de los Obispos —1974— en que los problemas del marxismo y del liberacionismo estuvieron a la orden del día— la exhortación apostólica de Pablo VI Evangelii nuntiandi, que algunos citan como sobre ascuas, pero que nos parece un documento fundamental que desde entonces ha orientado la acción de la Santa Sede en este conjunto de problemas (cfr. La evangelización del mundo contemporáneo, Madrid, PPC, 1980 [7.ª ed.] en adelante «EN»).
Las posiciones liberacionistas tomaron por sorpresa al Sínodo de los Obispos en 1974. ¡Qué diferencia con el de 1985! La exhortación apostólica Evangelii nuntiandi se produce como un antídoto contra esa irrupción liberacionista en el Sínodo de 1974.
Afirma Pablo VI que «Jesús anuncia la salvación, ese gran don de Dios que es liberación de todo lo que oprime al hombre, pero que es sobre lodo liberación del pecado y del maligno» (EN, p. 12 y s.) Lo que importa es «evangelizar la cultura y las culturas del hombre, porque la ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo» (EN, p. 21 y s.) En este sentido la evangelización debe tener en cuenta «la interpretación recíproca que en el curso de los tiempos se establece entre el Evangelio y la vida concreta personal y social del hombre» (EN, p. 27). Y este mensaje que debe extenderse a todo el conjunto de la vida comunitaria resulta «especialmente vigoroso en nuestros días sobre la liberación» (EN, p. 28).
Se refiere el Papa a los debates sobre liberación que los obispos del Tercer Mundo plantearon en el Sínodo de 1974. Reconoce la «injusticia en las relaciones internacionales y especialmente en los intercambios comerciales, situaciones de neocolonialismo económico y cultural a veces tan cruel como el político, etc. La Iglesia, repitieron los obispos, tiene el deber de anunciar la liberación de millones de seres humanos entre los cuales hay muchos hijos suyos» (EN, p. 28). Ésta es, pues, la toma de posición de Pablo VI —que conoce directamente el problema desde su presencia en la Conferencia de Medellín en 1968— sobre los movimientos de liberación.
No va a ser una toma de posición ambigua. Acomete primero el Papa la exposición de los peligros del reduccionismo y ya sabemos que el liberacionismo nació precisamente, en gran parte, de una interpretación reduccionista de Medellín.
«No hay por qué ocultar, en efecto, que muchos cristianos generosos, sensibles a las cuestiones dramáticas que lleva consigo el problema de la liberación, al querer comprometer a la Iglesia en el esfuerzo de liberación han sentido con frecuencia la tentación de reducir su misión a las dimensiones de un proyecto puramente temporal, de reducir sus objetivos a una perspectiva antropocéntrica, la salvación, de la cual ella es mensajera y sacramento a un bienestar material, su actividad —olvidando toda preocupación espiritual y religiosa— a iniciativas de orden político o social. Si esto fuera así la Iglesia perdería su significación más profunda. Su mensaje de liberación no tendría ninguna originalidad y se prestaría a ser acaparado y manipulado por los sistemas ideológicos y los partidos políticos. No tendría autoridad para anunciar, de parte de Dios, la liberación. Por eso quisimos subrayar en la misma alocución de la apertura del Sínodo “la necesidad de reafirmar claramente la finalidad específicamente religiosa de la evangelización”» (EN, página 30).
El lector ante los textos básicos y las ideas básicas de la teología de la liberación que ya hemos expuesto comprenderá perfectamente que el siguiente párrafo de Pablo VI es una crítica directa a la teología de la liberación.
«Acerca de la liberación que la evangelización anuncia, y se esfuerza por poner en práctica, más bien hay que decir.
»No puede reducirse a la simple y estrecha dimensión económica política, social o cultural, sino que debe abarcar al hombre entero en todas sus dimensiones, incluida su apertura al Absoluto que es Dios.
»Va por tanto unida a cierta concepción del hombre, a una antropología que no puede nunca sacrificarse a las exigencias de una estrategia cualquiera, de una praxis o de un éxito a corto plazo».
Y los párrafos siguientes aluden ya directamente a la teología de la liberación.
«Es más, la Iglesia está plenamente convencida de que toda liberación temporal, toda liberación política —por más que esta se esfuerce en encontrar su justificación en tal o cual página del Antiguo o el Nuevo Testamento, por más que acuda, para sus postulados ideológicos y sus normas de acción, a la autoridad de los datos y conclusiones teológicos, por más que pretenda ser la teología de hoy, lleva dentro de si misma el germen de su propia negación y decae del ideal que ella misma se propone» (EN, p. 30 y s.)
La Iglesia no admite circunscribir su misión al puro terreno religioso teórico, y considera importante el establecimiento de estructuras más humanas y menos opresoras. Pero «no puede aceptar la violencia, sobre todo la fuerza de las armas, incontrolable cuando se desata, ni la muerte de quienquiera que sea como camino de liberación, porque sabe que la violencia engendra inexorablemente nuevas formas de opresión y esclavitud» (EN, p. 31 y s.) y Pablo VI cita sus propias intervenciones de 1968 en Colombia para corroborarlo. Con estas consideraciones el Papa espera «evitar la ambigüedad que reviste frecuentemente la palabra liberación en las ideologías, los sistemas o los grupos políticos» (EN, p. 33).
Vuelve después el Papa sobre una de sus grandes preocupaciones «el drama del humanismo ateo» según la expresión de Henri de Lubac. Distingue —la distinción de Pablo VI se hará clásica— el secularismo —que es la exclusión de Dios propia del ateísmo— de la secularización que puede ser legítima en cuanto establecimiento de las leyes autónomas de la naturaleza y la sociedad. Se refiere al «ateísmo antropocéntrico, no ya abstracto y metafísico, sino pragmático y militante». Y dedica unos párrafos muy sustanciosos al problema de las comunidades eclesiales de base, que fueron muy tratadas en el Sínodo de 1974 y entre las que distingue dos géneros: Unas que se forman y desarrollan en comunión con la Jerarquía y de acuerdo con la Iglesia, y otras, que son rechazables.
«En otras regiones, por el contrario, las comunidades de base se reúnen con un espíritu de crítica amarga hacia la Iglesia que estigmatizan como institucional y a la que se oponen como comunidades carismáticas, libres de estructuras, inspiradas únicamente en el Evangelio. Tienen pues como característica una evidente actitud de censura y de rechazo a las manifestaciones de la Iglesia, su jerarquía y sus signos. Contestan radicalmente a esta Iglesia En esta línea su inspiración principal se convierte rápidamente en ideología y no es raro que sean muy pronto presa de una opción política, de una corriente y más tarde de un sistema, o de un partido, con riesgo de ser instrumentalizadas (EN, p. 49). No se puede describir mejor la caída de las comunidades de base en la órbita de la estrategia marxista.
Lo importante de esta importantísima exhortación, Evangelii nuntiandi, es que marca la línea que ha seguido coherente y sistemáticamente la Santa Sede en su enjuiciamiento y orientación sobre el liberacionismo. Insistamos en que la fecha de esta orientación suprema es muy temprana, 1975, cuando apenas habían desplegado sus frentes los movimientos de liberación.
Tanto Pablo VI como Juan Pablo II coinciden en atribuir a la perversión del espíritu y las enseñanzas conciliares buena parte de los males de la Iglesia. Juan Pablo II lo dijo expresamente en su viaje a Bélgica de 1985: «El Concilio Vaticano II se ha manipulado, malinterpretado y mal aplicado» (frase textual del Papa comunicada al autor por el cardenal primado de Toledo, monseñor Marcelo González Martín, en conversación del 9 de julio de 1985 en Madrid). En cuanto a Pablo VI resulta cada vez más esencial el recurso a su famoso y muy meditado desahogo sobre la penetración del humo del infierno en la Iglesia del posconcilio. El Papa se refirió a la acción diabólica en dos ocasiones del mismo año 1972, el año en que se desataban, como ya hemos documentado, los tres movimientos liberacionistas a escala mundial.
En la alocución Resistite fortes in fide, del 29 de junio —según la referencia de la Poliglotta Vaticana—, refiriéndose a la situación de la Iglesia de hoy, el Santo Padre afirma tener la sensación de que por alguna grieta ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios (subrayamos las palabras textuales del Papa). Ahí está la duda, la incertidumbre, la complejidad de los problemas, la inquietud, la insatisfacción la confrontación. Ya no se confía en la Iglesia, se confía en el primer profeta profano que nos venga a hablar por medio de algún periódico o movimiento social, a fin de correr tras él y preguntarle si tiene la fórmula de la verdadera vida. Y no nos damos cuenta de que va la poseemos y somos dueños de ella. Entró la duda en nuestras conciencias, y entró por puertas que deberían estar abiertas a la luz. De la ciencia que está hecha para ofrecemos verdades que no alejan de Dios sino que nos le acercan cada vez más y nos hacen glorificarle, nos viene por el contrario la crítica, nos viene la duda. Los científicos son aquellos que más pensativa y dolorosamente curvan la frente. Y acaban por confesar «No sé, no sabemos, no podemos saber». La escuela se convierte en un lugar pata la práctica de la confusión y contradicciones a veces absurdas. Se exalta al progreso para mejor poder demolerlo con las más extrañas y radicales revoluciones, para negar todo aquello que se conquistó, para volver a ser primitivos, después de haber exaltado tanto los progresos del mundo moderno.
También en la Iglesia reina esta situación de incertidumbre. Pensábamos que después del Concilio vendría un día soleado para la historia de la Iglesia. Vino por el contrario un día lleno de nubes, de tempestad, de oscuridad, de indagación, de incertidumbre. Predicamos el ecumenismo y nos alejamos cada vez más unos de otros. Procuramos cavar abismos en vez de colmarlos.
«¿Cómo ha sucedido esto? El Papa confía a los presentes un pensamiento suyo que se ha producido la intervención de un poder adverso. Su nombre es el demonio, ese ser misterioso que también es aludido por San Pedro en su epístola, que el Papa comenta en su alocución. Tantas veces, por otra parte, retorna en el Evangelio, en los mismos labios de Cristo, la mención de este enemigo de los hombres. Creemos —observa el Santo Padre— que algo preternatural vino al mundo precisamente para perturbar, para sofocar los frutos del Concilio Ecuménico, y para impedir que la Iglesia prorrumpiese en un himno de alegría por haber readquirido la plenitud de su conciencia sobre si misma» (Insegnamenti di Paolo VI, Tip Poliglotta Vaticana, vol. X, pp. 707 y ss.)
Era el año del demonio para el Papa Pablo VI. En su alocución del 15 de noviembre volvió sobre el mismo problema, para acallar las extrañezas que había producido en todo el mundo católico y no católico su desahogo pastoral de junio. «El mal que existe en el mundo —recalcó— es el resultado de la intervención en nosotros y en nuestra sociedad de un agente oscuro y enemigo, el Demonio. El mal no es ya solo una deficiencia, sino un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Temible realidad, misteriosa y pavorosa. Se sale del marco de la enseñanza bíblica y eclesiástica todo aquel que rehúse reconocerla como existente (cfr. cardenal Ratzinger, Informe sobre la fe, BAC 1985, p. 150).
El lector ha de situar estas reflexiones sobre la actitud de la Iglesia de Roma frente al liberacionismo dentro del contexto histórico y real de las intervenciones papales directas en los territorios de la liberación, Pablo VI en Medellín, 1968, Juan Pablo II en Puebla, 1979, y en sus viajes siguientes a Centroamérica y a Sudamérica. Para un lector normal de este contexto surge una admirable sensación de coherencia pontificia en torno a estos problemas, sería ridículo atribuir solo determinada actitud crítica del liberacionismo a Juan Pablo II, cuando acabamos de ver la doctrina clarísima de Pablo VI en el mismo sentido.
Pero en 1977 —para seguir el hilo cronológico en la exposición de nuestro tema dentro de esta parte de nuestra investigación— se produjo un hecho muy importante relacionado con Roma, porque su protagonista fue la Comisión Teológica Internacional, órgano asesor de la Santa Sede y formado por teólogos relevantes de toda la Iglesia, el dictamen sobre la teología de la liberación publicado con este título en 1977 en edición alemana y en 1978 (BAC minor, Madrid) en edición española (en adelante CT). Los autores son los grandes teólogos centroeuropeos Karl Lehmann, Heinz Schurmann, Hans Urs von Balthasar y el gran teólogo español Olegario González de Cardedal, del cual ya tienen noticia los lectores. La Comisión Teológica Internacional acordó ocuparse de los problemas de la teología de la liberación en 1974, nueva prueba de la sensibilidad de Roma ante el fenómeno. En su asamblea plenaria de 1976 se comunicaron ya los primeros trabajos, y el conjunto del dictamen se publicó, como decimos, en 1977/78, en las vísperas, por tanto, de la Conferencia de Puebla, diez años después de la de Medellín, dos años después de la exhortación Evangelii nuntiandi. En un momento, por tanto, en que ya se disponía de información suficiente, un tiempo maduro para la reflexión orientadora.
Los debates, y algunos dictámenes, de la Comisión Teológica están hondamente afectados por la tremenda fuerza explosiva con que se han presentado en el mundo contemporáneo y en el seno de la Iglesia los movimientos de liberación. En el caso del profesor González de Cardedal este impacto es muy visible hasta el punto que caracteriza como «teología actual», por antonomasia, a la teología de la liberación, y se muestra más propenso a justificar sus aspectos positivos, que a dirigirle sus criticas, cometido que cumple con profundidad —no podía ser menos, dada la categoría del ponente— pero con demasiado guante blanco, y sin detenerse en la impregnación marxista de los movimientos liberacionistas ni siquiera en su carácter de frentes estratégicos. Pero repasemos el contenido de cada ponencia.
El coordinador de la Comisión teológica, profesor Karl Lehmann, introduce la problemática con un admirable estudio sobre los problemas metodológicos y hermenéuticos de la teología de la liberación. Con suma moderación y elegancia propone una descalificación completa del liberacionismo, aunque reconoce la gravedad y el dramatismo de las circunstancias sociales que, como caldo de cultivo, han hecho posible su aparición. Acertadísimamente cree «inevitable reducir los múltiples tipos de teología de liberación a una línea general e intentar una especie de análisis tendencial» (CT, abreviatura de la op. cit., p. 7). Define a la TL como un intento de teología total, no como una tendencia o escuela más, sino como un nuevo modo de hacer teología, cuya clave consiste en «que esta teología parte de una toma de conciencia de la propia situación, se inserta en la praxis histórica de liberación y asume el compromiso concreto» (CT 10). Critica la tesis liberacionista de que la historia profana y la historia de salvación constituyan una unidad total, absoluta y por tanto no hay fronteras entre la Iglesia y el mundo. Estas identificaciones no se quedan en las nubes, el profesor Lehmann señala la aberración que producen en el documento final de Cristianos por el Socialismo (CT, p. 14). Niega el exclusivismo de que la praxis de la liberación sea un locus theologicus estricto, es decir un campo especifico de la teología (CT, p. 16). Niega también que la fe, como dice una tesis central del liberacionismo, pueda considerarse exclusivamente como praxis, y señala que desde la TL no se puede abordar la tarea cetral del cristianismo que es la reconciliación. Defiende el carácter teórico —que no significa alienado— de la teología, que no puede hacer de su eficacia social concreta su criterio absoluto de verdad (CT, p. 24). Y es que «el carácter teórico de la teología tiene algo que ver con la absoluta soberanía e independencia del mensaje cristiano» (CT p. 25). Niega la primacía de lo político en la reflexión teológica y muestra —lucidamente— cómo la tentación política ha sido causa de graves errores y disturbios en la historia de la Iglesia. El aferramiento de la TL a la lucha de clases como única vía para el nuevo cristianismo parece reñida radicalmente con el pluralismo de la Iglesia y con comportamientos diferentes como los de Ghandi y Luther King. Hace una crítica brillante a la teoría liberacionista de la dependencia, que cree fundada en bases sociológicas y económicas muy discutibles, y poco dignas de producir toda una identificación teológica (C.T. p. 32 ss.) Repudia el acriticismo de la TL, afirma que «no es posible deducir de principios teológicos unas máximas concretas de acción política» (CT, p. 34) y piensa que «el teólogo, si solo cuenta con los medios de conocimiento propios de su ciencia, es incompetente para juzgar sobre profundas controversias sociológicas, por ejemplo sobre las leyes del desarrollo» (ibíd.)
Con la mirada puesta en los disparates de Girardi/Gutiérrez sobre el amor cristiano y la lucha de clases, concluye: «Algunos intentos de conciliación entre amor cristiano universal y lucha de clases ofrecen más bien el sonido cierto del sofisma» (CT, p. 38). Rechaza, en nombre del pluralismo político, la identificación de la fe y el socialismo, cree que «la TL adopta una actitud discriminatoria ante la moderna exégesis bíblica. La utiliza cuando le parece estar de acuerdo con sus conclusiones» (CT p. 40) y cita a modo de ejemplo el centón bíblico incorporado por Gustavo Gutiérrez a su libro Teología de la liberación. La crítica del profesor Lehmann fluye de manera caudalosa y fresca, como de una fuente, es clarísima incluso para el no especialista, y constituye un recetario de sentido común que no advertimos desgraciadamente en otros glandes teólogos.
El profesor Heinz Schürmann critica a la TL desde el punto de vista de la hermenéutica bíblica. Se trata de un ensayo de gran hondura, que en el fondo resulta descalificador en conjunto para la TL, cuya relevancia bíblica queda en el más completo de los entredichos. Explica con un amplio sentido histórico general cómo el Nuevo Testamento no puede considerarse, precisamente por hondas razones históricas, como un formulario para la acción social y el compromiso político porque los primeros cristianos estaban demasiado vinculados a la energía de la Revelación y al mandamiento del amor. A ejemplo de esos cristianos, los de hoy «han de alienarse de la alienación actual» cuya tarea debería ser, más que falsas y estériles colaboraciones concretas, «un aggiornamento resultado de la alienación» (CT, p. 80).
Los tres ponentes centroeuropeos están en los antípodas del liberacionismo, aunque lo conocen perfectamente. El ponente español, profesor González de Cardedal, asume una actitud crítica mucho menos decidida, como ya hemos indicado. Su bibliografía y su conocimiento del problema son exhaustivos. Muchas de sus intuiciones, como la de la ruptura entre la Iglesia preconciliar y muchas vetas de la posconciliar son certeras. Su larga exposición sobre la eclesiología del liberacionismo —tema central de su análisis— es sencillamente magistral Pero para la crítica de la TL —porque después de demostrarnos que los conoce muy bien no analiza por separado las tres fuentes del liberacionismo— asume una actitud centrista que era la suya en aquella época y que ahora, como ya hemos visto en otra parte de nuestra obra, ha superado por completo para integrarse —de facto, y pese a sus irreprimibles reflejos progresistas— en la línea restauracionista preconizada por el Papa Juan Pablo II, lo cual es importante para la teología española. Creemos sinceramente que los aspectos presuntamente positivos señalados por el profesor González de Cardedal en la TL son más bien consecuencias indirectas del liberacionismo como la toma de conciencia de la Iglesia acerca de la gravedad de los problemas sociales, y de su posible amparo a estructuras sociales injustas. Las críticas, enunciadas con excesivo despliegue de paños calientes, y como pidiendo perdón, son, sin embargo, profundas.
—Las afirmaciones universales, tajantes, absolutas, del liberacionismo.
—La distinción maniquea entre la sociedad capitalista esencialmente inmoral y la sociedad socialista esencialmente benéfica.
—La identificación inadmisible y acrítica entre Iglesia y revolución.
—«Querer mantener a la Iglesia en un protagonismo en el orden de la cultura, de la sociedad o de la política es querer asignarle, pese a todo, una estructura constantiniana» (CT, p. 145).
—La Iglesia no se puede sumar acríticamente a una revolución. «¿No parece existir una mitificación excesiva de la praxis socialista como si pudiera ser mediación inequívoca de la fe y praxis eclesiales?» (CT, página 145).
—«La Iglesia no puede absolutizar o universalizar a ninguna cultura como mediación necesaria de la fe» (CT, p. 146).
—«La bondad o la maldad en la existencia humana no puede ser explicada objetiva o exhaustivamente solo desde el hecho de la existencia de la lucha de clases» (CT, p. 147).
—«El pueblo de la tierra no es, sin más, pueblo de Dios» (CT, p. 150).
—«Estos movimientos teológicos no han tenido tiempo de ofrecer unas visiones completas que hagan un lugar propio a la totalidad de lo cristiano y han operado unos silenciamientos peligrosos» (CT, p. 158).
—«¿No asistimos en estas teologías a unas visiones utópicas globalizadoras, a una carencia de realismo y de concreción a la hora de integrar cada una de las ciencias, a la hora de medir las posibilidades históricas existentes?» (CT, p. 159).
El eminente teólogo Hans Urs von Balthasar, en un breve estudio, casi displicente, dice que la teología de la liberación «aspira a una simplificación radical de la teología y desarrolla su peculiar punto de vista mediante la relectura de todo lo tradicional a la luz de lo presente» (CT, p. 163). Rechaza la TL por particularista, debería configurarse «de tal modo que su núcleo esencial tenga validez y se pueda anunciar en cualquier estado satélite de la URSS o de la República Popular de China» (CT, p. 164). Luego resume profundamente las articulaciones básicas de la historia de salvación, y la situación del cristiano en las mal llamadas estructuras pecadoras, expresión de Medellín criticada por von Balthasar porque son los hombres, y no las estructuras, quienes pecan: «La Iglesia —resume—, clero y estamento seglar, tiene la obligación en determinadas circunstancias de sensibilizar las conciencias y mentalizarlas sobre una más justa distribución de los bienes, sin que ello signifique anatematizar indiscriminadamente un sistema económico tan lleno de complejidades como el capitalismo» (CT, p. 181).
La Comisión Teológica Internacional publica al final de este volumen una declaración oficial, aprobada por muy amplia mayoría, sobre Promoción humana y salvación cristiana. Recoge varias conclusiones de los trabajos monográficos que hemos analizado, reconoce en la teología de la liberación la vigencia de un grito humano contra las situaciones de injusticia, pero «no es necesario que el debate político, que va acompañado ordinariamente de un enfrentamiento de fuerzas, conduzca a hacer perder de vista o a evacuar el objetivo y el fruto propio de la actividad cristiana, es decir la paz y la reconciliación» (CT p. 189) porque además «debe quedar siempre bien entendido que, para el cristiano, la política no es el valor absoluto que confiere a toda la vida un sentido ultimo».
«La teología, en si misma, dice la Comisión Teológica (ibíd. p 190), es incapaz de deducir de sus principios propios normas concretas de acción política, de la misma manera el teólogo no está capacitado para zanjar con sus propias luces los debates fundamentales en materia social» (CT, p. 191).
Las teologías de la liberación «no es raro que contengan elementos ideológicos, explícitos o implícitos, fundados sobre presupuestos filosóficos sometidos a discusión o sobre una concepción antropológica errónea. Este es el caso, por ejemplo, para una parte de los análisis inspirados en el marxismo y el leninismo. Si se recurre a este género de teorías y de análisis, debemos darnos cuenta de que no adquieren suplemento alguno de certeza por el hecho de que la teología los introduzca en la trama de sus exposiciones» (CT, p. 190).
Tras una exposición para demostrar que de la experiencia y la exégesis bíblica no se puede deducir directamente el liberacionismo, insiste la Comisión Teológica en que «la liberación completa, según la fe cristiana, no se acaba en el curso de los acontecimientos terrestres o dicho de otro modo, en la historia» (CT, p. 199). Los cristianos y la Iglesia pueden y deben hablar cuando se conculquen derechos humanos fundamentales, aunque «la construcción y la reforma del orden social y político incumben ciertamente a los laicos a titulo particular» (CT, p. 207). Pero «la unidad de la Iglesia se pone seriamente en peligro si las diferencias que existen entre las clases sociales son asumidas en el sistema de lucha de clases».
El dictamen de la Comisión Teológica, con las matizaciones que hemos indicado, se sitúa plenamente en la línea del magisterio pontificio y en cierto sentido ha contribuido a formarlo por vía de consejo y asesoramiento. Es una prueba del profundo interés de la Iglesia de Roma por la nueva situación social y teológica del Tercer Mundo, y explica mejor que otra introducción alguna las tomas de posición siguientes, como las de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe.
El importante dictamen de la Comisión Teológica internacional se publica en Alemania en 1977 y en España en 1978. En este mismo año muere el Papa Pablo VI y le sucede, en brevísimo Pontificado, Juan Pablo I, quien en su delicioso libro Ilustrísimos señores había aludido a los «teólogos de la secularización» que habían decretado la muerte de Dios (A. Luciani, Ilustrísimos señores, Madrid, BAC, 1978, p. 17) y a la iglesia de los pobres como un concepto «que actualmente enemista con la Iglesia a no poca gente que hasta ayer la amaba» (ibíd., p. 81). «La tercera vía, la de Mao —se burla Luciani— es la que liberará al mundo, porque —así dicen— es la del Evangelio» (ibíd., p. 110). Y prosigue, irónicamente: «El verdadero Cristo es un revolucionario y guerrillero, es el que armó su mano contra los mercaderes del templo, el que entró en conflicto con la Sinagoga. Quien quiera seguirle, deberá hacerse revolucionario frente al poder, tanto estatal como eclesiástico, en nombre de la libertad, de la corresponsabilidad, del dialogo, de los carismas». Apostilla Luciani: «¿Qué decir a esto? Cristo, aun no siendo inferior a nadie, ni siquiera al Padre, fue un modelo de respeto hacia la autoridad humana» (ibíd., p. 111 y s.) Y critica luego a «quienes han escogido la causa de los pobres, de los marginados y del Tercer Mundo» porque descuidan las obligaciones primarias de la caridad y de la paz (ibíd., p. 241). «Hoy se habla de carismas a todas horas», dice en una de las cartas finales de este libro «Se reparten patentes de profeta a los guerrilleros de América Latina» (ibíd., p. 295). Pero por desgracia el Patriarca de Venecia que así dejaba traslucir su pensamiento, no duró más que unas cortas semanas en la Cátedra de Pedro. Y por ventura, le sucedió el 16 de octubre de 1978 el Papa polaco, Juan Pablo II, quien inmediatamente decide viajar a Iberoamérica para compulsa sobre el terreno los desafíos del liberacionismo. Es muy importante para nuestra visión general del problema marcar que el viaje de Juan Pablo II a Puebla (1979), para presidir una importantísima Conferencia del Episcopado iberoamericano tiene lugar en el mismo año del triunfo de la revolución sandinista, es decir cristiano-marxista, en Nicaragua, y que el nuevo Papa pudo palpar la amenaza marxista en América de forma directa y personal, sobre todo en su posterior viaje a la volcánica Centroamérica Sin esta experiencia no se explica la contraofensiva doctrinal y pastoral que el Vaticano emprendió inmediatamente después del viaje experimental del Papa a Centroamérica, como veremos en las sucesivas partes de nuestro libro.
Pero antes de cerrar el estudio de la época de Pablo VI conviene señalar que este Papa, en la audiencia general del 10 de noviembre de 1976, repudió de forma expresa e inusual al movimiento Cristianos por el Socialismo. Habló entonces «de la contradicción que envuelve el cristianismo por el socialismo». Y dijo: «Por muy fecundo, indispensable e inagotable que sea y deba ser el impulso que el cristianismo imprime a la promoción humana, dicho impulso no puede ser intencionalmente instrumentalizado por una concepción de la vida —hoy por ejemplo se habla del cristianismo por el socialismo— cuya concepción está en contradicción ideológica y practica con el cristianismo» (cfr. López Trujillo, De Medellín, p. 100).