El clima de protesta y de hipercrítica, enmascarado como profetismo, provocó en Iberoamérica dos anticipaciones del movimiento liberador. En todos los países del subcontinente hispánico se produjeron chispazos y movimientos diversos en este sentido, pero nunca cuajaron con tanta fuerza como en Brasil y en Chile. En Brasil, el hervidero del liberacionismo, se desencadenó antes y con más fuerza que en parte alguna de Europa y América el movimiento comunidades de base, por motivos pastorales, como sabemos, en el que se infiltraron pronto los clérigos marxistas gracias a que la inmensa nación verde fue la única en toda Iberoamérica en que un sector del Episcopado tomó, de hecho, la dirección y el impulso del movimiento liberador, en Chile, con fuertes conexiones estratégicas vinculadas a la influencia cubana, el movimiento sacerdotal contestatario que afloraba en toda América (y en toda Europa) cristalizó en una organización militante marxista con vocación mundial, los Cristianos por el Socialismo. Para el caso del Brasil estudiaremos sobre todo las circunstancias de ruptura que llevaron a la Iglesia hasta las puertas del liberacionismo, para el caso de Chile una presentación también cronológica de la infiltración marxista en la Universidad, en la Democracia Cristiana y en el clero nos revelara documental y testimonialmente las conexiones estratégicas del movimiento. Se trata de dos anticipaciones en que la presencia española —caso de Chile— es importante, dos concentraciones de acción liberacionista que han refluido después sobre toda América y sobre la misma España.
En Iberoamérica, y menos en España, se presta, desde las naciones hispánicas, poca atención a la vida interna del Brasil, pese a la enorme importancia de esta nación originalísima, continental y ya clave del presente mundial, no simplemente del futuro, como se ha venido diciendo desde hace un siglo. Con sus 130 millones de habitantes que habrán rebasado los 300 en el año 2000, Brasil es un gigante cuya inclusión en el Tercer Mundo es simplista y artificiosa, porque los Tres Mundos coexisten y se interpenetran en él. Una inteligente visión de la Corona portuguesa en la guerra de la Independencia contra Napoleón —la Corte se trasladó al Brasil con inmensa repercusión en todo el territorio— consiguió que la independencia se retrasase respecto de la que proclamaron las dependencias españolas, y que la herencia brasileña, gracias a su conversión en Imperio americano, mantuviese su unidad frente a la fragmentación del mundo y virreinal hispánico. Cuando en 1889 se proclamo la República ante el agotamiento de la institución monárquica, la Iglesia del Brasil se había divorciado ya del mundo de la inteligencia y de la cultura.
Hacia 1922 renace el hasta entonces estancado catolicismo brasileño. En 1929 se funda la Acción Católica Universitaria, y gracias al impulso del cardenal Leme, surge en 1935 la Acción Católica del Brasil muy pujante, que opera sobre todo a través de los movimientos especializados de juventudes estudiantiles (JEC), juventudes obreras (JOC) y juventudes universitarias (JUC). Durante los primeros años treinta se produce en Brasil una convulsión política. Los revolucionarios constitucionalistas de Sao Paulo son vencidos pero logran imponer sus ideas democratizadoras. Los movimientos cristianos y la Acción Católica se insertan en las nuevas tendencias democráticas pero el cardenal Leme se niega sistemáticamente a la creación de un partido confesional, crea en cambio la Liga Electoral Católica para que los católicos influyeran en el partido político donde quisieran libremente inscribirse, este es uno de los rasgos más originales de la anticipación brasileña, porque resulta normal en la Iglesia de 1986, por ejemplo en España, pero claramente anticipatorio en los años 30, los tiempos de la persecución y la cruzada. En 1935 el cardenal Leme se niega también, tajantemente, a convertir la Acción Católica en un bastión de militancia anticomunista. (Para todo este estudio sobre el catolicismo contemporáneo en Brasil ver José Oscar Beozzo, Cristaos na Universidade e na Política Petropolis «Vozes», 1984, Luiz Alberto Gómez de Souza, A. JUC Os estudiantes católicos e a política, Petropolis, «Vozes», 1984, y E. Dussel Op. cit.)
En 1937 se implanta el Estado Novo y la dictadura populista, pero sigue el desarrollo de la Acción Católica, muchos obispos apoyan el nuevo régimen y en 1941 la Iglesia de Brasil demuestra su definitiva reconciliación y reencuentro con la cultura mediante la creación de la primera Universidad Católica, situada en Río. Entre 1943 y 1960, por los diversos avatares políticos de la nación, las secciones especializadas de la Acción Católica llevan una vida floreciente. Pero ya desde 1916, como recordábamos en la primera parte de este libro, el obispo de Barra do Piraí, dom Agnelo Rossi, había fundado e inspirado las primeras comunidades de base —una autentica anticipación— que junto con el Movimiento de Educación de Base iba a replantear no solamente toda la pastoral, sino toda la actitud de la Iglesia brasileña. El movimiento de Educación de Base, iniciado en la archidiócesis de Natal fue un cauce de infiltración marxista a través de las directrices del pedagogo marxista brasileño Paulo Freire, a quien hemos señalado anteriormente como uno de los precursores del liberacionismo.
Durante los años sesenta, pues, la muy pronto declarada crisis de la Acción Católica en Brasil —que se anticipó al Concilio Vaticano II— coincidía, de forma paralela e interpenetrada, con el auge de las comunidades de base y con la infiltración marxista en el movimiento. En 1961 el incierto Presidente Jamo Quadros, cercado por los comunistas y proclive a ellos, sucede a Juscelino Kubitschek, el creador de Brasilia, pero Quadros dimite muy pronto, en el mismo año, y deja como Presidente al también incierto João Goulart. En ese año convulso, 1961, el joven sacerdote Antonio Melo guiaba a los estudiantes católicos y a miles de campesinos en la ocupación de tierras en la región de Pernambuco, hasta que el gobierno cedió. Era la primera acción militante en gran escala de los católicos de izquierda en Brasil que provocó actitudes contrarias de los católicos de derecha y una profunda división en la Iglesia brasileña que continua cada vez más enconada hasta hoy, cuando, por ejemplo, el original dom Paulo Evaristo Arns, cardenal de Sao Paulo y amigo de gestos espectaculares apoya al teólogo rebelde Leonardo Boff, mientras el cardenal Scherer, antiguo arzobispo de Porto Alegre, justifica y aplaude el silenciamiento de Boff por el Vaticano (cfr. O Estado de Sao Paulo 2-VII-1985, p. 11), dom Hélder Câmara, que en aquellos momentos era secretario del Episcopado, ratifica el apoyo de la Iglesia (es decir, de la parte de la Iglesia por él representada) al proyecto de reforma agraria que se iba a discutir en el Parlamento.
En 1961, la polémica sobre socialismo y reforma agraria hace estragos en la JUC, pero gran parte de los universitarios católicos actúan en sentido izquierdista. El Episcopado brasileño asume el método Freire, de raíz marxista, para el Movimiento de Educación de Base, Freire llego a convertirse en asesor de la jerarquía para folletos pedagógicos. En 1962 dom Candido Padin, obispo progresista y pro liberacionista, es designado asistente nacional de la JUC, se inaugura el Concilio y los obispos de Brasil publican el primero de sus planes de pastoral, el Plan de Emergencia. Nace en el seno de la JUC la Ação Popular, movimiento mucho más radical que se empeñará en la acción política con olvido creciente de su compromiso religioso. En 1963 crece la tensión social en Brasil. Los diversos intentos políticos, democráticos, populistas o totalitarios, no consiguen reducir apreciablemente la dependencia político-económica respecto de la dirección norteamericana, que actúa muchas veces con criterios imperialistas. Van fracasando los proyectos, de inspiración USA, para suscitar un espíritu de desarrollo en Iberoamérica, en buena medida por la incompetencia y el egoísmo de las élites iberoamericanas, formadas en parte en Europa, y en parte en la propia América y muchas veces en instituciones de la Iglesia, como los colegios de la Compañía de Jesús, por más que casi nunca hayan admitido la Iglesia y la Compañía con sentido autocrítico las causas de este fracaso en el que les cabe parte considerable de responsabilidad. Sacerdotes y Acción Católica avanzan cada vez más en el compromiso temporal con clara apertura al dialogo con los marxistas y a los métodos marxistas, sobre todo en la educación de base. La Encíclica Pacem in terris tiene una gran repercusión. El 30 de abril, en Río de Janeiro, la Conferencia Episcopal del Brasil dirige un documento a la nación en que por primera vez toma posiciones «contra un orden profundamente viciado por una tradición capitalista», y reclama «reformas de base». El notable especialista Beozzo descubre así la actitud de la JUC en ese año clave: «Unilateralismo en la condena del imperialismo, se ataca al capitalismo y el comunismo queda en silencio» (Op. cit., página 49).
Las posiciones políticas se radicalizan y estallan en 1964. En las calles de Belo Horizonte se registran choques entre la Acción Católica —volcada a la izquierda— y los grupos católicos integristas. El 19 de marzo en São Paulo una marcha católica «de la familia, con Dios y por la libertad» reúne medio millón de personas. El 31 de marzo se produce, ante las indecisiones de Goulart, el golpe militar del general Castelo Branco, la Séptima República. Muchos militantes de la JUC ingresan en la cárcel. Las Congregaciones Marianas —católicos de derecha, dirigidos por los jesuitas ignacianos— invaden el convento de los dominicos en Belo Horizonte y ayudan a la Policía con la denuncia de muchos católicos marxistas infiltrados en los movimientos de la Iglesia (Beozzo, Op. cit., p. 49). Una mayoría clara de la Iglesia brasileña, incluso algunos obispos que antes habían demostrado veleidades izquierdistas, apoya al golpe militar, con lo que la moral de la JUC y de la Acción Católica, escoradas a la izquierda, se hunde. Pero a los dos meses del golpe, el 2 de abril, monseñor Hélder Câmara era designado arzobispo de la conflictiva diócesis de Olinda y Recife, en Pernambuco, desde su nuevo puesto hasta su retirada en 1985, desarrollaría una intensa labor de oposición al régimen militarista, y de apoyo al diálogo cristiano-marxista, siempre ha rechazado las acusaciones de comunismo y prefiere mantenerse en linea profética, pero sus recomendaciones sobre la asunción del marxismo por el pensamiento cristiano, su defensa abierta del sistema socialista y su manipulación constante por el sistema comunista de desinformación mundial son también hechos que no pueden negarse, hasta el punto que debemos plantearnos la cuestión cui bono fuerit en relación con el controvertido héroe de los liberacionistas.
En 1965 la mayoría de los consiliarios del movimiento universitario católico había sido expulsada del país. El 30 de setiembre, en Roma, se reúnen los obispos brasileños bajo la presidencia de dom Vicente Scherer para discutir los problemas de la Acción Católica, que marchaba desarbolada a la deriva. Con motivo del final del Concilio los obispos de Brasil trazan un nuevo plan de conjunto para las actividades pastorales. La ruptura de la Acción Católica —ajena a las reuniones de Roma— con la jerarquía brasileña se hace cada vez más evidente. El teólogo franciscano Boaventura Kloppenburg, siempre fiel a Roma y futuro valladar de la oleada liberacionista, publica un importante libro sobre el Concilio en que anuncia proféticamente las desviaciones que van a surgir. El padre Kloppenburg, que hasta entonces había publicado obras muy sugestivas contra la masonería y sobre todo contra la expansión —muy notable— del espiritismo en Brasil, dice que «no debemos desvincular las enseñanzas conciliares del patrimonio doctrinal de la Iglesia (página 8), y advierte: «No estarían, pues, en la verdad, los que piensan que el Concilio representa, en relación con la doctrina tradicional de la Iglesia, una separación, una ruptura e incluso, según dicen algunos, una liberación» (página 8). Esta premonición esta en el prologo del libro de Kloppenburg Documentos do Vaticano II, «Vozes», Petropolis, 1966, es una de las primeras veces que se utiliza el término liberación en sentido contestatario. La editorial, que hoy bajo la dirección de Leonardo Boff es liberacionista y rebelde se llamaba entonces «Vozes em defensa da fe», hoy ha abreviado su denominación, como los jesuitas españoles hicieron con su famosa editorial piadosa «El Mensajero del Corazón de Jesús» que ahora se llama sencillamente «Mensajero». «El Concilio —seguía Kloppenburg, quien desde entonces se ha convertido en un factor de equilibrio para la convulsa Iglesia del Brasil— no permite que ni en la escuela filosófica, teológica o escrituraria penetren el arbitrio, la inseguridad, el servilismo, la desolación, que caracterizan las formas de pensamiento religioso moderno».
En el año 1966 se reunían en Brasil, convocados por Dom Scherer —otro de los eclesiásticos de Brasil que vio claro desde el principio los peligros del liberacionismo— los movimientos de Acción Católica. Un mes después, en Antonio Carlos, Minas Geraes, se celebraba, en medio de una agitación frenética, el XIV Congreso Nacional de la JUC. Al final de la reunión se envío una carta al cardenal Rossi y a dom Scherer cuya conclusión más importante era este grito de rebeldía: «Por consiguiente no nos reconocemos más como Acción Católica o como cualquier otra forma de organización que se defina como extensión del apostolado jerárquico, sino que nos proponemos asumir nuestra misión cristiana, hombres del mundo, comprometidos en una vida teologal y en función de esta misión nuestro movimiento va a organizarse. En el interior de la diversidad de funciones continuamos unidos a la Jerarquía, en la comunión eclesial», decían los rebeldes, cuando estaban consumando la ruptura (Beozzo, op. cit., p. 25). Dom Scherer replica con el intento de que la JUC reconsidere su posición rebelde. Les recuerda que el Papa Pío XI, en carta al cardenal Leme, definía precisamente a la Acción Católica como prolongación del apostolado jerárquico. En noviembre, el secretariado del Apostolado de los seglares comunica la disolución de la JUC y de la JEC. El movimiento trató de sobrevivir después de cortar su conexión con la jerarquía y en 1967, ya en vísperas de Medellín, celebró su primer congreso «de la ex JUC». Ya se había publicado, el año anterior (31-VII-1966) el primer documento conjunto de los obispos del Tercer Mundo (solamente 17) encabezados por Hélder Câmara, en que definían a sus pueblos exactamente con las mismas palabras que Lenin; les consideraban «como el proletariado actual» (E Dussel, op. cit., p. 223). La X reunión ordinaria de la CELAM en Mar del Plata, celebrada en ese mismo año, vaciló entre el desarrollismo y el liberacionismo, y resulto, en definitiva, una especie de aborto por la firme actitud tradicional de gran parte de los episcopados argentino y brasileño. La reacción de los movimientos brasileños de Acción Católica después de su frustrado congreso independiente fue la abierta recaída en la militancia de izquierdas contra el gobierno militar, en una palabra, como dice duramente Enrique Dussel, pasaron a la clandestinidad. Esto no significa que el conjunto de la Iglesia de Brasil apoyase sin reservas al régimen militar, el año 1967 registró continuos conflictos entre la Iglesia y el Estado, y a veces los obispos tradicionales, mientras se oponían al marxismo, criticaban también los excesos reaccionarios y protestaban contra la opresión a que estaban sometidas las capas más pobres del país.
En 1968 los restos organizados de la ex JUC se aventan. Militantes individuales, y por grupos, se incorporan a la lucha política, colaboran con los marxistas en el intento de captación del movimiento comunidades de base, objetivo que solo se ha logrado en parte, como demuestran estudios recientes (ver Almir Ribeiro Guimaraes, Comunidades de base no Brasil, Vozes, Petropolis, 1978). Este libro, netamente favorable al liberacionismo, reconoce al final que la salida natural de las comunidades de base es el movimiento liberacionista, es decir la Iglesia Popular, pero también afirma, en 1978, que «No podemos decir que todas las comunidades brasileñas se hayan comprometido en el proceso de liberación» (op. cit., p. 247). La firme actitud de una parte del Episcopado brasileño ha contenido la caída de millones de católicos en el liberacionismo, pero no ha logrado evitar la profunda división de la Iglesia católica. El 11 de marzo de 1968 —ya estamos en el año de Medellín— dom Hélder Câmara despliega toda su santa ingenuidad en una célebre conferencia en el Instituto Católico de Recife: «El socialismo puede ofrecer una mística de fraternidad universal y de esperanza incomparablemente más amplia que la mística estrecha de un materialismo histórico» dice, a la vez que atribuye a los marxistas (sin que los marxistas lo hayan confirmado jamás fuera de las hermosas palabras) «la necesidad de revisar su concepto de religión» (op. cit., p. 256). Dom Hélder ha viajado a Europa para recobrar energías, y siembra los caminos de Medellín con una cruzada, el «Movimiento de presión moral liberadora». 350 sacerdotes de Brasil escriben, de acuerdo con dom Hélder, a sus obispos, una carta tremenda en que definen a su nación como «pueblo asesinado» (E. Dussel, op. cit., p. 242).
Pero la división episcopal, que se mantiene hasta hoy, se hizo muy viva en tiempos de Medellín. Monseñor Padin, antiguo consiliario de la JUC y preliberacionista comparaba la actuación del gobierno brasileño con la de la Alemania nazi. Pero monseñor Sigaud, obispo de Diamantina, monseñor Almeida Moraes, obispo de Niteroi, y monseñor Castro Maver, obispo de Campos, declaran conjuntamente contra el precursor y portavoz del liberacionismo Joseph Comblin que «los comunistas se han infiltrado en la jerarquía eclesiástica». Doce obispos tradicionales —que en Brasil no quiere de ninguna manera decir simplemente reaccionanos— reciben el apoyo de una fuerte asociación católica «por la defensa de la tradición, la familia y la propiedad». Pero dom Hélder Câmara replica con la fundación, apoyado por treinta y dos obispos, de su «movimiento de presión moral y liberadora» (E. Dussel, op. cit., pagina 228).
La Conferencia de Medellín en 1968 fue, por la manipulación a que fueron sometidas sus deliberaciones y conclusiones, el punto de arranque para la etapa definitiva del liberacionismo. Desde entonces los movimientos de liberación se abatieron con fuerza sobre Brasil, como sobre toda América. En mayo de 1969 un grupo «incontrolado», que se relacionaba seguramente con la Policía, captura y asesina a un capellán de la ex JUC, secretario de dom Hélder Câmara, en Recife, el padre Antonio Henrique Pereira Neto. La salvajada proporciono un mártir a los movimientos liberacionistas en Brasil (cfr, E. Dussel, op. cit., p. 306). El cardenal Sales denuncia la represión de los «escuadrones de la muerte», policía paralela del régimen militar que en su lucha contra la subversión —que en muchos casos era subversión autentica, aunque los brutales procedimientos no se justifican nunca— habían cometido más de un millar de asesinatos según la denuncia del cardenal. Pablo VI condena públicamente en 1970 la represión en Brasil. El gobierno militar acusa varias veces al Episcopado de traición al Brasil y de desprestigio contra la nación. 17 obispos del Nordeste, la región más conflictiva, corren peligro de ser juzgados ante un tribunal militar, la catástrofe no se consuma afortunadamente
El problema de la segundad nacional en Brasil es que los movimientos de subversión —apoyados directa e indirectamente por los liberacionistas— eran realmente de carácter revolucionario y amenazaban a la nación, defendida por un régimen militar autoritario en clara conexión con los intereses anglosajones. El poderoso aparato de la propaganda marxista en todo el mundo enmascaraba la realidad de la subversión para fijarse exclusivamente en las atrocidades —reales— de la represión. Por desgracia en el Brasil de entonces nadie pensaba que existía una tercera vía, tal vez porque no existía. He aquí, desnudamente, el problema más lacerante de Iberoamérica, para sacudirse los errores y las desventajas de un imperialismo, los «liberadores» impulsan a sus pueblos a caer en manos del imperialismo totalitario marxista. La tercera vía, teóricamente, es la democracia nacional en solidaridad con Occidente, a ella se encaminan con enormes trabajos y sufrimientos los pueblos de América, no sin fracasos dramáticos como el del populismo brasileño, o la Democracia Cristiana en el Chile anterior a Allende, o el peronismo y el radicalismo en Argentina.
Disueltos y dispersos los movimientos especializados de la Acción Católica brasileña en vísperas de Medellín, el Episcopado intentó una y otra vez rehacerlos de forma más segura, mediante un nuevo movimiento: Pastoral Universitaria. Hasta ahora sin éxito. Los nuevos centros y la nueva militancia son exiguos y no ejercen influencia. La enseñanza superior católica en Brasil ha caído en el pragmatismo y el funcionalismo, sin el menor empuje apostólico. Cuando cuajan grupos organizados el remedio es peor que la enfermedad, en el segundo encuentro de Pastoral Universitaria, en Vitoria, 1980, toda la jerigonza liberacionista se introdujo en las conclusiones (Cfr, Beozzo, op. cit., p. 148 y s.) Persiste la división en la Iglesia de Brasil, la inmensa nación que acaba de recuperar (1985) la democracia, y que está tratando con el proverbial sentido político modelado de la herencia portuguesa sus problemas capitales, la transición desde el militarismo y la enorme masa de su deuda internacional, cuyas garantías radican en buena parte en el propio Brasil que no muestra excesiva prisa en liberarse de la carga, porque los gobiernos tienen presentes ante todo, las necesidades tremendas de su pueblo. Pero en medio de la división ascienden para todo el mundo las estrellas del liberacionismo. Avanza la captación marxista del gran movimiento comunidades de base, los libros de Leonardo Boíl son la mejor prueba. Los hermanos Boff influyen en todo el mundo católico desde su plataforma brasileña. La «Editorial Vozes» de Petropolis es un poderoso centro de propaganda cristiano-marxista, el más importante de toda Iberoamérica. Retirado Hélder Câmara, su lucha continúa, secundado por obispos militantes como el español Pedro Casaldaliga, recientemente convertido en vedette mundial del liberacionismo. Dos cardenales brasileños, Ains y Lorscheider, apoyan y alientan a Boff en su rebelión contra el Vaticano, otros, como Scherer, se oponen. Pero aunque la gran Conferencia Episcopal de Brasil —la mayor del mundo con más de trescientos obispos— se encuentra hondamente dividida, como toda la Iglesia de Brasil, aunque los problemas de la gran nación son acuciantes, y justifican aparentemente todos los excesos del liberacionismo, hay también una fuerza tradicional gigantesca en el pueblo cristiano y en el Episcopado brasileño que se encuentra en plena comunión con las directrices de Juan Pablo II, la misma disciplina —ejemplar— con que fray Leonardo Boff ha aceptado su reducción al silencio —entre otras cosas porque no le quedaba otro remedio en la praxis— es una prueba de que la Iglesia de Brasil esta vivísima, y de que superará los traumas del liberacionismo desde sus raíces profundas.
El estudio de la anticipación liberacionista en Chile está directamente relacionado con importantes acontecimientos del mismo signo en España, por más que entonces pasaran casi inadvertidos en medio de los problemas agónicos en que se debatía el régimen de Franco —nos estamos refiriendo a los años 1971 y 1972— y en plena incertidumbre por el futuro de la nación. La gestación y puesta en marcha de dos importantes centros liberacionistas en Chile y en España es prácticamente simultánea, con elementos personales, ideológicos y tácticos en parte comunes, y con una documentación más que suficiente para establecer las hipótesis de trabajo y apuntar, después de la debida discusión, las principales conclusiones. En Chile surgía incontenible en 1971-72 el movimiento mundial Cristianos por el Socialismo, en España se efectuaba, con diferencia de meses, el lanzamiento mundial de la teología de la liberación. Era aquí, como decíamos y hemos explicado detenidamente en otras obras (cfr., por ejemplo Historia del franquismo, vol II, Barcelona, «Planeta», 1978), un año agónico para la transición. La crisis personal del general Franco coartado y manipulado por su familia, el desmoronamiento de su régimen eran notorios. Era el año del tremendo acoso del Pardo a la Zarzuela, el año de la boda real de la nieta de Franco con don Alfonso de Borbón. El año en que se presentían los vientos de la crisis económica mundial en la que iba a naufragar, en España y en Iberoamérica, la ilusión del desarrollo. En Chile el régimen marxista de Salvador Allende, llegado al poder en buena parte por la agonía de la Democracia Cristiana, por el apoyo de los cristianos «dialogantes» y de los movimientos liberacionistas en agraz, parecía haber cuajado ya como plataforma estratégica continental en pro de la revolución 1972, un año clave.
Para el estudio de la crisis de Chile hay varias fuentes debidas algunas, a submarinos marxistas españoles en el PSOE —Joaquín Leguina, Joan Garces— colaboradores del marxismo allendista. Pero las más ilustrativas son dos: el revelador libro del padre Gonzalo Arroyo, S.J., creador de Cristianos por el Socialismo, Golpe de Estado en Chile (Salamanca, «Sígueme», 1974) y otro de signo contrario, mucho mejor documentado, Historia de los Cristianos por el Socialismo en Chile, de Teresa Donoso Loero, Santiago, «Editorial Vaitea», 1975. El libro de Joan Garces se titula El Estado y los problemas tácticos en el Gobierno de Allende, Madrid, «Siglo XXI», 1974. Iremos citando otras fuentes durante la exposición.
Según el jesuita Gonzalo Arroyo, colaborador de Allende y máximo impulsor del movimiento Cristianos por el Socialismo, el comienzo de la década de los sesenta —a raíz de la victoria de Fidel Castro en Cuba— marca el recrudecimiento de la actividad de los cristianos de izquierda en toda Iberoamérica. Arroyo señala como precursores al movimiento Ação Popular en Brasil —rama rebelde de la JUC de la que ya hemos hablado antes—, el Frente Unido cristiano-marxista del padre Camilo Torres en Colombia, y a algunos obispos entre los que desde tiempos del Concilio destacaba ya dom Hélder Câmara. Brasil, con sus contradicciones sociales exacerbadas y Chile, gracias a la abierta cooperación de un sector de la Democracia Cristiana con el marxismo, son los dos países de Iberoamérica donde surgirán con más fuerza los movimientos liberadores. El drama chileno comienza hacia 1967, la época en que, como veíamos, Jacques Maritain publicaba Le paysan de la Garonne, una virtual retractación de sus posiciones avanzadas que fue cubierta de silencio por los católicos progresistas. El diligente universitario democratacristiano Miguel Ángel Solar declaraba entonces «Una Universidad católica podría perfectamente existir dentro de un Estado socialista». En agosto de ese año los jóvenes democristianos de izquierda asaltaban la sede central de la Universidad católica en colaboración con el marxista pro chino Danton Euquiza, y coaccionaban a la jerarquía chilena —que se movió durante estos años dramáticos entre la indecisión y el entreguismo— para que sustituyese al rector de la Universidad Alfredo Silva, por el playboy democristiano y pro marxista Fernando Castillo Velasco, gran promotor de la infiltración marxista en la Universidad Pontificia Castillo Velasco, creó el Centro de Estudios de la Realidad nacional en 1968 y nombró para dirigirlo a Jacques Chonchol, un democristiano de partido y marxista de corazón que pasó después al partido cristiano marxista MAPU y al gobierno de Salvador Allende. En el Consejo de Redacción de la revista Cuadernos, editada por el CEREN, figuraba el jesuita Gonzalo Arroyo y entre los colaboradores estuvieron el socialista marxista español Joan Garces, asesor de Allende y los teólogos marxistas de la liberación Pablo Richard y Hugo Asmann.
Otro jesuita, el padre Vekemans, había fundado en Santiago durante los años cincuenta el Centro Bellarmino (bajo la advocación del santo jesuita polemista Roberto Belarmino) que se convirtió en inspirador de la Democracia Cristiana y de la Conferencia Episcopal chilena. Desde la revista Mensaje otro jesuita, el padre Hernán Larrain, propiciaba el diálogo y la colaboración con los marxistas. A la sombra de Vekemans cobraban influencia creciente en Chile varios jóvenes comunistas, entre ellos Rodrigo Ambrosio (submarino comunista en la Democracia Cristiana) y Marta Harnecker, autora de un manual de marxismo difundido por la propaganda soviética en todo el mundo y singularmente en España. Cuando se produjo la victoria de Allende en 1970 el padre Vekemans —que había tratado de mantenerse en una imposible vía intermedia entre marxismo y cristianismo (por ejemplo en sus libros ¿Agonía o resurgimiento? Reflexiones teológicas acerca de la contestación en la Iglesia, Barcelona, «Herder», 1972 e Iglesia y mundo político, Barcelona, «Heider», 1971) y que había cultivado un extraño centrismo entre lo que él llamaba disyuntiva del clericalismo y el angelismo, dejo de ser útil a los marxistas, comprendió por fin los frutos de su trayectoria ambigua, abandonó Chile, se acerco a monseñor López Trujillo y creó en Colombia un centro de estudios que en su boletín Tierra Nueva, octubre de 1973, publicó una detallada cronología de la penetración marxista en la Iglesia de Chile, pronto fue acusado el jesuita por los liberacionistas de ser, naturalmente, un agente de la CÍA. Volveremos sobre su interesante figura y su enrevesado testimonio.
Cuando se publicaron estas notas sobre el liberacionismo chileno en versión periodística, y en las páginas del ABC de Madrid en julio de 1985, un jesuita que oculta su condición de tal, el padre Javier Domínguez, acusaba al autor de ofrecer una versión muy anticuada del leninismo en relación con los movimientos liberadores. El padre Domínguez, sobrino de un prócer católico al que sus amigos llamaban con afecto «el secretario particular de Dios» reconocía el marxismo de los liberacionistas pero negaba su leninismo con peregrinos argumentos, como que el líder Gerardo Iglesias, comunista español, ya no es leninista. El padre Domínguez, además de repasar la doctrina de Lenin sobre el imperialismo, y otras comunicadas a los liberacionistas a través de Giamsci, debería leer atentamente los párrafos que siguen antes de escribir cartas tan vacías a los periódicos.
El 11 de agosto de 1968 un grupo de clérigos, monjas y seglares, animados sin duda por el ejemplo del Mayo francés tomó y profanó la catedral de Santiago de Chile. Entre ellos dos sacerdotes españoles, uno de los cuales, Paulino García, escribió a la secretaria de las Juventudes Comunistas chilenas, Gladys Martín, esta educada carta desde Madrid, en septiembre de 1970: «Adelante la izquierda, ¡mierda! Ojalá lleguen al poder y acaben para siempre con la explotación, el hambre, la incultura (sic), etc. Su triunfo y la implantación del autentico socialismo serán definitivos en América Latina». Y el cura revolucionario español, uno de tantos entre quienes han ido a América durante los últimos veinte años para predicar el marxismo, terminaba así: «Sean fieles al marxismo. Su triunfo adelantara la historia».
Abrumados por tales excesos, los obispos de Chile, el 4 de octubre de 1968, decidieron, por una vez, hablar claro: «No tenemos derecho a callar», dijeron. «Una cosa es la justicia y otra el marxismo. Los marxistas saben que no se puede ser a la vez un buen marxista y un buen cristiano». Quienes no deberían saberlo eran algunos cristianos, o mejor democristianos jóvenes, que, encrespados, contestaban a los obispos a vuelta de correo en comunicación firmada por Juan Gabriel Valdés y Miguel Ángel Solar: «Hemos optado por el socialismo». Y los obispos callaron.
El 14 de abril de 1969 el prelado pro marxista dom Hélder Câmara visitaba Chile en viaje de propaganda. A las pocas semanas la Democracia Cristiana se escindía y de ella brotaba el partido cristiano-marxista MAPU, al que estaba muy próximo el padre Gonzalo Arroyo. Para Arroyo, la influencia coactiva de los cristianos de izquierda determinó la neutralidad de la Jerarquía chilena en las elecciones de 1970 que dieron el triunfo, ante la división del frente moderado, a la Unidad Popular marxista de Salvador Allende. Según Arroyo, «los obispos aceptaron la legalidad de la opción socialista e incluso marxista». Para el mismo jesuita marxista, el apoliticismo de la Iglesia chilena la sumió en situación contradictoria: «El cardenal Silva Henríquez —dice— es como el signo viviente de esas contradicciones ideológicas que se expresan en sus actuaciones, rechazadas por casi todos».
La cronología de la última etapa de la colaboración cristiana para la implantación del régimen marxista de Allende resulta estremecedora. Al conmemorarse el centenario del nacimiento de Lenin (18 de abril) el padre Larrain S.J. le describía en Mensaje como «un autentico comunista, con ideas a la medida de la Humanidad». Antonio Cavalla Rojas, presidente de la Juventud Democratacristiana, presentaba a Lenin como «un ejemplo casi inaccesible». El ministro de Educación del Gobierno de Eduardo Frei, democristiano, Máximo Pacheco, decía: «Creo que Lenin es el hombre político más eminente de nuestra época y que no solo pertenece a la Unión Soviética sino al mundo entero». El 9 de junio se fundaba en Santiago de Chile el Centro Medellín para apoyar y orientar «a los católicos que están por la opción revolucionaria». El corazonista Pablo Fontaine y el jesuita Manuel Ossa apoyaban la colaboración de cristianos y marxistas. El padre Larram iba más lejos y en vísperas electorales declaraba: «Yo no veo ninguna razón que pueda impedir que un católico vote por un marxista». En agosto el padre Juan Ochagavia, decano de la Facultad de Teología en la Universidad Católica y futuro provincial de los jesuitas, viajaba a Cuba y volvía emocionado en medio de una exhibición de propaganda castrista.
Triunfó Salvador Allende. El entonces Provincial de la Compañía de Jesús, el español Manuel Segura —a quien cabe atribuir una grave responsabilidad en todo este proceso— declaraba en la prensa católica de Inglaterra (The Tablet 19-XI-1970) que la actitud cristiana ante la victoria marxista debería ser de colaboración leal. El padre Arroyo criticará al régimen de Allende por no asumir claramente una de dos estrategias posibles: la «democracia avanzada» mediante «una revolución popular de liberación» y la «revolución inmediata socialista». En el prólogo al libro ya citado, que escribiría inmediatamente después del golpe militar, el padre Arroyo se lamenta de «verse separado de una experiencia política y cultural con la que se comprometió intensamente». Sobre todo mediante la gestación de un importante movimiento cristiano-marxista de origen chileno y expansión universal, los Cristianos por el Socialismo.
Ochenta sacerdotes chilenos y extranjeros, dieron origen a este movimiento marxista en abril de 1971. Entre ellos estaba el peruano Gustavo Gutiérrez que por entonces editaba en Lima su libro célebre, Teología de la liberación. El padre Arroyo declaró en su intervención: «El marxismo y el cristianismo pueden unificar su acción». En ese mismo mes de abril Salvador Allende convocaba la operación Verdad cuya estrella fue otro de los iniciadores de la teología de la liberación, el dominico trances Paul Blanquart, que venía de Cuba, donde se deshizo en elogios a Fidel Castro, luego proclamó en Chile dos tesis contundentes: «Es posible ser a la vez marxista y cristiano» y «La Iglesia ya dejó de ser una y debe encaminarse por la senda del socialismo, lo demás no es Iglesia autentica sino falsa y muerta».
Los obispos de Chile, reunidos a la vez que la asamblea rebelde, criticaron duramente el documento final del Grupo de los Ochenta. «Derechos fundamentales de la persona humana —decían los obispos al hablar de las realizaciones históricas del marxismo— han sido, en ellas, conculcados en forma análoga y tan condenablemente como en sistemas de inspiración capitalista». Los Ochenta reaccionaron con dureza y grosería ante las criticas episcopales «Nos preocupa —concretaban los obispos en el párrafo 36 de su documento de trabajo— seriamente la posibilidad de llegar en Chile a un socialismo que, por ser marcadamente marxista, resulte también un socialismo activamente ateo». Pero los Ochenta, impertérritos, se amplían como Grupo de los Doscientos en julio de 1971, y reciben alborozados, en octubre, a un antiguo trapense, ahora sacerdote secular, que vivía en la isla nicaragüense de Solentiname en medio de una comunidad poético-marxista que no le impedía dedicar poemas a Marilyn Monroe, esa musa del capitalismo, olvidar con nostalgia sus tiempos de fanatismo joseantoniano, presentarse en Chile con una enorme mariposa multicolor bordada sobre su camisón y declarar tranquilamente: «Yo soy un comunista cristiano». Nos referimos, naturalmente, al futuro ministro de Cultura en Nicaragua, Ernesto Cardenal.
El 30 de noviembre de 1971 los Ochenta, vestidos con atuendos estrambóticos, se postraban ante Fidel Castro durante la increíble visita de casi un mes que el dictador cubano hizo al Chile de Allende. Castro les confundió al principio con los miembros del grupo musical comunista «Quilapayún», que andaban por allí con vestimentas largas casi clericales. Allí estaban Gonzalo Arroyo y Pablo Richard, a quienes dijo, como a todos, Fidel: «Felizmente los sacerdotes han evolucionado muy rápido. Hacen las cosas que nosotros queremos que hagan los comunistas». Doce de ellos viajaban poco después a Cuba, para asumir sobre el terreno la experiencia castrista, sin confesar jamás que Castro no permitía liberaciones a la Iglesia de Cuba marginada, oprimida y amordazada. Casi inmediatamente después del regreso de la expedición el padre Arroyo presentaba oficialmente, el 2 de abril de 1972, al movimiento Cristianos por el Socialismo en su Primer Encuentro latinoamericano, presidido por el excéntrico obispo marxista de Cuernavaca, monseñor Méndez Arceo, con asistencia de los grupos cristianos revolucionarios de toda Iberoamérica, entre ellos ONIS del Perú y Sacerdotes para el Tercer Mundo de Argentina. El cardenal de Santiago se negó a asistir y calificó al encuentro como «caricatura del cristianismo», pero luego les recibió. Los reunidos celebraron al Che Guevara y a Camilo Torres y declararon:
«Nuestro compromiso revolucionario nos ha hecho redescubrir la significación de la obra liberadora de Cristo» (punto 9).
«Crece la conciencia de una alianza estratégica de los cristianos revolucionarios con los marxistas en el proceso de liberación del continente» (punto 46).
«Se reconoce la praxis revolucionaria como matriz generadora de una nueva creatividad teológica» (punto 71).
Esta declaración es importantísima. Revela el alcance estratégico de la unión cristiano-marxista, y el origen esencialmente, frontalmente marxista de la teología de la liberación vista desde dentro de ella misma. Con razón pudo escribir en 1973, en la obra citada, el padre Arroyo, creador de Cristianos por el Socialismo: «Al mismo tiempo se desarrolla la Teología de la Liberación corriente de pensamiento específicamente latinoamericana, independiente por primera vez de la teología europea. En Chile esta corriente fragua en un nuevo movimiento: Cristianos por el Socialismo. Lo constituyen cristianos que, decepcionados por la experiencia Frei, rechazan las soluciones terceristas inspiradas en la doctrina social de la Iglesia». El padre Arroyo, en su libro, concreta la esencia del movimiento: «Cristianos por el Socialismo manifiesta que la fe en Cristo está mediatizada por la política, es decir, en ese caso, por nuestro compromiso histórico con la clase trabajadora y su liberación». Cristianos por el Socialismo y Teología de la Liberación identificados por uno de sus creadores, he ahí la prueba.
En la siguiente asamblea de Cristianos por el Socialismo, noviembre de 1972, el presidente Allende saludaba al movimiento con plena identificación. Algunos de los asistentes desbarraron a fondo como el que afirmaba: «La Virgen María se ubica muy bien en la lucha de clases». En febrero de 1973 se organizó en Chile un gran homenaje a la memoria y el ejemplo de Camilo Torres.
Pero ya era el año final de la experiencia Allende. El padre Arroyo culpa a las multinacionales y a la CÍA del derrocamiento, cuya fuerza principal fue, sin embargo la reacción incontenible de la sociedad chilena y de las Fuerzas Armadas y de las clases medias, y de las corporaciones profesionales, contra los excesos del régimen marxista que avanzaba en su intento de consolidarse como plataforma continental y cabeza de puente para la expansión marxista en América impulsada por la URSS desde su base cubana. Desde diciembre de 1971 la marcha de las cacerolas demostró la fuerza que ya estaba adquiriendo la protesta popular contra el marxismo. Mediado el año 1973 las Fuerzas Armadas parecían decididas a intervenir, el 29 de junio se frustró un primer intento de golpe y Allende trataba desde entonces por todos los medios de dividir a los militares para salvar su régimen. Llegó, el 11 de setiembre, el golpe militar. Según el padre Arroyo, la mayoría de los obispos y de la Democracia Cristiana en Chile aplaudieron la decisión de los militares. Ya después del golpe, los obispos de Chile publicaron una dura condena del movimiento Cristianos por el Socialismo —el 16 de octubre— que a muchos les sonó tardía y oportunista. En ella prohibían la pertenencia de religiosos y sacerdotes al movimiento, que como hemos visto fue creado y alentado por ellos. Los obispos declaran que la inspiración de Cristianos por el Socialismo es abiertamente marxista-leninista. «Duro lenguaje —comenta con amargura Teresa Donoso— que tanta falta hizo durante los terribles años de la Unidad Popular, cuando a veces los fieles se creían ovejas sin pastor». Ahora los obispos lo veían con claridad, «ambas formas de clericalismo —el antiguo y el nuevo— terminan por parecerse, siempre se trata de eclesiásticos que quieren dirigir la política, solo que ha cambiado el sentido de esa política». Más vale tarde que nunca.
Todavía no había caído el régimen de Allende cuando el cardenal de Santiago, monseñor Silva Henríquez, atribuía a inspiraciones extranjeras el desencadenamiento de la teología de la liberación en Chile y confesaba (Conversaciones de Toledo, Teología de la liberación, Burgos, «Aldecoa» 1974, p. 326 y ss.): «Allá está Asmann, esta Comblin, esta Gutiérrez, que van a menudo allá, a Chile, se puede decir que ahí está el nido donde se incuban estas cosas». Pero por desgracia nada indica en 1986 que un sector del Episcopado y de la Democracia Cristiana en Chile hayan aprendido las duras lecciones históricas de los años setenta.
Roger Vekemans, oráculo antaño de la Democracia Cristiana chilena, huyó de Chile, como dijimos, al sobrevenir la etapa Allende por las debilidades y los centrismos de la DC, inspirados muchas veces por el propio Vekemans, de cuyos contactos con los centros para la política iberoamericana de los Estados Unidos, y con las más altas personalidades americanas, hay evidencia suficiente. Jesuita conectado a los medios episcopales europeos para la financiación de movimientos católicos en Iberoamérica, polemista incansable y atrabiliario, Vekemans ha dejado la huella de sus afanes y sus frustraciones en dos libros importantes, que completan el cuadro que ya hemos trazado sobre sus obras y actividades. Vekemans abomina de las críticas que le hace la escritora chilena Teresa Donoso, pero después de leerles a los dos, es inevitable la inclinación del historiador en favor de Donoso.
El libro de Vekemans Teología de la liberación y cristianos por el socialismo (Bogotá, «CEDIAL», 1976) es, pese a todo, un alegato de suma importancia, aunque su acumulación erudita de citas dañe a la sistemática del libro. CPS es el «retoño más ruidoso» de la TL (página 12). Resalta muy certeramente la influencia de la Conferencia Mundial del Consejo Ecuménico de las Iglesias (Ginebra, 1966), algo anterior a Medellín, como impulso primordial para el liberacionismo (página 12) sobre todo en el campo protestante, Cita, también muy certeramente, la tesis fundamental de Juan Luis Segundo S.J., para la identificación de marxismo y liberacionismo: «Entrar lealmente en el juego, subordinar a (los instrumentos de análisis de la praxis que ofrece el marxismo, inseparables de la totalidad del sistema que les introduce, es decir, del materialismo histórico) el pensamiento teológico mismo» (página 78). Aduce también Vekemans el dictamen de monseñor Jorge Hourton, obispo administrador de la diócesis de Puerto Montt de Chile, 1972 sobre TL/CPS.
«En el pentagrama se ponen las notas para expresar una melodía, pero ellas adquieren toda su significación por una clave de Sol o de Fa que les precede. En numerosos escritos de la TL todo o casi todo el enfoque central está en llave de Marx».
«Todos tienen que optar, y los pregoneros del Evangelio de Jesucristo también. No hacerlo es optar contra los explotados. Al teólogo solo le quedaría la tarea de hacer derivar —por raciocinio silogístico— desde el principio de la fe, la tarea de construir el socialismo mediante la lucha de clases» (página 79). Y Vekemans, antes de proporcionarnos una completísima bibliografía sobre TL/CPS hasta el año de su libro, destaca la importancia del teólogo protestante R. Shaull en el trasplante iberoamericano de la teología de la revolución (página 101).
La convergencia —mejor, el paralelismo— de TL y CPS es, para Vekemans, evidente, lo ha sentido en su propia carne. Pero «hace algunos años intuir esa convergencia era exponerse a la abominación de las abominaciones, el reproche de maccarthysmo eclesiástico» (página 309). Desde los principios de CPS en 1971 Gustavo Gutiérrez fue su inspirador, Asmann se mostraba todavía más activo, como Richard y Girardi (página 213 y s.) Gutiérrez y Girardi asistieron también activamente al Congreso CPS de Quebec en 1975.
La segunda parte del libro es la crónica de CPS. Es un reconocimiento dramático de la caída hacia el marxismo, pero donde se disimula la responsabilidad de la DC y del propio Vekemans. En la década de los sesenta, «los católicos abandonan el apostolado para llenar todas las vacantes de la acción social. El temporalismo invade la Iglesia, la Jerarquía se repliega para no comprometerse». El proceso se complica en la segunda mitad de esta década con la crisis de la DC. El marxismo se ha infiltrado en sus cuadros y hace fermentar el descontento contra los «tecnócratas desarrollistas».
Llegan entonces los primeros becados de Lovama y París con la novedad del dialogo marxismo-cristianismo. Poco a poco comienza el abandono de la práctica religiosa y luego de la fe. Entra la contestación a la Jerarquía y la lucha de clases dentro de la Iglesia: «La Iglesia chilena pierde su identidad pastoral y vive presionada por los hechos consumados. Viene la deserción en gran escala de sacerdotes y religiosos. Los seminarios quedan vacíos. Todos se vuelcan hacia la política y buscan en el marxismo la respuesta».
En tan lamentable contexto sobreviene la toma de la Universidad Católica de Chile (1967) y de la catedral (1968). Los ocupantes de la catedral se coaligan en una «Iglesia joven» absolutamente marxista.
Describe Vekemans, desde la pagina 492, la trayectoria internacional de CPS. En febrero de 1973 se crea en Lima una Federación Latinoamericana de Movimientos Sacerdotales bajo la presidencia de Gustavo Gutiérrez. En su primera reunión se aprobó la opción por el socialismo además de la «militancia política personal y acción política del movimiento» (página 494). El primer núcleo de CPS fuera de América fue, en 1973, el de España. Además del conocido encuentro de Canadá en 1975, se han celebrado encuentros nacionales en Italia (1973 y 1974), Portugal (enero, 1975) y USA (1976) En Francia no hay —en 1976— equipo CPS formado, sí centros de conexión.
El segundo libro de Vekemans, DC CÍA CELAM, autopsia del mito Vekemans (Universidad Católica del Tachira, Caracas, 1982), es más radicalmente polémico. La preocupación principal del autor es demostrar que no ha sido un agente de la CÍA, como le han acusado otros publicistas católicos, algunos de su misma Orden, y la verdad es que no consigue convencernos de semejante tesis, pero en medio de la discusión, a veces muy apasionada, nos comunica vanos datos de sumo interés. El DESAL —Centro para el Desarrollo Económico y Social de América Latina, que Vekemans se llevo con armas y bagajes a Colombia tras su hegira desde Chile— nace en 1960 para peritar los proyectos iberoamericanos de «Misereor», fundación del Episcopado alemán creada en 1959. DESAL luego se convirtió, además, en centro de proyectos. Vekemans reconoce sus contactos con altas autoridades de Estados Unidos desde 1962, aunque el gran escándalo no estalla en 1975, donde se acusó a Vekemans en toda América de recibir diez millones de dólares de la CÍA para promover la candidatura del democristiano Frei en Chile. Vekemans fundó en 1957 el Centro Bellarmino donde se editaba la revista Mensaje, portavoz, como vimos, del liberacionismo y el marxismo. En 1970, a principios de octubre, el estadista venezolano Rafael Caldera, cuyo partido democristiano había invitado a Vekemans a instalarse en Caracas con el DESAL, revocó la invitación por presiones de empresarios anticomunistas (que pretendían evitar la repetición en Venezuela del «oportunismo» de Vekemans en Chile) y entonces el grupo se instaló en Bogotá. Vekemans se enfada con las acusaciones persistentes de la derecha iberoamericana, a las que llama, con poca elegancia, «cacareo derechista» y cambió el nombre de su centro de proyectos de DESAL en CEDIAL.
Al final de su libro polémico, Vekemans aduce dos testimonios de enorme valor. En el primero, el padre Arrupe, en agosto de 1973, defiende por igual al democristiano dialogante Vekemans, jesuita, y al jesuita marxista radical Arroyo (p. 263), lo que explica la actuación de Arrupe en América mejor que cualquier otro texto. Y en la página 333 transcribe un manifiesto de teólogos alemanes (Dirks, Gremacher, Metz, Karl Rahner, Moltmann) contra las campañas antiliberacionistas, en el que atacan a Vekemans y a monseñor Castrillón y a monseñor López Trujillo con datos y argumentos tomados de la central de coordinación de Cristianos por el Socialismo COELI. El documento de los teólogos alemanes a favor de la TL es una de las grandes revelaciones del libro de Vekemans.
En 1960, y en vista de la crisis del catolicismo brasileño y de los avances subrepticios, pero demostrables, del marxismo en el interior de la Iglesia católica, un grupo de católicos dirigidos por el profesor Plinio Correia de Oliveira fundó una asociación de choque social y profundo sentido católico tradicional, cuyo título es TFP, siglas de Tradición, Familia y Propiedad. El grupo ha desplegado desde entonces una actividad inmensa para lograr una contraconcienciacion de las fuerzas moderadas en Brasil. Tuvo cerrados todos los periódicos, y la Conferencia Episcopal se mostró muy poco receptiva a sus criticas, por lo que idearon métodos audiovisuales eficacísimos, como el sistema de las caravanas, con el que han repartido millones de ejemplares de sus publicaciones por todo Brasil. Su análisis del fenómeno comunidades de base es profundo y amplísimo, basado en una documentación abrumadora, que se concentra en dos publicaciones, clave de este epígrafe, As CEBs, a TFP as descreve como sao (Editora «Vera Cruz Ltda»., Sao Paulo, 4a ed., 1983) y Sou católico posso ser contra a Reforma Agraria?, en la misma Editorial 3.ª ed., 1981. Plinio Correia de Oliveira, un distinguido profesor universitario y dirigente católico, es el autor principal de las dos interesantísimas publicaciones, la asociación TFP se ha extendido a muchos países, entre ellos a España. Podrá discreparse de algunas propuestas de TFP como alternativa, pero el análisis de TFP sobre el fenómeno de las comunidades de base en Brasil refuerza todo lo que sobre ellas hemos dicho en este estudio, merece la pena repasar los puntos básicos de ese análisis. Ante todo la definición: «Las Comunidades Eclesiales de base son grupos reclutados casi siempre por elementos del clero secular y regular por órdenes y congregaciones religiosas femeninas, entre los católicos más atraídos por el tema religioso, que precisamente por ello se acercan por propia iniciativa a los representantes cualificados de la Iglesia». Mientras los propagandistas de las comunidades de base destacan su carácter espontaneo y popular, TFP demuestra, con una documentación exhaustiva, que se trata de un movimiento clerical (op. cit., en adelante CEB p. 62 y ss.) La clave ideológica de las comunidades de base en Brasil es, casi siempre, la teología de la liberación. En una comparación profunda entre la acción de las comunidades de base y la de los partidos socialista y comunista, TFP concluye: «El dirigente, militante o recluta de las comunidades de base deduce de la religión (interpretada por la teología de la liberación) las conclusiones socio-económicas que los partidos socialista y comunista deducen de la irreligión» (CEB, p 82). Según monseñor Moacir Grechi, obispo de Acre y Purus y uno de los principales mentores del movimiento comunidades de base en toda la nación, las comunidades son «el aspecto concreto de la teología de la liberación». Monseñor Valdir Caldeiros, obispo de Volta Redonda y organizador de los Encuentros nacionales de las comunidades de base, las considera como «la teología de la liberación puesta en práctica». Fray Leonardo Boff, que se ha erigido en principal teórico de las comunidades de base, va aún más allá: «Las comunidades eclesiales y la teología de la liberación —dice— son dos momentos de un mismo proceso de movilización del pueblo, las comunidades son la práctica de la liberación popular, y la TL la teoría de esta práctica» (CEB, p 145). Esto confirma de lleno nuestra tesis sobre la identidad de los tres frentes liberacionistas en el IV Congreso Internacional Ecuménico de Teología, reunido en Taboão sa-Serra (São Paulo) en febrero de 1980, los ponentes —Gustavo Gutiérrez, Jon Sobrino, Pablo Richard, Ronaldo Muñoz, el pastor J. Miguez Bonino— convivían con una amplia representación de las comunidades de base brasileñas para debatir su eclesiología (CEB, p 145).
Los analistas de TFP han investigado el número de las comunidades de base en Brasil. Concluyen que ese número debe de estar próximo a las cien mil, con 2,5 millones de miembros. Los hermanos Boff exageran la cifra de militantes en las comunidades, que elevan a cuatro millones. El censo de comunidades levantado en 1974 daba la cifra de cuarenta mil, el crecimiento ha sido, pues, enorme en una década (CEA, página 125). Pese a que sus promotores las consideran como un conjunto de puntos aislados, los analistas de TFP demuestran que se trata de una red perfectamente coordinada desde la zona izquierdista de la Conferencia Episcopal, «son, por el contrario, el resultado de un largo, sistemático y persistente trabajo de cerca de cien mil agentes pastorales, que concentran su acción en la periferia de los centros urbanos y en la zona rural» (CEB, p. 113). Se coordinan mediante un contacto continuo de los dirigentes nacionales y de los cuadros a diversos niveles, mediante la celebración continua de encuentros y congresos, mediante una activísima publicidad que produce millones de hojas y folletos, mas bastantes libros al año, y a las ordenes de un conjunto de dirigentes que son, para nuestra fuente, en primer lugar, fray Leonardo Boff, O. F. M., y a continuación fray Gilberto Corgullo, O. P., profesor de Sagrada Escritura en la Facultad de Teología Nuestra Señora de la Asunción, el sacerdote Óscar Beozzo, director del Instituto Teológico de Lins, diócesis que es uno de los grandes centros de irradiación nacional de las comunidades, fray Betto, O. P., colaborador en la guerrilla urbana de Carlos Marighela, que ensangrentó a Brasil, y al salir de la cárcel (cuatro años) se dedico al trabajo entre las comunidades de base de la archidiócesis de Vitoria, el sacerdote belga Eduardo Hoornaert, profesor en el Instituto Teológico de Recife, el canadiense monseñor Gerard Cambrón, el carmelita Carlos Mesters, holandés, exegeta oficial del movimiento, el P. Juan Bautista Libanio, jesuita, asesor de la Conferencia de los Religiosos de Brasil, miembro del Centro Juan XXIII de los jesuitas de Río, que asesora a la Conferencia Episcopal, Fray Clodovis Boff O. S. M., profesor en el Instituto Teológico Franciscano de Petropolis a quien recientemente se ha retirado la venia docendi, que pasaba seis meses al año en la diócesis de Arce y Purus, el pastor protestante y sociólogo Jether Pereire Ramalho, y el sociólogo de la Conferencia Episcopal Pedro Assis Olivena Ribeiro (CEB, p. 127 y ss.)
Dom Miguel Balaguer, obispo de Tacuarembó, en Uruguay —y promotor del liberacionismo— reconoce de forma sorprendente: «Fueron bautizadas como comunidades de base, expresión inspirada en la terminología marxista, equivalente a soviet, pero eso no es motivo para rechazarlas. Teníamos el nombre ya escogido para una criatura que deseábamos naciese cuanto antes» (CEB, p. 122). Una de las claves de las comunidades de base es su tendencia cismática hacia la formación de una nueva Iglesia que se contraponga a la Iglesia institucional. El proceso de evolución está clarísimo en los dos libros de Leonardo Boff, mientras en Eclesiogénesis, pese a su subtitulo —«las comunidades de base reinventan la Iglesia»— trata de mantener la coexistencia entre las dos Iglesias, en el capitulo octavo de Iglesia: carisma y poder introduce ya la lucha de clases plenamente en el seno de la Iglesia, y anula la vigencia de la Iglesia institucional en la práctica, es una aplicación típicamente marxista-leninista de la praxis del doble poder que luego cede el paso al único poder. TFP proporciona pruebas innumerables sobre esta tendencia innata de las comunidades de base a la gestación de la Iglesia popular que desplaza del todo a la Iglesia institucional. Por ejemplo, en el segundo encuentro nacional de las comunidades de base se criticaba a la Iglesia de antes, y en el tercer encuentro se afirmaba: «La Iglesia antigua está del lado del capitalismo» (CEB, pagina 153 y ss.) Pero no hacen falta pruebas documentales ante la definitiva prueba real que ofrecen, desde 1979, las comunidades de base de Nicaragua como integrantes de la Iglesia popular en aquel país, donde la Iglesia institucional ve su acción cada vez más coartada por el Gobierno sandinista.
La Conferencia Episcopal de Brasil es la más numerosa de todo el mundo, como corresponde a una nación que es la que contiene la mayor población católica del mundo también, ya que el 90% de los brasileños se confiesan católicos. La Conferencia Nacional dos Bisbos do Brasil (CNBB), constituida por la Santa Sede en 1952, consta de 353 miembros, entre los 233 obispos diocesanos y sus 55 auxiliares, los tres de rito oriental y los 62 dimisionarios, todos ellos con voto. La CNBB tiene una «mayoría silenciosa» dominada generalmente por una minoría izquierdista y liberacionista que no rebasa los 60 obispos, pero que a veces arrastra a muchos «centristas» en favor de sus decisiones, como en el caso del documento en favor de la reforma agraria radical, que fue admitido por 106 obispos. Una decidida minoría de izquierda suele organizar muy bien su actuación en las reuniones plenarias, donde, como denuncia el arzobispo de Belem do Para, monseñor Alberto Gaudencia Ramos, esa minoría izquierdista manipula inteligentemente las votaciones y arrastra a los indecisos (CEB, páginas 46 y 94). El testimonio del arzobispo de Belem do Para, por su gravedad, se estudia detenidamente por los analistas de TFP en Sou católico (p. 37). Este mismo sector izquierdista del Episcopado brasileño es el que controla al movimiento de las comunidades de base, que han introducido en la sociedad de Brasil una forma enteramente nueva de hacer política, hasta el punto que el conjunto de comunidades se ha convertido en una «potencia electoral emergente» (CEB, página 41), que ejerce en algunos casos una autentica dictadura social (CEB, pp. 129 y 241). Como está suficientemente probado, por testimonios internos, que las comunidades de base tienen por ideología la teología de la liberación y hemos demostrado que esta es fundamentalmente marxista, queda claro que el poderoso movimiento de las comunidades de base en Brasil es básicamente un movimiento marxista. Con su actual fuerza, entre 2,5 millones y 4 millones de militantes, emerge como un poderoso aliado electoral y político de los partidos marxistas, que gracias a él han podido penetrar en zonas de la sociedad que basta ahora les eran reacias.
Aunque solo 106 habían expresado su aprobación individual, fueron 172 los obispos brasileños que en febrero de 1980 dieron su visto bueno al documento La Iglesia y los problemas de la tierra, prueba del abstencionismo que a veces impera en la CNBB y del arrastre de los centristas por la minoría radical. Los comunistas brasileños han reconocido el valor de la alianza objetiva y estratégica con las comunidades de base (CEB, 217), quienes por su parte han impulsado un nuevo sindicalismo de izquierda, muy semejante al que algunos movimientos católicos degradados alumbraron en España durante los últimos años de Franco (CEB, pp. 203 y 217).
Durante su visita a Brasil en 1980, el Papa Juan Pablo II advirtió claramente sobre los peligros y desviaciones de las comunidades de base (CEB, p. 238).
Pero la aberración más curiosa que se ha producido en Brasil dentro del campo de las comunidades de base en la aplicación marxista del arzobispo de João Pessoa, monseñor José María Pires, a la práctica de la prostitución. El sacerdote y sociólogo Hughes d’Ans, del centro liberacionista de Lins, ya se había adelantado al considerar que las prostitutas son pobres, oprimidas y explotadas, y no mujeres de vida fácil, por eso son «el rostro de Cristo Sufridor, el Señor que nos pregunta e interpela» (CEB, 163). Pero el arzobispo llega a más. Y contaba que una prostituta, antes de morir, pidió confesión. Contó al obispo que la atendía sus acciones, y trataba de defenderse al explicar que concedía sus favores sobre todo a los condenados a penas graves, que necesitaban más de mujer. El arzobispo subrayaba que esta actuación «era una prueba clara del servicio a Dios». Una religiosa conocida del padre Clodovis Boff exaltaba ese «servicio de Dios» así: «Las prostitutas encierran mucha riqueza religiosa y humana. Viven mejor que yo, que soy religiosa. Hay una que siempre reza el Credo antes de acostarse con un hombre». Y un obispo auxiliar de Sao Paulo alienta la formación de comunidades de base entre prostitutas, para crearles «una conciencia crítica» (CEB, p 163). Nada tiene de extraño que un grupo de prostitutas que participaban en una celebración litúrgica en la diócesis de Acre y Purus, en la clausura de un curso de teología dictado por fray Clodovis Boff exhibieran con orgullo una pancarta en que se podía leer: «Ultimas en la sociedad y primeras en el reino». La teología de la liberación no les ha servido para liberarlas de su pecado sino para confirmarlas en él echando la culpa a la sociedad opresora, su profesión representa el ejercicio del amor en pro de la colectividad de sus amantes, muy superior sin duda a las restricciones de un matrimonio inspirado en el derecho de propiedad individual.
Como decimos en otro lugar de este libro, un teólogo y prelado brasileño, fray Boaventura Kloppenburg, O. F. M. —maestro de Leonardo Boff—, es hoy uno de los grandes portavoces de la crítica contra TL/CPS en Iberoamérica y en todo el mundo. Hemos aludido a comentarios conciliares de monseñor Kloppenburg. Pero ahora como testimonio profundo y autentico de la Iglesia del Brasil debemos presentar las principales tesis de su importantísimo libro-testimonio Iglesia Popular, editado en Paulinas (Bogotá, 1977), dentro de la colección Cuadernos de Teología y Pastoral para América Latina dirigida por el Instituto de Pastoral de la CELAM, del cual era rector fray Boaventura al publicarse este libro. Hoy es obispo auxiliar de San Salvador Bahía, y miembro, como teólogo de confianza del Papa, de la Comisión Teológica Internacional.
Kloppenburg presenta a la Iglesia Popular como creación simultanea de la TL y los CPS. Enfoca su libro como un nuevo tratado de apologética: «No solamente nos quieren purificar y renovar sino que pretenden cambiarlo todo. En el presente informe nos ocuparemos de los grupos o individuos que tienen el declarado propósito de promover en el seno mismo de la Iglesia una lucha ideológica para desideologizar y reinterpretar la fe cristiana, hacer una lectura de la Biblia, desbloquear las conciencias populares, reapropiarse de la Liturgia y así forjar una nueva Iglesia Popular. Para conseguir sus intentos improperan contra nuestra Santa Iglesia, insultan a sus más altas autoridades, desdeñan a sus teólogos y rechazan sus instituciones. Su género literario es de lucha, acusación, insulto y polémica» (p. 7). Cita a Jon Sobrino, jesuita, para quien todo ha de ser nuevo en la Iglesia y en la fe, y demuestra con aporte de una documentación exhaustiva que el concepto y la práctica de la Iglesia Popular surge de los CPS y de forma expresa en el llamado Segundo Encuentro celebrado en Canadá en 1975. Entre los elementos estratégicos destaca el de aprovechar el pluralismo: «Nuestra lucha dentro de la Iglesia se inicia y continua en un contexto liberal» (p. 21), y una de las comisiones establece que la función especifica de los CPS es «lucha ideológica a través de desbloqueo de los cristianos para una opción política dentro de los partidos revolucionarios marxistas» (p. 22). Aporta luego documentación sobre varias agrupaciones sacerdotales revolucionarias y sobre la «Iglesia que nace del pueblo» en Brasil (p. 30). Identifica el pueblo de los liberadores con el proletariado marxista, al que los liberadores atribuyen en exclusiva el único lugar para el encuentro con Dios, la única capacidad portadora del Evangelio, el único sujeto verdadero de la Iglesia, el privilegio profético, el privilegio misionero, el privilegio epistemológico, el único sujeto de la teología. Los liberacionistas acumulan cargos demoledores contra la Iglesia, y exigen para la Iglesia Popular la «reformulación de la fe», que consiste en «hacer pasar por nuestro interior la lucha ideológica» (p. 45). La praxis marxista es la clave. Es el nuevo lugar teológico, el nuevo punto de partida, el nuevo criterio de verdad, el nuevo magisterio infalible. El evangelio y la práctica de los sacramentos han de renovarse. Everardo Ramírez Toro publicó en 1976 un Evangelio Latinoamericano de la liberación para devolver al Evangelio «su sentido original» (p. 55 y ss.) «Nuestros orígenes —dicen los adversarios de Jesús— son limpios y no como el tuyo, que eres hijo natural y ni siquiera se sabe quién es tu verdadero padre». Responde Jesús «¿Quién de ustedes puede echarme algo en cara, fuera de mis orígenes de los que no soy responsable?» La doctrina evangélica sobre el matrimonio se explica en el nuevo Evangelio mediante una respuesta de Jesús a «unos curas reaccionarios y tradicionalistas» que le echan en cara la opinión de «muchos curitas jóvenes, de esos que se llaman revolucionarios, que defienden el divorcio a causa de incompatibilidad de caracteres». Y Jesús les replicó «Ustedes, hipócritas, piensan que una ceremonia religiosa puede unir a dos seres por toda la vida, sin tener en consideración nada más. ¡Necios! Lo único que puede unir inseparablemente a un hombre y una mujer es el amor». En la página 83 del engendro se informa «que Jesús fue muerto por una ráfaga de ametralladora y colocaron el cadáver de Jesús con una ametralladora en sus manos, para insinuar que se suicidó».
En el encuentro de El Escorial se explica en este libro como el jesuita Juan Luis Segundo pretendió cambiar las formulas litúrgicas. Kloppenburg aduce otros ejemplos increíbles: «Líbranos, Padre, de nuestras seguridades doctrinales y jurídicas. Libera también a los pastores de toda respuesta prefabricada, de todo concordato».
En el informe cubano al primer Encuentro Latinoamericano de CPS se puede leer: «Tratamos de capacitarlo (al cristiano activo militante) en primer lugar para que llegue a la conclusión liberadora de que un cristiano sincero ha de ser tan ateo en el sentido marxista como el que más» (p. 61).
Las conclusiones de Kloppenburg son muy claras. La Iglesia Popular es una nueva secta, es irrecuperable y cerrada al dialogo totalmente, es un germen de división interna gravísima en la Iglesia católica, «esta escisión de la Iglesia en dos grandes bandos parece ser actualmente el problema interno más grave de la Iglesia en América Latina» (p. 67). Los liberadores reclaman un puesto en la Iglesia, no para amarla, sino «para poder realizar en su interior —como un caballo de Troya— la lucha ideológica» (p. 68). Necesitan el sacerdocio como carta de prestigio social, Gonzalo Arroyo, S.J., lo reconoce expresa y cínicamente (página 69). Critica duramente Kloppenburg a la revista criptoliberacionista española Vida Nueva, que en su número 1020, de 5 de marzo de 1976 (p. 28 y ss.), elogia a los grupos contestatarios, ONIS, CPS como guardadores de los rescoldos de Medellín, mientras la Iglesia institucional, Conferencias Episcopales, CELAM, etc., son infieles a los documentos de Medellín e incurren en derechización. Termina Kloppenburg con una definición fulgurante de lo que realmente es la TL: «Esta extravagante mezcla de ideales cristianos con utopías socialistas y métodos marxistas, que es el alma que anima a los movimientos de izquierda que, por motivos tácticos, todavía se dicen cristianos y suenan con una nueva Iglesia Popular, no católica» (p. 78).
Fustiga Klopennburg la tesis monista del liberacionismo en cuanto a la historia: «La historia del hombre pecador no coincide con la historia del plan divino. No todo lo que es histórico es salvífico. No todo lo que es humano es cristiano» (p. 91). Por su claridad de ideas y de expresión, por su profundidad teológica e histórica, este librito de Kloppenburg es una de las grandes defensas proféticas de la Iglesia contra los movimientos liberacionistas y merecía este amplio extracto.
En los últimos tiempos Brasil, la gran potencia del futuro-presente, ha producido una generación de profetas. Los tres principales han brillado con fulgor mundial en el año 1985. Algunos Episcopados iberoamericanos, como los de Nicaragua y Colombia, han asumido claras posiciones romanas en torno a los movimientos de liberación. Otros, como el peruano, gracias a las indecisiones del cardenal Landazuri, han debido ser colocados en su sitio por una tenaz presión de Roma, canalizada con suma discreción y acierto por el entonces nuncio en Perú, y hoy en Madrid, monseñor Mario Tagliaferri. Pero el liberacionismo ha dividido profundamente, como decimos en otra parte de este libro, a la Iglesia del Brasil, que se muestra como terreno propicio para la proliferación de comunidades de base revolucionarias —acabamos de comprobarlo— y para la eclosión de los profetas. Puede que, pese a la aparatosidad de otras manifestaciones, la pugna políticorreligiosa más importante de América se esté ahora produciendo en Brasil, con más intensidad e importancia que en Centroamérica y en Colombia, que son los otros campos de batalla decisivos, y es que la estrategia soviético-liberacionista ha conseguido en Brasil una importantísima cabeza de puente dentro de la propia Conferencia episcopal brasileña.
A fines de setiembre de 1985, la central liberacionista de coordinación aconsejó suplir de alguna forma el vacío producido en Europa por el silenciamiento de Leonardo Boff y sacó de la reserva a un profeta primordial, ya bastante ajado, monseñor Hélder Câmara, el venerable portavoz del liberacionismo en el Concilio. Monseñor Câmara fue presentado en San Sebastián, con motivo del estreno de la Sinfonía de dos mundos —compuesta por dom Hélder junto a un musicólogo suizo— por otro liberacionista sui generis, el obispo Setién, promotor de la autodeterminación evasiva en el País Vasco, y pese a ello hombre fuerte en la Conferencia Episcopal española, cuyo diario presentó por su parte a monseñor Câmara el 26 de setiembre, de forma muy destacada, como «heredero de Gandhi y de Martín Lutero King, propuesto tres veces para el premio Nobel de la Paz», sin la menor critica adicional a su discutible ejecutoria. Dom Hélder se despachó a gusto: «Teniendo en cuenta estas dos liberaciones —dijo—, la liberación eterna y la liberación terrena, no es un problema con Roma ni con el Papa. El problema con mi querido hermano Leonardo Boff no es un problema con la teología de la liberación, es un problema sobre el nacimiento de la Iglesia. Boff pensaba que la Iglesia creada por Cristo, con Pedro y los apóstoles, ha desaparecido con la muerte, y que la Iglesia que hoy tenemos ha nacido del pueblo. El Santo Padre aprueba la verdadera teología de la liberación, como lo ha demostrado en sus viajes».
El diario ABC se muestra más reticente con los disparates del profeta de Olinda Recife y comenta (2-X-1985) sobre la aparición de dom Hélder en Pamplona: «Fueron sorprendentes sus palabras sobre el teólogo Boff, ya que dijo que sus problemas con Roma no han surgido por la teología de la liberación, sino por haber seguido a algunos teólogos alemanes que estiman que la Iglesia de Pedro ha desaparecido ya y ha surgido la Iglesia de los Pobres». Después de proferir esta singular tesis sobre la desaparición histórica de la Iglesia de Cristo, el veterano profeta fue declarado inútil por la central coordinadora que le había traído a España, y volvió discretamente a su más que merecido retiro de Brasil. No se pudo pinchar en hueso más ostensiblemente en una región de acendrado catolicismo en España.
Por entonces, el diario brasileño O Globo daba a conocer la noticia del procesamiento por el Vaticano de Clodovis Boff, hermano liberacionista de fray Leonardo, y perteneciente a la congregación de los Siervos de María. Desde fines de 1984 Clodovis, que colaboraba con su hermano en la Editorial Vozes y en propaganda liberacionista, vio retirada su venia docendi en la Universidad Pontificia de Río de Janeiro, por el cardenal arzobispo monseñor Sales. La misma medida se tomo contra él en Roma.
Poco después entró en juego otro profeta de la liberación en Brasil el obispo de São Félix de Araguaia, dom Pedro Casaldáliga, tan nefando poeta como Ernesto Cardenal, y tan dado como él al exhibicionismo. La ridícula intervención de Casaldáliga en la huelga de hambre de Miguel d’Escoto, reprobada por los obispos de Nicaragua como una intromisión indeseable, motivó un genial articulo del profeta en El País (21 de noviembre de 1985) para justificarse: «Algunos han visto Nicaragua como un espectáculo», dice Casaldáliga, con notabilísimas cualidades para el autorretrato. Llama a d’Escoto «el profeta institucionalmente prohibido», y es que los nuevos profetas extienden amablemente su titularidad en estos tiempos. Dice que brotó en él «una floresta de dolores y ternuras», esplendido tropo. Dijo que entre los ojos de d’Escoto «parpadean dos lámparas votivas entre iconos» y que su «barba de ayunante» está «hecha de varias cenizas». Concelebra el obispo por los sandinistas caídos, no tiene una palabra para los caídos del otro bando. Afirma que «la verdad está con Nicaragua, la agredida». Que el proceso revolucionarlo «es hoy la mejor alternativa», que esa alternativa es la más conforme al «programa del evangelio», y que los obispos de Nicaragua «deben condenar la agresión imperial de Reagan».
Pero el profeta de los profetas brasileños sigue siendo, pese a su silencio, fray Leonardo Boff. En su número 5, primer semestre de 1985, la revista Nexo, —que es un importantísimo medio de coordinación para los moderados en el Continente americano— publica un artículo capital del teólogo brasileño Martins Terra con el titulo «Fray Boff y el neogalicanismo brasileño». Se trata de uno de los más importantes trabajos que se hayan publicado jamás sobre la teología de la liberación en su conjunto, y además de comunicar una importante bibliografía profundiza como casi nadie en el fenómeno histórico del liberacionismo. Hace historia del galicanismo en Brasil, muy intenso en la tradición católica de la nación Continente. Al comenzar el siglo XIX, la influencia de la Iglesia en Brasil era mínima, «gran parte del clero y la mitad del episcopado eran masones». El padre Feijo, ministro de Justicia y luego Regente (1835 1837) «fue el mayor enemigo de la soberanía papal en la Iglesia del Brasil». El galicanismo del siglo XIX cedió paso a una fuerte vinculación con Roma en el siglo XX, que coincidió con un gran florecimiento de la Iglesia brasileña. Pero después del Vaticano II ha resurgido con enorme fuerza la tradición galicana, autonomista gracias sobre todo a la obra y la resonancia universal de fray Leonardo Boff.
El autor de este libro no ha visto un estudio sobre Boff más amplio y profundo que el presentado por el teólogo Martins Terra en este amplio artículo. Terra conoce a Boff en su contexto personal e histórico y traza de él un retrato personal y teológico indeble. Expone la dicotomía de L. Boff como teólogo liberal de corte europeo —fascinado por Küng— y como teólogo iberoamericano. Centra su crítica en el también esplendido trabajo del teólogo español Armando Bandera «La muerte de Jesucristo en la cristología de L. Boff» (Pamplona, 1982). La cristología de Boff, según Bandera y Terra, no es iberoamericana, sino que «está marcada ostensiblemente por el protestantismo liberal de origen germánico». Dos teólogos protestantes de Chicago, H. Conn y R. Sturz, confirman estas tesis sobre Boff en Teología da Libertação (Ed «Mundo Cristão», Sao Paulo, 1984), queda clara la dependencia de Boff respecto del protestantismo alemán. Aunque el modelo personal de Boff parece ser Hans Küng, Boff querría ser el Küng de América.
Martins Terra cita con elogio el libro de A. C. Rubio, Teología da Libertação, Política ou profetismo? (tesis doctoral publicada en Editorial Loyola, Sao Paulo, 1976). Y piensa que Boff, inicialmente ajeno al marxismo (por desconocimiento), se dedico a Marx después de Jesucristo Libertador —escrito desde una óptica protestante germánica— para incidir en el lenguaje teológico marxista. Es deliciosa la escena en que Boff increpa a su maestro Kloppenburg porque no conocía la congerie de escritos protestantes en los que Boff fundaba su eclesiología. «El apoyo macizo a Boff —sigue— provino de la Editorial Vozes, cuyas revistas son controladas por Boff mediante un verdadero patrullaje ideológico que sólo permite la publicación de estudios teológicos que concuerden con su línea de pensamientos». Para su llamada a Roma, «Boff no estaba solo. Llevaba seis kilos de cartas, 50 000 firmas y todo el tremendo peso de una estructura de poder, Doscientos reporteros del mundo entero estaban con él. Todo eso para defender su verdad. Una vez más la Verdad fue crucificada. En aquel momento Cristo, en la persona del cardenal Ratzinger, escuchaba a una multitud, liderada por los sumos sacerdotes, escribas y fariseos que gritaban, Crucifícalo». Para Martins Terra, el caso Boff supone una espectacular resurrección de los viejos rescoldos independentistas y galicanos de la historia eclesiástica brasileña.
La posición de Juan Pablo II sobre el liberacionismo brasileño es firme y definitiva. El 17 de enero de 1986 ha recordado en Roma a 23 obispos de Brasil —presididos por dos liberacionistas, el presidente de la Conferencia Episcopal Ivo Lorscheiter y el cardenal de São Paulo, Arns— que «sentir con la Iglesia no es reducir su misión a lo sociopolítico» ni se compagina con la aceptación de algunas graves desviaciones que traen consigo ciertas «teologías de la liberación» (Ya, 18-I-1986, página 41).