EL MOTIVO: UN JESUITA LIBERADOR Y UN PUBLICISTA CERTERO

El padre José Luis Sicre, de la Compañía de Jesús, declaro no hace mucho durante un encuentro sacerdotal en Granada que, como profesor visitante en la Universidad Centroamericana de San Salvador donaba la mitad de su sueldo —de cuya escasez se quejaba— «para que los guerrilleros del Frente Farabundo Martí se compraran botas». El padre Sicre es ahora rector de la Facultad Teológica de Granada, donde reciben su más alta formación jesuitas españoles junto a otros miembros del clero. Confieso que la noticia fidedigna de esa declaración me decidió a publicar un anticipo periodístico de este libro-informe en el diario ABC de Madrid el Jueves y Viernes Santo de 1985. El padre Sicre se permitió terciar en la polémica suscitada por ese anticipo, con una carta inaudita que el director de ABC, por imperativo de la caridad cristiana y por respeto a la Compañía de Jesús, se negó a publicar pese a que el autor del informe se lo rogó encarecidamente; porque aquella carta hubiera revelado hasta que punto de desquiciamiento han llegado algunos jesuitas españoles en torno al fenómeno de la teología de la liberación. En 1986 el padre Sicre reincidió en un alarde de propaganda «pacifista» y en vísperas del referéndum de la OTAN.

Muchas personas creen todavía en España y en América que la teología de la liberación es una polémica clerical, o como insinuó el padre José Luis Martín Descalzo en uno de los lamentables artículos que ha dedicado al problema —esta vez sin firma—, un asunto interno entre católicos. No es así. Un publicista certero, Federico Jiménez Losantos, precisamente con motivo de una dura y merecida réplica a una de tantas ambigüedades de Martín Descalzo, escribía estas palabras memorables que me han servido también, junto a la confesión-boutade del padre Sicre, como motivo para esta investigación informativa:

«Una cosa es discrepar del Papa por manía antirreligiosa y otra criticar cosas que parecen criticables incluso a sectores de la Iglesia muy significativos, pero que parecen preferir dirimir sus diferencias a cencerros tapados. Así se produce el caso de que algunas de las más duras críticas a la teología de la liberación hayan provenido de plumas laicas, mientras muchas católicas callaban ante el fenómeno de subversión antidemocrática más importante desde la Komintern, que tiene como propósito declarado hacer bascular al Tercer Mundo —empezando por Hispanoamérica— hacia el bloque soviético» (ABC, 10-I-1985, p. 32).

Otros observadores, captados por la manía centrista que ha invadido a tantos sectores de la Iglesia española, intentan subrayar los aspectos positivos de la teología de la liberación, y caen en un equívoco tremendo, porque la teología de la liberación es un movimiento muy concreto y determinado histórica e ideológicamente, penetrado, como veremos, de marxismo constituyente, y esos aspectos positivos se toman no de esta teología de la liberación especifica, sino de una teología de la liberación genérica, que incluye la liberación evangélica del pecado y la injusticia en el sentido que utiliza el magisterio de la Iglesia en su deseo evidente de neutralizar las desviaciones marxistas de la autentica teología de la liberación. En la cual y en sus promotores pueden encontrarse, naturalmente, intenciones excelentes, reacciones explicables ante situaciones de injusticia real, para las que los liberadores proponen, sin embargo, remedios peores que la enfermedad, como por ejemplo entregarse de hecho al imperialismo marxista y evitar el imperialismo capitalista. Nadie como los teólogos de la liberación utiliza tan profusamente la comunión con ruedas de molino En esta investigación informativa, sintiéndolo mucho, vamos a llamar desde el principio a las cosas por su nombre, no por su mascara

El autor de este libro no es teólogo, aunque un testigo tan cualificado como el obispo-secretario de la Conferencia Episcopal española alabó a fines de 1984 en interesante conversación «tu excelente —dijo— formación teológica». El autor posee una cierta cultura teológica (que al lado de determinadas aberraciones de algunos teólogos de la liberación parece a veces casi relevante) avalada por un grado superior, magna cum laude en una Facultad eclesiástica de Filosofía conectada con la Pontificia Universidad Gregoriana. Los avales que insignes teólogos y prelados de la Iglesia, incluso varios miembros del Colegio Cardenalicio y de la Curia romana, concedieron espontáneamente al anticipo periodístico de este trabajo podrían bastar al lector dudoso, pero no los exhibiré para no comprometer en la polémica que sin duda suscitara este libro a tan altos valedores, asumo plenamente mis propias responsabilidades. Creo conocer la suficiente teología para dilucidar que la teología de la liberación no es una teología, sino, todo lo más, una antropología, y no cualquiera, sino una antropología de raíz, base y alcance marxista, y tampoco cualquiera, sino una antropología marxista mediocre y barata. Por tanto, como la TL y los demás movimientos «liberadores» no se sitúan en el plano teológico y religioso, sino en el plano social, político y cultural este libro les sale al encuentro —desde la fe— en esos planos temporales elegidos por ellos. Para decirlo en términos marxistas, que hasta la mayoría de los teólogos de la liberación (que son marxistas más bien tristes) conocerán bastante bien, la antropología marxista o marxistoide es en la teología de la liberación de carácter estructural; mientras que los ropajes teológicos, a veces muy pretenciosos, parecen de entidad superestructural, es decir emanación secundaria y adjetiva del auténtico núcleo de sus posiciones, que es, como se hartan de repetir, la praxis revolucionaria. Esto, como demostró en la polémica citada, le parece al señor Martín Descalzo grave distorsión e injusticia contra la teología de la liberación; pero es que los conocimientos del señor Martín Descalzo sobre marxismo son netamente inferiores a los indudables que posee sobre taranconismo, dígase con todo respeto para la figura histórica del ex cardenal de Madrid.

Algunos prelados españoles, tras el admirable ejemplo de Roma, han hablado claro sobre la teología de la liberación. Otros han callado y callan. Varias publicaciones y revistas eclesiásticas contribuyen, a veces de forma semisalvaje, a la confusión liberacionista. El diario que cuando se escriben estas líneas es aún de la Conferencia Episcopal española, sin duda por orientaciones de prudencia pastoral (que algunas veces parece consistir en que los pastores escondidos encomienden a las ovejas la defensa del rebaño acosado) se ha inhibido de manera lamentable y culpable en la gran polémica; y ha concedido en ocasiones sus columnas a los liberadores, sus encubridores y sus cómplices. Por eso, ante tantas mentiras, efugios y cobardías que se prodigan en España por parte de quienes debieran hablar y callan, alguien tenía que alzar su voz públicamente para denunciar, pruebas en mano, a los movimientos liberadores; rastrear sus raíces, detectar sus interconexiones, y su relación clarísima con la estrategia soviética para el tercer mundo; confirmar en fin, de forma documentada y abrumadora, la certera denuncia de Federico Jiménez Losantos. Hablo de movimientos liberadores, interconectados: porque son varios (básicamente tres) entre los que la llamada teología de la liberación representa el frente intelectual y la cobertura religiosa.

Y de una vez por todas el autor desea salir al paso de una objeción demasiado fácil: que el rechazo del liberacionismo marxista equivale a la aceptación del reaccionansmo dictatorial. No es así. El autor ha sido senador, diputado y ministro de la nueva democracia española. Acepta plenamente la Constitución y el régimen de libertades, por el que cree luchar sinceramente en este libro. Reconoce y siente profundamente la tragedia de la pobreza y la dependencia en América. Pero cree que el remedio contra ellas es trabajar intensamente en libertad, no empujar ciegamente a América hacia una dependencia y una esclavitud peor e irreversible: la del marxismo.

EL CAMPO ESTRATÉGICO: IBEROAMÉRICA HACIA EL SIGLO XXI

Con vigorosas raíces europeas, la teología de la liberación ha nacido formalmente en América con motivo de (no en) la Conferencia de Medellín, II reunión general del Episcopado iberoamericano, en agosto de 1968. Hemos de estudiar inmediatamente los antecedentes inmediatos y las influencias decisivas en la teología de la liberación, que no es, además, un movimiento aislado, sino que forma parte de un conjunto estratégico en el que se integran además —como acabamos de decir— otros dos movimientos virtualmente simultáneos de signo marxista todavía más claro, y con poderoso impulso original iberoamericano: Cristianos por el Socialismo (CPS) y comunidades de base Iglesia Popular (CB/IP). El estudio de la conexión de estos tres movimientos en una misma estrategia es, quizás, el resultado más original de la presente investigación junto con la detección de los centros logísticos para la estrategia liberadora, situados en los Estados Unidos y en Europa, muy especialmente en España. Pero antes de estudiar los antecedentes inmediatos y las influencias decisivas en cuanto a la actitud y el pensamiento liberacionista, debemos hacer una precisión terminológica. De forma unánime, y con tono casi agresivo, los liberadores y sus cómplices, incluso españoles, utilizan el término Latinoamérica para referirse al conjunto de las naciones iberoamericanas (con algunas incrustaciones de otra raíz europea y africana) al sur del Río Grande. En las transcripciones de textos e instituciones hemos de aceptar, con reluctancia, el uso de este vocablo antihistórico y antihispánico, valga de una vez por todas esta inicial protesta. Nosotros utilizaremos siempre el termino Iberoamérica para designar a este conjunto vital de pueblos, en el que incluimos, por extensión, la importante comunidad hispánica que vive en los Estados Unidos de América, y que es objeto preferente de la estrategia liberacionista

Este término —liberacionista— es un neologismo cada vez más utilizado por los críticos de la teología de la liberación (que en ocasiones abreviaremos como TL) encabezados por el cardenal Alfonso López Trujillo, quien seguramente lo acuñó. Lo vamos a utilizar porque resulta expresivo, pero sin desdeñar el calificativo de liberadores que también aplicaremos a los movimientos y a los personajes del liberacionismo, con un inevitable deje irónico, que recuerda otro término que desde luego no aceptamos, aunque a ellos les encanta, el de libertadores de la segunda generación, nuevos Bolívares y San Martines del siglo XX. Resulta sumamente curioso que un importante grupo de jesuitas libertadores, tras el precursor Vizcardo, participaran intensamente en la emancipación de los virreinatos españoles, como ha demostrado definitivamente Salvador de Madariaga (El auge y el ocaso del Imperio español en América, Madrid, Espasa-Calpe, 1979, El ocaso, III, capitulo XV. Las tres cofradías los judíos, los francmasones, los jesuitas), y que ahora otro importante grupo de jesuitas, españoles, en su mayoría como aquellos, intervenga también de manera decisiva en los movimientos liberadores del siglo XX.

El campo estratégico de acción y de investigación para los movimientos liberadores y para este libro es una realidad vital de enorme pujanza, Iberoamérica en marcha hacia el siglo XXI. Actualmente (dato de 1973), la población de Iberoamérica es de 309 millones de habitantes (a la que habría que sumar la población hispana de Estados Unidos), se mantiene en crecimiento acelerado, 2,89%, el primero de todos los conjuntos mundiales continentales seguido por África y Asia (U. N. World statistics in brief, Nueva York, 1976, p. 2). «En el año 2000 —dice un especialista, el profesor Nicolás Sánchez Albornoz—, América latina estará viviendo todavía bajo los efectos de la explosión que estallo sesenta años antes. La emisión violenta se habrá extinguido; en cambio las nubes levantadas por la dilatación repentina no se habrán sedimentado todavía. El crecimiento será aún del orden de 2,54%, tres puntos por debajo de la tasa actual. Por su incremento y la composición de su población, América Latina seguirá perteneciendo, junto con África y Asia, al bloque demográfico en vías de desarrollo, con fecundidad todavía mal controlada». (La población de América Latina, Alianza Editorial, Madrid, 1973, p. 190). Tras una evaluación de diversos parámetros, el profesor Sánchez Albornoz concluye que en el año 2000 Iberoamérica dispondrá de unos 641 millones de habitantes, es decir más que el doble de la cifra actual. Sobrepasará a Europa, entonces con 527 millones, excluida la URSS (353) y a Norteamérica, comprendido Canadá (354 millones, de los que un importante porcentaje serán hispanos). «Si los pronósticos se cumplen —sigue Sánchez Albornoz—, la población latinoamericana superará por primera vez a la del Viejo Mundo y será cerca del doble de la soviética y la norteamericana. Las nuevas proporciones no podrán menos de afectar a las relaciones de la región con el resto del mundo».

La estrategia soviética conoce perfectamente esta realidad inminente en la que destacan las relaciones de religión. Gracias a la herencia hispánica, la confesión religiosa católica y romana de Iberoamérica se mantiene vivísima pese a muchas y graves deficiencias: Iberoamérica tiene aún a la fe católica como trama esencial de su cultura. Actualmente las estadísticas mundiales sobre religión nos dan para los católicos unos 560 millones de habitantes (cfr. «Calendario Atlante de Agostini», 1976, p. 26), lo cual significa que bastante más de la mitad de los católicos de todo el mundo viven ya en Iberoamérica en nuestros días. La proporción aumentará sensiblemente en el año 2000, si se aceptan los parámetros propuestos por el profesor Nicolás Sánchez Albornoz; porque si entonces hay en el mundo 900 millones de católicos, y más de 600 millones viven en Iberoamérica, esto significa que para el año 2000 dos católicos de cada tres en todo el mundo serán iberoamericanos, y si tenemos en cuenta la población hispana católica de los Estados Unidos, la proporción de católicos del mundo amplio hispanoamericano en el año 2000 se acercará a las tres cuartas partes del total. Es decir, que quien domine a la Iglesia católica, a las bases de la Iglesia católica en Iberoamérica del año 2000, dominará a la parte hispánica del Continente americano. Se trata, en esta última proyección, de cifras con un valor cualitativo y aproximado, pero innegable, porque se basan en parámetros de muy alta probabilidad en cuanto a su evolución. Y creemos que con esta breve aproximación queda definido el campo estratégico de nuestra investigación mejor que desde cualquier otro enfoque.

EL PLANTEAMIENTO HISTÓRICO DEL PROBLEMA IBEROAMERICANO

Los movimientos liberadores aluden, ya casi rutinariamente, a la situación de miseria, opresión e injusticia en que yacen los pueblos de Iberoamérica bajo la influencia imperialista que crea en ellos condiciones insufribles de dependencia Esta alegación es, desgraciadamente, real e hiriente, pero requiere un enfoque histórico más serio que las habituales generalizaciones demagógicas, derivadas en gran parte de la patriotería libertadora del siglo XIX y de la incomprensión histórica de los Estados Unidos, manifestada recientemente en el informe Kissinger, donde más o menos se echan a la colonización española todas las culpas del subdesarrollo iberoamericano actual (Informe de la Comisión Presidencial Bipartita de los Estados Unidos sobre Centroamérica, enero de 1984, Barcelona, «Planeta», 1984, cfr, por ejemplo, p 24, donde las criticas se detienen en el siglo XVIII sin aludir al XIX, que fue semillero de las peores injusticias).

Al mediar la tercera década del siglo XIX, los pueblos de Hispanoamérica terminaron de acceder a su independencia que se había planteado más contra Francia que contra España, con ocasión de la agresión napoleónica contra el reino y la corona de España en 1807-1808. Al hundirse el Ejercito de la Junta Central a fines de 1809, y caer Sevilla, capital de Hispanoamérica, en manos de los invasores en 1810, los núcleos criollos de poder iniciaron el proceso de independencia. Pero en realidad lo que hicieron desde nuestra perspectiva fue cambiar la dependencia de España por la dependencia de otros dos imperialismos económicos y, al fondo, políticos: el de Inglaterra y el de los Estados Unidos. Esta sustitución del Imperio español, clave anterior de la unidad hispanoamericana, por el imperialismo anglosajón es la trama fundamental de la historia iberoamericana (en Brasil, la sustitución del Imperio portugués fue formalmente algo más tardía, pero el proceso es el mismo) en el siglo XIX, que por muchos motivos parece prolongarse hasta la mitad del siglo XX cuando los intentos populistas trataban inútilmente de proporcionar a Iberoamérica una alternativa a la dependencia. Es importante escuchar la opinión de un ilustre político y notable historiador de Iberoamérica, el senador de Colombia Indalecio Lievano Aguirre —hombre de izquierda— sobre el trasfondo social de la emancipación.

«A los esclavos, los indios los desposeídos y las razas de color, les resultaron ininteligibles los despliegues de falsa erudición de los abogados criollos y la misma premura demostrada por la nueva clase gobernante para servirse del poder en beneficio exclusivo de sus intereses, se encargó de devolverle su antiguo prestigio a la causa española y de convertirla en una alternativa para los humildes menos desastrosa que la posible hegemonía del patriciado criollo, cuyos personeros solo aceptaban la independencia si ella se traducía en la institucionalización de un orden social que les garantizara el monopolio de la riqueza y les protegiera de la atormentada inconformidad de los desposeídos.

»Ello explica —prosigue Lievano— el escaso calado que tuvo en el pueblo el movimiento de rebelión contra España, mientras ese movimiento se identifico con los intereses del patriciado criollo. Asi lo confiesa paladinamente, por ejemplo, uno de los generales granadinos de la Independencia, Joaquín Posada Gutiérrez, quien al respecto anota en sus Memorias Histórico-Políticas “He dicho poblaciones hostiles porque es preciso que se sepa que la independencia fue impopular en la generalidad de los habitantes, que los ejércitos españoles se componían de cuatro quintas partes de hijos del país, que los indios, en general, fueron tenaces defensores del Gobierno del rey, como que presentían que tributarios eran más felices de lo que serian como ciudadanos de la república”.

«Resultan por tanto —termina Lievano— ajustadas a la realidad histórica de la época las siguientes observaciones del historiador socialista venezolano Carlos Irazabal: “Nada más natural entonces que el pueblo bajo adoptara frente a la independencia, al iniciarse esta, una posición hostil. Prefirió el pueblo, a la bandera revolucionaria, los estandartes reales. Lo contrario hubiera sido un contrasentido, pues para él luchar por la causa de España era objetivamente luchar por su libertad (contra la opresión criolla) como combatir en las filas patriotas significaba reforzar sus cadenas”» (I. Lievano, España y las luchas sociales en el Nuevo Mundo, Madrid, Editora Nacional, 1972).

El imperialismo económico y político anglosajón sobre Iberoamérica agudizó la difícil situación de las capas más humildes, con la complicidad de las oligarquías nacionales, ya hemos dicho que el importante informe Kissinger (en general, objetivo y certero) no subraya debidamente esta responsabilidad histórica de Inglaterra y los Estados Unidos en la actual situación del subdesarrollo iberoamericano. Durante la década de los años sesenta de este siglo XX, el impulso occidental del desarrollo parecía iniciar un prometedor despegue económico y social en Iberoamérica, pero la crisis de los años setenta ha sumido a casi todas aquellas naciones en el desencanto, la regresión económica, el endeudamiento sin salida y la desesperación Una demografía desbordante, como acabamos de comprobar, agrava el problema económico y social hasta el paroxismo. Por culpa de las clases dominantes de cada nación iberoamericana (radicalmente injustas y en buena parte egoístas e incompetentes) y del imperialismo depredador y muchas veces inicuo de las potencias anglosajonas, las situaciones sociales del hemisferio al sur del Río Grande (sin excluir a los hispanos del Norte) han llegado, desde finales de los años sesenta, al estado crítico. Por entonces había surgido una serie de dictaduras militares (1964 en Brasil, 1966 en Argentina, 1968 en Perú) que frenaron enérgicamente los progresos revolucionarios de la extrema izquierda, pero que se mostraron incapaces de plantear y resolver el problema principal. El triunfo de Fidel Castro en Cuba, desde 1959, cambio radicalmente el panorama estratégico de las Américas, como estudiaremos con detalle en otra parte de este libro, y entre el continuado intento de establecer cabezas de puente continentales, con apoyo de la base cubana, en Centro y Sudamérica nacieron, como eficacísima red de apoyo estratégico dentro de la Iglesia católica, los movimientos de liberación.

Los tres siglos de la colonización española habían dejado en América estos importantísimos legados: un profundo sentimiento de unidad en la Corona, que se hundió con la expulsión de la Corona, aunque genios políticos como Bolívar y San Martín trataron inútilmente de adaptarlo a una nueva unidad republicana del Continente, la unidad cultural basada en la lengua, legado que perdura felizmente, gracias a la fuerza de las raíces hispánicas y al impulso interior de genios culturales como el gran Andrés Bello, una conciencia hondísima de identidad religiosa, merced a la evangelización que impregnó, desde finales del siglo XV, las raíces del nuevo ser iberoamericano, unas instituciones que a veces siguen siendo desde nuestra perspectiva, admirables, y a veces discutibles, aunque dañadas más aún por el siglo XIX. El sentimiento de unidad en la Corona ha rebrotado espontáneamente en las anteriores convocatorias, tan injustamente denigradas de la Hispanidad, y en los mensajes comunitarios de la nueva Corona de España desde su instauración en 1975, y —gracias a la propuesta del autor de este libro en el Senado Constituyente de 1978— tiene poso constitucional español en la mención del art 56 1 (precisamente sobre las misiones de la Corona) a la comunidad histórica de naciones hispánicas. El legado americano de la evangelización española es trascendental, y se ha reconocido, en medio de incomprensiones ridículas, por dos fuentes tan dispares como el Papa Juan Pablo II, gran conocedor del alba cristiana y española de América, y el teólogo de la liberación Enrique Dussel, que acepta lúcidamente el hecho de la evangelización como factum cultural decisivo en un importante capítulo de su más famoso libro (Enrique Dussel Historia de la Iglesia en América Latina, ed, Barcelona, «Nova Terra», 1974 p. 86 ss.)

RENOVACIÓN Y CONFUSIÓN CONCILIAR:
LA CONFERENCIA DE MEDELLÍN

Del 11 de octubre de 1962 al 8 de diciembre de 1965 celebro sus sesiones en cuatro etapas, el Concilio Vaticano II. Bajo dos Papas, Juan XXIII, que lo convocó inspiradamente, inesperadamente y desde junio de 1963, Pablo VI. Tras el largo pontificado de Pío XII, de signo conservador, el Papa Juan, lejos de aparecer como un simple «Papa de transición», fue un gran innovador que abrió más la Iglesia al diálogo, sin excluir el dialogo con el Este e incluso con el marxismo, como va venían reclamando, y practicando, sectores radicales y «avanzados» —así se denominaban por ellos mismos— de la Iglesia. El Concilio coincidía con el apogeo de la expansión marxista en Europa y Asia, con la eclosión y la crisis natal del Tercer Mundo, recién llegado a su conciencia universal y sometido ya a tremendas tensiones y zarpazos de un nuevo imperialismo, sobre todo soviético, y con una intensa agitación de los espíritus en toda la Iglesia, ansiosa de abrirse al mundo de la democracia, al mundo de la cultura, al mundo de las nuevas naciones, a la nueva modernidad. Es evidente que el Concilio introdujo en la Iglesia los fermentos de la renovación y de la adaptación profunda, pero también es cierto que a propósito del Concilio se difundieron por la Iglesia semillas de confusión y de disgregación. El Concilio se convirtió, naturalmente, en un punto de referencia universal. Y como veremos en otra parte de este estudio, la estrategia marxista —o para decirlo con mayor claridad, la estrategia soviética— trató de aprovechar la agitación y la fermentación conciliar para introducir profundas cuñas de acción política y de división interna en el seno de la Iglesia católica, de acuerdo con las pautas generales de la acción universal soviética en los años sesenta un ejemplo muy estudiado y documentado es, como veremos, el movimiento de aparente base polaca PAX y sus ramificaciones en todo el mundo, y especialmente en Iberoamérica, por medio de la red IDO-C

No es finalidad de nuestro trabajo el análisis conciliar. Pero ante la general toma de referencias en el Concilio para fundamentar las posiciones posteriores más dispares, parece conveniente resumir la actitud ante el Concilio de uno de sus protagonistas, que luego se convertiría en el Papa encargado de aplicar la renovación conciliar en una época especialmente delicada, a partir de octubre de 1978; el cardenal Karol Wojtyla.

Justo en el año 1972, cuando nacían los movimientos liberadores, el cardenal Wojtyla publicaba en Polonia un libro clave sobre la aplicación del Concilio Vaticano II, La renovación en sus fuentes, que se presenta expresamente como un manual introductorio y práctico para la aplicación de la renovación conciliar (Madrid, BAC, 1982). Insistamos: la doctrina de este libro es muy importante para comprender la posición del Papa actual ante el Concilio, y para proporcionarnos criterios de valoración sobre los movimientos liberadores que tantas veces han pretendido también apoyarse en el Concilio para su despliegue. El primer postulado conciliar según Wojtyla es «el postulado del enriquecimiento de la fe» (p 9), que consiste en «la cada vez más viva participación en la verdad divina (ibíd.) La fe es, ante todo, personal «una respuesta particular del hombre a la revelación que hace Dios de si mismo» (p 13). Y una participación «totalmente personal» (p 15). Aunque posee también un claro carácter social (p 16). Desde la fe se impone el dialogo, pero en relación con la propia fe (p 25). Le parece al cardenal que con motivo del Concilio se ha exagerado la dicotomía entre integristas y progresistas en vez de fomentar el «principio de integración» de todos en la misma fe, en la misma Iglesia (p 31 s.), con lo que aflora ya su gran respuesta a la teología de la liberación, que será la teología de la reconciliación en 1985 El misterio del hombre no debe resolverse solo en el interior aislado del hombre, sino que «solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (p 60), con lo que para el Papa actual, como para todo el pensamiento católico, a fuer de religioso, la alienación autentica no es, como para el marxismo, la relación con un falso dios proyectado desde la angustia humana, sino la privación de esa relación en el hombre aislado. «A la luz del magisterio conciliar, la redención es un espacio misterioso real en el que nacen y crecen los valores, sobre todo los humanos» (p 64). Es, por tanto, una concepción teocéntrica, cristocéntrica, frente al antropocentrismo que es la esencia del marxismo, trasplantada como veremos, a los movimientos liberadores en lo más propio de su ideología.

Pero el hombre no está aislado individualmente ante Dios, sino en relación en comunión (palabra clave del Concilio) con los demás hombres. Así en comunión debe realizarse la vocación comunitaria del hombre (p 93).

Una de las expresiones rescatadas por el Concilio fue la de Pueblo de Dios. El Pueblo de Dios es la concepción viva del Reino de Dios en la tierra. Una clave de los movimientos liberadores será exaltar la realización exclusiva, o virtualmente exclusiva, del Reino de Dios en esta vida, en este mundo. Pero el Concilio no dice tal «La Iglesia —interpreta Wojtyla— tiene una finalidad escatológica y de salvación, que solo en el siglo futuro podrá alcanzar plenamente» (p 125, Gaudium et Spes). Esto no quita a la Iglesia ni su realidad, ni sus raíces, ni su historicidad. «La conciencia de la Iglesia como Pueblo de Dios es histórica» (p 126). Pero no es exclusivamente histórica. «La Iglesia, inmersa en su propio misterio, esta siempre protegida frente a la historia» (p 128). Y es que «el Vaticano II distingue con claridad la evolución del mundo de la historia de la salvación» (p 135), si bien subraya «la participación de la Iglesia en la evolución del mundo incluso a través de su propia evolución» (p 139). Desciende el Papa actual a precisiones muy concretas, señala que el fenómeno de la socialización encierra algunos peligros y ofrece muchas ventajas (p 230) y prefiere interpretarlo en términos de solidaridad. Una doble historia frente al monismo de la TL.

Pero Wojtyla esta en el polo opuesto de quienes pretenden transformar la realidad social mediante la violencia. A la realidad social hay que transformarla «mediante una educación apropiada» y no solo a través de un análisis sociológico, sino sobre todo evangélico (p 232). Los cristianos pueden y deben intervenir en la vida política pero su misión es «el servicio del bien común (p 245), lo que excluye tomar partido por un grupo, por un estamento, por una sola clase. La actitud apostólica —rubrica Wojtyla— presupone, pues, una recreación creativa en la vida, en la cultura, en la actividad de la sociedad de la nación y del momento histórico» (p 280). Es evidente que, como Papa, Karol Wojtyla ha mantenido y profundizado esta interpretación conciliar que propuso como cardenal. Para el resto de este trabajo, esta será la referencia conciliar que aceptaremos nosotros. Completamente opuesta a la TL que brotaba entonces.

Pero la referencia conciliar que aceptan los liberacionistas es bien diferente, y puede resumirse en el libro El Vaticano II veinte años después compuesto por la flor y nata del liberacionismo español (Madrid «Cristiandad», 1985) en el que por supuesto no se hace una sola cita al libro del Papa Juan Pablo II que acabamos de recordar. José María González Ruiz reconoce su colaboración con la agencia de información teológica, inspiración holandesa y relación con el movimiento marxista PAX, llamada DOC, instalada en Roma como coordinadora del progresismo conciliar (p 49). González Ruiz critica la actitud conservadora del entonces arzobispo Wojtyla en el Concilio (p 51), y cree que «el pensamiento de Juan Pablo II sobre la restauración de la cristiandad perdida no se ha apagado ni mucho menos» (p 52), lo que entrevera con los habituales zarpazos de los liberacionistas del cardenal Ratzinger. Casiano Floristan interpreta la dialéctica conciliar entre conservadores y progresistas (p 68) y comunica unas notas muy sesgadas sobre la evolución de la Iglesia en América y en España, sin la menor profundidad. El trabajo de Jon Sobrino S.J. sobre el Vaticano y la Iglesia en América es un ejemplo de manipulación, sobre todo en el caso de la Conferencia de Medellín, cuyo parecido con la realidad es pura coincidencia (p 105). Cuando el lector haya repasado las interpretaciones del teólogo también jesuita José María Castillo a lo largo de este libro no se extrañará de sus conclusiones sobre «la Teología después del Vaticano II» ni sobre la acusación de involución que se dirige al pontificado de Juan Pablo II (p 138). El estudio de Torres Queiruga sobre la cristología después del Vaticano II es tan ingenuamente acrítico con los excesos del progresismo y el liberacionismo como todo este libro parcialísimo. Marciano Vidal en su estudio sobre el Concilio y la moral, aporta uno de los pocos estudios válidos y sugestivos de este volumen, calificación que no puede aplicarse al flojísimo alegato, más que estudio, de L. Maldonado sobre liturgia y sacramentos. El trabajo de V. Codina sobre espiritualidad es un ambicioso intento que queda en agraz, y el de J. J. Tamayo sobre utopías históricas y esperanza cristiana resulta escandalosamente ajeno al título desde el punto de vista de la historia del cristianismo, que reduce prácticamente al progresismo protestante y promarxista moderno. El profesor Díez Alegría diserta sobre el tránsito de la doctrina social de la Iglesia al mensaje social del Evangelio con una carga de incomprensión y ucronía que invalida sus pretensiones de originalidad. El esquema de J. Martínez Cortés sobre el proceso de secularización en España es de una ramplonería inconcebible. Flojísimos los trabajos del jesuita Duato y el ex jesuita Gimbernat y propaganda liberacionista pura la del apóstol marxista del liberacionismo Giulio Girardi, apoteosis de la teología de la liberación con que muy adecuadamente se cierra este conjunto lamentable.

«Ya durante el Concilio Vaticano II —apunta uno de los creadores del liberacionismo, el jesuita chileno Gonzalo Arroyo— algunos obispos del Tercer Mundo, encabezados por dom Hélder Câmara, habían tomado partido a favor del socialismo» (Fe cristiana y cambio social en América Latina, en adelante FC, Salamanca, «Sígueme» 1973, p 77). El teólogo de la liberación Enrique Dussel demuestra que el termino liberación es de raigambre bíblica (en el Éxodo y en el Evangelio de san Lucas), atraviesa toda la tradición cristiana, se convierte en momento esencial de la gnosis hegeliana, y experimentará después dos reactivaciones marxistas: la del marxismo original, que lo aplicará a la liberación del proletariado, y la del Frente de Liberación Nacional argelino, que en sentido leninista lo reinterpretará como «sentido nacional antiimperial», mientas Herbert Marcuse desde 1967, Jean Paul Sartre en su introducción a Frantz Fanón, y el pedagogo marxista brasileño Paulo Freire lo asumen ya con plena connotación marxista, de la que no será depurado, sino todo lo contrario, al pasar, en el mismo contexto histórico, a la terminología del liberacionismo cristiano (E. Dussel, Historia de la Iglesia en América Latina, Barcelona, «Nova Terra», 1974, 3a ed, paginas 348 s.) Durante los años sesenta, al calor del Concilio, numerosos jóvenes profesores de Iberoamérica estudiaron teología, filosofía y ciencias sociales en Europa. La CELAM (Conferencia Episcopal Latinoamericana) coordinó y «continentalizó» la actividad intelectual de estos profesores, que se concreta y potencia desde el comienzo de los años sesenta en instituciones teológico-sociales, como el DESAL (Centro para el Desarrollo Económico y Social de América Latina, 1961) y el ILADES (Instituto latinoamericano de Doctrina y Estudios Sociales, 1961) en Santiago de Chile. Los centros de liturgia y catequesis, creados en el primer lustro de los años sesenta, contribuyen al debate interno sobre la Iglesia ante la sociedad de Iberoamérica, donde se destaca el Instituto de Pastoral latinoamericana, que organiza su primera reunión en Puerto Rico en el año 1964, y en el 65 un importante curso en Sao Paulo, donde ya intervienen Segundo Galilea y Joseph Comblin, dos pioneros de la liberación, y en el 66 se afianza como «equipo itinerante» con el jesuita uruguayo Juan Luis Segundo, el teólogo español Casiano Floristan, y el profeta heterodoxo Ivan Illich, la coincidencia conciliar de estas fechas es muy interesante, así como la temprana aparición de miembros de la Compañía de Jesús y de teólogos españoles como precursores de la liberación «En el Brasil —dice Dussel— se distingue una línea profética, desde 1964, ante el Estado burgués militarista» (E. Dussel op cit, p 347).

Como veremos, los movimientos liberadores iniciaran ya irreversiblemente su andadura después de la Conferencia de Medellín en 1968. Por eso resulta tan complicado, y tan necesario, trazar sus antecedentes en los años anteriores, durante la década del Concilio. Segundo Galilea es hombre del IDO-C relacionado con el movimiento PAX (FC 417) y fue director del Instituto de Pastoral Latinoamericana de la CELAM que dirigía en Quito el año 1972 Joseph Comblin, de origen belga, era en 1962 1963 profesor de teología en la Universidad Católica de Santiago de Chile, y simultáneamente desde 1965 profesor en el Instituto de Teologia de Recife (Brasil). Desde 1968, profesor en el Instituto de Pastoral de la CELAM en Quito. Volvió a Lovaina en 1971 y fue expulsado del Brasil en 1972 (FC 417). Es uno de los glandes promotores y analistas de la teología de la liberación. Pero Dussel, el historiador del equipo liberacionista, dice con razón que «la teología, pensar temático, viene pues del compromiso profético, praxis existencial». En este ambiente de agitación, cuando los pioneros del liberacionismo tomaban los puntos claves en los organismos de la CELAM, como acabamos de ver, aparece el primer escrito que puede adscribirse ya a la teología de la liberación propiamente tal. La pastoral de la Iglesia en América Latina (octubre de 1968) que defiende la pastoral profética sin adentrarse aún de forma expresa (aunque sí latente) en el problema político, su autor era un sacerdote indio peruano de 40 años, llamado a ser el padre de la teología de la liberación, Gustavo Gutiérrez. Su pensamiento maduró rápidamente, y en 1969 el servicio de documentación de la JECI, en Montevideo, le publica Hacia una teología de la liberación. Pero ya era después del gran toque de rebato de los liberacionistas en torno a la Conferencia de Medellín (E Dussel, op cit, p 349).

Tanto los rastreos —desde dentro— de Enrique Dussel, como el testimonio —tan inmediato— del cardenal López Trujillo, nos muestran que en vísperas de Medellín actuaban ya, sin duda, los fermentos europeos de la teología política y de la influencia marxista en los precursores del liberacionismo, procedentes algunos de Europa, y formados otros en Europa. Pero en el ambiente general de la fermentación eclesiástica iberoamericana antes de Medellín los influjos que pueden detectarse con claridad son dos: uno autóctono, el marxismo pedagógico del brasileño Paulo Freire y otro foráneo, las teologías de la revolución y de la violencia que llegaron a Iberoamérica por los escritos de dos teólogos disidentes europeos: el ex salesiano Girardi y el dominico Blanquart. Estudiaremos en un capitulo posterior las influencias europeas de origen germánico, transmitidas en buena parte a través de cauces españoles y jesuíticos, ahora resumiremos brevemente estos influjos que se reconocen como previos a la Conferencia de Medellín.

Paulo Freire es una fuente autóctona de los movimientos liberacionistas según López Trujillo (De Medellín, p 172 ss.) y Dussel (Historia, p 349). Se trata de un pedagogo cuyas obras fueron ampliamente difundidas en España por el aparato editorial de propaganda marxista a partir de 1973, cuando se inicio la apertura en el campo editorial. Freire se presentaba inicialmente como sociólogo y educador, aunque terminó quitándose la careta y declarando su primordial interés en la difusión del marxismo revolucionario. Según Dussel es Freire el importador del concepto de liberación para América en sentido plenamente marxista desde 1964. La concientizacion o toma de conciencia revolucionaria de clase por parte del pueblo —la palabra clave de Freire— es correlativa de la liberación revolucionaria. López Trujillo cita a Hugo Asmann, Joseph Comblin y al propio Gustavo Gutiérrez como asimiladores de las directrices de Freire. «Desde el punto de vista intelectual —decía Comblin en la revista chilena Mensaje, portavoz del liberacionismo como veremos— conviene mencionar la llamada teología de la liberación. Intención y proyecto, más que sistema elaborado, era y es un desafío, si hubiera que dar un patrono a ese movimiento intelectual, convendría evocar a Pablo Freire, cuyos temas han influenciado casi todo lo que sucedió en la Iglesia latinoamericana en los últimos quince años». Esta importante confesión, publicada al comenzar los años setenta, en los balbuceos del liberacionismo (Mensaje, n.º 253, página 494) demuestra con suficiente claridad el carácter precursor del marxista Freire en los movimientos de la liberación.

Pero simultáneamente incidían en el caldo de cultivo de la Iglesia iberoamericana los postulados del dialogo cristiano-marxista En su intervención de El Escorial, en 1972, Gustavo Gutiérrez —que en sus recientes intervenciones en España se muestra infinitamente más moderado, quizá más encubridor— decía «La fe comenzó a surgir como motivadora y justificadora de un movimiento revolucionario. Así nacieron la teología de la revolución y la teología de la violencia, elaborada inicialmente por teólogos no latinoamericanos, encontró caja de resonancia en cierta teología alemana y fue traducida en América Latina» (FC 233) El portavoz principal de la nueva moda teológica es el ex salesiano Giulio Girardi, profesor entonces en el Ateneo de su congregación en Roma, pero que antes de Medellín había dado a conocer escritos sobre humanismo marxista, muy en la línea del dialogo entre marxistas y cristianos, pero sin asumir aún de forma descarada, antes de Medellín, la identidad revolucionaria del cristianismo nuevo. «También llegaron a nuestro Continente —dice López Trujillo— escritos de Paul Blanquart, sacerdote dominico, profesor en el Instituto Católico de París. Abiertamente sostenía la posibilidad y urgencia de adoptar la metodología marxista y de la cooperación cristiano-marxista. En esto fue siempre irreductible Su lenguaje penetró en algunos latinoamericanos, y se hizo corriente la utilización de la racionalidad científica atribuida directa y expresamente al análisis marxista» (A López Trujillo, La teología de la liberación datos para su historia, en Sillar 17 [1985], p 23 y ss.) La influencia de Freire, Girardi y Blanquart en los principales teólogos de la liberación es evidente. Ver por ejemplo la asunción de tesis esenciales de los tres en Gustavo Gutiérrez (Teología de la liberación, ed de 1984, pp. 349, 353, 356, y para Blanquart, passim, de la p. 74 a la 321, para Freire, varias citas entre las pp. 132 y 215). Pero como detecta bien López Trujillo, antes de Medellín toda esta siembra no había cobrado aún presencia dominante, y ni siquiera los autores citados se habían definido con la personalidad que asumieron claramente, tajantemente, desde 1968-1969. La agitación conciliar se notaba también en la proliferación de rebeldías dentro de la Acción Católica en varias naciones (sobre todo Brasil) y en la creación de sociedades sacerdotales prerrevolucionanas, como el grupo Golconda, tras las huellas de Camilo Torres, en Colombia, el grupo ONIS, en Perú, Iglesia Joven en Chile y Sacerdotes para el Tercer Mundo en Argentina (cfr. López Trujillo, Sillar, op cit, pagina 22 y ss.)

Se va perfilando pues, ante este conjunto de información relativamente inconcreta y confusa, una doble hipótesis que antes de la Conferencia de Medellín no habían fraguado todavía los movimientos liberacionistas más que en estado de agitación y latencia, y que los movimientos liberacionistas, y concretamente la teología de la liberación, que se empieza a concretar en la estela de Medellín, son entidades híbridas de Europa y América, con un claro proceso de interfecundación. Las motivaciones y algunas interpretaciones iniciales son autóctonas, las formulaciones vienen por cauces europeos, o se obtienen por trasplante en tierras de América No cabe ni el orgullo continental americano de proclamar (como tantas veces se hace) que por fin una fuerte corriente de pensamiento y de acción nacida originalmente en América se desparrama luego por todo el mundo, ni la tesis contraria, que niega toda originalidad de pensamiento y de acción a los movimientos americanos, a los que se considera como simples satélites y dependencias del pensamiento y las directrices estratégicas europeas. Esta doble hipótesis debe tenerse muy en cuenta en el resto de nuestra investigación informativa.

«A la altura de la Conferencia de Medellín —dice certeramente el cardenal López Trujillo— solo aparece un esfuerzo positivo en torno a la liberación, de impronta teológica y pastoral, sugerente y aceptable. No emergen todavía, en los niveles de la elaboración de documentos de obispos, los liberacionismos de inspiración marxista». Los obispos de América habían formulado ya una primera respuesta, muy valiente, a la Encíclica Populorum progressio de 1967. Medellín es la gran eclosión de la CELAM, creada en 1955 y volcada hacia la realidad profunda del Continente desde 1963 gracias a la orientación del obispo chileno Manuel Larrain, que creó departamentos para cada área pastoral. Desde 1966 se organizaron en estos departamentos encuentros diversos —hemos aludido ya a algunos— que actuaron como centros de fermentación (cfr Gustavo Gutiérrez, TL n.º 175). La CELAM convoco la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en la ciudad colombiana de Medellín para el mes de agosto de 1968

Los liberacionistas afirman taxativamente que la teología de la liberación nació en Medellín, ver Joseph Comblin en FC, p 124, y Gustavo Gutiérrez, TL, p 175 ss. Sin embargo no fue así. Hemos de aceptar el documentado testimonio de monseñor López Trujillo, gran intérprete de aquella Asamblea, y después secretario general y presidente de la CELAM. En su libro De Medellín a Puebla, López Trujillo analiza exhaustivamente el contenido y el ambiente de la Conferencia de Medellín. «Medellín —dice— partió de una visión de la realidad. Sus conclusiones fueron precedidas por la lectura de los signos de los tiempos en América Latina» (op cit, p 218) Es cierto que la realidad se vio también como praxis. Pero «no ha de buscarse una impostación marxista del concepto para traducir su significación» La praxis es la vida de la Iglesia, no la vida de la revolución. Medellín acepto el hecho de la dependencia de los países subdesarrollados respecto de los ricos como condicionante de la situación angustiosa de Iberoamérica. Medellín, en uno de sus momentos más duros, llega a hablar de violencia institucionalizada para describir la situación estructural de injusticia. Pero la utopía evangélica de Medellín es «definidamente alérgica a todos los de terminismos». Se considera a la liberación como signo de los tiempos pero la liberación de Medellín no es restringida ni clasista, sino integral, contra el pecado como principal opresor. Todas las esclavitudes que agobian al nombre, se integran en el compromiso liberador «No se excluyen —sigue el cardenal— las dimensiones políticas, económicas etcétera, pero la liberación no se agota en ellas». Y debe realizarse en total sintonía con la Iglesia «sin que su identidad se oscurezca o evapore. En Medellín se acude al magisterio pontificio. Se utilizan indistintamente los términos «desarrollo integral» (vetado por los liberacionistas) y liberación. La clave pascual es lo más característico de la reflexión teológica en Medellín.

«La lucha por la justicia —resume López Trujillo— no estimula los conflictos de clases en sentido marxista ni exaspera la dialéctica de lo conflictivo. Es una opción que no le es desconocida, pero que no comparte. Medellín con fuerte lenguaje profético invita, apela, no excomulga ni exacerba los grupos. La asamblea de Medellín no vio tampoco en la violencia el remedio de los problemas sociales. Las líricas apologías a las guerrillas y la exaltación de la personalidad de los alzados en armas en las selvas o en las montañas no ha sido su lenguaje» (López Trujillo, De Medellín p. 223 ss.)

Medellín vetó expresamente el liderazgo y la militancia política de los sacerdotes. Repudió la violencia revolucionaría como recurso normal pese a que el alzamiento contra estructuras evidentemente injustas es aceptado pero descalificándolo en la práctica por las dificultades insalvables que encierra el proceso de guerra civil. Se descalifica también a los sectores dominantes que con frecuencia consideran como acción subversiva «todo intento de cambiar un sistema social que favorece la permanencia de sus privilegios». Y la clave para una solución duradera tiene que ser reconciliación, no el conflicto.

Esta es la liberación que pretendió Medellín, esta es la interpretación auténtica de Medellín que tiene signo pastoral y no revolucionario. Pero el avance ante anteriores posiciones colectivas del Episcopado había sido tan enorme y notorio que los fermentos liberacionistas se lanzaron inmediatamente sobre la estela de Medellín para intentar —con notable éxito— una inmensa manipulación de la Asamblea, es la interpretación revolucionaria y reduccionista de Medellín. Nació ante todo, la primacía de lo político. «De ahí surgieron —dice López Trujillo— una serie de slogans que se corrieron precipitadamente por doquiera. «Todo es política. El Evangelio es política. La Iglesia es política. No corearlos representa ingresar en las esferas sombrías de los refractarios al cambio» (Op. cit. p. 230). «Esa interpretación reductiva de la Conferencia de Medellín —concluye López Trujillo— sirvió de catalizador paria la amalgama de influencias y para una primera formulación en un folleto de Gustavo Gutiérrez que nació como instrumento de reflexión en una reunión interamericana celebrada en Caracas. La atmósfera se había enrarecido en el interior de la misma CELAM. Algunos de sus institutos no solo mostraban su simpatía por los novedosos planteamientos, sino que los defendían en distintas cátedras (op. cit. Sillar, pagina 26).

Este momento es vital en la historia de los movimientos liberacionistas. Mercee la pena ver como se gestó la reducción de Medellín.

«Empezó —dice López Trujillo— un movimiento de reducción de la II Conferencia del Episcopado de América latina a una sola conclusión, y esta a unos pocos números Se trataba sobre todo del numero 16 de Paz, lectura lícita y valerosa de la Encíclica Populorum progressio, que se tomó luego como apología de una praxis revolucionaria. El lema de la violencia institucionalizada dio para mucho, y se justificaba cualquier tipo de reacción violenta contra el pecado mortal plasmado en la violencia del Estado capitalista. Todo esto en la coyuntura del nacimiento y fortalecimiento de las guerrillas, por una parte, y de la represión militarista por otra (op. cit., Sillar, p. 25).

En medio de la interpretación reductiva de Medellín se concentran y se coordinan los siguientes fenómenos históricos: primero, el desbordamiento de lo político como acabamos de indicar; segundo, la potenciación y proliferación de los grupos sacerdotales ya predibujados antes de Medellín; tercero, la influencia y la intercomunicación de determinadas corrientes europeas, algunas de signo netamente marxista, y cuarto, la irrupción abierta (porque ya estaba larvada) de los factores estratégicos. De todo iremos dando cuenta en el resto de nuestra investigación.

LAS ACTAS DE MEDELLÍN

Las consideraciones anteriores sobre la Conferencia de Medellín se basan en documentados testimonios de autoridad. Nunca ha sido tan preciso en sus consideraciones y conclusiones el cardenal López Trujillo, por ejemplo. Pero la importancia histórica liminar de Medellín y las tergiversaciones de que las ideas de Medellín han sido objeto nos invitan a profundizar más en las Actas de la Conferencia, que citamos según la versión brasileña: A Igreja na actual transformação da América latina à luz do Concilio (8.º ed., Petrópolis, «Vozes», 1985).

La II Conferencia General del Episcopado latinoamericano se abrió con una importantísima intervención personal del Papa Pablo VI, en su primera visita a Iberoamérica; curiosamente esta decisiva intervención papal apenas se cita y, por los liberadores, se encubre. El Papa reconoce «la larga, compleja e infatigable acción evangélica de estos inmensos territorios» (op. cit. p. 9) para la que fueron realizados «esfuerzos sobrehumanos» (p. 10). Advierte de los peligros que pueden acarrear las falsas novedades y el abandono de la filosofía perenne y «de los grandes maestros del pensamiento cristiano»; afirma que «desgraciadamente, también entre nosotros algunos teólogos no van siempre por el camino recto», porque cultivan «el vacío… invadido frecuentemente por una superficial y casi servil aceptación de filosofías de moda, muchas veces tan simplistas como confusas» (p. 12). La arrogancia de esos teólogos induce «al libre examen, que rompe la unidad de la propia Iglesia» (ibíd.) hasta el punto que se pretende «seculariar el cristianismo», liberarle —en frase de Cox— «de la forma de neurosis llamada religión» y «ofrecer al cristianismo una nueva eficacia toda ella pragmática» (p 14).

Tías esta valiente denuncia de la nueva «mística» de la praxis, Pablo VI condena la confrontación de la Iglesia institucional «con otra presumida Iglesia llamada carismatica» (p 14) defiende la doctrina social de la Iglesia, tan denostada ya entonces por los precursores del liberacionismo y si bien repudia las cobardías de los opresores de la sociedad, rechaza de forma expresa toda violencia como solución (p. 17). Y afirma taxativamente «Entre los diversos caminos que llevan a una justa regeneración social, no podemos escoger ni el del marxismo ateo ni el de la rebelión sistemática, ni mucho menos el del derramamiento de sangre y la anarquía» (p 18).

Tras este luminoso aviso de Pablo VI, que no solamente es doctrina de Medellín sino la doctrina más importante de Medellín, y que jamás se cita por los liberacionistas, las Conclusiones de la Conferencia, divididas en varios capítulos, representan una vigorosa posición de la Iglesia de Iberoamérica para adaptarse al mundo real en que se desenvuelven sus comunidades, pero es una toma de posición sin rupturas revolucionarias con profunda inserción en la tradición y el magisterio de la Iglesia universal y de la Santa Sede, con espíritu profundamente reformista pero de ninguna manera revolucionario ni menos agresivo y violento. Leídas las conclusiones en su conjunto, confirman de lleno el diagnostico que debido al cardenal López Trujillo hemos anticipado sobre ellas. Dicen los obispos de América que «nuestros países conservan una riqueza cultural básica nacida de valores religiosos que florecieron en una conciencia común y fructificaron en esfuerzos concretos de integración» (p. 36). En el apartado Justicia reconocen que la misma como hecho colectivo, es una injusticia que clama al ciclo (página 47). Y por eso, «para nuestra verdadera liberación, necesitamos todos de una profunda conversión para que llegue a nosotros el reino de justicia y de paz» (p. 48). Critican las insuficiencias de los sistemas liberal-capitalista y marxista para resolver los problemas del Continente, «uno porque presupone la primacía del capital, el poder del mismo y su discriminante utilización en función del lucro, el otro, aunque ideológicamente sustente un humanismo se refiere con exclusividad al hombre colectivo, y en la práctica se traduce en una concentración totalitaria del poder del Estado» (p. 51). El apartado Paz es el más polémico y nada tenemos que añadir ahora a las precisiones, exactísimas del cardenal López Trujillo, por ejemplo en el debatido caso de la violencia revolucionaria, que Medellín evidentemente rechaza como táctica cristiana (p. 62). Debemos insistir en la prohibición de que los sacerdotes ejerzan liderazgo político (p. 125) y en las importantes referencias a las comunidades de base como estructura pastoral, sin el menor asomo de célula revolucionaria y en plena comunión con el Episcopado (p. 152).

¿Qué hay en estas esplendidas Actas de Medellín, sobre las que hemos ofrecido, desde dos ángulos, un resumen necesariamente incompleto, que permita montar sobre ellas el tinglado de los liberacionismos? Nada, como no sea una formidable manipulación El despliegue de Medellín es adaptación valiente de un proyecto pastoral cien por cien, nunca revolucionario ni menos subversivo. Los movimientos liberacionistas son la degradación y la prostitución de Medellín, no su consecuencia eclesial.