X. NUEVOS DATOS SOBRE LA DESINTEGRACIÓN DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS ANTE LA CRISIS DE LA LIBERACIÓN

Lo mismo que nos sucedió en el primer libro, al llegar a este capítulo específico sobre la Compañía de Jesús en relación con los movimientos de liberación también ahora vemos que sin la intervención de los jesuitas progresistas hubiese quedado truncado el relato de los capítulos anteriores. (Y también sin reseñar la intervención positiva de los jesuitas ignacianos al servicio de la Iglesia y del Papa). La participación de los dos sectores de la Compañía de Jesús, o como quieren ya algunos pesimistas, de las dos Compañías de Jesús, en los hechos referidos hasta ahora en este libro resulta esencial, y por eso la hemos tenido que adelantar en muchos casos, para no desvirtuar los hechos, a lo largo de los capítulos anteriores. Ahora vamos a enfocar específicamente la actuación de los jesuitas en torno al liberacionismo; y en el siguiente capítulo vamos a estudiar algunos hechos sobre la crisis de otras instituciones religiosas sin pretender con ello agotar el tema, para el que sería necesario al menos otro libro especial.

En el primer libro abríamos la parte dedicada a la Compañía de Jesús con un resumen histórico de sus insignes servicios a la Iglesia durante los últimos cuatro siglos y medio. Abrimos también este capítulo con unas consideraciones históricas que nos sugieren algunos libros muy recientes y muy comentados sobre la historia de los jesuitas.

Nuevas comparecencias de la Compañía de Jesús ante la Historia: el escándalo de Malachi Martín

La Compañía de Jesús, al ser la Orden religiosa más importante de la Iglesia católica, se ha convertido, desde su nacimiento, en signo de contradicción y ha suscitado siempre un gran interés en el mundo de la polémica, la sociología y, a fin de cuentas, la Historia. Ya vimos en el primer libro cómo tras la estupenda síntesis histórica sobre la Compañía escrita por el jesuita norteamericano Bangert y publicada en España por «Sal Terrae» (que terminaba mal y en punta, con una faena de aliño sobre los conflictos de la Compañía de Jesús en nuestro tiempo resumidos de forma insuficiente y parcial) se ha publicado también recientemente en España el libro Los jesuitas, de Alan Woodrow, redactor religioso de Le Monde («Planeta», 1985). El libro pasó justamente sin pena ni gloria, y el comentario del padre Manuel Alcalá en Ya (7 de setiembre de 1985) muestra que los jesuitas progresistas le miran con benevolencia. Es una historia superficial y muy insuficiente, que estropea extra chorum su información sobre la crisis actual de la Compañía de Jesús, y que capta deficientemente la implicación de la Orden en la crisis liberacionista.

Además del libro de Woodrow, y de otros varios estudios monográficos y sectoriales sobre algunos aspectos de la historia de los jesuitas (a los que nos referiremos en las siguientes secciones de este capítulo) han aparecido muy recientemente otros dos libros con pretensiones de síntesis amplia, que debemos analizar muy de cerca: el del jesuita Guido Sommavilla y el del ex jesuita Malachi Martín. Este segundo libro ha provocado un escándalo interno en la Orden (dentro de los Estados Unidos) del que poseemos una curiosa documentación. Vamos a ello.

Guido Sommavilla: una gran síntesis, una autocrítica prometedora

El libro del padre Sommavilla es infinitamente más interesante que el de Woodrow (La Compagnia di Gesú, Milán, «Rizzoli», 1985). Viene presentado por el cardenal de Milán, Cario María Martíni, S.J., un aval de primer orden. Es una síntesis de las mejores historias de la Orden, escrito con humildad, pero con profundidad y desde una vivencia entrañable que no resta, sin embargo, objetividad al libro. Algunos tratamientos monográficos, como las misiones extranjeras, el problema de las Reducciones en el Paraguay, los ritos orientales, están tratados con amplitud pero sin romper la armonía del conjunto. Desde dentro de la Orden, el padre Sommavilla asume también una actitud crítica, que le permite reconocer la crisis actual en la segunda mitad del siglo XX, y asumir la opinión de otros eminentes historiadores, como el jesuita Cordara, sobre dos grandes causas de la ruina de la Compañía durante el siglo XVIII; la envidia de los demás y la soberbia colectiva propia. Revela bastantes detalles anecdóticos no conocidos del gran público —a quien se dirige la obra— como la condición de candidatos a la Compañía que durante un breve tiempo ostentaron Robespierre, Heidegger y Jansenio.

Concibe original y profundamente a san Ignacio como un «místico trinitario». Trata el doloroso problema de la supresión de la Orden en el XVIII con garra y profundidad, piensa que los jesuitas cayeron víctimas de una conjura en regla por parte de las Cortes borbónicas ilustradas, y que el abatimiento de la Compañía fue una pieza esencial en el movimiento general de secularización que llega hasta hoy. A medida que el autor se acerca a nuestro tiempo aumenta el interés del libro. El capítulo IX, entre los Concilios Vaticanos I II, la Compañía vive «en el ojo del ciclón», pero llega a la expansión y a la influencia máxima de su historia. La cumbre del libro llega en el capítulo X, tras el Vaticano II, Entre arenas movedizas. Sommavilla, con guante blanco, propone una crítica no menos formidable a las desviaciones de la Orden ignaciana entre el Papa «hamlético» y el general «ambiguo»: Pablo VI y el padre Arrupe. Es cierto que no trata prácticamente las aberraciones de los jesuitas liberacionistas en América y no vincula la génesis y desarrollo del liberacionismo a la crisis contemporánea de la Compañía de Jesús. Pero reconoce (con datos insuficientes y todavía bastante optimistas) el desfondamiento numérico de la Orden en la etapa Arrupe, las tormentas internas y papales de las Congregaciones Generales XXXI y XXXII y sobre todo la desviación inexplicable de la Compañía respecto del mandato papal en la lucha contra el ateísmo, que los jesuitas, desde la cumbre, han tergiversado como «servicio a la fe y la justicia» que es cosa diferente. Este reconocimiento, avalado nada menos que por el cardenal Martíni, y por los expertos en historia de la Compañía que han revisado la obra con carácter oficioso y censorio, me parece en sí mismo un hecho positivo e importante. La controversia —todo lo humana y dialogante que se quiera— ordenada por el Papa entre jesuitas y ateos, ha sido simplemente mancata, escamoteada por la Compañía, según la dura expresión del autor (p. 266). Quien aduce un tremendo testimonio de algunas comisiones internas formadas para evaluar el cumplimiento del mandato papal: la comisión italiana respondió lisa y llanamente en 1972 que «no se había hecho nada» (p. 269).

Cierto que esta crítica es incompleta y benévola. Como hemos visto en el primer libro y en éste, los Papas han ido mucho más lejos y Sommavilla no lo oculta del todo. Pero es muy importante que se alcen voces sensatas en la Compañía de Jesús con este género de autocrítica ante la opinión pública.

Cómo y por qué se ha estrellado Malachi Martín

Mis antenas informativas entre los jesuitas norteamericanos —con cuya amistad me honro en algunos casos— empezaron a vibrar intensamente con la noticia de un libro: The Jesuits, del ex jesuita irlandés, publicista prolífico y ex profesor del Instituto Bíblico de Roma (institución de máximo nivel dirigida por la Compañía de Jesús) del que había salido, así como de la Orden, en extrañas circunstancias, tras una trayectoria de escasa convivencia y, según sus adversarios, acusada misantropía. (Sus partidarios en cambio exaltaban su formidable sentido crítico, erudición y conocimiento de la Orden y de la Iglesia). El libro lleva un subtítulo bien claro: La Compañía de Jesús y la traición a la Iglesia católica romana. El libro se editaba en una de las grandes casas de América, «Simón y Schuster»; y recibió una promoción formidable por una de las cadenas de televisión nacional. Era un best-seller en potencia.

Entonces el aún más formidable aparato de comunicaciones de la Compañía de Jesús en los Estados Unidos se puso en funcionamiento. Lectores expertos detectaron bastantes fallos de hecho y de interpretación en el libro y los Provinciales decidieron aplastarlo. El 2 de febrero de 1987 el padre Joseph J. MacHugh, coordinador de la campaña, facilitaba en nombre de la Jesuit Conference una dura nota de prensa en que se revelaba que Malachi Martín había dejado la Orden’ en 1964; y un detallado dictamen escrito por el eminente historiador de la Compañía John W. Padberg.

Junto a esta nota de prensa para el público, el padre MacHugh enviaba una nota reservada (12 de febrero) a todos los Provinciales, socios (una especie de secretarios particulares del Provincial) y contactos de comunicación de la Compañía de Jesús con las réplicas citadas y unas instrucciones para la controversia general contra el libro de Martín. En ellas se anunciaba el lanzamiento del libro para el 17 de febrero; en TV, ante millones de espectadores: «Por tanto —dice el revelador documento, que tengo delante— creo que debemos ser tan agresivos como podamos al asegurarnos de que este material circule». Brindo, por cierto, esta recomendación de agresividad a mi amigo José María Escudero, apóstol de la moderación en las polémicas.

Sugiere el coordinador que ese material se envíe a los obispos y a todos los jesuitas con contactos informativos de forma que la refutación llegue a todos los críticos y comentaristas. Sugiere también que desde los pulpitos se advierta sobre la aparición del fementido libro en radio y TV, y se facilita la fórmula del aviso. «Después de consultar a bastantes personas —prosigue— estamos convencidos de que necesitamos ser agresivos para contrarrestar la mala publicidad que el libro pueda generar». La nota reservada termina asegurando humildemente que los materiales de refutación se han preparado con mucha prisa pero que son estupendos. Depende.

El editorial que efectivamente apareció en la gran revista de los jesuitas América (21-11-1987) es una colección de insultos y descalificaciones a Malachi Martín y al libro, del cual se señalan algunos errores (bien señalados) entre adjetivos resonantes: «artefacto literario», «ni hechos ni ficción», «mentiroso y romo», el intraducibie phony, etc.; para suponer al final que el libro no se dedica a la Virgen de Fátima sino al enriquecimiento del autor, al que se recomienda que entregue sus beneficios a una institución de caridad. El editorial en cambio no reconoce los posibles méritos, ni la justeza de algunas denuncias del libro; trata de destruirle mediante la descalificación, no mediante el análisis. Se nota demasiado el cabreo y Malachi Martín no habrá sufrido mucho daño con esta fallida carga de profundidad.

En cambio el detenido comentario del historiador padre Padberg sí que afecta gravísimamente a la credibilidad de Malachi Martín y su libro. Es el gran alegato de un profesional. No exento de dureza; empieza con la descalificación de «500 páginas de tergiversación, falsedad e imaginación exaltada» y termina con una abierta presunción de infamia. Acusa a Martín de haber introducido al menos treinta y cinco errores de hecho, algunos realmente muy graves; de no contrastar ni citar sus fuentes; de inventarse escenas, y de no comprender el verdadero trasfondo de los problemas que han afectado a la Compañía.

Malachi Martín queda realmente mal tras este rodillo de un historiador profesional. Que sin embargo, al cumplir el encargo de sus superiores para suministrar materiales de polémica, renuncia a la autocrítica; y no se digna rastrear ni por un momento el fondo o los aspectos de verdad que puedan encerrar las tesis del autor criticado. La defensa de la decisión de la Compañía ante el mandato papal sobre el ateísmo, por ejemplo, y las tensiones de la Orden con tres Papas seguidos son problemas tratados por el padre Padberg de forma superficial, parcial y muy insuficiente; su colega el padre Sommavilla, desde dentro de la Orden, lo intenta con mucha mayor seriedad. Suponer que los jesuitas contrarios a la tendencia de la Congregación General XXXI son en todo el mundo unos doscientos entre veinticinco mil parece broma. Los innovadores revolucionarios sí que son una minoría, muy audaz y decidida, que se ha impuesto por métodos antidemocráticos y antihistóricos a una mayoría ligada ejemplarmente por el voto de obediencia que esa minoría ha utilizado para el descarrilamiento de la Compañía de Jesús. Por lo demás algunas objeciones del padre Padberg parecen un resabio de escolástica decadente.

La contraofensiva de los jesuitas contra Malachi Martín dio bastante resultado. Me han llegado docenas de recortes antiMartín que demuestran la eficacia demoledora de la red jesuítica de comunicaciones en los Estados Unidos. Algunas críticas reproducen los argumentos del padre Padberg y tienden a la descalificación del autor y del libro. Han circulado también profusamente entre las residencias de la Compañía de Jesús y en ambientes intelectuales USA críticas más serenas, en que se aceptan algunas intuiciones del ex jesuita irlandés, pero se critican sus graves fallos de hecho y de método; en algunas de estas críticas se contrapone la decepción producida por el libro de Martín a la general aprobación que suscitó en los mismos medios el primer libro de quien esto escribe, Jesuitas, Iglesia y marxismo. Tampoco le han faltado a Malachi Martín críticas intensamente favorables, como la de Charles C. Fiore en The Wanderer, 19 de febrero de 1987. Pero después de este conjunto de opiniones ajenas conviene que expresemos directamente nuestra opinión sobre el controvertido libro. No sin anotar una curiosa discrepancia. Que empezó como coincidencia cuando en 1985 aparecieron en ABC mis primeros artículos sobre la teología de la liberación, de los que pronto nació mi primer libro, y los Provinciales de la Compañía de Jesús en España comunicaron una nota oficial en que trataban de descalificarme con procedimientos semejantes a los utilizados contra Malachi Martín. Lo malo es que Jesuitas, Iglesia y marxismo resultó luego un hueso más duro de roer; allí estaban los textos, los documentos y las notas bien claras y entonces los Provinciales decidieron, prudentemente, callar. Mucho mejor para todos.

Malachi Martín no es un cualquiera. No llega cualquiera al Pontificio Instituto Bíblico, uno de los centros culturales y académicos más importantes de la Iglesia y de la Compañía de Jesús. Actuó durante el Concilio como asesor del cardenal Agustín Bea, S.J., uno de los hombres más influyentes en la Compañía y en la Iglesia. Es verdad que el libro de Martín apenas comunica sus fuentes, y es que seguramente se basa en testimonios orales y de ambiente. Los hechos así fijados son bastantes veces ciertos. Por ejemplo Malachi Martín describe el Pacto de Metz (y además le llama así) entre el Vaticano y Moscú, poco antes del Concilio, con precisión que en este libro hemos corroborado documentalmente, aunque Martín no lo hace. La escandalosa salida de la Compañía de Jesús de uno de los asistentes de Arrupe (ya relatada por nosotros en el primer libro) se refiere por Martín con seguridad, aunque sin fuentes. Las fuentes, muchas veces, existen; pero él no las cita.

Su alejamiento de la Compañía desde 1964, y su misantropía anterior, le ha cegado muchos accesos de información. Y le ha permitido incurrir en errores tremendos, como llamar reiteradamente jesuita al sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez. En cambio, algunas intuiciones de Malachi Martín son muy certeras, y no se pueden destruir con pequeñas argucias escolásticas como han intentado los jesuitas americanos. Por ejemplo las graves y continuas tensiones entre el padre Arrupe y los tres últimos Papas tal vez no produjeran un estado de guerra como dice Martín, pero desde luego no surgieron en una paz octaviana.

Tiene razón Malachi Martín al inscribir la crisis de la Compañía de Jesús, y concretamente las desviaciones de la Compañía en Centroamérica, dentro de un contexto estratégico mundial. Pero se equivoca de medio a medio al concretar ese contexto estratégico. Se ha esforzado en ofrecernos un cuadro detallado sobre los jesuitas en relación con la confrontación de bloques en Centroamérica, y algunas de sus informaciones son interesantes. Entreveradas sin embargo de errores garrafales, como confundir a los dos hermanos Cardenal, el ex jesuita y el ex trapense; y sobre todo cuando atribuye la iniciativa estratégica del marxismo-leninismo centroamericano a los jesuitas, cuando realmente algunos jesuitas se comportan como si fueran compañeros de viaje y acólitos de los auténticos estrategas, que operan desde Managua, desde Cuba y desde los grandes centros de poder revolucionario a distancia. Piensa que Fernando Cardenal es «muy inteligente, un filósofo muy listo» (p. 54), cuando los testimonios directos y seguros que yo poseo le describen como un apogeo de cortedad. No comprendo cómo Martín insiste en que la rebeldía antipapal de los jesuitas databa ya de un siglo cuando estalló en medio de los años sesenta; no es verdad. En cambio algunos fermentos de rebeldía detectados durante la época de Pío XII sí son ciertos, aunque no en el sentido que Martín cree.

Malachi Martín es un ultramontano, aunque naciera «a este lado de los montes». Sus retratos de Teilhard de Chardin y de Rahner nos hacen suponer que sólo los conoce por referencias negativas. Su descripción del modernista Tyrrell contrasta con la magnífica versión que de su aventura nos daba el padre Sommavilla. No conoce la verdadera relación de los jesuitas con el verdadero modernismo: no sabe lo que es realmente el modernismo. Hay tremendas reuniones descritas por Martín que no hemos podido documentar: la de Pablo VI con varios cardenales, la del mismo Pablo VI con Arrupe y Benelli; pero Martín evidentemente oyó campanas, y muy altas, porque vivía cerca de ellas; y sospecho que hay bastante de verdad en los dos dramáticos encuentros. Otra sospecha: ¿es este libro, subrepticiamente, un trasunto de las confesiones del cardenal jesuita Agustín Bea?

La segunda parte es una historia horizontal de la Compañía de Jesús que el lector puede ahorrarse; resulta superficial, reiterativa y gárrula. Y con los habituales errores de dato; decir que en la España de los años sesenta de este siglo sólo iba a misa el 15% de los católicos es una falsedad.

Malachi Martín pasa por alto un problema esencial: la formulación papal del mandato a la Compañía sobre el ateísmo y el escamoteo de ese mandato por los jesuitas progresistas. Éste es un fallo tremendo. La concepción de la Compañía de Jesús como un caballo de Troya contra el Papado y el capitalismo democrático no se sostiene; y podría sustituirse por la incapacidad de los generales Arrupe y Kolvenbach para domeñar a algunos onagros salvajes de Troya, como los que pastan en Nicaragua y El Salvador. En fin, este libro revela las frustraciones de Malachi Martín tanto como las de la Compañía de Jesús que él ha vivido; pero no me parece de forma absoluta un libro despreciable. Sí que es un libro vulnerable, que permite a sus hipercríticos el desahogo de destruir su credibilidad; seguramente para no tomarse la molestia de meditar en algunas de sus intuiciones que no son ni mucho menos tan deleznables como la ausencia de citas, la insuficiente documentación y los serios fallos metodológicos del escandaloso libro.

Una advertencia final antes de cerrar el epígrafe. Acabo de elogiar a los jesuitas progresistas por preferir, en el caso de mi primer libro, un prudente silencio. No sé si en este segundo libro querrán sacar la artillería pesada y aplicarme el tratamiento que les ha dado bastante resultado con el pobre Malachi Martín. Creo que no lo harán, y no por falta de ganas sino por razones objetivas. Pero esto no es un diálogo de rosas, sino una especie de guerra, en la que yo me he mantenido discreto en cuanto a problemas personales más o menos desagradables. Si se me rebaten algunas tesis o se me dirigen ciertas contraargumentaciones correctas, aunque sean duras, las trataré con la misma corrección; éste es también un libro bastante duro. Pero si se intenta conmigo el juego sucio que se ha prodigado, desde la agresividad confesa, con Malachi Martín, sacaré una por una mis fichas de disuasión, y ofreceré a un público sin duda muy ávido el relato circunstanciado de los escándalos personales que hasta ahora no he creído conveniente ni cristiano citar en detalle. Espero que no se me obligue a utilizar, en legítima defensa, tan desagradable recurso, pero tengo ya algunas cicatrices de juego sucio que no me gustaría ver reabiertas.

La triple rendición de los jesuitas «progresistas»:
ante la ilustración, la masonería y el marxismo

Al plantearse durante el siglo XVIII la estrategia ilustrada de la secularización, la Compañía de Jesús, que era el bastión ilustrado de la Iglesia, se alineó, según su Instituto, en torno al Papado y presentó, durante casi un siglo, una de las batallas culturales más importantes y emocionantes en la historia de la Humanidad. Dos historiadores jesuitas, el padre Sommavilla y sobre todo el padre Bangert, en libros que ya hemos comentado, nos han descrito con altura digna del empeño esa pugna formidable, en la que los jesuitas, por ejemplo, neutralizaron intelectualmente durante varios años el influjo negativo y secularizante de la Enciclopedia francesa a fuerza de relevancia cultural. La ofensiva de los ilustrados, centrada durante la segunda mitad del siglo en la red de logias masónicas, se volcó entonces contra la Compañía de Jesús, y vertebró la estrategia de las Cortes borbónicas y las fuerzas internas de la Iglesia, por ejemplo varias Órdenes religiosas movidas por la envidia total, hasta conseguir la expulsión primero, y luego la supresión de la Compañía. Pero muchos jesuitas, tras la desaparición de la Orden, continuaron integrando al frente católico ilustrado, hasta bien entrado el siglo XIX.

Un marco histórico de dos siglos

La desaparición de la Compañía de Jesús fue, sin embargo, una catástrofe no sólo religiosa, sino también cultural para la Iglesia católica, que entró por ello en un período de alienación cultural y política desde las últimas décadas del siglo XVIII hasta el final del siglo XIX, cuando el Papa León XIII inició la reconciliación trascendental entre la fe y la cultura que llega a su plenitud con el Papa Juan Pablo II. Durante esta etapa se desarrollaba en Occidente la llamada por los germánicos Segunda Ilustración, a partir de Kant y Goethe hasta la plenitud contemporánea de la ciencia moderna; pasando por el romanticismo, el positivismo y el marxismo. En esta época, que coincide más o menos con el siglo XIX, los ilustrados se hicieron, en política, liberales; y la masonería fue precisamente uno de los más claros lazos de continuidad entre unos y otros. Lógicamente los liberales radicales se enfrentaron también con los jesuitas resucitados, aunque la Compañía de Jesús no consiguió recuperar su influencia anterior hasta bien entrado ya el siglo XX, y ni siquiera del todo. Tanto en el caso de los ilustrados como en el de los liberales el enfrentamiento de los jesuitas con ellos no fue absoluto; quiero decir que la Compañía de Jesús trataba de asumir, desde su plena fidelidad a la Iglesia, los principales valores culturales de la Ilustración, aunque el golpe mortal sufrido por la Orden a fines del siglo XVIII no le permitió asumir una actitud tan positiva frente al liberalismo. Los jesuitas del siglo XIX no consiguieron restablecer las conexiones culturales del siglo anterior y en cambio apoyaron indiscriminadamente la acritud ultramontana de Roma después de la época napoleónica. Pese a ello apuntaron durante todo el siglo XIX en el seno de la Compañía de Jesús sugestivas direcciones culturales (que no llegaron a cuajar) pero que permitirían la gran renovación intelectual y cultural de la Orden en el siglo XX, antes del despeñamiento de los jesuitas progresistas a partir de la segunda posguerra mundial y sobre todo después del Concilio Vaticano II.

Esta trayectoria, resumida tan abruptamente, explica que durante el siglo XIX y parte del XX la Compañía de Jesús chocó frontalmente con los liberales radicales, como lo había hecho con los ilustrados secularizantes en la centuria anterior; y que la guerra entre los jesuitas y la masonería en Europa y en Iberoamérica (en Norteamérica el contexto sociocultural imponía pautas diferentes de antítesis) constituyó uno de los fenómenos más espectaculares de todo ese tracto histórico. Pues bien, en la segunda mitad del siglo XX se produjo un cambio de escena con caracteres de vuelco histórico. Desde mediados del siglo XIX los jesuitas habían convivido cada vez mejor con los liberales moderados; con ellos no iba la guerra, que se prolongaba contra los liberales radicales, identificados casi unívocamente con la masonería. Pero en la segunda mitad del siglo XIX, cuando los jesuitas progresistas se hicieron con el control de la Orden, se transformaron en cultivadores primero y luego en adoradores de la segunda Ilustración (e incluso en casos sorprendentes de la primera); generaron una corriente de investigación sobre la masonería (sobre todo en España) que acabó en confluencia de simpatías inconcebible entre jesuitas y masones; y tras bajar la guardia ante los epígonos del liberalismo radical, los jesuitas progresistas le superaron pero no por la derecha, como había sido su costumbre más que secular, sino por la izquierda, mientras confluían con esa degeneración del liberalismo radical que se conoce también como marxismo. Todo este fantástico proceso de transfiguración merecería un libro; nos contentaremos ahora con algunos apuntes para ilustrar algunos momentos esenciales.

Desde Vincenzo Gioberti a Vicente Blasco Ibáñez

La ofensiva cultural más implacable contra la Compañía de Jesús en la Europa del siglo XIX se debió al odio de un solo hombre: el pensador, escritor, sacerdote y político italiano católico-liberal Vincenzo Gioberti, quien, convencido de que todos sus problemas personales y políticos se debían a la hostilidad de la «facción jesuítica» (lo cual era cierto sólo en parte) se vengó de varias formas pero sobre todo con la publicación durante el invierno de 1846-47 de Il gesuita moderno en cinco volúmenes con un total de tres mil páginas. Todas las leyendas hostiles, las calumnias y las medias verdades acumuladas por los sabuesos de la Ilustración contra la Compañía de Jesús en la segunda mitad del siglo XVIII resucitaron en la prosa apasionada y delirante del abate turinés. Cuyo centón sirvió, además, como arsenal para los escritores liberal-radicales que asediaron a los jesuitas durante los cien años siguientes. No merece la pena adentrarnos en la selva repugnante con que Gioberti trató en engullir a la Compañía de Jesús en su tiempo. Ni uno de sus argumentos ni de sus farragosas descripciones seudohistóricas se mantienen hoy de pie. El calumniador creyó al principio que las cosas le iban bien. Pero la «conversión» del casi liberal Papa Pío IX ante los embates de la revolución liberal-radical de 1848 afectó profundamente al abate, quien se consoló pronto con el cargo de Primer Ministro del Piamonte; desde el que, cual histórico gafe, no atrajo más que desgracias a su patria. Víctor Manuel II le destituyó y le envió como representante en París para consolarle. La Santa Sede encerró en el índice todas sus obras, en 1850, y confirmó la medida en 1852. Ese mismo año moría el enemigo de los jesuitas, y su propaganda adicta trató de imponer el infundio de que se encontraron junto al cadáver Los novios de Manzoni y la Imitación de Cristo. La realidad fue mucho más prosaica; se trataba de un periódico y una Biblia protestante.

La función agresiva de Gioberti contra la Compañía de Jesús en la Edad Contemporánea fue desempeñada en España por dos escritores de fama todavía más universal que la del italiano: Vicente Blasco Ibáñez en el siglo XIX y Ramón Pérez de Ayala en el siglo XX. Merece la pena recordarlo desde dentro.

Vicente Blasco Ibáñez (Valencia, 1867) sintió, sobre todo al principio de su vida literaria, gran afición por los temas históricos. Tras huir de su casa y sumergirse en los ambientes liberal-radicales y republicanos de Madrid, funda el diario El Pueblo, conspira contra la Monarquía de la primera Restauración, apenas afianzada; tiene que escapar a París perseguido por la Policía, escribe una Historia de la revolución española en el siglo XIX, de la que mejor es no hablar, y tras acogerse a una de las generosas amnistías del rey pacificador Alfonso XII regresa a España. Toda esta agitación juvenil desemboca en su novela pública y fluvial de 1892 contra la Compañía de Jesús: La araña negra. (Lo de novelista público aplicado a Blasco lo inventó Pío Baroja, que se definía a sí mismo como novelista privado).

No voy ahora a describir ni el resto de la vida, ni la grandeza de la obra posterior de Vicente Blasco Ibáñez; no es la ocasión. Ni sus luchas políticas, ni sus triunfos mundiales, ni la captación mágica del ambiente y la luz prodigiosa de su tierra. Toda esa fama posterior contribuyó a la difusión de este libelo gigantesco e inmundo, La araña negra, que es la Compañía de Jesús; nunca se había vertido más saña ni más odio ni más calumnia ni más infamia ni más bobadas en un solo libro. Cuando en 1975, al calor de la apertura cultural en España, algunos editores rebuscaron obras sensacionales y prohibidas anteriormente, La araña negra alcanzó un nuevo éxito espectacular en sus nuevas salidas de 1975 y 1984.

No comprendo por qué. Literariamente La araña negra es un fárrago desalentador, un folletón interminable e inmundo, un desbocamiento crítico más infantil que realmente hostil.

A lo largo de cuatro tomos (en la última edición) y de varias generaciones, Blasco Ibáñez va dibujando la red de la negra araña jesuítica, tendida para apoderarse de una gran fortuna. Por allí aparecen desde una querida guapetona y una horrible hija bastarda de Fernando VII (el rey felón para los liberales radicales, como se sabe) hasta jóvenes doncellas seducidas por inspiración diabólica de los jesuitas ávidos de poder y de riqueza; desde jóvenes revolucionarios rebosantes de puros ideales hasta corrompidas damas de la beatería aristocrática madrileña; desde militares liberales dignos de todo encomio a militares reaccionarios aborrecibles; y gobernándolo todo, una serie de jesuitas organizados maquiavélicamente como secta de poder, hundidos en los vicios más depravados, poseedores de cámaras de tortura al lado de las cuales las antiguas de la Inquisición no eran más que pálidos antecedentes, escenas truculentas rematadas a veces en frases que despiertan una hilaridad irrefrenable, trasfondos políticos de la más ramplona baratura, títulos que producirían siseos irónicos incluso ante espectadores del cine mudo, fabricación de santos artificiales y estúpidos no mejorada siquiera hoy por los jesuitas liberacionistas en Centroamérica, sociología pedestre y escenografía que parece ejercicio de adolescencia pretenciosa más que articulación de creador auténtico. Todo envuelto en una salsa de asesinatos urdidos por la Compañía, fortunas que bailan entre la sangre y el adulterio, pinitos social-demagógicos del peor gusto, y al final, jesuitas triunfantes sobre todo este amasijo dantesco: jesuitas que logran, tras desembarazarse violentamente de alguno de sus miembros demasiado personalista, conquistar la fortuna soñada, mientras el heroico joven revolucionario que trata de oponerse a la araña negra exclama con sobriedad epilogal:

«Verdaderamente resultan admirables por lo grandes estos bandidos negros. ¡Qué sublimidad para el mal tiene el jesuitismo! Para los obreros de la sagrada Compañía, la palabra imposible carece de sentido. El desaliento es cosa desconocida entre ellos y con tal de realizar sus planes a la sordina y sin escándalo, disponen de los años y de los siglos con la misma indiferencia que nosotros disponemos de los minutos. Su fuerza es siempre igual, y si cae uno en sus filas no tarda en ocupar otro su puesto. El mundo está en peligro: la libertad y el progreso serán palabras vanas que representarán cosas inestables, mientras siga en pie esa sombría institución que dispone de los primeros tesoros del mundo, aumentándolos cada vez más, y de hombres sumisos e inconscientes que se mueven como máquinas y marchan rectamente a su fin, seguros de que a la corta o a la larga han de lograr su objeto. La tiranía imperante los protege; no contentos con seducir a las clases privilegiadas, intentan hoy seducir al pueblo, y si esto continúa por algunos años, llegará el momento en que la libertad caerá anonadada, y cual otro Juliano el Apóstata dirá con desaliento al hombre que en la Historia simboliza la reacción: ¡Venciste, Loyola!» (ibíd., IV, p. 288).

Dicho lo cual, don Vicente Blasco Ibáñez empaquetó su sereno manuscrito y se puso a pensar muy de lejos en los cuatro jinetes del Apocalipsis. Con razón sus idólatras prefieren guardar un discreto silencio hoy sobre La araña negra. Un crítico tan comprensivo y penetrante como el profesor Valbuena Prat ni menciona La araña negra en el excelente estudio que dedica a Blasco dentro de su magistral Historia de la literatura española.

Ramón Pérez de Ayala y las tormentas de «AMDG»: la agresión de Mir

Ramón Pérez de Ayala, el eximio novelista del siglo XX, fue, en su trayectoria pública, hombre de grandes y nobles rectificaciones. Rectificó sobre la Segunda República, a cuyo nacimiento tanto había contribuido bajo las banderas catonianas de Ortega; rectificó sobre el general Franco, al que dedicó un tributo tan sincero como cuidadosamente olvidado; y rectificó sobre su terrible novela de 1911 contra los jesuitas, AMDG, llevada escandalosamente al escenario político poco después de la implantación de la República. En 1983 volvió intensa, aunque efímeramente, a la actualidad la novela antijesuítica de Pérez de Ayala: gracias a una excelente edición crítica del profesor Andrés Amorós, entre innecesarias concesiones a la tradición progresista y a la moda secularizante de la transición española; y gracias a un excelente estudio de Victoriano Rivas Andrés, S.J., La novela más popular de Pérez de Ayala: Anatomía de «AMDG». El primer libro fue editado por «Cátedra» en Madrid; el segundo por el autor en Gijón.

AMDG es un vertido de resentimientos en que Pérez de Ayala describe, con premeditación y alevosía, la vida en un colegio de jesuitas. Miles de alumnos de la Compañía de Jesús leemos con estupor esas páginas atravesadas, auténtica historia de buenos (poquísimos) y malos (casi todos) en que los jesuitas son más o menos tachados de tontos, y el excepcional jesuita bueno acaba gritando que la Compañía de Jesús, que ha destrozado al héroe adolescente de la novela, Bertuco, debería ser suprimida de raíz. El jesuita bueno, naturalmente, se escapa de la Orden porque no le quieren publicar un libro sobre la evolución. Parece Blasco Ibáñez.

Afortunadamente ese mismo año otro jesuita insigne, el padre Antonio Martínez, a quien tuve la suerte de conocer profundamente cuando era padre espiritual en el colegio de Areneros durante los años cuarenta, publicó un libro evocador, Areneros: la educación espiritual en un colegio de jesuitas (Madrid, «Ediciones ICAI»), que tuve ocasión de comentar en el diario Ya el 7 de mayo de 1983, junto al libro del padre Rivas. Me parece interesante reproducir ahora ese comentario.

Creo que resulta una auténtica noticia la yuxtaposición de estos dos libros, originalísimos y singulares; que radiografían, con objetivos y tramas muy diversas, la educación en los colegios de la Compañía de Jesús en el siglo XX. El padre Rivas Andrés estudia la realidad de dos colegios de jesuitas a propósito de la novela de Ramón Pérez de Ayala «AMDG» y además de descubrir la verdad histórica que yace bajo las deformaciones del famosísimo libelo, nos ofrece una profundización definitiva sobre esta obra y sobre la vida y la circunstancia de Ramón Pérez de Ayala al escribirla y al repudiar, muchos años después, su utilización agresiva y partidista por la propaganda republicana de 1931. El padre Antonio Martínez recopila sus recuerdos y experiencias, inolvidables también para miles de sus alumnos, y escribe un hermoso y positivo capítulo de la historia profunda de la educación en España. Pocas presentaciones simultáneas como la que hoy emprendo justifica, creo, el título que ostenta esta sección El libro-noticia.

«AMDG», definitivamente desenmascarada

El escritor asturiano Victoriano Rivas Andrés se revela en su esperado estudio sobre AMDG como uno de los primeros especialistas en la obra de Ramón Pérez de Ayala, y como el especialista máximo, indiscutible, de la famosísima novela contra la Compañía de Jesús, AMDG, y su circunstancia. En varios artículos de mi quinta columna me referí a esta novela cuando se anunciaba una posible reedición anotada por otro reconocido especialista, el profesor Andrés Amorós. Tuve entonces conocimiento del estudio que preparaba sobre AMDG el padre Victoriano Rivas Andrés, que me enviaba algunos anticipos muy excitantes. Pero ahora la publicación del estudio completo sobrepasa toda expectación. Es, mejor que una anatomía, toda una radiografía de AMDG, sus circunstancias y secretos; un análisis magistral, definitivo, sin el que ya no se podrá decir nada serio sobre aquel libro que revolucionó el ambiente cuando se publicó, en 1911, en forma de novela, y cuando se adaptó vilmente al teatro político poco después de la victoria republicana de 1931. Queda muy claro en este libro que Pérez de Ayala repudió esa sectaria versión teatral, estrenada cuando él era ya embajador de España en Londres; claro que entonces protestó bastante menos por el desaguisado, que encanalló el ambiente literario y político de Madrid y provocó, ante el mismo escenario, una reacción clamorosa de las derechas ante el Divino impaciente, de José María Pemán. Pero el libro de Rivas Andrés no se refiere a la degradación teatral de la novela, sino a la novela misma. El investigador va desmenuzando, una por una, sus páginas, sus personajes. Y va contrastando cada deformación, cada retrato-caricatura, cada calumnia de Pérez de Ayala con el dato preciso, la documentación irrebatible, el análisis cronológico implacable, el testimonio concreto y demostrable por sus coordenadas sujetas a la más exigente comprobación. A esta nueva luz AMDG se nos reduce a sus auténticas dimensiones: un libelo soez, totalmente fuera de la realidad, inspirado en el resentimiento del joven Pérez de Ayala, manipulado por uno de sus maestros, el ex jesuita Julio Cejador, que quiso aprovechar el ímpetu juvenil de su discípulo para arremeter contra la Orden que le había formado como profundo cultivador del mundo clásico.

Todos los secretos y todas las distorsiones de AMDG quedan al descubierto. Falta solamente en este libro algo que su autor también conoce bien: el oportunismo de Pérez de Ayala derivado de su conexión con la Institución Libre de Enseñanza, que por entonces —eran los tiempos entre la Semana Trágica y la ley del Candado— se enzarzaba en una polémica implacable contra la cultura y la enseñanza católica. Pero Victoriano Rivas no plantea su análisis de forma agresiva contra el insigne escritor asturiano, quien por cierto evolucionó notablemente durante su vida hacia posiciones mucho más moderadas y alabó reiteradamente en su madurez los méritos indiscutibles de la Compañía de Jesús en el campo de la enseñanza, mientras calificaba a su libro como diablura de juventud. El autor de este definitivo análisis considera generosa y objetivamente al autor de AMDG y a su obra; se limita a revelar de forma exacta y profunda las aberraciones de la novela famosa, que muchos consideraron como banderín del antijesuitismo. Creo que Victoriano Rivas Andrés podría ofrecernos, si se lo propusiera, la biografía definitiva del gran escritor asturiano, que al acabar su vida, en la plenitud de su trayectoria, estaba ya de vuelta de casi todos sus errores anticlericales y políticos; desengañado de su añeja ilusión republicana, por ejemplo.

La experiencia de Areneros

El padre Antonio Martínez, insigne pedagogo murciano, dirigió la educación espiritual de miles de alumnos en el colegio madrileño de Areneros desde la posguerra, durante tres décadas, la parte más fecunda de sus cincuenta años largos dedicados a la enseñanza y orientación de la juventud. Hoy ha tenido la feliz idea de recopilar sus experiencias y recuerdos en este libro, que luce en portada la roja torre que miles de alumnos llevamos para siempre en el recuerdo de nuestra formación. Es un libro que, aparte sus méritos relevantes como testimonio de una vida entera dedicada a orientar a toda una amplísima generación, resalta más que nada por su tono. Cuando tantas cosas han cambiado, quizá no siempre para bien, en el contexto de la educación cristiana, el padre Martínez no cede a la nostalgia ni mucho menos a la acritud y la controversia. Se limita a exponer, con todo respeto para el presente, lo que él hizo con innumerables promociones, cuya fidelidad profunda a sus enseñanzas son la prueba mejor de un acierto total.

Por supuesto que para esos miles de alumnos estas páginas evocarán recuerdos entrañables y suscitarán sentimientos que ya tenemos convertidos en raíz. Pero este libro no es solamente una antología de emociones, sino, sobre todo, un utilísimo breviario de pedagogía espiritual en acción. El método está clarísimo: una intensificación en lo religioso para formar la verdadera libertad, no un simple intento, tan de moda hoy, de educar la libertad por la libertad misma. Refiere el autor su experiencia inicial en Valladolid, donde el padre Encinas ponía en práctica ideas enteramente renovadoras sobre la educación. Expone con ejemplos muy concretos su estrategia de motivaciones. Defiende la educación de la libertad por el dominio, no por la falsa consideración de que el niño-es un adulto. Revela los esquemas del ideario que aplicó durante tantos años a su función orientadora y analiza su recurso principal, la devoción a la Virgen, tan caricaturizada por quienes no han tenido la suerte de comprenderla en toda su profundidad, tan alejada de las ñoñeces que afloran en las caricaturas. Resume sus ideas y realizaciones en el ámbito misional y en otro de sus terrenos predilectos de actuación educativa, la Congregación Mariana, auténtica forja de hombres. El padre Martínez ha profundizado en la historia y en los valores formativos y pedagógicos de la Congregación, y presenta en este libro realizaciones muy concretas y sugestivas. Expone también otra de sus grandes obras, la catequesis, tan útil para los niños a quienes se dirigía como para los jóvenes que ejercían esta forma de comunicación y apostolado. Y termina el libro con unas conclusiones —que resumen toda una hoja de servicios— bajo el título «¿A dónde íbamos?»

Una sucesión de promociones que hoy ocupan puestos muy diversos, altos y medios, en la vida española se sentirá identificada con lo que en este libro se recuerda y se expone. Con indudable valor de futuro.

El padre Antonio Martínez, autor del libro que comenté así en 1983, vive hoy en Alcalá de Henares rodeado de la lejana, pero inalterable gratitud de miles de alumnos. Uno de ellos, el que escribe este libro, ha sido calificado por el Rector de quien hoy depende el colegio de Areneros como el peor enemigo de la Compañía de Jesús en toda su historia. Que san Ignacio de Loyola le conserve la vista. Pese a lo cual el aludido personaje, doctor Guillermo Rodríguez Izquierdo, no me parece un alucinado; simplemente un notable profesor de Física que desprecia algunas cosas que ignora.

Cuando el escándalo producido por AMDG de Pérez de Ayala aún no se había extinguido, estalló otro, que afectó en el fondo mucho más a los jesuitas, porque resultaba más íntimo y más peligroso. El jesuita Miguel Mir, hombre de letras muy prestigioso, fue elegido como miembro de la Real Academia Española. Sus relaciones con los superiores no eran cordiales, y le prohibieron aceptar tan honrosa designación. El padre Mir se negó a obedecer y hubo de abandonar la Orden. Luego se vengó con un tremendo libro en dos tomos: Historia interna documentada de la Compañía de Jesús, de los que el primero —que no he podido hallar— trata de la teoría de la Orden, pero el segundo, que me interesa más, se refiere a la aplicación práctica de esa teoría. Fue publicado en Madrid en 1913 en la imprenta de Jaime Ratés, y causó una impresión enorme; los jesuitas parecían desconcertados ante el ataque frontal, aparentemente científico y demoledor, de todo un académico que conocía además la Orden por dentro.

Hoy nadie se acuerda del libro del padre Mir. Realmente no es una historia sino una antihistoria de la Compañía de Jesús. Hay, es verdad, muchos documentos, pero generalmente prueban lo contrario de lo que el autor pretende. Se nota continuamente en el libro un propósito de venganza y un retorcimiento jesuítico en el peor sentido del término. El autor no sistematiza su obra por tractos cronológicos, sino por manojos pretendidamente temáticos de acusaciones. Y encima el libro es plúmbeo, carece por completo de garra y de picante, consume páginas y páginas en minucias más frailunas que jesuíticas, y nace de un talante integrista y reaccionario repelente.

«La Misión»: una estafa histórica

Estamos en un libro de Historia, y el lector no se extrañará de que nos adentremos en algunas relaciones entre los jesuitas y la Historia. Siempre ha albergado la Compañía de Jesús a historiadores excelentes. Siempre ha sentido la Orden una encomiable preocupación histórica, como lo demuestran los espléndidos escritos hagiográfico-críticos de los bolandistas, esos formidables depuradores del santoral cristiano, o los volúmenes de Monumenta Histórica Societatis Iesu, o el Instituto de Historia de la Compañía de Jesús creado por los jesuitas en Estados Unidos. Los jesuitas españoles e iberoamericanos no se han quedado atrás; ahí están los espléndidos trabajos del padre Astrain sobre la historia de la Compañía de Jesús en la Asistencia de España, y los muy prometedores de su continuador el padre Revuelta, entre otros ejemplos. Acabo de fichar en estos días dos de esos ejemplos: el estudio del profesor Manuel I. Pérez Alonso, S.J., sobre el destierro de los jesuitas mexicanos, tras haber dirigido con notable competencia la historia (colectiva) de la Compañía en México, a la que pertenece el citado estudio; o la tesis del jesuita Evaristo Rivera sobre la Compañía de Jesús en Galicia durante la Edad Moderna (Universidad de Santiago, 1986). Los libros, tantas veces citados y aprovechados, de los padres Bangert y Sommavilla son otro ejemplo que el lector apreciará sin duda. Y hasta algunos jesuitas excéntricos, como el revolucionario español padre Javier Domínguez Martín Sánchez, sobrino del sucesor del cardenal Herrera en la ACNP (apodado cariñosamente «secretario particular de Dios») que contempla sin duda desde su gloria las aberraciones marxistoides de su pariente, contribuyen a la Historia, en este caso con una detonante colección de documentos antifranquistas (Bilbao, «Mensajero», 1985), que los historiadores le agradecemos mucho más que cuando escribe trascendentales boberías en sus cartas a la prensa.

Un gran éxito cinematográfico: «La Misión»

Y esta mención al original jesuita revolucionario español me introduce ya en el análisis de un engendro —estafa le llamo en el título— debido principalmente a la inspiración de otro jesuita revolucionario norteamericano no menos original que el sobrino citado: el padre Daniel Berrigan, que ni siquiera él mismo sabe seguro si es jesuita aún, y que ha conseguido, hemos de reconocerlo, un éxito cinematográfico mundial en 1984 con la película —ésa es la estafa histórica— La Misión, sobre la que un inteligente jesuita norteamericano me escribe con una sugerencia de cambiarle el nombre y llamarle El suicidio. Algunos lectores españoles se llevaron las manos a la cabeza cuando comenté en la prensa que La Misión era una estafa; pero yo me pasé toda la película con las manos a la cabeza, y ahora voy a razonar por qué.

Muchos de mis lectores habrán visto La Misión. La crítica la ha colmado de elogios en España, pero la crítica cinematográfica no tiene por qué conocer profundamente la historia de la Compañía de Jesús en América durante el siglo XVIII. Más o menos la película cuenta la historia de unos jesuitas heroicos (y lo eran de verdad) que remontan un gran río sudamericano entre cataratas (sin tomarse la molestia de subir por el camino que hay al lado, pero así queda más espectacular la cosa), se ganan, cual nuevos Orfeos, la voluntad de los indios feroces tocándoles música selecta, les organizan en un poblado ejemplar (todo esto sigue siendo verdad, y aún se queda corta la película) y entonces se enfrentan con los gobernadores ibéricos (españoles y portugueses compinchados) quienes, aliados con los torpes intereses mercantilistas de los cazadores de esclavos y los potentados coloniales (aquí la película empieza a desbarrar intensamente) provocan la división de los jesuitas en dos bandos (nueva aberración). Unos jesuitas prefieren armar a los indios y responder al egoísmo de los enemigos hispánicos con la guerra defensiva; otros prefieren la simple resistencia pasiva, y encabezan una alucinante procesión con el Santísimo por una explanada mientras los soldados imperialistas, sofocada toda resistencia, irrumpen en la escena, queman el pueblo y aniquilan a los indios y al jesuita que les guía con la Custodia, hasta que sólo pueden escapar algunos jóvenes que vuelven a la barbarie. Todo este final es pura alucinación, pura falsedad histórica, y además imposible; pensar que unos soldados de España y de Portugal en pleno siglo XVIII se atrevan a aplastar a cañonazos y balazos a todo un pueblo cristiano en procesión dirigida por un sacerdote con el Santísimo es simplemente un disparate. Pero el avisado espectador ya sabe que a los inspiradores de la película les tiene sin cuidado la verdad histórica: lo que pretenden es desplegar una opción por los pobres cinematográfica no sobre el siglo XVIII sino sobre la segunda mitad del siglo XX: los jesuitas mártires son los actuales teólogos de la liberación; los soldados imperialistas opresores no son España o Portugal sino los Estados Unidos, sus marines, los contras y demás malos de ésta y las demás películas de la vida real.

Daniel Berrigan, inspirador

La Misión es una película nacida de la colaboración de los jesuitas radicales norteamericanos y la «Warner Bros». Su máximo inspirador, guionista de fondo (junto con Bolt) e incluso actor en un papel secundario, es el equívoco jesuita Daniel Berrigan, cuyos rasgos biográficos han sido recientemente reconstruidos por el notable especialista católico James Hitchcock, que dedica un capítulo de su difundida obra The Pope and the Jesuits a este personaje de esperpento… y ahora de película (Nueva York, «The National Committee of Catholic Laymen», pp. 107 y ss.). Daniel Berrigan, vástago de una familia de sindicalistas radicales, se extasió en Francia con la experiencia de los sacerdotes-obreros y junto con un hermano participó en varias sentadas durante los años sesenta en los Estados del Sur. Desde su ordenación sacerdotal en la Compañía de Jesús se distinguió por sus actuaciones espectaculares. Se hizo tan incómodo a sus superiores por su propaganda antibelicista que le enviaron a Iberoamérica, donde se labró una notable reputación de contestatario. En el agitado año de 1968 los hermanos Berrigan (como ya recordábamos en el primer libro) asaltaron una oficina federal en Catonsville y quemaron varios archivos de reclutamiento militar. Ya decíamos que el otro hermano, Philip, se lió primero y luego se casó con una monja del Sagrado Corazón.

Arrestado y luego liberado bajo fianza, Daniel viajó a Hanoi y volvió para el juicio donde se le condenó a tres años de cárcel. Liberado provisionalmente de nuevo en espera de la apelación, y vuelto a condenar, se refugió en la clandestinidad hasta que fue capturado y encerrado unos meses en la cárcel de Danbury. En 1980, con su belicoso hermano, organizaron un nuevo espectáculo en una fábrica de misiles de Pensilvania, y fueron condenados otra vez.

La actitud de Berrigan ante la Compañía de Jesús es contradictoria. A veces se jacta de pertenecer a ella, a veces abomina de la Orden. Se convirtió en ídolo de muchos jesuitas jóvenes más o menos alucinados por sus hazañas. Algunos superiores le miman con metodología masoquista. Apasionado lector de Marx, suele comparar al comunista indochino Ho Chi Minh con Jesús e Ignacio de Loyola. Este curioso personaje es el inspirador, guionista y actor de La Misión, donde intervienen además dos estrellas del cine actual: Robert de Niro y Jeremy Irons, con frialdad comprensible.

El «experimento sacro» de las Reducciones

¿Qué dice la auténtica historia sobre el problema de que quiere tratar pretenciosamente La Misión? Basándose en las exhaustivas investigaciones del gran historiador de la Compañía de Jesús en España, padre Astrain, dos historiadores más recientes coinciden en las conclusiones. Uno es el citado padre Sommavilla, en su libro La Compagnia di Gesú, a partir de la página 106. Otro es un especialista francés, Máxime Haubert, en Des Indiens et des Jesuites du Paraguay (París, «Hachette», 1967), obra reimpresa en 1986 para aprovechar el éxito de la película de Berrigan, y con un fotograma de La Misión en portada. Resumo las conclusiones de estos dos libros serios sobre el problema que destroza la película estafadora a la que Ernesto Giménez Caballero, un prodigio de lucidez a sus noventa años y un gran conocedor del Paraguay y su historia desde su Embajada entre aquellos ríos, ha llamado «una americanada».

Los primeros jesuitas llegaron al territorio de los guaraníes en Paraguay hacia 1610. Con su constancia y clarividencia habitual fueron creando un conjunto de poblados indios —las Reducciones— mediante la aplicación del sistema español de encomiendas según el proyecto sugerido al rey Felipe III por el historiador jesuita padre Mariana, y aprobado por la Corte española. En territorio que hoy es de Uruguay, Paraguay, Brasil y Argentina crearon cincuenta poblados en los que llegaron a vivir 300 000 indios, gobernados por ochenta jesuitas bajo la dependencia del Provincial. El experimento sacro, como le llamó un famoso drama de la época, resultó admirable, y llamó poderosamente la atención de los medios ilustrados en Europa. La «república de los jesuitas» en Paraguay vivió prósperamente, educó a los indios, organizó un activo comercio y adoptó formas comunales en su estructura. Ha sido quizá la única utopía de la Historia que ha funcionado durante siglo y medio.

Situada, como otras Reducciones jesuitas del Alto Perú, en una zona estratégicamente muy sensible donde convergían los intereses de España (El Plata) y Portugal (Brasil), bajo la atenta vigilancia de Inglaterra, las Reducciones del Paraguay atrajeron pronto envidias y ambiciones extrañas. Los bandeirantes de Sao Paulo trataron de invadir las Reducciones, y en la década de los años veinte del siglo XVII produjeron allí miles de muertes. Entonces los jesuitas, de pleno acuerdo con las autoridades españolas (aquí empiezan las discrepancias de la Historia con Daniel Berrigan) organizaron, bajo su dirección, un ejército guaraní que llegó a contar con doce mil hombres, encuadrados según las técnicas europeas, provistos de arcos y flechas más armas de fuego e incluso algunos cañones de fabricación propia, todo ello minuciosamente regulado en las instrucciones de los Provinciales, que pasaban revista a las tropas durante sus visitas a las Reducciones. En 1641 quinientos paulistas acompañados por dos mil indios auxiliares marcharon contra las Reducciones. Las tropas guaraníes, al mando de sus propios generales, jefes y oficiales, y bajo la suprema autoridad de un solo jesuita, el antiguo militar y hermano coadjutor Torres, les presentaron batalla en la confluencia de los ríos Uruguay y Mboberé, durante ocho días salvajes. La tropa brasileña resultó aniquilada y el combate, muy amplificado por la leyenda, se convirtió en uno de los más famosos de todo el siglo XVII.

Las autoridades virreinales españolas utilizaron varias veces, de pleno acuerdo con los jesuitas del Paraguay, al ejército guaraní de las Reducciones; no sólo para la defensa del territorio, que ya no volvió a sufrir amenazas de los escarmentados paulistas, sino también contra revueltas internas como las que dirigió el obispo usurpador de Asunción, el franciscano Cárdenas, e incluso en operaciones militares de envergadura como los dos victoriosos asedios a la Colonia del Sacramento, recuperada por los guaraníes y los jesuitas para la soberanía española. Hasta que España y Portugal dirimieron sus diferencias en el Tratado de límites de 1750, en el que se estipulaba que la Colonia del Sacramento quedaría definitivamente para España a cambio del territorio de las Reducciones situadas en la orilla derecha del Uruguay, que pasaría a Portugal.

El final de las Reducciones

Este malhadado convenio marcó el final de la república jesuítica de los guaraníes. Pero —nuevo error de Berrigan en su película— los jesuitas, como consta de abrumadoras pruebas documentales, obedecieron sin una sola excepción. Los superiores les ordenaron sacrificar a sus hijos indios, como Abraham, para salvar en cambio a la Compañía y para preservar las Misiones de la Orden en el enorme territorio de los dos Imperios ibéricos. Y así lo hicieron. Berrigan confunde conscientemente los planos históricos y sitúa a algunos jesuitas dirigiendo operaciones militares contra España y Portugal en la guerra de las Reducciones que siguió al Tratado de 1750. En realidad sólo combatieron en las ocasiones anteriores indicadas, y siempre de acuerdo con España. La escena final de La Misión, en la que el jesuita con el Santísimo guía a su pueblo hasta la hecatombe es absurda; no quedaba un solo jesuita en las Reducciones cuando éstas fueron invadidas por el ejército hispano-luso.

Después del Tratado de 1750 los jesuitas intentaron retrasar su ejecución y se empeñaron en convencer a los indios para que cruzaran el río y se estableciesen en la orilla opuesta. Los indios se negaron y se decidieron por la resistencia, en la que los jesuitas no colaboraron. En algún caso fueron retenidos por los indios, pero no como directores de la revuelta sino como rehenes.

Sin la colaboración de un solo jesuita, los corregidores indios de las Reducciones se reunieron y decidieron resistir a la expedición conjunta enviada por España y Portugal. Nombraron jefe supremo militar al corregidor de San Miguel y luego al de Concepción, Nicolás Ñeengirú, sobre cuyo imperio y cuyo ejército circularon fantásticas leyendas por Europa, donde se le conoció como el rey Nicolás I. A sus órdenes dos mil guerreros guaraníes se atrincheraron en un cerro fortificado y ante el requerimiento de los jefes de la expedición militar hispano-lusa declararon que sólo permitirían el paso a los soldados españoles. En vista de ello las tropas atacaron y aniquilaron a los indios, entre los que hicieron casi mil quinientos muertos. Pero en combate abierto, sin procesiones ni Santísimo ni jesuitas ni asesinatos en masa de la población civil.

Así terminó la guerra guaraní. El 1757 la mitad de los indios habían sido deportados al otro lado del Uruguay; la otra mitad huyó a los bosques. En 1761 Carlos III denunció el Tratado, pero las Reducciones abandonadas no se reconstruyeron. Los jesuitas, acosados por España y Portugal, acabaron expulsados de América. Las Reducciones restantes se fueron consumiendo en el abandono y la anarquía, excepto algunas de las que se hicieron cargo los franciscanos. El ejército guaraní se convirtió en tema central de la propaganda antijesuítica, que le presentaba como dirigido marcialmente por los propios jesuitas en la guerra de las Reducciones. Una falsedad supina, de la que se hace eco anacrónicamente el jesuita Berrigan para su propaganda cinematográfica de la liberación, y de la muerte; porque su película describe un suicidio ritual mucho más inspirado en Nietzsche y Marx que en la auténtica historia de la Compañía de Jesús en América.

La fortaleza abandonada: el hundimiento demográfico de la Compañía de Jesús

Aunque ya establecimos en el primer libro las pautas estadísticas que demuestran la espantosa sangría sufrida por la Compañía de Jesús durante el generalato del padre Arrupe, conviene ahora corroborar esa tesis y puntualizarla con nuevos datos, ante algunas tergiversaciones oficiosas —por lo demás comprensibles— que ha intentado el aparato gobernante de la Compañía de Jesús sobre este problema, que amenaza con la extinción física de la Orden después de un proceso de envejecimiento agónico. Vamos a analizar esta importante cuestión a partir de documentos internos y reservados de la Compañía, obtenidos en diferentes naciones y provincias para mi taller de historiador.

En los párrafos siguientes analizaremos más de cerca este gráfico, que ya resulta suficientemente expresivo en cuanto a la tendencia de caída; pero que en sus tramos finales resulta claramente manipulado como vamos a explicar, y tal vez por ello ofrece (en el dibujo número cuatro) una aparente contención de la caída en los últimos años, lo que por desgracia no es, como veremos, más que un espejismo.

LA SITUACIÓN DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS EN CIFRAS A 1-I-1987

La interpretación oficiosa de los jesuitas italianos

En el citado número de Notizie dei Gesuiti se apunta una interpretación oficiosa sobre las estadísticas generales de la Orden, en este sentido:

1. «La tendencia regresiva que revelaron los datos de 1986, en que se moderaba el crecimiento de los años precedentes, ha adquirido consistencia durante el año 1986. El hecho se debe a una leve disminución (pero por segundo año consecutivo) en el número total de novicios y a un ligero incremento de las dimisiones. Las variaciones no son relevantes, pero sin embargo indican —según los jesuitas italianos— una inversión de tendencia y orientan el tramo final en torno al punto de crecimiento cero». (Veremos que esta conclusión, al incluir en pie de igualdad las estadísticas ya prácticamente cerradas de uno o dos decenios anteriores con la estadística del último quinquenio, todavía no cerrada en cuanto a dimisiones estadísticamente seguras y probables, es simplemente una manipulación benevolente).

2. «El desequilibrio entre las áreas geográficas sigue aumentando. Las cinco asistencias de Asia y América Latina han registrado un aumento. La asistencia eslava se mantiene estable. Las seis asistencias de Europa y América del Norte presentan un saldo negativo. La relación porcentual entre los dos grupos, que en el 1-1-1986 era de 39.2 a 60.8 se ha transformado en de 40 a 60 en el 1-I-1987».

3. «En 1986 han ingresado 563 novicios escolares, exactamente los mismos que en 1985. Su número total, si bien ha disminuido porque los novicios del segundo año eran menos que los del año precedente, es superior al millar por tercer año consecutivo. Debe advertirse que las cinco asistencias del bloque afroasiático e iberoamericano (el 40% de toda la Compañía) han registrado el 65.8% de los ingresos. Las restantes siete asistencias (el 6% de todos los jesuitas) han llegado al 34.2%; en ellas se ha registrado un porcentaje más alto de dimisiones en el noviciado».

4. Siempre según la interpretación de los jesuitas italianos, «los escolares (jesuitas en formación entre el noviciado y el sacerdocio) han aumentado en 108, respecto a los 128 y 131 de los años precedentes, si bien el número de las ordenaciones ha resultado ligeramente inferior al del año anterior. El hecho debe atribuirse al contenido número de ingresos durante los últimos dos años y al incremento de las dimisiones durante el año en curso».

5. «Los hermanos coadjutores son el sector con mayor necesidad de recuperación. Las dimisiones han sufrido un drástico aumento y los fallecimientos han superado a los del año precedente. De 40 que han dejado la Compañía 19 son novicios; los ingresos registrados fueron en conjunto 32».

6. «En cuanto a la disminución de sacerdotes, es la más baja de los últimos siete años».

Éstos son los comentarios de los jesuitas italianos; plagados de eufemismos y afectados por la tergiversación que vamos a comentar. Para el reticente resumen sobre el conjunto de la Orden, los jesuitas italianos apuntan que «la coincidencia quizás ocasional de tendencias desfavorables, en los factores de salida y de disminución durante el año 1986, ha determinado la detención de la gradual aproximación al punto cero, que se notaba en los años últimos, y ha aumentado ligeramente la disminución. Oscilaciones de este tipo, en la tendencia que se revela constante para un largo espacio de tiempo, pueden considerarse como un incidente normal», dicen los jesuitas italianos. El que no se consuela, decimos nosotros, es porque no quiere. Sobre las causas profundas, institucionales de esta caída, que les hace considerar como un ideal la consecución del punto cero (tan alejado del punto omega entrevisto por Teilhard de Chardin) los jesuitas no dicen una sola palabra. La que tal vez todo el mundo espera, eufemismos aparte, de ellos.

En forma de gráfico se registran las entradas, salidas, permanencias y porcentajes de los jesuitas entre 1970 y 1986 (a 29 de diciembre) en cada una de las siete provincias jesuíticas de España.

El gráfico de la página siguiente, en el que casi siempre las salidas superan a los ingresos, contiene sin embargo una tergiversación benevolente. Y es que los novicios que aparecen por primera vez en los catálogos para 1986 (el gráfico se ha deducido de los datos contenidos en cada catálogo provincial) no han podido tener aún casi prueba para su perseverancia e introducen en la estadística una promoción con casi el 100% de perseverancia; los que entraron en el catálogo de 1985 no han tenido más que un año de prueba y por tanto dan una permanencia superior al 95%. Así los porcentajes de los años más cercanos, muy altos por falta de tiempo de prueba, compensan los porcentajes de los años más alejados y enmascaran el resultado general. Para una imagen más real sería conveniente disponer de los datos de una provincia concreta entre 1967 y 1977 por ejemplo, es decir, desde 20 años a 10 años antes del gráfico; con un término medio de 15 años para cada jesuita después de su ingreso.

Una imagen real: la provincia de Castilla

Afortunadamente hemos conseguido con todo detalle esos datos, para la provincia jesuítica española de Castilla entre 1967 y 1977. El detalle llega hasta el punto de que disponemos de todos los nombres, que no publicamos. Los datos aparecen en el cuadro siguiente.

En el cuadro anterior se registran todos los ingresos, tanto de novicios escolares (34) como de novicios coadjutores (11). La imagen real de permanencia tomada con suficiente tiempo de prueba es, por tanto, mucho más desfavorable de la que indican las estadísticas manipuladas.

En el catálogo de la misma provincia en 1987 hay dos novicios de segundo año y ninguno de primero, es decir, que en 1986 (como ya había sucedido en 1972) no ha entrado nadie en la provincia de Castilla. Simultáneamente ese catálogo revela que durante el año 1986 salieron de la Compañía de Jesús en esa provincia tres sacerdotes, cuatro escolares y dos novicios escolares. Hubo en el mismo año ocho sacerdotes muertos. Si estas lamentables tendencias continúan, una extrapolación a todo el conjunto de la Orden parece sugerir, pese a las estadísticas oficiosas parcialmente trucadas como acabamos de ver, las más negras perspectivas.

Insisto en que mi información comprende no solamente estos datos numéricos, sino los nombres que corresponden a cada dato. Que no tengo intención de revelar por discreción y respeto, a no ser que desde fuentes oficiosas de la Compañía de Jesús se pongan en duda estas informaciones, lo que me obligaría a romper esa discreción.

Ante este conjunto de datos, corregidos según criterios de imagen real, parece claro que la Compañía de Jesús camina trágicamente hacia su envejecimiento, su esterilización y su extinción, si no se invierte en la realidad, no solamente sobre el papel, el signo de su decrecimiento. Nos consta que varios jesuitas eminentes, dotados de un alto espíritu ignaciano, retienen vocaciones e incluso las desvían hacia otros horizontes para no exponer a sus alumnos a un ambiente interno desorientado y degradado. En contraste con esta triste situación de abandono, otras instituciones de la Iglesia que, insertas de lleno en la realidad de nuestro tiempo, conservan sin embargo intacta su vinculación con el Magisterio y su espíritu original, rebosan de nuevas vocaciones y experimentan un crecimiento alentador y a veces casi increíble. Desde un observatorio histórico como es el del autor de este libro no podemos resignarnos a que la Compañía de Jesús, desmantelada por sus huracanes internos, afectada de algo que sólo podemos calificar como esquizofrenia religiosa, invadida por el espíritu de este mundo al que pretende transformar con procedimientos políticos y sociales ajenos al carisma de san Ignacio, esté abocada a la desaparición en las próximas décadas. Pero creemos sinceramente que sólo podrá resurgir y ponerse otra vez en camino si recupera plenamente el espíritu fundacional que le dio vida, y ahora yace abandonado en las cunetas de la modernidad.

Los orígenes internos de la desviación histórica en la Compañía de Jesús

Acabamos de ver los efectos demográficos del desfondamiento que afectó a la Compañía de Jesús desde mediada la década de los años sesenta y que continúa, por desgracia, hoy. Este fenómeno, que calificamos de forma tan dura como realista —desfondamiento, demolición, abocamiento a la extinción— se manifestaba ya claramente desde la Congregación General XXXI que eligió general al padre Pedro Arrape y Gondra en 1965; y reventaba ante la opinión pública con motivo de la Congregación General XXXII convocada por el padre Arrape para definir la nueva identidad de la Orden a la luz del Concilio, y celebrada en 1974. Pero el proceso de descomposición tuvo que iniciarse, naturalmente, antes, por más que el padre Arrupe y su equipo, en vez de reprimirle, decidieron saltar a la cresta de la ola y ponerse delante de la manifestación. Para un historiador es apasionante investigar y lograr nuevas aproximaciones sobre el desencadenamiento de ese proceso de descomposición. No pretendemos haberlo conseguido todavía, pero en esta sección apuntamos y documentamos algunas de esas aproximaciones. El Papa Pablo VI, que disponía de una información infinitamente más ancha y honda que nosotros, trataba de explicarse este problema —esta realidad— de la perversión íntima en la Compañía de Jesús; lo vimos en el primer capítulo en el testimonio de unos obispos españoles. Y con toda su experiencia y autoridad —con toda su responsabilidad, además— encontraba la principal explicación en un factor preternatural de perversión; nosotros, que solamente podemos apoyarnos en la Historia, nos inclinamos con todo respeto (y no escaso sobrecogimiento) ante esa hipótesis, pero nos vemos obligados a buscar interpretaciones más humanas. Que brotan de tres fuentes principales: el impacto posbélico de la cultura filosófica y política europea identificada con la secularización irreversible; el trabajo precursor del liberacionismo entre la Compañía de Jesús de Norteamérica; y la proclamación cristiano-marxista (o mejor cristiano-maoísta) de los jesuitas holandeses. Los tres orígenes son prácticamente simultáneos; y confluyen al comenzar los años setenta del siglo XX, ante la opinión pública; aunque venían socavando los cimientos de la Compañía desde la década anterior por lo menos. Los tres orígenes se pueden documentar y vamos a documentarlos. Los tres vinculan irreversiblemente la crisis naciente de la Compañía de Jesús con los orígenes y primer desarrollo de la teología de la liberación, una tesis que primero adiviné por intuición irresistible y luego pude documentar (en el primer libro y en éste) de forma que me parece difícilmente refutable, pese a que el padre Martín Descalzo en 1985 (no, afortunadamente, después) manifestó duramente su escepticismo y su rechazo sobre ella. Hoy, sólo dos años después de esa discrepancia inspirada seguramente, como una cortina de humo, por sus amigos los jesuitas progresistas, todo el mundo admite esa tesis.

La desviación cultural y política preconciliar de la Compañía de Jesús

Éste me parece que es el primer origen del proceso de demolición que amenaza con extinguir a la Compañía de Jesús en nuestro tiempo; el impacto, tras la Segunda Guerra Mundial, de la cultura secularizante, que se infiltró hasta los tuétanos de una nueva teología ansiosa de expresar en categorías modernas, actuales, sus contenidos eternos. A lo largo de los anteriores capítulos de este libro hemos detallado más que de sobra esta infiltración, que fue advertida por el Papa Pío XII, quien trató de oponerse a ella con duras medidas disciplinarias y cautelares, entre las que no faltaron, quizá porque era inevitable, algunos sonados palos de ciego. Y es que entre los jesuitas de aquella época —1945/1960— crecían juntos el trigo y la cizaña. Casi todos los grandes maestros auténticamente tales —De Lubac, Teilhard de Chardin, Daniélou, Rahner, John Courtney Murray— nunca desmintieron su fe y su fidelidad a la Iglesia, que les hizo resignarse a veces al silencio y a la descalificación. Ellos no fueron heterodoxos, sino que alumbraron una verdadera edad de oro para la cultura católica; pero a la vez desencadenaron fáusticamente fuerzas ocultas que luego no siempre pudieron controlar, lo mismo que otros teólogos contemporáneos de otras procedencias, como Yves Congar.

Durante la segunda década de los años cincuenta selectos enjambres de jesuitas españoles, iberoamericanos y norteamericanos estudiaron durante varios años Teología en varias Facultades europeas, algunas de la Compañía de Jesús, otras que contaban con insignes maestros jesuitas, otras en fin sometidas al influjo de la nueva teología, que por aquella época se empezaba a transformar en teología progresista a manos de los discípulos de esos grandes maestros, sobre todo los de Karl Rahner, S.J. Como sabemos, la teología progresista es un complejo cultural no fácil de definir que se caracteriza por la sustitución de la filosofía perenne (tomista, escolástica modernizada) por el pensamiento moderno como cauce de expresión teológica. Casi todos esos estudiantes de Teología españoles y americanos que llegaban a Europa en la segunda mitad de la década de los cincuenta habían recibido una formación filosófica tradicional, relativamente rutinaria, y por supuesto alejada del pensamiento contemporáneo, al que sólo se accedía negativamente en las rúbricas de adversarii en cada una de las tesis tradicionales. Al contacto con los grandes maestros del progresismo, los estudiantes de Teología descubrieron a los autores de la primera y la segunda Ilustración, a Carlos Marx, a los filósofos del siglo XX, los axiólogos, los existencialistas, y se aferraron a ellos con el fervor del converso. (En toda esta descripción estoy suscitando vivencias personales. Yo recibí esa misma formación filosófica tradicional, pero la corregí a fondo con lecturas personales de Bergson y de Marx, por ejemplo, y además decidí sumergirme en algo que mis amigos, los estudiantes de Teología, no hicieron casi nunca: la ciencia contemporánea, que ellos casi nunca saludaron en su atracón de modernidad filosófica; y entre Bergson y Einstein, Planck y Heisenberg uno aprende, primero, a no despreciar a la escolástica; y luego a corroborar, con la ayuda de lo alto, la propia fe. Me interesé además pronto por la historia de la República y de la guerra civil española que los jóvenes jesuitas progresistas ignoraban tan seriamente entonces como ahora; eso me curó de posibles ingenuidades).

La teología progresista no sólo sufrió el impacto demoledor de la cultura teórica contemporánea, sino también de la política; por uno de sus sectores más sensibles —el de Rahner/Metz— se convirtió en teología política, mediante el muy defectuoso encaje de dos nuevos impactos: el de la Internacional Socialista (sin desdeñar los orígenes marxistas de la Segunda Internacional) y el del pensamiento teológico protestante, que ya había efectuado en generaciones anteriores su simbiosis con la cultura moderna y secularizante. Los estudiantes españoles y americanos de Teología (soy amigo de muchos de ellos y he tratado de seguirles en su trayectoria) cayeron, sin más orientación que la de su talento, que casi siempre era grande, tan grande como su ignorancia y su ingenuidad política, en todas estas redes; y de todo este batiburrillo asimilado indiscriminadamente surgieron, en los años sesenta, jóvenes activistas como Gustavo Gutiérrez en Perú, fuera de la Compañía; y Alfonso Álvarez Bolado, S.J., dentro de ella. Para colmo algunos maestros jóvenes de la generación intermedia —entre los que destacaban los doctores José María Diez Alegría y Giulio Girardi, el Dúo Dinámico de la teología rebelde— se sintieron arrastrados por el activismo de sus alumnos, y saltaron también, como el padre Arrupe, a la cresta de la ola, a la cabeza de la manifestación. Y para más colmo aún algunos de estos jóvenes jesuitas progresistas eran vascos y separatistas (Ellacuría, Sobrino) y complicaron más su confusión con el factor abertzale, tan racional como se sabe.

Creo que ninguno de ellos se hubiera desviado así hacia el liberacionismo si durante los años cincuenta se hubieran contentado con comprender a Kant desde los escritos de Morente; hubiesen leído a Marx junto a Goethe; y se hubieran fiado mucho más de Bergson y de Einstein que de Sartre y de Lenin. Pero cada uno tiene su camino. Yo doy diariamente gracias a Dios por el mío.

Aquellos polvos trajeron estos lodos. Los estudiantes jesuitas de teología progresista en Europa crearon en 1967 el Instituto Fe y Secularidad en España como un importante centro logístico de cooperación cristiano-marxista y jesuítico-socialista que organizó la siembra de la teología de la liberación en España a fines de 1969 en el encuentro de Deusto y a manos de Giulio Girardi; y otras actividades estratégicas, como el trascendental Encuentro de El Escorial en 1972, de donde se extendió incontenible el mensaje liberacionista por dos continentes. Un año antes otro estudiante de Teología progresista no jesuita, Gustavo Gutiérrez, había publicado su libro-proclama, Teología de la liberación, y emocionaba a todos durante su intervención de 1972 en El Escorial. La crisis de los jesuitas y la teología de la liberación en marcha convergente y conjunta, erizada de mutuas causalidades.

Un precursor norteamericano del liberacionismo:
La conexión UCA-Nueva Orleáns

Juntamente con las de España, las provincias más florecientes de la Compañía de Jesús inmediatamente antes del Concilio eran las de los Estados Unidos. Para un serio conocedor de la Compañía de Jesús en América, James Hitchcock, en su citado libro, la crisis de los jesuitas allí —que estalló como en todas partes en torno al Concilio— se debe más bien a factores afectivos e intuitivos que a desviaciones intelectuales. Los jóvenes preferían no cursar carreras académicas e integrarse en la vida real; de ahí su fascinación por las aventuras de Daniel Berrigan. Pero también una generación más madura decidió descubrir la psicología y la afectividad, y echar por la borda las anteriores «represiones», es decir, el modo de ser descrito y propuesto por san Ignacio de Loyola. Los jesuitas prefirieron (como en otras partes) vivir en pisos que en grandes residencias; perdieron muchas veces la ilusión por los colegios y otras obras tradicionales. Y se fueron marchando en masa, como en España.

Al estudiar los orígenes de las desviaciones sociales en la Compañía de Jesús hay que prestar una atención especialísima a la obra —realmente demoledora— de un jesuita norteamericano con enorme influjo en Iberoamérica, el padre Louis B. Twomey. Fundó en 1949 con seis colaboradores seglares la revista reservada Christ Blueprint for the South, editada luego por una institución fundada por el propio padre Twomey, Institute of Social Order en la Universidad Loyola de la provincia de Nueva Orleáns; hoy se sigue publicando con el título Blueprint of Social Justice en la misma Universidad, dentro del instituto que ahora se llama Institute of Social Relations. El 26 de enero de 1970, al conocer la muerte del padre Twomey, uno de sus discípulos españoles, el jesuita padre Rafael Carbonell, escribía desde Córdoba al Instituto una carta reveladora según la cual el objetivo de la Escuela de Técnica Empresarial Agrícola, a la que el padre Carbonell había sido destinado tras su entrenamiento en Norteamérica, no podría ser otro que «formar líderes de la clase obrera». El padre Carbonell expresaba a su corresponsal americano su propósito de realizar un viaje de «apostolado social» a Iberoamérica, financiado por los obispos holandeses.

Twomey era un auténtico precursor de Gustavo Gutiérrez y del liberacionismo. Su Blueprint era una newsletter secreta, escrita básicamente por no-jesuitas y destinada exclusivamente a jesuitas; un claro instrumento de infiltración marxista y revolucionaria. Un asiduo lector del Blueprint, jesuita muy conocido por su saber y criterio objetivo y moderado sobre la perversión de la Compañía y la Iglesia en América, califica duramente al Blueprint como «esfuerzo leninista para desobrenaturalizar a la Iglesia católica en los Estados Unidos». El padre Carbonell confiesa en su carta que siguió asiduamente al Blueprint desde 1956; así lo hicieron otros muchos jesuitas españoles e iberoamericanos que sintonizaron con el mensaje marxista de la publicación. «Así —me dice en su impresionante testimonio el citado jesuita— las primeras semillas de la liberación, de la teología no-sobrenatural, fueron plantadas en Iberoamérica por este Instituto norteamericano».

En 1959 George Sokolski, célebre periodista que había enviado desde Petrogrado crónicas memorables a los Estados Unidos durante la revolución de 1917, se hizo con un número del Blueprint —en el que se le atacaba vilmente— y entonces el periodista, con toda su autoridad, rebatió las tremendas distorsiones del Blueprint sobre la historia social de los Estados Unidos, que había tratado calumniosamente y sin el menor respeto por los hechos. En sus ataques al sistema social, y al sistema católico de enseñanza en los Estados Unidos, el Blueprint era un altavoz de la propaganda soviética más grosera, y se comportaba como una hoja antipatriótica de difamación infiltrada. Una de las obsesiones del Blueprint era desacreditar sistemáticamente al anticomunismo, convertir la condición de anticomunista en un insulto; de acuerdo con la consigna general de la propaganda exterior soviética después de la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días.

Una de las más eficaces y demoledoras conexiones logradas por el Institute of Social Order, el centro jesuítico que editaba el Blueprint, fue con la Universidad Centroamericana «José Simeón Cañas» en San Salvador, dirigida por los jesuitas. Cuando la Universidad Nacional en El Salvador fue prácticamente dominada por los comunistas, se creó la Universidad Centroamericana para contrarrestar el influjo negativo de la Nacional, en los primeros años sesenta; y fue encomendada a la Compañía de Jesús, que inicialmente la dirigió como de ella se esperaba, durante unos años. Pero hacia 1971 —nos dice un testigo directo (cuyo nombre no podemos revelar) y en la misma onda liberacionista que sacudió a toda la Compañía de Jesús— el Gobierno salvadoreño patrocinó una conferencia sobre reforma agraria, a la cual fue invitada la Iglesia. Un jesuita, Luis de Sebastián, ejerció como activista en esa conferencia, y logró orientarla en sentido revolucionario más que reformista. Sebastián era un jesuita mundano, bien trajeado, amigo de diversiones y poseído por una ideología radical de izquierda, que luego abandonó la Orden para casarse con una viuda vasca. Pero su obra sería continuada en el mismo sentido por otro grupo de jesuitas vascos que han llegado a dominar totalmente la UCA, y cuyos representantes más famosos son los liberacionistas Jon Sobrino e Ignacio Ellacuría.

Este grupo vasco-separatista y liberacionista estableció la conexión de la UCA con el Institute of Social Order de Nueva Orleáns, como se pudo comprobar en los planes de reforma social que inspiraron a la primera Junta de El Salvador en 1979, sobre la cual influyeron de manera decisiva. El padre Sebastián, antes de su defección, actuó como ideólogo del FPL, agrupación radical que reclutaba a sus miembros a través de redes parroquiales, según el esquema ensayado con tanto éxito en el País Vasco durante la década anterior. La influencia del Institute of Social Order en los proyectos sociales impuestos a la primera Junta por los activistas de la UCA es clarísima. El 3 de agosto de 1987 El Correo Español reconoce que tres jesuitas vascos, Ignacio Ellacuría, Jon Sobrino y Jon Cortina, promueven la teología de la liberación en El Salvador. Rafael Aguirre, profesor de Deusto, convivió con ellos y vuelve extasiado de su ejemplo.

Como se demuestra en la reveladora carta del padre Carbonell, cuya fotocopia poseemos, la colaboración de los jesuitas de Nueva Orleáns y los de España-Iberoamérica en la praxis revolucionaria fue muy anterior al momento en que los jesuitas Álvarez Bolado y Calvez propusieron con éxito la teoría fundada en esa praxis, es decir, el Decreto IV de la Congregación General XXXII de los jesuitas en 1974.

En febrero de 1985, es decir, en plena época del nuevo padre general Peter-Hans Kolvenbach, el Blueprint mantenía su línea contestataria y demoledora de siempre en su número 6 del volumen 38 que tenemos delante, al publicar un artículo poco creíble del jesuita Joseph E. Mulligan, The Nicaraguan Religious Debate. En este artículo agrava las acusaciones de otro recientemente publicado en la revista oficiosa de los jesuitas, National Jesuit News sobre el mismo problema. El padre Mulligan, alevosamente, acusa al cardenal Obando y Bravo y a los demás obispos de Nicaragua de identificarse con los ricos al margen de los pobres, lo cual es una falsedad completa: el pueblo está con el arzobispo. Sin recordar la decisión del general Kolvenbach (en este caso muy racional y ajustada a la realidad) en contra del grupito liberacionista de jesuitas nicaragüenses, afirma Mulligan que los jesuitas de Nicaragua están contra los obispos; en este menosprecio de los hechos para infundir desinformación late una de las características de la praxis marxista-leninista en la que se mueve Mulligan, el cual miente con descaro sobre la verdadera entraña de las Conferencias de Medellín y de Puebla; ataca con saña al Episcopado por sus proyectos de reconciliación total; y traza una comparación sencillamente repugnante por su partidismo entre la situación de Nicaragua y la de El Salvador. Insiste, en la misma línea desinformativa, en atribuir a todos los jesuitas de Nicaragua las opiniones rebeldes de César Jerez y sus consultores, descalificadas por el general en 1984 como sabemos; los hechos no le preocupan nada. Saca ridículamente a colación a Constantino para describir los presuntos errores del cardenal Obando, cuando podría referirse, mucho más cerca, a Fidel Castro para valorar los aciertos del cardenal. El artículo de Mulligan es un libelo; pero el Provincial jesuita de Detroit, padre Howard Gray, ha enviado al padre Mulligan a Managua para enfrentarlo directamente con el cardenal Obando. «La idea directriz —me escribe un jesuita de Centroamérica— es enviar cada vez más jesuitas revolucionarios a América Central para que regresen a los Estados Unidos como expertos en promover la revolución en casa». Un tremendo testimonio desde el centro del volcán para quienes piensen que la serie Amerika es una broma exagerada de la extrema derecha en televisión.

Todavía me parece más grave y decisivo que la propia revista oficiosa de la Compañía de Jesús para el gran público en los Estados Unidos, América (que cualquier día aparece con k), haya caído, bajo la dirección del padre Robert Hartnett, de Chicago, en la misma degradación antiamericana y proliberacionista que el panfleto de los jesuitas de Nueva Orleáns. Algunos valientes jesuitas norteamericanos envían de vez en cuando cartas a la revista para enseñar la bandera, pero el magazine, que hace muchos años guiaba magistralmente a la opinión católica en los Estados Unidos, y ejercía una amplia influencia en toda la nación, ha caído ya todavía más bajo que la insulsa y equívoca revista equivalente de los jesuitas españoles, Razón y Fe. La preocupación del Papa Pablo VI por las publicaciones periódicas de la Compañía de Jesús cayó en el vacío. Han abdicado de su función orientadora, y ceden por todos sus flancos a la desinformación, confeccionadas además por criterios periodísticos de rutina y aburrimiento. Por ejemplo el teórico socialista Ignacio Sotelo colabora en Razón y Fe de febrero de 1987; no cito más casos detonantes por pudor; sólo diré que el citado Luis de Sebastián reaparece en el número de enero de 1987 con un trabajo rutinario.

En la citada carta del padre Carbonell se revela que el objetivo de la Escuela Superior de Técnica Empresarial Agrícola, a la que el padre Carbonell había sido destinado en Córdoba, no podría ser otro según Twomey que «formar a líderes de la clase obrera». El padre Carbonell expresaba a su corresponsal norteamericano su propósito de realizar un viaje de apostolado social a Iberoamérica, financiado por los obispos holandeses Tales propósitos serían encomiables si en la práctica no se orientaran por criterios netamente preliberacionistas; informados más por el odio de clases que por el amor cristiano.

Esos mismos corresponsales norteamericanos me insisten, con datos y pruebas, en que la conversión al líberacionismo de la Congregación misionera de Maryknoll, activísima en Iberoamérica, no fue espontánea, sino que se debió a un intenso trabajo de verdadera corrupción política a manos de algunos jesuitas. El padre de Maryknoll Miguel d’Escoto, que fue director de comunicaciones de la institución durante este proceso, quizá lo aclare alguna vez con su testimonio. La gran influencia de los Maryknoll, padres y hermanas, en Iberoamérica ha sido una palanca esencial para la propagación del líberacionismo, como ya nos descubrió Michael Novak y lo ratifica en su citado libro Will it liberate? Su editorial «Orbis» cumple en Norteamérica la misma función que la red editorial liberacionista («Sígueme», «Sal Terrae», «Paulinas», «Misión Abierta», etc.) en el centro logístico español.

El Manifiesto Comunista de la Compañía de Jesús en 1972

En un capítulo anterior hemos descrito la degradación contemporánea de la Iglesia holandesa, que ahora trata de contrarrestar, entre sus ruinas, el Papa Juan Pablo II gracias a una renovación total de la débil y desviada jerarquía episcopal que había presidido la catástrofe. Pues bien, la revista oficial de la Compañía de Jesús en Norteamérica, National Jesuit News, febrero de 1972, publicaba un extraordinario documento de los jesuitas holandeses titulado: Planificación nacional y necesidad de una estrategia social revolucionaria: una perspectiva cristiano-maoísta. El coordinador para la difusión mundial de este documento entre los jesuitas, que se presenta públicamente además como uno de sus autores, es el padre J. Dennis Willigan, S.J., muy relacionado con los jesuitas holandeses, que son los autores principales, dentro de un equipo ideológico internacional de la Compañía.

El documento, por su temprana fecha, es revelador y puede considerarse como uno de los orígenes de la crisis de signo marxista en el seno de la Compañía de Jesús al comenzar los años setenta. El padre Willigan afirma en la misma revista que las reacciones generales de los jesuitas en algunas provincias al conocer este documento fueron positivas. «Porque el documento representa —dice— un paso para la construcción de una estrategia revolucionaria que es explícitamente neomarxista y maoísta», es decir, marxista-leninista en versión china. El padre Willigan reconoce que los autores del documento pertenecen a la Compañía de Jesús, aunque solamente él da la cara; lo que parece indicar la autoría de un equipo internacional de jesuitas guiado por los holandeses.

Desgraciadamente el documento sólo se publicó incompleto en la revista de los jesuitas norteamericanos que, abrumada por el escándalo, se negó luego a reproducir la segunda mitad. Aun así esta primera mitad es sustanciosa. En vez de extractarla, preferimos traducir directamente sus párrafos más significativos, con la advertencia al lector de que se trata seguramente del documento más increíble y explosivo en toda la historia de la Compañía de Jesús. Y publicado, para debate interno, en una revista oficial de la Compañía de Jesús.

La introducción es marxismo puro. Dice así:

«Si la Compañía de Jesús del futuro busca un papel activo en superar la alienada objetividad del mundo exterior y remodelar la costra de factualidad arbitraria en relaciones humanas inteligibles, debe hacerse consciente de que el papel del cambio estructural decisivo pertenece solamente a aquellos grupos cuya perspectiva puede permitir la reorganización de toda la estructura social sobre la base de un nuevo principio y en una nueva síntesis. Para desempeñar auténticamente este papel, la Compañía de Jesús debe purgarse a sí misma de su conciencia social burguesa e identificarse con el proletariado, reconociendo que sólo el proletariado, como negación viviente del capitalismo monopolista avanzado y como sujeto de la Historia, puede conseguir un conocimiento social objetivo y correcto de que el proletariado simultáneamente conoce y constituye la sociedad. En este punto es cuando nos encontramos muy cerca de comprender el misterio del origen proletario del propio Jesús».

Tras esta enormidad marxista, el documento pasa a tratar el vacío estratégico de la Compañía de Jesús de esta forma:

«Durante muchos años la Compañía de Jesús ha carecido de una estrategia social clara y coherente. La hipótesis de principio que históricamente ha configurado la estrategia social de la Compañía de Jesús, la estrategia reformista, se halla en situación de crisis desesperada». Siguen unos farragosos párrafos de marxismo-leninismo puro para la descalificación absoluta del capitalismo y del reformismo, especialmente en el Tercer Mundo, y se llega a la propuesta de un nuevo internacionalismo para la Compañía de Jesús. En estos términos:

«Las sociedades capitalistas avanzadas, como los Estados Unidos, están atravesando una crisis peligrosa y compleja, que pone sus estructuras y valores fundamentales en cuestión lo mismo que sucede con los de la Compañía de Jesús». Nuevas parrafadas sobre la inanidad del reformismo que desembocan en esta retahíla dogmática:

«El hecho de que el desarrollo de los países atrasados presupone la liquidación de las viejas clases dominantes y de las nuevas capas burocráticas escapa todavía a la Compañía de Jesús en sus esfuerzos para servir a esos grupos y educar a los hijos de esos grupos en un tipo de seudocristiandad corrompida por los ideales capitalistas de Occidente. La necesidad de efectuar una movilización de las masas campesinas para formar vanguardias políticas cristianas, es decir, una transformación revolucionaria de todo el sistema político y social soportado por el imperialismo, incluso en sus formas más modernas, es una tarea que debe abrazarse por la Compañía de Jesús. Por razones económicas y sociales, el imperialismo debe favorecer la formación de un nuevo bloque social formado por los terratenientes, la burguesía tradicional y las nuevas castas burocráticas y militares. No podemos permitirnos la colaboración con ese esfuerzo».

El documento apunta entonces a que la estrategia de los jesuitas en los Estados Unidos debe concentrarse en esos reconocimientos revolucionarios, y señala la misión de la Compañía en el Tercer Mundo:

«El fracaso del tipo de reformismo al que la Compañía de Jesús se ha adherido en los países atrasados ha acarreado como consecuencia lógica la creación de un foso insalvable entre la filosofía de la coexistencia pacífica y el programa de las vanguardias revolucionarias en el Tercer Mundo. Las últimas han tomado el camino de la lucha armada; y contra ellas el imperialismo y sus aliados tanto seculares como religiosos han permitido que se desencadene una forma brutal de violencia».

Por tanto el documento de los jesuitas holandeses (y de los maoístas chinos) se opone también a la estrategia soviética de coexistencia provisional con el capitalismo, y quiere sustituirla por la revolución total y universal. Más o menos éste es el contenido de la primera entrega del documento.

La segunda entrega se publicó en la misma revista oficial de los jesuitas norteamericanos, National Jesuit News, en su número de abril del mismo año 1972. Se abre con una disquisición sobre La Revolución china y la Compañía de Jesús del futuro, que empieza así:

«La Revolución china representa una nueva alternativa al reformismo social basado en la ideología capitalista que se ha practicado por la Compañía de Jesús en el pasado. A escala mundial, la revolución china es el punto de referencia orgánico de las fuerzas auténticamente revolucionarias». Que no son las soviéticas:

«Los chinos rechazaron aceptar el modelo acumulativo de los países socialistas dependientes de la URSS, basado en la preeminencia de la industria y en la expropiación de los campesinos. En vez de eso buscaron un desarrollo total y unificado con radicalización de las relaciones sociales, dirección efectiva desde la base y tendencia hacia una fusión de los procesos formativo y productivo. Así el sistema político-burocrático completo está sometido a una presión permanente de lucha de masas, a una permanente reafirmación de la dictadura del proletariado durante el período de transición, y una permanente descomposición y recomposición del Partido en el fuego del conflicto».

Tras esta emocionada alabanza de la dictadura del proletariado y del comunismo chino, que los jesuitas internacionalistas de Holanda escriben en pleno delirio, proponen las directrices siguientes:

«En el plano internacional, el rechazo de compartir el mundo entre las superpotencias, la denuncia de la coexistencia fundada sobre el status quo, el hecho de haber desdibujado el carácter frontal y moral del combate entre el imperialismo y el comunismo, es decir, el rechazo de la estabilización, la llamada a todas las fuerzas revolucionarias en todas las partes del mundo».

«En el Tercer Mundo, la denuncia de todos los intentos de escapar del atraso que no pongan primero la cuestión en una decisión revolucionaria, fundada sobre la guerra del pueblo basada en las masas». Escriben los jesuitas holandeses, no Vladimir Ilich Lenin ni su discípulo Mao.

Luego viene el epígrafe sobre Riqueza del crecimiento revolucionario, fundado seguramente, como el anterior, en el Sermón de la Montaña; se propone este arrebatador paralelo:

«Por sus características, la Revolución china, el maoísmo, llama a un nuevo tipo de internacionalismo que la Compañía de Jesús, en su papel histórico de vanguardia intelectual dentro de la Iglesia católica, debe valorar y utilizar en todo programa de revolución social cristiana». Y vuelven los estrategas a la planificación revolucionaria en los Estados Unidos:

«Así la planificación nacional de la Compañía de Jesús en los Estados Unidos debería, tras el ejemplo chino, convertirse en una planificación internacional. Hacia la convergencia de problemas de todas las zonas del mundo en torno a un tema único: la construcción, en diferentes tiempos y formas, de una sociedad mundial comunista». (En el contexto marxista-leninista del documento hemos traducido communalist por comunista; la transcripción literal connotaría anarquismo y sería, por tanto, engañosa).

Como asustados —es un decir— por semejante propuesta, atenúan:

«Allí radica el valor universal, enteramente compatible con los altos fines espirituales de la Compañía de Jesús, que la Revolución Cultural ha adelantado; y hacia el cual, con varios contenidos, convergen las formaciones del frente revolucionario de guerra».

Es decir, que la Revolución Cultural maoísta, ejecutada por las hordas salvajes de guardias rojos, adelanta los altos valores espirituales y los altos fines de la Compañía de Jesús. Por eso sin duda Mao y sus comunistas chinos encarcelaron, torturaron y expulsaron a tantos jesuitas de China.

Pero los jesuitas holandeses lo saben mejor. «En el centro del pensamiento maoísta —prosiguen— está la plena conciencia de la inestable y precaria naturaleza del proceso revolucionario, que es paralela al sentido cristiano del pecado original». Cuadro en que la señora Mao hizo sin duda el papel de Eva.

Impertérritos, los jesuitas internacionales coordinados por los holandeses describen El valor de la lucha de clases y la Compañía de Jesús; que no en balde Lenin era, como se sabe, un asiduo lector de san Ignacio de Loyola de quien tomó, dicen, su idea del centralismo democrático. Tras reinterpretar todo lo anterior a la luz roja de la lucha de clases, el manifiesto dictamina: «Sin una reasunción de la actividad revolucionaria en Occidente, por los grupos cristianos de vanguardia, como la Compañía de Jesús, no se podrá evitar que el imperialismo siga su propia lógica de violencia hacia una guerra catastrófica». La parte publicada del documento termina con un breve epígrafe sobre Liberación de las fuerzas productivas: «La liquidación de este mecanismo mundial (la explotación capitalista del Tercer Mundo) y de su modelo de producción tecnológico y de civilización a través de la cooperación de grupos de vanguardia como la Compañía de Jesús junto a los revolucionarios seculares permitirá una liberación de las fuerzas productivas en las dos áreas (el Primero y el Tercer Mundo) y un control humanístico sobre los fines del desarrollo». Tan humanístico como el de Fidel Castro, o el de Daniel Ortega.

Este documento, preparado por una comisión internacional de jesuitas controlada y dirigida por los holandeses, es propaganda marxista-leninista pura y maoísmo del barato. Parece sencillamente inconcebible que una acreditada revista oficial de la Compañía de Jesús publicase sus dos primeras partes, y todavía más increíble que cuando decidió suspender la publicación del resto ante el formidable escándalo suscitado, muchos jesuitas reclamaran esa publicación. Otros muchos inundaron la redacción de la revista con airadas protestas. Pero si alguien piensa que hemos exagerado al insistir tantas veces en la convergencia de los jesuitas radicales y el marxismo-leninismo, aquí tiene la más abrumadora prueba con que se pudiera soñar. Aunque cuando releo esos párrafos no acabo de creerme que estemos fuera de una pesadilla, que no es más que una realidad trágica: el Manifiesto Comunista de la Compañía de Jesús.

La difícil transición de Arrupe a Kolvenbach

Desde 1981, en que sufrió su ataque irreversible, y sobre todo desde setiembre de 1983, cuando fue sustituido en el Generalato de la Compañía de Jesús, el padre Pedro Arrupe está ya en la Historia, y le hemos tratado, en nuestro primer libro, como una figura histórica y patética. Desde la última de esas fechas rige la Compañía de Jesús, en una dificilísima transición, el holandés Peter Hans Kolvenbach. Ya hace cuatro años de su nombramiento al primer escrutinio por la Congregación General XXXIII y, seguramente por el estrecho mareaje de los arrupianos, no parece haber enderezado la crisis de su Orden de manera convincente. Muy acreditado como hombre de paz, y como negociador incansable y efectivo entre los clanes más irreductibles del mundo, las facciones enfrentadas en el Líbano, el padre Kolvenbach parece empeñado —nobilísimamente— en seguir el ejemplo evangélico de no acabar de romper la caña tronchada pero tampoco ha corregido de forma satisfactoria el rumbo errático de la Compañía de Jesús guiada por la resaca progresista ni ha propuesto con toda la audacia quizás heroica que parecía necesaria la reforma verdadera de la falsa reforma. Ha tratado de frenar a derecha e izquierda; pero no ha abordado, al menos para la opinión pública, una solución al caos.

No es todavía el momento de juzgarle históricamente ni siquiera de evaluar sus conocidas y temibles ambigüedades. El tiempo dirá si consigue invertir el signo de la degradación, y devolver a la Compañía de Jesús su espíritu hoy en buena parte corrompido o perdido. En esta ocasión vamos a presentar algunas viñetas históricas sobre la difícil transición del general Arrupe al general Kolvenbach sin pretensiones de sistematización. Materiales incompletos e insuficientes para un futuro capítulo monográfico.

La prensa de Moscú ante la crisis de los jesuitas bajo Arrupe

Desde la Unión Soviética se ha seguido con interés y sintonía el proceso de degradación de la Compañía de Jesús, como ya vimos en el primer libro al comentar la obra de Grigulievich sobre la teología de la liberación. Los soviéticos expresaron relativamente pronto su aprobación al padre Arrupe. En el número 40 de Tiempos Nuevos (1975) editada por «Trud» en la plaza Pushkin de Moscú, se dijeron estas cosas tan significativas:

«La orden de los jesuitas es, como dijo Marx, el papel tornasol de la Iglesia católica. Lo que sucede entre los jesuitas —dice la gente que sabe— sirve de espejo para comprender lo que sucede en el conjunto de la Iglesia católica». Así comienza el artículo La Compañía de Jesús, 1975, de Igor Bonchkovski, en que compara la crisis de los jesuitas con la de la Iglesia.

«La Iglesia romana está enferma —prosigue—. La Orden fundada por Ignacio de Loyola como servidora fiel y obediente del Papado, se ha convertido ahora en el foco de la oposición dentro de la Iglesia». Y cita varios ejemplos de la erosión jesuítica:

«El disentimiento, la oposición política y teológica, las actitudes conflictivas en la disciplina, la crítica de la tradición misionera, las tendencias crecientes hacia la secularización de la vida religiosa…, todo esto ha erosionado en la década anterior la antigua unidad y eficacia de la Orden».

Bajo la sombra de una actitud histórico-crítica, el escritor soviético se muestra, evidentemente, encantado con la nueva posición de los jesuitas. Y sigue: «La Compañía de Jesús ha permitido desde hace tiempo a sus miembros una relativa libertad de enfoque y expresión. Si es necesario, el general, padre Pedro Arrupe, da personalmente ejemplo, como cuando visitó al rebelde padre Berrigan en la cárcel, con lo que daba su bendición a los americanos jóvenes que se negaban a luchar en la guerra del Vietnam».

«La lectura de autores ateos se permite en todos los colegios de jesuitas, y se fomenta el estudio del marxismo en los seminarios. Desde 1969 la pontificia Universidad Gregoriana de Roma mantiene un centro de estudios marxistas que forma expertos en marxismo y ateísmo científico».

Nuevos Tiempos cita entonces varios escándalos de jesuitas contemporáneos. «He escrito al Papa, al cardenal Dell’Acqua y al cardenal Alfrink. Ahora que ya no soy un creyente». Estas líneas han sido escritas por un hombre que llegó al rango más alto entre los jesuitas y sirvió a Cristo fielmente toda su vida. Su nombre es Schónenberger, y era uno de los líderes espirituales de la juventud en la Compañía de Jesús. Ahora la ha abandonado. (Se trata de un Asistente).

«El número de jóvenes en la Orden —dice— se hunde rápidamente. La juventud cree que el tiempo de los jesuitas ya ha pasado».

Sigue Bonchkovski: «El padre Vryjburg, confesor de los estudiantes de Amsterdam, rompió el voto católico del celibato y se casó, apoyado por los jesuitas Oosterhuis y Van der Staap que le defendieron ante la Jerarquía».

«Y otros, los padres José María Diez Alegría, Peter Hebblethwaite, Bernard Cook, Félix Cartegna, Edward Spong. Más y más miembros de la Orden se muestran en desacuerdo con principios indiscutibles de la Iglesia».

La revista soviética cita irónicamente el primer discurso de Arrupe como General, en que se hacía eco del mandato papal para combatir el ateísmo; no el individual sino el organizado y planificado para destruir no sólo una religión sino toda idea de Dios. «La guerra de hoy contra la verdadera creencia en Dios —dijo entonces el padre Arrupe según la revista soviética— es mucho más dura que en tiempo de san Ignacio». Bonchkovski comenta, atinadamente: «Combatir el comunismo y el ateísmo, reunir información y dirigir la propaganda en los países socialistas es la nueva tarea que el Papa impone a los jesuitas».

Y con la misma perspicacia, el escritor comunista resume el fracaso de tan alta misión. Cita a un jesuita de alto nivel que dice: «Hemos contraído la enfermedad que se nos había ordenado curar», comenta Bonchkovski, al concluir que son los comunistas quienes están ganando la batalla contra el ateísmo, y no los jesuitas. «Evidentemente —concluye el artículo— algunos jesuitas no parecen muy convencidos de que el hombre moderno ha de ser instruido en la palabra de Dios».

La elección y la sustitución del padre Arrupe:
notas de ambiente

La obsesión del poder ha tentado siempre a la Iglesia y a sus instituciones, especialmente a la Compañía de Jesús, que tras haber acumulado, a mayor gloria de Dios, un poder inmenso en su primera época, fue aniquilada a fines del siglo XVIII dentro de una terrible lucha por el poder en la Iglesia y en el contexto político de Occidente. La tentación del poder volvió a cundir irresistiblemente en la Iglesia y en la Compañía de Jesús después de la Segunda Guerra Mundial y sobre todo en la época del Concilio Vaticano II. Toda elección para un puesto clave en la Iglesia comporta una lucha por el poder, y la elección del padre Pedro Arrupe el 22 de mayo de 1965 no fue excepción. Desde dos años antes de su muerte el anterior General Juan Bautista Janssens, bajo el cual la Compañía de Jesús había conocido la máxima expansión de toda su historia, estaba gravemente enfermo; pese a lo cual no se designó vicario general de la Compañía hasta la muerte del General; entonces fue nombrado el canadiense padre Swain, que con el profesor italiano Paolo Dezza, confesor de Papas, gozaba del máximo prestigio para la sucesión del padre Janssens. La elección del padre Arrupe encierra todavía muchos misterios. Varios jesuitas que le habían conocido durante su estancia en Norteamérica me han comunicado, documentalmente, la invencible desconfianza que sintieron hacia él en términos que me parecen quizás excesivamente duros pero que reproduzco textualmente, sin citar nombres: «Por su inclinación apenas disimulada —me dicen— hacia el Frente Popular». Y me repiten el testimonio, en el mismo sentido, varias veces.

No están exentas de trucos políticos las altas asambleas de la Iglesia y de la Compañía de Jesús. Cuando la Congregación General XXXI, en 1965, se dispuso a elegir al sucesor del padre Janssens, alguien hizo circular un informe médico en que se pronosticaba que el padre Dezza, uno de los favoritos para el caso, perdería la vista en dos años; lo cual resultó ser un error enorme, sin duda intencionado. Parece que también alguien difundió la posibilidad de que resultara elegido General un escriturista norteamericano, el padre Mackenzie, que provocaba ciertos temores en el electorado, quien así se decidió por el Provincial del Japón, padre Pedro Arrupe, hombre muy conocido en varias asistencias, tildado no precisamente de franquista y famoso por su conducta heroica bajo la explosión atómica de Hiroshima en 1945. La provincia del Japón había experimentado bajo su mandato serios problemas evaluados muy negativamente para el padre Arrupe en el informe de un visitador especial; el informe, que no había surtido efectos gracias al relativo desgobierno de la Orden durante los dos últimos años del padre Janssens, cayó precisamente en manos de Arrupe, que no favoreció, desde luego, la posterior carrera del sincero visitador.

Si para la elección del padre Arrupe describimos estos interesantes detalles de ambiente, tampoco faltan oscuridades en torno a su sustitución provisional después del ataque que le inhabilitó en 1981. Cuando los asistentes llegaron a la convicción de que las consecuencias eran irreversibles, procedieron con muchísima prisa, y legalidad discutible (según altos testigos, que reservadamente nos facilitan éstos y los anteriores datos) a la designación de un vicario en la persona del padre O’Keefe, uno de los cuatro asistentes generales y conocido por sus ideas progresistas. El padre O’Keefe había sido nombrado en la misma Congregación General que eligió al padre Arrupe, junto con los padres Swain y Dezza, tenidos por moderados, y el marxólogo francés Yves Calvez, también reconocido progresista. Pero muy pronto los progresistas formaron una activa camarilla en torno al nuevo General vasco (algunos jesuitas españoles participaban intensamente en esa camarilla) y aprovechando una enfermedad del padre Swain le incapacitan y le reexpiden a Canadá; luego consiguen también marginar al padre Dezza. Permanecieron como asistentes generales los progresistas O’Keefe y Calvez; acompañados, tras la eliminación de los moderados, por otros dos notorios progresistas, los padres Cecil MacGarry y Parmananda Divarkar. Hay una curiosa página en una revista de los jesuitas norteamericanos ocupada por dos fotografías reveladoras. En la primera aparece el padre Arrupe, durante una efímera recuperación de sus postraciones, entre sus cuatro asistentes generales progresistas; en la de abajo dos jefes de fila del progresismo radical en la Compañía (y miembros muy destacados de la camarilla del padre Arrupe) hablan junto a la columnata de Bernini: el español Ignacio Iglesias y el centroamericano César Jerez. La época en que cada uno de ellos actuó como Provincial en sus respectivas demarcaciones marcó el apogeo del progresismo y el liberacionismo en ellas.

La designación del padre O’Keefe se hizo en circunstancias algo anormales, que disgustaron en la Santa Sede. Faltaba uno de los cuatro asistentes generales, el padre MacGarry, quien hubo de ser consultado por teléfono. La camarilla de Arrupe y el nuevo equipo directivo hicieron todo lo posible para impedir o al menos diferir la anunciada visita del cardenal Secretario de Estado al padre Arrupe con el pretexto de que el enfermo se iba a impresionar demasiado. Esta actitud transformó en abierto disgusto el recelo de la Santa Sede y por eso cuando el 6 de octubre de 1981 el Papa ordenó al cardenal Casaroli una intervención directa en los asuntos de la Orden, el cardenal irrumpió en la Casa Generalicia sin la menor consideración para el padre O’Keefe, a quien ignoró olímpicamente, y le dejó a la puerta del aposento del padre Arrupe cuando entró a entregarle la carta del Papa por la que nombraba delegado especial para el gobierno de la Compañía de Jesús al padre Paolo Dezza, cuya vista, según parece, se mantenía en perfectas condiciones pese a los augurios de 1965. El lector que siguió atentamente nuestro relato sobre el interregno O’Keefe agradecerá seguramente estos detalles. Se habló entonces inadecuadamente de golpe de Estado papal en la Compañía de Jesús, lo cual es inaudito: el Papa es el superior máximo de ésta y las demás Órdenes y actuó según su potestad en pleno derecho. Se habló, más acertadamente, de estado de excepción; la Santa Sede quiso frenar en seco el desmedido apego al poder de los arrupianos.

Las autocríticas de los asistentes generales

Quien tuvo, retuvo; y aunque algunos jesuitas eminentes, como el teólogo Karl Rahner, sacaron un tanto los pies del plato y protestaron contra la intervención papal en el gobierno de la Orden, justo es reconocer que la mayoría de los jesuitas se tragaron la difícil prueba y acataron, con su obediencia ejemplar (aunque la medida les repatease en lo más profundo), la decisión de Juan Pablo II. Lo cual no evitó que la persistente camarilla de Arrupe tratase de marcar duramente —como hizo en realidad— al anciano padre Dezza, y de descalificar a su inteligente segundo de a bordo, el padre Giuseppe Pittau, a quien declararon irreversiblemente quemado para cuando pasara la tormenta.

Pero dos de los asistentes generales progresistas reaccionaron, al menos en algún momento importante y público, con sincero y ejemplar sentido de autocrítica ante los nuevos rumbos de la Orden marcados por el Papa. Cuya intervención conmocionó vivamente a muchos jesuitas que se habían apuntado al progresismo por cobardía, presión o rutina; ya que los recalcitrantes como el famoso centroamericano César Jerez siguieron en sus trece y ahí siguen.

El padre Jean-Yves Calvez, famoso por una importante exposición sistemática sobre el pensamiento de Carlos Marx, había escrito, como sabemos, una justificación sobre el Decreto IV de la Congregación General XXXII en el que muchos (y desde luego nosotros) han visto plasmada la desviación flagrante del mandato papal a la Compañía sobre el ateísmo. El libro del padre Calvez no consigue cambiarnos tal impresión, por su metodología escolástica y teórica, sin la menor concesión a la praxis con que los jesuitas interpretaban en muchos casos ese decreto. Muchos de mis corresponsales dentro de la Compañía de Jesús (rebasan los dos centenares, dígase para que algunos superiores dejen de investigar quiénes son los jesuitas que me facilitan datos, testimonios y documentos; cada semana hay alguno nuevo y algunos papeles esenciales, como el Plan Apostólico para Centroamérica, me ha llegado desde seis procedencias diferentes, separadas en algún caso por miles de kilómetros) me han mostrado sus recelos profundos contra el padre Calvez, a quien no solamente califican de marxólogo sino de marxista. Pero el padre Calvez no es marxista; aunque su libro contribuyó a la formación de muchos marxistas, como han reconocido varios socialistas españoles que lo leyeron en sustitución de las obras de Marx durante la época de Franco. El padre Calvez no es marxista; a él se debe la principal inspiración para la estupenda carta del padre Arrupe sobre el análisis marxista en 1980, el canto de cisne teórico del doliente General. Que pese a algunas concesiones casi rituales en un progresista profesional no es una adopción, sino un profundo repudio del marxismo, y del análisis marxista identificado necesariamente con la dogmática del materialismo histórico.

Pues bien, el padre Yves Calvez demostró el 28 de agosto de 1983 que su autocrítica ante los rumbos liberacionistas de un sector de la Compañía de Jesús era honda y sincera. Ese día publicaba en La Croix un estupendo comentario al descarado libro de otro jesuita, Juan Luis Segundo, sobre la teología de la liberación, en que, como vimos en el primer libro (donde también nos habíamos referido al comentario del padre Calvez), el jesuita uruguayo trataba de descalificar a la primera Instrucción del cardenal Ratzinger. Con muchísimo guante blanco el padre Calvez se alinea con el cardenal Ratzinger y critica por exagerado a su compañero liberacionista. No es muy tajante; pero es muy significativo.

Otro asistente general del padre Arrupe, el padre Cecil MacGarry, dirigió a una importante reunión de jesuitas en Loyola, el 17-V-1982, un sorprendente discurso sobre La Fidelidad de la Compañía de Jesús a la Iglesia y al Papa, cuya segunda parte se reproduce en Noticias México, publicación reservada de los jesuitas en esa provincia, n.° 56, 1 de noviembre de 1982. El padre MacGarry habla a la Compañía entre la intervención del Papa Juan Pablo II de 1981 y la elección del general Kolvenbach en 1983.

El asistente general expone que la mayor complejidad de nuestra época respecto a la «culturalmente más unificada» del siglo XVI impone un «pluralismo doctrinal, ideológico y cultural» que exige a los jesuitas una adaptación profunda, ya que «la fidelidad no se puede ya expresar solamente por medio de una adhesión material a las tradiciones del pasado, a las doctrinas o a las prácticas. Algunas veces la fidelidad hoy nos demanda que lleguemos a invertir nuestras actitudes y prácticas pasadas». Luego matizará positivamente esta peligrosa tesis, que muchos jesuitas han convertido en despeñadero; pero la tesis fundamental sobre la relativa unidad cultural del siglo XVI respecto del actual pluralismo me parece históricamente apresurada e infundada. ¿Cómo puede hablarse de mayor unidad cultural en el siglo de la plenitud del Renacimiento, del imperio del Humanismo y de la eclosión de la Reforma? El mérito de san Ignacio fue precisamente la identificación de la Compañía con el Papado en medio de la más formidable división de los espíritus que había afectado a la Iglesia católica en toda su historia; y la creación de nuevas actitudes religiosas, tan innovadoras o más cuanto las que ahora se postulan.

El padre MacGarry trata de mantener dentro de la Compañía y de la propia Iglesia la unidad, e incluso la síntesis de posiciones contrarias. «Unos se sienten —dice— más cómodos en la Iglesia tradicional, otros en la Iglesia de los pobres». Esta equiparación no es admisible: no hay dos Iglesias. La síntesis que intenta el padre MacGarry es inviable entre quienes rechazan la autoridad del Magisterio y quienes la aceptan incondicionalmente. Por eso el padre MacGarry no distingue entre los dos planos de su síntesis; el de la praxis, que como decimos es, en la presente situación, inviable, como le demostró al propio Papa la Iglesia popular durante su viaje a Centroamérica en 1983; el de la teoría, que el padre MacGarry en cambio propone con acierto y lucidez. «La Iglesia —dice— es carisma; pero también es institución». Lo malo es que, en la praxis, la Iglesia popular quiere atribuirse la exclusiva del carisma; e interpreta a la Iglesia institución con sentido despectivo.

Cuando el padre MacGarry aconseja certeramente a los jesuitas: «No os separéis de la tradición, dando atención exclusivamente a los autores modernos. Dad la debida importancia también a los doctores de la Iglesia y a los teólogos aprobados, si queréis conservar el equilibrio», se pregunta, con sentido autocrítico: «Si queremos ser realmente honestos, ¿no es verdad que muchos de nosotros nos sentimos profundamente desazonados al escuchar estas palabras?» Es una confesión tremenda; muchos de los jesuitas se sienten incómodos cuando se les recomienda que no prescindan de la tradición, que es fuente para la vida de la Iglesia. «¿Quién de nosotros —sigue el asistente general— no está contaminado de todo esto?»

Apoyándose en san Ignacio y en Juan Pablo II, el padre MacGarry, en el tracto más noble y ejemplar de su discurso, exige a los jesuitas la sumisión sin dejarse llevar, según palabras del Papa, «por las sendas del progresismo o del integrismo». Y pone como ejemplo a la Compañía de hoy la actitud de la Compañía en el siglo XVI para la realización del Concilio de Trento. Luego recomienda la meditación de los textos pontificios: la Evangelii nuntiandi, la Redemptor hominis y otros documentos como el de Puebla en 1979. «Debemos hacer —sigue— objetivo esencial de nuestra vida y de nuestro ministerio el alimentar y construir la unión y la comunión eclesial. Ser instrumentos de unión dentro de la Compañía y de la Iglesia». Y entre citas de Juan Pablo II que en su discurso de febrero anterior a los provinciales les instaba a mantener «nuestro vínculo especial con él y con su oficio», afirma: «Creo que un punto importante de nuestra respuesta al Papa deberá consistir en una decidida actitud de apoyar la autoridad de la Iglesia en cualquier nivel, especialmente la del Papa y la de los obispos en el ejercicio de su jurisdicción y magisterio».

Criterios tan rectos resultan esperanzadores en medio de la crisis de la Compañía, que parece reorientarse hacia el horizonte que jamás debió perder. Porque lo había perdido, según el siguiente toque autocrítico del asistente general: «No tengo reparos en decir que nosotros, los jesuitas, estamos frecuentemente muy distantes de los obispos en nuestro apostolado y especialmente tal vez en nuestra relación humana y de amistad con ellos».

Tan loable confesión adquiere más valor cuando advertimos que el padre MacGarry la formula en un momento de desolación para los jesuitas progresistas por la intervención papal de 1981 en el gobierno de la Orden. El asistente justifica al Papa: «Podemos leer de nuevo las alocuciones del Papa actual a la Compañía, disponiéndonos a penetrar más sencilla y profundamente en la humillación que éstas han significado para nosotros». Y sigue: «Sobre todo podemos reflexionar —como creo ciertamente, han hecho muchos jesuitas— sobre el significado eclesial para nosotros de las decisiones del Papa Juan Pablo II a nuestro respecto, especialmente la del nombramiento de un delegado. Disponernos a sentir lo que Ignacio llama el peso de esta vocación. Tal vez no lo hayamos soportado suficientemente o hecho de una manera suficientemente explícita; el peso de identificarnos nosotros mismos amorosa, plena y públicamente a través de nuestro servicio a la Iglesia jerárquica y de ponernos en la primera fila para implantar antes sus proyectos que los nuestros propios». Es decir, exactamente lo contrario de lo que hicieron los jesuitas protestantes contra la decisión papal, encabezados por el padre Rahner y su coro de aduladores.

Por supuesto que el sector más recalcitrante de los jesuitas progresistas no ha hecho el menor caso de la importante admonición del asistente general. Pero estas palabras representan un esfuerzo estimable para la corrección de un rumbo que no llevaba a ninguna parte. Han pasado ya cinco años desde que se pronunciaron y tal vez no se advierte demasiado aún el efecto de esta nueva actitud, tan alejada de los mesianismos triunfalistas de la era Arrupe.

En torno a la elección del padre Kolvenbach

Los jesuitas progresistas se habían sentido tan desfondados por la intervención papal de 1981 que al concertarse para la Congregación General XXXIII (setiembre de 1983) decidieron no enfrentarse abiertamente al Papa (que los hubiera fulminado) y conseguir el nombramiento de un general moderado, aunque comprensivo con ellos, con tal que no fuera un miembro claro del sector conservador. Vamos a acudir a las actas de la Congregación General XXXIII para fijar mejor algunos puntos importantes.

En esas actas (Congregación General XXXIII, proemio histórico, páginas 24 y ss.) se describe así la aceptación de la renuncia formulada ‘por el padre Arrupe:

El día 3 de setiembre, elegidos secretario de la Congregación para la elección el P. M. Azevedo (Brasil C. Or.) y asistente de éste el P. J. G. Gerhartz (Alem. Sept.), la Congregación trató sobre si debía admitir o no la renuncia al cargo del M. R. P. Pedro Arrupe. Después de un breve debate, fue aceptada la renuncia en votación secreta. Ese día, por la tarde, se tuvo una sesión especial solemne, en la que estuvieron presentes también miembros de la Curia y de las demás casas de la Compañía en Roma, para manifestar el agradecimiento de la Compañía al P. Arrupe, según pedían expresamente diversos postulados de las Congregaciones Provinciales. El padre delegado tuvo una alocución, en la que recordó el ejemplo dado a todos por el padre Arrupe, su total entrega al cargo, su ardiente amor a la Compañía y a cada uno de sus miembros, y la inspiración que dio constantemente para que la Compañía se adaptara, según su propio espíritu, a las nuevas situaciones y exigencias. Finalmente subrayó el padre delegado el nuevo ejemplo de abnegación que a todos había dado el padre Arrupe estos últimos años con su deseo de poner en práctica la posibilidad ofrecida por la Congregación General XXXI de renunciar a su cargo, renuncia que tuvo que posponer, y cuando fue afectado por la enfermedad.

Tras un caluroso y prolongado aplauso de los presentes, el padre Ignacio Iglesias (León), miembro de la Congregación, leyó el texto de un mensaje del padre Arrupe a la Compañía, preparado con la ayuda de los asistentes generales. Se terminó esta sesión memorable con una recepción en el jardín de la Curia. Al día siguiente, domingo, se tuvo una concelebración eucarística en la iglesia catedral de La Storta con el padre Arrupe, que visitó asimismo la capilla cercana, restaurada poco antes según su deseo. El padre J. L. Fernández-Castañeda leyó la homilía preparada por el padre Arrupe, y se renovó la consagración de la Compañía al Sagrado Corazón con el texto redactado por él hace varios años.

El mensaje de despedida del padre Arrupe «preparado con la ayuda de los asistentes generales» fue leído por uno de los miembros más destacados de la camarilla del General dimisionario, el español Ignacio Iglesias. Testimonios muy altos de la Compañía me aseguran que el padre Arrupe no había sido capaz, dada su enfermedad, de componer ni siquiera de inspirar el mensaje, que fue probablemente redactado, de forma principal, por el propio padre Iglesias, cuya intervención en este momento es significativa. El mensaje es relativamente cínico. Ni una palabra sobre la crisis de la Compañía, ni sobre la terrible pérdida de efectivos. Sólo la leve alusión «también habrá habido deficiencias», como si no estuvieran a la vista. Pero Iglesias, en nombre de Arrupe, exaltaba la gran época que entonces terminaba: «Doy gracias al Señor por los grandes progresos que he visto en la Compañía…, pero el hecho es que ha habido grandes progresos en la conversión personal, en el apostolado, en la atención a los pobres, a los refugiados». El párrafo siguiente rebosa cinismo: «Mención especial merece la actitud de lealtad y de filial obediencia mostrada hacia la Iglesia y el Santo Padre…» Y el mensaje dirige una especial expresión de gratitud al padre O’Keefe, descalificado por la Santa Sede en 1981.

Para no sacar nada de su contexto, he aquí el mensaje completo leído por el padre Iglesias según las actas de la Congregación General XXXIII, números 144 y ss., pp. 108 y ss.:

Queridos padres:

Cómo me hubiera gustado hallarme en mejores condiciones al encontrarme ahora ante ustedes. Ya ven, ni siquiera puedo hablarles directamente. Los asistentes generales han entendido lo que quiero decir a todos ustedes.

Yo me siento, más que nunca, en las manos de Dios. Eso es lo que he deseado toda mi vida, desde joven. Y eso es también lo único que sigo queriendo ahora. Pero con una diferencia: Hoy toda la iniciativa la tiene el Señor. Les aseguro que saberme y sentirme totalmente en sus manos es una profunda experiencia.

Al final de estos 18 años como General de la Compañía, quiero, ante todo y sobre todo, dar gracias al Señor. Él ha sido infinitamente generoso para conmigo. Yo he procurado corresponderle sabiendo que todo me lo daba para la Compañía, para comunicarlo con todos y cada uno de los jesuitas. Lo he intentado con todo empeño.

Durante estos 18 años mi única ilusión ha sido servir al Señor y a su Iglesia con todo mi corazón. Desde el primer momento hasta el último. Doy gracias al Señor por los grandes progresos que he visto en la Compañía. Ciertamente, también habrá habido deficienciaslas mías en primer lugar—, pero el hecho es que ha habido grandes progresos en la conversión personal, en el apostolado, en la atención a los pobres, a los refugiados. Mención especial merece la actitud de lealtad y de filial obediencia mostrada hacia la Iglesia y el Santo Padre particularmente en estos últimos años. Por todo ello, sean dadas gracias al Señor.

Doy gracias de una manera especial a mis colaboradores más cercanos, mis asistentes y consejeros —empezando por el padre O’Keefe—, a los asistentes regionales, a toda la Curia, a los provinciales. Y agradezco muchísimo al padre Dezza y al padre Pittau su respuesta de amor hacia la Iglesia y la Compañía en el encargo excepcional recibido del Santo Padre.

Pero sobre todo es a la Compañía, a cada uno de mis hermanos jesuitas a quienes quiero hacer llegar mi agradecimiento. Sin su obediencia en la fe a este pobre superior general, no se hubiera conseguido nada.

Mi mensaje hoy es que estén a la disposición del Señor. Que Dios sea siempre el centro, que le escuchemos, que busquemos constantemente qué podemos hacer en su mayor servicio, y lo realicemos lo mejor posible, con amor, desprendidos de todo. Que tengamos un sentido muy personal de Dios.

A cada uno en particular querría decir «tantas cosas»…

A los jóvenes les digo: Busquen la presencia de Dios, la propia santificación, que es la mejor preparación para el futuro. Que se entreguen a la voluntad de Dios en su extraordinaria grandeza y simplicidad a la vez.

A los que están en la plenitud de su actividad les pido que no se gasten, y pongan el centro del equilibrio de sus vidas no en el trabajo sino en Dios. Manténganse atentos a tantas necesidades del mundo. Piensen en los millones de hombres que ignoran a Dios o se portan como si no le conociesen. Todos están llamados a conocer y servir a Dios. Qué grande es nuestra misión: Llevarles a todos al conocimiento y amor de Cristo.

A los de mi edad recomiendo apertura: Aprender qué es lo que hay que hacer ahora, y hacerlo bien.

A los muy queridos hermanos querría decirles también «tantas cosas», y con mucho afecto. Quiero recordar a toda la Compañía la gran importancia de los hermanos. Ellos nos ayudan tanto a centrar nuestra vocación en Dios.

Estoy lleno de esperanza viendo cómo la Compañía sirve a Cristo, único Señor, y a la Iglesia, bajo el Romano Pontífice, vicario de Cristo en la tierra. Para que siga así, y para que el Señor la bendiga con muchas y excelentes vocaciones de sacerdotes y hermanos, ofrezco al Señor, en lo que me quede de vida, mis oraciones y los padecimientos anejos a mi enfermedad. Personalmente, lo único que deseo es repetir desde el fondo de mi alma:

Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad,

mi memoria, mi entendimiento, toda mi voluntad,

todo mi haber y poseer.

Vos me lo disteis, a vos, Señor, lo torno.

Todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad.

Dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta.

La elección del nuevo General, padre Kolvenbach —a la primera votación— satisfizo a todos los jesuitas. A los progresistas porque creían así evitar una regresión. A los conservadores, porque el cambio suponía una esperanza. Los jesuitas progresistas de España, por medio de su cabeza de puente en el diario oficioso socialista, El País, y casi seguramente a través de la pluma del padre Martín Patino, publicaron el 4 de setiembre un editorial, El sucesor de Arrupe, en que cifraban los efectivos conservadores sólo en un diez por ciento; reconocían que bajo el mandato del padre Dezza «la orientación de Arrupe ha sido recortada pero no ha habido una involución» y frente a la Congregación General apuntaban que «sería grave que se impusiese una tendencia a la resignación, a entornar o cerrar ventanas hacia las realidades contemporáneas que se abrieron en el Concilio Vaticano II». El editorial rebosa de críticas y reticencias a «Wojtyla», sobre todo por su divergencia con el apostolado político de los jesuitas en América. La revista Cambio-16 (n.° 614, 5-IX-1983) dio a voleo varios nombres para la sucesión de Arrupe, entre los que —completamente fuera de juego— destacaba a Ignacio Iglesias. Elegido Kolvenbach, El País registró las opiniones positivas de la plana mayor del liberacionismo español (Diez Alegría, Gómez Caffarena, Álvarez Bolado…), junto a un artículo detonante y antipapal del escritor cristiano-marxista Miret Magdalena, todo muy imparcial (15-IX-1983). La satisfacción de los jesuitas progresistas no era un buen augurio para el nuevo General, al que como sabemos la misma Congregación General que le eligió impuso un férreo mareaje de colaboradores arrupianos, mientras descartaba a los jesuitas de clara línea pontificia, humillándoles. La designación de los asistentes se interpretó por la Prensa sensacionalista, pero no lejos de la realidad, como «la venganza de Arrupe». Fueron designados asistentes generales el excéntrico indio Michael Amaladoss, para quien la religión católica se desdibuja a favor del hinduismo; el belga Simón Decloux, del equipo Arrupe, supervisor hasta entonces de las más altas instituciones académicas de la Orden; el norteamericano John O’Callaghan, quien acababa de enviar junto con los provinciales de los Estados Unidos una carta a todos los jesuitas USA sobre el armamento nuclear, tomando como referencia el polémico decreto IV de la Congregación General XXXIII; y el chileno Juan Ochagavia, continuador, aunque en tono más distendido, de la rebeldía jesuítica en Chile, director de la revista Mensaje. Todo un equipo arrupiano y progresista, que como era de esperar esterilizó en buena medida los intentos del padre Kolvenbach para reconducir a la Orden desorientada.

La indecisión permanente del nuevo General

El padre Kolvenbach no ha seguido, para la renovación y reconducción de la Orden, el acreditado procedimiento del Papa Juan Pablo II para la renovación y reconducción de la Iglesia: la modificación intensiva, aunque prudente, en los cuadros de mando con que el Papa va cambiando el talante de las Conferencias Episcopales más complicadas, empezando por la de Holanda. Al contrario, tanto la camarilla de Arrupe como el aparato de poder en la Compañía de Jesús sigue firmemente en manos de los progresistas, que conservan su influjo incluso cuando son sustituidos por superiores más moderados; caso del provincial de Centroamérica, César Jerez, sustituido por Valentín Menéndez; o del provincial de España, Ignacio Iglesias, sustituido por el padre Sánchez del Río. (La tendencia es positiva e interesante, pero el mal era tan hondo que su efectividad resulta insuficiente). Eso sí, privados de su mascarón de proa, los jesuitas liberacionistas y los progresistas que les apoyan proceden ahora con mayor cautela que durante la etapa Arrapa. Por ejemplo, como ya vimos, en 1984, el General apoyó a los jesuitas ignacianos de Nicaragua que respaldaban al arzobispo Miguel Obando y a los obispos de la nación, frente al delegado de la Compañía en Nicaragua y su consejo asesor que se habían enfrentado —contra las expresas directrices expresadas en 1982 por el padre MacGarry— con los obispos nicaragüenses. Los jesuitas desautorizados por el General tras una visita del asistente general Ochagavia, fueron el delegado en Nicaragua, Iñaki Zubizarreta, y sus consultores César Jerez, Peter Marchetti, Valentín Martínez, Juan R. Moreno, Miguel Ángel Ruiz, Richard Vélez. (Catalogus Provinciae Centroamericanae 1984, p. 11).

La decepción debió de ser notable para el activista César Jerez, ex provincial de Centroamérica, que en 1983 había manifestado en Barcelona su satisfacción por la elección del padre Kolvenbach. Allí dijo, al regresar de la Congregación General XXXIII, que «en Centroamérica, la opción de los jesuitas ha sido por el cambio de estructuras desde un punto de vista sacerdotal y político» (El País, 7-XI-1983, p. 17). Es decir, desde un punto de vista expresa y frontalmente opuesto a las directrices papales. En 1985 César Jerez apareció en una explosiva foto publicada por Diario Las Américas (9 de agosto, p. 6 A) entre el Nobel compañero de viaje, Pérez Esquivel y el sacerdote y canciller sandinista Miguel d’Escoto, aplaudiendo al cura marxista que hacía un llamamiento por la paz.

El general Kolvenbach sintió desde el principio una seria preocupación por el estado de la Compañía de Jesús en España. En 1986 realizó dos visitas a España, una en febrero, con motivo de las jornadas sobre increencia —que ya registramos en el primer libro, publicado poco después— y otra a fines del verano. El Diario de Navarra informaba de su paso por Pamplona el 21 de agosto, con una fotografía que vale más que mil palabras. Aparecen en ella, con el General, los jesuitas de la comunidad de Pamplona, una veintena de personajes en los más variados atuendos, la mayoría en mangas de camisa (blanca), algunos con camisa negra y pantalón claro. En contra del conocido dicho, el hábito sí que hace al monje; y no se comprende bien cómo los jesuitas navarros, antaño tan correctos, recibieran así a su General. (Durante esta visita a Pamplona, según un amigo jesuita que estaba presente, fue cuando el padre Kolvenbach se refirió despectivamente a mi primer libro como «un libelo» y comunicó la orden de silencio absoluto sobre él, sin que conste, por otra parte, que el padre General haya aprendido ya el español, por lo que tal vez su opinión nació inspirada por algún miembro de la camarilla de Arrupe).

Poco después, en San Sebastián, medio millar de personas se reunían con el padre Kolvenbach en Loyola, para una asamblea mundial de las llamadas Comunidades de Vida Cristiana, el nuevo nombre de las Congregaciones Marianas desmanteladas con escarnio durante la era Arrupe (Ya, 24-VIII-1986, p. 30). «Las Comunidades —dice la crónica— surgieron inicialmente de las desaparecidas Congregaciones Marianas de la Compañía de Jesús. En un momento dado se separaron como movimiento seglar que no admitía la dirección de la Compañía y se dirigían a sí mismos. (El estado ideal de anarquía). Ahora se está produciendo una vuelta a la orientación y estilo de los jesuitas… Éste es un momento en que van a decidir quiénes son». La perenne pregunta sobre la propia identidad, que en el fondo no revela más que un completo vacío. El presidente de las Comunidades, Tobie Zakie, no aclaró mucho las cosas al decir: «No tenemos una espiritualidad jesuítica sino ignaciana», donde parecía referirse a la experiencia de san Ignacio en los tiempos de su conversión.

En octubre de 1986 la revista oficiosa de los jesuitas en Estados Unidos, National Jesuit News dedicaba gran parte de su espacio al congreso mundial de los Antiguos Alumnos de jesuitas celebrado en el mes de julio anterior en Versalles bajo la presidencia del general Kolvenbach, que continuaba su costumbre de viajar por todo el mundo como había hecho el padre Arrupe. Su discurso fue típico. Advirtió que la Compañía de Jesús permanecía idéntica pese a los cambios radicales experimentados recientemente, lo cual no deja de ser ejercicio de voluntarismo. Pero su autocrítica fue intensa: «Los jesuitas han cometido errores y fallos. Esto ha conducido a malas interpretaciones y confusión sobre la Compañía… La información sobre actividades de la Compañía es frecuentemente defectuosa e incluso distorsionada. Me ha llegado a ocurrir que muchas veces incluso estudiantes próximos a completar su formación en uno de nuestros centros docentes no tienen conocimiento real de la Compañía en conjunto».

Luego interpreta la fórmula del Instituto en sentido triple y trinitario: servicio a la palabra de Dios; servicio de reconciliación —que incluye el ofrecimiento de una gracia: que en la persona de los pobres se revela Cristo en su lucha contra la pobreza material y espiritual—, y servicio del Espíritu, a través de los Ejercicios Espirituales.

Insiste en que cuando los jesuitas de hoy proponen a sus estudiantes la promoción de la justicia y la opción preferencial por los pobres, no se trata más que de una nueva expresión de su objetivo tradicional (lo cuál no es cierto). «La Compañía sigue totalmente dedicada a su apostolado educativo», lo cual tampoco es cierto, cuando cerraba no hace mucho colegios esenciales como el de Ciudad de México o instituciones docentes de signo social como varias en España. Interpretaba mal el padre Kolvenbach a quiénes critican las desviaciones de la famosa promoción de la justicia como lo que es, una tergiversación del mandato papal sobre el ateísmo; no decía una palabra sobre ese mandato papal y en cambio atizaba al maniqueo con estas palabras extrañas: «Lo que encuentro totalmente incomprensible es la oposición de aquellos que ven la promoción de la justicia como ideología marxista, que ven la opción preferencial por los pobres como traición a la vocación tradicional de los jesuitas para formar un grupo de élite con el poder que viene del conocimiento y las posesiones». Parece que los arrupianos han lavado el cerebro al General: quienes criticamos las desviaciones, no la tesis de la promoción de la justicia, no nos oponemos en forma alguna a esa promoción, sino que repudiamos dos cosas muy claras. Primero, la desviación en ese sentido del mandato primordial de la Santa Sede sobre el ateísmo; segundo, la praxis de esa promoción tal y como la interpretan en la realidad los jesuitas Ellacuría en El Salvador, Segundo en Uruguay, Arroyo (los primeros años setenta) en Chile, Álvarez Bolado en España, Libanio en Brasil, Amaladoss en la India y Roma, Weilligan en Holanda y USA, y otros, con el apoyo expreso del padre Arrupe en su tiempo, y del padre Kolvenbach —al menos por omisión— en la actualidad. Nadie de nosotros dice que la promoción de la justicia sea ideología marxista; llamamos marxista al manifiesto de los jesuitas indios y al de los jesuitas holandeses y al ‘i apoyo directo y masivo de los jesuitas vasco-salvadoreños a la teología de la liberación y a la guerrilla marxista. A ver si con estas precisiones el padre General da muestras de comprender de una vez el problema l que enmascara demasiadas veces entre sus eufemismos y sus ambigüedades.

Muy acertadamente el padre Kolvenbach pidió a los antiguos alumnos que ayudasen a los refugiados, lo mismo que los jesuitas de Areneros nos llevaban a nosotros en los años cuarenta a ayudar a los refugiados de los suburbios madrileños. Y les prometió que no les faltaría la ayuda de la Compañía de Jesús en su marcha por la vida tras su formación en los colegios.

El Papa, que anima al padre Kolvenbach en su dificilísima misión, le entregó personalmente el 5 de octubre de 1986 en Paray-le-Monial, centro del culto al Corazón de Jesús en que tanto se habían distinguido los jesuitas de los últimos siglos, una carta de admonición en que exhorta a los jesuitas de hoy a que continúen esa tradición, total y despectivamente abandonada por el pleno de los progresistas, pese a que la Congregación General XXXIII había renovado ritualmente la consagración de la Compañía al Corazón de Cristo. Recordaba el Papa la dedicación de la Compañía a esa devoción que sigue conservando toda su actualidad; junto con la práctica de los primeros viernes, tan menospreciada hoy también. (El País, 6 de octubre de 1986, p. 9).

En su citado discurso a los antiguos alumnos, el padre Kolvenbach citaba elogiosamente al padre Arrupe y a los logros positivos de la etapa presidida por él, con notable olvido de la catástrofe. A la sombra del General, los arrupianos, tan empeñados en la descalificación de lo que llaman «papolatría» han organizado un auténtico festival de Arrupelatría; parece como si quisieran canonizar en vida a su discutible ídolo. Ya vimos en el primer libro la hagiografía colectiva del padre Arrape coordinada por el padre Manuel Alcalá. En noviembre de 1986 el boletín de la oficina del padre Provincial de California —en su número inaugural— publicaba un curioso anuncio de la provincia belga sobre un expresidente de la asociación de antiguos alumnos S.J. de Zaire, que se dedicaba por lo visto a estafar a donantes ingenuos en los Estados Unidos. Y se hacía eco de un llamamiento del entonces Provincial de España, Ignacio Iglesias, para que quienes hubieran conocido al padre Arrupe envíen datos sobre su vida, documentos, fotos, etc. El material debía ser remitido al biógrafo oficial, padre Pedro M. Lamet en la Casa de Escritores de Madrid; y me consta que varios jesuitas norteamericanos pensaron enviar opiniones muy negativas que se basaban en su conocimiento directo del personaje, quien por supuesto merece una biografía histórica e incluso patética, pero tal vez menos una hagiografía programada. Uno de los jesuitas norteamericanos que se mostraba perplejo ante los intentos hagiográficos del padre Ignacio Iglesias y su acólito el padre Lamet, había conocido profundamente el padre Arrupe en los años treinta. «Los jesuitas americanos que le trataron aquí —escribe— no se fiaban de él. Era un defensor del izquierdismo toda su vida. Yo nunca pude ver una orientación religiosa en sus escritos. Su “Contemplativos en acción” significaba realmente toda acción y no contemplación en la práctica, una inversión de las prioridades de Ignacio. Mi impresión personal es que estaba tratando de ser alguien que no era. Por esta razón —nacida del conocimiento directo—, nunca pude fiarme de él». Luego apunta otros dos nombres de jesuitas que conocieron a Arrupe en el mismo período y que mantienen la misma expresión.

El 14 de noviembre de 1986 el eclesiásticamente morboso corresponsal del diario gubernamental español en Roma resumía una carta del padre Kolvenbach a los jesuitas en que se defendía la «búsqueda permanente en común de la voluntad de Dios» o «democracia consultiva» aprobada en la Congregación General XXXIII. Este método, según el General, no recorta las atribuciones de los superiores. El General insiste en la fidelidad a la doctrina del Vaticano II y al carisma fundacional de la Orden. El corresponsal añade por su cuenta: «Kolvenbach está considerado como un jesuita de espíritu fino (no dice en qué consiste la finura) y en total sintonía con la apertura de su antecesor, Pedro Arrupe».

Como era de esperar, los jesuitas progresistas han aceptado inmediata y acríticamente la nueva propaganda soviética sobre la forzada apertura de Gorbachov. El mismo Juan Arias destaca el 12 de febrero de 1987 unas opiniones del profesor Bernd Groth, profesor alemán de la Universidad Gregoriana de Roma: «La Unión Soviética es un país en que está prohibida la propaganda religiosa, pero no es exacto considerarlo un país ateo». El padre Groth ha recibido del padre Kolvenbach el encargo de dirigir una comisión sobre los asuntos religiosos de la URSS, a la que no auguramos buen camino ante semejante disparate de su director. La comisión está formada por cuarenta jesuitas de varios países. «Es verdad —sigue el original observador de la realidad soviética— que allí existe aún la propaganda antireligiosa y que de algún modo los cristianos son discriminados en la vida pública. Pero una discriminación similar ocurría en Occidente cuando se concedían únicamente a los cristianos todos los derechos». ¿Habrá manipulado el corresponsal esas declaraciones? Porque no concuerdan con el artículo del mismo padre Groth —muy atinado— Educación del ateísmo en la Unión Soviética, publicado en Razón y Fe, enero 1987.

Una de cal, otra de arena. El mismo Juan Arias, quien pese a sus obsesiones y sus complejos antivaticanos siente una inquietud informativa muy de agradecer, interpretaba el 28 de febrero de 1987 en El País que la invitación del Papa al padre Kolvenbach para que le dirigiese sus ejercicios espirituales hogaño era una «reconciliación del Papa con los jesuitas». Nunca ha habido guerra entre Juan Pablo II y el padre Kolvenbach, por lo que la invitación, sin duda muy significativa, no debería interpretarse así. Seguramente que el padre Kolvenbach no utilizaría para esos ejercicios ante el Papa su contribución al folleto Curas obreros ante la Iglesia y el Reino, cuaderno 17 de Cristianismo y justicia, Barcelona, 1987. Vamos a ver.

En su ajetreado año 1986 el padre General asistió a la Asamblea de la Misión Obrera de los jesuitas en Europa, celebrada en Turín. Allí pronunció un discurso ambiguo y resbaladizo, que los organizadores de Misión Obrera publicaron junto a otras intervenciones, mucho más detonantes en la Asamblea; con lo que pusieron al General en situación muy comprometida. En efecto, el jesuita obrero Ramir Pampols, español, se confiesa patéticamente; cuenta cómo hizo «una opción de clase» en favor de los obreros, y cómo se incorporó al sindicato comunista Comisiones Obreras, donde chocó duramente con la realidad. Acusa de utópicos, contradictorios e inconsecuentes a sus compañeros de la clase obrera; revela cómo no logró superar la contradicción interior de vivir dos mundos y dos culturas, que le rechazan a la vez. No sabe dónde va: «En estos momentos —dice— estoy emprendiendo un nuevo camino que no sé a dónde me conducirá» (p. 9). Y con una formidable intoxicación interna, concluye: «Pero una vez más insisto en que es preciso encontrar la vía no religiosa para llegar al Padre» (p. 11). ¿Por qué estos sacerdotes, miembros del clero que significa clase escogida, sienten la extraña necesidad de cambiar de clase cuando ya son, como religiosos, más pobres que los mismos pobres? ¿No será que en su nueva clase están, más o menos conscientemente, buscando el activismo y el poder?

Otro jesuita obrero español, Luis Añoro, cuenta también su dura experiencia desde 1968 en Zaragoza. Como el anterior, se convirtió en activista y demuestra una penosa desorientación. Pretende, como religioso, «una Compañía de Jesús que se comprenda a sí misma como colectivo organizado humano antes que eclesial» (p. 18). Dice amar «a la Iglesia que aún no es para que llegue a ser». Tras una intervención del dominico Nolan, que renunció al generalato de su orden para seguir trabajando en Sudáfrica, el padre Kolvenbach publica en tan dudosa compañía su discurso. Reveló que el padre Arrupe «prácticamente ya no reacciona». Expone la situación actual de la Compañía de Jesús a la luz del famoso decreto IV de la Congregación General XXXII, que cuando se debatió, le dejó estupefacto; «porque venía del Oriente Medio y me encontré con una problemática de la que jamás había oído hablar», lo cual presupone una asombrosa falta de información en un futuro general Cree que como la Orden «se encontraba orientada unilateralmente hacia tareas tradicionales, simplemente, para corregir esta inclinación, era preciso exagerar el sentido contrario, lo que se hizo alegremente» (p. 30). Discute, confusamente, el sentido del nuevo lema, la promoción de la justicia, que hoy algunos quieren sustituir por la opción preferencial en favor de los pobres. Otros amplían la idea de pobres a todos a quienes les falta algo, lo que comprende a todos los hombres; esto le parece exagerado al General, quien propone que la Compañía siga las dos orientaciones, la tradicional y la nueva a la vez. Tras unas disquisiciones escolásticas de poca altura, Kolvenbach se inclina a mantener el término de promoción de la justicia, pero sin excluir de esa promoción a los marginados, los refugiados, drogados y presos como algunos pretenden; esos que sólo entienden la promoción de la justicia en favor de los pobres que son víctimas de la opresión y la explotación. Todo el discurso del General produce una penosa impresión de ambigüedad, de desorientación, de metodología escolástica decadente, de no saber a dónde va ni él ni la Compañía. Y la publicación del discurso en medio de las comunicaciones citadas, donde sus autores jesuitas se confiesan abiertamente activistas del comunismo en la sociedad, produce, más que estupor, un rechazo serio por presunción de cierta irresponsabilidad.

A primeros de junio de 1987 Kolvenbach, que tantas veces aplica aquello de «yo a los palacios subí, yo a las cabañas bajé», se presenta otra vez en España para presidir los actos del centenario en la Universidad de los jesuitas en Deusto, uno de los grandes centros para la formación de élites dirigentes en la sociedad española; de cuyas aulas han salido profesionales eminentes y fundadores de la ETA. De acuerdo con tales antecedentes, el teólogo jesuita de la liberación Jon Sobrino señaló en una de las ponencias del congreso que «cualquier universidad que se denomine cristiana tiene que poner los ojos en los pueblos crucificados del Tercer Mundo y dedicarse a su servicio»; y luego acusó a las universidades que toleran con frecuencia la injusticia y silencian situaciones de opresión: una bofetada a sus anfitriones (El País, 6-VI1987, p. 35). Es decir que, en la praxis, el liberacionista Sobrino (cuya intervención toleró el padre General sin inmutarse) prefería los alumnos etarras de Deusto a los normales, porque hoy están integrados eficazmente en los grupos dirigentes de la empresa y de la sociedad española.

Pero con motivo de su visita el padre Kolvenbach decidió enviar un artículo sumamente lúcido y conservador —una de cal, una de arena— nada menos que al diario ABC, que lo publicó el 16 de junio de 1987. En ese artículo el padre General no hace el menor caso a los consejos liberadores del padre Sobrino y describe con gran altura la misión de la Universidad —fomentar la unidad y la interdisciplinariedad de los saberes— y la misión de la Universidad católica, que no es enviar teólogos de la liberación ni menos aún etarras al Tercer Mundo, sino vivir plenamente la fe en la búsqueda de la ciencia para irradiar a la vez esa ciencia y esa fe.

Tal vez, por tanto, es pronto para trazar una síntesis de todas estas actuaciones del padre Peter-Hans Kolvenbach. Hasta el momento tal síntesis no parece posible; y el diagnóstico sobre su gobierno resulta decepcionante. Con menos aristas agresivas y menos triunfalismo demoledor que en la época Arrupe, continúa sin embargo el proceso de degradación de la Orden, que no se recupera de sus traumas ni de sus aberraciones; que sigue sumida en sus equívocos y en sus contradicciones presuntamente «conciliares». Es lamentable pero de momento no cabe más esperanza en el diagnóstico.

Entre comunistas, socialistas, «progres», masones y cristianos normales: algunas viñetas de los jesuitas en España

El escritor propone sus títulos para que se lean los libros; y el picante del título anterior, que sólo describe verdades, debe, sin embargo, ponderarse inmediatamente. En este sentido: la mayoría, seguramente la gran mayoría de los jesuitas que hoy trabajan en España lo hacen ejemplarmente, y entre el último grupo del título: los cristianos normales, de derechas o de centro o de izquierdas; pero cristianos normales. Claro que la noticia es que el hombre muerda al perro, y por tanto son mucho más noticia los comportamientos atípicos de otros jesuitas, una minoría, que se mueven más bien entre los demás grupos que aparecen en el título. En esta sección, escrita como todas las de este libro pegándonos al terreno de los hechos, los documentos y los testimonios, vamos a describir algunas viñetas sobre la actuación reciente de los jesuitas españoles, no sin rendir un homenaje previo (que seguramente no será agradecido, sino menospreciado con silencios y desplantes) a esa mayoría de jesuitas que trabajan con silencio y eficacia en cumplimiento ejemplar de su vocación. Lo malo es que son los otros quienes más suenan. Insisto: no se trata de una descripción sistemática sobre la vida de la Compañía de Jesús en España, sino de unas viñetas sobre las que poseo información directa y que en conjunto pueden resultar interesantes para el lector.

El Departamento de Teología de la Universidad Comillas en ICAI-ICADE

Tras informarme a fondo creo que todos los colegios e instituciones docentes de la Compañía de Jesús en España cumplen su misión adecuadamente, y con alto nivel docente y educativo. Las excepciones no son de centro, sino personales y ocasionales; como aquella descomunal tesis de la Universidad Comillas en Madrid sobre el concepto de Dios de Francisco Umbral con que abríamos, entre el más divertido de los asombros, este libro. Los colegios e instituciones docentes de la Compañía de Jesús en Madrid, cuya trayectoria sigo, por razones de proximidad, más de cerca, funcionan especialmente bien. Chamartín, Nuestra Señora del Recuerdo, florece sobre la fecunda tradición del antiguo Chamartín y el Areneros de la República y la posguerra; y el centro universitario y politécnico ICAI-ICADE mantiene y acrecienta su prestigio incluso fuera de las fronteras españolas. El sueño de muchas familias es lograr que sus hijos hagan la carrera en ICADE.

Pues bien, en varias ocasiones padres de alumnos, e incluso los propios alumnos de ICAI-ICADE, me han manifestado su extrañeza por algunas opiniones y algunas actitudes que muestran algunos profesores del Departamento de Teología y del Departamento Social-cristiano de la Universidad Comillas que imparten enseñanzas en ICAI-ICADE. Conozco personalmente a varios miembros de esos Departamentos y estoy seguro —como también mis informantes— de que la mayoría de sus componentes exponen sus enseñanzas con la seguridad y altura dignas del Centro, por ejemplo los integrantes del Departamento de Teología en el curso pasado: padres Miguel Llombet, Fresneda, García Pérez y López Caballero. Sucede lo mismo con la mayor parte de los doce integrantes del llamado Departamento social-cristiano, cuyos nombres no voy a dar. Pero la extrañeza de mis informantes se refiere a una minoría —exigua— de profesores que comunican algunas cosas peregrinas, sin advertir que bastantes alumnos poseen, gracias a su educación anterior y a la preocupación de sus familias, una sólida formación religiosa. No se puede, para citar casos concretos, decir a universitarios que la aparición de Cristo en Emaús es una bella parábola para robustecer la fe de los primeros cristianos; porque la fe de los cristianos, primeros o últimos, no se robustece con patrañas piadosas sino con hechos reales, como el de Emaús. No se puede confundir la evolución de la historia de la Iglesia con un sentido de inestabilidad. No se debe citar a Hans Küng, teólogo descalificado por el Vaticano, como autoridad importante, sino todo lo más como ejemplo a no seguir. No se puede minusvalorar el horizonte mariológico, por ejemplo, en torno a la corredención. Hoy día los padres católicos suelen preocuparse más de lo que creen algunos centros docentes por la enseñanza religiosa que reciben sus hijos; y resultaría triste que tuviéramos que defender a nuestros hijos, de acuerdo con el Magisterio de la Iglesia, de desviaciones teológicas propuestas en centros de la Iglesia. Un jesuita, que ha ostentado cargos importantes en la Orden, es uno de los profesores del Departamento social-cristiano en ICAI-ICADE y es de esperar que no repita allí las tesis, muy equívocas, sobre teología de la liberación que comunicó en el diario Ya, con mi expresa protesta. Estas reflexiones podrían extenderse a muchos otros centros docentes católicos en España, donde con frecuencia se cuelan de matute opiniones heterodoxas o liberacionistas, que producen extrañeza y repulsa a los alumnos más interesados en problemas religiosos. Y es que en general la enseñanza de la religión en los centros docentes de todos los grados está en profundísima crisis. Muchas veces advertimos en nuestros hijos fallos profundos y vacíos muy sensibles en esa formación; saben mucha menos religión que los de hace veinte años. La época Tarancón ha sido, en los colegios de la diócesis de Madrid, arrasadora.

El provicario Martín Patino entre «El País», Marx y la Escuela de Frankfurt

Sin duda el más influyente y famoso de todos los jesuitas progresistas durante la transición española es el padre José María Martín Patino, a quien el cardenal Tarancón nombró provicario general de Madrid Alcalá. La gestión de Martín Patino, sombra del cardenal durante toda una época decisiva para la Iglesia y la sociedad española, habrá de abordarse sistemáticamente en nuestra proyectada historia eclesiástica de esa transición. Martín Patino, hermano del célebre cineasta, es un jesuita de notable preparación y todavía más notable capacidad de relación, conocido y apreciado en los medios políticos del centro y la izquierda, bien visto por algunas instituciones financieras que le han ayudado a crear un punto de encuentro —tras la dimisión del cardenal aceptada por la Santa Sede a vuelta de correo y la inmediata despedida a su provicario— en el que se desarrolla una actividad incesante. El padre Martín Patino actúa como una especie de asesor del diario El País para asuntos religiosos; a su inspiración e incluso a su pluma se atribuyen varios editoriales del periódico en sentido no precisamente entusiasta con la orientación del Papa Juan

Pablo II. Martín Patino mantiene relaciones excelentes con el todavía obispo-secretario de la Conferencia Episcopal (si insistimos en lo de todavía es porque él mismo ha manifestado públicamente que no se va a presentar a la reelección en el otoño de 1987) Fernando Sebastián Aguilar, y con los medios políticos progresistas del centro-izquierda. Tampoco siente una debilidad excesiva por Alianza Popular. Estaba a partir un piñón con el sugestivo presidente del PDP don Óscar Alzaga hasta el punto que personas directamente informadas me aseguraron en su momento que Patino insistió en la comparecencia de Alzaga en el VI Congreso de teología liberacionista en setiembre de 1986; a cambio de lo cual Patino prometió a los organizadores un trato favorable en el diario gubernamental. Las dos partes cumplieron el compromiso y la presencia de Óscar Alzaga en el fementido Congreso, descalificado luego por la Conferencia Episcopal española, fue un eslabón más en la cadena de despropósitos que le arrastró al despeñamiento político irreversible en el bienio 1986-1987.

José María Martín Patino, con cierto aire de clérigo de la ilustración, es en el curso 1986-1987 director del Centro Loyola, que con sede en la Casa de Escritores de la Compañía de Jesús en Madrid, controla las obras culturales y las publicaciones de tan influyente centro de apostolado. Entre la desbordante documentación que poseo sobre el personaje, dada su importancia en la transición española, deseo ahora llamar la atención sobre dos de sus manifestaciones públicas. Una fue la comentada conferencia de 1981 en el Club Siglo XXI de Madrid.

La Iglesia frente a la crisis de la modernidad

En ella interpreta Martín Patino el «combate histórico» de la Iglesia en el «mito de la modernidad» no como un enfrentamiento sino como una «penetración y sincera objetividad», lo que pone ya a su tesis de partida al borde de la entrega. Afirma —dentro ya de esa preentrega— que «las grandes revoluciones modernas, desde el siglo XVIII, vienen impulsadas por el viento de la Ilustración, la racionalista de Kant y la social de Marx, que tratan de desenmascarar todo aquello que falsea la realidad humana, para establecer esos tres grandes ideales de Occidente que son la verdad, la libertad y la justicia». Luego para Patino, la Ilustración de Marx (incide en la misma manía de muchos jesuitas que califican al marxismo como una Ilustración) trata de enmascarar lo que falsea la realidad humana. Marx se refería principalmente a la religión; ¿a qué falseamiento se refiere Martín Patino? Después elogia a los obispos más influyentes, como «los que propiciaron el distanciamiento del régimen anterior»; no cree que Roma esté reconduciendo al Episcopado a posiciones menos arriesgadas (es decir, no veía lo que ya estaba sucediendo) y cree que una vez logradas las metas de la Iglesia avanzada en los años setenta —«dentro de un marco económico más bien cercano al neocapitalismo»— piensa que la Iglesia ha de buscar horizontes nuevos, que sin duda son los del socialismo, como apunta a continuación: «Las fuerzas generacionales, culturales, sociales y políticas que están pidiendo paso en la España actual no caben en el estrecho marco de un Estado de bienestar y de una sociedad cristianamente burguesa». Martín Patino, adelantado de la victoria del PSOE en 1982. Más adelante funda peligrosamente su posición en el desarrollo de las relaciones de producción, lo que revela una contaminación marxista que luego se le desborda al proponer como pauta de orientación las directrices de la Escuela marxista de Frankfurt (páginas 25 y ss.). Parece poco creíble, pero la guía que propone Martín Patino para que los católicos españoles recuperen, dentro de la sociedad civil, el sentido moral, no son las enseñanzas de la Iglesia, ni la moral tradicional, ni la ley natural y otras antiguallas, sino las directrices neomarxistas de la Escuela de Frankfurt. Éste era el principal inspirador del cardenal Tarancón, líder de la Iglesia española en la transición. Ahora está en su verdadero lugar: consejero del diario gubernamental socialista.

«Resulta —dice Patino, ya dentro de la consideración política— que los partidos de afiliación más católica viven como anclados en el pasado» (p. 33) y que «los políticos conservadores se muestran más reacios a tomar en consideración las nuevas reflexiones de los teólogos». Se trata sin duda de los teólogos de la política y de la liberación, ante quienes se muestra también bastante reacio Juan Pablo II, que no es precisamente un político conservador. Más o menos así terminaba su original conferencia el padre Martín Patino, el inspirador del cardenal Tarancón, el provicario de la transición desde posiciones afines al neomarxismo, según confesión propia. Y ruego a comentaristas de semejante cuerda como el señor Francesc Valls, que cuando me acusen de acusar a Martín Patino de neomarxista se dignen apuntar también los argumentos en que me baso. No lo harán; lo haré yo.

Afloró, en 1982, el cambio deseado por el padre Martín Patino. Y en su artículo del diario gubernamental de 10 de enero de 1983 La Iglesia y el cambio, el asesor reconocía la importancia del mundo católico en el voto socialista para apuntarse luego —a sí mismo, que era obvio, y a la Iglesia, que es temeridad— a los nuevos rumbos del nuevo nacional-catolicismo: «La Iglesia —definía— no puede identificarse con ningún proyecto político. Pero exalta valores y defiende aspiraciones del hombre que coinciden en buena medida con el cambio ético y cultural al que ahora se nos invita». Radio Nacional del PSOE, Televisión Española del PSOE, Iglesia española del PSOE. ¿Qué dirá Patino ahora, al comprobar la degradación ética del PSOE, su ocupación política de la justicia, su aprobación, tan ética (una ética cartaginesa) del aborto prácticamente libre, su compadreo generalizado, su inseguridad ciudadana cancerígena, su postración de la sanidad pública, sus altos ejemplos de moral personal, que no simplemente privada, en el ejercicio del poder, su encanallamiento de la opinión a través de los medios de comunicación pública, como ha denunciado tantas veces la Iglesia de España, su serie alucinante de agresiones institucionales, su terrible capacidad para desilusionar al pueblo español que le ha retirado ya millones de votos sucesivamente, y si no le ha repudiado ya es porque la derecha sin remedio se obstina en no configurarse como alternativa, incluido, naturalmente, el circense CDS del duque de Suárez? Leído a la luz de 1987, el artículo de Patino en 1983 produce una hilaridad irreprimible. La conferencia de 1981 no; pero en cambio explica casi todo sobre el sebastianismo que ha sucedido al taranconismo. Por poco tiempo, esperemos. El 16 de julio de 1987 en su tribuna de El País, José María Martín Patino, que esconde sus siglas religiosas, mantiene como expresiones de la modernidad, sobre la que pontifica vanamente, «el proceso de secularización de la conciencia colectiva y la explosión de los valores morales». Luego acucia a los socialistas diciéndoles que su cambio específico «brilla por su ausencia». Y aconseja como camino a la modernidad un debate físico de desmadres, una agitación efervescente de la que solamente puede brotar la anarquía. Ni una palabra de crítica por los atentados sociales del PSOE a la economía, a la libertad y a la justicia, ni por su permisividad generalizada. Ni por sus agresiones a la vida, a la familia y a esos valores en explosión.

Jesuitas, poscristianos y películas blasfemas

A imitación de Martín Patino, que ha actuado todos estos mal llamados años como una especie de director de orquesta, una pléyade de jesuitas progresistas pueden contribuir, junto a él, a los anales del equívoco en España. El diario gubernamental convocó el 24 de enero de 1982 un curioso debate sobre un problema y un término cuya aceptación ya equivale a una entrega y a una degradación: los poscristianos. Tres primeros espadas saltaron a la discusión. El profesor José Gómez Caffarena, uno de los inspiradores iniciales de Fe y secularidad, disertaba sobre Conservación, negación y superación de lo cristiano, una tríada muy hegeliana. Y en efecto, cita a Hegel al definir el pos, sin advertir la insufrible comicidad de su artículo. Menos mal que luego habla de quienes nos quieren desposcristianizar y se arregla todo. Y termina pidiendo la colaboración con quienes se sientan menos cristianos: la fascinación del entreguismo.

Otro jesuita (no sé si lo era todavía al publicar su artículo) que además era amigo mío pese a las bobadas que se permitió decir sobre mi primer libro sin haberlo leído, y que pese a ello es muy inteligente, Antonio Marzal, se preguntaba si ¿Es Dios inútil en una sociedad postindustrial? Y es que las preguntas de estos progres profesionales ya revelan su abandonismo. Pero justifica nuestra apreciación sobre su inteligencia al decir que le revienta la expresión de poscristianos porque la encuentra ambigua y vacía. Luego dice que la historia del franquismo ha estado condicionada por demonios religiosos; este invento del demonio religioso me parece realmente fecundo. Vuelve a su inteligencia y dice que del cálido abrazo entre el marxismo y el cristianismo ha nacido últimamente una «inmensa fauna». Luego dice que la religión debe tener como topos la privacidad; después se apoya en Barth para definir la fe como inutilidad y como gratuidad; si en vez de Barth lo decimos nosotros de ellos nos acusarían de retrógrados. «La fe —dice, paradójico— es una cosa tremenda que no desearía a nadie»; por supuesto es una frase de Barth. Así están. Completa la tríada un teólogo progresista no jesuita, Alfredo Fierro, con un título muy teológico: La religión de Jesús ha muerto. Todas las modas pseudoteológicas se dan cita en este engendro, que para mí demuestra sólo una cosa, aparte lo que decía el teólogo anterior sobre la fe: que los teólogos progresistas han perdido totalmente hasta la última pizca de su sentido del ridículo. O de cosas peores.

Vengamos más cerca. El padre Ignacio Iglesias, Provincial de España cuya sustitución en el cargo acabamos de celebrar, decía cosas angelicales sobre la teología de la liberación y contra la postura de la Santa Sede en el pleito de las carmelitas a su regreso de una reunión de la Confederación Latinoamericana de Religiosos (CLAR) (Ya, 17-1 V-1985). Poco antes se había permitido criticar retorcidamente a la 1 Santa Sede a propósito de la teología de la liberación en su carta al cardenal del Perú; y muy poco antes se atrevía a descalificar al cardenal de Toledo como presidente de la Comisión Episcopal de Liturgia en carta publicada en Vida Nueva, la revista de «PPC», vinculada con la Conferencia Episcopal española y dirigida por otro jesuita, el padre Lamet, revista que en ocasiones se convierte en pesadilla para los sectores de la Iglesia de España y de América afines a la línea del Papa Juan Pablo II. Cuando cesó recientemente el padre Iglesias, inventaron para él el Secretariado del Centro de Espiritualidad Ignaciana (orientado al monjío) sito en la original residencia de San Leopoldo (La Ventilla, Madrid), dirigida por un señor «Toño». En ella se preparan al sacerdocio varios jóvenes de la provincia de Castilla adoctrinados, entre otros guías, por los teólogos Gómez Caffarena y González Faus (Noticias, Prov. Castilla 113, julio 1987, p. 27). Y aunque ya hayamos aludido a ello, al hablar no podemos evitar la cita con bochorno de uno de ellos, Manuel Alcalá, que se atrevió a publicar en el entonces diario de la Conferencia Episcopal (Ya, 18-VI-1986) un estremecedor artículo sobre la película blasfema de Godard Je vous salue Marie en que rechaza las interpretaciones «integralistas» (sic) para buscar el significado teológico (sic) de la cinta. La interpretación teológica de la blasfemia es «más bien una hipótesis antropológica que debe aceptarse como tal, porque se trata de una ficción artística»; y resulta que la Virgen de una película que se titula le vous salue Marte no es la Virgen María, sino solamente su símbolo: pues peor.

La película blasfema está, para el padre Alcalá, «muy lejos de la pornografía e incluso sin rebasar los límites de la elegancia». Y resulta fascinante, encima. Y contiene «secuencias de extraordinaria calidad». Y «no conocemos una película con un canto semejante a la virginidad física y moral».

Pocas veces como en esta ocasión se ve tan clara la degradación en que han caído los jesuitas progresistas, incapaces de reaccionar como simples cristianos cuando alguien insulta a la Madre de todos.

Jesuitas, comunistas y homosexuales

El número 140 de la revista teológica Proyección, editada por los jesuitas de Granada (enero-marzo 1986), nos parece también prueba viviente de esa degradación. Recordemos que el Rector de esa Facultad era, al publicarse ese número, el inefable padre José Luis Sicre, con una de cuyas ocurrencias salvadoreñas abríamos nuestro primer libro. En este número el padre Ricardo Franco arremete contra el cardenal Ratzinger a propósito de su libro-entrevista, Informe sobre la fe, que no le parece claro, como a todo el mundo, sino ambiguo. Atribuye al cardenal cierta mala fe editorial para convertir su libro en un bestseller (como suelen hacer los autores poco leídos contra los que alcanzan el éxito). Rebate las ideas del cardenal sobre la Restauración de la Iglesia y se atreve a invalidar un paralelo histórico propuesto en el informe; discrepa de su idea sobre la continuidad dogmática y acusa al cardenal de involución; y en un salto acrobático que incide en la heterodoxia se atreve a comparar la evolución interpretativa de los dogmas con la relación entre la cosmología de Newton y la de Einstein, lo que una de dos: o es manifiestamente herético o revela una ignorancia supina sobre esas dos teorías. Rebate también la fundada hipótesis de Ratzinger sobre las desviaciones del Vaticano II, y denuncia el «peligro» de que el cardenal Ratzinger pueda orientar a la Iglesia hacia el fundamentalismo a través de su influjo en la selección de obispos. Se trata por tanto de una requisitoria en regla por parte de un profesor jesuita en una facultad teológica de la Compañía de Jesús contra el Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la fe. Todo un síntoma.

Reseñar las curiosas opiniones de los jesuitas progresistas vertidas en los medios de comunicación durante los últimos años sería sumamente divertido, pero nos llevaría muy lejos. Todavía les parece poco y en una ocasión provocaron el general asombro distribuyendo una lista de expertos en comunicación que ofrecían sus conocimientos y su trabajo para colaborar en los medios; el diario de la Conferencia Episcopal, en el apogeo del sebastianismo, les hizo caso, contrató a algunos y terminó de hundirse ante el desdén del público. El jesuita comunista, antiguo fascista, José María de Llanos sorprende con frecuencia a la afición con actuaciones y opiniones sumamente curiosas. En El País, de 26 de mayo de 1986, el jesuita comunista olvida su cuarto voto de especial obediencia al Papa y prefiere escribir de acuerdo con su carnet rojo poniendo verde al Papa en su presunta confrontación con la Acción Católica italiana; y le indica al Papa cuál debe ser la misión de la Iglesia actual en el mundo, dejar que los hombres dirijan al mundo. A los pocos días el padre Llanos participaba en un festejo comunista de su barriada, el Pozo del Tío Raimundo, donde se marcó un chotis con la cantante comunista Ana Belén. El llamado cura loco dirigió para la ocasión estas palabras: «Gracias, porque sin querer me habéis hecho más cristiano y de propina me hicisteis comunista» (El País, 2-VI-1986, p. 33).

El verano siguiente el jesuita Pedro Miguel Lamet, director de Vida Nueva y preconizado ya como hagiógrafo del padre Arrupe, arremetía también contra el cardenal Ratzinger, convertido ya en bestia negra para los jesuitas progresistas, en un artículo escrito para defender al moralista heterodoxo Charles Curran (El País, 24-VIII-1986, p. 4). Allí persiste en el habitual sofisma de sus colegas sobre la aceptación falsa de la teología de la liberación por la Iglesia, pese a ciertos recortes; y se declara más o menos partidario de la nueva moral sexual, de las relaciones prematrimoniales, de la supresión del celibato «no valorado como testimonio por la cultura africana», de la homosexualidad, de la masturbación. Menos mal que no se desdice en favor del aborto como testimonio valorado por la cultura púnica. Y este personaje es quien ostenta la dirección de una revista internacional, con enorme influjo en Iberoamérica, y vinculada a través de su editorial, «PPC», a la Conferencia Episcopal española. Llamo a las cosas por su nombre; éstas son las posiciones que alientan, bajo medias palabras en el artículo, disparatado, del padre Lamet; para quien Curran es una puerta que se cierra mientras que «la vida es una puerta que siempre está abierta». Les gusta jugar así con fuego hasta que se queman.

Un jesuita y Televisión Socialista: una semana de bochorno

Las Noticias de la Provincia de Castilla (año 25, n.° 110. Palencia julio 1986) nos ofrecen algunas perlas. El jesuita progresista y viajero impenitente, padre Cristóbal Sarrias, portavoz de la nefasta época Iglesias, se paseó por Taiwán y Japón y «ha aprovechado ya su experiencia para informar de asuntos chinos» (p. 30). El párroco jesuita de Nuestra Señora del Pilar en Valladolid informa cumplidamente de las actividades liberacionistas de su centro, con la ayuda de las Esclavas del Colegio de Fray Luis de León, mientras representantes de sus comunidades de base asistían a un encuentro de Comunidades Cristianas Populares en Zaragoza. La parroquia entera se volcó en el movimiento antiOTAN, celebró el aniversario de monseñor Óscar Romero, y sus miembros más selectos asistieron a unas clases sobre el pensamiento de Kant —muy parroquiales—; mientras la parroquia recuperaba parte de un local alquilado al Partido Comunista. El párroco expresa sus dudas sobre si los niños deben o no confirmarse; «el intento es ahondar seriamente el problema del sacramentismo a que nos vemos obligados por la presión sociológica».

Los estudiantes jesuitas de la provincia de Castilla, que viven en el citado piso de San Leopoldo, casa de Tócame Roque de la progresía de origen ignaciano, reciben las interesantes enseñanzas del liberacionista Juan Luis Segundo a su paso por Madrid; y escuchan al sacerdote progresista Manuel de Unciti. Uno de los estudiantes trabaja en su tesina sobre la espiritualidad de la teología de la liberación, el último refugio del liberacionismo.

Por su parte los jesuitas progresistas que dirigen el Centro Pignatelli en Zaragoza han organizado un Seminario de Investigación para la Paz con el mismo espíritu antinorteamericano, en el fondo, que sus colegas de la parroquia del Pilar en Valladolid expresan más a lo bestia. El 20 de febrero de 1987, el italiano Falco Accame proponía el urgente desenganche de Europa respecto de los Estados Unidos, tras descalificar el propio concepto de Occidente como una falsedad y negar que el mundo se divida en «un mundo de campos de concentración y un mundo de libertad». Porque «los Estados Unidos representan una negación y un rechazo de la cultura y tradiciones europeas». Lo peor es que en el Seminario participan jefes y oficiales del Ejército español, el periodista británico Jonathan Steele exponía su tesis de que «es obligado dejar de lado la idea de que la Unión Soviética actúa con arreglo a un plan cuyo objetivo es alcanzar la hegemonía mundial». Muy al contrario, «desde 1945 la Unión Soviética ha desarrollado una política internacional que no responde a una gran estrategia»; por lo que la formación del imperio soviético en Europa del Este, la invasión de Hungría y de Checoslovaquia, el apoyo a Cuba, la intervención en Angola y Etiopía y el establecimiento de una cabeza de puente en Nicaragua y otra en Yemen del Sur deben de ser ejercicios turísticos. Y es que según esta Cándida paloma, «La URSS ha hecho poco para promover procesos revolucionarios en el exterior»; por lo que la Comintern, la Cominform y el Movimiento Comunista son ensoñaciones.

El lunes santo 13 de abril de 1987 el primer coordinador de la teología de la liberación con perspectiva atlántica, el jesuita Alfonso Álvarez Bolado, comparecía ante la general sorpresa como presentador semanal de Televisión en el programa La Tarde. La conexión de los jesuitas progresistas y liberacionistas con los socialistas españoles bajo las alas de Alfonso Guerra se ponía de manifiesto una vez más. Álvarez Bolado, metido en una enorme camisa de once varas, no sabía qué hacer ante las cámaras. Fracasado estrepitosamente en sus pinitos estratégicos que había iniciado en un alto centro militar gracias a la complicidad de un influyente general del Ejército, y en su intento de condicionar a los obispos españoles en su fallido documento sobre la paz, el jesuita se colaba en las sobremesas de España junto con dos señoras no distinguidas por el toque de Venus y otra bellísima: la famosa deportista Susana Mendizábal, trío al que se añadía, muy imparcialmente, otro jesuita progresista, el citado Pedro Miguel Lamet, a quien pese a su habitual pedantería ingenua calificaba Álvarez Bolado como «poeta de la ternura». Todos sentíamos vergüenza ajena, que se traslució en un acre comentario del diario ABC; todo aquello era falso, fofo, pedantesco, artificial. Álvarez Bolado entrevistaba a monseñor Alberto Iniesta, vestido de obispo, que estuvo estupendo y puso en su lugar al jesuita cuando éste trataba de despotricar contra los viajes del Papa al cono Sur y contra el documento de Roma sobre bioética. Llovieron las protestas sobre Televisión Española y la sensación de fracaso fue tan espantosa que seguramente no se repetirá la experiencia. El padre Álvarez Bolado no era precisamente la reencarnación de Fulton Sheen, y le sobra inteligencia para comprenderlo.

Jesuitas y masones, una aproximación antihistórica

Ya hemos visto cómo bajo el patrocinio del Gobierno socialista y de la Junta socialista de Andalucía el jesuita Ignacio Ellacuría realizó un raid primaveral por España para intervenir en unas jornadas sobre teología de la liberación en La Rábida, a las que prestó su apoyo, increíblemente, el obispo de Huelva, monseñor González Moralejo. Las sesiones se realizaron a puerta rigurosamente cerrada; eran para la coordinación de activistas. En cambio se celebró a puertas abiertas (supongo; tengo los anuncios pero no las actas), una nueva tenida histórico-masónica organizada por el jesuita Ferrer Benimeli, profesor de la Universidad de Zaragoza y creador del Centro de Estudios Históricos de la Masonería Española. Bajo el patrocinio de otro grupo de instituciones socialistas, naturalmente. Esta aproximación de los jesuitas progresistas a la masonería me parece, además de desproporcionada, fascinante. Desproporcionada porque hay en la historia de España muchos temas infinitamente más dignos de que se les dedique la actividad permanente de todo un Instituto de Estudios Históricos, por ejemplo la propia actuación de la Compañía de Jesús, o de la Iglesia. Y fascinante porque los jesuitas progresistas han convertido su antigua confrontación con la masonería en una aproximación comprensiva y admiradora, que sugiere cada vez más una colaboración, sobre todo cuando se advierte el apoyo incondicional de los socialistas a la iniciativa. Socialistas, jesuitas y masones; no es un invento de la propaganda ultra, sino un hecho real y creciente, que por ejemplo en el encuentro de Córdoba, celebrado del 15 al 20 de junio de 1987, reunió a sesenta y siete participantes entre los que destacaban varios profesores comunistas y socialistas-marxistas (el inevitable Tuñón de Lara, Antonio Elorza), jesuitas (Ferrer Benimeli, Enrique M. Ureña) y algunos con ocasional condición de compañeros de viaje, seguramente sorprendidos en su buena fe (G. Villapalos, J. A. Escudero). Podemos adelantar que el tono y el ambiente general de las comunicaciones no era precisamente hostil, ni siquiera crítico, hacia la masonería; que ahora parece vengarse de la antigua enemistad a muerte con que la distinguieron los jesuitas de otras épocas.

En fin, y ya que estamos de viñetas, digamos algo sobre una extraña aplicación, por partida doble, de la opción por los pobres en la Compañía de Jesús española en 1987. El 8 de agosto el diario gubernamental revelaba un estupendo negocio de los jesuitas andaluces que, al calor del alza terrenal (de los terrenos) provocada por la EXPO-92, ha vendido por dos mil milloncejos a «Inmobiliaria Alcázar» (menos mal que no ha sido a la «Cooperativa Rosa Luxemburgo») un solar de veinte mil metros adyacente al Colegio de Portaceli. La inmobiliaria, explica el diario, «está presidida por Gregorio Marañón, conectado profesionalmente a Óscar Alzaga», el célebre participante en el VI Congreso rebelde de teología liberacionista, donde se exaltó esa opción. En el proyecto inmobiliario se construirán 615 viviendas de lujo al módico precio de 150 000 pesetas el metro cuadrado, según las instrucciones recibidas seguramente por el señor Alzaga en ese Congreso liberacionista.

Por otra parte, en la lujosísima urbanización «Monte Alina», en la mejor zona periférica de Madrid, la Compañía de Jesús acaba de construir una maravillosa casa de Ejercicios de corte clásico, que seguramente se dedicará a tandas espirituales para los residentes en el Pozo del Tío Raimundo, aunque esté en la otra punta de Madrid.

La Compañía de Jesús en los Estados Unidos:
apuntes para una crisis primordial

Después de proponer algunas viñetas españolas para la crisis de la Compañía de Jesús, conviene que describamos otra serie de viñetas, ahora norteamericanas. Porque la crisis de la Compañía en España y en los Estados Unidos —fecundadas una y otra por la crisis teológica centroeuropea, en la que algunos jesuitas han sido también protagonistas— ha confluido sobre Iberoamérica, no sólo teóricamente, sino también en la praxis como acabamos de ver al comprobar la conexión de los jesuitas liberacionistas de la Universidad Centroamericana en El Salvador con el Institute of Social Order del padre Twomey y los jesuitas de Nueva Orleáns. Mis corresponsales de la Compañía de Jesús en los Estados Unidos están convencidos de que la crisis de la Orden en su patria se remonta a fines de los años cuarenta, precisamente cuando arrancaban las actividades preliberacionistas del padre Twomey. La crisis, manifestada en la perversión de algunas publicaciones de la Compañía, se puso ya de manifiesto antes del Concilio, al comenzar la década de los años sesenta, como vamos a ver inmediatamente.

Como nos había sucedido ya para el caso de la Compañía en España, la degradación de la Orden ignaciana había aparecido y frecuentemente en varios puntos esenciales tratados en los capítulos anteriores del libro. También en esos capítulos anteriores hemos entrevisto situaciones desgarradoras de los jesuitas norteamericanos, como las que protagonizó el padre Daniel Berrigan y denunció el profesor Hitchcock en su citado libro The Pope and the Jesuits. En esta sección vamos a repasar algunos datos y enfoques sobre la crisis de los jesuitas norteamericanos, con las mismas salvedades que proponíamos al tratar de sus colegas españoles: estos casos excepcionales, pese a su gravedad y su estridencia, no deben hacernos olvidar que la mayoría de los jesuitas de los Estados Unidos trabajan ejemplarmente en sus obras, fieles a su vocación, aunque muy afectados por los problemas de su Orden.

La división de los jesuitas salta a la prensa

Ya hemos aludido antes a la cooperación de dos publicaciones periódicas creadas por la Compañía de Jesús, el Blueprint de Nueva Orleáns y la gran revista nacional América con las causas progresistas, liberacionistas y antipatrióticas. La degradación de América ya estaba desencadenada en noviembre de 1961, cuando arremetió contra el anticomunismo militante en un artículo ante el que se alzó la voz de un jesuita, el padre Walter B. Dimond, para quien la mayor amenaza contra la seguridad de los Estados Unidos no proviene del minúsculo Partido Comunista interno sino de las ingenuidades y las complicidades de los «pseudoliberales», que controlan la política exterior norteamericana con absurdas tácticas de entreguismo. Para el padre Dimond —a quien apoyó públicamente otro jesuita, el padre J. F. Conneally— y para el padre Conneally la guerra civil española, interpretada en el famoso libro The great camouflage del historiador Burnett Bolloten, era el espejo donde mejor se podía comprender la amenaza comunista y marxista contra Occidente, lo que los editores de América parecían haber olvidado completamente al iniciarse los años sesenta. Debemos notar estas tempranas fechas —1949 para el padre Twomey, 1961 para la degradación de América, que incluso apuntaba desde antes— que nos ayudan a comprender cómo la crisis contemporánea de la Compañía de Jesús que estallaba públicamente al comenzar los años setenta se originaba ya más de diez años antes entre los jesuitas de los Estados Unidos, tanto en su frente progresista como en el preliberacionista.

Lo mismo que en España, la prensa progresista apoya constantemente a los jesuitas disidentes y equívocos. Se distingue en este cometido el columnista de Washington Colman MacCarthy, quien, por ejemplo, exaltaba el 27 de diciembre de 1971, en el Los Angeles Times, a un conjunto de jesuitas disidentes, como el padre George Shoup, cirujano-sacerdote a quien el obispo de Toledo, Ohio, quitó las licencias; el padre William Callaghan de Washington, que creó el grupo Sacerdotes por la Igualdad para defender, entre otras causas, el sacerdocio femenino contra las orientaciones de Roma; y el inevitable Daniel Berrigan. Además de los numerosos jesuitas rebeldes citados por Hitchcock en su libro, hay que añadir otros, como el padre Terrance A Sweeney, que abandonó la Compañía en agosto de 1986 por negarse a silenciar su investigación sobre las actitudes del Episcopado norteamericano acerca del celibato sacerdotal y la ordenación de mujeres; según su estudio, la cuarta parte de los obispos favorecen la abolición del celibato obligatorio para los sacerdotes, pero sólo la octava parte defienden el sacerdocio femenino (Miami Herald, 21-VIII-1986).

Al aproximarse la Congregación General XXXIII un jesuita de California, Juan Felipe Conneally, que mantiene intensas relaciones con importantes núcleos intelectuales de los Estados Unidos, y sigue con documentada precisión la evolución de la Iglesia y la Compañía de Jesús en toda América, demostró una vez más la profundidad de su intuición al publicar un artículo titulado Polaridad entre los jesuitas en la Confraternity of Catholic Clergy Newsletter, vol. 7, n.° 13, febrero-marzo 1983. «Debe comprenderse —decía— la división entre los jesuitas. Creo que puede describirse como la tensión entre los que siguen la teología de Karl Rahner y los que mantienen su aquiescencia a los teólogos clásicos de la Compañía. En un contexto francés, sería la tensión entre los partidarios del asistente general Jean-Yves Calvez (que representaba al padre Arrupe) y los que prefieren la teología del cardenal Jean Daniélou». Se refiere luego críticamente al discurso del padre Mac-Garry en Loyola el 17 de mayo de 1982 (que ya hemos reseñado) y se muestra de acuerdo con las opiniones del cardenal Daniélou en Radio Vaticana, que los jesuitas progresistas como Calvez consideraron como un terremoto contra ellos. Daniélou pensaba que era posible y deseable volver al estricto cumplimiento de la obediencia tal y como había sido formulada por Ignacio de Loyola. En la misma publicación, número dic. 83/enero 84, el padre Conneally atribuye a un influjo nocivo del existencialismo en la Teología la perversión de signo marxista que tanto ha afectado a la Iglesia en Iberoamérica.

Los jesuitas escriben al presidente Reagan

El presidente de la Conferencia de provinciales jesuitas en los Estados Unidos dirigió en 1985 una carta profundamente crítica al presidente Ronald Reagan en la que, sin el menor sentido de la realidad estratégica, le reprochaba con dureza rayana en la grosería la política que el Gobierno de los Estados Unidos aplicaba a Centroamérica y especialmente a Nicaragua. La carta del superior de los jesuitas norteamericanos fue reproducida admirativamente por las Noticias mensuales de la provincia de León de los jesuitas españoles (mayo 1985) en estos términos:

Presidente Ronald Reagan

Casa Blanca

Washington, D. C. 20 500

Querido señor presidente:

Con esta carta ciertamente me uno a la protesta de dirigentes de congregaciones religiosas de quienes usted ha tenido noticias; sin embargo, siento que es importante también que le escriba personalmente.

Durante años no he visto la necesidad de escribir al presidente y a pesar de los sucesos de los últimos veinte años, siempre he procurado mantener mi respeto a nuestro gobierno.

Sin embargo, ahora escribo porque encuentro más que difícil mantener mi respeto hacia su gobierno. ¿Por qué? Por lo siguiente:

Nuestro gobierno está promoviendo o haciendo todo esto en Nicaragua, señor. No lo digo por mí mismo, puesto que yo no he estado allí, lo digo porque mis hermanos jesuitas en Nicaragua, quienes ven, sienten, experimentan todo lo dicho antes todo el tiempo y ellos me lo han contado. Digo esto, porque otros religiosos en Nicaragua me cuentan lo mismo a mí y a sus congregaciones religiosas.

Nuestro gobierno podría dar una señal muy diferente, señor, adoptando ahora los pasos correctos. Promover Contadora o algún proceso similar podría conseguir esto. Estos pasos, al menos, pararían los errores mencionados antes.

Gracias.

WALTER L. FARRELL, S.J.

Presidente

El escándalo de un jesuita homosexual: MacNeill

En medio de un escándalo nacional e internacional formidable, un activista homosexual y jesuita, el padre John MacNeill se enfrentó abiertamente a los superiores de la Orden en defensa de su homosexualidad. El caso es una nueva revelación del estado lamentable en que se encuentra hoy la Compañía de Jesús en Norteamérica, y de la degradación y desorientación moral a que han llegado algunos sectores progresistas en su seno. En la publicación de la Compañía National Jesuit News (dic. 1986), p. 3 y ss., se informaba sobre los problemas del padre MacNeill, a quien la Santa Sede había prohibido toda manifestación pública de su apostolado entre los homosexuales desde 1977; y el 19 de octubre de 1986 el general Kolvenbach en persona había ratificado esas órdenes. Sin embargo el jesuita MacNeill las violó al publicar sus opiniones negativas contra las directrices emanadas de Roma en octubre, en que se trataba de reprimir la jactancia y normalización social de la homosexualidad. El 11 de noviembre siguiente el provincial de Nueva York dirigía al padre MacNeill una carta en que le separaba formalmente de su comunidad religiosa y de todas las residencias de la Compañía. Poco después era expulsado de la Orden. El provincial declaraba, sin embargo, que «sentía un profundo respeto» por el padre MacNeill.

La declaración del expulso es dramática. «Después de orar y consultar a fondo el problema —dice— he llegado a la conclusión de que como sacerdote jesuita, como teólogo moral, como psicoterapeuta y como persona que es homosexual, no puedo obedecer esa Orden en conciencia». La prensa aclaró luego que se trataba de un homosexual celibatario, es decir que no ejerce.

El escándalo saltó a la gran prensa norteamericana. Nada menos que el Wall Street Journal se ocupaba de las relaciones homosexuales en la Iglesia el 19-11-1987, en un trabajo de Dianna Solis, en que se referían las actividades de la asociación homosexual católica Dignity, cuyo fin es la organización de misas públicas para los homosexuales. En ellas se sustituye la oración por el Papa por estas palabras: «Porque nos libres de quienes tienen mentes cerradas y corazones cerrados». El diario financiero afirma que la homosexualidad se ha convertido ya en el primer problema de la Iglesia en USA, incluso más agudo que la disputa sobre el aborto. Y suministra estadísticas escalofriantes: mientras sólo el 10% de la población es homosexual, el clero católico eleva su proporción de homosexuales hasta el 40%, la mitad de ellos ejercientes.

La misma proporción se apunta en el reportaje de investigación publicado por la revista de ámbito mundial Newsweek el 23-11-1987, página 42 y ss. Allí se describe la participación de otro jesuita homosexual, el padre Robert Cárter, en una misa de Dignity; en otras confesiones, como la Iglesia episcopal, el porcentaje de homosexuales entre su clero llega al 50%. (Si estas conjeturas, basadas en investigaciones de campo, son ciertas, resulta que de los 57 000 sacerdotes católicos en USA son homosexuales cerca de treinta mil, y practican la homosexualidad unos quince mil). Con todo respeto por el drama y el problema humano que afecta a los homosexuales y a toda la sociedad, el observador no puede menos de preocuparse ante la capacidad de perversión que supone en la Iglesia de los Estados Unidos la presencia de quince mil sacerdotes homosexuales en acción; porque no todos los contactos, naturalmente, se establecen entre homosexuales natos. La incidencia del SIDA —altísima entre esta parte del clero católico y protestante— ha convertido recientemente el problema en fuente continua de tragedias.

Los jesuitas ante el quinto centenario

En la primavera de 1987 el Provincial de Detroit, padre Howard J. Gray, trataba de justificar públicamente la oportunidad de la decisión tomada por los jesuitas a fines de los años sesenta (en otras partes fue anterior) cuando trasladaron en masa sus centros de formación interna a la proximidad o al corazón de las ciudades para cumplir con la proximidad a la sociedad urbana las orientaciones del Concilio Vaticano II. Es un trabajo idílico en que no se tienen en cuenta para nada los gravísimos inconvenientes que se siguieron de tal medida.

En fin, y de cara al quinto centenario del Descubrimiento de América, la evangelización allí difundida por España y Portugal se ha convertido también en motivo de división y controversia en el seno de la Compañía de Jesús norteamericana. El jesuita Michael I. Cook, rector de la Facultad filosófica de la Compañía de Jesús en Spokane, Washington, piensa que España no llevó al Nuevo Mundo la Cristiandad, sino el nacionalismo español; tesis muy coherente con la cerrada y acrítica defensa que hace de la plana mayor de la teología de la liberación en su reciente artículo publicado en Theological Studies con el título Jesús from the other side of history: Christology in Latín America. La conclusión está clara: los teólogos de la liberación están ahora evangelizando de verdad a una América abandonada religiosamente por los españoles y portugueses.

No es ésa la opinión, mucho más profunda y profesional, de historiadores eminentes, incluso protestantes, en los Estados Unidos como Lewis Hanke en el capítulo The Dawn of Conscience in America al estudiar las relaciones de españoles e indios. Como otros colegas suyos, Hanke reconoce la preocupación cultural de los españoles, que provocó una aurora de conciencia no sólo sobre el hombre americano sino sobre la naturaleza del hombre en general; y valora muy alto la preocupación evangelizadora, y la tensión humanitaria que se entreveró con las crueldades de la conquista y la aculturación. Hanke es un historiador auténtico; el jesuita Cook sigue, como le ha apuntado un agudo observador, el método leninista que consiste en predecir —a su gusto— el pasado.

Los jesuitas en Iberoamérica: el plan apostólico de la provincia centroamericana

Con esta sección llegamos ya al final de nuestro capítulo sobre nuevos datos en la crisis de la Compañía de Jesús. Para esa crisis ha sido Iberoamérica la región del mundo más conflictiva; en cierto sentido Ja crisis de la Compañía se manifestó en Iberoamérica con más virulencia y más resonancia mundial, que continúa en buena parte. Vamos a presentar ahora nuevos datos y documentos sobre ese importantísimo campo de acción, que el lector debe interpretar, para conseguir una sensación de relieve auténtico, sobre el trasfondo estratégico que describíamos en nuestro primer libro y completábamos en el anterior capítulo.

César Jerez, el activista omnipresente

Si tuviéramos que resumir en tres nombres, en tres responsabilidades históricas, la crisis de la Compañía de Jesús en Iberoamérica (región del mundo en la que trabaja, como en todas las demás, una ejemplar mayoría de jesuitas oscurecidos por el brillo escandaloso de las vedettes) señalaríamos sin vacilar a estos tres personajes: el norteamericano Louis B. Twomey, fundador del Blueprint en Nueva Orleáns; el activista centroamericano César Jerez, ex provincial y marxista, y el vasco-salvadoreño Ignacio Ellacuría, rector de la Universidad Centroamericana y estratega del liberacionismo en la región. Con estos dos últimos nos encontramos en muchos rincones de este libro; por la ubicuidad y la energía revolucionaria que despliegan.

Ya hemos citado el repudio de un inteligente grupo seglar norteamericano en la Universidad de Georgetown contra la presencia de César Jerez, que trataba de irradiar desde allí su influencia liberacionista y marxista por la candidez de las autoridades académicas y los jesuitas de la Universidad al nombrarle miembro del consejo de dirección. Pero las noticias sobre César Jerez son inagotables. Tenía sorbido el seso al padre Arrupe, como lo demuestra el propio padre Arrupe al declarar en Roma por un portavoz, poco antes de su viaje a Iberoamérica, que «el General se interesaba mucho por conseguir información de primera mano del padre César Jerez», entonces Provincial de Centroamérica (Sí. Louis Review, 12-VIII-1977, p. 4). Y eso que el anterior mes de abril ya se había entrevistado Jerez con Arrupe en Roma. «Acorde con la estrategia comunista, ensayada con tanto éxito en España, de penetrar en las órdenes religiosas —nos dice un grupo de jesuitas norteamericanos en un documentado testimonio de abril de 1987—, Jerez se asoció bien pronto con los jesuitas vascos revolucionarios Luis de Sebastián, Ignacio Ellacuría y Jon Sobrino. Fue entrenado en Ciencias Políticas en la Universidad jesuítica “Rafael Landívar” y en la Universidad de Chicago. Desempeñó un gran papel en crear la conciencia revolucionaria entre los jesuitas de Nueva Inglaterra. Media docena de los que le oyeron, o más, se volvió activista para el FNML de El Salvador. Sobre ninguna persona su influencia fue más fatal y completa que sobre el padre Arrupe». En 1973, según la misma fuente interna, el padre Jerez pronosticaba ante los directores jesuitas de formación que el éxito de la Revolución dependía de la generación siguiente de jesuitas americanos. Durante la última semana de agosto de 1978 César Jerez trató de radicalizar a las religiosas de América cuya organización se reunía en Cleveland. Las actuaciones de dos jesuitas norteamericanos en Centroamérica, el guerrillero James Francis Guadalupe Carney en Honduras y el padre Peter Marchetti, muestran el éxito de César Jerez en su proyecto revolucionario para los jesuitas del Norte. En la publicación marxista Monthly Review llegó a decir Marchetti, según nuestra citada fuente, que firma su nuevo testimonio el 1 de enero de 1984: «La parroquia sustituye a la idea de Lenin sobre la célula». Sin embargo, la influencia más importante de Jerez en Estados Unidos se ejerce a través de cuatro organizaciones jesuíticas. Primero, Jesuit Missions para todo el mundo, cuyo director es (fecha del documento) el padre Simón Smith, responsable del mensaje citado en Managua el 1 de enero de 1981, según el cual la mayoría de los religiosos y religiosas de El Salvador apoyaban a las fuerzas revolucionarias. El padre Ryan, primer director del Center for Concern, que apoyaba abiertamente a los sandinistas, es otro activista reclutado por César Jerez. El padre Bill Davis, director del instituto Christic, es otro. El cuarto centro de irradiación revolucionaria es el Quixotic Center del padre Callaghan. Estos cuatro centros de activismo revolucionario dirigidos por los jesuitas norteamericanos están representados en el Steering Committee de la Religious Task Force on Central America, nacido de la inspiración y el contacto de César Jerez con los religiosos y religiosas de los Estados Unidos. La Religious Task Forcé, en la que los centros de activismo regidos por jesuitas forman el mayor núcleo de influencia, publica el Central America Report desde principios de 1980, con propaganda sandinista permanente. Otras instituciones religiosas colaboran intensamente.

Por otra parte, César Jerez ejerce —todavía hoy, incluso tras su cese como provincial— una amplísima influencia, desde su cargo de rector sandinista de la UCA de Managua, sobre los jesuitas liberacionistas españoles y los pocos que quedan en México. Viaja constantemente por casi todo el mundo y debe considerarse como el activista marxista más efectivo y peligroso de cuantos dirigen hoy los movimientos de liberación.

Ellacuría en misiones de «agitprop»

La publicación interna de los jesuitas en la provincia de las Antillas, En marcha, reproducía en su número de 20 de octubre de 1983 los principales documentos de la sustitución del padre Arrupe por el padre Kolvenbach entreverados con algunos textos inconcebibles, como el editorial de Vida Nueva n.° 1391, 27-VIII-1983, p. 7, en que reprobaba la decisión pontificia de nombrar un delegado para la Orden, hecho que calificaba como «bomba atómica que le estallaba otra vez al padre Arrupe»; y como «hecho con un único precedente de este calibre en la historia de la Compañía: la supresión ordenada por Clemente XIV», lo cual, además de una exageración, es una estupidez. Un superior jesuita norteamericano, el padre Frank Moan, coordinador de los servicios de refugiados, publicaba en National Jesüit News (enero 1985) un artículo prosandinista en que defendía al ministro ex jesuita Fernando Cardenal y atacaba duramente al Vaticano por prohibirle el desempeño de un puesto político mientras mantiene en todo el mundo una red política a través de las Nunciaturas (sic). Y ya volvemos a topar con Ignacio Ellacuría que según La Prensa Gráfica (24-V-1986) declaraba en Washington su rechazo al Presidente de su nación, Duarte, y expresaba su apoyo al FMLN; criticaba también a la Iglesia salvadoreña por no hacer todo lo que debe para solucionar la guerra civil. En octubre de 1986 National Jesuit News reproducía un comunicado del «Consejo Nacional de los Jesuitas de Nicaragua» en que se condenaba como agresor a los Estados Unidos y se asumía una postura netamente partidista frente al conflicto centroamericano. Tiempo después, el Provincial de Centroamérica, padre Valentín Menéndez, en el número de febrero de esa misma publicación, desautorizaba formalmente tal manifiesto, de forma tajante; se trataba, como en el caso del comunicado de 1984 contra los obispos, desautorizado por el propio General, de una nueva maniobra de propaganda montada por el grupito de César Jerez, totalmente al margen de la autoridad del Provincial. Es una muestra más del juego sucio y la desinformación liberacionista; tal Consejo Nacional de los jesuitas de Nicaragua es una institución minoritaria y totalitaria, al estilo de tantas «coordinadoras» que con tres o cuatro militantes suele montar la propaganda marxista en todo el mundo, con tanto ruido como nula representatividad.

El 2 de agosto de 1986 el diario católico Ya, todavía bajo el control de la Conferencia Episcopal española, nos ofrece otra perla de Ignacio Ellacuría, que reincidía en sus viajes de agitprop por España con un Seminario en la Universidad de Cantabria. Allí dijo cosas peregrinas, como que «debemos hacer un esfuerzo que aumente el carácter del hombre como sujeto de la Historia»; tesis que refuerza mi particular teoría de que los liberacionistas han perdido el sentido del ridículo. Claro que «el sujeto de la Historia son las mayorías populares del mundo luchando por su liberación», y luego justificaba la adscripción de Nicaragua a la estrategia soviética, descaradamente: «Es lógico que si te atacan de un lado busques ayuda en el lado contrario». Exalta luego a la teología de la liberación; cree que «el punto fundamental está en la famosa lucha de clases y el empleo de la violencia», para lo cual la teología de la liberación «había sido más comprensiva». Dice que no les gusta el silenciamiento de Boff «que es un gran cristiano y un gran franciscano». Poco después, desde América, el reverendo Juan León Montoya (El Diario de Hoy, 12-IX-1986, p. 27) replicaba duramente a Ellacuría, «que respalda —dijo— abiertamente a los terroristas… y da su apoyo y alaba al terrorista Salvador Samayos, quien fue su discípulo amadísimo en la UCA; convirtiéndose así en punta de lanza de los comunistas en nuestro país». Luego Montoya «pide a Ellacuría que se vaya a la Madre Patria, porque ya es suficiente el daño que ha causado a El Salvador, pero que no se olvide de llevarse la comparsa de comunistas que le secundan en la UCA».

Tales acusaciones no inmutan al jesuita vasco-salvadoreño, quien en su habitual tribuna española del diario gubernamental socialista clama el 18 de octubre de 1986 Contra el terremoto permanente en El Salvador. Atribuye el mismo nivel al gobierno legítimo salido de las urnas y a la guerrilla marxista; y se inclina abiertamente por la guerrilla, «que lucha encarnizadamente por encontrar un poco de paz con un poco de justicia», mediante la insurrección y el terrorismo, por supuesto. Poco después, la revista ECA (Estudios Centroamérica) publicada en la UCA de la que Ellacuría es rector, descalificaba a la Santa Sede por haber designado a un obispo italiano y un español —este último del Opus Dei— para ejercer su ministerio en El Salvador; con olvido del origen extranjero de los principales jesuitas que rigen la UCA (cfr., National Catholic Repórter, 19-XII-1986). Por entonces uno de esos jesuitas extranjeros de origen, el padre Jon Cortina, trató de convencer a la comunidad jesuita de la Universidad Loyola en Los Ángeles sobre la bondad de su causa, según un testimonio que nos llega de esa comunidad. En su alocución llamó psicópata al presidente Duarte.

El Plan Apostólico de la provincia Centroamericana

Cuando me dispongo a escribir este epígrafe, me llega un ejemplar de las Noticias de la provincia Centroamericana en que reproduce mi artículo de ABC el 5 de mayo, con el anuncio de que pensaba incluir el Plan Apostólico como principal pieza de convicción en mi nuevo libro, el que tiene delante el lector. «Aunque ciertamente no tenemos nada que ocultar —dicen las Noticias—, no deja de ser lamentable que documentos de edición reservada, en expresión del autor de marras (sic), vayan a caer, por gracia de Dios sabe qué complicidades, en manos de quienes indudablemente no los desean para ayudarnos a cumplir mejor con nuestra misión de cristianos y jesuitas». Dios y yo conocemos las varias complicidades que me enviaron el Plan Apostólico, que por imperativos de espacio no puedo publicar, como deseaba, de forma íntegra; son 73 páginas que harían interminable este ya desbordante libro. Pero vamos a presentar textualmente todo lo esencial de un documento que, como adelanté, «en alguno de sus párrafos parecía escrito por el mismísimo Antonio Gramsci».

El Plan Apostólico se ofrece revisado, y cubre el período 1979-1989; estamos pues en plena vigencia. Viene fechado en San Salvador el 2 de febrero de 1987. Y avalado por una carta previa del provincial Valentín Menéndez, en la que dice que el General ha aprobado el Plan en carta del 14 de enero anterior. La revisión, decidida en 1985 de acuerdo con el nuevo General, debía hacerse según dos criterios: «que la pobreza debería ser entendida como elemento apostólico, y que el discernimiento es el fundamento de nuestra renovación» (p. 7). En la comisión coordinadora para el Plan —de tres miembros— figuraba el teólogo de la liberación Jon Sobrino. Entre los criterios del Plan primitivo figuraba: Ser de avanzada («en las trincheras»), (p. 7) y se ve que algún jesuita como Guadalupe Carney se lo tomó literalmente. Entre las prioridades, el Plan anterior citaba en segundo lugar «la reflexión y producción teológica y sociopolítica» y en el núm. 3 «el trabajo directo con las mayorías oprimidas». Estas prioridades deben interpretarse a la luz de lo que realizaron en la praxis los jesuitas sandinistas de Nicaragua, los jesuitas liberacionistas de El Salvador para los que no hay una sola palabra de crítica, ni menos de autocrítica, en el Plan revisado. Así, al referirse la cuarta prioridad, «los medios de comunicación social», no se menciona la supresión de medios de comunicación social en Nicaragua con jesuitas vinculados al Gobierno; y en la prioridad quinta, la educación, tampoco se menciona la deformación marxista del jesuita Fernando Cardenal como ministro de Educación sandinista.

Ya en el Plan revisado se precisaba que la primera prioridad, la formación de los jóvenes, «es la que mejor se ha cumplido». Pero inmediatamente después se reconocía que «falta en los formadores una formación más técnica, por ejemplo de psicología o del carisma propio de la Compañía para comprender la problemática de los jóvenes»… «Tampoco está claro que se haya resuelto el problema de la perseverancia. Del total de escolares cada año se sale un 12% como promedio en el período de 1978 a 1986». Y ésta es la prioridad mejor cumplida; se forma a los jóvenes sin suficiente carisma de la Compañía y se sale cada año la octava parte. Aterrador. En el área de la formación permanente, «lo realizado es bastante deficiente» (p. 10).

En la famosa producción teológica y sociopolítica se valora muy positivamente la actuación de dos centros liberacionistas: la UCA de El Salvador, «que se ha mantenido» y las obras de propaganda sandinista cultural en Nicaragua —UCA de César Jerez, IHCA con participación del CÍAS— «que se han fortalecido». Pero nada se dice en el Plan sobre el contenido marxista y liberacionista, netamente revolucionario de estas obras de propaganda y subversión. Que además irradian su influjo negativo a todo el istmo: «Junto a estas dos obras, se ha hecho un esfuerzo por levantar de nuevo el ERIC en Honduras y por dotar a la URL de Guatemala de un nuevo personal, proveniente de la UCA de El Salvador». La principal concentración para estos trabajos se logró en Nicaragua. «En el caso de Guatemala, donde el Plan consideraba la CÍAS como una obra de concentración, no se logró prever ni el alcance de la represión ni las salidas de la Compañía». Frente a los triunfalismos de la «Iglesia popular», el Plan —que es exclusivamente para uso interno— reconoce «la pérdida de engarce popular de las obras de esta prioridad. En Nicaragua, por ejemplo, es débil la relación de la UCA (Universidad Centroamericana de César Jerez) e IHCA (Instituto Histórico Centroamericano, centro de propaganda sandinista barata) con trabajos de base, con lo que no ha funcionado el triángulo UCA-IHCA-Ciudad Sandino propuesto en el Plan». El Plan apunta peligrosamente los propósitos de mayor implantación en Honduras y fomenta el trabajo con refugiados y desplazados no precisamente por motivos pastorales, sino «por ser nudo donde se cruzan hilos políticos, eclesiales e internacionales de solidaridad que rebasan el mundo de los refugiados»; es decir, que los refugiados son un pretexto para insertarse en las tramas políticas e internacionales (p. 12). Por eso el Plan —al desenmascarar ingenuamente ese tipo de actividades— recomienda nada menos que «el viraje hacia la pastoral» en ellas. Entre los factores que el Plan considera negativos en este campo figura «la pérdida de trabajo directo con los sectores populares, como en Guatemala»; el exceso de trabajo en las 25 parroquias de la provincia; la falta, en El Salvador, «de una obra nuestra en que se pudieran volcar escolares; San Antonio Abad no cumple este papel por estar demasiado coloreado» (sic).

En cuanto a los medios de comunicación social, el Plan se felicita por el gran desarrollo de la editorial de la UCA-El Salvador (textos, material de lectura sobre la realidad nacional, sin describir el contenido propagandístico de ese material). En los Colegios, «la provincia ha dado apoyo a los colegios, a través de personal apostólico y maestrillos, cuando han dado muestras de transformación en su orientación, en el estilo de su alumnado o en la capacidad de incidencia sobre la realidad nacional». Es decir, cuando los colegios han dejado de ser lo que eran. Muy grave el reconocimiento de la página 15: «Pero en la relación de servicio a los obispos se ha perdido el trabajo cercano con el Arzobispado de El Salvador y en Nicaragua el simple diálogo se ha vuelto muy problemático». Lo que significa que en San Salvador el arzobispo Rivera y Damas ya no se deja manipular por la UCA como su predecesor monseñor Romero; y que en Nicaragua, mientras el «Consejo Nacional» de los jesuitas ataca públicamente a los obispos (lo que el Plan no dice pero hemos visto en nuestra documentación) y el Gobierno, apoyado por el clan Jerez, expulsa a uno de ellos y persigue al cardenal Obando, el diálogo, naturalmente, se hace algo difícil. Este apartado del Plan es cinismo puro.

El Plan señala los «acuerdos de agemelamiento (sic) con las provincias de Missouri y Canadá Superior», para asegurar a la provincia Centroamericana «un fondo de patrimonio» (p. 16). Y reconoce que el esfuerzo de propaganda exterior de la provincia «ha crecido enormemente, pero esta novedad nos quita también recursos humanos que tienen que salir a regar (sic) en otros continentes, lo que se ha sembrado, con desmedro de obras que van viviendo de mucha imagen y quizá no de tanta realidad» (p. 16).

En la tercera parte, el plan afirma que «la soberanía de estos países está subordinada al interés hegemónico de los Estados Unidos» (p. 18), sin que se mencione el interés hegemónico de la Unión Soviética. Registra el plan dos fenómenos nuevos, uno malo («una alarmante proliferación de sectas alienantes, promovida y financiada desde el exterior») y otro bueno: «Existen también movimientos liberadores y revolucionarios llevados a cabo con frecuencia por no creyentes, aunque muchos cristianos participan también en ellos». No se prevé la oposición a estos movimientos de liberación, sino su aceptación y la colaboración con ellos; lo que se busca junto a ellos es «específica credibilidad eclesial y una adecuada pastoral, desconocida hasta ahora y por ello difícil» (p. 18). Como factor de esperanza se apunta que «el empobrecimiento genera conciencia, rebelión, compromiso y lucha» (página 18). El Plan apoya al régimen y al proyecto marxista-leninista de Nicaragua, expresamente: «En Nicaragua amenazada ahora y nuevamente en crisis, hay un serio intento de crear un nuevo tipo de sociedad que devuelva la vida, la dignidad y la justicia a los pobres» (p. 19). El Plan apoya a la Iglesia popular: «En la Iglesia existen muchas comunidades, agentes de pastoral, grupos de religiosas y sacerdotes que intentan vivir la fe según el Evangelio de Jesús y construir una Iglesia de los pobres» (p. 19).

Centroamérica es, para el Papa, el gran reto histórico para la Compañía de Jesús. «Las características históricas de Centroamérica concretan, exigen y posibilitan la realización de la misión universal de la Compañía de una manera bien precisa».

Entre las prioridades apostólicas del Plan revisado, que de vez en cuando se despeña por los rápidos de la retórica, figura «estar en la avanzada, en la encrucijada en que se decide la historia y la fe de estos pueblos. De ahí se deduce la prioridad de apostolados que incidan en las estructuras religiosas, económicas, sociales y políticas» (p. 21). Por ello el Plan ordena mantener «el horizonte teológico y sociopolítico» de las obras universitarias (p. 23) sin modificar en lo más mínimo sus contenidos de propaganda; impartir los Ejercicios Espirituales no desde la óptica ignaciana, sino «desde la óptica latinoamericana de la liberación y la opción por los pobres» (p. 24); el «trabajo educacional en una línea liberadora» (p. 25); el apostolado internacional, eufemismo para encubrir los viajes de agitprop del clan Jerez y el clan Ellacuría; la concentración de actividades en sentido orwelliano, es decir, con «dirección teológica e ideológica» a toda la provincia desde los «centros de producción teológica y sociopolítica» (p. 27).

Al tratar de la eclesialidad de los jesuitas en Centroamérica, el Plan reconoce que «los jesuitas más bien son tenidos por sospechosos, cuando no son abiertamente rehuidos o rechazados. La credibilidad de la Compañía y la confianza en ella han disminuido grandemente a estos niveles» (p. 31). El Plan trata de compaginar este descrédito con la credibilidad que dice gozar entre los pobres. Y quiere, verbalmente, integrar «ambas fidelidades» a la jerarquía y a los pobres, con lo cual está acusando a la jerarquía de dar la espalda a la causa de los pobres (p. 32).

En el capítulo de los planos nacionales, los jesuitas de El Salvador destacan «el aporte institucional a la liberación integral de las mayorías populares», es decir, tratan de consagrar su apoyo a la subversión y a la guerrilla. Este aporte necesita un análisis por este orden: «sociopolítico, económico, cultural, tecnológico y religioso» (p. 37). Se pone en conexión el trabajo «de reflexión filosófica, teológica y sociopolítica de la UCA» con la formación de los jesuitas jóvenes. Se orienta la pastoral hacia «la preparación de los cambios del futuro» (p. 38). Los jesuitas de Honduras insisten en el trabajo directo entre el pueblo, con «la formación integral de animadores y comunidades en la evangelización parroquial», lo que presagia una tremenda agitación político-social entre las masas hondureñas en un futuro próximo, porque «la comunidad parroquial deberá convertirse tanto en expresión de la fe comprometida del pueblo de Dios como en escuela integral de participación y transformación de la sociedad, asumiendo críticamente y desde la fe el proyecto del pueblo» (p. 42). Esto significa el claro alineamiento de la Compañía de Jesús en Honduras con las organizaciones marxistas y revolucionarias: «Para ello será importante establecer una cercanía crítica y evangelizadora con las organizaciones populares y las diversas instancias que a nivel nacional buscan una liberación efectiva de los pobres». La dimensión estratégica del proyecto hondureño de los jesuitas se demuestra a continuación, tras recomendar una mayor presencia en la radio y otros medios y un mayor trabajo en la teología de la liberación: «Esta reflexión podrá llegar a ser catalizadora del trabajo de base, aporte para la formación de líderes y comunidades cristianas e inspiradora de proyectos donde la independencia y la soberanía del país sean prioridades en una situación de extrema dependencia, utilización del territorio para fines extranjeros y excesiva militarización» (p. 43). En el plan sobre Nicaragua se apunta, además de confirmar lo ya dicho, que el trabajo de los jesuitas ha de realizarse «en medio de la división y desconcierto de la Iglesia» (p. 45), sin explicar que los jesuitas revolucionarios son precisamente uno de los principales factores de esa división y desconcierto.

En los resúmenes estadísticos con que se cierra el Plan, se reconoce que «los no sacerdotes no alcanzarán a suplir a los sacerdotes que salen y mueren»; que «existe una falta de continuidad, un gap entre los 29 y los 38 años, es como una ruptura generacional»; y que, mientras desaparecen los hermanos, «el conjunto de sacerdotes entre 49 y 58 años es el que le dio el viraje a la provincia hace ya casi 20 años. Todavía le imprimen sello a las instituciones más fuertes y a la provincia» (p. 45).

Éste es, en lo esencial, el Plan Apostólico de la provincia Centroamericana. Ahorramos todo calificativo ante la brutal presión de sus textos y sus datos. Antonio Gramsci, en efecto, no lo hubiera propuesto mejor; el Plan es, por su insistencia en la función de los centros de producción teológica y sociopolítica —la UCA de Ellacuría, la UCA de Jerez— una trama de transformación revolucionaria de la sociedad a través de la acción de los intelectuales orgánicos. Ésta es la clave del plan de marras, a la que el provincial Menéndez y el general Kolvenbach han dado su aprobación expresa. Y que constituye, entre defectos más peligrosos, un constante atentado terrorista contra la morfología y la sintaxis de sus páginas, que a primera vista parecían escritas en castellano.

La degradación de la Compañía de Jesús en México

Luis José Guerrero Anaya, antiguo jesuita, ha presentado en la Universidad Nacional Autónoma de México (1986) una importante, documentada y equilibrada tesis de licenciatura sobre La Compañía de Jesús en México (1967-1973), que tiene, además de su originalidad, un enorme interés para nosotros; porque constituye el único estudio sistemático conocido sobre la crisis de los jesuitas en una provincia concreta si exceptuamos el importante libro de Hitchcock sobre la crisis de los jesuitas en los Estados Unidos, aunque éste tiene un enfoque más general; se refiere al ámbito de una asistencia. El libro está dedicado al padre Arrupe y se apoya en fuentes primarias y testimonios directos. Se refiere al período entre las dos Congregaciones Generales de 1965-66 (XXXI) y 1974 (XXXII) mientras en México gobernaba el presidente Díaz Ordaz (1964-70) e iniciaba su mandato el discutido presidente Echeverría. Díaz Ordaz apuntó una aproximación a la Iglesia, cuyas heridas de la generación anterior no habían cicatrizado del todo en su confrontación con el régimen. El período viene marcado por dos acontecimientos de 1968: la matanza de Tlatelolco en vísperas de las Olimpíadas (2-X-1968) tras los sucesos de mayo en París; y la apertura de la Iglesia mexicana después de la Conferencia de Medellín en ese mismo año.

La tesis demuestra la iniciativa y la responsabilidad del padre Arrupe, recién elegido, en el desencadenamiento de la crisis de la Compañía de Jesús en América. Su famosa carta a los jesuitas de América el 13 de diciembre de 1966 fue, según testimonios directos que recoge el autor, obra de jesuitas revolucionarios que lograron la firma del General, quien después no fue capaz de controlar el proceso. En esa carta Arrupe indicaba que la Compañía tenía la obligación de reparar sus fallos y sus ausencias históricas en el trabajo social.

Otra idea de Arrupe, el famoso Survey, resultó un fracaso total en México cuando llegó a su informe final en 1969; sus conclusiones oscilaban entre la perogrullada y la ambigüedad, sin la más mínima capacidad orientadora. Nacieron en 1967 impremeditadamente las pequeñas comunidades, otro fracaso. Los superiores locales recibieron una autonomía que generalmente utilizaron mal. En 1969 se reunificaba la provincia mexicana lo que generó nuevos factores de desconcierto en la comunicación interna. Seguramente la causa principal de la crisis entre los jesuitas mexicanos fue la catastrófica gestión del provincial Enrique Gutiérrez (1967-1973), hombre carismático, impulsivo, mesiánico, que dejaba sin consultar sus decisiones más importantes y generó un estado general de insatisfacción y protesta en todos los sectores de la provincia. En un estudio sobre la situación de los jesuitas jóvenes hecho en 1969, las conclusiones fueron desoladoras: eran inmaduros afectivamente, aborrecían el estudio y estaban poseídos de un orgullo generacional incomunicador. La solución fue enviar a los novicios de segundo año y estudiantes jóvenes a las aulas universitarias, con un resultado desastroso.

Decidido a mantener su posición mesiánica, el padre Arrupe insistía en impulsar a los jesuitas hacia el «servicio de la fe y la promoción de la justicia» con cartas como la de mayo de 1971, donde se queja de la lentitud en los avances y propone imprudentemente «un compromiso libre de todo miedo a consecuencias desagradables y aun fatales». En su conferencia de prensa dada en Lima, en mayo de 1972, Arrupe afirmó: «Hay que liberar a los oprimidos de la explotación de las clases dominantes». Luego trataba de apagar los fuegos que él mismo provocaba a impulsos de su camarilla liberacionista.

Un grupo de jesuitas mexicanos, formados teológicamente en Europa —algunos habían integrado un grupo ideológicamente compacto en París, y quedaron afectadísimos por los sucesos de mayo de 1968— regresaron a México en 1969 y pronto se ganaron el sobrenombre de los profetas. El provincial Gutiérrez les apoyó abiertamente, con lo que se sintieron amparados en su obra de demolición, que pronto logró su objetivo más codiciado: el gran colegio Patria en México, D. F., donde se formaban buena parte de los cuadros directivos de la sociedad mexicana, y que bien se pudo corregir en sus posibles desviaciones clasistas, pero no cerrar a mano airada como hizo el provincial Gutiérrez en 1970, entre auténticos repudios insultantes para la acción de la Compañía en ese centro; una actitud verdaderamente saturnal. En vez de la reforma, el Provincial, azuzado por los profetas, decidió la ruptura y el caos. Ahí sigue el Patria vacío, testigo mudo de la irresponsabilidad de un superior.

El impremeditado cierre del instituto Patria desencadenó la crisis en la provincia mexicana que se manifestó en 1972-73. La mayoría de los profetas abandonaron la Orden después de haber atentado contra sus cimientos en México. Otros jesuitas se refugiaron en su trabajo intelectual y se aislaron. La visita del padre Arrupe en noviembre de 1972 no arregló nada; no contentó a nadie, por su irritante ambigüedad. Al año siguiente la sorda protesta de la provincia forzó la dimisión del provincial Gutiérrez.

En mayo de 1973 los jesuitas Obeso y De la Rosa enviaron al padre Arrupe una carta insultante que le dolió más porque uno y otro eran del grupo de los profetas. A poco se marcharon de la Orden. En diciembre de 1972 la provincia cerró su revista de debate interno Pulgas (nacida en 1967) para sustituirla por la más aséptica e informativa Noticias de la provincia.

Las conclusiones de la tesis son estremecedoras. Al dedicarse a las Ciencias Sociales (sin el más mínimo discernimiento del que tanto suelen alardear) los jesuitas progresistas de México llegaron a «la repulsa del capitalismo y la búsqueda, a veces intuitiva, del socialismo». La descripción final que hace el autor como remate de su tesis merece reproducirse: «Al acabar estos años, la Compañía no era capaz todavía de dominar este proceso. Se daba en ella el efecto de destape de la caja de Pandora. Los conflictos eran fuertes y vividos con perplejidad y confusión. La lucha ideológica entre grupos al interior de la propia provincia llegó a obstaculizar el diagnóstico y la posibilidad de planeación, pues la hegemonía se polarizó entre los que ejercían un apostolado tradicional y los que exploraban campos nuevos de trabajo» (página 144).

Lo peor es que este cuadro de los jesuitas mexicanos se puede aplicar, mutatis mutandis, a otras muchas provincias de la Compañía de Jesús. En México al menos los jesuitas ignacianos no se dejaron avasallar por los liberacionistas, pese a lo cual un grupo de éstos persiste en sus actividades de apoyo a la subversión centroamericana. En otras provincias, donde se han impuesto de forma perdurable los progresistas y los arrupianos, el resto es silencio.

Los jesuitas heroicos de nuestro tiempo

No me refiero, por supuesto, a algunos jesuitas cuya muerte ha reseñado Martialay, entre cortinas de humo y circunstancias equívocas, por más que conviene extremar el respeto por quienes mueren en defensa de lo que nos parece un error. No; cuando ahora hablo de jesuitas heroicos me refiero a héroes auténticos, indiscutibles, que con plena fidelidad a su vocación ignaciana se dedican, sin desviaciones absurdas, al servicio de los pobres y de los marginados en todas las partes del mundo.

El 19 de julio de 1985 el Presidente de la República de Venezuela, doctor Jaime Lusinchi y su Gobierno, comunicaban la pérdida de uno de esos jesuitas heroicos, el padre José María Velaz, «servidor público que consagró su vida al apostolado social a favor de los sectores más necesitados. Educador, promotor y ejecutor de laudables iniciativas a través de la organización Fe y alegría. Ciudadano y sacerdote de preclaras virtudes personales». La obra del padre Velaz concentra hoy la colaboración de cincuenta jesuitas y setecientas religiosas. Está extendida en diez naciones. Ha construido 436 escuelas para 300 000 alumnos pobres en Iberoamérica, Allí trabajan padres, profesores y niños como si formasen parte de pequeños ayuntamientos. El padre Velaz fundó el movimiento Fe y Alegría en 1955, y en vísperas de su muerte emprendió un viaje de seis mil kilómetros por caminos imposibles de indios para crear un nuevo colegio. A la mañana siguiente de su regreso murió. Sus armas eran la fe y el rosario. Jamás se contaminó con las aberraciones liberacionistas; él era simplemente un liberador.

Nuestro siguiente ejemplo vive, felizmente. Es el padre Joseph Devlin, apóstol del pueblo más marginado y mártir de la Tierra; los refugiados vietnamitas que se hacinan en los barcos sin puerto y en los campamentos malditos en Thailandia. Cuando los últimos soldados norteamericanos evacuaron Vietnam en 1975, el padre Devlin se negó a marcharse y condujo a un viejo barco de refugiados hacia la salvación. Es un gigante de pelo plateado que había eludido dos atentados del Vietcong durante la guerra y había trabajado ya en algunos campamentos de refugiados instalados en América, como el de Pendleton en California. Al cerrarse esos campamentos, el padre Devlin regresó al Sudeste asiático para trabajar en la costa y en los campamentos de Thailandia. De los seiscientos mil vietnamitas que huyeron de la marea roja, la mitad se ahogaron en su éxodo, o fueron asesinados por piratas tailandeses. Allí malviven los auténticos parias del mundo, bajo una cortina de silencio, rota ocasionalmente por periodistas como Laurie Sullivan de la Associated Press o el Mindszenty Report (setiembre 1985) de San Luis. Próximo a los setenta años sigue dejando su vida entre los cristianos que han logrado escapar de esa inmensa prisión nacional donde, sin que tampoco hable casi nadie de ellos, viven veinte millones de personas, el Vietnam perdido, donde naturalmente no se agitan teólogos de la liberación ni jesuitas progresistas al «servicio de la fe y la promoción de la justicia». El padre Devlin, Cha Joe, para sus refugiados, cuenta casos terribles como el de las 34 mujeres refugiadas a quienes atraparon los piratas junto a la isla de Ko Kra, para violarlas salvajemente mil seiscientas veces antes de asesinarlas. En medio de sus heroicos trabajos entre los refugiados de Vietnam, el padre Devlin encuentra tiempo para denunciar a todo el mundo las atrocidades que laten bajo la liberación comunista de Vietnam, y para protestar públicamente por las aberraciones de sus compañeros jesuitas de Nicaragua cuando se enfrentan con el cardenal Miguel Obando.

El tercer héroe jesuita de esta breve serie de ejemplos (que podrían multiplicarse) es, aparentemente, atípico y aun heterodoxo: pero no me importa la inicial extrañeza del lector, que seguramente coincidirá luego conmigo. Se trata del jesuita chino Jin Luxian, obispo de Shanghai, que se ha adherido a la Iglesia popular maoísta y por tanto vive fuera de la comunión con Roma. Pero el obispo jesuita, que tiene ya setenta y un años, pasó dieciocho de ellos en la prisión de Mao y luego nueve más en riguroso confinamiento. Se adhirió entonces a la Iglesia popular, pero ¿qué habían hecho mientras tanto con él, con su mente, con su personalidad? Dirige desde 1982 el semanario católico de Shanghai, y ha saltado a los titulares de la prensa mundial en julio de 1987 (ABC, del día 2) para proclamar de nuevo su fe y sus deseos de retornar a la plena comunión con el Papa y el resto de la Iglesia católica. Reconoce su condición de obispo no legítimo, y Janza a través de la revista 30 Giorni un grito de auxilio para que desaparezcan las dificultades políticas que ahora cierran la posibilidad de ese retorno. «Yo no soy comunista —dice—, sólo soy un pobre ex prisionero con 18 años de cárcel y 9 de confinamiento sobre mi espalda». Puede que sea también un instrumento de la estrategia maoísta. Pero porque su sufrimiento se agrava con la privación de la gloria oficial, este hombre de Dios que trata, como puede, de preservar la fe de una Iglesia perseguida, a mí me parece también un héroe. Muy digno de que terminemos con su ejemplo este alucinante catálogo de luces y sombras sobre la historia reciente de la Compañía de Jesús en crisis.