IX. LA IGLESIA CATÓLICA EN EL CONTEXTO ESTRATÉGICO GLOBAL: LA AMENAZA EN MESOAMÉRICA

Una intuición básica

Los movimientos llamados de liberación forman una trama esencial que se integra en el contexto estratégico posterior al desenlace de la Segunda Guerra Mundial. En nuestro primer libro hemos dedicado toda una parte a las dimensiones estratégicas del liberacionismo, y en un capítulo anterior del presente libro hemos estudiado, con pruebas documentales clarísimas, la extensión del liberacionismo a otros continentes, y sus intentos de refluir sobre Europa, donde estuvo uno de sus orígenes. Para la profundización que intentamos en este capítulo damos por supuesta y probada —mejor, archiprobada— una intuición inicial: el mundo sigue hoy, de cara al año dos mil, sometido a las tensiones de la estrategia de bloques; el mundo marxista (mal llamado socialista, equívocamente), pese a sus fisuras aparentes y reales, como la chino-soviética, forma un bloque estratégico impulsado por una ideología de dominio global mediante un esquema de expansión cuyo diseño, mantenimiento y aplicación gradual corre principalmente a cargo de la Unión Soviética. El alfil de la Unión Soviética en el Caribe, Fidel Castro, ha aplicado repetidas veces este esquema a Iberoamérica con su reconocimiento-propuesta de la «alianza estratégica de cristianos y marxistas»; ya hemos documentado este hecho. El mundo occidental o libre, dirigido por los Estados Unidos de América, se opone a esa estrategia de expansión mediante un sistema de alianzas entre afines y mediante una estrategia fundamentalmente defensiva que se apoya en una convicción profunda: el sistema liberal-democrático con su economía global de mercado libre es histórica, humana, militar y éticamente superior al esquema marxista, y acabará por imponerse por la propia fuerza de las ideas y los ejemplos si la agresividad del bloque adversario se consigue contener indefinidamente. Ejemplos trágicos como Vietnam y Nicaragua no parecen haber quebrantado la fe de los estrategas norteamericanos en tal esquema-base.

Los movimientos de liberación han sido aprovechados mucho mejor por el bloque estratégico marxista que por el mundo libre y la estrategia norteamericana. Ante uno y otro bloque —Primero y Segundo mundo— se tiende el complejísimo Tercer Mundo, campo abonado para los movimientos de liberación, que —sobre todo en Iberoamérica— son aliados objetivos, estratégicos y en no pocos casos también ideológicos del bloque marxista, mientras los aliados autóctonos principales del bloque occidental han sido, hasta ahora, las oligarquías nacionales de Iberoamérica, que se han mostrado fatalmente incapaces de aprovechar las posibilidades de apoyo occidental para conseguir sacar a sus pueblos del subdesarrollo y muchas veces la miseria y la opresión. Las masas miserables de América, dirigidas y vertebradas por los partidos marxistas (muy insuficiente y minoritariamente), experimentan desde fines de los años sesenta otro programa de vertebración a manos de otra vanguardia revolucionaria: los teólogos de la liberación, que en estrecha alianza con los representantes de la estrategia soviética y con Cuba como plaza de armas han conseguido, tras varios fracasos (Colombia, Guatemala, Chile, Bolivia) establecer una sólida cabeza de puente continental en Nicaragua, y desde allí presionan para lograr el mismo resultado en Centroamérica —ante todo en El Salvador—, desde donde acosarían a una gran nación cada día más potencialmente explosiva: México, vinculada directísimamente al bajo vientre hispánico y católico de los Estados Unidos. En todas las grandes fronteras mundiales del subdesarrollo —India, Filipinas, el Río Grande, el Estrecho de Gibraltar— la estrategia soviética alienta una fase de presión y expansión, mientras la estrategia norteamericana está a la defensiva, y sin comprender muchas veces el trasfondo ideológico del campo enemigo, del que forma parte cada vez más esencial la teología de la liberación.

Este es el contexto estratégico mundial en que queremos inscribir este capítulo, en el que, tras establecer algunos rasgos generales y específicos del planteamiento estratégico, vamos a concentrarnos en el horizonte América como más primario y acuciante; y dentro de él, vamos a estudiar de manera más intensa todavía la confrontación en Mesoamérica y el Caribe. Utilizamos en sentido estratégico el término Mesoamérica, aceptado ya plenamente para la protohistoria americana; porque engloba a México y la América Central, lo mismo que en los proyectos estratégicos del mundo marxista actual.

Esta intuición, que creemos, como acabamos de decir, archiprobada, es básica para el resto de este capítulo y este libro. Quien crea que se trata de fantasmagorías reaccionarias, y de aceptación acrítica de la propaganda norteamericana, que deje aquí la lectura, porque lo pasará muy mal en nuestras restantes páginas; y es que hay entre nosotros quienes viendo no ven y oyendo no oyen, como tantos cristianos que para escapar del totalitarismo de derechas han caído en el abrazo mortal del totalitarismo marxista.

La visión estratégica del mundo libre y su manipulación

La deformación sistemática, así como la guerra ideológica, son componentes esenciales de la estrategia soviética, que mantiene para ello departamentos especiales en la organización de la KGB, como ha demostrado convincentemente John Barron en sus libros, que hemos aprovechado ya en nuestro primer libro. Por supuesto que en ésta y las demás secciones de este capítulo mantenemos como válidas las conclusiones y testimonios aducidos en nuestro primer libro para inscribir los problemas de la liberación en América dentro de un contexto estratégico de confrontación entre el mundo libre y el mundo marxista. Nuevas orientaciones, como el giro que imprime el nuevo dirigente soviético Mijaíl Gorbachov a su política interior e internacional, parecen haber impresionado a algunos observadores occidentales, como los situados en la línea liberal-radical que suelen derretirse ante cualquier gesto benevolente por parte soviética. Por otra parte, como veremos, la Internacional Socialista pretende cada vez más configurarse como tercera fuerza estratégica e ideológica con el propósito de interferir en la confrontación de bloques e incluso neutralizarla. El resultado de las deformaciones y las ilusiones podría ser la sugerencia de un apaciguamiento que acabaría peor que el de Munich en 1938. Y es que además no debemos olvidar que la estrategia soviética cuenta en las retaguardias del mundo libre con una eficacísima quinta columna —los partidos comunistas y sus esferas de influencia que van mucho más allá de la militancia formal— que está especialmente preparada para colaborar con las directrices estratégicas soviéticas en orden a la formación de la opinión pública y el debilitamiento de la moral occidental de resistencia; el mundo libre no cuenta en la retaguardia soviética con una red de apoyo ni remotamente semejante.

Centroamérica en la estrategia global de la URSS

Referimos a continuación algunas tomas de posición recientemente expresadas que pueden resultar muy orientadoras ante la oleada de intoxicaciones y deformaciones de signo estratégico que nos invade en los últimos años. El profesor Eugene W. Rostow, en un profundo trabajo titulado Esquizofrenia ante el poderío soviético (Global affairs, 4.° trimestre, 1986, p. 1 y ss.) afirma taxativamente que «Europa Occidental es todavía el objetivo estratégico primario de la Unión Soviética». Allí cita la tesis de un libro, recién aparecido, de Zbigniew Brzezinski, Plan de juego: «Los objetivos de las dos superpotencias son enteramente diferentes; el objetivo soviético es la dominación y el nuestro es un orden mundial abierto de Estados igualmente soberanos». Pero sin escarmentar de su fracaso como asesor estratégico presidencial, Brzezinski extrae de tan correcta tesis una consecuencia disparatada: la recomendación de reducir las fuerzas de los Estados Unidos en Europa. Este complejo, al que el profesor Rostow califica de esquizofrenia frente al poder soviético, se basa, primero, en la obsesión de Occidente en favor de la izquierda cultural, al menos desde la Revolución francesa; segundo, en que nadie ha advertido el fracaso de otro estratega americano, George Kennan, cuando al diseñar en 1947 la estrategia de contención contra el marxismo (que fue primero un éxito) pronosticaba que el alto nivel de la cultura rusa haría desmoronarse a la voluntad soviética de dominio si cuajaba esa contención; y en tercer lugar, la extendida opinión occidental de que el poderío soviético es irresistible. Este generalizado miedo al poderío soviético, esta convicción de que el imperio marxista acabará por imponerse a Occidente, es lo que sin duda, añadamos nosotros, ha conducido a muchos cristianos a arrojarse en los brazos de bronce del marxismo.

Wiiliam J. Casey, director de la CÍA sacrificado en el absurdo caso Irán-contra (un tremendo ariete del frente liberal-radical contra el presidente Reagan, felizmente frustrado por el teniente coronel North y antes por el ridículo lío de faldas que ha terminado con las pretensiones de su gran rival, el demócrata Gary Hart) publicaba en ABC el 11 de junio de 1986 (p. 41), un esclarecedor artículo en que completaba, con visión global, la misma intuición estratégica del profesor Rostow. «En Estados Unidos —dice— no se termina de tomar conciencia de la interrelación que existe entre lo que ocurre en América Central y en el Oriente Próximo, el Mediterráneo y el golfo Pérsico, además del Atlántico Sur y el sur del Mar de la China». Es decir que la estrategia es una visión global, no un conjunto inconexo de problemas locales.

«La Unión Soviética —dice Casey— se ha hecho con cabezas de puente en Cuba y Vietnam, en Yemen del Sur, en Etiopía y Angola, Nicaragua, Camboya, Afganistán… Esas cabezas de puente están siendo articuladas en una red logística y de apoyo cada vez más amplia y respaldada por un poderío naval y aéreo en expansión».

Casey señala la creación por la URSS en Cuba de «la fuerza militar más poderosa del continente, si exceptuamos la nuestra». Y considera a Nicaragua como «la extensión de esa base cubana». La red militar soviética en el mundo está diseñada para amenazar a las rutas vitales de la energía y del comercio del mundo libre.

«Estas cabezas de puente —sigue— son auténticamente tales y además no son estáticas. Su finalidad es crear puntos de catalización estratégica en las rutas marítimas o en zonas de alta tensión o de potencial conflictivo. Estos puntos están sirviendo para difundir la subversión y el terror y tender nuevas cabezas de puente en países vecinos. Desde Cuba y Nicaragua se están exportando terrorismo y subversión por toda América Central y hasta Chile, Colombia y otros países latinoamericanos».

Frente a quienes han aceptado ya, por las buenas, que la presencia de Gorbachov equivale a la distensión y al pacifismo, Casey piensa que uno de los hitos del nuevo régimen soviético «es un esfuerzo más intenso para anclar y alimentar esas cabezas de puente y para hacerlas permanentes». Los cubanos se preparan para aniquilar la resistencia contra el gobierno marxista-leninista de Angola. «A partir del pasado mes de febrero, con quinientos millones de dólares en armas avanzadas adquiridas recientemente, el ejército sandinista, ayudado por pilotos de helicóptero y asesores de combate cubanos, se ha empleado de lleno en la destrucción de los contras. A principios de abril, unos mil quinientos soldados sandinistas atravesaron la frontera con Honduras con estas intenciones y muy poco después miles de indios misquitos de la parte oriental de Nicaragua fueron empujados al otro lado de la frontera hasta territorio hondureño».

La intervención armada soviética en Yemen del Sur responde a la permanencia de la doctrina Breznev, según la cual, «una vez que un país es comunista, siempre será comunista»; el principio de la irreversibilidad marxista, que parece haber sido aceptado cobardemente por la opinión profunda de Occidente.

Se extiende Casey sobre la exportación estratégica del terrorismo desde el triángulo Siria-Libia-Irán y señala los dos objetivos fundamentales del nuevo imperialismo soviético:

«Uno, que son los campos petrolíferos del Próximo Oriente y que constituyen la línea vital de la alianza occidental; y otro, el istmo entre América del Norte y del Sur». Concreta así este segundo objetivo principal: «Cuba y Nicaragua están adquiriendo con el apoyo soviético capacidad para amenazar el canal de Panamá a corto plazo y a México en un plazo más largo. Trabajan con sigilo y sin descanso en busca de esos objetivos de consolidación del poder del aparato de la seguridad del Estado, para lo cual están construyendo las fuerzas armadas más poderosas de América Central y convirtiéndose en centro de exportación de subversión a los vecinos de Nicaragua y más allá de estos vecinos a Latinoamérica en general y México».

Sin embargo, la contención del nuevo empuje imperialista soviético está, de momento, frenada, tras las concesiones apaciguadoras de la etapa Cárter. «Esta expansión del imperio soviético —termina Casey— sin dejar de ser amenazadora, ha perdido ritmo, si es que no ha quedado detenida. En el decenio actual los soviéticos no han conquistado ninguna nueva colonia. La Unión Soviética no puede atender al sostenimiento económico de todo su imperio. Por cada país que ha abrazado el marxismo soviético, éste se ha convertido en un billete de ida hacia la opresión y la pobreza».

La incompetencia estratégica de Alianza Popular

El análisis estratégico de Casey, que coincide con las intervenciones del presidente Reagan en 1986, como registramos en nuestro primer libro, no es una ensoñación propagandista del imperialismo norteamericano, como se dirá fácilmente desde la otra banda, sino una fría apreciación de un hecho global sobre el que hoy se funda la estrategia de bloques. Rechazar esta cosmovisión de acuerdo con la estrategia soviética será lógico en el campo soviético, sus aliados comunistas y sus sputniks progresistas; pero sería suicida en el campo occidental. Lo malo es que los servicios de información norteamericanos en el mundo libre no consiguen comunicar convincentemente esta visión a las opiniones públicas occidentales, donde la desinformación soviética funciona muchísimo mejor. Quizá porque los servicios norteamericanos de información suelen apoyarse en intelectuales y publicistas no siempre fiables, bien por su abierta y acrítica vinculación a la propaganda de la CÍA, bien, al contrario, porque hacen compatible su progresismo liberal-radical y prosoviético con la amistad superficial con los funcionarios norteamericanos destacados en cada país. No siempre los servicios exteriores de los partidos de centro-derecha son capaces de comprender y comunicar las líneas maestras de la estrategia global a sus amigos y electores. El fracaso de Alianza Popular, el partido de la derecha española en este aspecto es inmenso. Sus portavoces en política internacional suelen ser diplomáticos de la vieja escuela, incapaces de comprometerse en el mundo de las grandes ideas, preocupados casi exclusivamente de sus carreras personales ya próximas a la jubilación, y casi completamente inoperantes como orientadores de la opinión pública. Otros partidos que son constitutivamente de derechas, como el CDS del duque de Suárez, mantienen, más por ignorancia e incompetencia que por mala voluntad, una absurda posición estratégica de signo antinorteamericano, que tampoco es en el fondo prosoviético, sino que pretende mantenerse en una ambigüedad rayana con el suicidio.

En Diario Las Américas de Miami (29-111-87) la ex embajadora USA Jeane Kirkpatrick (públicamente insultada en España por el educado vicepresidente Guerra) piensa que hemos superado ya la fase estratégica de posguerra; que el liderazgo USA se ha debilitado ante la presión estratégica de la URSS; y que «el audaz liderazgo de Gorbachov se ha adueñado del escenario» mientras que los recientes escándalos políticos han generado en los Estados Unidos una crisis de autoridad. El ex ministro francés François-Poncet piensa, según Kirkpatrick, «que el objetivo soviético era primero la desnuclearización de Europa y luego la destrucción de la Alianza Occidental»… Desde España cabe interrogarse si la ambigua entrada y permanencia de la España socialista en la OTAN no será más bien un factor de disgregación de la OTAN que un fortalecimiento de la Alianza Atlántica en su débil frente sur. Sobre todo cuando el gran partido de la derecha moderada y democrática en España, Alianza Popular, cometió la espantosa equivocación de ceder a los socialistas el liderazgo estratégico para el referéndum favorable a la entrada ambigua de España en la OTAN, gracias a una de esas insondables fallas de sentido político que jalonan trágicamente la trayectoria de su líder Manuel Fraga Iribarne. Así se ha conseguido que España entre precariamente en la OTAN con la abstención oficial de la derecha, el recelo del socialismo (que ha entrado por oportunismo, pero que en su corazón es neutralista) y el arrastre más ambiguo aún del centro residual, es decir el CDS y el ya difunto partido democristiano PDP. Nunca una nación entró en una alianza mundial con menos entusiasmo que la España de los años ochenta, donde la opinión pública dominante es antiatlántica, gracias a la formidable propaganda que durante años y años ha montado la Unión Soviética en los medios intelectuales y de comunicación.

Las plataformas antinorteamericanas y prosoviéticas en España

Para un observador que conoce directamente la vida política española, que en el terreno de las actitudes y las vivencias se configura muchas veces mediante insinuaciones, confidencias, indiscreciones y desahogos, la posición estratégica prosoviética y antinorteamericana (que en el caso de la posición Reagan se transforma en odio virulento) emana de la singular personalidad y trayectoria de don Alfonso Guerra, vicepresidente del Gobierno socialista, personaje penitencial para la España de la transición, que combina mucho más de lo que se cree sus experiencias, retorcimientos y resentimientos personales con las orientaciones de su ideología y de su política. Fuera del campo comunista seguramente los dos personajes que más aborrecen —en gran parte por motivos personales— a la sombra estratégica de los Estados Unidos sobre el Atlántico son don Alfonso Guerra y el duque de Suárez. Pues bien, el encono antinorteamericano y por lo tanto prosoviético de dos medios esenciales para la configuración de la opinión pública mayoritaria en España, Radiotelevisión Española y el diario gubernamental El País, dependen de la vinculación —decisiva, sobre todo en la etapa Calviño— de esos medios al vicepresidente Guerra.

Centros de influencia, que sólo pueden calificarse de comandos prosoviéticos, controlan el flujo informativo y deformativo de RTVE en el plano estratégico, de forma permanente. Algunos casos son flagrantes; como el del inaguantable ex corresponsal de TVE en los Estados Unidos, Diego Carcedo, un periodista de aspecto prehistórico (a veces señor García Escudero, los adjetivos están para emplearse) cuyo enfoque antiReagan era tan obsesivo que le acarreó la merecida destitución por razones de higiene mental pública. Pero la débil moderación de la señorita Pilar Miró al frente de TVE no ha eliminado, ni mucho menos, la sorda y constante actuación de los demás comandos de Alfonso Guerra en el influyente medio de masas, volcado, como Radio Nacional, en la erosión subliminal del horizonte norteamericano en el campo de la opinión estratégica.

Para las minorías culturales que desde otras fuentes configuran también poderosamente a la opinión española, el medio de acción antinorteamericana y prosoviética es el diario gubernamental El País, tan dependiente, en el fondo, de Alfonso Guerra como la Televisión del señor Calviño (que por cierto, se había formado ideológicamente a la sombra del duque de Suárez). Tras haber actuado durante dos años como columnista de El País en su etapa fundacional, he seguido de cerca, con aprensión creciente, las reorientaciones ideológicas y estratégicas del que hoy es diario oficioso del PSOE y órgano dogmático de la izquierda cultural española. A veces se ha ironizado, desde el mismo diario, con mi calificativo de prosoviético que le aplico habitualmente. Una vez más no solamente voy a repetirlo; voy a probarlo.

Repásese despacio, sin preocuparse por la festividad del día, el editorial de El País titulado El final de un espejismo publicado el 28 de diciembre de 1986. Es una prueba suprema de antiatlantismo y de prosovietismo, escrita además con una saña y un encono que desborda la contención aparente que seguramente impone el pedantesco Manual de estilo vigente en el periódico. En el editorial se presenta a Reagan como absolutamente malo; con técnicas que parecen tomadas de los catecismos antinapoleónicos redactados por la Iglesia española durante la guerra de la Independencia. En la misma pieza se presenta a Gorbachov como un señor infinitamente bueno, justo, sabio y poderoso, que premia a los buenos y castiga a los malos.

«Reagan se desmorona», son las primeras palabras del editorial. Con la óptica de hoy, parece imposible que continúe dos años presidiendo Estados Unidos con un equipo acosado, desprestigiado. Prefacio incumplido. Luego el editorialista llama a Reagan «fantoche»; le acusa de «senilidad y sordera» y declara que su calvario comenzó en el pasado octubre con la conferencia de Reykjavik, que como veremos fue un planteamiento victorioso de la estrategia norteamericana ante el callejón soviético sin salida. Pero para el editorialista de El País las cosas sucedieron al revés. «La URSS no es la misma con Gorbachov, que está adelantando velozmente». Y luego, una rueda de molino tras otra, nos va exponiendo con triunfalismo al que nunca se atrevió la propaganda del franquismo, las glorias del «enorme cambio político interno y externo» impulsados por el nuevo líder de una URSS a la que El País parece a punto de llamar otra vez «la gran democracia soviética» como en las buenas consignas de Stalin.

A nuestro propósito hace especialmente la visión del Tercer Mundo que nos comunica el diario gubernamental: una revolución autóctona, en la que para nada interviene ni interfiere el nuevo Moscú. «Las zonas más sensibles de Estados Unidos han observado que la política de al borde del abismo es profundamente peligrosa, y pasa también por la cuestión del Tercer Mundo vista como una revolución propia, con motivos de zona, de región y de clase social más que de la vieja historia de la agitación soviética». Si dejamos aparte la sintaxis especialmente pedestre, aquí está, para nosotros, el nudo del editorial, donde se describe, para terminar, a Reagan como «el triunfo de un espejismo» después de pronosticar su inminente caída. Pero Reagan siguió ahí; y lo más cómico de este apocalipsis, al que la Embajada soviética en Madrid es, naturalmente, ajena, es que la gran alternativa liberal-radical que iba a terminar con el espejismo se vino abajo ante el simple revoloteo (en torno a Gary Hart) de una putilla especializada en fotos escabrosas sobre los cayos de Florida.

La penetración marxista en las Universidades USA

Si el lector curioso quiere seguir ahondando en el prosovietismo del diario gubernamental español tome al azar cualquier número, por ejemplo el del 22 de junio de 1987; pero creo que bastará el editorial recién desguazado para la comprobación. Mientras el gran diario de la España moderada, ABC de Madrid, mantiene una admirable coherencia estratégica sin apenas deslices en tan resbaladizo terreno, el diario católico Ya, de bandazo en bandazo, se ocupa menos de problemas estratégicos. En la etapa Medina-Onega, que le hundió ante sus lectores, imitaba servilmente al diario gubernamental y alguna vez traía a sus páginas trabajos de propaganda soviética pura; pero como casi nadie los leía no merece la pena refutarlos. En la etapa dirigida por el hombre de las risotadas radiofónicas, Ramón Pi, la desorientación no ha mejorado. El artículo de A. Sepúlveda Almarza publicado allí el 13 de octubre de 1986, merecía la publicación en cualquiera de esas tres etapas, por su despiste constituyente. Tras el diálogo de Islandia, el señor Sepúlveda choca frontalmente con la recién citada opinión de Casey y cree que el Kremlin ha cambiado de estrategia en Iberoamérica, ya que «la colaboración ha sustituido a la hostilidad entre Washington y Moscú». Es simplemente falso. Y es lástima, porque el planteamiento de la conferencia de Islandia por el agotamiento de la estrategia Breznev estaba bien enfocado en el artículo; y se resume en el impasse financiero de la URSS ante la necesidad de grandes inversiones para modernizar su economía, el enorme costo de las guerras de Afganistán y Nicaragua, el agujero de Cuba, los inmensos gastos del despliegue estratégico y espacial. Pero luego concluye el articulista que la URSS ha abandonado en Iberoamérica el enfrentamiento con los Estados Unidos, lo cual es falso, como comprenderá el lector si tiene la amabilidad de seguirnos hasta el final de este capítulo.

Por el contrario, nada hace pensar que el ímpetu de penetración del marxismo en toda América, incluida Norteamérica, haya disminuido recientemente. El profesor Herbert London, en la revista The World and I, enero de 1987, p. 189 y ss., y bajo el título Marxist Thriving in American Campuses, ofrece cifras aterradoras sobre esa penetración marxista en las Universidades de los Estados Unidos. Tras una intensa actividad de implantación que ha durado dos décadas —y continúa—, prácticamente todos los equipos docentes universitarios de los Estados Unidos —cada faculty de cada gran Departamento— «tienen ya un profesor (scholar) con carácter de residente e ideología marxista». Entre 1970 y 1982 el número de cursos universitarios sobre marxismo ha aumentado desde unos pocos a unos 400. Dos historiadores marxistas (Genovese y Williams) se han sucedido en la dirección de la Organización de Historiadores Americanos. Cunde en los claustros el complejo de no condenar al marxismo por miedo a las represalias de la prensa liberal-radical; por miedo a ser acusado de maccarthysmo. En la Universidad de Massachusetts en Boston se creó en 1978, sin aprobación colegiada, un Instituto Henry Kersh de Estudios Marxistas, que hoy cuenta con 17 profesores y 26 cursos regulares. La Marxist Educational Press opera en la Universidad de Minnesota.

La vital iniciativa de Defensa Estratégica

Varios especialistas norteamericanos han insistido, inútilmente, en que las conversaciones y los eventuales acuerdos para el control de armas nucleares no deberían sustituir, como lo hacen para la opinión pública, a una estrategia global de defensa contra el imperialismo soviético. Pero el caballo de batalla en el campo estratégico y en el campo de la desinformación provocada por la KGB es ahora, y desde la primavera de 1983, el gran proyecto del presidente Reagan llamado Iniciativa de Defensa Estratégica, deformado ya por casi toda la prensa occidental con el sobrenombre, absolutamente engañoso, de guerra de las galaxias. Este vital problema se ha expuesto con especial claridad y maestría por Michael Lloyd Chadwick en Global Affairs (primavera 1986, p. 115 y ss.), bajo el título La iniciativa de defensa estratégica: enfrentando el desafío soviético en el siglo XXI.

El 23 de marzo de 1983 el presidente Ronald Reagan propuso esta iniciativa en un discurso televisado a toda la nación. Expuso un programa defensivo contra los misiles enemigos con medidas defensivas pero directas. Es un programa que sólo se podrá cumplir a fines de este siglo. Es, por encima de todo, una inmensa movilización de la ciencia y la tecnología de los Estados Unidos para asegurar la defensa de la nación, y por eso la alocución del Presidente incluía un llamamiento a la creatividad de los científicos. Con el objetivo de «convertir en impotentes y obsoletas a las armas nucleares». En su primera fase el programa consiste en un enorme despliegue de investigación.

Desde 1971, como ha demostrado la serie oficial norteamericana sobre el poderío militar soviético, la potencia agresiva soviética ha sobrepasado ampliamente a la potencia defensiva norteamericana. «El poder destructivo del arsenal nuclear soviético es en la actualidad más del doble del de los Estados Unidos». Reagan trató desde el principio de colmar esa diferencia, y ahora puede hacerlo, definitivamente, con la Iniciativa de Defensa Estratégica. En el artículo de Chadwick se ofrecen las pruebas circunstanciales de que la URSS ha incumplido sistemáticamente los tratados sobre armamento estratégico; para ella no sirven las «barreras de papel».

Pese a que los soviéticos están tratando de construir también su propia Iniciativa de Defensa Estratégica, el proyecto norteamericano, junto con las dificultades financieras y económicas citadas, ha sido el factor que les ha arrastrado hasta las mesas de negociación en Ginebra y en Islandia: con el propósito primordial de frenar y anular el gran proyecto de Reagan. La inflexibilidad del Presidente de los Estados Unidos en este vital proyecto fue la causa del aparente fracaso de Reykjavik. «Los soviéticos —resume Chadwick— temen que la investigación del IDE genere progresos tecnológicos importantes que permitan a los Estados Unidos realizar mejoras significativas en su defensa estratégica. El Kremlin es consciente de que su inversión masiva en armas nucleares ofensivas está siendo amenazada por el desarrollo de sistemas de armas IDE. Su posibilidad de lanzar un primer ataque decisivo contra Occidente se está neutralizando. Debido a esto los soviéticos intensificaron su campaña de propaganda contra la IDE».

Luego examina Chadwick la evolución del pensamiento que inspira la defensa estratégica en los Estados Unidos. Durante los años sesenta este pensamiento se centraba en la disuasión por miedo a las represalias. En esta doctrina lamentable se fomentaba el equilibrio del terror sin preocupación por la defensa directa de las poblaciones. A mediados de la década de los sesenta los Estados Unidos abandonaron su sistema antibalístico y firmaron en 1973 un tratado con la URSS para limitar el despliegue de los misiles balísticos intercontinentales, que la URSS no ha cumplido. La tremenda campaña de propaganda soviética contra la Iniciativa de Defensa Estratégica es ya una gran prueba de eficacia para el proyecto Reagan. Otro notable especialista, Ray S. Cline, coincide con la tesis fundamental de Chadwick en su artículo de la revista World and I, enero de 1986, p. 95 y ss.

El planteamiento estratégico visto desde la URSS

Sería unilateral e injusto fundamentar las líneas maestras del contexto estratégico, en el que vamos a insertar luego a los movimientos de liberación, solamente en datos, posiciones y perspectivas del mundo libre. ¿Qué tiene que decir el otro bando, el bloque socialista, y concretamente la Unión Soviética, ante un planteamiento estratégico global? Sobre todo en esta etapa de cambio, real o aparente, regida por Mijaíl Gorbachov, que se presenta ante la opinión pública mundial, con expresa apelación a Occidente, como una etapa de cambio estratégico orientada por dos palabras mágicas, ya famosas aunque casi siempre mal empleadas por los observadores occidentales, sobre todo los de la izquierda cultural y hortera de España: perestroika (que realmente significa reestructuración, reforma) y glasnost, aún más intraducibie, pero que quiere decir algo intermedio entre la transparencia y la apertura. Esta nueva orientación de Gorbachov, propuesta entre gestos espectaculares, ¿es una verdadera estrategia o simplemente una táctica, una finta más? ¿Se trata de un cambio positivo hacia la democratización interna o es simplemente un movimiento de propaganda? Se han ofrecido, en Occidente, versiones para todos los gustos: vamos a apoyarnos en argumentos y testimonios responsables para mostrar hasta qué punto la nueva orientación soviética (adelantemos que se trata de algo muy serio, no una simple broma superficial) afecta al contexto estratégico en que se inscriben los movimientos de liberación.

El planteamiento estratégico de 1977

En 1977 la sucursal para la propaganda soviética en Francia, «Ediciones Progreso» de Moscú, publicaban una obra fundamental El movimiento comunista internacional: ensayo de estrategia y de táctica, coordinada por Vadim Zagladine, miembro del Comité Central del PCUS, jefe adjunto de la Sección Internacional del Comité Central, y uno de los grandes estrategas del marxismo-leninismo (datos de 1986). Este libro de Zagladine daba sorprendentemente las claves para la articulación de la estrategia soviética a fines de los años setenta. He aquí algunas definiciones esenciales:

«La estrategia y la táctica marxista-leninista son la ciencia y el arte de la dirección de la lucha revolucionaria del proletariado y de todos los trabajadores para su liberación social y nacional.

»El arte de la dirección estratégica consiste en canalizar todas las fuerzas de la revolución en la dirección principal y, en el momento oportuno, asestar el golpe definitivo al enemigo principal».

¿Cuál es el enemigo principal? «El imperialismo norteamericano es el explotador y el gendarme del mundo, el adversario implacable de los movimientos de emancipación».

La coexistencia pacífica es un sistema necesario provisionalmente, pero «el principio de la coexistencia pacífica entre Estados de regímenes sociales diferentes no se puede aplicar a la ideología». Porque «la política de coexistencia pacífica no pone fin a la lucha de clases (que se acaba de ampliar a la lucha de clases internacional entre Estados de signo diferente), no significa el abandono de las posiciones revolucionarias, como lo pretenden mentirosamente las propagandas imperialistas y los ideólogos oportunistas que la corean».

Los estrategas soviéticos apelan entonces a Lenin para el planteamiento expreso de su lucha revolucionaria en el Tercer Mundo:

«Como decía Lenin, a escala internacional la revolución social no se puede producir más que bajo la forma de una época en que se alían la guerra civil del proletariado contra la burguesía en los países avanzados, junto con toda una serie de movimientos democráticos y revolucionarios, comprendidos los movimientos de liberación nacional, en las naciones no desarrolladas, retardadas y oprimidas».

La cooperación de cristianos y comunistas en las luchas de liberación, fundada también expresamente en los textos de Lenin —que citamos in extenso en nuestro primer libro—, se basa en un nuevo texto de la conferencia internacional de partidos obreros celebrada en Moscú en 1969 y citada así en el libro de Zagladine, página 431: «Los comunistas tienen la convicción de que los creyentes pueden convertirse, gracias a largos contactos y acciones comunes, en una fuerza activa de la lucha contra el imperialismo y para grandes transformaciones sociales». Los estrategas soviéticos citan los casos de Camilo Torres en Colombia, la Iglesia oficial de Chile, los sindicatos y organizaciones católicos en Italia. Y concluyen en la página 424:

«En varios países se desarrollan la cooperación y la acción común entre comunistas y grandes masas democráticas de creyentes de varias religiones, especialmente los cristianos, y sobre todo los católicos».

¿Han variado estas grandes líneas estratégicas de 1977 para los soviéticos? Nada lo indica. Pero la aproximación estratégica de 1977 resultaba tan grosera que las editoriales de propaganda soviética para el exterior no han reeditado el importantísimo manual subversivo coordinado por Zagladine, que sin embargo sigue como texto básico para la orientación de los partidos comunistas fuera de la URSS. No se ha dicho, sobre este libro, ni una palabra de corrección ni menos de descalificación. Continúa vigente en toda la línea.

Los «nuevos» objetivos de la política exterior soviética

Sin embargo, en la nueva etapa Gorbachov los estrategas soviéticos han encomendado a Vadim Zagladine una nueva obra de orientación estratégica, más acorde con la moderación que se empeña en comunicar el nuevo líder. Esta obra, difundida ahora tenazmente por la propaganda soviética, y firmada por el mismo autor-coordinador, se titula Nôtre objectif: une sécurité internationale globale y está editada en Moscú por las ediciones de la agencia de prensa «Novosti» en 1986. Las reflexiones de Zagladine se presentan como comentarios al XXVII Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (25 de febrero-6 de marzo de 1986). Realmente no se trata de una reelaboración estratégica, que como fundada en la doctrina de Lenin queda implícitamente confirmada según las directrices de la obra que acabamos de citar. Lo que ahora pretende Zagladine es una exposición de las líneas de la política exterior soviética en la nueva etapa Gorbachov. No hay por tanto dulcificación sino selección de un plano diferente.

Desde el principio del comentario emerge la obsesión soviética contra la Iniciativa de Defensa Estratégica concebida e impulsada por la estrategia norteamericana del presidente Reagan (p. 14). «Nuestra sociedad, la sociedad socialista, no está interesada en la invasión de las tierras de otra, ni en la explotación de los pueblos de los países extranjeros» (p. 20). Naturalmente que Zagladine no explica cómo se combina tan humanitario principio con la enorme extensión del imperio soviético desde 1944; con las diversas invasiones perpetradas desde entonces; y con el manejo de decenas de miles de hijos del pueblo cubano como peones de la estrategia soviética en el Caribe y el Atlántico. Cuando hasta los soviéticos saben que el impulso principal para la apertura de Gorbachov son las terribles dificultades económicas y financieras de la URSS, Zagladine afirma que «el temor de ver cómo los éxitos del socialismo revelan los límites cada vez más restringidos de la sociedad capitalista», ésta es la razón propagandística de la «amenaza soviética» inventada por la propaganda de Occidente (p. 25). En un alarde de cinismo, la potencia invasora de Afganistán clama contra «la guerra no declarada contra Afganistán» (p. 34). Y ya en el plano oficioso cita los documentos del Estado Mayor americano desde 1945 (que son borradores para una intervención eventual en caso de agresión del ejército soviético vencedor a Europa, y se han publicado como documentos históricos en los propios Estados Unidos) como piezas de cargo para demostrar la agresividad americana actual contra el bloque socialista (página 38). Interpreta el objetivo principal de la estrategia occidental, sobre todo americana, como la destrucción del socialismo considerado como «fenómeno ilegal» (p. 441).

Reconoce la URSS que el mundo está dividido en dos bloques con sistema social opuesto, pero cree que sus diferencias deben saldarse mediante la coexistencia y la competición de signo pacífico (p. 46). Esta inflexión es importante; ya no se habla de estrategia para asestar el golpe final al enemigo (aunque tampoco se anula tal estrategia). Pero esta confrontación pacífica no excluye la fe de los soviéticos en «la victoria final del socialismo» como hecho histórico inevitable. Pero como hay textos de Lenin para todos los gustos, incluso los más contradictorios, los soviéticos aducen ahora a Lenin para demostrar que la exportación revolucionaria no es el método adecuado para asegurar esa victoria final: aunque la creación de la Comintern, esa agencia para la exportación revolucionaria, por Lenin en 1919 fue por lo visto un divertimento teórico. El programa del recién celebrado XXVII Congreso del PCUS afirma que «el PCUS ha considerado siempre que es en principio inaplicable exportar la revolución, imponerla en el exterior a cualquiera». Lo que hizo la Unión Soviética en la España de 1936, y en la Europa de 1945 en adelante, es seguramente una ilusión óptica de los occidentales.

Entre las propuestas concretas del XXVII Congreso del PCUS destaca la descalificación del programa espacial Reagan, lo que como decimos se ha convertido en verdadera obsesión para Gorbachov y sus estrategas (p. 61). Se propone también la disolución de los bloques de alianza militar, es decir, la OTAN (p. 72). Se pide una conferencia de paz en Extremo Oriente y un arreglo político en Centroamérica según las pautas del grupo de Contadora. (Pero no se propone el desmantelamiento de la plaza de armas estratégicas instalada por la URSS en Cuba). Se apoya la propuesta de los comunistas españoles y portugueses que pretenden convertir a la Península Ibérica en una zona desnuclearizada.

Insistamos. El nuevo libro de V. Zagladine no alude al primero. Se refiere al replanteamiento de las relaciones internacionales, no a la estrategia de fondo. Mientras la Unión Soviética no proponga una rectificación a esa estrategia de fondo, el libro anterior coordinado por Zagladine seguirá vigente para ellos y para nosotros. Las falsedades flagrantes y los alardes de cinismo que acabamos de detectar en el segundo libro de Zagladine no abonan precisamente su credibilidad. Sobre todo si observamos su perfecta sintonía con la selección de artículos que la revista Kommunist dedica al XXVII Congreso del PCUS (ediciones de la agencia «Novosti», 1987), que no merece la pena reseñar detalladamente ahora.

El adoctrinamiento permanente del pueblo soviético

Es muy importante insistir en la distinción de planos para comprender los fundamentos y la trama real de la estrategia soviética. La estrategia depende directamente de la teoría y de la ideología marxista-leninista; y seguirá teniendo como objetivo clave el dominio mundial mediante la exportación revolucionaria mientras el bloque soviético no renuncie a esa teoría y a esa ideología, porque la estrategia es consustancial con ellas. En cambio, la política exterior, que consiste en la aplicación práctica y pragmática del designio estratégico —a veces por otros medios— depende más de la praxis que de la teoría, aunque nace del equilibrio entre las dos; y puede asumir actitudes menos perentorias, menos agresivas, e incluso aparentemente contradictorias —por ejemplo, el antinatural pacto germano-soviético de 1939— cuando la supervivencia de la URSS o del propio marxismo-leninismo así lo exige. Todos los observadores fiables de Occidente están de acuerdo en que la nueva actitud de Gorbachov se debe a las gravísimas dificultades internas de la economía soviética para poder sostener el esfuerzo estratégico de la era Breznev. Pero al proponer la perestroika y el glasnost, Gorbachov ha recalcado que la nueva etapa se inscribe todavía con más vigor e identificación con la doctrina de Lenin. Es una apertura y una reestructuración auténtica; pero dentro del leninismo, como la Nueva Política Económica del propio Lenin para sacar a Rusia de su agonía revolucionaria en los años veinte, cuando la nación y el sistema estaban en gravísimo peligro ante sus problemas interiores, su caos posrevolucionario y la presión de Occidente.

Por eso siguen vigentes las grandes líneas maestras del pensamiento leninista en nuestro tiempo. Los centros soviéticos de propaganda ideológica siguen difundiendo en el exterior trabajos teóricos de puro cuño leninista, por ejemplo el interesante libro de V. Denissov Les théories de la violence dans la lutte idéologique («Édition du Progrés», 1980, adquirido por nosotros en la librería soviética de París en enero de 1987), para el que el problema de la violencia «se encuentra lógicamente situado en el corazón de la lucha ideológica y teórica entre dos concepciones del mundo opuestas: la marxista y la burguesa» (ibíd., p. 3). Y es que «el problema de la violencia está unido estrechamente a la práctica de la lucha de clases, de la estrategia y de la táctica del movimiento de liberación revolucionaria» (ibíd., p. 4). Esta toma de posición estratégica, que coincide incluso en los términos, con las tesis de los estrategas del liberacionismo, contrasta vivamente con las proclamaciones de la coexistencia pacífica que se intensifican en la etapa Gorbachov; pero los soviéticos no ven en ello contradicción alguna, porque para ellos el plano estratégico y el plano de la política exterior son paralelos, pero diferentes. Nosotros denominamos cinismo a esa diferencia; ellos prefieren interpretarlo como aplicación de la dialéctica.

Un eminente soviétologo, el británico Stephen White, ha demostrado recientemente en la revista Problems of Communism (noviembre-diciembre de 1985, p. 1 y ss.) que el formidable aparato de adoctrinamiento ideológico marxista-leninista se mantiene intacto y en pleno vigor en la URSS. El trabajo de adoctrinamiento que es uno de los principales cometidos de la red omnipresente formada por las secciones del PCUS se incrementa de forma expresa con los 3,1 millones de miembros de la Sociedad Znaniye (Conocimiento) que, solamente en 1983, según datos soviéticos, celebró 25,1 millones de actos dedicados a una audiencia de 1 100 000 millones de personas, lo que supone varias sesiones de adoctrinamiento por persona y año en toda la URSS. Los programas de estudio para los miembros del partido afectaron a sesenta millones de adultos entre 1984 y 1985, siempre según fuentes oficiosas soviéticas. La liga juvenil comunista, el Komsomol, intensificó el programa de instrucción para sus 42 millones de miembros. Y tanto los medios de comunicación, que son permanentemente medios de adoctrinamiento ideológico, como la propaganda visual se mantienen, en plena apertura de Gorbachov, con toda su capacidad de presión orwelliana sobre la población de la URSS. Lo que sucede es que ahora se advierte más, se estudia más e incluso se comunica con sordina, lo que antes era inimaginable, el rechazo relativo, pero importante, de la población soviética contra esta tremenda presión de adoctrinamiento ideológico, más por denuncias contra el insufrible aburrimiento que provoca que por discrepancias ideológicas de fondo.

Gorbachov explica su propia apertura

El número de la revista World and I (relacionada con el diario conservador Washington Times dirigido por Arnaud de Borchgrave) correspondiente al mes de junio de 1987 se dedica monográficamente, en parte, al análisis de la nueva apertura de Mijaíl Gorbachov. Basándose en una información de primera mano, los diversos contribuyentes —coordinados por Morton Kaplan— coinciden en que la glasnost es un movimiento importante y serio, seguramente irreversible, desencadenado como respuesta y escape interior a las gravísimas dificultades económicas de la URSS para sostener su esfuerzo estratégico (que en Cuba y Afganistán consume energías desmesuradas) y que si fracasa sólo dejaría a los estrategas de la Unión Soviética el camino de la confrontación violenta con Occidente. Sin embargo, la nueva actitud «no es una ruptura radical con el pasado, sino la revitalización del espíritu del leninismo». El mayor respeto por los derechos humanos —por ejemplo, la rehabilitación del físico Sajarov, que ha endosado la nueva apertura—, la incipiente democratización de las elecciones locales (controladas por el partido, pero algo más abiertas en cuanto a la superación de las listas únicas) y las demás medidas anunciadas por Gorbachov en el pleno del partido a principios de 1987 pueden, sin embargo, desencadenar en la URSS, cada vez más afectada por el influjo de comunicaciones con Occidente, un proceso de consecuencias imprevisibles. Sobre todo si la nueva comunicación con la sociedad occidental llega a niveles críticos para el mantenimiento de la ideología soviética.

El propio Mijaíl Gorbachov explicó claramente la entrada de la nueva época en su Balance y lecciones de Reykjavik, publicado por la agencia «Novosti» en Moscú, a fines de 1986 tras la esperanza y el fracaso del encuentro celebrado entre el propio líder soviético y el presidente Ronald Reagan los días 11 y 12 de octubre anteriores en la capital de Islandia. La reseña de la conferencia de prensa ofrecida por el secretario general del PCUS es un documento muy importante que conviene analizar a fondo en su versión soviética.

Insiste Gorbachov en que el encuentro se ha realizado «por iniciativa de la dirección soviética» (p. 7). Y «en una atmósfera de amistad». Alude tranquilamente a la «tragedia de Chernobil» como si se tratase de un suceso ajeno a la responsabilidad y a la tecnología chapucera de la URSS (p. 9). Y enumera los acuerdos logrados en Reykjavik a costa de grandes concesiones y sacrificios soviéticos, lo cual es cierto; porque Gorbachov iba a Islandia decidido a otorgar todas las concesiones necesarias para conseguir su objetivo fundamental, la retirada de la Iniciativa Estratégica de Defensa norteamericana, el gran proyecto de Reagan al que tanto Gorbachov como la propaganda soviética se refieren insistentemente con el engañoso y espectacular nombre de guerra de las galaxias.

Los acuerdos previos logrados en Islandia son, según el líder soviético:

1. Reducir el 50% de las armas estratégicas (los misiles intercontinentales) para llegar a eliminarlas al fin del siglo.

2. Liquidar totalmente los misiles de alcance medio, americanos y soviéticos, en Europa (la opción cero previamente propuesta por Reagan) sin poner por condición, como había hecho Gorbachov en el anterior encuentro de Ginebra, incluir en este acuerdo parcial los misiles nucleares de Inglaterra y Francia. Ésta es realmente una gran concesión soviética y Gorbachov tiene razón al subrayarlo.

Logrados estos dos importantes acuerdos, Gorbachov adelanta su baza principal. Y plantea al Presidente de los Estados Unidos el mantenimiento de los acuerdos DAM, como él les llama, o ABM, como dicen los americanos, concertados en 1972 durante una etapa de debilidad estratégica por parte americana (ABM significa Tratado sobre Misiles antiBalísticos). Personalidades como el doctor Kissinger y el ex asesor presidencial Brzezinski insisten en que el tratado ABM (al que muchos expertos creen anticonstitucional) no obliga para nada al Presidente en relación con el proyecto de iniciativa estratégica (cfr., The World and I, febrero de 1986, p. 106). Sin embargo, Gorbachov insistió de tal forma en el mantenimiento del tratado ABM que condicionó a ello el mantenimiento de los demás acuerdos ya logrados, con lo que se hundió la conferencia al negarse Reagan a renunciar a su iniciativa de defensa estratégica. Gorbachov, despechado, atribuye este fracaso a que Reagan no fue capaz de liberarse de la presión del «complejo militar-industrial» de los Estados Unidos. En realidad, el líder soviético se desesperaba al comprobar que la Iniciativa seguiría adelante, y que la URSS, en sus actuales circunstancias, no sería capaz de seguirla ni de neutralizarla.

Sin embargo, pese al fracaso de la conferencia, Gorbachov trató de adelantarse dialécticamente de nuevo a su adversario. Y lo consiguió al desvincular —ya en la primavera de 1987— el acuerdo total sobre los misiles nucleares en Europa, incluidos los ingleses y franceses de más corto alcance: la llamada opción supercero o doble cero, bien expuesta en El País (31-V-87) en medio de un nuevo aluvión de alabanzas a Mijaíl Gorbachov, cuya enorme imagen preside el reportaje. De esta forma Estados Unidos y la URSS sólo se quedarían con cien cabezas nucleares fuera de Europa. El secretario de Estado norteamericano, Shultz, se mostró en principio de acuerdo. Y la opinión europea se volcó masivamente en favor de la nueva propuesta. «Lo que la OTAN busca ahora —concluye con acierto el reportaje—, según fuentes de la propia Alianza, es cómo aceptar la oferta de Gorbachov de modo que no parezca que se acepta algo que ofrece Moscú, cuando fue la Alianza la primera que lo pidió». Para una interesante confirmación de la tesis sobre el continuismo esencial, ideológico y estratégico, de la época Gorbachov, cfr. ABC, 16-VII-87, p. 11. Cuando se corrigen las pruebas de este libro, la misma editorial publica otro de Mijaíl Gorbachov sobre su programa de apertura, que desarrolla estas mismas ideas, se identifica con el leninismo e interpreta la apertura como una nueva fase de revolución marxista-leninista. Eso es.

Los soviéticos describen a la CIA

Pero mientras el mundo sigue con apasionado interés la evolución de estas propuestas, las bases profundas de la estrategia soviética en el campo ideológico siguen inconmovibles. Lo demuestran dos libros muy significativos publicados ya en la etapa Gorbachov con destino a la comunicación exterior de la Unión Soviética: los dos se refieren a la CÍA y constituyen sin duda la respuesta a los libros demoledores sobre la central estratégica de la URSS, la KGB, más o menos inspirados por la CÍA, como los ya citados de Barron. Uno de ellos, publicado sin mención de autor por las «Ediciones Progreso» de Moscú, en lengua francesa, se titula Le terrorisme international et la CÍA y trata de demostrar que «el mito de la propaganda occidental sobre la amenaza militar soviética es la calumnia del siglo» (p. 3) aunque naturalmente no cita para nada los casos en que esa amenaza militar soviética se materializó contra los pueblos de Hungría y Checoslovaquia; bastaría esta consideración para anular el propósito del libro, que se extiende sobre una serie de casos en que la CÍA ha intervenido, incluso con apoyo a elementos terroristas, en los asuntos internos de varios Estados. Uno de los casos que se citan extensamente es la presunta cooperación de la CÍA en el asesinato del almirante Carrero Blanco, para lo que se aduce el testimonio de un agente secreto español, Luis M. González Mata, Cisne. Terrorismo internacional, Barcelona, «Argos Vergara», 1978. Bien, pues aunque algún lector se extrañe no tendremos inconveniente en afirmar que bastantes hechos relatados en este libro pueden, en efecto, haberse cometido con participación de la CÍA, organización del Estado norteamericano que entre sus importantes cometidos tiene el de organizar la guerra sucia en todas sus manifestaciones, como hasta el cine norteamericano, en alguna de sus famosas series para la televisión, ha reconocido casi formalmente. Incluso la opinión de González Mata sobre una posible intervención de la CÍA en el asesinato de Carrero Blanco no se puede descartar. Pero ¿qué tiene que ver esta realidad de la guerra sucia y de la indudable participación de la CÍA en ella con la tesis fundamental de este libro? En el cual, desde luego, ni se alude a la intervención de la KGB en el otro frente de la misma guerra sucia.

En cambio el libro de Nikolai Yakoviev, La CÍA contre l’URSS publicado en la misma «Editorial Progreso», Moscú, en 1985, es una pieza acabada, y muy interesante, de la contrapropaganda soviética y un manual de primer orden para orientar ideológicamente a los agentes y simpatizantes de la URSS en la confrontación ideológica y estratégica con los Estados Unidos. Este libro se ha montado sobre una documentación excelente, casi siempre de origen norteamericano, interpretada y coordinada por un auténtico scholar dotado de gran capacidad de análisis y de convicción. Por supuesto que se le puede hacer la misma objeción de base que al libro anterior: no cita para nada las actividades paralelas de la KGB en la guerra sucia. Pero como información bibliográfica y como paradigma para comprender la interpretación soviética de esa guerra sucia llevada desde el bando occidental, el libro de Yakoviev no tiene precio. Utiliza los datos publicados (en América) sobre los proyectos del Estado Mayor norteamericano, apoyado en el monopolio inicial del arma atómica, contra la URSS, en sentido muy sesgado; y plantea los grandes temas de la contrapropaganda con indudable maestría, por ejemplo el intento —verdaderamente alevoso— para destruir la imagen del premio Nobel Soljenitsin al presentarle como un lunático traidor a su patria, y no como un gran servidor de una causa más alta, la de la Humanidad amenazada por el marxismo soviético. Este libro resulta imprescindible para detectar y comprender las posiciones soviéticas en la guerra ideológica. Sus descripciones sobre el origen y la evolución de la CÍA son más o menos tan exactas e ilustrativas como las que en varios libros equivalentes ha trazado la CÍA acerca de los orígenes y la evolución de la KGB.

Como es sabido, y establecimos en nuestro primer libro utilizando la documentada exposición de Barron, la desinformación es una de las principales funciones de la KGB. En la revista Razón Española han aparecido dos trabajos importantes sobre este problema. En el número 15 (enero-febrero 1986) Arnaud de Borchgrave, famoso periodista que hoy dirige el Washington Times y autor de la novela bestseller The spike analiza los estragos de la desinformación sobre todo en el caso de Centroamérica. Otro especialista, Ángel Maestro, en el número 24 (julio-agosto 1987) expone lúcidamente las pautas de la desinformación soviética en torno a la «nueva era» de Gorbachov. Siempre adicto a esas pautas, aunque se rasga histriónicamente las vestiduras cada vez que se le acusa de prosoviético, el diario gubernamental español, en la primavera y verano de 1987, prácticamente no deja pasar un solo día sin una noticia sesgada o un comentario en diversas secciones del periódico para exaltar la perestroika y la glasnost. Esta serie desinformativa, en la que le imitan otros medios compañeros de viaje, como Televisión Socialista, reviste ya, a mediados de julio de 1987, por su absoluta carencia de sentido crítico, verdaderos caracteres de escándalo informativo.

La religión y la Iglesia en el Estado soviético

Con lo cual llegamos ya al punto más interesante de esta sección, por lo que hace al propósito de este libro. ¿Cuáles son en el momento actual las orientaciones del bloque soviético en el campo de la religión? En nuestro primer libro analizábamos ya la obra fundamental de J. Griguliévich La Iglesia católica y el movimiento de liberación en América Latina, auténtico endoso soviético a la Teología de la Liberación y al sector progresista de los jesuitas representado por el padre Pedro Arrupe. Mantenemos, por supuesto, las conclusiones que nos sugería el análisis de este libro, pero vamos a profundizar, desde fuentes soviéticas, en el problema de la religión vista desde la URSS en la época actual.

Para ello disponemos de una guía muy fiable y completa, el libro de Vladimir Kuroiedov La religión y la Iglesia en el Estado soviético, editado en la URSS por «Progreso» en 1983. En este libro la propaganda exterior soviética trata de presentarnos una visión idílica de la religión en la URSS, donde «se practican cerca de cuarenta religiones y funcionan más de veinte mil templos» de todas esas confesiones (p. 3). La libertad de conciencia es, para el autor, un derecho inalienable de los ciudadanos soviéticos, reconocido por la misma Constitución en que se describe a la URSS como una gran democracia. En algunos momentos el autor debe reconocer la radical hostilidad del nuevo Estado soviético instaurado por Lenin contra la religión, según las pautas doctrinales que ya expusimos en nuestro primer libro y que se mantienen inalteradas en el país donde reina oficial y agresivamente el ateísmo marxista-leninista; por ejemplo, cuando afirma que «el partido de los bolcheviques hacía hincapié en la emancipación de las masas trabajadoras respecto de los prejuicios religiosos» (p. 24). En el decreto leninista sobre la tierra, la Iglesia rusa se vio privada de todas sus propiedades por los revolucionarios (p. 25) y el decreto de enero 1918 secularizó de forma absoluta la enseñanza, y separaba definitivamente a la Iglesia del Estado (página 27). Sin embargo permitía el culto restringido de las confesiones religiosas y reconocía la libertad de conciencia de los ciudadanos, en el plano teórico.

La Iglesia ortodoxa rusa se opuso al principio al régimen soviético al que declaró «invasión del Anticristo, y ateísmo endemoniado» (p. 32) mientras se convertía en baluarte e impulsora de las fuerzas antirevolucionarias —los Blancos— para la guerra civil anticomunista. La Iglesia ortodoxa restableció el Patriarcado de Moscú que había sido suprimido por el zar Pedro I en 1721, y eligió Patriarca al arzobispo de Moscú, Vasili Belavin Tijon, el cual mantuvo al principio una hostilidad absoluta contra el régimen soviético, pero cedió a la persecución y en 1923 expresó su renuncia a la actividad antisoviética y se convirtió en un colaborador cada vez más próximo al régimen leninista (p. 43). Desde entonces el Patriarcado de Moscú es un satélite religioso del Estado marxista-leninista sobre todo después de la declaración sinodal de 1927, debida al metropolita Sergui, que luego asumió las funciones de Patriarca y al estallar la guerra contra Alemania en 1941, conocida en la URSS como «La Gran Guerra Patria» predicó desde el primer día la cruzada contra el invasor y colaboró a fondo con el régimen de Stalin a cuyo servicio de guerra puso a toda la Iglesia ortodoxa. El 4 de setiembre de 1943 Stalin recibió solemnemente a Sergui, junto con el metropolita de Leningrado, Alexi, y otros obispos. En enero de 1945 Alexi fue elegido por unanimidad (las costumbres soviéticas habían penetrado también en la Iglesia ortodoxa) patriarca por el Concilio Nacional. Alexi fue, durante su largo patriarcado, un eficaz colaborador del régimen soviético a cambio del mantenimiento de la tolerancia religiosa en medio de una creciente propaganda atea. En marzo de 1946 se celebró en Lvov un concilio de la Iglesia uniata (ortodoxos unidos a Roma desde 1596) que rompió de nuevo los vínculos con Roma y se unió a la Iglesia ortodoxa (p. 62), en vista del apoyo de las jerarquías uniatas al ejército alemán durante la guerra. Alexi gobernó el Patriarcado durante 25 años, y en su época se efectuó, como veremos, la importantísima aproximación a la Iglesia católica romana, con decisivas implicaciones estratégicas en el ámbito del Concilio Vaticano II. Pese a que el Patriarca ortodoxo había condenado indignadamente a Pío XII por su excomunión a los católicos comunistas formulada en 1949 (p. 64). Alexi patrocinó todas las iniciativas de la propaganda soviética en el ámbito religioso, como los movimientos «de paz» (p. 65). Murió en mayo de 1971 y fue sustituido por el metropolita de Kolomenskoye y Krutistki, Pimen, en el correspondiente Concilio que contó con la presencia de un delegado del Vaticano, pronto explicaremos por qué (pp. 66-67). Desde entonces Pimen ha sido un satélite religioso del régimen soviético: «Los asistentes al Concilio, en sus intervenciones y decisiones, aprobaron por unanimidad la política interior y exterior del Estado soviético» (p. 67).

La religión como factor de propaganda soviética

Esta existencia satélite y precaria no se opone a la tenaz propaganda del ateísmo, que es uno de los rasgos esenciales de la política interior soviética tan cordialmente aprobada por los sinodales ortodoxos. «No es de extrañar —dice Kuroiedov— que, en virtud de la fuerza de las transformaciones socialistas, la desaparición de la religión en la URSS se opere con mayor rapidez que en otros países» (p. 99). Y el autor ofrece varios datos que dicen demostrar esta tesis de una religión en trance de extinguirse. «El concepto religioso del universo de los ciudadanos se entrelaza cada día más con la actitud materialista ante los acontecimientos vitales y los fenómenos de la naturaleza» (p. 101). Por su parte «las jerarquías de la Iglesia ortodoxa declaran que la religión comparte los principios socio-económicos del comunismo»; mientras «los socialistas llaman al socialismo la luz del Gran Buda y los musulmanes, encarnación viva de las ideas y los conceptos de Mahoma» (p. 102). Es decir, que como entre los principios socio-económicos del marxismo el primero y básico es la anulación de la divinidad y la religión, la «nueva teología» de la ortodoxia rusa debería consistir en la negación de Dios, como en el caso de algunos teólogos de moda en Occidente.

De acuerdo con la doctrina de Lenin, «la inclusión de los creyentes en la lucha práctica por la construcción del comunismo y al propio tiempo la propaganda permanente de los conceptos materialistas entre las masas es la vía científicamente fundamentada para superar las creencias religiosas» (p. 128).

En 1958 «las asociaciones religiosas de la URSS apoyaron la idea de fundar el Movimiento Cristiano de la Paz» que se convirtió en un amplio movimiento mundial al que se adhirieron personalidades eclesiásticas progresistas de los países capitalistas y en vías de desarrollo» (p. 136). Es muy importante este origen soviético del movimiento PAX, extendido luego a Occidente a través de la conexión polaca, como sabemos. Y el reconocimiento de que la Iglesia satélite de la URSS colabora muy directamente en las actividades del Consejo Mundial de las Iglesias, uno de los grandes propulsores del liberacionismo (p. 151), fundado en 1948.

Carlos Marx no tenía demasiada confianza en la conversión revolucionaria de la Rusia zarista; pero sin embargo fue arrastrado una vez por su profetismo innato y escribió a Sorge poco antes de morir, en 1881: «Plejanov y Axelrod, exiliados populistas, a fin de hacer propaganda en Rusia ¡se van a Ginebra! ¡Qué quid pro quo! Estos caballeros están en contra de toda acción política revolucionaria. ¡Rusia debe saltar con un salto mortal a un milenio anarquista-comunista-ateo!» (McLellan, Karl Marx, p. 507). (Notemos que Gorbachov ha definido su apertura como arranque para un nuevo milenio). El notable sovietólogo Gregorio Rodríguez de Yuré, en su obra monumental La estrategia del comunismo hoy (Madrid, «BAC», 1983) deja en su punto las rosáceas reducciones de Kuroiedov. El impacto real de la persecución leninista-estalinista sobre la Iglesia ortodoxa fue tremendo. En 1917 había en Rusia trescientos mil clérigos; hoy no superan los catorce mil. En 1917 había 163 obispos que en 1943 se habían reducido a 19. En Leningrado vivían 4500 clérigos en 1917 para 425 templos; hoy, con más habitantes, los clérigos son 150 para 17 templos (Yuré, op. cit., p. 150). La tolerancia religiosa es relativa. El bautismo convierte en paria a un ciudadano soviético (ibíd., p. 235).

Sin embargo el aislamiento ateo y la persecución estaliniana impulsó a la juventud de la Rusia soviética a sumergirse en las grandes obras de la tradición literaria nacional, y en ellas descubrieron una profunda dimensión religiosa que propició un renacimiento religioso reconocido, con estupor, por los estrategas soviéticos. Cuando se intensificaba la apertura de Gorbachov al comenzar el año 1987, Pravda manifestaba su inquietud por los grandes progresos de la religión en la URSS, y exigía de las autoridades la aceleración de la propaganda atea (cfr. ABC, 17-1-87, página 38). Pravda destaca el retorno a la fe de antiguos ateos, el incremento de la piedad femenina y juvenil. Lo que más extraña al diario oficioso es que la gran mayoría de los creyentes han nacido bajo el poder soviético y en un contexto marcado por el ateísmo. Por otra parte, según la misma noticia de ABC, la revista de los jesuitas La Civiltá Cattolica, considerada como órgano del Vaticano, reprobaba el hecho de que la apertura Gorbachov no se haya extendido a la esfera religiosa.

Más aún, según ABC (13-XII-86), Mijaíl Gorbachov había proclamado en la ciudad siberiana de Tashkent, importante centro musulmán de la URSS, «un combate sin tregua contra las manifestaciones religiosas» por temor a expansiones del integrismo islámico desde Irán al interior de la URSS. Aunque luego elogiaba una obra de Aitmatov criticada en medios del PCUS como «apología del terrorismo» entre nosotros.

La conclusión parece clara; pese a la perestroika y la glasnost, las líneas maestras de la estrategia soviética en el ámbito religioso se mantienen plenamente hoy, en el plano doctrinal e ideológico; aunque se atemperan en la praxis de acción exterior —por ejemplo en las directrices de Fidel Castro— por motivos de oportunidad táctica.

Y nada más terminarse de escribir esta sección, el propio Mijaíl Gorbachov se ha encargado de confirmarla de forma insólita y espectacular. La prensa española informaba (cfr. ABC del 26-VI-67, p. 44) de que una delegación compuesta por seis teólogos de la liberación, encabezados por fray Leonardo Boff, viajaban a Moscú en esa misma fecha por invitación del líder soviético «para cumplir una visita de dos semanas en el marco de la distensión del régimen de Moscú en el campo religioso». Uno de los invitados, el dominico guerrillero brasileño Frei Betto, explicaba que Gorbachov «está interesado en recuperar la espiritualidad de la Unión Soviética, no en el sentido religioso sino en el plano ético».

Y agregó: «Ésta es la primera vez en setenta años de la revolución rusa que teólogos occidentales viajan a Moscú, en una gira organizada por la Iglesia ortodoxa, y que también es de interés para el partido comunista». La visita se inscribe en los actos para conmemorar el milenio del cristianismo en Rusia que coincide con los setenta años de la Revolución. Concluía Frei Betto que «los países socialistas están cada vez más preocupados en mejorar sus relaciones con las Iglesias cristianas». No con todas. Porque se informaba a la vez que las autoridades soviéticas negaban el pasaporte a varios obispos lituanos deseosos de viajar a Roma por haber escrito una carta pidiendo la liberación de otro obispo encarcelado. Pero la visita oficial de los más detonantes teólogos de la liberación a la Unión Soviética es una auténtica perla que remata adecuadamente nuestras consideraciones sobre la estrategia soviética en orden a los movimientos de liberación con signo religioso.

A su regreso de Moscú, fray Leonardo Boff declara en Río, durante el VII Encuentro de Solidaridad Óscar Romero, que «las sociedades socialistas son muy éticas, limpias física y moralmente». Y dijo que «si no fuera por su doctrina materialista, se podría afirmar que realizan la enseñanza ética de la doctrina social de la Iglesia» (ABC, 16-VII-87, p. 45). El Patriarcado de Moscú ha iniciado en 1987 la publicación, en español, de su Noticiario eclesiástico de Moscú cuyos tres primeros números dobles tenemos delante. Es un lujoso boletín para conmemorar el milenario (988) de la Iglesia ortodoxa rusa. Publicación idílica, servil, hacia el poder soviético, con reseñas sobre viajes de apoyo a Nicaragua y pruebas sobre el ecumenismo en la URSS.

La posición de China en el nuevo contexto estratégico

Entre las conclusiones más importantes del XXVII Congreso del Partido Comunista de la URSS, figura el pleno restablecimiento de la solidaridad, y la coordinación de los Estados con régimen socialista. Sin necesidad de nombrarla, esto supone un nuevo acercamiento entre la URSS y China después de su histórico divorcio, que hoy puede considerarse como completamente cancelado. Esta misma es la opinión de un reconocido experto, Richard C. Thornton, en su trabajo The grand Strategy behind renewed sino-soviet relations publicado en The World and I, diciembre 1986, p. 85 y ss. Para él, el conflicto chino-soviético ya pertenece al pasado. Y es que desde 1979 la gran estrategia soviética se concentró para la captación del Irán posterior a Jomeini. Mientras debilitaba a Irán con su muy meditado apoyo simultáneo a los dos bandos de la guerra Irán-Irak, la URSS ha establecido un auténtico cerco en torno a la nación iraní, desde Afganistán, Yemen del Sur, Siria y Libia. El acercamiento de China a la URSS data precisamente de ese año 1979; y Gorbachov, poco después de asumir el poder supremo, marcó netamente nuevas líneas de aproximación a China, donde acaba de producirse, según el modelo soviético, un rejuvenecimiento del equipo dirigente y un proceso de apertura que se anticipó al de la URSS en los contextos de la economía y la cooperación con Occidente.

Esto significa que el bloque marxista se reunifica; y que los estrategas de Occidente deberían dejar de considerar a China como un aliado potencial contra la amenaza soviética. Así lo expresa Ray S. Cline en su artículo China conversión, cause for caution publicado en The World and I, enero de 1986, p. 95. Para Cline el equipo Reagan trata a China con sentimentalismo más que con realismo. Los burócratas de los departamentos de Estado y Defensa que persuadieron al presidente Jimmy Cárter para el abandono de Taiwán, ahora logran apartar al presidente Reagan de la idea de que China es un enemigo y no un aliado. A las órdenes de Deng Xiaoping cuarenta millones de miembros del Partido Comunista de China se inclinan de nuevo a la amistad y la cooperación con la Unión Soviética. El viceprimer ministro chino Li Peng, educado en Moscú, acaba de asegurar a Gorbachov que China no establecerá nunca alianzas estructurales con los Estados Unidos, y que por el contrario está dispuesta a coordinar sus planes económicos con los de la URSS hasta 1990. Mientras tanto desde 1981 toda una serie de visitantes norteamericanos han estado en China y no han sabido superar el espejismo chino: el general Haig, el expresidente Cárter, el presidente Reagan en 1984, el vicepresidente Bush y varios altos jefes militares. Los Estados Unidos venden armas y productos de alta tecnología a China popular. Las reformas del equipo Deng desde 1977 deben ser analizadas con suma cautela. Porque en China la tierra sigue siendo propiedad exclusiva del Estado; y las recientes aperturas del comunismo chino hacia una economía de mercado desde octubre de 1984 tienden realmente hacia un «modelo húngaro» más bien que occidental. Y han degenerado en una oleada de corrupción, por ejemplo, en la isla de Hainan. «No quiero el capitalismo —ha declarado Deng— sino una sociedad marxista próspera». Mantiene con ello su fidelidad a los cuatro principios del maoísmo: el camino socialista, la dictadura del proletariado, la hegemonía del Partido Comunista y el pensamiento básico de Mao Tsé-tung.

En línea semejante, John F. Cooper expone en la misma revista, número de febrero 1986 (p. 80 y ss.), las consecuencias estratégicas para el Pacífico, que hoy es el teatro real del mundo, en cuanto crecimiento económico, comercial y tecnológico. Asia muestra el conjunto de cambios más rápido y la mayor disparidad del mundo en religiones y culturas. Los Estados Unidos han mantenido allí dos guerras decepcionantes; la de Corea, que terminó en tablas, la de Vietnam, que acabó en la primera derrota norteamericana en la Historia. El triángulo USA-URSS-China está en conflicto mutuo y permanente de sus vértices desde la Segunda Guerra Mundial, y bajo diversas formas. En 1969 se alteró la relación estratégica cuando tras la ofensiva vietnamita del Tet la doctrina Nixon dio por cancelada la enemistad entre los Estados Unidos y China. Ese mismo año la Unión Soviética y China entraron en conflicto cuasi bélico por la disputa sobre una isla deshabitada en el río fronterizo Ussuri. Poco antes se había proclamado la doctrina Breznev —irreversibilidad del comunismo cuando se implanta en una nación, soberanía limitada de los satélites dentro del bloque soviético— tras haberse puesto en práctica con motivo de la invasión soviética de Checoslovaquia en 1968. La URSS reaccionó aumentando su poder militar en Asia sobre todo en el ámbito naval; y aproximándose a la India y Vietnam. El ejército soviético en Asia aumentó de diez a cincuenta divisiones; la fuerza aérea llegó a dos mil supercazabombarderos, más las nuevas baterías de misiles SS-20.

En 1982-83 se revisan nuevamente los supuestos de la relación estratégica triangular. Hasta entonces China parecía virtualmente afín a la estrategia de «frente unido» formada por USA, Europa y Japón; pero desde 1982 China está buscando la equidistancia entre los bloques. El irresistible crecimiento de Japón, que se ha de manifestar también en el plano militar, afectará a una nueva revisión, dentro de la que China aspira a convertirse en poder central y equidistante para el siglo XXI.

La China Popular y la Iglesia patriótica

Ante el acercamiento chino-soviético acentuado desde la llegada de Gorbachov al poder, debe señalarse que la hostilidad de la República Popular China hacia las manifestaciones religiosas se mantiene inalterable incluso durante su fase aparente de aproximación estratégica a Occidente. Ya vimos en el primer libro las directrices chinas para la lucha contra la religión en Iberoamérica con plataforma en Cuba, y comunicadas en un documento oficial del comunismo chino. China Popular ha procurado el establecimiento de una Iglesia católica nacional en China, fuera de la comunión con el Vaticano, y con absoluta independencia en el nombramiento de obispos; así lo ha reconocido el Papa Juan Pablo II al pedir oraciones para el retorno de la Iglesia de China a la plena comunión con Roma (Ya, 17-XII-1986, p. 39). China ha elegido el modelo soviético para la constitución de una Iglesia nacional sometida al poder marxista-leninista. Es cierto que bajo el régimen de Deng Xiaoping se ha notado una cierta apertura religiosa: se han abierto 1900 iglesias, frente a la única que estaba disponible en 1980; se han puesto en libertad algunos obispos encarcelados durante décadas; pero contradictoriamente se ha recrudecido la acción del Gobierno comunista contra otros prelados. En 1949 vivían en China tres millones y medio de católicos, guiados por 146 obispos de los que 60 eran chinos; 5800 sacerdotes y 7806 religiosos, de los que más o menos la mitad eran también chinos. La jerarquía y los equipos sacerdotales resultaron prácticamente aniquilados después y hoy no se conocen cifras fiables de católicos y clero, ni de la proporción entre la Iglesia perseguida y la Iglesia nacional sometida a las autoridades marxistas.

Pero durante una reunión celebrada el 31 de mayo de 1986 en Newport Beach, California, testigos directos revelaron que la acción actual del Gobierno chino es semejante a la del Gobierno sandinista de Nicaragua en cuanto al tratamiento de la jerarquía. «En China —se dijo— existen obispos nombrados por la Iglesia patriótica, es decir por el Gobierno. En los dos países, que gozan de gobiernos leninistas, el Gobierno no desea abolir la Iglesia sino cambiarla y convertirla en un instrumento dócil del régimen. En China tienen a la Iglesia patriótica; en Nicaragua, la Iglesia popular». Un experto, el anciano padre Furber, estimó que el intento —evidentemente basado en la experiencia soviética— fue puesto en práctica también en México durante el régimen de Calles; aunque la decidida resistencia de los católicos mexicanos lo frustró.

En la edición oficiosa de las obras principales de Mao Tsé-tung, en tres volúmenes (París, «Maspero», 1969), el problema religioso parece definitivamente superado, fuera de una leve y despectiva alusión a las doctrinas de Confucio. Sin embargo la principal confesión religiosa en China no es una débil Iglesia ortodoxa al estilo de la rusa, tan fácil de someter al régimen soviético, sino la Iglesia católica apoyada en sus mártires y vinculada a la comunión de Roma. Sobre la realidad de esta Iglesia del Silencio la propaganda marxista-leninista de China ha tendido un muro impenetrable de información y desinformación. Pero pese a las defecciones es una Iglesia que vive, aunque no disponga de un enjambre de teólogos de la liberación para vocear su protesta ante el mundo. No olvidemos sin embargo que Iberoamérica está también volcada sobre el Pacífico y que desde China, como demuestra el documento cubano de Li Wei Han, se siguen con especial interés las evoluciones de los movimientos americanos de liberación.

La Internacional Socialista y la Teología de la Liberación

La Segunda Internacional (reencarnada hoy desde 1951 como Internacional Socialista), fundada por Engels poco después de la muerte de Marx, que había fracasado en su contribución al lanzamiento de la Primera Internacional (deslizada inevitablemente hacia el anarquismo), nació absolutamente marxista, como federación suelta de partidos socialistas o socialdemócratas que también eran, entonces, netamente marxistas; consiguió sobre todo la consolidación de símbolos internacionalistas como la bandera roja, la fiesta del Primero de Mayo y el himno de la Internacional, y fracasó ruidosamente al empeñarse en fijar como objetivo primordial el impedir la marcha de Europa hacia la guerra de 1914. Sepultado ese propósito en la fiebre belicista e interclasista de las Uniones Sagradas, la Segunda Internacional quedó virtualmente deshecha y por eso Lenin, tras el triunfo bolchevique en la Revolución soviética de 1917, creó en 1919 la Tercera Internacional para sustituir en el horizonte revolucionario universal a la Segunda Internacional desacreditada y prácticamente desaparecida.

Una serie de coincidencias sospechosas

Tras una vida precaria en el período de entreguerras la Segunda Internacional, con los partidos socialistas de Centroeuropa, Italia y España destruidos por los correspondientes regímenes totalitarios, revivió después de 1945 en un contexto bien diferente, por inspiración de la estrategia política norteamericana, y según el modelo del SPD alemán, que como se sabe renunció en Bad Godesberg a la dogmática marxista y se configuró como un partido humanista —sin por ello renunciar a sus orígenes marxistas—, que podía aceptar en sus filas a militantes y electores moderados incluso los que profesaran el humanismo cristiano. Otros partidos socialistas, como el PSOE de Felipe González y el viejo SFIO francés (Section Française de L’Internationale Ouvriére) siguieron más o menos la misma evolución. Para los orígenes y trayectoria de la Segunda Internacional es muy esclarecedor el libro de Milorad Drachkovitch The Revolutionary Internationals, editado por la Hoover Institution de Stanford, California.

Sin embargo, a lo largo del período abierto por el final de la guerra mundial los partidos agrupados en la Segunda Internacional rediviva han mantenido de diversas formas la fidelidad, la nostalgia y la inspiración marxista; cada uno de ellos de forma diversa. Mientras tanto su organismo de coordinación, la Internacional Socialista, se ha reforzado (por la presencia en el Poder, con todos sus recursos, de algunos de estos partidos en sus respectivas naciones) hasta convertirse en lo que nunca fue antes: en un poderoso organismo de orientación política e ideológica con pretensiones de influir e incluso mediar en la estrategia de bloques. Con asunción sincera de la democracia, pero sin renunciar nunca a los programas máximos de sus etapas originarias, que son absolutamente marxistas, los partidos socialistas, sobre todo algunos, se distinguen por su pacifismo radical, por su fomento exagerado de las tendencias secularizadoras —con propósito de arrancar toda fuerza social restante a las Iglesias—, por su relativa aproximación —en casos como el de España y otros— al bloque soviético por motivos de equilibrio estratégico y por un cultivo desbordante de un falso igualitarismo que se interpreta como resentida lucha contra toda excelencia social o meritocracia.

Ahora conviene adelantar una relación que hasta el momento no podemos establecer con pruebas sólidas, pero sí con intuiciones que no parecen despreciables. Las tendencias recién apuntadas como dominantes en la Internacional Socialista coinciden en varios y variables puntos esenciales con los postulados que informan lo que se llama liberalismo radical en los Estados Unidos (término que se traduce adecuadamente en Europa por la acepción actual de la socialdemocracia, y que acentúa el intervencionismo del Estado mucho más que las opciones liberal-conservadoras) y también con las tendencias generales de la Masonería —la institución cristalizada en el siglo XVIII sobre pautas radicales de la Ilustración— para nuestro tiempo. Esta coincidencia, que no significa automáticamente la existencia formal de pactos, sino de simpatías ideológicas y convergencias en puntos nodales de la convivencia política y social, no debe interpretarse como una versión modernizada de los famosos contubernios judeo-masónico-marxistas (bajo los cuales, por cierto, no siempre latía el simple absurdo, sino que con erróneas interpretaciones formales alentaba a veces una carga de información objetiva nada despreciable, por más que esta insinuación provocara amagos de infartos hipócritas en el campo de los que desprecian cuando ignoran) sino como una coincidencia, que en ocasiones resulta clara y detectable, entre varias tramas ideológicas y varias actitudes globales con repercusión estratégica. Recuérdese que para un observador tan certero y moderado de la vida española como fue el cardenal Ángel Herrera Oria, el PSOE de su tiempo «está al servicio de las logias» (Obras, «BAC», p. 34). Ésta no es, desde luego, una observación de la extrema derecha. Tampoco hay que estar en la extrema derecha para aducir las condiciones liberal-radicales, ultrasecularizadoras y formalmente masónicas en el PRI mexicano, partido que tiene status de observador ante la Internacional Socialista y se muestra notablemente afín a ella. Esto supuesto, vamos a analizar algunos casos comprobados que seguramente interesarán mucho a los lectores.

El nuevo interés de la Internacional Socialista por Iberoamérica

Por encargo de la Internacional Socialista el miembro del Partido Radical chileno, Carlos Morales Abárzuza —participante en la Unidad Popular de Allende—, expulsado por la Junta Militar y actualmente protegido por el PRI en la Universidad Autónoma de México, publicó en 1981 (México, edics. «Patria Grande») un libro muy documentado e importante titulado América Latina y el Caribe, la Internacional Socialista que reviste cierto carácter oficioso por el encargo institucional recibido por el autor. El cual trata de considerar como organismos enteramente diferentes a la Segunda Internacional marxista de Engels y la Internacional Socialista actual, nacida en el Congreso de Frankfurt en 1951; pero aunque ésa sea la versión oficial de la Internacional Socialista, seguimos pensando que se trata de una reencarnación de la Segunda Internacional y no de un organismo enteramente nuevo, aunque no insistiremos en esta cuestión interpretativa. «La presencia de la Internacional Socialista en el Tercer Mundo —dice Morales— es un fenómeno nuevo y fecundo».

Renació pues la Internacional Socialista en 1951 con el mismo esquema de la Segunda Internacional: la afiliación directa de partidos socialistas y afines. Eran entonces 34. Tras el congreso de Madrid en 1980 son ya 76, con 15 millones de militantes y 80 millones de votantes. Hasta 1970 la Internacional Socialista no salió casi de Europa. Desde entonces, bajo la presidencia de Willi Brandt, se ha extendido mucho por Iberoamérica, donde hoy cuenta con 26 partidos miembros, observadores o afines. Los comunistas han intentado con éxito la aproximación a la Internacional Socialista, por ejemplo, la conferencia de Partidos Comunistas de 1976 en Berlín Este, donde se exaltó «la cooperación entre los partidos socialistas, comunistas y socialdemócratas» (op. cit., p. 59). Por su parte Fidel Castro hizo un gran elogio de esta cooperación en el II Congreso del Partido Comunista de Cuba (diciembre de 1980). Morales cree que muchos partidos de la Internacional Socialista «desarrollan acciones unitarias junto a los movimientos marxista-leninistas» (p. 61) y cita entre otros ejemplos la cooperación municipal del PSOE y el PCE en España desde 1979 y la acción común de socialistas y comunistas en el régimen chileno marxista de Salvador Allende.

En la Declaración fundacional de Frankfurt se incluye un demoledor ataque al capitalismo. Dice el punto 3: «El objetivo del socialismo es liberar a los pueblos de la dependencia de una minoría que posee o controla los medios de producción» (p. 64). Dice el punto 11: «El socialismo es un movimiento internacional que no exige uniformidad rígida de concepciones. Que los socialistas funden sus convicciones en el marxismo o en otros métodos de análisis de la sociedad, o que se inspiren en principios religiosos o humanitarios, lo cierto es que todos luchan por el mismo fin» (p. 63). Pero «la democracia sólo puede verse plenamente realizada en el socialismo». Pura dogmática política (p. 66).

Para la reunión de la Internacional Socialista de Lisboa (setiembre de 1978) el tema principal fue la democratización de España y América Latina. «A partir de las décadas de los sesenta y setenta la Internacional Socialista ha estado ampliando su acción política hacia África, América Latina y el Caribe» (p. 89). La Internacional Socialista endosa totalmente a los movimientos guerrilleros y clericales de liberación en América Latina, con expresa mención de Camilo Torres, Helder Cámara, monseñor Óscar Romero, Ernesto Cardenal (p. 100). Exalta la «heroica revolución cubana» (p. 100).

Tras varias reuniones y congresos en que Iberoamérica fue el tema central para el debate, la Internacional Socialista celebró su XVII Congreso en Lima a fines de junio de 1986. Parece claro que la Internacional Socialista trata de sustituir a los movimientos de inspiración comunista en el protagonismo —y quizás en el control— de los movimientos de liberación iberoamericanos; tal vez ésa fuera la causa de que la reunión socialista de Lima fuera brutalmente saboteada por la organización de extrema izquierda Sendero Luminoso, de clara inspiración marxista-leninista china, que provocó un estallido de violencia en las cárceles, reprimido por los militares peruanos con energía también brutal, pese a lo cual la reunión pudo celebrarse. En el Congreso los socialistas internacionales reafirmaron su interés y sus intentos de protagonismo en Iberoamérica y el Caribe como mediadores entre los dos bloques estratégicos. Reafirmaron también su apoyo a los movimientos de liberación, especialmente en el caso de Nicaragua contra los Estados Unidos. El diario oficioso español El País, en su editorial del 25 de junio, apoyó incondicionalmente al congreso de la Internacional Socialista aunque recriminaba a los socialistas que cuando alcanzan el poder no se muestran coherentes con sus planteamientos de oposición sino que suelen alinearse en favor de la estrategia norteamericana.

El PSOE y el liberacionismo: el dossier IEPALA

Los socialistas de España y Francia han tratado de superar esta ambigüedad con un intenso —aunque secreto— apoyo institucional de signo estratégico a los movimientos iberoamericanos e incluso africanos de liberación. Esta importante tesis queda a nuestro juicio plenamente demostrada con el profundo, irrebatible y sobrecogedor informe —que ya alcanzamos a citar, aunque fuese someramente— en nuestro primer libro, publicado por el joven Equipo 92 en la revista Iglesia-Mundo en su número monográfico 305/306 dedicado a la teología de la liberación en España (octubre 1985). Este informe ha causado una tremenda impresión por toda España, Europa y América, y ha alcanzado una difusión muy amplia y selectiva.

El informe presta especial atención al centro IEPALA (Instituto de Estudios Políticos para América Latina y Asia) creado en 1965 e impulsado incluso presupuestariamente por el Gobierno socialista español, como ya reveló el publicista Abel Hernández en su conocido libro Crónica de la Cruz y la Rosa publicado en Barcelona por «Argos-Vergara» en 1984, p. 89. «En varias ocasiones —dice Hernández— la última de ellas una tarde de enero de 1984, el vicepresidente del Gobierno y principal interlocutor oficial de la Administración socialista con la Iglesia, Alfonso Guerra, ha conversado con los dirigentes de IEPALA con el fin de intentar montar una plataforma de encuentro, de diálogo político, con la mayor discreción y de conectar con los problemas de Iberoamérica». Sería interesante que el señor Guerra revelase sus contactos con varios representantes de los movimientos iberoamericanos de liberación, y concretamente con algunos jesuitas liberacionistas de Centroamérica, y todavía más especialmente con uno de sus estrategas, el ex provincial César Jerez.

La organización de IEPALA, basada en una serie de frentes y una documentación completísima sobre movimientos de liberación, triunfantes o subversivos, en el Tercer Mundo, es sumamente compleja. En diciembre de 1981, IEPALA organizó en Madrid un «encuentro sobre las relaciones de cristianismo y revolución» financiado en parte por el Comité Católico francés contra el Hambre y por el Desarrollo (CCFD) obra muy equívoca y muy grata a los socialistas franceses. Algunas de las conclusiones de este encuentro, ambientado por la teología de la liberación, afirmaban que «hacer Iglesia popular es hacer revolución, es contribuir a la construcción del socialismo. Mediante un discurso teológico nuevo es posible provocar un cambio, una conversión en Europa. No podemos permanecer desinformados, hay que globalizar los análisis para coordinar las luchas de liberación». Entre las numerosas publicaciones de IEPALA destaca el libro de Ana María Ezcurra La ofensiva neoconservadora (Madrid 1982, reprografiado) en que critica desde una posición marxista-leninista la actuación de las Iglesias norteamericanas en la lucha ideológica orientada a Iberoamérica. Se trata de uno de los ensayos más importantes nacidos del campo liberacionista.

Alfonso Guerra no se ha contentado con cooperar teóricamente a los proyectos del liberacionismo. A sus órdenes los socialistas españoles han patrocinado institucional y financieramente —por ejemplo desde el Instituto de Cooperación Iberoamericana— los proyectos de IEPALA y otras actividades liberacionistas, como el encuentro de La Rábida en la primavera de 1987, animado por el jesuita vasco-salvadoreño Ignacio Ellacuría, al que ya nos hemos referido. A fines de noviembre de 1986 se anunció que el Gobierno socialista español enviaría a Nicaragua colaboradores y técnicos con cargo a fondos públicos (ABC, 30-X-86, página 29). Y en una reunión de la Internacional Socialista en Roma, Alfonso Guerra fue encargado de viajar a Centroamérica «para mediar por la paz» (El País, 9 de abril de 1987) sin que tal encargo haya tenido, que se sepa, frutos visibles aunque el viaje se ha realizado.

La Iglesia de Francia y la subversión: el CCFD

También los socialistas franceses han participado institucionalmente en el apoyo a movimientos liberacionistas y subversivos en el Tercer Mundo, ya sea directamente, ya a través de la plataforma logística española. Ésta es una de las conclusiones documentadas e irrebatibles que se contienen en un informe de Guillaume Maury (se trata del notable periodista de Le Fígaro, Jean-Pierre Moreau) titulado L’Eglise et la subversión: Le CCFD (París, Union Nationale Universitaire, 1985) que ha constituido un gran bestseller y una pieza de convicción formidable en Francia, donde el autor ha superado felizmente un proceso por libelo, intentado a la desesperada por quienes se han sentido desenmascarados en esta obra.

El CCFD son las siglas del Comité Catholique contre la Faim et pour le Développement, vinculado por una parte a la Conferencia Episcopal francesa y por otra «a la ideología socialista y al mismo Partido Socialista» (p. 3). La institución agrupa a veinticinco movimientos y servicios de la Iglesia católica francesa y los fondos que recibe se dedican a la realización de 587 proyectos en 87 países.

Pero Moreau demuestra, con una documentación abrumadora cuya principal pieza de convicción son las cuentas del CCFD, logradas en un alarde de periodismo de investigación, que el CCFD ha financiado generosamente diversas acciones subversivas y revolucionarias en Iberoamérica, emprendidas bajo el signo de la teología de la liberación (p. 5). Todo a través de una red mundial reclutada entre el clero desde la fundación del organismo.

«La situación ideológica del CCFD —según el padre Fessard— es uno de los aspectos de la marxistización progresiva de los movimientos de acción católica y de una fracción del clero» (p. 25). Prueba Moreau las conexiones del CCFD con centros y movimientos liberacionistas como el sistema de Pablo Freiré (p. 35). El crecimiento financiero del CCFD es imponente: de los 64,98 millones de francos en 1981 a los 106,87 en 1984. En estas cifras están comprendidas las que recibe el organismo eclesiástico del Gobierno socialista directa o indirectamente (p. 45). Para actividades de «animación de la opinión pública» el CCFD ha destinado en 1984 más de veinte millones de francos, cifra que Moreau pone en relación con la red de diarios y revistas que difunden acríticamente las actividades del organismo (p. 59 y ss.). La editorial y difusora «L’Harmattan», que en sus siete mil títulos incluye a toda la literatura subversiva del Tercer Mundo, ha recibido del CCFD en 1984 cien mil francos de ayuda (p. 71). La revista Afrique nouvelle, portavoz ocasional del prosovietismo y antiamericanismo, noventa mil francos (p. 85). El centro Lebret, desde el que se presta un constante apoyo de signo netamente cristiano-marxista a los movimientos de liberación, recibió del CCFD en 1984, 255 000 francos (p. 99). El INODEP de Pablo Freiré, cien mil francos en 1981 y sumas elevadas en los años siguientes (p. 100). Algunas obras de los jesuitas liberacionistas en Centroamérica, la organización proliberacionista DIAL (diffusion de l’Information pour l’Amérique Latine) en Francia y su sucursal española han recibido en los últimos años cantidades importantes del CCFD (p. 105). Moreau termina su libro con la reproducción íntegra de un documento formidable del CCFD titulado «El compromiso del CCFD con los pueblos bajo régimen socialista».

Ante estas pruebas irrebatibles de tal compromiso, y de la financiación de movimientos revolucionarios por una obra asistencial de la Iglesia francesa, lo menos que podemos exigir los católicos de España a nuestra Conferencia Episcopal es la publicación de las cuentas detalladas (no simplemente los balances abstractos) de las obras asistenciales de la Iglesia española, sobre todo en cuanto a los fondos destinados a la cooperación exterior. Porque quizá sería de temer que, si no se publican de forma convincente tales cuentas, podamos encontrarnos con algunas sorpresas muy desagradables.

El ejemplo de IEPALA nos invita a investigar sobre las llamadas Organizaciones No Gubernamentales (ONG) que recaban y consiguen importantes ayudas económicas y que aparecen junto a IEPALA (cuya orientación marxista está probada) en convocatorias y anuncios. ¿Cuál es el grado de colaboración entre IEPALA y Manos Unidas? ¿Cuál es, con todo detalle y fuera de generalidades, el destino de los fondos de Caritas? Sé que estas sencillas preguntas levantarán ampollas. Y espero que no levanten ampollas mayores las respuestas. ¿Son las nuevas ONG los sustitutos de movimientos tan denunciados y desacreditados como Cristianos por el Socialismo y Comunidades de Base? Estamos siguiendo pistas y ahí están las preguntas. De momento en el Boletín de Manos Unidas, Hagamos un solo mundo editado por IEPALA en 1986 se deslizan expresiones muy sospechosas de cuño liberacionista. Alerta roja, pues, ante las ONG. Las veladas, pero firmes alusiones del citado Boletín a la pedagogía marxista de P. Freiré hacen necesaria esta señal de alerta. Y diré a los posibles contradictores que no griten sino puntualicen.

Vaticano-Moscú: el Pacto Conciliar de Metz y sus consecuencias

José Stalin preguntaba una vez a sus altos interlocutores occidentales a propósito del influjo espiritual del Vaticano en el mundo que cuántas divisiones tenía el Papa. Su lejano sucesor Mijaíl Gorbachov, en cambio, invita a una comisión de teólogos liberadores a celebrar en Moscú el milenario de la introducción del cristianismo en Rusia, aunque la tropa encabezada para ese viaje por Leonardo Boff no pertenece, desde luego, a las divisiones del Papa, sino a la quinta columna del marxismo en la Iglesia católica. Pero una y otra exageración expresan vivamente que hoy como siempre, lo quiera ella o no, la Iglesia católica ocupa una posición clave en el contexto de la estrategia mundial. Sobre todo cuando un ala rebelde de la Iglesia se ha implicado, desde el Tercer Mundo, en la trama estratégica tendida por uno de los grandes bloques, el bloque marxista.

En esta sección vamos a resumir brevemente dos movimientos muy diferentes en la marcha de la Iglesia contemporánea. En primer lugar seguiremos al Papa Juan Pablo II en sus grandes viajes de 1987, entre el Tercer Mundo y el primero, entre el Occidente americano y el Oriente polaco; Juan Pablo II prosigue inalterablemente, pese a los atentados y las presiones de todo tipo, la realización de su estrategia apostólica, respaldada con lucidez, desde el corazón de su Estado Mayor romano, por una nueva toma de posición —que ahora alcanza expresamente al campo de la política— del cardenal Joseph Ratzinger en su último libro de 1987. Pero, si se me permite apurar la alegoría, Juan Pablo II cuenta con dos secciones en ese Estado Mayor. La que preside, para el horizonte de los principios y de la doctrina, el cardenal Ratzinger; la que dirige, para el campo concreto de la acción política, el cardenal Casaroli, secretario de Estado. Son dos planos diferentes, coordinados por el Papa, que seguramente no ve en ellos contradicción alguna; pero que enfocados desde una respetuosa observación exterior ofrecen sin duda ritmos y tensiones diferentes cuando se proyectan sobre el plano de la estrategia. Sobre todo porque, si bien en el campo doctrinal se mantiene, del Concilio para acá, una neta coherencia en las actuaciones y las directrices pontificias, las convulsiones de la alta política y la estrategia mundial profana han incidido también sobre el campo de la política del Vaticano, a veces de forma muy peligrosa. Con ayuda del análisis histórico vamos a comprobarlo en la revelación y el estudio de un momento delicadísimo en la Ostpolitik vaticana: el pacto conciliar de Metz en vísperas del Vaticano II.

Los grandes viajes del Papa en 1987

Los viajes apostólicos de Juan Pablo II en 1987 tienen un alto interés para el propósito de este libro; porque se han producido ne el territorio principal del liberacionismo, Iberoamérica; en uno de los centros logísticos del liberacionismo, Alemania, donde tuvo su origen y desarrollo la teología política que prologó al liberacionismo; y en Polonia, plataforma para una intensa confrontación ideológico-religiosa entre la Iglesia católica y el marxismo del bloque soviético. El 8 de marzo de 1987 la prensa informaba sobre la buena disposición del Papa para apoyar el indulto de las autoridades italianas al turco que trató de asesinarle en 1981, Metmet Alí Agca (cfr. El País p. 8), y el mismo diario insertaba los días 19 y 20 de marzo, como preparación de ambiente para el viaje papal, un reportaje de Luis E. González Manrique sobre la religiosidad en América Latina, pero donde el periodista peruano se muestra exageradamente favorable a la teología de la liberación. Poco después, el 19 de marzo, el mismo diario gubernamental español advertía al Papa sobre las dificultades que seguramente encontrará en su proyectado viaje de setiembre a los Estados Unidos, que esperamos poder reseñar durante la corrección de pruebas de este libro.

Así es. El viaje norteamericano de Juan Pablo II en setiembre de 1987 ha sido tan profundo que la prensa progresista española (clerical y laica) lo ha menospreciado por igual. Han caído ante la presencia del Papa, como castillo de naipes marcados, todas las amenazas y todos los chantajes. El Papa ha cantado las cuarenta a los obispos de los Estados Unidos, que incluyen a una anormal minoría débil y desorientada. Ha desbaratado las presuntas críticas judías y homosexuales con una explosión de caridad. Ha hablado a los pobres en su lenguaje, sin liberacionismos serviles. Ha tomado al SIDA como estímulo para el perdón y la conversión. Una maravilla.

El viaje del Papa a Iberoamérica se inició el 31 de marzo en Uruguay, donde el calor popular e incluso oficial descongeló las barreras que parecía mantener la separación histórica de Iglesia y Estado impuestas hace setenta años en aquella República, que en una fase anterior se orientaba por pautas masónicas, no eliminadas todavía hoy. En su mensaje al pueblo uruguayo, el Papa le animó a participar en la nueva evangelización del Continente dentro del marco conmemorativo de la primera evangelización que llega ahora a su quinto centenario.

De Montevideo voló el Papa a Santiago de Chile, etapa que había concitado un enorme interés informativo en todo el mundo. En España, mientras ABC y Ya —el diario católico de forma realmente excepcional— ofrecieron una versión certera y sugestiva de la etapa chilena, El País, a través de su obsesivo corresponsal en el Vaticano Juan Arias, superó sus marcas habituales para la desinformación y no dejó pasar una sola ocasión de exhibir sus prejuicios y sus aberraciones tendenciosas.

En el avión, el Papa se explayó ante los periodistas y comparó a la dictadura chilena —provisional y transitoria, como las de la antigua Roma—, con la dictadura de sistema, instalada para la permanencia, que rige en Polonia. «Pienso —dijo— que la dictadura chilena antes o después debe acabar» (Ya, 2-IV-87, p. 43). Se refirió también a los problemas del Vaticano con el arzobispo financiero Marcinckus, que rebrotan una y otra vez en el panorama informativo mundial (cfr. Ya, 19-111-87; 5-IV1987; El País, 21-VI-87).

El general Pinochet, al recibir al Papa en Santiago, afirmó que desde el golpe militar de 1973 contra la agresión, su régimen «ha estado inspirado por el superior objetivo de restaurar la institucionalidad», mientras que el Papa se declaró «animado por un espíritu exclusivamente religioso y pastoral».

El 2 de abril la prensa soviética denunciaba elegantemente una «santa alianza» entre el presidente Reagan y el Papa Juan Pablo II a propósito del viaje del Papa al Cono Sur, que la revista Novedades de Moscú califica como inspirado y respaldado por la CIA, naturalmente. El País, al transmitir tan amable comentario (3-IV-87, p. 3), describe por boca de Juan Arias la visita del Papa a Pinochet en el Palacio de la Moneda, como una «ruptura del protocolo» por parte del Papa y en favor de Pinochet, y es que cuando el Papa no se pliega a las normas que gustan de imponerle Juan Arias y su periódico recibe inevitablemente tan amargas reprensiones. La visita del Papa transcurría demasiado tranquilamente hasta que los marxistas de Chile decidieron ensangrentarla. Durante una misa por la reconciliación celebrada por el Papa en el parque O’Higgins de Santiago, ante más de un millón de personas, procedió a la beatificación de la primera chilena que sube a los altares, sor Teresa de los Andes. Entonces varios centenares de energúmenos del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), grupo que había actuado como fuerza de choque en la época de la Unidad Popular, irrumpieron entre las filas de fieles y provocaron un estallido de violencia que produjo seiscientos heridos; el número de agitadores estuvo entre los trescientos y los quinientos. Las fuerzas del orden intervinieron con eficacia mientras la multitud se acogía al altar y el propio Papa resultaba afectado por los gases lacrimógenos. Pero los reventadores fracasaron. El Papa dominó la situación y prosiguió enérgicamente su homilía, cuyas palabras cobraban un tremendo valor real ante la agresión marxista-leninista.

En su excursión apostólica por el sur de Chile, el Papa exaltó una vez más la evangelización española, exhortó a los chilenos a no caer en la tentación de las ideologías anticristianas, tramadas por quienes «pretenden construir una Iglesia popular que no es de Cristo» (ABC, 6-IV-87, p. 77). Pinochet, con todo el Episcopado chileno, le despidió en Antofagasta, muy cordialmente (El País, 7-IV-87, p. 2), si bien Juan Arias fabricó para los lectores del diario gubernamental español una escena soñada. El Papa había recibido a los políticos de la oposición, que naturalmente cayeron en la misma trampa que ellos reprochaban al general presidente: aprovechar la visita del Papa para sus fines políticos. Pero el Papa cumplió de lleno sus objetivos apostólicos y reconciliadores; y los salvajes del parque O’Higgins demostraron bien claramente ante la opinión mundial quién era quién en Chile, con lo que rindieron un insigne servicio al general anfitrión del Papa.

El domingo 5 de abril, como aperitivo para la etapa argentina del viaje papal, El País largaba un reportaje contra la Iglesia argentina, calificada de cómplice de los excesos dictatoriales. El comunista Vázquez Montalbán, colaborador de la cadena radiofónica episcopal española COPE, fustigaba al Papa en el diario oficioso el 6 de abril llamándole «supermán político» y resumía la etapa chilena del viaje como «ceremonia de la confusión moral, quizá no teológica, escenificada por el Papa polaco en Chile».

El presidente Raúl Alfonsín recibió a Juan Pablo II en Buenos Aires el 6 de abril. El Papa defendió en Argentina la solidaridad frente a la lucha de clases a la que calificó de «ideológica e históricamente errónea» (El País, 11-IV-87, p. 7). Uno de los grandes pelmazos del catolicismo de izquierdas, el premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel, convocó groseramente una conferencia de prensa para atacar al Papa y al Episcopado argentino, que según él había organizado al Papa «una gira turística». El Papa defendió valerosamente a los obispos argentinos por su actuación durante los tiempos difíciles de la dictadura, y aunque clamó porque no hubiera ya jamás desaparecidos ni víctimas de la violencia política en Argentina, supo también allí poner en claro que su objetivo era la evangelización y no terciar en las luchas políticas, como se pretendía desde la izquierda y la derecha.

Cuando, a finales de abril de 1987, el Papa se disponía ya a su siguiente viaje apostólico, ahora a la República Federal de Alemania, los «grupos de base» alemanes, alentados por su teólogo disidente Hans Küng, trataron de reventar el viaje con declaraciones explosivas contra el nombramiento papal de «obispos conservadores e incompetentes» en España, problema sobre el que Küng y no digamos tales grupos no saben una palabra; y atacaron al Papa por su conflicto con la teología de la liberación. Pero la alocución del Papa a los alemanes en vísperas de su viaje fue seguida por 24 millones de telespectadores ante las protestas de una feminista energúmena que acusaba al Papa de haber robado a los sindicatos el ambiente para el Primero de Mayo (ABC, 27-1V-87, p. 36). Dos días después, el 29 de abril, El País daba cuenta detallada del alarde de un joven historiador ruso, Dimitri Jurasov, que descubrió pruebas documentales sobre la tremenda represión interna de la época estaliniana, en la que según Andrei Sajarov el número de víctimas llegó a los 15 millones, en diversos órdenes (29-1 V-87, p. 5).

El Papa llegó a Alemania. Como siempre, el fervor popular y la inmensa mayoría de la Iglesia apagaron las disidencias minoritarias de los reventadores. El Papa trató de subrayar los ejemplos de resistencia católica alemana frente al nazismo, desde el mismo momento de su llegada. Por eso beatificó durante su viaje al jesuita resistente Rupert Mayer y a la carmelita de origen judío Edith Stein, discípula predilecta del filósofo de la fenomenología Edmund Husserl; dos de las figuras más profundas y atractivas de la Iglesia católica en el siglo XX. Fue beatificado también otro resistente, el obispo Von Galen. Juan Pablo I recordó que para la conversión de Edith Stein resultó decisiva la intervención de otro gran filósofo, Max Scheler, especialmente estudiado por el Papa durante su formación académica.

Ya se anunciaba desde finales de abril el instrumento de trabajo para el siguiente Sínodo de los Obispos, dedicado a los laicos y convocado para el mes de setiembre de 1987 (Ya, 29 de abril de 1987, p. 23). El 6 de junio el Papa inauguraba en Roma el Año Mariano ante mil quinientos millones de telespectadores de todo el mundo, la cifra de audiencia más alta hasta entonces en el terreno de las comunicaciones modernas (ABC, 7 de junio de 1987, p. 75). Y durante su nuevo viaje a la Polonia natal, defendió en Gdansk, el 12 de junio, la idea y la institución de Solidaridad, los pactos de 1980, aplastados después por imposición soviética, y la convivencia pacífica con el régimen socialista sin mengua de la dignidad humana. Pese a su beatificación del obispo Michael Kozal, asesinado por los nazis en Dachau, no fue un viaje espectacular sino de consolidación profunda. Para el Papa polaco el mantenimiento de Polonia como bastión religioso en el mar rojo es un objetivo de dimensiones históricas y está dispuesto a empeñar su vida por conseguirlo. Habló con el dictador comunista Jaruzelski, confortó a los obreros en la simbólica Gdansk, cuna de Solidaridad, citó con calculada audacia el nombre del sindicato prohibido. Y proclamó en difícil terreno la simbiosis de fe y cultura que constituye otra de sus grandes directrices. El arriesgado intento apostólico, que esta vez encontró mucho menos eco en la prensa sensacionalista, sería calificado por el tenaz Juan Arias como «mesianismo del Papa en Polonia» (El País, 16 de junio de 1987, p. 6).

Ratzinger: Iglesia, ecumenismo y política

Las «Ediciones Paulinas» de Italia, mucho más equilibradas que sus filiales en otras naciones, publicaron ya en 1987 un nuevo libro del cardenal Joseph Ratzinger después del famoso Informe sobre la fe de 1985: titulado Iglesia, ecumenismo y política. Parece que la «BAC» prepara una versión española pero entretanto debemos presentar al lector la edición italiana, dentro del esquema que hemos explicado al iniciar esta sección de nuestro libro.

El nuevo libro de Ratzinger no es una obra unitaria sino una nueva colección de ensayos que se refieren a los tres temas que componen el título. En la primera parte habla Ratzinger sobre la eclesiología del Vaticano II, detectando sus raíces en el trabajo teológico de las décadas anteriores desde 1920. La nueva conciencia de la Iglesia encontró su formulación en la idea del Cuerpo místico de Cristo. Gracias a las investigaciones de Henri de Lubac, S.J., se agregó a esta concepción una dimensión eucarística, que condujo a la llamada «eclesiología de communio». Trata a continuación Ratzinger sobre la colegialidad, y sobre la introducción del concepto de Iglesia como Pueblo de Dios en el Concilio por motivos ecuménicos, que impulsaron también a la aceptación del término acuñado por el exegeta evangélico Kásemann: «El pueblo de Dios peregrinante». De sus propias investigaciones deduce Ratzinger que el término pueblo de Dios sólo indica dos veces a la Iglesia en el Nuevo Testamento; donde suele referirse al pueblo de Israel (p. 25).

Posteriormente la idea de pueblo en este término ha derivado a una interpretación sociopolítica. Y «la fórmula Pueblo de Dios se ha hecho vehículo para una idea de Iglesia antijerárquica y antisacral, incluso de una categoría revolucionaria de la que se apropia para concebir una Iglesia nueva» (p. 26). Ratzinger rastrea en la tradición eclesiástica algunas otras transformaciones del concepto de Pueblo de Dios en sentido político, a partir de los escritos de Eusebio de Cesárea.

En un segundo ensayo estudia Ratzinger el primado del Papa en relación con la unidad del pueblo de Dios. El Concilio Vaticano I se polarizó sobre la idea del Papado y el Vaticano II sobre la idea de la colegialidad. La estructura testimonial, incluso martirial del Primado pontificio —tratada profundamente por el cardenal Pole en el siglo XVI— es una consecuencia necesaria de la interrelación entre la Iglesia y el mundo. A continuación profundiza Ratzinger en la estructura y la misión del Sínodo de los Obispos. Que es un órgano gubernativo colegial de la Iglesia. El Sínodo pertenece al ámbito jurídico del Primado papal. No es una segunda curia que podría introducir un centralismo nuevo, imposible además de mantener ante la exigencia residencial de los obispos; Ratzinger se opone en este punto, como en otros, a las ideas del teólogo jesuita Rahner. Tampoco admite Ratzinger que las conferencias episcopales discutan previamente los temas del Sínodo con mandato imperativo; Sínodo y Concilio no son instituciones parlamentarias (p. 60). «En las cuestiones de fe y costumbres nadie puede vincularse a las decisiones de mayoría. Ésta es también la razón por la que las conferencias episcopales no tienen poder doctrinal y no pueden hacer vinculante a ninguna doctrina» (p. 60). Incluso en los Concilios la definición de verdades no depende de las decisiones de mayoría, sino del reconocimiento comunitario de esas verdades.

Ratzinger trata en la segunda parte de su libro sobre los problemas del ecumenismo. Comenta los acuerdos y las discrepancias evidenciados en los trabajos de la Comisión Mixta anglicano-católica entre 1970 y 1981. Permanece la unidad doctrinal en la asunción por todas las confesiones cristianas de las fórmulas tradicionales de fe, los Credos; pero la ruptura es total en la forma de la liturgia eucarística. El Papa y el arzobispo de Canterbury acordaron en 1982 la creación de una nueva comisión mixta para proseguir los trabajos del diálogo. Una dificultad muy grave es que la Iglesia anglicana sigue sometida incluso doctrinalmente a una autoridad civil, la del Parlamento británico (p. 91).

En una amplia y honda entrevista sobre Lutero, el cardenal Ratzinger recuerda la frase del reformador: «Estamos divididos para la eternidad» (p. 103). No se trata, en el camino de la reconciliación, de corregir anacrónicamente las diferencias formuladas en el siglo XVI sino de buscar más bien la unidad mirando al futuro y sobre las experiencias religiosas comunes. Ratzinger se opone a la concepción de una «Iglesia de base» contrapuesta a una Iglesia «de arriba», que detenta el poder establecido; que es precisamente la idea eclesiástica de Leonardo Boff (página 113).

La parte más extensa del libro se dedica a la relación entre Iglesia y política. «El primer servicio que la fe hace a la política —dice durante una homilía a los parlamentarios católicos del Bundestag— es por tanto la liberación del hombre respecto de la irracionalidad de los mitos políticos, que son el verdadero peligro de nuestro tiempo» (p. 143). En el ensayo Teología y política en la Iglesia rechaza las acusaciones formuladas a la Iglesia desde la nueva derecha, según las cuales la nueva relación de la Iglesia con la ciencia equivale estructuralmente a la aproximación marxista, en la que el conocimiento está ligado a la doctrina del partido (p. 153). Critica duramente la idea de Ernesto Cardenal, el sacerdote-ministro de Nicaragua, que entiende el cristianismo como marxismo, y describe a la Iglesia en dos planos: en uno la Iglesia es instrumento de liberación de acuerdo con los impulsos humanistas del marxismo hacia el advenimiento de la nueva sociedad, el reino de Dios; la segunda Iglesia sostiene, según Cardenal, la actual sociedad y se opone a la Nueva Iglesia (p. 153). Así el Magisterio aparecería como el núcleo de la Iglesia reaccionaria. Ratzinger rechaza esta división tajante; porque la Iglesia y el marxismo están radicalmente separados en el problema de la verdad. Para el marxismo, que parte de lo irracional —la materia—, lo racional es un paso posterior; por tanto la ortodoxia no es un antecedente sino un efecto de la ortopraxis, y por tanto la verdad depende de la posición del partido. Para la Iglesia está al principio la razón; ante la verdad el hombre es receptivo, no determinante.

En un ensayo sobre la libertad vuelve Ratzinger sobre la Iglesia de base, como contrapuesta a la Iglesia institucional. Pero cuando la pequeña comunidad de base se separa de la gran comunidad sacramental de la Iglesia, la presunta libertad de la comunidad de base «se desvanece en lo lúdico y se disuelve». En sentido bíblico, libertad significa ante todo participación en una realidad social, el pueblo de Dios. El derecho fundamental del cristiano, y su libertad suprema, es el derecho a la fe íntegra. Todas las demás libertades de la Iglesia se ordenan a esta libertad fundamentada (p. 188).

Al estudiar el ordenamiento cristiano en la democracia pluralista, Ratzinger recuerda que al terminar la guerra mundial el advenimiento de la democracia fue recibido con un entusiasmo que se diría religioso; por eso el desencanto ha resultado luego tanto mayor ante unas expectativas exageradas. En un contexto de hipocresías será inútil buscar informaciones y atenciones públicas sobre la situación del Vietnam hoy, así como la de otros países caídos bajo regímenes marxistas. «Aparentemente estos países han alcanzado, según la opinión política occidental, un estado de orden que no debe perturbarse» (p. 191).

La juventud es la primera en advertir una esquizofrenia de este tipo. Y es que además la democracia pluralista no está en absoluto garantizada. «No solamente pueden llevarla al precipicio las crisis económicas, sino también oleadas espirituales pueden arrebatarle el terreno bajo los pies» (p. 191). Porque en la sociedad democrática de hoy el bien no parece fundarse sobre los esfuerzos de los hombres que la sostienen sino que se diría sostenida más bien por unas estructuras irrevocables». Así la sociedad liberada aparece como independiente de la ética. Desde tal punto de vista son las estructuras quienes se califican como buenas o malas; y «la afirmación de que el espíritu no es más que el resultado de la evolución material corresponde a la concepción de que lo ético se produce por la economía y no es en último análisis el producto de las decisiones fundamentales del hombre» (p. 193). De esta forma subraya Ratzinger que en el fondo complaciente de nuestra actual civilización democrática late una concepción puramente materialista, que puede llevarla a situaciones de tiranía.

Todavía más al fondo late en esta concepción un concepto unilateral de razón, concebida como categoría cuantitativa, medible y hasta material por una fuente del pensamiento ilustrado. Pero sólo la fe en la trascendencia, tras una depuración autocrítica del cristianismo en sus relaciones con la sociedad, puede corregir este truncamiento ético, y humanizar la base de la convivencia política sacándola de su conformismo materialista.

En el ensayo sobre las imágenes de Europa se examinan ante todo varias imágenes negativas; la Europa culpable de todos los males de la Humanidad y la imagen que huye de la realidad histórica europea. Para la perspectiva islámica, vigente hoy en una amplia zona del mundo, Europa es una degradación histórica dominada por el ateísmo. Con su aceptación generalizada de una secularización radical, un sector del pensamiento europeo puede estar fomentando esa contraimagen y renegando de vetas esenciales de su propia historia. El nazismo alemán fue, por supuesto, una terrible negación regresiva del cristianismo.

Una de las características de Europa es la separación, fundada cristianamente, entre la fe y la ley. Lo cual incluye la racionalidad del derecho y su autonomía relativa respecto de la esfera religiosa, pero también la dualidad de Iglesia y Estado. Y esta separación, exagerada unilateralmente a partir del siglo XVIII, ha desembocado en una autonomía ilimitada de la razón respecto de la fe. La tercera desviación histórica de la idea de Europa es el marxismo, que en cierto sentido se puede concebir como un impulso de esperanza semejante al de una religión; pero al tomar como instrumento exclusivo la razón secularizada rompe con toda conexión metafísica y pone el sumo bien en la revolución mundial, es decir, en la negación total del mundo preexistente. Con ello el marxismo se configura como la más total antítesis de cristianismo, que será el antivalor absoluto; mientras la revolución es el nuevo valor absoluto. En este sentido el marxismo es a la vez un producto de Europa y una negación total de Europa, que no se concibe sin su esencial herencia cristiana.

Entre los componentes positivos de la idea de Europa señala Ratzinger la herencia griega, la herencia cristiana y la herencia latina, que confluyen en la herencia de la modernidad. Para la configuración de una Europa futura, Ratzinger propone varias tesis: la relación íntima entre democracia y economía, es decir, el conjunto de justicia y derecho no manipulables; y el respeto común (y vinculante para el derecho público) de los valores morales y de Dios. Y es que Dios no debe ser relegado incondicionalmente a la esfera privada, sino que ha de ser reconocido incluso públicamente como valor supremo… porque lo es. Por supuesto que en esta concepción debe incluirse un total respeto por las opiniones del ateísmo; pero los cristianos no pueden consentir que el ateísmo se eleve prácticamente a dogma mientras la tolerancia se ejerza sobre la fe (p. 219). Tercera tesis: la renuncia al dogma público del ateísmo como presupuesto de derecho público comporta también el rechazo del nacionalismo exagerado y de la revolución mundial como objetivo supremo. Desde las Universidades, las órdenes religiosas y los concilios, la tradición europea ha institucionalizado con enorme fuerza a entidades supranacionales. Y el nacionalismo exacerbado ha conducido a Europa al borde de la destrucción.

En un ensayo sobre escatología y utopía, Ratzinger prepara al lector el terreno para su fundamental ensayo último, sobre la segunda Instrucción romana acerca de la teología de la liberación, promulgada en la primavera de 1986. Insiste en que la Santa Sede rechaza las tendencias liberadoras que se apoyan en el marxismo; pero llama la atención sobre otros aspectos menos comentados de la Instrucción. Que con la anterior ha desmitificado al proceso de la libertad y ha situado al problema en un contexto racional» (p. 240). Y ha reivindicado la doctrina de la Iglesia en medio de la confrontación de capitalismo y marxismo revolucionario. Y es que los cristianos no parecen demostrar demasiada fe en su doctrina cuando se trata de aplicarla a la realidad; se contentan con su religiosidad privada sin atreverse a desbordarla sobre la vida pública (p. 242). Y de eso tratan los cuatro primeros capítulos de la segunda Instrucción, que pretenden animar a los cristianos para que superen sus complejos. Las dos Instrucciones indisolublemente unidas tratan de «vivir el cristianismo como alternativa respecto a las mitologías de la liberación en esta época» (p. 242).

Ratzinger rechaza las acusaciones liberacionistas contra la idea de la ley y el orden, considerada absurdamente como opresiva. «La fuerza al servicio del derecho se convierte en poder de opresión, mientras que la violencia contra el ordenamiento jurídico del Estado se transforma en lucha por la liberación y por la libertad» (p. 243). La nueva moral es más bien la antimoral; Dios no es una realidad ante el hombre; y Jesús se ve sustituido por Barrabás, que por cierto se llamaba también Jesús (p. 244).

La Instrucción afirma que la familia es el espacio original de la libertad; y que la educación es el verdadero núcleo para cualquier praxis de liberación. La teología de la liberación parece haber asumido un modelo «anárquico-histórico ideológico» que ha tratado de conferir a la Biblia una dimensión política excluyente (p. 248). Y ha provocado una inversión de las relaciones entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. «Jesús viene interpretado a la luz de Moisés, y Moisés a la luz de Marx» (p. 249). Pero el realismo de la doctrina social cristiana «se demuestra en el hecho de que no promete ningún paraíso terrestre, ninguna sociedad irreversiblemente y definitivamente positiva en el interior de la historia» (p. 254).

Sobre este libro de Ratzinger no se han producido, hasta hoy, las explosivas discusiones que acompañaron a sus obras personales e institucionales anteriores. Pero se trata de un importante conjunto de ideas, que definen perfectamente a esta gran personalidad situada providencialmente por el Papa Juan Pablo II en un nudo esencial de la Iglesia, y que mantienen la fe y la esperanza de millones de católicos en estos momentos de confusión.

La red Curiel, un eslabón perdido

La línea apostólica personal del Papa Juan Pablo II y la línea doctrinal de la Iglesia frente al marxismo trazada por el cardenal Ratzinger están, pues, perfectamente claras. Pero después de la guerra mundial el mapa del mundo se alteró convulsivamente. En la segunda mitad de la década de los cuarenta el bloque marxista extendió enormemente su influencia y sus fronteras en Europa Oriental, en China, y presionó efectivamente sobre los pueblos del Tercer Mundo en Asia, en África y pronto en Iberoamérica, hasta conseguir el dominio sobre un tercio largo de la Humanidad. En el seno de la Iglesia católica se desataron intensas corrientes de miedo, que llevaron a muchos católicos a una situación interior de parálisis y entreguismo, semejante a la que cundió en muchas zonas vitales del Imperio romano —el de Occidente y mil años después el de Oriente— en vísperas de la invasión de los bárbaros. Ante el nuevo poder estratégico mundial la Santa Sede, durante la etapa de Pío XII, se opuso firmemente a la marea roja. Pero con el advenimiento de Juan XXIII el Vaticano inició una política más flexible, una Ostpolitik que incluía el diálogo ideológico cristiano-marxista, la cooperación de cristianos y marxistas para empresas comunes con ciertas restricciones que fueron anegadas en la práctica y la fascinación ante las consignaciones estratégicas de pacifismo impartidas desde el bloque soviético y aceptadas ciegamente por sectores cada vez más importantes de Occidente, y dentro de Occidente, de la Iglesia católica. Desde la Unión Soviética y luego desde China se advirtieron perfectamente estos movimientos de entreguismo y pronto se decidió fomentarlos con criterio estratégico. Para ello se necesitaba una base esencial de partida: lograr que la Iglesia prescindiese formalmente de su rígida condena contra el comunismo y el marxismo, formulada últimamente por el Papa Pío XII con aparato tradicional de excomunión. Las vísperas del Concilio proporcionaron a los soviéticos la ocasión de oro para lograr esa importantísima base dialéctica frente a la Iglesia católica. La aprovecharon a fondo, como vamos a ver. Entre las obras que estudian las relaciones recientes Vaticano-Moscú destaca la del jesuita norteamericano A. U. Floridi, Moscow and the Vatican (Ardis, Ann Arbor Mich., 1986) que aprovecharemos a fondo en el libro que proyectamos con el título provisional Convulsiones de la Iglesia universal en nuestro tiempo.

Pero los soviéticos intervinieron también de lleno en las convulsiones y las confusiones de la etapa preconciliar a partir del término de la segunda guerra mundial. La influencia soviética estaba clarísima en muchas conexiones y muchos movimientos que difícilmente podrían calificarse de espontáneos ni simplemente de suicidas. Pero no bastan los indicios ni las hipótesis históricas. Faltaba el eslabón perdido que probase esa influencia en puntos esenciales. El eslabón perdido es la revelación de la red Curiel, organizada por el comunista judío egipcio, con base definitiva en Francia, Henri Curiel, denunciada en la encuesta dirigida por Georges Suffert en Le Point (21 de junio de 1976) y descrita con abundancia de documentos y testimonios por Roland Gaucher en su importante obra Le réseau Curiel, París, «Éditions Jean Picollec», 1981. He analizado exhaustivamente este libro, he cruzado su información con otras fuentes seguras y tengo la impresión de que se trata de un análisis fiable, suficientemente probado históricamente pese a ciertos defectos secundarios de método.

Henri Curiel nació en 1914 en El Cairo. De familia judía fue alumno de los jesuitas, y declarado estalinista en los años treinta, puede considerarse desde entonces como un agente secreto soviético. Su librería de El Cairo era un centro importante de propaganda marxista. Expulsado de Egipto llegó a Italia en 1950 y a Francia, clandestinamente, en 1951. Allí estableció inmediatamente contactos con grupos y movimientos de izquierda católica, colaboradores de Esprit y teólogos que pronto favorecieron al marxismo, como los padres Blanquart y Chénu. Desde 1957 vincula a algunas personas de estos grupos en favor del frente argelino de liberación nacional, por el que trabaja entre Marruecos, Argelia y Francia. Monta una red cristiano-marxista de apoyo al FLN y en 1960 la policía le detiene en París. Fue liberado por la amnistía concertada en los acuerdos de Evian en 1962, que acabaron con la guerra de Argelia. En la red Curiel actuaba destacadamente el sacerdote Duvezies, que llevó al encuentro preliberacionista de Coire en Suiza, 1969, a varios miembros de ETA. La red, conocida por el nombre de Solidaridad, contaba entonces con unas doscientas personas. Duvezies fue enviado a trabajar en favor de los movimientos marxistas-independientes de Angola; el independentista canario Cubillo se relacionó con Solidaridad. Para ayudar a los desertores norteamericanos en la guerra del Vietnam la red se relacionó con el jesuita Daniel Berrigan. En 1973-1974, fecha de su apogeo, la red Curiel estaba conectada con treinta y seis movimientos subversivos de Europa, África y América.

En un mes crítico, mayo de 1968, la red Curiel estuvo implicada en el coloquio Cristianismo y Revolución, celebrado en París con participación del IDO-C, el publicista Georges Hourdin, el dominico Blanquart, el jesuita Certeau y el grupo Lettre relacionado con el movimiento prosoviético PAX. Un antecedente claro fue la Conferencia Cristiana por la Paz, celebrada en Sofía, Bulgaria, en octubre de 1966, donde se presentaron proyectos revolucionarios de grupos cristianos de Iberoamérica. En enero de 1968, y en un congreso cultural de La Habana, Castro se declaró muy impresionado por una ponencia en la que participaba el padre Blanquart donde se denunciaba «la nocividad del imperialismo».

Solidaridad-Curiel no aparecía como un organismo autónomo sino como centro de conexiones reveladas en el congreso que celebró la red en Fontenay-sous-bois el 30 de noviembre de 1974. Entre los grupos con que Solidaridad mantenía relaciones operativas estaba el Movimiento por la Paz, France-terre d’asile, el Partido Comunista de Francia, el Secours Populaire, la IV Internacional, el Gran Oriente de Francia y otros, especialmente varios movimientos subversivos de Iberoamérica.

Tras la resonante revelación de Georges Suffert en 1976 el grupo Curiel fue sometido a una vigilancia y a una controversia implacable que esterilizó sus actividades. El 4 de mayo de 1978 Henri Curiel fue abatido a balazos por un comando desconocido, que acabó con su vida y su obra. Pero esa obra es el eslabón perdido que ilumina bajo el enfoque de la KGB, a la que pertenecía el agente secreto, todo el complejo mundo de relaciones liberacionistas en Europa durante la época gestatoria soviética.

La revelación del pacto de Metz

No era un secreto pero ha funcionado como un secreto; hoy, en plena década de los ochenta, no hay una probabilidad contra mil de que un solo experto católico recuerde el hecho, y la precaria información que sobre él se dio, envuelta en las convulsiones informativas conciliares. (El experto historiador jesuita Floridi oyó campanas, pero en su importante libro citado de 1986 no llega a detectar el pacto). El hecho, desnudamente, es éste: en agosto de 1962, y en la ciudad francesa de Metz, se concluyó un pacto formal entre la Santa Sede, representada por el cardenal Tisserant —por encargo del Papa Juan XXIII— y el patriarca ortodoxo de Moscú, que como hemos visto no era ni es más que un satélite del Partido Comunista de la Unión Soviética, por el que el Patriarcado aceptaría una invitación papal de enviar observadores al Concilio Vaticano II y el Papa se comprometería a que el Concilio no formulase condenación alguna contra el comunismo. Las pruebas se detallan en un libro sorprendente, discutible pero profundo y sugestivo, escrito desde una perspectiva de catolicismo tradicional, pero enteramente fiel a la Iglesia: su autor es Romano Amerio, un italiano experto en historia eclesiástica, su título Iota Unum, editado en 1986 por «Ricciardi» en Milán. El problema que nos ocupa se expone, con las pruebas objetivas y plenamente convincentes, en la página 66 y siguientes.

Monseñor Schitt, obispo de Metz, reveló el pacto en una conferencia de prensa celebrada poco después, y comunicada en Le Lorrain el 9 de febrero de 1963. El acuerdo fue descrito en Franee nouvelle, boletín central del Partido Comunista de Francia, número 16 de 22 de enero de 1963, en estos términos: «Como el sistema socialista mundial manifiesta de forma incontestable su superioridad, y es aprobado por cientos y cientos de millones de hombres, la Iglesia no puede ya contentarse con el anticomunismo grosero. Ella misma ha asumido el compromiso, con ocasión de su diálogo con la Iglesia ortodoxa rusa, de que en el Concilio no habrá un ataque directo contra el régimen comunista». El diario católico Le Croix, del 15 de febrero de 1963, decía tras la noticia: «Tras este encuentro, monseñor Nicodemo acepta que alguien fuera a Moscú para llevar una invitación, a condición de que se dieran garantías sobre la actitud apolítica del Concilio».

Amerio cree que estas noticias no incidieron sobre la opinión por el entreguismo de muchos católicos frente al comunismo en aquella época y por el freno informativo que decidió el Vaticano. Recientemente monseñor George Roche, que fue durante treinta años secretario del cardenal Tisserant, ha confirmado el pacto de Metz en una impresionante carta publicada en la revista Itinéraires número 285, p. 153. Roche afirma que la iniciativa del acuerdo vino personalmente de Juan XXIII por sugerencia del cardenal Montini y que Tisserant, decano del Sacro Colegio, recibió órdenes formales tanto para firmar el acuerdo como para vigilar durante el Concilio su exacto cumplimiento.

Las órdenes se cumplieron. En las actas del Concilio figuran las palabras capitalismo, totalitarismo, colonialismo, pero no aparece el término comunismo. H. Fesquet, el famoso corresponsal de Le Monde en el Concilio afirma (Le Monde, 16 de noviembre de 1965, nota incluida en su Diario del Concilio, Barcelona, 1967, p. 1182) que en tres ocasiones la comisión competente se ha negado a que el esquema mencione explícitamente al comunismo. ¿Por qué? Porque así corresponde a unas posiciones tomadas muy claramente por Juan XXIII y Pablo VI. Y el día 26 de noviembre (Diario, p. 1214 y ss.) completa la información: «Pese a todos los esfuerzos de la minoría, el Vaticano II se ha negado a condenar nuevamente al comunismo». El 4 de diciembre (Diario, página 1230) remataba: «Con respecto al pasaje sobre el ateísmo, del cual ya habíamos hablado largamente, monseñor Garrone ha hecho las tres precisiones siguientes que son muy importantes:

»1. Eran 209 los modi que pedían una condenación formal y expresa del comunismo.

»2. La petición escrita que sobre el mismo tema se había remitido anteriormente, iba firmada por 332 padres. (Se recordará que la cifra indicada por los que habían tomado la iniciativa de esta gestión era de 450).

»3. Debido a un contratiempo involuntario, esta petición, que había sido entregada a su debido tiempo, no fue sometida a examen de los miembros de la comisión».

De esta manera que insinúa en la Iglesia del siglo XX algunos métodos borgianos se dio carpetazo a un asunto que, desde nuestra perspectiva, constituye uno de los puntos más negros en el siglo XX. Lo digo con tanto dolor como respeto y convicción.

Las consecuencias funestas del pacto de Metz

Para la estrategia soviética era una pieza clave en los años sesenta el montaje del movimiento PAX, que lograron durante el Concilio en combinación con la red cristiano-marxista IDO-C pronto extendida a todo el mundo católico, como expusimos detalladamente en nuestro primer libro. Pero el montaje del sistema PAX-IDO-C no hubiera sido posible con la envergadura que adquirió inmediatamente si el Concilio hubiese mantenido la tradicional condena de la Iglesia contra el comunismo.

Una investigadora especialmente bien informada, Laurene K. Conner, ha escrito varias veces en la revista católica de la Fundación Wanderer, en los Estados Unidos, sobre las derivaciones del pacifismo estratégico a partir del IDO-C, el movimiento PAX y sus movimientos paralelos dentro de la Iglesia católica entre los que destaca Pax Christi. Por ejemplo, en el interesante trabajo Pax Christi, the spider web publicado por la «Wanderer Forum Foundation» en 1986. Es el mejor estudio que conozco sobre la evolución reciente del movimiento Pax Christi en los Estados Unidos, dirigido por el obispo Gumbleton, que ha marcado con enorme eficacia a la Conferencia Episcopal norteamericana. El 3 de mayo de 1983 la Conferencia aprobó un documento sobre la guerra y la paz en el que después de duras discusiones que repercutieron en todo el mundo se aceptaba la estrategia de disuasión condicionada estrictamente por motivos morales. Desde ese mismo momento Pax Christi se puso a la tarea de bloquear esa para ellos intolerable concesión, y logró en buena parte sus objetivos cuando al designarse una famosa pastoral de 1983, cuatro de sus miembros mantenían contactos favorables con Pax Christi, frente a uno solo que se mostraba plenamente independiente de la organización. La señora Conner demuestra que otras declaraciones episcopales como la alemana y la francesa tienen expresamente en cuenta la capacidad de chantaje y la esencial incidencia de la ideología marxista-leninista de dominio mundial en la estrategia soviética; pero los obispos de Norteamérica se han mostrado insensibles ante tales realidades. En un documento de 1985, Pax Christi norteamericana insiste en que no puede haber ya motivos morales para la estrategia de disuasión. Y se opone cerradamente a la Iniciativa de Defensa Estratégica, como un eco de la insistente propaganda soviética que ya conocemos. El obispo Gumbleton, presidente y alma de Pax Christi en los Estados Unidos, defiende de forma cínica, con los ojos vendados, el régimen sandinista, del que niega ese marxismo-leninismo que los propios sandinistas reconocen, como nos hemos hartado de demostrar en el primer libro. El Centro Quijote, nacido de un tronco jesuítico, apoya también con descaro a los sandinistas.

Hay que respetar la aceptación por el Papa polaco Juan Pablo II de una continuación, ahora ya institucional, del diálogo entre católicos y marxistas a nivel alto; porque no sabemos que el Papa haya fomentado el diálogo indiscriminado de base que alentó Juan XXIII y que produjo verdaderos estragos en la Iglesia. En octubre de 1986 se celebraron en Budapest diálogos cristiano-marxistas sobre «Sociedad y valores éticos» organizados directamente por el Vaticano en un país del Este, por primera vez (cfr., Vida Nueva, 1552, 25 de octubre de 1986, página 2099, y El País, 11 de octubre). Después del primer encuentro, celebrado en Yugoslavia (1984) con mucha menos resonancia. El clima fue cordial y el diálogo, según los testigos, fecundo. El cardenal Lekay, recientemente fallecido, había sabido negociar acertadamente con el régimen comunista de Hungría. En el coloquio se centraron las exposiciones y debates sobre temas humanistas y laborales, sin incidir en la trascendencia y la alienación; aunque algún marxista se empeñó en colar sesgadamente el problema de la paz. La delegación soviética en Budapest, presidida por el director del Instituto para el Ateísmo Científico (que es una contradicción in terminis) actuó como comisario político en la reunión. Para el siguiente encuentro, aún sin determinar, se propuso, entre otros temas, la muerte de Dios, que seguramente no aceptará jamás el Vaticano, aunque nadie recuerde en Roma que en el viejo Ateneo de Madrid ya se puso a debate y votación la existencia de Dios, con empate final, decidido en sentido negativo por el voto presidencial de calidad, pobre hombre.

Un gran engaño: Fidel Castro y la Iglesia católica

Cuba es, desde 1959, la plaza de armas para la estrategia soviética en el Atlántico: Iberoamérica continental, el Caribe, los Estados Unidos y las naciones con actividad revolucionaria de signo marxista en África. La dictadura marxista-leninista de Fidel Castro ha seguido, hasta hace muy poco, los métodos soviéticos y chinos para la eliminación de la Iglesia y de la influencia de la religión en el pueblo cubano, que había heredado de España una religiosidad profunda, aunque no exenta de defectos, insuficiencias y supersticiones. Desde sus contactos con los movimientos cristiano-marxistas de liberación, sobre todo en Chile, al comenzar la década de los setenta, y en Nicaragua, a fines de esa misma década, Fidel Castro ha variado su rígida exclusión de la Iglesia y de la religión, y ha preconizado expresamente, como ya documentamos en el primer libro, la que él llama alianza estratégica de cristianos y marxistas en América, contra el imperialismo norteamericano.

Cuarenta mil muertos, catorce mil presos políticos

Desde los años de preparación revolucionaria para su gran victoria de 1959 Fidel Castro ha gozado de una prensa extraordinariamente favorable en Occidente. El famoso y lunático periodista del New York Times, Herbert Matthews, contribuyó de forma decisiva, junto con los burócratas liberal-radicales del Departamento de Estado, a la victoria de Castro contra el corrompido régimen de Batista a través de un esquema mental idealista que operó también en algunos responsables de la estrategia norteamericana para la caída de Somoza y opera ahora contra el régimen del general Pinochet. Toda la red desinformativa de la KGB protege muy efectivamente ante la opinión occidental a su aliado cubano, que ha convertido a Cuba en una estupenda plataforma para la KGB. La fascinación estúpida de muchos observadores occidentales, y el insondable cinismo del propio Castro, que aparecerá sin duda ante la Historia como uno de los grandes farsantes de todos los tiempos, sobre todo por su capacidad increíble de negar lo evidente, han contribuido a que la imagen del satélite cubano de la URSS se presente de forma positiva ante la opinión mundial, que casi nunca identifica al líder cubano con uno de los más brutales dictadores de la Historia. Para utilizar el término acuñado por Burnett Bolloten para la actuación del comunismo en la guerra civil española, la trayectoria revolucionaria de Fidel Castro (con su crucifijo al pecho en Sierra Maestra como recuerda hoy él mismo), sus invocaciones a la democracia y su ocultación del marxismo-leninismo hasta después de la victoria, es un ejemplo cabal del gran engaño.

Y eso que testigos directos que han sufrido en su carne las torturas del gulag cubano han puesto repetidamente ante nuestros ojos la verdadera imagen de Fidel. El dramaturgo Fernando Arrabal, que no es precisamente un propagandista de la derecha, resumió innumerables acusaciones contra Castro en su tremendo libro orwelliano Carta a Fidel Castro editado en 1985, que es una implacable pieza de acusación sobre los crímenes y los fracasos del hombre de Moscú en La Habana. La Comisión Europea pro Derechos Humanos en Cuba ha editado en 1985 un certero y objetivo informe de su presidente, el poeta Armando Valladares, que ha sufrido veintidós años de cárcel en la Cuba comunista. En este informe, se estima, desde fuentes seguras, en unos cuarenta mil el número de personas fusiladas por Fidel Castro desde 1959, mientras once tribunales provinciales siguen en pleno funcionamiento. La población penal de Cuba alcanza en estos momentos la cifra de unas 130 000 personas, entre los cuales unos catorce mil son todavía presos políticos.

Esta imagen admirativa, simpática, y relativamente favorable de Fidel Castro es uno de los prodigios de la KGB en todo el mundo, y especialmente en España. Cuenta con la complicidad de la prensa liberal-radical, desde el Washington Post a El País. Y ahora se refuerza con elemento nuevo: la acogida de la Iglesia católica y sus medios de comunicación afines a la estrategia de aproximación cristiano-marxista seguida por el dictador estalinista cubano desde el triunfo de la revolución en Nicaragua, e intensificada, como vamos a ver, a partir del año 1985. Desde estas páginas y desde el mismo frente me permito dar un consejo a mis amigos de la lucha anticastrista, sobre quienes recae el principal peso de la contrapropaganda. A veces sus trabajos son reiterativos y poco documentados; tienen tan claros los crímenes y aberraciones de Castro que no creen necesario documentarlos. Por ejemplo los artículos de Dainel James y L. Francis Bouchey sobre el gulag de Castro y el apoyo cubano a las redes terroristas mundiales publicados en The World and I, números de noviembre y marzo de 1986 reflejan indudablemente la realidad cubana, pero no aducen un aparato de documentación. Hay libros excelentes sobre la Cuba de Castro, como el del ex embajador norteamericano Earl Smith The fourth floor acerca de la toma del poder en 1959 y la revelación posterior del marxismo-leninismo; y el de Peter Wyden Bay of Pigs sobre el fallido desembarco de los anticastristas en Playa Girón, 1961, ya utilizados por nosotros en nuestro primer libro. Pero la multitud de datos dispersos sobre los crímenes de Castro deben reunirse en un Libro Blanco que se presente oficialmente en alguna instancia supranacional, y luego se complete periodísticamente con datos, análisis e interpretaciones fiables. La cobertura desinformativa de la KGB es algo demasiado serio para dejar en manos de aficionados los trabajos de contrapropaganda.

La desaforada conversación de Castro con Frei Betto

No es precisamente un aficionado el guerrillero dominico y activista principalísimo de la teología de la liberación, Frei Betto, que sorprendió al mundo en 1986 con la publicación de su libro Fidel Castro y la religión en la editorial marxista «Siglo XXI» Editores, México. La televisión norteamericana y la prensa mundial se hicieron amplio eco de este libro, difundido por toda América, pero sorprendentemente menos en España; tal vez porque su carga de cinismo y propaganda resulta tan grosera que la central estratégica liberacionista no ha creído conveniente su difusión en Europa. Encontré el libro en el centro de la Ciudad de México; era ya la segunda edición, pensada para la propia Cuba, y prologada por el ministro de Cultura cubano, Armando Hart, que se despacha con algunas sentencias deliciosas como «El marxismo-leninismo es por esencia antidogmático» (p. 10) y con el reconocimiento de que «no sólo a nivel táctico y político sino a nivel estratégico y moral, se ha iniciado un intercambio profundo de ideas entre fuerzas que hasta ayer parecían incapaces de entenderse»; los cristianos y los marxistas-leninistas (p. 11). La entrevista en varios tiempos se desarrolló a fines de mayo de 1985 en La Habana, a lo largo de más de veinte horas interminables. Y consiste en una tremenda sucesión de ruedas de molino que algunos obispos, y muchos fieles de las iglesias de América, incluida la de los Estados Unidos, se han tragado sin pestañear.

Frei Betto revela que el proyecto para este libro se le ocurrió en 1979, cuando empezó su interés y pronto sus contactos permanentes con la revolución sandinista victoriosa. En Nicaragua conoció a Fidel Castro en 1980 y entabló con él una amistad profunda que le llevaría a decir, en la entrevista: «Si algún día me hago creyente, será usted el culpable». No dice Castro en qué será entonces creyente; porque si Frei Betto insiste en que su Dios no es el que hasta ahora teníamos por Dios, mucho nos tememos que otros creyentes en la misma fe de veinte siglos tampoco vamos a reconocer al Dios sangriento y oscuro de Betto y de Fidel. Betto viene a Cuba por primera vez en 1981 y menudea luego sus viajes a la isla. En la primavera de 1985 acude a La Habana como jurado del imparcial y acreditado premio de la Casa de las Américas y discute con Castro el problema de la teología de la liberación sobre el que Castro se está documentando ya en plena contraofensiva del Vaticano y gracias a los libros y documentos que Frei Betto le lleva; el libro está dedicado «a Leonardo Boff, sacerdote, doctor y sobre todo profeta». Entre las obras que, según el método de lectura múltiple inventado en el contexto atlántico por Alfonso Guerra, se disponía a estudiar simultáneamente Fidel Castro, figuran, según confesión propia, las de Gutiérrez y Boff; y también las directrices recientes del Vaticano.

Frei Betto, que se encuentra en Cuba acompañado por papá Betto y mamá Betto, «se enreda por primera vez una corbata en el pescuezo» (sic, p. 27) y para preparar su entrevista histórica entabla contactos con algunos expertos, como la divulgadora del marxismo-leninismo en Iberoamérica, la chilena Marta Harnecker, que vive en Cuba; y con Manuel de Céspedes, vicario general de La Habana y secretario de la Conferencia Episcopal de Cuba. Dicta algunas conferencias en centros religiosos, donde expone algunas tesis especialmente seguras: «Es preciso recurrir, para hacer teología de la liberación, a las ciencias sociales, incluso a la contribución del marxismo. Es esa articulación la que constituye la teología de la liberación. Temer al marxismo es lo mismo que temer a la matemática por considerarla sospechosa de sufrir la influencia pitagórica» (p. 64). Feliz por el acercamiento de Fidel Castro a los obispos de Cuba, tras la aniquilación sistemática de la Iglesia cubana, resume: «La Iglesia de Cuba vive ahora un nuevo Pentecostés» (página 79).

Fidel Castro, charlatán impenitente, cuenta despacio su vida. Recuerda a su padre, pobre inmigrante de Galicia, y dotado de una fe profunda, como su madre cubana. Nació en la provincia de Oriente, en 1926, y creció entre opresivos latifundios norteamericanos; pero su padre logró elevarse social y económicamente gracias a un trabajo agrícola constante, y pudo enviarle a los mejores colegios de salesianos y jesuitas, cuyo altruismo reconoce Fidel. Los jesuitas eran todos franquistas y le obligaban, según sus normas de la época, a una piedad forzada que no hizo madurar su fe. Se convirtió al marxismo leyendo el Manifiesto Comunista en la Universidad. En la conversación Frei Betto, que acaba de disertar sobre Pitágoras, muestra su saber matemático al preguntar a Fidel: «¿La hectárea cubana es la misma del Brasil?» (p. 98). Y es que hay hectáreas que matan.

Luego se enfrascan en la historia revolucionaria de Castro, y en la historia del Descubrimiento; según Castro los aztecas poseían una religiosidad más profunda y sincera que la de los Conquistadores (p. 212). Sin el menor respeto por la espantosa masacre de oficiales y soldados batistianos con que inauguró su régimen, ni por la memoria de los cuarenta mil asesinatos políticos que ennegrecen la historia de ese régimen, Castro afirma cínicamente: «No se dio un solo caso de un soldado enemigo prisionero fusilado; un solo caso de prisionero enemigo torturado» (p. 221). Pese a que Armando Valladares ha descrito con terrible minuciosidad las escenas habituales en los gulag castristas, de los que él mismo ha sido víctima, donde se daba a los presos comida agusanada y se les cubría con orín y excrementos humanos sin permitirles luego lavarse. El cinismo de Castro llega al colmo cuando afirma: «Realmente no pueden presentar una sola prueba de que la Revolución haya cometido un asesinato, de que la Revolución haya torturado a un hombre, de que la Revolución haya desaparecido (sic) a un hombre’, eso no, no encontrarán una sola prueba en 26 años» (p. 222).

Castro, pese a su reciente idilio con la Iglesia —después de aniquilarla—, no ve todavía posibilidad de que un católico ingrese en el Partido Comunista de Cuba (p. 245). Reconoce que hubo problemas con la Iglesia católica, que luego desaparecieron; cuando se anuló a la Iglesia después de un tratamiento semejante al de los soviéticos desde 1917 con la Iglesia ortodoxa rusa; ahora, en 1985, Castro se puede permitir la tolerancia de una Iglesia satélite. Pero Castro prefiere mentir de frente y por derecho: «Nunca habíamos tenido en mente la idea de acabar con la religión en nuestro país».

Luego hablan de la teología de la liberación, de la que Castro opina como un experto. «Yo podría definir —dice— la Iglesia de la Liberación, o la Teología de la Liberación, como un reencuentro del cristianismo con sus raíces, con su historia más hermosa, más atractiva» (p. 291). También se muestra como experto en exégesis bíblica: «Pienso —dice— que el Sermón de la Montaña lo habría podido suscribir Carlos Marx» (página 326).

En un momento de su conversación con Frei Betto, Fidel Castro le entrega una fotocopia de su álbum de graduación, a los 18 años y sin barba. Bajo la foto, este recuadro con el que cerramos este centón de despropósitos que ha dado la vuelta a América:

«FIDEL CASTRO RUZ, 1942-1945. Se distinguió siempre en todas las asignaturas relacionadas con las letras. Excelencia y congregante, fue un verdadero atleta, defendiendo siempre con valor y orgullo la bandera del Colegio. Ha sabido ganarse la admiración y el cariño de todos. Cursará la carrera de Derecho y no dudamos que llenará con páginas brillantes el libro de su vida. Fidel tiene madera y no faltará el artista».

Clarividencia de los jesuitas que dirigían entonces el Colegio de Belén, convertido por su alumno, después de expulsarles, en Universidad Militar de Cuba.

La apertura de Castro hacia la Iglesia

Si desde 1979, tras su triunfo (porque también fue suyo) en Nicaragua, Fidel Castro consolidó y amplió su idea chilena de 1971 acerca de la alianza estratégica de cristianos y marxistas, desde 1985 ha ofrecido la versión caribeña de la apertura preconizada por su amo, Mijaíl Gorbachov en la URSS. En la modesta hoja católica Vida Cristiana, dirigida por el jesuita Felicísimo Sánchez y publicada en La Habana, por tolerancia del régimen maxista-leninista, puede seguirse, a partir del número 1120 (5 de enero de 1986) el intento de la Iglesia de Cuba para sobrevivir en circunstancias tan difíciles. Los números de la etapa enero-marzo de 1986 se dedican a la preparación y comentario del Encuentro Nacional Eclesial Cubano celebrado con permiso de Castro a fines de febrero. En estos números se advierte que la Iglesia cubana trata de mantenerse en la comunión con la Iglesia universal y con el Magisterio, pero asumiendo el contexto cultural de Cuba, a través del mestizaje español-indio, y español-negro, completado ahora con el mestizaje cristiano-marxista: «En el presente —dice el número 1123— se va dando cada vez más el encuentro con un nuevo enfoque cultural, una nueva concepción del hombre y del mundo inspirada en la filosofía marxista». Es decir, que desde la estrategia soviética se concibe a Cuba como el laboratorio donde se puede preparar al hombre nuevo cristiano-marxista, una vez aniquilada la resistencia potencial de la Iglesia frente a la revolución irreversible. Para la estrategia del Papa se trata, evidentemente, de lograr de Cuba, gracias a las raíces religiosas de origen hispánico, una nueva Iglesia polaca.

En Le Fígaro magazine (8 de julio de 1986), Armando Valladares denuncia la colaboración de la agencia episcopal francesa CCFD con la revolución cubana. El CCFD había difundido calumnias contra Valladares, a quien acusaba —según testigos castristas— de ejercer como policía en el régimen de Batista y de haber participado en asesinatos. Valladares se hace eco también de una descalificación formulada contra él por el presidente de la Conferencia Episcopal cubana, monseñor Rodríguez Herrera, después que Valladares hubiera criticado a la Iglesia de Cuba por sus 25 años de silencio frente a Castro. Insiste Valladares: «Es la Iglesia de la cobardía y de la colaboración, sobre todo durante la época del nuncio Zacchi. Jamás elevó la Iglesia su voz contra los crímenes, ni reclamado clemencia en favor de los condenados». Incluso en algunos casos colaboró con la política de Castro, entregándole prisioneros políticos refugiados en la Nunciatura —los tres hermanos García Marín— que fueron después fusilados. El nuncio declaraba, por su parte, que Fidel Castro era «profundamente cristiano».

Además del natural mimetismo hacia el comportamiento del amo, la apertura de Castro desde 1985 puede deberse, como en el caso de Gorbachov, a graves problemas y frustraciones internas de orden económico, que se pretende corregir institucionalmente con severas purgas políticas en el aparato del partido. El profesor Brian Lattell ha expuesto autorizadamente la situación cubana actual en su artículo, Cuba después del Tercer Congreso del Partido (4 al 7 de febrero de 1986), publicado en Current History (diciembre de 1986, p. 425 y ss.). Con motivo del Congreso, Castro realizó la depuración política más amplia de todo su régimen; reforzó a ojos vistas la posición de Raúl Castro, ministro de las Fuerzas Armadas y máximo partidario y portavoz de la vinculación soviética con Cuba. La economía cubana, aunque Castro no lo reconoce jamás, exige el humillante subsidio anual de cinco mil millones de dólares (más de 13 millones y medio de dólares diarios) por parte de la URSS y sus satélites. En el III Congreso, Castro se quejó —como hacía Franco en su época— de la pertinaz sequía desde 1980, del huracán que devastó la isla en noviembre de 1985, y afectó al sesenta por ciento de la producción azucarera, y de la vagancia antisocial de muchos ciudadanos. Por tercera vez consecutiva Cuba tuvo que comprar azúcar a golpe de dólares en los mercados occidentales para satisfacer sus compromisos con países socialistas.

El objetivo fundamental de la política exterior de Castro es mantener a todo trance la estabilidad del Gobierno sandinista en Nicaragua, mientras trata de abrirse a los demás gobiernos de América, donde sólo Chile, Colombia y Paraguay no mantienen relaciones con él. La visita de Frei Betto, con enorme repercusión en Brasil, sirvió para allanar el camino a la reanudación de relaciones Cuba-Brasil. Castro ha cumplido sesenta años en agosto de 1986 y desde la invasión soviética de Afganistán, que tuvo que tragarse servilmente, ya no puede presentarse como líder de los no alineados, aunque dos políticos españoles, el expresidente Suárez y el presidente González, le hagan objeto de sus favores y simpatías.

La aproximación oportunista de Castro a la Iglesia se mira con mucho recelo en medios cubanos del exilio. En el Diario Las Américas, el 8 de marzo de 1986, Tulio Díaz Rivera se pregunta si habrán dividido en Cuba a la Iglesia de Cristo. Le preocupa la presencia simultánea en el Encuentro Eclesial de La Habana de los obispos Céspedes, de esa ciudad, y Flores, de San Antonio, Texas, con expresión de su pleno apoyo a la teología de la liberación en el sentido definido por Castro durante su diálogo con Frei Betto. En junio de 1986 el presidente de la conferencia episcopal cubana, Adolfo Rodríguez Herrera, obispo de Camagüey, viajó a Roma para presentar a Juan Pablo II las conclusiones del Encuentro Eclesial y para pedir al Papa una visita a Cuba, que tanto desea Fidel Castro como legitimación de su nueva apertura (Ya, 8 de junio de 1986, p. 47). Antonio Pelayo, corresponsal de Ya en el Vaticano, valora en una excelente crónica las dificultades de la aproximación castrista y los alardes de propaganda en torno al libro de Frei Betto, en cuya presentación romana estuvieron presentes 18 embajadores, por ejemplo el de la URSS y el de España (Ya, 12 de mayo de 1986).

Desde que se vislumbraba la nueva etapa de Castro, testigos muy directos advirtieron claramente sobre sus posibilidades de trampa. El escritor Heberto Padilla recordaba el 5 de diciembre de 1985 en el Miami Herald (La ofensiva religiosa de Castró) que en los primeros años sesenta una circular colectiva del Episcopado cubano denunciaba «el creciente avance del comunismo en nuestra patria» y añadía: «Nos preocupa este punto hondamente, porque el catolicismo y el comunismo responden a dos concepciones del hombre y del mundo totalmente opuestas, que jamás será posible conciliar». A lo que Castro respondió que «quien condena una revolución como ésta traiciona a Cristo, y al mismo Cristo serían capaces de crucificarlo otra vez».

Luego vino la plena asunción del comunismo y del marxismo-leninismo en Cuba, la brutal persecución contra la Iglesia cubana según pautas soviéticas, como reconoció en pleno Sínodo de los Obispos de 1985 el presidente de la Conferencia Episcopal cubana, Rodríguez Herrera: «Mientras el Concilio Vaticano II proponía hace veinte años abrir las puertas de la Iglesia católica a todo el mundo, el gobierno de Castro reprimía duramente a la Iglesia de Cuba». Y más aún: «Mientras el Concilio se reunía en Roma, en Cuba el llamado marxismo-leninismo era elevado al status de dogma impuesto por la fuerza».

La tensión persecutoria entre la Iglesia y el Estado en Cuba se mantuvo hasta la llegada del encargado de negocios del Vaticano, Zacchi, que venía a La Habana imbuido por el espíritu del pacto de Metz. En setiembre de 1966 Zacchi daba ya por cancelado el conflicto: y en declaraciones a la revista mexicana Sucesos, dijo que «las relaciones entre el Gobierno y la Iglesia son cordiales. No se ha desatado persecución de ninguna índole contra los sacerdotes; tampoco se han cerrado templos, ni se han interrumpido los servicios religiosos». En la misma revista, Fidel Castro se deshacía en elogios al monseñor romano, «que ha comprendido perfectamente el cambio social que se desarrolla en este país».

Las declaraciones del presidente de los obispos cubanos a fines de 1985 son muy interesantes. Se comunicaron en vísperas de la gran aproximación de Fidel Castro a la Iglesia.

La maniobra religiosa de Castro es un engaño

En dos artículos publicados por el diario El País los días 19 y 26 de octubre de 1986, como anticipo de su inminente libro, Fidel Castro, un retrato crítico, el periodista norteamericano Tad Szulc fija definitivamente algunas de las tesis que hemos adelantado en las páginas anteriores. Conocedor de Fidel desde hace más de 25 años, completó su información a través de conversaciones recogidas poco antes en La Habana. Ante el testimonio de Szulc queda completamente claro que Castro tenía absolutamente decidida la implantación total del marxismo-leninismo en Cuba desde que emprendió la guerra revolucionaria; que la situación política liberal-democrática instaurada al principio no era más que una simple pantalla de transición, mientras el poder estaba en manos de Castro, de su ejército revolucionario y de su gobierno paralelo en la sombra, cuyos puntales eran Raúl Castro y el Che Guevara; que las relaciones con el viejo Partido Comunista cubano y con los emisarios soviéticos se iniciaron inmediatamente después de la victoria; que Castro engañó a los Estados Unidos y a la opinión cubana y mundial con su genial escenografía —triunfal y moderada— comunicada a través de un pasmoso dominio de la televisión; que decidió muy pronto el asesinato en masa de los «criminales de guerra» adictos al régimen anterior. Éstas fueron sus palabras por televisión, a poco del triunfo: «Os digo también que a los que han asesinado no los va a salvar nadie del pelotón de fusilamiento», ante el famoso paredón; y demuestra Szulc que aunque el nuevo Partido Comunista unificado en torno al carisma de Castro no se fundó oficialmente hasta 1965, «el nacimiento verdadero tuvo lugar en 1959, en la villa de Cojimar». La confirmación de estas tesis —perfectamente conocidas, por lo demás, en el campo anticastrista desde muchos años antes— y su comunicación en la prensa radical-liberal no fue casual en el año en que Fidel Castro formulaba su nueva apertura a la sombra de Gorbachov; como si se pretendiese subrayar que el marxismo-leninismo tan férrea e inteligentemente implantado en Cuba seguirá vigente pese a su nueva fachada de relativa y superficial humanización.

Cuando llegó, en febrero de 1987, el aniversario del Primer Encuentro Nacional Eclesial Cubano, el arzobispo de La Habana, Jaime Ortega, habló de «frustraciones e impaciencias» en el campo creyente. Estaban delante el nuncio Giulio Einaudi y el embajador soviético. El arzobispo advirtió que hablaba en nombre de todos los obispos (ABC, 21 de febrero de 1987). Poco después el Gobierno socialista español, sin que la opinión pública se mostrara sensible, cometía una de las mayores bajezas de la historia exterior de España. Se debatía en Ginebra, dentro de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, la violación de los derechos humanos en Cuba. Millares de prisioneros políticos en los gulag de Castro, centenares de millares de cubanos oprimidos o exiliados, miraban con inmensa esperanza a Ginebra donde una condena contra Castro podría significar el comienzo de una gran esperanza. Formaban parte del montaje norteamericano en Ginebra dos grandes testigos del gulag cubano con residencia en España: el poeta Armando Valladares y el antiguo colaborador español de Castro, Eloy Gutiérrez Menoyo, liberado recientemente por gestiones de Felipe González. La delegación socialista española actuó en todo momento, vergonzosamente, como aliada de la cubana para impedir la condena. Cuando la cobardía mayoritaria votó en favor de Cuba, un delegado español exclamó: «Ganamos».

El autor de este libro estaba esa noche en Ciudad de México, para una actuación ante el I Fórum Empresarial de Iberoamérica, donde se recibió con consternación la noticia; Armando Valladares había excusado su asistencia precisamente por su obligación moral de comparecer como testigo en Ginebra. Al volver a España aumentó mi estupor cuando vi que el ministro, hoy socialista, Francisco Fernández Ordóñez, había protestado ante el Gobierno de los Estados Unidos por la inclusión de Gutiérrez Menoyo como delegado norteamericano, lo cual fue un nuevo error, inmediatamente desmentido por el interesado, a quien por lo visto la censura socialista no le permitía decir la verdad sobre su calvario cubano. Pocas veces había caído la política exterior española en semejante abyección.

En fin, del día 25 al 30 de mayo de 1987, Fidel Castro organizaba un III Congreso Continental del Movimiento Cristiano por la Paz, la Independencia y el Progreso de los Pueblos, en La Habana. Era una convención de teólogos liberacionistas simpatizantes de la estrategia soviética, patrocinada por los obispos mexicanos Samuel Ruiz y Sergio Méndez Arceo; los teólogos de la liberación Raúl Vidales, el obispo Leónidas Proaño, el obispo Pedro Casaldáliga, Frei Betto, Hugo Asmann, Ernesto y Fernando Cardenal, la marxista guatemalteca Julia Esquivel y otras estrellas, entre las que de momento no figuraba jesuita alguno (fuera de Fernando Cardenal, que formalmente no lo es ya). «La temática del encuentro —dice el programa— versará sobre la relación entre la teología de la liberación y la lucha por la paz». Entre las actividades teológicas que se ofrecían a los congresistas figuraba una visita opcional al espectáculo del cabaret Tropicana, donde se exhiben las redondeces mulatas más incitantes del mundo.

En el resumen semanal de Granma, fechado el 7 de junio de 1987 en La Habana, vemos que el Buró político decide fusionar las instituciones de investigación histórica del Partido Comunista, de la Academia de Ciencias y del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Y se ofrece una reseña del Tercer Encuentro Continental de la Conferencia Cristiana por la Paz, al que acabamos de referirnos. Asistieron 300 delegados y observadores de 27 naciones. Tuvieron preferencia las intervenciones de cristiano-marxistas nicaragüenses, salvadoreños y guatemaltecos. Presidió la apertura, en nombre de Fidel Castro, el vicepresidente Carlos Rafael Rodríguez. La estrella del encuentro fue Frei Betto, quien, como el vicepresidente cubano, manifestó que «no habrá paz hasta que el imperialismo norteamericano sea derrotado». Dijo que la democracia está recién adquirida con las ansias de libertad y de justicia de esos pueblos; subrayó que «la opción por los pobres exige una ruptura con las fuerzas y clases dominantes», y exaltó a la teología de la liberación.

La teología de la liberación en América:
presiones y reacciones continentales

«Esta batalla no ha hecho más que comenzar», me decía en las calles de Bogotá el cardenal Alfonso López Trujillo sobre la teología de la liberación, cuando acababa de dejarle, en su casa de Medellín, mi primer libro. Ha pasado desde entonces hasta que se escriben estas líneas del segundo libro, el segundo combate, poco más de un año y el lector que ha llegado hasta aquí conoce ya la justeza de las palabras del cardenal, cuando algunos ilusos piensan que la teología de la liberación ya es agua pasada después de la contraofensiva de Roma. Todo lo contrario: en esta sección vamos a hilvanar —sin la suficiente perspectiva aún— algunas nuevas noticias y documentos; además de algunos rasgos nuevos de historia que hemos podido completar. Comenzamos por algunas informaciones generales que creemos muy interesantes.

Perspectivas generales e históricas

El Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) que en el primer libro articulábamos en femenino al interpretar sus siglas (así se hace algunas veces en las fuentes) como Conferencia, eligió el 10 de marzo como nuevo presidente al obispo de Pereira (Colombia) monseñor Darío Castrillón Royos, hasta entonces secretario general, que había tenido una destacadísima actuación en el último Sínodo romano de los Obispos precisamente al desenmascarar ante la prensa las desviaciones y ambigüedades en torno a la teología de la liberación, sobre todo ante alguna intervención de algún prelado brasileño (ABC, 11 de marzo de 1987). La designación de monseñor Castrillón, que es una gran noticia para la Iglesia universal, no debe sin embargo ocultarnos la tenacísima lucha que los liberacionistas y sus compañeros de viaje mantienen para la reconquista de las posiciones que mantenían al final de la década de los sesenta (la época de Medellín) en los organismos del CELAM, e incluso para dar el asalto a la secretaría general y la presidencia del decisivo Consejo.

El frente liberacionista de América ha decidido, desde hace ya algunos años, aprovechar el Quinto Centenario del Descubrimiento para enlodar la imagen histórica de España y convertir la conmemoración en plataforma de propaganda. Así el 12 de octubre de 1985, en México, una denominada «Comisión de Estudios de Historia de la Iglesia en América Latina» (CEHILA), comunicó a través de su servicio Paz y Justicia un manifiesto, firmado por «representantes de 23 países» sin que como suele suceder en toda la barahúnda de «instituciones» de inspiración marxista conste en parte alguna tal representatividad, en el que se afirma que el «llamado descubrimiento» fue en realidad «una invasión opresiva y dominante de la cual todavía no nos hemos liberado». Los reunidos se niegan a celebrar la llegada de los españoles, a quienes llaman, con expresión maya, «amontonadores de piedras y chupadores de sangre». No estaban hablando los «historiadores» del CEHILA de los ritos mesoamericanos, contra lo que seguramente habrá pensado el lector. En la misma fecha el Encuentro de los Pueblos indígenas de la zona sur del Perú, celebrado cerca de Arequipa, integrado por «representantes de la raza quechua» emitían un comunicado mucho más serio y profundo, en el que reclamaban el afianzamiento de su unidad dentro de la Iglesia, no sin protestar por las opresiones históricas de «nuestros hermanos blancos», pero refiriéndose más bien a sus actuales dominadores en la política peruana.

Sería interminable registrar aquí las principales visiones de conjunto sobre la realidad iberoamericana en las dos últimas décadas, desde que se agostaron en la crisis mundial las grandes ilusiones del desarrollo y la Alianza para el Progreso. Sin embargo, no me resisto a citar dos estudios de acreditados economistas iberoamericanos, por su sugestiva carga desmitificadora.

Felipe Herrera, economista chileno de centroizquierda moderada, con el que he coincidido en 1986 y 1987 en dos importantes foros socio-económicos continentales (Cartagena de Indias, reunión de la Asociación para la Unidad Latino Americana y México, I Fórum Empresarial Iberoamericano) tiene una amplísima experiencia en los organismos interamericanos de financiación y fomento, y es uno de los más respetados e influyentes economistas del Continente. En su libro Visión de América Latina 1974-1984 (Santiago, Pehuén, 1985) analiza el pesimismo de los años ochenta en contraste con la euforia de los sesenta y setenta. Mientras algunos observadores unilaterales ponen el acento en la dependencia estructural (que por lo visto quieren sustituir por otra peor, de signo todavía más imperialista, como la dependencia de Cuba con sus cinco mil millones anuales de dólares como subsidio soviético), Felipe Herrera insiste en que la educación insuficiente, con un sector todavía amplísimo de la población fuera del sistema educativo, es seguramente la causa principal de la permanencia en el subdesarrollo (p. 67). Y atribuye tan triste situación a falta de decisión política.

Llama Herrera la atención sobre el hecho de que la población iberoamericana, que en 1950 era mayoritariamente rural, en el año 2000 será urbana en un 76%; éste es un hecho capital para los planificadores a escala nacional y continental. Pero en los veinte años anteriores a la publicación del libro, el producto regional bruto de Iberoamérica se ha duplicado, desde los 835 dólares per cápita a los 1600, pese a que también se había duplicado la población; con lo que la inmensa mayoría del pueblo iberoamericano parece situarse en una posición más próxima a la clase media que al proletariado clásico. Diserta Herrera elocuentemente sobre el eterno objetivo de la integración iberoamericana, guiada ahora por esfuerzos insuficientes; y sobre los factores de integración cultural. Se apoya lúcidamente, para su análisis, en el documento de Puebla, aunque no parece tener en cuenta los peligros estratégicos inducidos por el avance de la teología de la liberación.

Otro economista relevante, el profesor argentino Nicolás Argentato, rector de la Universidad de La Plata, presentó en la reunión de AULA en Cartagena de Indias, en junio de 1985, una interesante ponencia sobre la desmitificación de la deuda externa, que aparentemente es el principal problema que pesa hoy sobre las naciones de Iberoamérica.

Para Argentato, que no desconoce los aspectos reales del problema, la deuda externa es «altamente compatible con el desarrollo económico, la ocupación, el buen nivel del salario real, la justicia y la paz social». Contra quienes la esgrimen como restricción insalvable que impide nuestro desenvolvimiento en un «ambiente muy fértil para la proliferación de las ideologías marxistas», el profesor Argentato analiza las políticas de la banca internacional en relación con este problema, y señala que los criterios de la Escuela de Chicago sustentan en su mayor parte esas políticas. No es éste el lugar para exponer con detalle las razones del economista argentino; basta citarle por su valentía desmitificadora.

Desde la aparición de nuestro primer libro hemos podido reevaluar algunos enfoques de carácter general e histórico sobre los problemas de la Iglesia en Iberoamérica. Llamamos la atención del lector sobre los puntos siguientes:

1. El parcialísimo recuento Panorama de la teología latinoamericana, tomo II, compuesto por el equipo SELADOC y publicado en España por «Ediciones Sígueme» en 1975. Esta misma editorial, clave logística del liberacionismo atlántico, había publicado ya una primera colección de artículos (en 1975) aparecidos en 1972, que para los compiladores (y tienen toda la razón) fue el año en que la teología de la liberación, que se llevaba gestando desde varios años antes, tomaba públicamente carta de naturaleza en el mundo. En este segundo volumen se desprecia toda la producción teológica tradicional y se escogen de nuevo, con exclusivismo, los principales artículos liberacionalistas de los años siguientes, entre los que destacan los de Juan Carlos Scannone y Segundo Galilea. Se trataba de acentuar la profunda división entre teología americana y europea; entre teología «tradicional» o falsa y «popular» o verdadera. Maniqueísmo puro, que conviene denunciar en origen.

2. Hemos visto cómo un reconocido experto denunciaba en la revista The World and I la creciente penetración del marxismo en las Universidades norteamericanas. Pues bien, el gran escritor peruano Mario Vargas Llosa, campeón de la libertad, declaraba en Nueva York a fines de marzo de 1987 que las Universidades estatales de Iberoamérica son «nido de fanáticos extremistas» (ABC, 23-111-1987, p. 33). Varios rectores de Universidades peruanas emplazaron a Vargas Llosa para que repita tal afirmación a domicilio; y hacen mal, porque podría anegarles con datos tremendos, como en el caso de algunas Universidades de Chile (incluida la Pontificia y Católica de Santiago, sobre todo su facultad de Teología). Espero que Vargas Llosa cuente con detalle en Perú cómo en torno al magisterio universitario del padre de la teología de la liberación, Gustavo Gutiérrez, se ha incubado un auténtico enjambre de intelectuales y profesionales marxista-leninistas, que desmienten, por aquello de los frutos y el árbol, la fingida prudencia de su maestro y fundador. Véase el libro peruano ya citado por nosotros, Como lobos rapaces, que Vargas Llosa conoce bien, por si hacen falta detalles.

Controversias entre Medellín y Puebla

Al año siguiente del documento —que ya conocemos— propuesto por los obispos de Colombia, el CELAM —en 1977— publicaba en la «BAC» de Madrid su importante simposio Medellín: reflexiones en el CELAM, que constituye un paso importante entre la Conferencia de Medellín (1968) y la de Puebla (1979). La Conferencia de Medellín no había resultado inmune al contagio liberacionalista, después del asalto general del liberacionismo a los organismos especializados del CELAM. Aun así resulta exagerado, como probamos en el primer libro, atribuir a Medellín el origen de la teología de la liberación; pero de Medellín a Puebla la Iglesia de Iberoamérica condujo un arriesgado y eficaz proceso de depuración y clarificación, uno de cuyos hitos se advierte en este volumen colectivo. En el que, dentro de una acertada orientación general, aparecen las marcas de una cierta dicotomía, simbolizada en que la presidencia del CELAM estaba entonces encomendada al cardenal liberacionista Aloisio Lorscheider, de Brasil, y la secretaría general a monseñor López Trujillo, de línea mucho más moderada y acorde con la orientación de la Santa Sede. Afortunadamente en este volumen se impuso la orientación de monseñor López Trujillo, pese a algunas concesiones inoportunas como la intervención del marianista Cecilio de Lora en un trabajo sobre la educación liberadora que contrasta, por su sectarismo «liberador», con el tono general del libro.

La siguiente confrontación entre las dos orientaciones de la Iglesia iberoamericana se fijó para la Conferencia de Puebla, celebrada en esa ciudad mexicana en 1979 —el año del triunfo soviético, cubano, sandinista y liberacionista en Nicaragua— donde, como vimos en el primer libro, se impuso en toda la línea la orientación de Roma, avalada por la presencia personal de Juan Pablo II, gracias a que la organización montó un gran encuentro de obispos, y marginó en las sesiones a los teólogos. Al verse frustrados los liberacionistas organizaron un encuentro teológico paralelo que no consiguió superar el ridículo y que no influyó absolutamente en el desarrollo y conclusiones del gran encuentro episcopal.

Pero la accidentada preparación del Encuentro de Puebla se refleja objetivamente en el libro testimonial, de Albert Methol, Puebla, proceso y tensiones, editado en 1979, poco antes de la conferencia. Que se empezó a gestar en el CELAM hacia 1976, como una «movilización sin precedentes de toda la Iglesia latinoamericana» (p. 7). En la revista española proliberacionista Vida Nueva, Teófilo Cabestrero y el doctor Vergara dijeron absurdamente que Puebla se preparaba como «un antagonismo entre el Episcopado y las bases» (V. N., 1142, agosto 1978), y descalifican la ausencia de laicos; con lo que de paso descalifican a todos los concilios de la Iglesia. El CELAM elaboró un documento de consulta sobre el que se centraron inmediatamente los debates; divididos en dos tendencias, la moderada del propio CELAM y la extremistaliberacionista de la Confederación Latinoamericana de Religiosos, CLAR, dominada por el clan liberacionista de Leonardo Boff, Segundo Galilea, Ronaldo Muñoz, el jesuita J. B. Libanio y otros activistas. El foquismo —etapa primordial del liberacionismo exacerbado y guerrillero, tras el ejemplo de Camilo Torres— «da su última batalla como foquismo eclesial alrededor de Puebla» (ibíd., p. 56). Este grupo extendió el rumor, desde 1977, de que Puebla pretendía enterrar a Medellín, cuando realmente lo que pretendía era encauzar las desviaciones de Medellín. Movidos por el extremista Hugo Asmann, teólogo de la liberación, los hombres del CLAR montaron una ofensiva de rumores contra el cardenal López Trujillo y contra el politizado jesuita Vekemans, a quien acusaron de ser un agente de la CÍA.

El frente liberacionista montó en México el CRIE (Centro Regional de Información Ecuménica) para intoxicar el ambiente antes de la Conferencia de Puebla. Desde Vida Nueva, en España, el activista Teófilo Cabestrero se sumó a la campaña intoxicadora. El Consejo Mundial de las Iglesias, convertido ya en un bastión liberacionista, contribuyó a la confusión. Pero la inspiración pontificia certeramente interpretada por los moderados del CELAM frustró todas las maniobras y Puebla resultó, en efecto, como sabemos, una importante corrección de rumbo, sin pérdidas de energías creadoras en la Iglesia de América.

No lo comprendieron así todos los participantes en el inmediato simposio organizado en La Granada (Avilés, España) y reflejado en un interesante libro que publicó «Sígueme» en 1981, donde se presentaban como autores los teólogos Olegario González de Cardedal (entonces en peligrosa luna de miel con los progresistas), J. L. Ruiz de la Peña, el desaforado liberacionista J. I. González Faus, S.J. y J. Martín Velasco: Puebla: el hecho histórico y la significación teológica. Allí disertó Leonardo Boff, en medio de un aparato exclusivista de citas liberadoras; opinaba que en Puebla todo el mundo quedó satisfecho, porque seguramente no había tenido tiempo aún de leer despacio las conclusiones del gran encuentro. H. Alessandri opinó que Puebla no había tocado el tema de la teología de la liberación; pero tampoco conocía las actas del encuentro, donde se propuso, y se rechazó ampliamente, una mención a esa teología en sus aspectos positivos que los reunidos no quisieron reconocer. En cambio dice acertadamente Alessandri que «el análisis marxista (en la teología) es, desde Puebla, una proposición temeraria». El jesuita González Faus desbarra como casi siempre. Trata de aplicar con desmaño la experiencia de Puebla a España. Cree que el texto de Puebla ha resultado empobrecido «por correcciones hechas literalmente por la espalda» (p. 150). Metido en camisa de once varas históricas, se atreve a dictaminar que los obispos españoles críticos de la Conquista fueron «españoles contra su voluntad» (p. 153); imagínese el lector a fray Bartolomé de las Casas escribiendo contra su voluntad su estupenda y triunfalista Historia de las Indias, que por lo visto ni Faus ni quienes sólo toman un aspecto de las Casas parecen haber saludado jamás. Mas en su papel propone el jesuita rebelde la mediación liberacionista de España entre América y Europa. Y luego, como un torpísimo eco de Manuel Azaña, dice: «Lo que sí me parece incuestionable es que “España ha dejado de ser católica”» (p. 156). Al teólogo antiromano Hans Küng le alaba sus «preclaras» tesis eclesiológicas (p. 163). Menos mal que en el mismo simposio el profesor Velar de aconseja serenamente a la Iglesia de América que no restrinja sus críticas a la economía capitalista de forma unilateral, a la vez que confirma el carácter antihumano de ciertos liberalismos radicales.

Por último, el CELAM ha publicado en las «Ediciones Paulinas» de Bogotá, 1986, un interesante manual pastoral de comunicación social con el título Comunicación, misión y desarrollo, precisamente para cumplir uno de los mandatos de Puebla. En conjunto se trata de una síntesis seria y abierta, con algunos puntos oscuros, como ciertas citas de autores equívocos, por ejemplo el comunista español Manuel Vázquez Montalbán, los liberacionistas Floristán y Tamayo (p. 266 y otras). Más grave me parece la referencia acrítica al nuevo orden mundial de la información y comunicación propuesto por una UNESCO atenazada por criterios marxista-leninistas de información subdesarrollada y totalitaria; y la aparente aceptación de las actividades del centro liberacionista Lebret en Francia. No se trata en el manual de la red desinformativa organizada por la KGB en América, desde su base cubana; ni de las tramas desinformativas de la teología de la liberación y los cristianos por el socialismo.

Revisión del liberacionismo en algunos países: Chile

Examinada ya la aproximación cubana al liberacionismo, y dejando para las secciones siguientes el recuento y análisis de nuevos datos sobre el volcán mesoamericano, vamos a repasar ahora algunas noticias y testimonios que nos permitan completar la información del primer libro sobre las actividades liberacionistas en algunas naciones de Iberoamérica continental. Sólo como muestras especialmente significativas; porque el flujo de información es inmenso, y no puede captarse adecuadamente en una sección de un capítulo.

Ya hemos observado el comportamiento de la extrema izquierda chilena en la reveladora visita de Juan Pablo II a Chile en 1987. Parece cada vez más claro que el marxismo chileno, cuyos grupos radicales muestran una energía revolucionaria intensísima, y sus apoyaturas de retaguardia (que actúan como si formasen un auténtico Frente Popular, con destacada participación de la Internacional Socialista) funcionan como si no tolerasen la permanencia del régimen de la Junta Militar que sustituyó al equívoco régimen de Salvador Allende, y tratasen por todos los medios de subvertirlo, sin atender al caos producido por el régimen Allende, a la voluntad de los chilenos que siguen apoyando al Gobierno militar y a los peligros —demostrados en el caso de Nicaragua— de provocar una situación incomparablemente peor e imprevisible en vez de fomentar (como se hizo desde Occidente en la fase final del régimen del general Franco) una apertura capaz de engranar con los propósitos institucionales declarados por el propio régimen. En Chile, como intentó la izquierda europea en la España de los años setenta, no se busca la democracia por vía de reforma inteligente, sino por vía de ruptura incontrolada; no se procura seguir el modelo español, ni el modelo argentino sino el modelo nicaragüense. Cuando en la tradición democrática y constitucional de Chile —violada flagrantemente por el régimen de Allende antes del golpe de 1973— podrían encontrarse puntos de apoyo decisivos para seguir el primer modelo. Y todo hace pensar que los sectores rupturistas de la Democracia Cristiana chilena —a los que alcanza grave responsabilidad histórica por el caos iniciado en 1970—, y la propia Iglesia de Chile no han aprendido adecuadamente las lecciones históricas de ese caos; y ya dijo alguien que los pueblos que ignoran su propia historia están condenados a repetirla.

En este sentido el libro Operación Chile, obra de dos periodistas profesionales como son F. Vargas y J. M. Vergara (Barcelona, «Pomaire», 1973) escrito desde el corazón de los hechos y publicado a raíz de los hechos, ofrece un enfoque muy apto para comprender el final de Allende tan mitificado por la izquierda cultural hasta hoy. Desde el Frente Popular de la propaganda se ha exaltado la figura del Presidente que se suicidó en el palacio de la Moneda como un estricto constitucionalista hundido por las fuerzas antidemócratas de la derecha en combinación con la acción de las multinacionales. Eso es una estupidez. Allende había llegado al poder en minoría, gracias a los votos de la Democracia Cristiana que se desunió de la derecha chilena tras las elecciones de 1970. Allende, cada vez más condicionado por la extrema izquierda de su Unidad Popular, había suprimido gran parte de las libertades públicas y se había embarcado en un peligrosísimo y anticonstitucional fomento del «poder popular» que incluía el armamento creciente de bandas paramilitares, lo cual las Fuerzas Armadas no estaban dispuestas a tolerar. En carta publicada por los autores de ese libro el senador Patricio Aylwin, presidente de la Democracia Cristiana, reconoce las profundas razones que le llevaron a la ruptura con Allende poco antes del golpe y que se resumen en la flagrante inconstitucionalidad en que incurría el Presidente; inconstitucionalidad que fue establecida democráticamente por las principales instituciones de la República, como el propio Congreso Nacional. Allende se había negado anticonstitucionalmente a promulgar la reforma constitucional como le obligaban las leyes fundamentales vigentes. Y seguía exigiendo, con criterio abiertamente revolucionario, «el desarrollo del poder popular vinculado al Gobierno y sin producir antagonismo con el régimen constitucional», como dijo él mismo en su carta al presidente democristiano.

Entonces no las multinacionales, sino el pueblo de Chile se alzó contra él antes que las Fuerzas Armadas. Los propietarios de los 47 200 camiones amenazados por la falta de repuestos, y por la estatalización de su actividad, colapsaron las comunicaciones de la nación hasta que Allende se fuera. Las amas de casa llenaron las calles con el ruido de sus cacerolas, un procedimiento torpemente imitado después por la izquierda en sus alardes. El 10 de setiembre el comando multigremial de los profesionales chilenos decretó el paro nacional que hizo irreversible la degradación del régimen. Las Fuerzas Armadas intervinieron ante el planteamiento del caos, en el que cabe buena parte de culpa al asesoramiento del socialista marxista español Joan Garcés, que con su correligionario Joaquín Leguina tiene aún que rendir estrechas cuentas de ese caos ante la Historia. Aunque de momento los socialistas españoles persisten en cocear contra el aguijón de la historia; y en 1987 ensuciaron las aceras de la calle de Alcalá con unos mamarrachos digitales que anunciaban una exposición desierta sobre su propia mentira de Chile. Y esto lo dice un historiador que está a favor de la democracia chilena por vía de reforma institucional; y que ha sido senador y diputado de la democracia española, pero que se niega a tragarse las sistemáticas deformaciones de la Internacional Socialista sobre América en general y sobre Chile en particular.

Y es que forzar la ruptura chilena con la mentira sistemática me parece un error tan grave como pretender el encastillamiento de la dictadura. Ahí están los datos. Chile es el único país de Iberoamérica que paga su deuda exterior, y además ha amortizado anticipadamente en 1986 1300 millones de dólares. El ritmo de crecimiento para la economía chilena para 1984-1986 ha estado próximo al 4,8%. El déficit público se ha reducido al 3% y el desempleo ha bajado en siete puntos porcentuales absolutos para ese período. En sus comunicaciones informativas el Gobierno chileno suele reconocer con frialdad de datos los fallos y desventajas de su economía. Las inversiones exteriores aumentan geométricamente. El ritmo de producción de grandes obras públicas, como la gran carretera austral y una central hidroeléctrica gigante, continúa y se incrementa. Pero cualquier noticia favorable para Chile resulta tabú; cualquier noticia negativa se exalta y se difunde a los cuatro vientos, a veces en los mismos órganos de prensa de la derecha occidental. Las descalificaciones contra Chile no suelen acompañarse jamás por descalificaciones contra Cuba y no digamos contra los muy democráticos regímenes socialistas, que además de democracias son populares. Parece que existe un interés definido en que la actual etapa chilena acabe en un baño de sangre, tras experimentar en cuanto a su imagen exterior un baño persistente de mentiras.

En su número 24 (julio-agosto 1987) la prestigiosa revista de centro-derecha Razón Española dedica a la situación actual de Chile, con objetividad, una serie de trabajos esclarecedores. El profesor Juan Velarde Fuertes y H. P. de Arce evalúan los claros progresos recientes de la economía. Durante 1986 el producto nacional bruto ha alcanzado casi el 6%, el crecimiento más alto de Occidente. La tasa de desempleo experimentó una fuerte caída, con creación de 450 000 puestos de trabajo en ese año. Bajó intensamente la tasa de inflación y los salarios reales crecieron en un 2,1%. El superávit comercial superó los mil millones de dólares. Jaime Antúnez Aldunate estudia las relaciones entre la Iglesia y el Estado. En este interesantísimo y documentado resumen se analiza la oposición de la mayoría de los obispos al régimen del general Pinochet; la acción conjunta de cristianos y marxistas en la Vicaría de la Solidaridad y en la estructura, que permanece, de Cristianos por el Socialismo; la militancia de un sector de los obispos especialmente crítico contra el Gobierno, la justificación inicial del Episcopado al golpe militar, al que apoyaron la derecha chilena y el sector mayoritario de la Democracia Cristiana en vista del desgobierno anticonstitucional en que había caído Salvador Allende; el carácter pastoral más que político de los nuevos nombramientos episcopales, empezando por el del nuevo arzobispo de Santiago, monseñor Francisco Fresno; el duro golpe que recibieron los cristianos marxistas y los teólogos de la liberación al publicarse la primera Instrucción de Roma en 1984; la recuperación por el Gobierno de la iniciativa política al superar la crisis económica; la expulsión por parte del Gobierno militar de algunos clérigos agitadores, como el jesuita español Ignacio Gutiérrez, vicario de la Solidaridad, que al regresar a España dejó la orden para casarse con su secretaria y hoy es funcionario socialista del Instituto Iberoamericano de Cooperación; la influencia de la Iglesia popular en torno a Santiago de Chile.

Tradición, Familia y Propiedad es una asociación conservadora, con centro, me parece, en Brasil, pero muy extendida por toda América e incluso en Europa. Sólidamente fundada en concepciones tradicionales, y dotada de un gran sentido y eficacia en el campo de la comunicación, publica constantemente libros, revistas y folletos en defensa de sus ideales, con demoledora carga crítica contra la mitología izquierdista en general y la liberacionista en particular. No conozco suficientemente a esta asociación para dictaminar sobre sus alternativas y sus enfoques constructivos, pero su capacidad crítica es generalmente muy certera y sus publicaciones alcanzan con frecuencia un alto valor documental y un buen rigor expositivo. La Sociedad Cultural Covadonga, que es la rama española de la TFP, publicó en 1976 un documentado estudio sobre los datos de la TFP chilena titulado La Iglesia del silencio en Chile, en que demuestra de forma convincente y abrumadora la permisividad del Episcopado chileno ante el marxismo y el liberacionismo durante el régimen del presidente demócrata-cristiano Eduardo Frei, durante la etapa Allende y durante el régimen de la Junta y el Gobierno militar. En este libro se incluye, por ejemplo, uno de los documentos del Concilio en que doscientos Padres reclamaban la condena del comunismo, descartada previamente por el pacto de Metz como hemos mostrado ya anteriormente.

Desde 1961 en que llegaba a la sede arzobispal de Santiago, monseñor Silva Henríquez trató de guiar, entre ambigüedades y bandazos, a la Iglesia chilena; este libro le presenta como al Tarancón chileno, aunque tal vez exija de él un comportamiento muy difícil en circunstancias casi imposibles. En el libro sí queda muy clara la ya clásica ambigüedad y desorientación de la Democracia Cristiana chilena, así como la responsabilidad del Episcopado y el clero en la instalación de Allende. Episcopado y clero trataron de colaborar con Allende e incluso de salvar al régimen constitucional cuando ya había dejado de serlo. Tras el golpe de 1973 los obispos aceptan al régimen militar, pero algunos reclaman comprensión para el «idealismo» de Allende y su equipo y declaran que se han esforzado en evitar la interrupción del régimen constitucional. Recuerda el libro la tardía condena de Cristianos por el Socialismo (cuando ya había caído Allende) que causó gran extrañeza y malestar en el mundo católico, por su innegable aroma en oportunismo; pero en ese mismo documento se explica que el análisis marxista puede ser útil en determinadas condiciones. Algunos obispos y parte del clero y los religiosos se pusieron inmediatamente en vanguardia de la oposición cerrada contra el régimen militar, desde el corazón y los cuadros de mando de la Conferencia Episcopal. En este libro, y en el directamente editado por la TFP chilena, La Revolución juega sus cartas, se comunican documentos estremecedores sobre la militancia de varios obispos y numerosos sacerdotes en la oposición contra el régimen militar, sin la menor advertencia de los peligros que puede acarrear a la nación chilena un esquema rupturista posiblemente controlado por la izquierda dura, y por supuesto sin la menor preocupación por lo que puede ocurrir si se postula un retorno indiscriminado a la situación de partida; como si «para corregir el efecto (como decía el profesor Jesús Pabón acerca de la España de los años veinte) se pretendiese volver a la causa». Este nuevo libro de TFP enumera los datos sobre proclividad marxista en las Universidades de Chile, a propósito del viaje de 150 universitarios chilenos a Moscú para un festival de la juventud en 1985. Setecientos universitarios católicos publicaron un manifiesto en sentido contrario, recibido de forma muy diversa en los ambientes católicos y universitarios. La reciente incursión chilena del expresidente Adolfo Suárez, antiguo Secretario General del Movimiento (residuo histórico del fascismo español) para pregonar gloriosamente la democracia en Chile me hizo sentir una profunda vergüenza ajena: sobre todo cuando declaró que el viaje le había servido para valorar las excelencias políticas del entonces presidente del PDP, Óscar Alzaga. Cosas veredes.

Las denuncias de TFP en Brasil y Uruguay

Por su parte, la TFP de Brasil ha publicado a través de su filial en los Estados Unidos (1986) un interesante libro desmitificador, en inglés, ¿Se está deslizando Brasil hacia la extrema izquierda? que incluye una documentada desmitificación de la ideología fundamental que late bajo los proyectos de reforma agraria, endosados mayoritariamente por la Conferencia Nacional de los obispos de Brasil. El mito número 1 consiste en que «en Brasil una minoría de grandes propietarios es dueña de toda la tierra, dejando a la mayoría sin acceso a ella y en condiciones miserables». Por el contrario, el autor del estudio, Carlos Patricio del Campo, indica que el Estado tiene en sus manos una enorme cantidad de tierra equivalente a todo el dominio privado; unos 350 millones de hectáreas, mientras que las zonas de dominio privado se reparten desigualmente; aproximadamente la mitad de la población agrícola activa no dependiente es propietaria, y cerca del 75% de las propiedades tienen menos de 50 Ha.

Contra el segundo mito, que acusa a los grandes propietarios de no explotar adecuadamente sus propiedades, la realidad es la contraria; sí que suelen explotarlas bien. El problema radica sobre todo en la pequeña explotación. Pese a ello la renta agropecuaria ha aumentado últimamente más que la población; y con sólo el 20% del producto agrario dedicado a la exportación, las exportaciones agrarias aportan el 50% de las divisas en el comercio exterior. La agricultura transfiere entre el 30 y el 40% de su renta al fomento de otras actividades económicas.

Es también falso, dice TFP, el mito número 3, sobre la concentración de riqueza en Brasil que hace más ricos a los ricos y más pobres a los pobres. Esto dejó de ser verdad a fines de la década de los sesenta, pero se repite como una cantinela rutinaria.

Contra el mito número 4, que habla de desnutrición en un 80% de la población de Brasil, los datos lo desmienten abiertamente; la mayoría de la población goza de superávit calórico. Según estudios del Banco Mundial, esa desnutrición no alcanza al 80, sino al 17% de la población brasileña. La desnutrición infantil afecta solamente al 3% de los niños. En concreto, la equiparación del Nordeste brasileño con Biafra es una exageración. Es verdad que los índices de desnutrición son allí mayores. Pero los índices de mortandad dependen más de la asistencia hospitalaria y sanitaria insuficiente. Para sacar al Nordeste de su situación deprimida —que TFP reconoce— el mejor procedimiento no es una reforma agraria indiscriminada, sino el aprovechamiento del inmenso potencial de riego que posee la región, que podría alcanzar a 4,7 millones de Ha, es decir toda la superficie irrigada de California.

Por último, el mito de la relación automática entre reforma agraria y desarrollo económico-social es más que discutible. La experiencia de otras naciones lo demuestra ya. Ante la abundancia de tierras de dominio público la insistencia en la expropiación de tierras de dominio privado parece deberse a un proyecto de alcance político y dogmático más que económico. Para TFP en este proyecto ideológico tiene una especial incidencia la teología de la liberación, cuya elementalidad económica ya conocemos bien; pero que vertebra en Brasil una red gigantesca de comunidades de base.

Finalmente, TFP de Uruguay publicó en 1977 un interesante y documentado análisis titulado ¿Izquierdismo en la Iglesia? en que se ofrecen algunas claves para comprender el trasfondo de la ofensiva de la guerrilla urbana conocida como los tupamaros durante la década anterior. El estudio de la TFP uruguaya señala como corresponsable a un sector del episcopado uruguayo, dirigido por el arzobispo coadjutor, pero efectivo, de Montevideo monseñor Carlos Parteli, desde diciembre de 1967. El arzobispo declaró públicamente su hostilidad al régimen de libre empresa y mercado, repudió el anticomunismo (con argumentos semejantes a los utilizados por los comunistas) y alentó a varios sectores progresistas del clero, por ejemplo los jesuitas del centro Pedro Fabro, orientados por uno de los pioneros de la teología de la liberación en América y Europa: el padre Juan Luis Segundo. El ex jesuita Zaffaroni se distinguió por sus actividades en la guerrilla. Era, según sus propias palabras un idólatra del Che Guevara.

Un animador del encuentro sacerdotal convocado por el arzobispo Pártelo en 1970 fue el teólogo de la liberación y futuro protestante Hugo Asmann. Ese mismo año se constituye el Frente Amplio mediante la colaboración principal de cristianos y marxistas. En 1972, tras su derrota electoral, los tupamaros embistieron fríamente contra la sociedad uruguaya, minada por las comunidades de base desde el sector progresista y liberacionista del clero.

Las ambiciones de monseñor Bambaren

El Episcopado peruano sólo ha contado hasta ahora con una minoría liberacionista, cuyo portavoz más espectacular es el obispo de Chimbote, monseñor Luis Bambaren S.J.; cuya acción está bien contrarrestada por otros obispos jesuitas mucho mejor formados y orientados, como el obispo de El Callao, Ricardo Durand y el de Arequipa, Fernando Vargas. Pero la minoría liberacionista se ha apoyado en el prestigio mundial de Gustavo Gutiérrez, una especie de héroe nacional en Perú, y sobre todo en las indecisiones crónicas del cardenal de Lima monseñor Landázuri, muy débil ante el liberacionismo.

Pero la hora del cardenal Landázuri parece haber pasado ya. Al elegirse por la Conferencia Episcopal sus representantes para el Sínodo de 1987 sobre los laicos en la Iglesia, ha quedado fuera el arzobispo de Lima así como el presidente de la comisión de laicos y simpatizante de Gustavo Gutiérrez. Los elegidos son un miembro del Opus Dei y dos más pertenecientes a la derecha, lo que se interpreta como una reacción de la mayoría tantas veces condicionada por una minoría audaz. A mediados de setiembre de 1986 monseñor Bambaren, el obispo de izquierdas, criticó durísimamente al presidente Reagan inculpándole de manipular al Vaticano para que desaparezca la teología de la liberación, «porque ésta es un atentado a las inversiones USA en Iberoamérica» (ABC, 17-IX-1986, p. 46). La noticia de ABC señala a monseñor Bambaren como probable sustituto del cardenal Landázuri, lo cual desde nuestro lejano observatorio (y desde nuestro lejano conocimiento personal del hoy obispo rojo del Perú) nos parece sencillamente impensable.

En fin, debemos terminar ya esta sección. A fines de junio de 1986 se celebraba en Quito, capital de Ecuador, una «Segunda Consulta Ecuménica de Pastoral Indígena» con «representantes» de quince países iberoamericanos. Los congresistas vinieron a exigir que se atrasase en cinco siglos el reloj de la historia; por lo visto deseaban cambiar su actual opresión por los ritos vigentes en los imperios precolombinos. El cronista de este hecho, Simón Espinosa, ex jesuita, exhorta en Hoy (15-VII-1986) a los teólogos de la liberación para que incorporen estas reclamaciones indigenistas a su acervo teológico. Menos mal que desde la República Dominicana nos llegan, junto a nobles voces de aliento por nuestro primer libro, esperanzadores datos sobre la situación de aquella Iglesia, regida por un arzobispo joven —primado de América— con las ideas clarísimas y por tanto con el Seminario a rebosar; 400 seminaristas en el Mayor, cifra nunca antes conseguida. Los religiosos de verdad —dice mi comunicante— tienen vocaciones; las monjas con visión «socializada e ideologizada» viven sin que nadie les haga el menor caso. Habrá quizá que empezar la reconstrucción por Santo Domingo, la isla Española, como a fines del siglo XV.

Marejada en la Iglesia católica de los Estados Unidos

Llegan a Europa noticias fragmentarias, cada vez más alarmantes, sobre convulsiones y confusiones en la Iglesia y la jerarquía católica de los Estados Unidos, a las que ha dedicado monseñor George A. Kelly dos obras imprescindibles: The battle for the American Church («Doubleday-Image books», 1981) y John Paul II and the American bishops.

La batalla por la Iglesia americana es un libro fascinante que tomamos ya por guía metodológica —como la citada historia contemporánea de la Iglesia en Francia— para nuestra proyectada historia de la Iglesia de España después del Concilio Vaticano II. Es un libro escrito con excelente información, talante moderado y enorme garra, en el que vemos un fallo principal: no toma en serio la crisis liberacionista en los Estados Unidos, ni por tanto profundiza en sus orígenes; piensa que la teología de la liberación es cosa de países subdesarrollados; y tampoco se preocupa de la convulsión ideológica de fondo en la crisis de la Iglesia, ni de sus conexiones con el contexto estratégico.

Pero su tesis sobre la guerra de guerrillas en el interior de la Iglesia de Norteamérica está archíprobada. La guerra principal se libra ante la Santa Sede y los teólogos, es un problema de identidad. Arranca el libro con la batalla de las Universidades católicas, desencadenada en gran parte por los jesuitas a partir de 1967 cuando varias Universidades de la Iglesia proponen sacudirse el yugo de la Iglesia, mientras los obispos se inhiben. La batalla de los teólogos tiene desde 1967 un jefe de fila; el moralista Charles Curran de la Universidad Católica de América. Y un tema central: la sexualidad humana. La batalla por la familia católica se libra en torno al control de natalidad, en medio de tremendas protestas contra la encíclica de Pablo VI Humanae Vitae en 1968; ya estudiamos en el primer libro la protesta específica y ruidosa de los jesuitas en este delicado terreno. Otro líder contestatario es el padre Andrew Greeley de Chicago, polemista terrible contra Roma y los obispos, publicista procaz y deslenguado desde sus posiciones anárquicas. La batalla de las monjas es particularmente pavorosa. En la década 1966-1976 cincuenta mil de ellas dejaron los conventos en los Estados Unidos. Monseñor Kelly describe varios casos explosivos de rebeldía colectiva y secularización; las vocaciones se han hundido. El Sisters Survey de 1966 (Coincidente con el Survey de los jesuitas, ordenado, para encubrir su propia desorientación, por el nuevo general Arrupe) reveló abismos de ignorancia y de increencia entre las religiosas; abundaban respuestas de quienes no creían en Dios.

El clero secular y regular ha mantenido sus efectivos pero ha visto también hundirse sus vocaciones. En 1962 estudiaban 25 000 jóvenes en los seminarios y otros 25 000 en las casas religiosas de formación. En 1974 esas cifras se habían quedado en 11 000 y 6500 respectivamente. El caso más incitante es el del josefita Philip Berrigan (hermano del jesuita contestatario Daniel) y la monja del Sagrado Corazón Elizabeth MacAlister que adquirieron relieve nacional por su oposición revolucionaria contra la guerra del Vietnam. Acabaron casados; pero confesaron en 1973 (National Catholic Register del 8 de junio) que habían convivido durante los cuatro años anteriores sin que él dejara su convento ni ella el suyo. Se supo por entonces que cien ex religiosos de Maryknoll, la floreciente orden misionera «convertida» al liberacionismo por los jesuitas de izquierda, habían formado una asociación de Maryknoll en la diáspora para ayudarse en su vida matrimonial.

En medio de todo este guirigay, los obispos de los Estados Unidos tardaron en reaccionar, y luego lo hicieron de forma insuficiente, mal coordinada y desorientada, según monseñor Kelly. Sencillamente no estuvieron a la altura del desafío. Y se convirtieron en una constante preocupación para la Santa Sede que trataba de encauzar el turbión a distancia.

Algunos de estos problemas parecen inducidos desde las Iglesias de Iberoamérica, a cuyo desarrollo se ha prestado siempre desde los Estados Unidos una atención creciente. Uno de mis corresponsales más fiables —pastor evangélico con fuerte sentido ecuménico y muy preocupado por los avances de la teología de la liberación en el campo protestante de Iberoamérica— me escribe a mediados de abril de 1987 y me insiste en que en ambientes norteamericanos no se admite nunca la parte de culpa que corresponde a la política de los Estados Unidos sobre Iberoamérica en los siglos XIX y XX en los abusos económicos y colonialistas que luego suministran argumentos, muchas veces con base real, al liberacionismo; mi corresponsal ha palpado en Centroamérica casos flagrantes de intervencionismo abusivo por parte de las compañías multinacionales. En cambio, en los cada vez más numerosos ambientes proliberacionistas del clero, religiosas y religiosos de Estados Unidos la opinión se vuelca exageradamente en sentido contrario, y se asumen en muchos casos las perspectivas de los sandinistas y los teólogos de la liberación. Otro religioso, asiduo y clarividente corresponsal mío desde California, y muy relacionado con los ambientes intelectuales de Norteamérica, traza algunas veces, sobre una documentación impresionante y directísima (que me aconseja velar su nombre) un cuadro que casi parece apocalíptico si no se fundase tan sólidamente. En carta de marzo 1986 reconocía con enorme preocupación los avances de la estrategia marxista-leninista entre el clero norteamericano. Para este excepcional observador un número creciente de sacerdotes, religiosos y monjas de los Estados Unidos hacen mucho menos caso del Papa y del cardenal Obando que de la inspiración de los sandinistas Miguel d’Escoto y los hermanos Fernando y Ernesto Cardenal; mas los progresistas y liberacionistas exaltados Daniel Berrigan (jesuita) y Blase Bonpane. Mi corresponsal atribuye las dificultades del presidente Reagan en su política centroamericana a «la revolución que ha estallado en el pensamiento religioso de los Estados Unido durante los últimos treinta años». «Más que actuar como sacerdotes de Jesucristo, muchos son sacerdotes de Nietzsche». Después de la muerte de Henry Wallace, la estrategia marxista-leninista en los Estados Unidos se volcó en lograr la adhesión de los sacerdotes y religiosos de Norteamérica. Mi corresponsal pronostica que el cardenal Obando y el Papa se verán cada vez más criticados por el clero rebelde de los Estados Unidos.

La Iglesia norteamericana que va a encontrar el Papa Juan Pablo II en su previsto viaje de 1987 —que ya se prepara cuando se escriben estas líneas— está surcada por graves disensiones y atenazada por graves problemas, que llegan a atentar a su unidad. El diario Miami Herald (23 de agosto de 1986) publicaba una detallada encuesta en la que los católicos mostraban sus disidencias respecto de las enseñanzas de la Iglesia. El control artificial de natalidad se aceptaba por el 64% de los católicos; el divorcio por el 54%; el aborto en «circunstancias extremas» por el 64%; el sacerdocio femenino por el 54%; el matrimonio de los sacerdotes por el 60%. La encuesta se organizó por la archidiócesis de Miami y en su ámbito.

Para toda esta cada vez más clara rebeldía contra Roma no faltan, como hemos visto, jefes de fila en la Iglesia e incluso en la jerarquía de los Estados Unidos. Mientras varios obispos (en número creciente) se van deslizando hacia el izquierdismo del movimiento Pax Christi, e incluso hacia el apoyo abierto al liberacionismo y la «comprensión» desmedida por el dictador marxista-leninista cubano, Fidel Castro, quien ha recibido a muy altas representaciones jerárquicas de la Iglesia norteamericana, surgen con alarmante frecuencia brotes de disconformidad y heterodoxia, que tratan de enmascararse y justificarse en nombre de la libertad de expresión tan profundamente arraigada en la mentalidad del pueblo norteamericano, cuya Iglesia católica había vivido durante siglos en plena comunión con Roma, y sin casi ningún problema doctrinal ni pastoral. Ya hemos mencionado la disidencia del teólogo moralista Charles Curran. En el verano de 1986 la Santa Sede advirtió enérgicamente, con medidas disciplinarias, al arzobispo de una diócesis importante, la de Seattle, monseñor Hunthausen, acusado con pruebas de organizar misas para homosexuales, hacer concesiones excesivas en casos de divorcio y aborto, y tolerar prácticas litúrgicas aberrantes. Por intercesión de la Conferencia Episcopal, sin embargo, la Santa Sede contemporizó y devolvió los poderes a Hunthausen, tras obtener garantías sobre su comportamiento futuro (El País, 20-V-1987). Lo peor es que otro arzobispo de una región con fuerte influencia católica, monseñor Rembert G. Weakland de Milwaukee, saltó a las noticias nacionales de los medios al proferir abiertas amenazas contra el Papa —primer caso en un obispo de los Estados Unidos— durante una conferencia celebrada en un centro teológico protestante. La amenaza consiste en que si la Santa Sede persiste en mantener un control severo sobre el departamento teológico de la Universidad católica de América, y en las sanciones contra monseñor Hunthausen, se corre el riesgo de que la Iglesia norteamericana pueda degradarse y sufrir un proceso semejante al que ha aquejado a la Iglesia de Holanda (cfr. New York Times, 10-IX-1986 A22). El arzobispo de Milwaukee atribuye estas tensiones a que la Iglesia no se gobierna desde Roma con respeto por la colegialidad. Monseñor Weakland ha advertido además, en varias declaraciones, que la Iglesia y el capitalismo deben tomar muy en serio el marxismo como alternativa por sus propios errores e insuficiencias. Poco después, en el acto de su relevo como presidente de la Conferencia Episcopal de los Estados Unidos, donde fue sustituido por el arzobispo de San Luis Missouri, monseñor John May, el presidente saliente monseñor James Malone daba una voz de alerta sobre la deslealtad de muchos católicos norteamericanos ante Roma, demostrada en el apoyo recibido por Curran y Hunthausen, a quienes apoya el sector progresista de la Iglesia norteamericana, en el que se incluyen, de forma expresa, no pocos miembros de la Compañía de Jesús (cfr. El País, 12-XI-1986, p. 28). Como hemos dicho el viaje del Papa ha servido, en setiembre de 1987, como eficaz drenaje para muchas de estas gangrenas.

Un centro de activismo liberacionista en Texas: el MACC

Sin embargo, la prueba más alarmante sobre la inclinación de un sector creciente de la Iglesia jerárquica y la progresista de los Estados Unidos hacia el liberacionismo son las actividades —ya reseñadas en nuestro primer libro— del Centro Cultural Mexicano-Americano de San Antonio, Texas (3019 West French Place), creado y sostenido por el Episcopado de los Estados Unidos, y prácticamente convertido ya en un foco activísimo de liberacionismo y rebeldía antiromana. En enero de 1985 el Centro organizó un viaje de propaganda sandinista a América Central con la etiqueta de estudiar la «historia de la Iglesia» en el Istmo. El viaje incluía una estancia «académica» en Managua, de tres días, y un adoctrinamiento en el Departamento de Investigaciones de Historia de la Iglesia, con actuación del teólogo marxista-leninista (según confesión propia) de la liberación Pablo Richard, de nuestra conocida CEHILA. La excursión se dedicaba a sacerdotes y especialmente a teólogos, siempre que fueran «personas comprometidas y solidarias con la lucha del pueblo de América Latina». Se pretendía, según el folleto que tengo delante, «el surgimiento de una nueva generación de historiadores». Para desarrollar «la colaboración entre historiadores de América Latina y los hispanos de los Estados Unidos» con el vínculo de la propaganda histórica marxista-leninista.

En el Programa de Entrenamiento Especializado a Latinoamérica para el Misionero, organizado por el Centro de San Antonio, se ofrece la experiencia adicional de convivir con una comunidad liberacionista de base en el norte de México, «junto con los recursos de liderazgo pastoral del MACC». Entre los alicientes del curso figura «una semana con el padre Gustavo Gutiérrez» y la docencia del liberacionista español Casiano Floristán.

Al advertir estas tendencias, varios prominentes católicos han enviado cartas de protesta al gran responsable del MACC, el obispo Patrick Flores, de San Antonio. El cual contesta en sus cartas (por ejemplo una del 19 de febrero de 1985) que es verdadera la intervención de Boff, Gutiérrez y Dussel; pero que también han actuado el cardenal Rossi y funcionarios militares y de inmigración, lo cual no invalida, ni mucho menos, la orientación liberacionista del MACC. Afirma monseñor Flores, impúdicamente (y en contra de las expresas enseñanzas de la Santa Sede, que como hemos visto marca la continuidad del quehacer teológico actual con el de todos los siglos anteriores) que «el Concilio Vaticano II, celebrado hace veinte años, se ha librado en cierto sentido de teologías que hemos seguido durante cuatro o cinco siglos», lo cual es indigno de un obispo. Mis corresponsales en Texas me han enviado un impresionante dossier con cartas escritas por ellos a los obispos implicados y a la Conferencia Episcopal; sólo han recibido evasivas por respuesta, como la del obispo James Malone, presidente de esta Conferencia, que se limita a endosar la responsabilidad en el arzobispo Patrick Flores, como presidente de la Comisión de la Conferencia Episcopal para Asuntos Latinoamericanos, sin responder a uno solo de los argumentos que se le exponían. Es muy curioso que el director ejecutivo del Secretariado para América Latina en la Conferencia Episcopal norteamericana afirmase el 22 de marzo de 1985 que los programas para misioneros explicados en el MACC se desarrollaban «en plena conformidad con el magisterio de la Iglesia» (carta al señor Nicanor Prado, en Houston) y que tras varias visitas al centro no se hallaba razón alguna para revisar esos programas, cuando varios profesores han incurrido de forma directa en censuras y sanciones del Magisterio, como hemos demostrado hasta la saciedad en este libro y el precedente. Parece claro que los promotores del Centro de San Antonio están conscientemente, y al margen del Magisterio, haciendo la tenaza sobre México desde el Norte, y en combinación con los liberacionistas y sandinistas de Nicaragua, desde el Sur. Una prueba clarísima de que México es el gran objetivo para la estrategia liberacionista en América.

En fin, un gran polemista católico, José Rivera, informa con frecuencia en la prensa tejana sobre las actividades liberacionistas en Texas. Escogemos como muestra solamente uno de sus lúcidos artículos, publicado en La Voz, el 23 de mayo de 1985:

El obispo Fiorenza versus la doctora Fiorenza

El sábado 27 de abril de 1985, en la casa matriz de las monjas dominicanas, y a los pocos meses de tomar posesión de su cargo, el obispo de la Diócesis Galveston-Houston, el Excelentísimo Joseph A. Fiorenza, recibió el tercer reto contra su autoridad de parte de los radicales de extrema izquierda y de los disidentes del Magisterium de la Iglesia, que aliados han venido controlando por los últimos años la mayor parte de las actividades patrocinadas por nuestra Diócesis. El invitar a la conocida líder del movimiento «prochoice», doctora Elizabeth Schussler Fiorenza, constituyó un abierto desafío al nuevo obispo.

En mis dos artículos acerca del movimiento Santuario (La Voz, 7 y 14 de marzo de 1985) analizamos las desafortunadas declaraciones hechas por nuestro obispo, debidas éstas posiblemente a confusión creada por la campaña propagandística dirigida por dichos elementos. Esta campaña de «desinformación» fue posteriormente refutada por Su Excelencia el obispo Rene Grácida de Corpus Christi el cual al regresar de un viaje investigatorio a la América Central y después de consultar con los obispos de El Salvador y numerosas agencias relacionadas con el particular, afirmó que no se ha podido encontrar un solo caso probado en que se hubiese maltratado al regresar a El Salvador a aquellas personas deportadas de los Estados Unidos.

El segundo reto hecho a la autoridad del obispo Fiorenza fue el convertir nuestras iglesias en centros de actividad política partidista violando así de hecho la condición de «no para lucro» de que gozan estas instituciones.

Anunciándose en la mayoría de las parroquias de nuestra Diócesis se celebraron del 19 al 24 de marzo de ese año unas campañas de desinformación usando principalmente la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe. El 22 de marzo, los invitados de honor para hablar fueron dos representantes de las guerrillas marxistas que en El Salvador tratan de destruir la incipiente democracia libremente elegida por el pueblo salvadoreño. Un delegado del Frente de Liberación Nacional Farabundo Martí (FMLN) y otro del FDR se encargaron de confundir hábilmente a los allí presentes. Actos similares de distribución de propaganda marxista y «desinformación» fueron celebrados en la misma iglesia los días 23 y 24.

¿Es propio, reverendo obispo Fiorenza, que nuestras iglesias se conviertan en centros de militancia política de cualquier naturaleza sea de extrema derecha o de extrema izquierda? Este estado de cosas irregulares e ilegales ha venido ocurriendo sistemáticamente por los últimos 2 o 3 años. ¿Va Su Excelencia a permitir que eso siga ocurriendo?

El tercer reto, y éste sin lugar a dudas el más grave, fue el invitar a la doctora Elizabeth Schussler Fiorenza a hablar en el «Dominican Mother House» a pesar de su larga ficha de posiciones contrarias al Magisterium de la Iglesia además de su posición en favor del aborto y firmante de la famosa carta del New York Times, el pasado año, en que se distorsionaban las Enseñanzas de la Iglesia católica en esa materia, carta esta que había sido totalmente condenada por la Santa Sede y por la Conferencia de Obispos de los Estados Unidos.

Dicho evento, que duraría todo el día, fue anunciado en el periódico diocesano The Texas Catholic Herald (15 de marzo de 1985), por órdenes directas del Departamento de Relaciones con la Comunidad de nuestra Diócesis. Usando las listas de correo de miembros del CCE les fue enviada a todos los profesores y alumnos del CCE (Continuing Christian Education) una comunicación oficial de la Diócesis para que asistiesen al acto. Una segunda noticia fue enviada a todos los párrocos para que anunciasen el acto en los boletines de sus parroquias y de hecho muchos inmediatamente pusieron el anuncio en las pizarras de anuncios de actos de su iglesia.

No puede caber la menor duda de que los involucrados en esa organización masiva sabían perfectamente lo que estaban haciendo dado lo conocido de las credenciales de la doctora Schussler Fiorenza. Es de notar que la doctora Fiorenza no tiene relación familiar con nuestro obispo.

Al haber una tremenda reacción de parte de los católicos preocupados con los hechos ya mencionados y del movimiento «prolife», los cuales le dirigieron sus quejas. Su Excelencia decidió ordenar a los «deans» que inmediatamente avisasen a los párrocos para que no publicasen el acto, se ordenó al periódico diocesano que no publicase ninguna carta al editor o artículo referente al acto y se informó a la Madre Superiora del Convento de las Dominicas que él personalmente no sólo no aprobaba sino que profundamente lamentaba el que se presentase dicho conferenciante.

Aquellos que elevaron sus quejas al señor obispo recibieron una carta en la cual él mismo aclaraba que él no patrocinaba ni aprobaba el evento; pero aquellos miembros del CCE que habían recibido la invitación para que asistiesen al acto como parte de sus estudios no recibieron contra-orden aclarando la posición de Su Excelencia. Así, más de 400 personas, incluyendo al subdirector del CCE, padre Jacques Weber, asistieron al acto y entusiastamente aplaudieron a la doctora Schussler Fiorenza como si la misma hablara por la Iglesia y tomando como doctrina de la Iglesia lo que en realidad eran distorsiones de la misma.

El movimiento «prolife» y los católicos leales al Magisterium y al Papa cooperaron con el obispo Fiorenza en no piquetear ni organizar manifestaciones públicas de protesta contra el acto. Estamos seguros de que Su Excelencia va a ejercer su autoridad y depurar responsabilidades de todos aquellos envueltos en estos lamentables y vergonzosos hechos.

Raro es el mes en que los obispos de los Estados Unidos, muy agitados ante la próxima visita del Papa, no deparen alguna sorpresa a la opinión pública mundial. En mayo de 1987 un obispo pacifista del área de Nueva York, John McGann (que reaparecerá en nuestra historia sobre los Marianistas) se comportó groseramente ante el presidente Reagan durante el funeral por W. Casey, director de la CÍA muerto entre las convulsiones del caso Irán-contra. Y se atrevió a descalificar al propio difunto.

La reacción de los fideles: los Congresos de la Reconciliación

Bajo la orientación del Papa Juan Pablo II y sus colaboradores teológicos y pastorales, los -fideles de la Iglesia de América han procurado ofrecer en estos últimos años una alternativa a la teología de la liberación que ha tomado la forma de una Teología de la Reconciliación. Este grupo, y este espíritu son los autores de la Declaración de Los Andes comunicada a fines de julio de 1985 y torpemente silenciada por los medios del catolicismo progresista en todo el mundo. Teólogos de la Compañía de Jesús y del Opus Dei cooperan con otras personalidades de la Iglesia en este empeño que cuenta con la plena aprobación del Papa. Y que se ha manifestado, hasta ahora, en tres Congresos sucesivos.

Los tres fueron organizados en Perú, debido en gran parte a la fidelidad y la eficacia de los Prelados jesuitas de esa nación, que consiguieron un cuadro de ponentes de primera magnitud, con participación de personalidades del Vaticano, de la Iglesia peruana y de otras Iglesias nacionales como la de Brasil y la de España. Ponencias y seminarios alcanzaron gran altura, y muy notable aceptación entre los auditorios, que incluían a centenares de agentes pastorales y a numerosos jóvenes. El cardenal de Lima, monseñor Landázuri, enmendó algunas debilidades con su asistencia y apoyo fervoroso a estos Congresos, que forman ya un cuerpo de doctrina positivo y considerable.

El primer Congreso de la Reconciliación tuvo lugar en la ciudad peruana de Arequipa en 1985 y sus actas se han publicado bajo el título El desafío de la Reconciliación en Lima, «Fondo Editorial», 1986. Su objetivo, como el de los demás Congresos de la serie, fue «la liberación en la reconciliación y no en el enfrentamiento estéril». Fue alma de este primer Congreso el arzobispo de Arequipa monseñor Fernando Vargas, S.J. Participaron el secretario del Sínodo, monseñor Tomko, creado cardenal poco después, y nombrado prefecto para la Sagrada Congregación para la Evangelización de los Pueblos, que analizó profundamente las divisiones de la sociedad y de la Iglesia que debían superarse por la reconciliación; el fundador peruano del Sodalitium Christianae Vitae, un movimiento interesantísimo en comunicación plena con el Magisterio, don Luis Figari, que hizo un brillante recorrido por la cultura moderna del ateísmo con especial detención en el marxismo; el cardenal López Trujillo, estrella en estos encuentros; el obispo auxiliar de Río, monseñor Karl Romer, una de las grandes esperanzas de la Iglesia brasileña dividida; el profesor español Cándido Pozo, de la Comisión Teológica Internacional, que propuso una original exégesis bíblica de la reconciliación; el profesor italiano Massimo Serretti; el director de Communio, escritor y periodista chileno Fernando Moreno, que había colaborado con eficacia en la organización; y el obispo brasileño de Porto Alegre, monseñor Antonio do Carmo Cheviche, que concretó las tareas de la reconciliación en el contexto de Iberoamérica. Las conclusiones de este Congreso, publicadas en castellano e inglés con el título Tesis para una teología de la reconciliación, se difundieron por todo el mundo. Es importantísima la tesis segunda, en la que se reconocen las situaciones de miseria y opresión de Iberoamérica, debidas a la fuerza del pecado; y que se enconan todavía más por «quienes poseídos por una visión conflictual se integran en la lucha» frente a la que los teólogos de la reconciliación proponen abiertamente una opción por la vida.

Resulta emocionante ver cómo en el mismo Perú en que nació, para dividir a la Iglesia y abrirla a influencias exteriores disruptivas, la teología de la liberación al comenzar los años setenta, se proponía ahora serenamente, con enorme fuerza, la teología de la reconciliación, menos espectacular, a fuer de constructiva, que la teología destructiva, pero más fecunda en cuanto fundada en la Tradición y el Magisterio, sin apartar la vista de la realidad social conflictiva e injusta de los pueblos que desde el otro frente se quieren redimir por el marxismo, la revolución y la aberrante Iglesia popular.

Monseñor Ricardo Durand, S.J., arzobispo-obispo del Cuzco, organizó en su diócesis, en 1986, el segundo Congreso de la Reconciliación, cuyas actas se publicaron ese mismo año en Lima, «Fondo Editorial», bajo el título El reto de la Nueva Evangelizarían. Este Congreso logró mayor asistencia, y aumentó si cabe el nivel y la calidad de las intervenciones. Agentes pastorales y jóvenes del Perú llevaban las conferencias y seminarios mientras el mundo católico comentaba las grandes decisiones de la Santa Sede sobre la teología de la liberación en el año anterior, y esperaba para muy pronto el segundo documento Libertatis conscientia en cuya onda se había situado ya anticipadamente este segundo congreso reconciliador, que invocaba, como el primero, su acogimiento expreso y total a la línea del Papa. ¡Qué gran ejemplo estaba dando, en medio de la confusión de otros sectores de la Orden, la Compañía de Jesús en el Perú, guiada por sus grandes arzobispos!

Abrió el segundo congreso el propio monseñor Durand, quien evocó la decisión del cardenal de París, Suhard, cuando en los años cuarenta, tras la lectura del famoso libro Francia, país de misión de Godiny Daniel, inició la nueva idea de la evangelización en los países teóricamente cristianos. La disertación del arzobispo se hizo con su habitual densidad, y se desarrolló en sus clásicos esquemas clarísimos, llenos de contenido. El rector de la Universidad pontificia de Ecuador, Julio Terán, expuso los fundamentos teológicos de la salvación, la liberación y la promoción humana. También intervinieron don Luis

F. Figari, ahora sobre la función de los laicos en la Iglesia; y el cardenal López Trujillo. Monseñor Lucas Moreira, obispo brasileño y secretario de la Sagrada Congregación para los Obispos, habló sobre la jerarquía y la nueva evangelización. Se comentaron las intervenciones del cardenal norteamericano Bernard Law; del obispo colombiano Castrillón, tan directo y valiente como siempre, del joven ingeniero y coordinador empresarial mexicano, Federico Muggenberg; y del eminente canonista español Teodoro Jiménez Urresti, que propuso acertadas ideas sobre el quinto centenario del Descubrimiento y por tanto de la evangelización de América.

El tercer Congreso de la Reconciliación se ha celebrado ya en 1987 en otra diócesis peruana, la de Tacna, cuyo prelado es monseñor Óscar Alzamora; con alguna incursión a la vecina ciudad chilena de Arica. Nuevo éxito de los organizadores, que ya han logrado institucionalizar sus encuentros, a los que va asistiendo un contingente joven todavía mayor. Brillaron en Tacna Fernando Moreno, con su ponencia sobre conflicto social y compromiso cristiano; monseñor Alzamora, que además de presidir el encuentro intervino varias veces con profundidad, como el de la mesa redonda que dirigió con el obispo nicaragüense Vega, de Juigalpa, centro de los odios sandinistas que acabaron por expulsarle —con varios sacerdotes católicos en el Gobierno— entre calumnias y mentiras. Los dos prelados orientaron a un auditorio entusiasmado por sus acertadas diagnosis sobre la liberación, la reconciliación y la solidaridad en los campos reales del marxismo y el cristianismo. Se esperaba con interés excepcional la intervención del obispo de Petrópolis, monseñor José Fernández Veloso, bajo cuya autoridad diocesana vive Leonardo Boff, quien no defraudó al auditorio cuando concretó «los ardides, desafíos y manipulaciones de la línea marxista en la teología de la liberación», precioso testimonio por venir de uno de los centros nerviosos del liberacionismo. El gran periodista y testigo católico de Texas, José Rivera, glosó en varios artículos este tercer encuentro.

Para un observador lejano, y dotado quizá por ello de mayor perspectiva, crece año tras año la importancia de estos encuentros, en los que los fideles del Papa —utilizo a plena conciencia este hermoso término de la Alta Edad Media— proponen serenamente su alternativa reconciliadora a los portavoces revolucionarios del liberacionismo. Es emocionante comprobar cómo al fin los hijos de la luz han sabido reaccionar —mucho mejor que en Europa— al desafío marxista entre las cortinas de humo de una falsa liberación. El nuevo equipo doctrinal, y el acervo teológico y cultural que se va formando en estos encuentros alcanza un valor inmenso para el futuro de la Iglesia en Iberoamérica.