Las Iglesias regionales del País Vasco y de Cataluña contribuyeron como corriente decisiva a la formación y enquistamiento de los nacionalismos catalán y vasco, como reconocen hoy todos los historiadores. Durante su época, el general Franco tuvo mucho cuidado en seleccionar a los obispos que debían ser presentados para las diócesis de esos territorios, donde después del Concilio apuntaron entre el clero peligrosos movimientos políticos secesionistas. Ya durante la transición el nacionalismo clerical se exacerbó hasta extremos casi indecibles, y animada por una mayoría de su clero, la opinión pública de los católicos catalanes y vascos (es decir, el sector de opinión que contaba, bien atizado desde los focos extremistas y separatistas) exigió dogmáticamente que sólo obispos de esas regiones pudieran acceder a las sedes situadas en ellas, aunque no se oponían a que obispos catalanes y vascos rigiesen otras diócesis de España.
El nacionalismo vasco nació separatista a fines del siglo XIX, y sigue fundamentalmente separatista, aunque dividido en tres alas: la más moderada, el PNV, que conserva las siglas de Sabino Arana Goiri, su fundador, y jamás ha renunciado a su separatismo de nacimiento, aunque ahora lo enfoca en horizontes situados entre la utopía y la realidad, y con tácticas de cierta moderación; Eusko Alkartasuna, la reciente escisión encabezada por Carlos Garaicoechea, menos utópico en sus horizontes separatistas, más radical en su exigencia de inmediata autodeterminación; y Herri Batasuna, el separatismo puro, el brazo político de la organización terrorista-separatista ETA, nacida entre las juventudes del PNV y en un caldo de cultivo eclesiástico. El nacionalismo catalán nació algo antes que el vasco (que se inspiró en el catalanismo para brotar a la vida pública) a partir de una conjunción de corrientes federalistas, culturales, carlistas, económicas y religiosas, conjunción que inicialmente se presentó como regionalista pero que sobre todo después del hundimiento del horizonte atlántico español en el desastre de 1898 evolucionó rápidamente hacia un separatismo que, confuso en lo político, fue agravándose cada vez más en lo cultural, incluso hasta nuestros días. En La derecha sin remedio hemos trazado recientemente las etapas de los dos nacionalismos catalán y vasco.
Pues bien, la Iglesia catalana, que como acabamos de decir contribuyó decisivamente al nacimiento del catalanismo cultural y político, se declaró abiertamente nacionalista en febrero de 1986. Los diarios moderados de Madrid, mediatizados cada vez más por el catalanismo político, y deseosos de no agravar más la desunión de las derechas, no reaccionaron con excesiva intensidad ante este gravísimo hecho. El columnista Abel Hernández sí que lo hizo en un artículo especialmente certero que reproducimos íntegramente a continuación (Diario-16, 8-II1986, p. 9) con expresión de nuestra plena coincidencia con su contenido:
Para los obispos catalanes, Cataluña es una nación. En un importante documento, que no tiene precedentes, la Conferencia Episcopal tarraconense, compuesta por las ocho diócesis catalanas, proclama «la realidad nacional de Cataluña, plasmada a lo largo de un milenio de historia», y solicita la comprensión de los católicos españoles para esta realidad.
Ya no queda ninguna duda. La Iglesia católica en Cataluña se manifiesta abiertamente nacionalista. Los obispos catalanes consideran a España —en una interpretación técnica discutible— un Estado plurinacional y exigen que los derechos y los valores culturales de aquella minoría étnica no sólo no sean destruidos o asimilados por la cultura mayoritaria —la cultura castellana—, sino que «sean respetados absolutamente, e incluso promovidos», por el Estado.
En la actual «guerra de las lenguas» o de «normalización lingüística» los obispos catalanes parecen situarse de parte de los sectores más catalanistas.
La izquierda en Cataluña, sobre todo el socialismo, ha ido perdiendo la fuerte impregnación nacionalista con que emergió al comienzo de la transición. Los dos grandes pilares actuales del triunfante nacionalismo catalán son la burguesía y la Iglesia, que corren cierto peligro de confundirse políticamente.
Aunque puede resultar una discusión estéril, observadores muy cualificados opinan que la Iglesia catalana es más profundamente nacionalista que la propia Iglesia vasca. Son los mismos que consideran el «problema catalán» mucho más serio para la vertebración nacional de España (para muchos españoles, España sigue siendo una nación) que el «problema vasco» a largo plazo. Un destacado intelectual cristiano calificaba de «política de campanario» el documento de los obispos de Cataluña. Y un conocido teólogo de Salamanca comentaba: «¡Hay que ver qué manera de ir la Iglesia detrás de los acontecimientos!»
Esto quiere decir que los obispos catalanes no van a encontrar probablemente la comprensión solicitada entre muchos de los católicos españoles, a pesar de que dejan claro que su nacionalismo no conduce necesariamente a la vindicación de un Estado aparte y afirman expresamente: «No pretendemos reducir los vínculos de fraternidad y solidaridad entre los pueblos de España a unas relaciones meramente administrativas».
Desde hace tiempo, la Iglesia catalana ha mostrado un creciente afán de independencia de la Conferencia Episcopal española, lo que ha provocado algunas tensiones. Todos los obispos de Cataluña son catalanes (menos Caries, de Tortosa, que es valenciano catalanista), si no, no serían admitidos. De hecho, más de un nombre ilustre ha sido rechazado en los últimos tiempos. Estamos, pues, ante una Iglesia catalana y «catalanizada».
La Conferencia Episcopal tarraconense, que preside don Ramón Torrella, un obispo abierto, inteligente y sensible a los problemas sociales, tiene todo dispuesto para implantar en las ocho diócesis la autofinanciación, rachazando la aportación económica como un gran gesto evangélico, y seguramente lo es. Sin duda, la Iglesia catalana quiere también ser más libre, más autónoma y más independiente. En todo caso, no hay peligro de que el dinero catalán desampare a «su» Iglesia.
En efecto, los obispos de Cataluña no deben esperar la más mínima comprensión para su designio —larvadamente separatista— entre los católicos del resto de España. En esos mil años de historia que alegan, hay también una fortísima y decisiva corriente de confluencia sobre la unidad de la nación española, que para nada parecen tener en cuenta. En su declaración han cedido también ellos al particularismo centrífugo que luego, sorprendentemente, asume cómicos caracteres de imperialismo en la famosa expansión de los Pàisos Catalans. La historiografía romántica sigue haciendo estragos en la Iglesia catalana. Esta respetuosa repulsa debería también tenerse en cuenta por la Iglesia catalana, firmísimo respaldo actual de la coalición Convergencia i Unió, en un nuevo alarde de nacional-catolicismo con ámbito regional.
El caso de la Iglesia vasca en la agonía del franquismo, en la transición y en la actualidad parece todavía más grave. No existen estudios fiables sobre la evolución contemporánea de la Iglesia en Vascongadas y Navarra, pero en algunos libros pueden encontrarse informaciones aisladas muy interesantes. Sobre todo en el de Ignacio Villota Elejalde, La Iglesia en la sociedad española y vasca contemporánea («Desclée», Bilbao, 1985; colección Magisterio, Derio), que me parece imprescindible. En este libro se describe la crisis agónica del franquismo en el País Vasco, declarada abiertamente en 1968 con el martirio del obispo de Bilbao, don Pedro Gúrpide, a manos de su clero rebelde y separatista; y su sustitución como administrador apostólico por monseñor Cirarda, un hombre de la tierra que trató con enorme y fallido esfuerzo de reconciliar lo irreconciliable. Villota acepta en lo esencial, aunque exija más pruebas, una tesis de otro estudio imprescindible: Paul Iztueta, Sociología del fenómeno contestatario del clero vasco (1940-1975) («Elkar», San Sebastián, 1981): «La presencia de los militantes de la Juventud Rural de Acción Católica es irrefutable en el origen de la radicalización del clero vasco y también en la génesis del movimiento político ETA» (Villota, op. cit., p. 487). La JARC «se desarrolló sobre todo en Guipúzcoa, donde funcionó desde 1953, y en Vizcaya, en donde se inició en 1961, gracias a los esfuerzos de convencimiento ante el obispo José María Larrea, y el trabajo de Ander Manterola» (ibíd., p. 487). La JARC será el caldo de cultivo para la transformación del carlismo rural en separatismo marxista revolucionario a través de una auténtica conversión de la juventud vasca, en contacto con los radicales de las juventudes nacionalistas formados en la Universidad de los jesuitas en Deusto. Así surgía la organización radical-terrorista ETA al comenzar los años sesenta, con una infraestructura inicial apoyada por un sector creciente del clero vasco. En enero de 1966 los sacerdotes del Movimiento Rural rompen con la Acción Católica y con la dependencia jerárquica para convertirse en activistas revolucionarios. La crisis, ya con carácter general, estallará en el verano de 1968, como consecuencia de la muerte de un joven etarra, Javier Echevarrieta, tras haber participado en el asesinato de un guardia civil: las misas por Echevarrieta se propagaron con matiz claramente subversivo y dieron origen al movimiento sacerdotal GOGOR, Gogorkeriaren aurka, gogortasuna (Contra la crueldad y la violencia represiva, la oposición tenaz), que sirvió como infraestructura a ETA en su degradación terrorista inmediata. Fue nombrado delegado episcopal para asuntos socio-pastorales, es decir, para asuntos políticos, el sacerdote don José Ángel Ubieta, grato a los separatistas del clero.
El libro, desigual y decepcionante, de Antonio Navalón y Francisco Guerrero, Objetivo Adolfo Suárez («Espasa-Calpe», 1987), sin embargo, resulta imprescindible por algunos raptos de intuición próximos a lo genial. Por ejemplo, entre las páginas 122 y 125 se expone una teoría que me parece profunda y exacta sobre las repercusiones de la crisis marxista del clero vasco-navarro en España y en Iberoamérica. Esta región ha sido tradicionalmente gran proveedora de sacerdotes y religiosos para América. Pero durante la época de Franco, este clero se ha dejado penetrar gradualmente por un marxismo barato y fanático, degradación y corrupción del carlismo, que cuando sus portadores llegan a Iberoamérica choca con una situación social todavía mucho más injusta. «Para evitarse problemas en sus diócesis, los obispos conservadores de la época tienden a mandar sus ovejas descarriadas (léase sacerdotes más o menos inficionados de marxismo) al otro lado del Atlántico… El resultado es la teología de la liberación…, que sería algo así como la versión criolla del nacionalismo vasco más un replanteamiento del mensaje evangélico influido por corrientes circulantes en el Concilio Vaticano II y un marxismo también primario que no tenía nada que ver ni con la decepción de los países del llamado socialismo real ni más tarde, en la práctica, con un mundo industrial, sino con un mundo campesino».
Y prosiguen los intuitivos autores en plena diana: «Tremendamente, el mensaje evangélico ha ido siendo transformado en dos clases de cruentas batallas: dentro de España en la versión terrorista de las diversas ETA y en diversos países iberoamericanos en movimientos de liberación convertidos en guerrillas, en las que combaten muchos sacerdotes que sufren bajas y se convierten en una nueva especie de mártires. Al lado de esta Iglesia revolucionaria hay una Iglesia pactista con las nuevas fuerzas que se van alumbrando en España, cuyo símbolo máximo es el cardenal Tarancón, que se separa del declinante nacional-catolicismo e incluso de las viejas fórmulas de la democracia cristiana para influir en los espíritus y en la política diaria, en la legislación y en la realidad a través de un proceso razonador y de pacto tanto con fuerzas de derecha como de izquierda. El equivalente iberoamericano es el de las democracias cristianas inspiradas todavía en los viejos modelos italiano y alemán y si se quiere el español de la CEDA en los tiempos de la República».
Antonio Navalón es un intuitivo formidable que por su aspecto y su talante ha sido llamado por alguien el Orson Welles de la transición española. Al idear estas páginas estaba en total vena de aciertos. Que remata con otro mayor:
«Aquí vamos a entrar en una afirmación grave y posiblemente discutible, pero la Iglesia, esa Iglesia de la teología de la liberación, con sus raíces españolas y su toque irlandés y sobre todo su floración iberoamericana, es un sumando no desdeñable en la lucha del marxismo por el triunfo en la gran contienda mundial. El gran patio trasero de Norteamérica está conmovido no sólo por la revolución cubana de Fidel y el Che Guevara, sino, seguramente de manera más importante, por esta doctrina que une lo moderno a lo antiguo y da sentido a la revolución, sin destruir al catolicismo, en parte mezclado con supersticiones, pero muy introducido en grandes masas indígenas y que de barrera había pasado a ser cauce y camino de colaboración. La tensión o lucha contra ese marxismo cristiano o cristianismo marxista no alcanza sólo los casos que se pudieran considerar como más exagerados o prototípicos de dictaduras sangrientas impresentables, como la de Somoza en Nicaragua o la de Duvalier en Haití, sino también a regímenes moderados y democráticos impulsados por la vieja corriente kennedista y por el presidente Cárter».
Un solo detalle falta a la lúcida intuición de Navalón y Guerrero: la función de los jesuitas separatistas vascos como coordinadores del liberacionismo en España e Iberoamérica: el lector conoce bien los casos de Ellacuría y Sobrino en el centro avanzado de San Salvador. La presencia de jesuitas vascos y de etarras vascos en Centroamérica —recuérdese el atentado de ETA contra el dirigente contra Edén Pastora— es, a esta luz, una presencia paralela que responde, lo sepan o no sus protagonistas, a un mismo designio estratégico.
Las dos corrientes se vuelven a juntar, en estos últimos tiempos, dentro de España. Por ejemplo, del 31 de marzo al 3 de abril de 1987 se ha celebrado en la sala de cultura de Arrásate 12, San Sebastián, un foro por la liberación de Euskal-Herria, con el título Un desafío a la fe y a la Teología, en que confluyen el separatismo vasco y la teología de la liberación. «La construcción y liberación de un pueblo —dice la correspondiente proclama— presupone eliminación de obstáculos, aunar voluntades, planear proyectos, fijar los medios para llevarlos a cabo. Esto significa tomar decisiones, adoptar compromisos, asumir riesgos. Es necesario asumir los fracasos, volver a realizar trabajos, luchar con esperanza. En todo ello, ¿qué aportan los creyentes a la construcción y liberación de Euzkadi? Esta corriente de la teología de la liberación, que asoma hoy por nuestro pueblo, ¿qué nos puede aportar a este debate?» Respondieron varios liberacionistas, como Guillermo Múgica, profesor de Teología en Perú; Julio Lois, de la Asociación de Teólogos Juan XXIIII en Madrid; Txabi Ikobaltzera, responsable de las comunidades cristianas de Guernica; Félix Placer, profesor en la Facultad de Teología de Vitoria; y un grupo de militantes de Herri Batasuna (EKB, Comité de Refugiados, Gestoras por amnistía) que cantaron las glorias de ETA en una mesa redonda. La teología de la liberación regresaba, pues, a sus orígenes.
El actual obispo de San Sebastián, monseñor José María Setién, hombre inteligente e influyente en la Conferencia Episcopal española, de cuyo Ejecutivo actual forma parte, es un nacionalista vasco radical que refleja en su equívoco comportamiento la propia estrategia nacionalista en relación a la independencia de Euzkadi; dos pasos adelante y uno atrás, mientras acepta implícitamente la colaboración terrorista para cumplir su designio de independencia, aunque naturalmente, no exalta de forma directa al terrorismo. En enero de 1983, por ejemplo, monseñor Setién, después de varios pasos adelante, dio uno de sus clásicos pasos atrás y dijo en la VIII Semana Teológica de Valladolid, primero, que «si existe un pueblo vasco, existe una Iglesia vasca»; segundo, que «la Iglesia vasca no se considera autónoma del Episcopado español» (ABC, 28-1-1983, p. 40). Pero en vísperas del 23 de febrero de 1985 asombraba a la afición con unas tremendas declaraciones en Pamplona. Dijo allí que «la independencia de Euzkadi es un objetivo perfectamente perseguible»; equiparó, como es habitual en su campo, la violencia terrorista etarra con la violencia del Estado y —esto es lo más grave, aunque pasó entonces casi inadvertido— justificó la actúación conjunta de los tres obispos vascos con el arzobispo de Pamplona, que también es, ahora, vasco, y su competencia «para entrar, dentro de la visión religiosa, en el ámbito político-social». Dediqué al acontecimiento un artículo de fondo histórico en Época, precisamente en el número 1 de la revista, 18-24 de marzo de 1985. Allí propuse que lo perfectamente perseguible —de oficio— es la declaración de monseñor Setién.
En nombre de casi toda la opinión pública española no separatista, ABC de Madrid fustigó inmediatamente al obispo traidor; el diario Ya, por el contrario, trató desmañadamente de cubrir —quizá de encubrir— al obispo separatista con unas consideraciones untuosas y formales que demostraron una vez más la falta de rumbo del diario católico (27 de febrero, 13 de marzo de 1985, editoriales). Para complicar, o más bien clarificar las cosas, el obispo traidor envió una carta abierta al ministro de Administración Territorial (El País, 5-III-1985) en que dice: «He de comenzar afirmando que las palabras que la Prensa me ha atribuido y que dicen: “la independencia de Euzkadi es un objetivo perfectamente perseguible” son exactas y sin pecar de obstinado me ratifico en ellas». Y aducía luego dos argumentos en favor de esa independencia. Primero: «¿Qué es lo que impide que el pueblo español soberano, que ha decidido la unidad territorial española, pueda modificarla?» Segundo: «La unidad política territorial no puede ser un presupuesto inconmovible que esté por encima del propio consentimiento político». Es decir, la fórmula clásica del principio de autodeterminación aplicado a Euzkadi.
Si ETA nació entre las aulas de Deusto y los antiguos valles carlistas de Vizcaya y Guipúzcoa, la componente vasco-separatista de la teología de la liberación, que acabamos de ver cómo rebrotaba en Donostia, sigue conservando muy vivo su centro logístico vizcaíno. Ya en 1985 la oración leída en las parroquias de Bilbao ante una Asamblea Diocesana decía así: «Para que no seamos como algunos que se limitan a hacer como dice el Papa, roguemos al Señor». Poco después, el 19 de octubre de 1985, el diario El Correo Español-El Pueblo Vasco registraba la despedida de dos misioneros vizcaínos que marchaban hacia Ecuador, para un compromiso de tres años. El delegado provincial de Misiones Diocesanas Vascas, Mikel Urresti, explicaba los objetivos: «Hubo una etapa muy religiosa de evangelización, a la que sucedió otra de honda formación humana y posteriormente la actual, basada en la liberación. La liberación no sólo del orgullo y del pecado, sino de las estructuras que impiden que el hombre sea hombre». Uno de los misioneros, Julio Cuadra, tiene 25 años y hasta entonces trabajaba como profesor en una ikastola. Declaraba: «Yo creo que hay algo de revolucionario en esta decisión, en escoger la opción de los pobres, una opción política».
Los dos misioneros comulgan en la teología de la liberación, y se disponen a «un trabajo en equipo con las comunidades de base y” las cooperativas, dentro siempre de la teología de la liberación, y de acuerdo con una Iglesia popular y progresista. La teología de la liberación va a propiciar que dentro de unos años se dé el efecto contrario al constatado hasta ahora. Si Europa venía evangelizando a Latinoamérica, será Latinoamérica quien dentro de no mucho evangelice al Viejo Continente».
Eso es lo que acaba de decir en La Rábida (mayo 1987) el estratega vasco-separatista del liberacionismo centroamericano, Ignacio Ellacuría, S.J. —un salvadoreño de Portugalete—, quien en el mismo diario, el 29 de noviembre de 1986 (p. 20) se mostraba mucho menos cauto que en otras incursiones por la retaguardia española. En una conversación mantenida en Madrid con la corresponsal del periódico bilbaíno, Teresa Doueil, se ufana del trabajo liberacionista de varios vascos en San Salvador y aplica la teología de la liberación a los problemas vascos: «Creo que la teología de la liberación, debidamente reelaborada, podría enfrentarse a algunos problemas básicos de la identidad vasca y de su desarrollo histórico». Confiesa modestamente que «nosotros estamos muy concentrados en las tareas de El Salvador, pero lo que hacemos resulta que tiene un cierto alcance universal, relativo e histórico». Cree que algunos de los documentos de los obispos vascos son aceptables, pero le saben a poco: «No se puede ser cristiano sin ser radical». Y comete una agresión directa contra la democracia, a la que acusa, en España, de ser nada menos que terrorismo institucionalizado. En fin, la degradación de la Iglesia vasca se puso desnudamente de manifiesto en la Asamblea Diocesana de Bilbao, abierta el 21 de enero de 1987 con el eslogan Evangelio para gente moderna y una propuesta en que se puede leer: «El hombre moderno parece no necesitar de Dios. Ya era hora. Porque Dios nunca debió ser el remedio de nuestras angustias. Ni la explicación racional del universo existente. Ni el dictador de una ley que se nos impone desde fuera». Entre las propuestas figuraba la práctica abolición del matrimonio «según la figura humana de la pareja anterior a consideraciones sobre el matrimonio», es decir, vivan la homosexualidad consagrada y el amor libre. Y se preguntaba si «siempre y en todo caso habrá de exigirse a los cristianos la celebración del matrimonio canónico o si por el contrario se les debe impulsar a todos a elegir el matrimonio civil».
La Iglesia separatista de Bilbao, por lo tanto, envía misioneros a América para predicar la revolución. ETA y la teología de la liberación cierran así su ciclo histórico entre América y Euzkadi.
Las provincias vascongadas formaban una diócesis única —la de Vitoria— que ya en tiempos de Franco dio origen a las tres diócesis provinciales, sufragáneas, como Vitoria, del arzobispado de Burgos, lo que correspondía históricamente con la vinculación de las tres provincias (no de Euzkadi, que jamás existió hasta el siglo XX) a Castilla. Navarra no estaba integrada en esa provincia eclesiástica. Durante la República el PNV teocrático pretendía, como medio seguro para la independencia, que el País Vasco, una vez reconocida su autonomía, negociase un Concordato aparte con la Santa Sede. La autonomía vasca no se logró hasta ya entrada la guerra civil, y la Santa Sede, inclinada hacia el bando nacional, no estaba para concordatos en favor de los católicos aliados al Frente Popular perseguidor de la Iglesia. El proyecto se canceló.
Durante la transición un vasco, monseñor Cirarda, ocupaba la sede arzobispal de Pamplona y coordinó un nuevo proyecto: la creación de una nueva provincia eclesiástica vasco-navarra, con las tres diócesis vascas y la de Pamplona, con lo que los proyectos independentistas del PNV encontrarían de nuevo una matriz eclesiástica fundamental y seguramente irreversible. Bien informada sobre los problemas de España, la Santa Sede se ha opuesto férreamente a la creación de esa provincia, y el Papa Juan Pablo II se ha convertido en uno de los grandes defensores de la unidad nacional española ante Europa y América. Sin cejar en sus propósitos, monseñor Cirarda trata de crear su provincia vasco-navarra por vías de hecho. Si se consuma el proyecto, la unidad de España, proclamada en la Constitución (aunque monseñor Setién la crea reversible) y defendida por la inmensa mayoría del pueblo navarro, sufriría un golpe de muerte. El problema es tan grave que vamos a tratar de aclararlo a fondo, documentalmente.
El 26 de enero de 1986 el arzobispo de Pamplona volvía a la carga mediante unas declaraciones a Diario de Navarra en este sentido:
Las razones que le hacían pensar en una especial dificultad de su misión como arzobispo de Pamplona eran en primer lugar «la importancia eclesial de Pamplona, dado el número de sus sacerdotes, su proyección misionera, su vitalidad eclesial y la delicada problemática socio-política y eclesial que le caracterizaban entonces y ahora. De otra parte, mi vizcainía de nacimiento me parecía un inconveniente para venir a Pamplona, cuando estaba planteado aguda y apasionadamente el llamado contencioso “Navarra-Euskadi”. Cualquier gesto mío podía ser interpretado indebidamente».
El arzobispo de Pamplona conoce que algunas de sus intervenciones han suscitado críticas en ciertos sectores. «Algunos me acusan de intromisiones indebidas porque, en determinadas ocasiones hablo de cuestiones socio-políticas. Pero mi remordimiento es más bien el de hablar demasiado poco, de tantas cuestiones, también terrenales que, como dice el Concilio, deben ser iluminadas por el Evangelio. Otros me hacen la acusación porque digo a veces algunas palabras en euskera o porque algunos trabajos pastorales los llevo conjuntamente con los obispos de Bilbao, San Sebastián y Vitoria. Pero lo primero es natural en una diócesis que es bilingüe y en la que el euskera es lengua oficial. Lo segundo lo hacía ya antes de mi llegada a Pamplona el anterior arzobispo, monseñor Méndez, que era almeriense, lo que demuestra que obedece a razones pastorales».
Junto con los obispos de Bilbao, San Sebastián y Vitoria ha firmado numerosos documentos pastorales, «como ya se venía haciendo desde hace muchos años, bastantes años antes de mi llegada a Pamplona. Lo exige el planteamiento de no pocos problemas comunes unas veces para bien y para mal otras. Y eso, no obstante las no pocas diferencias históricas, socio-económicas, políticas y aun eclesiales que se dan entre Navarra y los pueblos de la Comunidad Autónoma Vasca. Lo que puedo asegurar es que jamás se ha publicado un documento colectivo sin que haya intervenido personalmente en la elección del tema, en el planteamiento de su esquema y en la discusión de su desarrollo, lo contrario sería una irresponsabilidad de mi parte en cualquier caso, y más dadas las peculiaridades antes mencionadas de Navarra», comenta el arzobispo, saliendo al paso de algunas críticas en ese sentido. «A veces —añade— a los otros obispos les resulta difícil comprender desde ahí algunos aspectos de lo que pasa en Navarra».
En la elaboración de esos documentos, los obispos de las cuatro diócesis cuentan con distintos colaboradores. «Nuestros documentos episcopales colectivos nunca los preparamos solos. Tenemos siempre con nosotros a peritos, sacerdotes o seglares, tanto más cuanto la problemática que vamos a tocar sea más compleja.
»La elaboración de algunos de nuestros documentos, como el de la droga y el que dedicamos a la problemática de la juventud necesitó más de dos años de estudio. Cuando los obispos creemos que estamos suficientemente informados, hacemos una reflexión evangélica, de la que nace el primer esquema de un posible documento. Su desarrollo lo encargamos a un redactor, que puede ser obispo o no. Y luego, el texto preparado lo discutimos en su conjunto y párrafo por párrafo».
Esta frecuente colaboración entre los obispos de Bilbao, Vitoria, San Sebastián y Pamplona ha suscitado diversos comentarios sobre la posible creación de una provincia eclesiástica vasca. Monseñor Cirarda puntualiza ese término: «Los medios de comunicación son los que hablan de una provincia eclesiástica vasca, y algunos políticos lo distorsionan todo aún más hablando de “Iglesia Vasca Independiente”, pero lo que está en estudio dentro de la Iglesia es la remodelación de la Provincia Eclesiástica de Pamplona. Y no es cuestión planteada ni por mí, ni por los actuales obispos. El 16 de enero del 76, se acaban de cumplir diez años, pidieron la remodelación de la archidiócesis de Pamplona todos sus obispos; y el arzobispo era andaluz, riojano el obispo de Jaca, el de San Sebastián, navarro y asturiano el de Calahorra. Debería ser claro, ya por ello sólo, que existen problemas pastorales que la hacen necesaria. Y así pensó también el Episcopado español cuando la pidió a la Santa Sede en noviembre del 78, tras haber estudiado el problema por espacio de dos años largos».
¿Y cree usted que se producirá algún día esa remodelación?
«Ninguna duda tengo, como no tengo duda de que se creará un día la archidiócesis de Extremadura; y se harán otras muchas modificaciones territoriales. Pero no sé cuándo se harán ni cómo. El propio Episcopado español pidió a la Santa Sede que estudiara cuidadosamente el problema de Pamplona, dadas las delicadas circunstancias socio-políticas de toda la zona. Pero el problema es real. Y Roma sabe que es un absurdo pastoral que Jaca no forme parte de la archidiócesis de Zaragoza; y otro el que San Sebastián de un lado, y Bilbao y Vitoria de otro, pertenezcan a archidiócesis distintas. Por eso Jaca, con conocimiento de la Santa Sede, actúa unida a todas las diócesis aragonesas y Pamplona y las diócesis vascas trabajamos conjuntamente, por lo menos en los problemas que nos son comunes».
Este año toca a los obispos españoles rendir su visita quinquenal, llamada ad limina al Papa. Es costumbre hacer esa visita por Arzobispados. «Creo que la haremos allá por la otoñada. Y creo que la haremos como la última vez. Jaca, de acuerdo conmigo, irá con Zaragoza. Y ya hemos hablado el arzobispo de Burgos y yo para que nuestros dos Arzobispados vayan juntos, a fin de no forzar una separación sin sentido entre las diócesis vascas que tenemos repartidas entre nuestros dos Arzobispados. En breve empezaremos a preparar la relación quinquenal para dicha visita con un informe sobre la situación de la diócesis».
Es un momento de balance. La situación de la Iglesia en Navarra atraviesa por innegables problemas, pero es vista con esperanza por el arzobispo José María Cirarda.
Después de sus ocho años de Episcopado en Pamplona, ve la situación del clero navarro «con gran esperanza. Creo que ha superado en gran medida una crisis delicada que todos sufrimos en los años setenta. Se han superado algunos despistes, que afectaron incluso al espíritu de oración y a cuestiones referentes a la misma identidad sacerdotal. Quedaron atrás algunas tensiones que hacían difícil el diálogo entre grupos sacerdotales muy diferenciados: perduran las diferencias (y eso es bueno), pero hoy se dialoga entre todos con cordialidad fraterna. Creo también que está en proceso de franca superación un cierto bache de desaliento, bastante extendido hace unos lustros. Nuestros sacerdotes, en general, vienen trabajando intensamente y pienso que con renovada ilusión. Lo constato al conocer sus programas pastorales en parroquias y arciprestazgos, y al reunirme con ellos por las diversas zonas en que tenemos dividida apostólicamente a Navarra, así como en el Consejo del Presbiterio».
La Comisión de Navarros en Madrid, un organismo activísimo y clarividente, dio la voz de alarma en esta circular difundida en febrero de 1986:
El Diario de Navarra de 26 de enero pasado, publicaba unas declaraciones de monseñor José María Cirarda, arzobispo de Pamplona, con motivo de su octavo aniversario al frente de la diócesis. (Parece ser que una de las funciones nuevas y principales de algunos obispos es hacer declaraciones a la Prensa).
En ella reitera una vez más la conveniencia de una «remodelación» de la archidiócesis de Pamplona que incluya en ella los Obispados de Bilbao y Vitoria a fin de crear una provincia eclesiástica «vasca». Este proyecto data de más de diez años, pero duerme en las oficinas vaticanas debido, sin duda, tanto a su falta de base histórica como a su alta inoportunidad. Monseñor Cirarda declara haber elaborado y suscrito numerosos documentos en unión con los prelados de las diócesis vascongadas, procurando así que se haga una realidad de facto, lo que aspira a convertir en una realidad de jure. Según él, porque «existen problemas pastorales comunes que la hacen necesaria».
Alega que es absurdo que Jaca pertenezca a la archidiócesis de Pamplona y que Bilbao y Vitoria se integren en la de Burgos.
Cabe, sin embargo, que nos preguntemos: ¿por qué la actual distribución de provincias eclesiásticas? Es de presumir que haya tenido algún fundamento, alguna razón de ser. Y si esa motivación ha cambiado habrá de saberse en qué y por qué.
Las Provincias Vascongadas se integraban hasta 1949 en una sola diócesis, la de Vitoria, que era sufragánea del Arzobispado de Burgos. Había para ello dos razones muy claras. Una histórica: esas provincias eran, habían sido siempre parte de Castilla; otra geográfica: Burgos era la sede metropolitana más cercana, y situada hacia el centro de la península y de la nación, camino obligado de esas provincias. A nadie se le ocurrió durante la vida del Obispado de Vitoria extrañarse de esa adscripción ni objetarla. Sólo existió el natural deseo de que se dividiera la diócesis para que Bilbao y San Sebastián tuvieran también su Obispado, dado el gran crecimiento de esas ciudades. De aquí que en 1949 se erigieran esas diócesis que continuaron sufragáneas del Arzobispado de Burgos. El Obispado de Pamplona, por su parte, dependió en casi toda su dilatada historia del Arzobispado de Zaragoza, y ello por dos razones similares igualmente obvias. Zaragoza era la sede metropolitana más cercana y con la que tenía Navarra mayor relación geográfica, universitaria y comercial, sobre ser su camino natural hacia el centro de la península.
En 1956 Pío XII eleva a Archidiócesis la diócesis de Pamplona. Fue al parecer fruto de una gestión del conde de Rodezno, ex ministro de Justicia y vicepresidente de la Diputación de Navarra, y significaba un premio honorífico a la actuación heroica de los navarros en la guerra de España en favor de la fe y de la patria. Fue preciso entonces asignarle algunas diócesis sufragáneas para formar esa nueva provincia eclesiástica y se eligió a las más cercanas: Calahorra, San Sebastián y Jaca. Todo ello sin problema alguno y con general satisfacción.
Surge entonces la pregunta: ¿qué ha variado para que resulte hoy tan aconsejable un cambio que reúna a las diócesis vascongadas en la Archidiócesis de Pamplona? ¿Tiene Bilbao, por ejemplo, mayor relación efectiva y mejor acceso a Pamplona que con Burgos? ¿Está Pamplona en el camino natural de esas provincias con el centro de España y con el centro de Europa? ¿Parece conveniente para ellas una adscripción geográficamente lateral?
No. Lo que ha sucedido de nuevo pertenece a un orden de cosas totalmente distinto. Se trata de la codicia y ambición del Partido Nacionalista Vasco de anexionar Navarra y de la guerra terrorista de ETA, que son, las dos, el origen de todos esos «problemas comunes» de que nos habla monseñor José María Cirarda.
También es nuevo que la Iglesia haya designado para regir a las diócesis de Vascongadas y Pamplona a cuatro obispos vascos ellos, y nacionalistas vascos además. Esto es lo que les une en comunes exculpaciones de los verdugos y en común indiferencia hacia las víctimas.
Crear una provincia eclesiástica vasca, plantilla de una Iglesia vasca y de una Nación vasca: ése es el motivo; lo demás es canción de ruta.
COMISIÓN DE NAVARROS EN MADRID
Febrero 1986
Por su parte la Asociación Foral Navarra insistía en la repulsa de las actitudes del arzobispo con este comunicado a vuelta de correo:
El Excmo. y Rvdmo. don José María Cirarda, arzobispo de Pamplona, en extensas declaraciones a Diario de Navarra, del 26 del pasado enero, afirma respecto a la Provincia Eclesiástica de Pamplona, que «su remodelación se hará, no me cabe duda, aun cuando no sé cómo ni cuándo».
Anuncia que la visita ad limina de este otoño la harán juntos los arzobispos de Burgos y de Pamplona, ya que «resulta absurda una separación sin sentido entre las diócesis vascas».
Estas reafirmaciones del señor arzobispo de cuanto lleva obrando en los ocho años que lleva, asimismo, al frente de la Archidiócesis, respaldan también lo que ya el obispo de Bilbao, monseñor Uriarte, decía en 1981: «Las unidades naturales son la base de las unidades pastorales y éstas han de adaptarse a aquéllas».
La Asociación Foral Navarra reafirma a su vez cuanto expresó en todo tiempo. Esto:
Ni por historia, ni por geografía, ni por derecho, ni por nada, Navarra ha formado nunca, o forma parte, unidad natural ni pastoral con las Provincias Vascongadas, hoy integradas en un «Euskadi», ente antinatural y antihistórico. La historia de los obispos de Pamplona es conocida desde la época visigótica —año 569, III Concilio de Toledo— hasta el siglo XX. Sólo ahora nos encontramos con el primer intento de integración en una sola archidiócesis a las diócesis vascongadas y a Navarra. De eso se trata y no de remodelar la diócesis de Pamplona.
Si los argumentos históricos rigurosos no le valen a monseñor Cirarda —ni siquiera los menciona— para invalidar su deseo y su firme creencia en la «remodelación», debiera, al menos, pensar que es peligroso olvidar la Historia, pues ella explica en buena parte la realidad que nos rodea. La tradición no se improvisa, ni siquiera a efectos eclesiales.
Aun suponiendo que se prescinda de razones históricas, la Iglesia no puede olvidar su tradicional forma de actuar. No se trata de mantener tradiciones y formas de actuación por parte de la Jerarquía, sino evitar que la Iglesia —aun sin quererlo— adopte o favorezca una postura política y contribuya a aumentar las divisiones y tensiones de la comunidad española —y, dentro de ésta, de la navarra y de la vascongada—, ya que el fin primordial de la actividad pastoral es precisamente lo contrario: lograr la paz, o, al menos, el respeto entre amigos y enemigos, sin echar leña a un fuego ya por sí bastante encendido.
Y echar leña a este fuego es, precisamente, lo contrario a querer apagarlo.
Pamplona, 30 de enero de 1986
Para cerrar con un colofón catártico los gravísimos problemas tratados en esta sección de las Iglesias nacionalistas, debemos dar un leve repaso a los brotes de liberacionismo andaluz. Hay un texto precioso para que nadie nos acuse de inventarnos la broma, y es el número monográfico de la revista claretiana rebelde Misión abierta (diciembre 1984) dedicado a la II Semana de Teología en Málaga, julio de ese mismo año. El número lleva como título Andalucía y profetismo, y al comentarlo por encima no pretendo burlarme de los problemas andaluces, que son terribles; el más terrible de todos reside seguramente en la condición de andaluces que ostentan el presidente del Gobierno, don Felipe González, y su vicepresidente, don Alfonso Guerra. Mientras Andalucía se obstine en buscar a sus problemas seculares una solución socialista tipo Guerra, sus problemas se enconarán y Sevilla, por ejemplo, acumulará cada vez más explosivos en su polvorín social ya tan exacerbado. Insisto: los problemas reales de Andalucía son acuciantes. La solución socialista, y el tratamiento liberacionista, me parecen ridículos.
En la Asamblea de Base fueron algunos ponentes a disertar sobre las coordenadas socio-políticas de Andalucía y sobre los problemas del Mercado Común, con un espíritu de alienación total que debió de aburrir a las ovejas. Un señor Hernández, que hablaba por lo visto de cultura, expuso la tesis de que las procesiones de Semana Santa son «el símbolo del pueblo azotado, torturado, crucificado por el hambre, la represión, Inquisición antes, Guardia Civil después» (p. 68) y luego, a propósito del flamenco, ese tema tan teológico, citaba unas inefables evocaciones de Blas Infante: «Ya lo dijo Abuteka (sic): a medida que las cruces y las campanas iban afeando las altas torres de las mezquitas, la tierra, de jardín se tornaba en yermo, y la cruz presidía la esterilidad de los campos, cerrados a los andaluces» (p. 69). Por lo visto en la época musulmana los campos alegres estaban abiertos a los andaluces, que los disfrutaban gracias a una especie de comunismo libertario como el que preferían los asistentes de base a la semana teológica de Málaga. Donde entre los movimientos modernos de liberación se proponían las Comisiones Obreras y la UGT; los señores Camacho y Redondo al lado de los hermanos Boff, palabra.
Por allí desfiló el jesuita padre Sicre, rector de la Facultad Teológica de Granada, hablando de un problema que angustiaba a los oprimidos de Andalucía: los profetas Amos, Oseas y Jeremías. Luego un eminente historiador, que se presentaba como Pepe Juárez, dijo que «el pueblo español en 1917 estaba eufórico por el triunfo de la Revolución rusa y luchaba por lograrla en España» (p. 119), de lo que jamás nos habíamos enterado los demás historiadores. Y todo acabó en una exaltación de propaganda rutinaria sobre Marinaleda, pese a lo cual don Alfonso Guerra, como grave fallo de la organización, no fue invitado a pronunciar la lección de clausura, que bien pudo versar sobre las múltiples liberaciones por él representadas en la praxis.
Este desmadre eclesial que venimos registrando en múltiples facetas teóricas y prácticas, doctrinales y cachondas, es principalmente obra de eclesiásticos. No suelen participar en él normalmente los obispos, excepto una minoría liberacionista o separatista. Pero debemos declarar que tras un intenso análisis del Episcopado español actual no hemos encontrado ni un solo caso de vida personal indigna entre los obispos de España, lo cual afortunadamente ha sido verdad también a lo largo de casi toda la Edad Contemporánea (no así en épocas anteriores) con la diferencia, en favor de los actuales obispos, de que ahora las tentaciones de mundanidad suelen ser mucho más fuertes y mientras en anteriores etapas (incluso las del franquismo) se pudo detectar, aunque fuera excepcionalmente, algún desliz demasiado humano entre los pastores de la Iglesia, los actuales obispos no ofrecen ni una sola excepción a su conducta personal intachable y ésa es una de las razones menos comentadas, pero más seguras, del gran prestigio de que, pese a otras desviaciones no personales, goza el Episcopado español en este contexto histórico. Sobre el clero y los religiosos esta misma regla vale también para la mayoría; y aunque muchos de ellos han abandonado su vocación cuando humanamente se han sentido incapaces de servirla, otros, que son minoría, aunque desgraciadamente numerosa, siguen haciendo compatible su ministerio con su desmadre personal, con escándalo de los fieles en numerosas ocasiones.
Pero no nos referimos exclusiva ni siquiera preferentemente a ese desmadre cuando tratamos de detectar la actitud de los católicos españoles ante la confusión pastoral de la Iglesia en este período que vivimos; donde un periodista avisado encontraría toda una mina en los disparates que se pueden escuchar en algunas iglesias y algunos centros católicos. En esta sección pretendemos solamente comunicar algunos apuntes sobre la reacción de los católicos y los acatólicos ante la Iglesia actual, a través de los medios de comunicación. Naturalmente que registramos las reacciones excepcionales, aunque puedan ser sintomáticas; porque las reacciones normales, como podía esperarse de una fe cristiana con raíces de casi veinte siglos, son generalmente de firmeza, aunque también, frecuentemente, de alejamiento de la práctica religiosa si bien casi nunca se repudia la fe cristiana. El fenómeno de alienación religiosa que más me preocupa desde mi modesto observatorio personal es que, ante el desmadre doctrinal de la Iglesia española en muchos niveles intermedios, la formación religiosa de la infancia y la adolescencia cristiana es mucho más deficiente que hace veinte, cuarenta o sesenta años; nuestros hijos en edad escolar, por ejemplo, apenas tienen idea clara sobre el dogma, y la moral, y los Evangelios, y la realidad de la Iglesia.
Un verdadero sarpullido de anticlericalismo rampante enturbia el general respeto que la sociedad española actual siente por la Iglesia, que, justo es decirlo, ha conseguido en buena parte su propósito de convertirse en cuerpo de reconciliación entre los españoles. No es previsible hoy, ni en el horizonte más lejano, una nueva guerra de religión como las que devastaron España entre 1833 y 1939. Pero vayamos a los hechos.
El pobre periodista rojísimo, Ricardo Cid Cañaveral, anarquista de la pluma pero que incluso antes de su temprana muerte, se me antojaba inofensivo aunque sintomático, explotaba muchas veces su fobia anticlerical en artículos insultantes, y sin embargo inocentes, como el que dedicaba el 21 de febrero de 1983 a don Gabino Díaz Merchán Padre Gabi, en Diario-16. ¿Qué profunda decepción religiosa o clerical ocultaban estos desahogos? Sentí mucho la desaparición de la revista radical Liberación, porque en sus accesos de anticlericalismo y sus ataques a la religión demostraba con frecuencia que sólo el anticlericalismo español suele ser más estúpido e inconsecuente que el clericalismo, por ejemplo, cuando el 6 de enero de 1985 se destapaba con una portada blasfema a propósito del Ave María de Godard y luego lo enmendaba hilarantemente con un exabrupto infantil en el día de Reyes: «Los Reyes Magos no eran tales, no siguieron ninguna estrella ni visitaron el portal de Belén». Ele. Mucho más preocupante era la encuesta publicada por Cambio-16 en su número 686 de 21-1-1985, realizada por el Centro de Investigaciones Sociológicas gubernamentales (el CIS habitualmente manipulado por el PSOE) y que se resumía así: «Los españoles, menos religiosos que nadie». El diario gubernamental y oficioso, El País, suele ser vehículo tenaz de la secularización y descristianización «ilustrada» de España, paladín de la modernidad (perdón, de la posmodernidad, ese pedante término del no menos pedante discurso progresista en España) y, orientado por su asesor jesuita, el padre Martín Patino, critica insistentemente al Papa Juan Pablo II. El País se cubría de gloria el 4 de febrero de 1985, al situar al Papa en «una especie de callejón sin salida», al acusarle de «vapulear a las masas con los principios tradicionales» y sobre todo al anunciar que el Papa prohibía la aparición del Informe sobre la fe del cardenal Ratzinger, que como saben mis lectores aparecía puntualmente poco después. El viernes 5 de abril de 1985 una procesión atea apedreaba en Vitoria la sede del Obispado, mientras circulaba por la católica ciudad con «máscaras demoníacas» (El País, 8 de abril, p. 20). La atención del diario oficioso por la deformación religiosa (y excepcionalmente, también por la información religiosa, casi siempre sesgada, en un medio donde hasta los tipos de letras se eligen con propósitos manipuladores) es desbordante. El 9 de febrero de 1986 su redactor religioso en Barcelona, Francesc Valls, cuyas desinformaciones he denunciado más de una vez, describía los clubs de opinión nacidos en el clero de Cataluña, pero calificaba favorablemente a la Iglesia catalana como acorde con el ritmo de los tiempos. El 12 de mayo se hacía eco El País de una manifestación «mínima» organizada por ciertos colectivos cristianos por la paz con la ventaja de proporcionarnos el catálogo de esas organizaciones cristiano-marxistas de base y de propaganda.
Ya en 1987 el diario oficioso experimentó una prolongada fiebre obsesiva de anticlericalismo. Ilustrado por una blasfemia gráfica, aparecía el 1 de marzo un artículo soez bajo el título La novia del señor cura en que se revelaba que de cada cien sacerdotes en Cerdeña, setenta disponían de barragana; y el 10 de marzo acudía a un mentor italiano (recurso muy frecuente) para desbarrar sobre la Iglesia y los problemas militares. El escritor asturiano Juan Cueto elegía la fiesta de Santiago para proferir una sarta de memeces a propósito de los ángeles en las mismas páginas; y El País dedicaba su última página del 18 de marzo de 1987 para exaltar la figura del ex seminarista Manuel Trillo, presidente del Colectivo Gay de Madrid y miembro activo del Comité Ciudadano antiSIDA, creyente según confesión propia en la teología de la liberación, no faltaba más. El 25 de marzo nos decía el diario oficioso que en Madrid viven un millar de curas casados, presididos por don Francisco Mantecón, que citaba a Darwin: «La necesidad hace el órgano», como dijo, efectivamente, Lamarck. «Trabaja en un despacho —apostilla, rápido, el reportero— donde se entremezclan las estampitas de la Virgen con las fotografías de su esposa». Claro que no todo son bromas. De vez en cuando El País emplaza la artillería y tira a dar sobre los cimientos de la Iglesia. Sucede con demasiada frecuencia: pero el ataque primaveral de 1987 ha resultado especialmente duro. Aunque acabó en fuegos artificiales.
El 14 de abril de 1987 don Enrique Miret Magdalena, católico marxista, hoy en el PSOE, que suele declararse teólogo sin descubrirnos jamás cómo alcanzó tan preciado título, echa una paletada más de tierra sobre sus orígenes de Cruzada (cuando trataba de defender jovencísimo, pistola en mano, a nuestra parroquia de San Jerónimo del asalto proyectado por los antecesores de sus actuales amigos) y larga una andanada contra Juan Pablo II, Católicos a pesar del Papa, que sería tremenda de no amortiguarse previamente en el más atroz de los ridículos. Allí defiende el aborto, la fornicación, la masturbación, el sexo extramatrimonial, el comunismo católico, y otras lindezas; mientras exalta la desobediencia frente al Papa con invocaciones a una retahíla de errores papales presentados así, a mogollón, sin una cita, sin una prueba, sin una matización. Este personaje no es un teólogo; parece, simplemente, un infiltrado. Como al señor Miret no le hace caso prácticamente nadie, el diario oficioso repitió la agresión el 28 de mayo a manos del presunto filósofo don Fernando Savater, cuya trayectoria cultural paralela a la de don Francisco Umbral prepara ya seguramente algún Plutarco jocoso de la transición.
Titulaba el señor Savater su artículo El cantar de los cantares, arremetía contra Juan Pablo II comparándole con una hamburguesa, pero descalificaba también a la teología de la liberación (sin demostrar la menor idea sobre ella) por no liberarnos de la Teología, que es lo realmente importante. Negaba toda posibilidad humanista y moral de la religión, saltándose a la torera una experiencia histórica que va a cumplir veinte siglos en la Iglesia católica; jamás caen tan bajo los presuntos intelectuales cuando tan flagrantemente desprecian cuanto ignoran. Pensaba, «como Diderot (sic), que es más útil para un hombre saber la diferencia entre el perejil y la cicuta que tener una opinión definitiva sobre la existencia de Dios». Y acumulaba en su artículo un montón de lugares comunes, metáforas ajadas y recursos cansinos del anticlericalismo premoderno. Pobre hombre.
Umbral y Savater, y su baba infectada y paralela frente al hecho religioso. Si el clericalismo español se encuentra hoy en su momento más aberrante, el anticlericalismo de la izquierda cultural española atraviesa la fase más estúpida y cretina de su historia. Tal para cual. Y que mi amigo García Escudero me diga, por favor, qué otros adjetivos corresponden más objetivamente a los textos que acabo de citar entre el asco y el rigor.
El 23 de junio de 1987, en El País, el ex dominico, ex jefe del gabinete del ministro socialista Maravall, teólogo de la liberación y teórico de Cristianos por el Socialismo Reyes Mate se alarmaba ante El retorno del catolicismo político. Firmemente apoyado en su marxismo fundamental decretaba que el marxismo no es anacrónico sino que ya forma parte de la cultura universal, como la obra de Platón y Aristóteles; arremetía contra Juan Pablo II por su condena del marxismo en su encíclica Dominum et Vivificantem; se ufanaba de que los primitivos cristianos fueran llamados ateos… por los paganos de Roma; reconocía, al exaltarla, que «la teología de la liberación incorpora análisis marxistas a su teoría»; así como la teología política; y se extrañaba de que el cardenal Lustiger reconozca que «la desacralización no ha sido una liberación». Cree que los católicos antimarxistas y antisecularistas estamos tratando de volver a la escena política después del cataclismo como los de la Restauración de 1815: «Sin haber aprendido nada, sin haber olvidado nada». Lo cual sin duda nos parece preferible a la propia posición del ex dominico maravalliano, que consiste también en no haber aprendido nada, pero difiere en el segundo miembro; lo ha olvidado todo.
El cambio posconciliar de la Iglesia española, provocado en buena parte desde fuera —la línea Benelli-Dadaglio— y dirigido desde dentro por el equipo Tarancón, ha sido demasiado unilateral y brusco —sólo a una generación de distancia de la guerra civil— como para no haber dejado toda una estela de traumatismos. No se han explicado hasta hoy de manera convincente la génesis y el desarrollo de ese cambio; nada tienen que extrañarse las fortísimas resistencias al cambio, que se ha producido, además, entre desviaciones y aberraciones notorias. Frente al nuevo integrismo progresista que han demostrado demasiadas veces los promotores y los actores secundarios del cambio no debe extrañarnos la aparición de un integrismo reaccionario de resistencia, incapaz de comprender también la evolución conciliar de la Iglesia, la trayectoria, no precisamente rectilínea, de Pío XII a Juan XXIII y, Pablo VI y tras el breve paréntesis de Juan Pablo I, a Juan Pablo II.
La resistencia al cambio no se ha manifestado con la misma pauta. A veces se trata de una posición prudente, que con aceptación, incluso plena, del Concilio, y con reconocimiento de los contextos históricos en que se ha desenvuelto desde 1931 la vida de la Iglesia española, se ha negado a la ingratitud, al progresismo por alegrías y a la confusión; esa postura no es integrista sino íntegra, moderada y tradicional, como la misma Iglesia; y no merece ni la marginación ni el desprecio a que se la ha sometido desde el campo progresista desaforado, sobre todo cuando puede advertirse que Juan Pablo II está reconduciendo suavemente a la Iglesia de España hacia esa actitud que jamás debió abandonar. Hay, además, otra postura abiertamente integrista, nutrida por la desesperación ante las desviaciones del progresismo; incapaz de rumiar en silencio los frutos de la tormenta y exponente de actitudes reaccionarias. Aunque también en esta corriente habría que señalar matices, digamos que ha aflorado, durante la transición, en publicaciones de fuerte influjo sacerdotal, como Qué pasa en la colección del diario El Alcázar, desaparecido finalmente en la primavera de 1987, en la revista del notario don Blas Pinar, Fuerza Nueva, y en el grupo sacerdotal que sigue tenazmente las orientaciones del prelado disidente francés, monseñor Lefebvre. Porque los disparates folclóricos del «Papa Clemente» y su comunidad sevillana del Palmar de Troya (que han encontrado un sorprendente apoyo extranjero para la financiación de su circo seudoreligioso) no entran en la consideración de extrema derecha clerical, sino de comedia bufa al margen de la Iglesia española. Añadamos a este difícil catálogo los pequeños grupos integristas que se obstinan en buscar interpretaciones esotéricas a la crisis de la Iglesia en vastas conspiraciones históricas de alcance universal, de las que jamás aducen pruebas convincentes ni científicas, aunque tal vez expongan en alguna ocasión intuiciones fulgurantes que no cabe rechazar tampoco a priori, por ejemplo en torno a las nuevas conexiones masónicas, nada fáciles de detectar, pero tampoco dignas de desprecio absoluto.
Al comenzar el otoño de 1986 el arzobispo francés monseñor Lefebvre actuó por su cuenta en Madrid, con escasa resonancia y sin permiso del Arzobispado, que lo hizo constar oficialmente (Ya, 29 de octubre de 1986, p. 40). Sus adeptos, reunidos en la Hermandad de San Pío X, han establecido un centro de difusión en la Casa de San José, El Álamo, cerca de Navalcarnero (Madrid) y difunden desde allí su propaganda, centrada en la defensa de la ortodoxia católica de su fundador, y en la invalidez de las censuras y descalificaciones que le ha dirigido la Santa Sede. Las tesis contenidas en el nuevo libro del arzobispo disidente, Carta abierta a los católicos perplejos, suenan a escolástica decadente y no pueden ser aceptadas desde la comunión con la Iglesia católica. Si la Santa Sede y los pastores legítimos de la Iglesia descalifican un movimiento, no cabe proponer una trama de argucias legales para devolverles la descalificación. Llegadas las cosas a ese extremo, el que quiera permanecer en la Iglesia tiene que optar por la obediencia y el silencio, como han hecho tantas veces los santos y hemos visto en altos ejemplos recientes como los grandes pensadores franceses Henri de Lubac y Pierre Teilhard de Chardin. A mediados de julio de 1987 monseñor Lefebvre se entrevistó con el cardenal Ratzinger (ABC, 15-VII-1987, p. 42). El arzobispo había amenazado con una ordenación de obispos y el Vaticano le había advertido que ello le acarrearía la excomunión. Del diálogo surgió una nueva esperanza, sin concretar aún públicamente. El ignorante corresponsal de TVE socialista en Roma, Pérez Pellón, daba ya por realizada la amenaza de ordenación. «No tiene ni idea», titulaba ABC su merecido comentario. Poco después ABC reproducía unas declaraciones desafiantes del vicario general de Lefebvre (17-VII-1987) que muestran cierta división en el movimiento integrista. Al corregir las pruebas de este libro apunta la esperanza de una reconciliación entre monseñor Lefebvre y la Santa Sede.
El integrismo español auténtico no es grave ni decisivo en la Iglesia de España. Más grave es el sambenito de integrismo que se ha querido colgar a muchos obispos, sacerdotes y católicos, tradicionales y abiertos, que viven en comunión plena con la Iglesia y se niegan —precisamente por eso— a asumir acríticamente la nueva dogmática del progresismo. Los liberacionistas, por ejemplo, y sus promotores, como el sector progresista de los jesuitas, sienten una irreprimible afición por etiquetar de integristas a quienes se niegan —nos negamos— a plegarnos ante sus imposiciones, sus modas, sus manías y hasta sus chantajes. Confunden la firmeza con la reacción; consideran la tradición —que es fuente de fe, nada menos— como antigualla. Para ellos la Teología —y hasta la Iglesia— no han existido hasta la segunda mitad del siglo XX; lo de antes es trampa y basura. Luego suelen despeñarse a la primera revuelta, mientras nosotros seguimos, con el tesoro en nuestros vasos de barro, hacia delante en el difícil camino perenne.
Hundidos en la crisis antifranquista de los años sesenta los llamados movimientos apostólicos de Acción Católica, y la propia Acción Católica, la participación de los católicos de filas en la vida pública quedó prácticamente reducida a la actuación concentrada de las dos principales plataformas del catolicismo militante: la Asociación de Propagandistas y el Opus Dei, sobre las cuales hemos fijado ya algunas posiciones en otras obras como La derecha sin remedio.
Si dejamos aparte la información y opinión religiosa contenida en el diario Ya, sobre el que hemos hecho también algunas indicaciones en este libro, debemos concluir que en la España actual hay una gran escasez de comentaristas sobre Iglesia y religión fuera de los ámbitos y revistas eclesiásticas especializadas; y fuera del ghetto del liberacionismo no existe desde luego una floración estimable de publicistas católicos. Francesc Valls en la redacción barcelonesa de El País, José Luis Martín Descalzo y Santiago Martín en ABC, Abel Hernández en el «Grupo 16» son los comentaristas más importantes de temas religiosos, además del grupo de corresponsales de la información española ante el Vaticano. A veces se han lamentado los obispos de la insuficiencia de escritores católicos en la Prensa y en la comunicación española, pero con la boca chica; cuando ha aparecido ocasionalmente alguno de estos escritores, los responsables informativos del Episcopado le han cubierto de elogios privadamente pero luego han segado la hierba bajo sus pies. Desde la Comisión de Medios de Comunicación Social se ha procurado fomentar el asociacionismo informativo de los católicos, pero sin efectos reales en la formación de opinión. En el fondo a los obispos que dirigen —o dirigían hasta 1987— el aparato, les preocupa casi morbosamente que aparezcan en el horizonte informativo español publicistas católicos independientes que traten a fondo los problemas de la Iglesia en la sociedad.
Algunos católicos, con más o menos intermitencia, comparecen como tales ante la opinión pública. Tras el viraje progresista del diario Ya desde comienzos de 1985 han desembarcado allí algunos colaboradores habituales, generalmente ilegibles, que no ejercen la menor huella en la opinión, y suelen rehuir además los temas relacionados con la Iglesia. El señor Pi ha agravado en este campo la posición eremítica de sus breves predecesores.
Algunos escritores tratan ocasionalmente temas religiosos con varia fortuna. Desde un acendrado sentimiento católico, y un formidable sentido del humor, el notabilísimo publicista Fernando Vizcaíno Casas, que ha desbordado por todas partes el silencio y el menosprecio con que se le ha querido envolver desde la izquierda cultural, ha fustigado frecuentemente las exageraciones del progresismo, al que ha dedicado además su colosal sátira La boda del señor cura (Bilbao, «Albia», 1978), donde se entiende todo, porque se trata, como es sabido, de un hecho y unas circunstancias reales y famosas. En un plano bien diferente, desde el corazón de la ciencia contemporánea, el profesor y académico Baltasar Rodríguez Salinas ha publicado varios trabajos espléndidos, que merecen una urgente edición en forma de libro, y que se refieren a temas diversos como Hombres de conciencia, Cristianos por el cristianismo, Fe y teología de la liberación, La herejía del amor, La obligatoriedad del Vaticano II, Monseñor Lefebvre (con criterio coincidente con el que acabamos de expresar), El cristianismo de Hans Küng y otros. Otro escritor, tan brillante como joven, Rafael Gómez Pérez, suele tratar los problemas de la cultura desde un criterio católico amplio y profundo, sumamente original. Los jesuitas de la revista Reseña siguen generalmente la vida cultural española con acierto y hondura. Antonio Díaz Tortajada publicó en «Ediciones Paulinas», en 1983, un libro admirable, Evangelizarían, lenguaje y cultura que nos compensa por tantas obras equívocas salidas de la misma editorial. Basten estos ejemplos —que podrían aumentarse con varios nombres más, tan consagrados como los de Quintín Aldea, José María García Escudero, Gabriel del Estal, Vicente Palacio Atard, Julián Marías, y otros— para demostrar que en España existen hoy los mimbres para coordinar una intelectualidad católica de primera magnitud, sin rigideces de equipo y con una capacidad de irradiación formidable. Creo que’ puede seriamente criticarse a la Asociación de Propagandistas y al Opus Dei no haberse proyectado con amplitud fuera de criterios estrechos, que han convertido demasiadas veces en ghetto cultural, por la insuficiencia de sus estrategas, lo que hubiera podido ser, y todavía puede ser, un empeño cultural e intelectual decisivo.
Como triste contraste, algún conjunto católico ha fomentado, en cambio, estrellatos frustrados y entecos como el que se ha querido construir artificialmente en torno a intelectuales de tercera en cuanto a categoría, pero de primerísima en cuanto a desmesurada ambición e inquietud personal, como es el caso de Javier Tusell. Este curioso personaje, trasunto completo para la tipología del trepador profesional, escribe casi todos los días en casi todos los periódicos artículos que jamás se leen, jamás influyen y jamás se recuerdan; publica incesantemente libros superficiales, con obsesiones suplentes de la metodología, aunque con encomiable aborrecimiento del racismo, a juzgar por la inclinación permanente del autor hacia todas las manifestaciones, incluso literarias, de la negritud; y se mueve con movimiento browniano por entre todos los ambientes intelectuales y culturales, poniéndose de alfombra ante quienes pueden promover su siguiente paso, sin que hasta ahora su también obsesiva dedicación a la política le haya proporcionado más que batacazos memorables. En efecto, cuando el señor Tusell —comprensiblemente molesto con el autor de este libro tras las sonadas derrotas académicas que le infligí en 1975 y 1980, sin necesidad de ser licenciado en Historia, para dos cátedras universitarias de Historia— se aproxima a un objetivo político y decide apoyarle con su notoria influencia, el objetivo en cuestión se hunde de forma estrepitosa. Por ejemplo, en la fantasmagórica campaña del centrismo desarbolado durante el verano de 1982, el señor Tusell fue el brillante ideólogo que acuñó el eslogan de don Landelino Lavilla, contra la «derecha dura y la izquierda inmadura»; con el resultado por todos conocido de que ni el presidente del Gobierno, don Leopoldo Calvo Sotelo, salió elegido en el octubre siguiente, caso insólito en la historia electoral europea. Sin arredrarse lo más mínimo don Javier Tusell se presentó a las elecciones del Parlamento europeo en junio de 1987 en el puesto número treinta, para aplicar su presunto tirón popular y su arrollador prestigio intelectual a la victoria del número 1 de la lista, don Javier Rupérez, que tampoco salió elegido. Ahora parece que don Javier Tusell trata de acercarse, desde las ruinas de su partido, el PDP, a don Adolfo Suárez, lo que augura, si llega a consumarse, el hundimiento del boyante CDS en la próxima campaña electoral española. No hay más que mirar la posición política de Javier Tusell para averiguar con tiempo el último de la carrera.
Pues bien, el profesor Tusell ha cometido recientemente, además de las pifias que le he denunciado en La derecha sin remedio, dos relacionadas con el liberacionismo. Ha levantado en vilo a la respetable Comunión Tradicionalista Carlista cuando se ha atrevido a decir, en pleno Boletín de la Asociación Católica de Propagandistas (n.° 26, 1986): «La teología de la liberación creo que es un peligro, no en orden a cambiar la sociedad (lo cual me parece estupendo), sino porque es un retroceso hacia el carlismo», lo que demuestra que junto a las ya reconocidas ignorancias del según Tusell sobre la Monarquía, la República y el franquismo, hay que situar otras dos no menos graves: el carlismo y la teología de la liberación. El señor Tusell, que se cree definidor de la democracia, vive empeñado en demostrar que la República (con las elecciones de 1931 y 1936) fue un espejo de democracia; lo de octubre de 1934 fue seguramente una broma. En su artículo La Iglesia en la sociedad española (Diario-16, 3-X-1984, p. 2) opina Tusell bajo título tan solemne que las tesis del grupo Teseo, que apareció fugazmente por entonces en ABC, y que enjuiciaban muy fundadamente los peligros del sebastianismo, equivalían también a las de Cristianos por el Socialismo, verdadera obsesión para el historiador de la negritud. Inscribe Tusell al grupo Teseo dentro de la derecha pura, según la eficaz fórmula que inspiró al señor Lavilla; y clama contra la ausencia de mediaciones entre lo religioso y lo político en España, como reclamando un lugar para la mediación que a él le gusta, es decir, el PDP. Bramó el señor Tusell en mayo de 1987 contra el autor de este libro por el diagnóstico que publicaba en otro libro, La derecha sin remedio, acerca de la inmediata desaparición del PDP en la contienda electoral de junio. El señor Pi, director del diario Ya, incluyó con su acostumbrado sentido político un artículo insultante del señor Tusell en que sin responder a uno solo de mis argumentos se trataba de descalificarme, y luego, con su acreditado sentido liberal, se negó a insertar mi réplica. Pero a las dos semanas el pueblo español respondió mucho mejor, y dejó al PDP, al señor Tusell y al señor Pi en el lugar que les correspondía. Luego dijo en ABC (18-VI-1987) que el PDP, desahuciado en las urnas, debía mantener los escaños parlamentarios que birló a AP desde la primavera de 1986, por la inconcebible ingenuidad de AP. Aducía Tusell profundos argumentos ideológicos cuando la retención antidemocrática de los escaños sólo se debe a los milloncejos que de ellos se derivan para el fantasmal PDP y sus asendereados numantinos. Lo malo es que también peligra el sustancioso puesto del señor Tusell en la Fundación Humanismo y Democracia, que los democristianos alemanes se están hartando ya de subvencionar para el vacío.
Otros publicistas católicos han abordado con mucha mejor fortuna la problemática del liberacionismo desde una perspectiva española. El profesor Bienvenido G. Andrade publicó unos Apuntes sobre teología de la liberación, en Estar, 67 (diciembre de 1985, pp. 28 y ss.). En este trabajo, y los dos que le preceden y le siguen, el autor aborda con suma claridad y justeza el concepto y la realidad de la teología de la liberación, así como su componente esencial de signo marxista. Es uno de los mejores resúmenes breves sobre el problema. El 25 de mayo de 1986 y en el «Club Zayas» se celebró una mesa redonda sobre teología de la liberación a cargo de varios especialistas: el teólogo Teodoro López, el filósofo Alejandro Llano y el antropólogo y psiquiatra profesor Aquilino Polaino Lorente, de quien ya referimos en nuestro primer libro algunas opiniones avisadas y originales sobre el problema. Se trata de una exposición triple y convergente, muy interesante, y expuesta también en lenguaje claro y sereno. En fin, el boletín Criterios, de un grupo de propagandistas —que merecería por su oportunidad y sentido de la actualidad una difusión mayor— publicaba en su número 12, en abril de 1986, un conjunto de estudios sobre cinco documentos importantes acerca de la liberación: entre ellos un breve comentario a la primera Instrucción romana sobre libertad cristiana y liberación. Aunque por desgracia la brevedad del comentario le hace aparecer más bien sesgado en sentido no precisamente acorde con lo que enseña la Instrucción de la Santa Sede.
Desarbolada y hundida en casi todas partes la Acción Católica durante los años sesenta y setenta, ante el asalto estratégico de la protesta (la contestación), el liberacionismo y la hipercrítica demoledora al margen del Magisterio; reconvertidas las espléndidas Congregaciones Marianas de la Compañía de Jesús en unas ambiguas e inoperantes Comunidades de Vida Cristiana que sólo parecen sombras lejanas, permanecen en pie, gracias a Dios, las venerables y eficacísimas Órdenes Terceras y florecen los Institutos Seculares y organizaciones más o menos afines; pero todavía más esperanzador es el hecho de que nuevos movimientos católicos de onda profunda y absoluta fidelidad al Magisterio han venido a llenar el injusto y absurdo vacío de la Acción Católica, esa colosal idea de principios de siglo que ya parece definitivamente cuarteada y anegada por el desfallecimiento propio y el ataque concertado del enemigo permanente. Estos movimientos son varios y casi todos florecientes. Uno de ellos está formado por las admirables Comunidades Neocatecumenales fundadas por Kiko Arguello, a las que nos hemos referido ya. Pero sobre cuyo nacimiento y espíritu conviene profundizar, a través del citado libro El Neocatecumenado (Madrid, 1986).
Kiko Arguello provenía del ateísmo y sintió la voz de Dios para vivir entre los pobres. Hizo su opción por los pobres, sin alardes ni hipocresías, sin pretender instrumentalizar a los pobres como carne de cañón para objetivos revolucionarios. Inició su primera comunidad en el Madrid de 1964, entre los chabolistas del barrio extremo de Palomeras Altas. Algunos párrocos de Madrid les fueron llamando para revivir en sus parroquias, con nuevos grupos carismáticos, su experiencia primordial. El éxito fue tan callado como enorme. El arzobispo de Madrid, don Casimiro Morcillo, cuya pérdida, que facilitó el advenimiento del taranconismo, fue una tragedia histórica para la Iglesia de España —y fue además provocada, como en los casos de monseñor Cantero, de Zaragoza, y monseñor Gúrpide, de Bilbao, a través de un auténtico martirio que algún día (pronto) investigará la Historia—, creyó en Kiko y en sus comunidades, las bendijo y las recomendó a Roma. Saltaron a Roma en 1968; iniciaron su actividad en la parroquia de Mártires Canadienses, y desde allí pasaron a otras. El citado libro narra de forma sencilla y emocionante el encuentro de los Papas con las Comunidades Neocatecumenales en las parroquias de Roma. De allí fueron llamados a muchas naciones de Europa, América y los demás continentes. Hoy constituyen una espléndida red espiritual que se extiende por todo el mundo y va llevando la espiritualidad bautismal a la nueva diáspora, como suele decir el fundador entre sus canciones —se expresa, se comunica y reza cantando, preferentemente—. Las Comunidades Neocatecumenales se propagan por medio de los Itinerantes, como los hermanos menores de la Edad Media. Juan Pablo II se identificó con ellas como el Papa que había descubierto su vocación itinerante también.
El propio Papa les libró de una suprema tentación y les marcó el camino. Era el 14 de diciembre de 1980, en la parroquia romana de la Natividad. Un joven sacerdote de las Comunidades, que acababa de regresar de Centroamérica, se dirigió al Papa: «Necesitamos ser alentados, Santo Padre, porque es muy difícil la situación que Centroamérica está viviendo. Volvemos aquí como san Pablo preguntándonos si corremos en vano, porque nos encontramos en una situación en que no sabemos si la Iglesia es la de la revolución, como muchos dicen allí, o es anunciar a Jesucristo». Este testimonio demuestra por sí mismo la tremenda presión liberacionista en el volcán centroamericano. Y el vicario de Jesucristo le replicó sin vacilar:
«Te doy ya la respuesta: ¡Anunciad a Cristo! ¡A Cristo solamente!» (El Neocatecumenado, pp. 50-51).
Innumerables sacerdotes se unen a las Comunidades, que nacen y viven dentro de cada parroquia, a la que aspiran convertir en Comunidad de Comunidades en vez de destruirla como pretenden los liberacionistas. La trayectoria de la Comunidad es larga y profunda; pasa por varias fases de conversión interior, de ahondamiento en el misterio del Bautismo. Conozco casos en que la pertenencia a una Comunidad neocatecumental ha producido verdaderas conversiones de la indiferencia a la santidad. Muchos cristianos procedentes de la aberración marxista proclaman en las sesiones públicas la luz que les hizo salir de aquella alienación, y proponen a otros su ejemplo. Miles de neocatecúmenos se preparan para el sacerdocio. Los Papas han señalado a las Comunidades como uno de los grandes frutos del Concilio y se han declarado repetidas veces en su favor. Realmente el dedo de Dios está aquí. Desde un error sobre las Comunidades Neocatecomunales en mi primer libro, yo también soy un poco converso.
He tenido noticias, en estos últimos años, de varios movimientos católicos que, como proclaman las Comunidades Neocatecumenales, pretenden, en plena comunión con el Magisterio, y con profundo sentido de lo social, aunque sin prostituciones políticas, «la reconstrucción de la Iglesia» y la articulación de las bases de la Iglesia. De todos ellos el más importante y puntero es, sin duda, Comunión y Liberación, característico ya de la época Juan Pablo II.
Su fundador, el sacerdote y profesor de Teología en la Universidad de Milán, don Luigi Giussani, habló en Madrid a fines de octubre de 1985 (Ya, 31-X-1985, p. 40). En plena década de los cincuenta, don Luigi obtiene permiso del arzobispo de Milán, cardenal Montini, para cambiar sus clases universitarias de Teología por un modesto profesorado de religión en un instituto de Enseñanza Media. En esas clases surgió el movimiento Comunión y Liberación, que hoy cuenta con más de cien mil afiliados en casi veinte naciones: Brasil (desde 1960), Chile, México, Argentina, Paraguay, Uruguay y Estados Unidos en América; Kenia y Zaire en África; Italia, España, Alemania, Francia, Yugoslavia, Polonia, Bélgica e Irlanda en Europa. «Estábamos en plena euforia por la contestación del 68 —explicaba don Luigi Giussani en España— y tratamos de sintetizar una alternativa clara a la propuesta marxista dominante. Era como decir: También nosotros queremos jugarnos la vida por el hombre, y creemos que el mejor método para colaborar a su liberación verdadera es edificar con toda nuestra vida la comunión eclesial. Así la comunión era liberación».
Los dirigentes de Comunión y Liberación en España son los matrimonios José Miguel Oriol y Jesús Carrascosa. En los años sesenta Oriol, «oveja negra» de una de las grandes familias financieras y empresariales de España, vinculada al tradicionalismo y de una acendrada fe religiosa, vivía muy desviado en la utopía anarquista, con fuertes intoxicaciones marxistas, al frente de la editorial contestataria «ZYX». José Miguel Oriol es un iluminado, de rápida inteligencia y amplísima información sobre ideología y política de los movimientos obreros, y desde su posición como militante de la HOAC en plena izquierda cristiana posconciliar entró en contacto con emisarios de Comunión y Liberación. Que yo sepa José Miguel Oriol ha evolucionado seriamente desde aquellas posiciones, pero no ha expuesto su nuevo ideario de forma pública y sistemática. Observé una larga serie de intervenciones suyas en una reunión de periodistas católicos en 1985 y me pareció advertir en él una postura muy crítica y documentada frente a la teología de la liberación, contra algunos asistentes que la profesaban o defendían. Pero en todo caso la ideología personal del señor Oriol es menos importante que su sincera incorporación al movimiento CL, que inicialmente era acusado en Italia de temporalismo y ambigüedades marxistas; en lo que nadie piensa hoy. Los militantes de CL se sumergen, seguros de su espiritualidad, en la vida cultural y política; desde 1975-76 el grupo germinal español se incorpora a Comunión y Liberación, sobre todo desde que don Luigi viene a España en el 76.
Cuando en 1985 pudo advertirse que Comunión y Liberación revitalizaba con su nuevo espíritu las decaídas filas de la Democracia Cristiana en Italia, donde ganaba elecciones decisivas y competía en la praxis política y social con los marxistas, desafiados en lo que creían su terreno, la Prensa progresista se alarmó ante un posible trasplante serio del “movimiento a la escena española, como de hecho estaba sucediendo. El País lanzó su primera salva de aviso el 31 de agosto de 1985 al dar cuenta de la asamblea del Movimiento Popular Italiano (CL) en Rímini, presidida por el cardenal de Nueva York. Allí se exaltó como nuevo héroe de la juventud europea a Parsifal-Perceval, el mito de la Edad Media; lo que puso frenético al jesuita superprogresista de la casa, José María Martín Patino, epígono del taranconismo, a quien le parecen perfectamente los nuevos dogmatismos de la teología de la liberación, pero le alarma el nuevo movimiento de compromiso temporal montado desde el campo contrario: «Parsifal —dice— es un guerrero de la trascendencia, pero resulta peligroso oponer al dogmatismo de las ideologías otros dogmatismos prácticos que extienden excesivamente las exigencias del Evangelio». No cabe formular de manera más clara la triste teoría participativa del taranconismo y el sebastianismo, entre las que Martín Patino trata de ser el engarce desde las páginas sospechosas del diario gubernamental.
A mediados de octubre de 1985 el movimiento espiritual y social español Tierra Nueva, muy grato al cardenal de Madrid, don Ángel Suquía, se integraba en Comunión y Liberación (Ya, 17-X-1985, p. 34). Don Luigi Giussani ratificaba la fusión en su siguiente visita a Madrid, a primeros de noviembre (ABC, 3-XI-1985, p. 46). En declaraciones a ABC se oponía abiertamente a la teología de la liberación porque «no podemos aceptar que la liberación pueda concebirse y realizarse por el análisis marxista. Pensamos que el hecho cristiano engendra y forma una imagen de liberación y un estilo de trabajar por ella que se distingue claramente del marxista». Marca sus diferencias con la Acción Católica, que ha vivido en Italia «un maritainismo exacerbado que separa la fe de la acción, la cultura y el juicio sobre lo temporal. Como creyentes se guían por su fe, pero en su cultura adoptan la cultura laica», resume muy certeramente. «Nosotros pensamos que el hecho cristiano afecta a la totalidad del sujeto y que nuestra cultura es determinada por la fe». Y cree que los ataques contra CL se deben a que «hemos creado una alternativa frente al laicismo cultural imperante».
El dirigente de CL en España, Jesús Carrascosa, expuso con claridad en el Encuentro Nacional de Responsables de Pastoral Universitaria, celebrado en Majadahonda los días 11 y 12 de mayo de 1984, la génesis y la ideología de Comunión y Liberación que edita en España una revista donde se ha juzgado coherentemente (n.° 7, febrero 1985) a la teología de la liberación. Desde la revista clerical progresista Vida Nueva, por ejemplo, 1347 (9-X-1982, p. 36), se ha tratado de descalificar al nuevo movimiento como patrocinado por el Papa pero vetado por los obispos lo que ya entonces era una caricatura, hoy plenamente superada. Abel Hernández captaba bien la onda imparable de Comunión y Liberación en España en su artículo Comunión y Liberación se mueve (Diario-16, 25-1-1986, p. 9) al comentar las reticencias de la revista católica progresista El Ciervo que señalaba los «posibles riesgos de fanatización» en CL, cosa que jamás ha hecho ante la teología de la liberación, tratada con guante blanco en sus páginas. El boletín CL Litterae Communionis n.° 2 (febrero de 1987) presentaba en Italia la figura del obispo español, colaborador del cardenal Suquía, Javier Martínez Fernández —el obispo más joven de Europa— clave del movimiento Tierra Nueva y ahora de la nueva Comunión y Liberación en España, una figura que puede ser capital en el futuro inmediato de la Iglesia española y que demuestra cómo de las lecturas de Péguy, Camus, Bernaños, De Lubac y Von Balthasar pueden derivarse corrientes vitales y fecundas de catolicismo moderno. Conocedor profundo de la Iglesia norteamericana, quiere organizar su campo de apostolado desde una plataforma cultural decisiva, el enorme sistema universitario de Madrid donde ya es una especie de ídolo, cosa que jamás había sucedido en España entre una Universidad y un obispo. Desde la fusión de los dos movimientos, Tierra Nueva queda como centro de inspiración y acción cultural para Comunión y Liberación. Toda una esperanza. Porque la Complutense, la mayor Universidad de España, ha derrotado estrepitosamente al marxismo y al socialismo bajo la dirección de los rectores Amador Schüller y Gustavo Villapalos, frente a las maniobras, a veces muy turbias, del ministro Maravall apoyado en Cristianos por el Socialismo, los jesuitas progresistas y algunos maritainianos de la última hora. No sé si Villapalos lo sabe.
Comunión y Liberación y el Opus Dei se respetan mutuamente, pero no se interpenetran. Son dos muestras de la misma vitalidad espiritual.
Después de las descalificaciones de Roma al liberacionismo de componente marxista, los teólogos de la liberación no han bajado la guardia en España, que es su centro logístico principal, sino que han intensificado su desafío a la Iglesia española, que nació, como sabemos, desde fines de los años sesenta. En esta última sección de este capítulo debemos dar cuenta de las últimas fintas liberacionistas en ese desafío, que han suscitado ya, venturosamente, unas primeras reacciones importantes de la Iglesia española sumida, hasta entonces, en un casi complaciente silencio frente a la provocación.
Ante todo conviene constatar que la red logística principal de apoyo al liberacionismo desde España —los centros, revistas y editoriales volcados en la causa— ha mantenido sus posiciones después de las claras advertencias de la Santa Sede a partir de 1983. Éste es un hecho escandaloso, que en parte conoce ya el lector por nuestra referencia de varios libros liberacionistas publicados en España durante este período, como si no hubiera sucedido nada. Añadamos algunas pruebas más en el mundo de las revistas católicas desviadas.
Los jesuitas de la revista Sal Terrae tenían la desfachatez de escoger el título Rumor de ángeles para su número 11, de noviembre de 1986, en que publicaban Quince tesis sobre la teología de la liberación, del rebelde Clodovis Boff, quien trata desesperadamente de conciliar su teología de la liberación con la que propone el Papa; y lo intenta mediante una continuada serie de sofismas y ambigüedades, puros efugios dialécticos, que no convencen ni a su hospitalaria revista como se demuestra en las preguntas directas que se le hacen, y que él elude. Ni una sola vez utiliza el término marxismo ni el análisis marxista; en su exposición de «esta teología-niña que está convirtiéndose en mujer» nada menos. El sofisma se expresa muy claramente en la segunda tesis: «Juan Pablo II ha denominado a la teología de la liberación teología necesaria» (p. 833). Evidentemente no; Juan Pablo II ha descalificado a la teología de la liberación de los Boff en las Instrucciones y las Notificaciones de 1984-1986; y ha postulado otra teología de la liberación, que como C. Boff tiene que reconocer en la tesis octava parte del extremo opuesto a la suya; y no es complementaria con la suya sino precisamente contraria y diferente. Ante estas tesis se ve con claridad que los teólogos de la liberación han degenerado en una escolástica decadente para evitar nuevas descalificaciones todavía más efectivas. Nada más.
Iglesia viva, otro centón de desvíos y ambigüedades, dedica su número 122/123 de 1986 al muy teológico problema de Política, poder y utopía, con la participación de tan destacados teólogos como el ideólogo del PSOE Ignacio Sotelo, el abogado Antonio García Trevijano, trabajos de varios liberacionistas y dos intervenciones del obispo separatista don José María Setién; otro teólogo, José Aumente, reproduce aquí su colección de trabajos publicados recientemente en El País. No hace falta comentar más.
Vida Nueva, la revista clerical dirigida por el jesuita Lamet, ha continuado como si tal cosa su andadura progresista, su línea de sorda hostilidad a cuanto representa el Papa Juan Pablo II y su apoyo a los movimientos de liberación. Para definir la situación de la Iglesia española en esta época abrió sus páginas a la opinión tan representativa del obispo liberacionista don Alberto Iniesta, y la montó bajo una fotografía muy significativa, la del presidente González con el todavía presidente de la Conferencia Episcopal don Gabino Díaz Merchán. Se trata, naturalmente, de la versión gauchista sobre la Iglesia en la transición, no contrapesada por la revista con otras más equilibradas.
Pero en el apoyo al desmadre progresista y al liberacionismo se sigue llevando la palma la revista claretiana rebelde Misión abierta. Dedicó su número de setiembre de 1985 a Una ética liberadora, orientado por un moralista recientemente descalificado por la Santa Sede, como sabemos, Benjamín Forcano. Los liberacionistas Girardi y García Nieto proponen sus tesis liberadoras; el separatista Jesús María Zalakain expone las virtudes de la contrainformación proetarra. No merece la pena ahondar más.
El número 1 para 1986 de Misión abierta se dedica a la propaganda descarada antiOTAN bajo el título La paz amenazada. La paz está amenazada, naturalmente, por los Estados Unidos, y si España se alinea en la OTAN, eso «conlleva inevitablemente alinearse contra los países del Este y, lo que es más grave, alinearse en el área dominante y extorsionadora del capital dominante sobre el Tercer Mundo» (p. 46). La dimensión prosoviética de Misión abierta queda nuevamente de manifiesto, por sus tesis y por los colaboradores de este número, encabezados por el comunista Ramón Tamames. Tampoco hay mucho más que comentar.
El número 3 de junio de 1986 se dedica a la oposición radical contra la línea Juan Pablo II bajo el título Resistencia e involución en la Iglesia. El canónigo González Ruiz alcanza uno de sus momentos teológicos y dialécticos más bajos con un artículo titulado Roma 1985-1986: ¡que viene la Restauración! Alaba acríticamente el libro de Zizzola sobre la Restauración de Juan Pablo 11 —que ya hemos enjuiciado muy negativamente— y confunde lamentablemente, desde la anécdota, lo que llama «las dos restauraciones anteriores», es decir, la de Gregorio XVI y la de san Pío X (cuya santidad no reconoce) en una de esas tremendas recaídas en la superficialidad que caracterizan, desgraciadamente, la trayectoria del canónigo. Comparar la restauración de Juan Pablo II con las técnicas del sodalitium pianum bajo Pío X es una broma de pésimo gusto.
Juan J. Tamayo, liberacionista persistente, enjuicia las reticencias de la Iglesia española ante la teología de la liberación; y Enrique Miret Magdalena habla, como casi siempre, desde otro planeta. Los liberacionistas Julio Lois y José M. Castillo tratan de reforzar las defensas del bunker con los efugios y tergiversaciones habituales. Los defensores de la teología de la liberación en España se han quedado sin fuelle y sin horizonte; es la consecuencia más clara de este número lamentable.
Con dos números monográficos siguientes, dedicados a las elecciones de 1986 y a España en el Mercado Común, Misión abierta vuelve a meterse en su habitual camisa de once varas, y a presentarse como la hoja volandera para el ghetto liberacionista de España. No hay en estos números, fuera de las habituales frustraciones, ni una idea original, ni una propuesta sugestiva.
Vamos a presentar en este epígrafe algunos libros debidos a varios teóricos del liberacionismo español; muy recientes en algún caso, algo anteriores en otros, no pudimos recoger sus ideas en nuestro primer libro. Y merece la pena reseñarlos aquí, porque son representativos e influyentes dentro de la izquierda clerical.
Teófilo Cabestrero es un religioso liberacionista español, teólogo visitante de la Nicaragua sandinista, que nos ha obsequiado en 1985 con un alegato de propaganda elemental y sensiblera, editado por los jesuitas de «Sal Terrae»: No los separó la muerte, sobre un matrimonio nicaragüense capturado y asesinado por la contra. Cabestrero utiliza en el libro toda la metodología de atrocidades vigente en el mundo de la propaganda occidental desde 1914, y que podría reproducirse, sin más que variar nombres y circunstancias, en víctimas del otro bando. Ya sabemos el valor histórico absoluto que alcanzan los relatos de atrocidades compuestos al servicio de uno de los bandos en una guerra moderna.
Alcanza mayor importancia el libro de liturgia liberacionista publicado por Teófilo Cabestrero (que ha trabajado intermitentemente en Nicaragua desde 1980) en «Sígueme», Salamanca, 1976, con el título Pascua de liberación. Se trata de un ritual para el tiempo de Pasión, Semana Santa y Pascua en forma de collage que entrevera las lecturas bíblicas con otras de teología progresista (Moltmann) y liberacionista (Ernesto Cardenal, Pedro Casaldáliga), marxistas como Roger Garaudy (antes de su conversión al Islam, que ha dejado en ridículo a sus admiradores liberacionistas) y Erich Fromm, y los nuevos padres de la Iglesia liberadora, presididos por Gustavo Gutiérrez.
Ya hemos aludido al teólogo mercedario Xabier Pikaza con motivo de su presentación evangélico-marxista al libro de Chévenot sobre la lectura materialista de la Biblia. En otro libro más original, Palabra de amor, publicado en 1983 (Salamanca, «Sígueme») Pikaza entabla un larguísimo diálogo con una tal Josebe, dama ficticia o real de la que se muestra rendidamente enamorado, para recorrer, de su mano, los más complicados caminos del amor teológico, filosófico, social y personal, lo que de paso le da ocasión para reafirmar su marxismo con una confesión expresa y multitud de citas. No debe interpretar el lector esta síntesis como un desprecio al libro de Pikaza y a su autor. Por el contrario, la meditación del mercedario sobre el amor resulta desgarradora, y revela curiosas sublimaciones, pretendidamente intelectuales, una búsqueda por todas las teorías históricas del amor humano, ensambladas trágicamente sobre un vacío interior ante el que no se puede expresar primariamente más que respeto. Pocas veces un liberacionista se ha desprendido de todos los pretenciosos cascarones verbales con que encierran habitualmente sus verdaderas actitudes ante la vida real; pocas veces se nos había ofrecido como en este libro el drama íntimo de un hombre solo que se resiste a abandonar el impulso inicial de su vocación. El libro evidencia un batiburrillo interior formidable, pero no despreciable. Lo que se comprende peor es que el mismo señor Pikaza haya tratado de ofrecernos antes, para orientación, un Esquema teológico de la vida religiosa (Salamanca, «Sígueme», 1979) sustancialmente discutible, y en buena parte invalidado por la vivencia personal posterior en torno a la erótica de la soledad.
El jesuita José I. González Faus, uno de los promotores de Cristianos por el Socialismo, y uno de los grandes fanáticos liberacionistas de su Orden, publicó en la editorial de su Orden «Sal Terrae» en 1981 un libro sintomático que me parece esencial para comprender su actitud y la de sus afines, Paseo por la Resurrección y la Muerte. Se trata de eso; de un paseo por Centroamérica, visitada por el jesuita español con sus orejeras caladas, y con un partidismo que aun a quienes conocemos ya su talante nos asombra. La incursión se hace por el verano de 1980, al año siguiente de la victoria sandinista en Nicaragua. En Cuernavaca, González Faus sabe, por monseñor Sergio Méndez Arceo, el obispo marxista, la muerte del comunista cristiano español Alfonso Carlos Comín, a quien Faus dedica un soliloquio ambientador como prólogo. En este libro, la Muerte es la democracia agónica salvadoreña, descrita con los tonos más negros, sin reconocer esa admirable tensión del pueblo salvadoreño en favor de una democracia amenazada desde la guerrilla y desde ese centro espiritual de la guerrilla que es la Universidad subversiva «José Simeón Cañas», dirigida por los jesuitas liberacionistas españoles La descripción de la situación salvadoreña en labios de Faus es una simple caricatura, un trasunto de propaganda barata y unilateral.
Llega el paseante a Nicaragua y se invierte el signo. Allí se encuentra en su casa. Hace como que critica algunos excesos del brutal totalitarismo sandinista, pero en realidad se extasía con él. Fustiga a Ramón Pi, el periodista español entonces en La Vanguardia, por un artículo plagado de errores; es uno de los pocos momentos objetivos del libro. Pero luego canta las maravillas de su colega Fernando Cardenal, y comprueba sobre el terreno los milagros de la Nicaragua liberada, no sin dedicar unas endechas a Cuba, que vista desde Europa ofrece algunos pequeños reparos, pero que vista desde América «sigue siendo ideal y meta» (p. 75). Y este jesuita unidimensional sigue siendo uno de los guías para la Compañía de Jesús en España.
Sin embargo el ejemplo de González Faus es demasiado burdo y grosero como para tomarlo en serio. Hora es ya de que, al analizar el desafío liberacionista a la Iglesia de España, desenmascaremos a otro jesuita mucho más peligroso, José María Castillo, profesor de Teología en Granada, que ha actuado tenazmente como corruptor liberacionista del clero español desde los primeros años setenta, ya que, como dijimos en nuestro primer libro, a él se debe la propuesta de uno de los documentos más disolventes para la Asamblea Conjunta de 1971. Parece mentira cómo José Luis Martín Descalzo, conocedor directo del papel desempeñado por Castillo en la infraestructura de aquella asamblea (cuyos recovecos inundaremos de luz definitiva en nuestra prometida historia de la Iglesia española posconciliar) se atreviera a negar en 1985 (hoy no, desde luego) nuestra tesis básica sobre la implicación de un sector de los jesuitas en la génesis y desarrollo de los movimientos de liberación. Castillo es una figura clave para comprobar esa tesis. Conviene estudiar su influjo en dos campos: su libro teórico La alternativa cristiana («Sal Terrae», 1978, citas sobre la ed. 1983) y su serie de cuadernos divulgadores Teología popular.
La alternativa cristiana lleva como subtítulo Hacia una iglesia del pueblo: Castillo pretende ser el Leonardo Boff español, y de hecho sus escritos se han difundido mucho a las dos orillas del Atlántico. Abre su libro con una batería de citas de Marx sobre el dinero y sobre la sociedad alienada en sentido marxista (p. 11). Niega la libertad real en la democracia (p. 14) y se apoya en autores marxistas como Garaudy o equívocos como Chomsky. «La Ciencia se ha divorciado de la cultura y se ha convertido en aliada de la barbarie», grita, con acentos de Jomeini, en la página 18. Critica a la Iglesia por subordinarse al poder del dinero en sus obras. Reduce la Iglesia verdadera a una «opción de clase» (página 58) y recomienda para una visión de conjunto sobre la historia de España al historiador marxista Tuñón de Lara (p. 64). Acepta acríticamente el sistema de plusvalía, ese anacronismo, sobre una cita de Marx (p. 87). Asume la lucha de clases según la descripción elemental y poética del Manifiesto Comunista (p. 91). Dogmatiza que los cristianos deben elegir necesariamente al socialismo (p. 98) incluida la autogestión que, naturalmente, no se describe. Insinúa que el patrón ideal para la sociedad es el marcado por Rosa Luxemburgo y Gramsci (p. 98). Cita elogiosamente a este mito vacío del progresismo español, Gerald Brenan. Se muestra decididamente antijerárquico en la organización de la Iglesia (p. 155). Se opone al absolutismo del primado pontificio (p. 166). Nueva propuesta dogmática: «El clero debe desaparecer» (p. 189). Propone, en la Iglesia jerárquica, la elección democrática de obispos y ministros (página 194) y añade unos capítulos de coartada sobre la espiritualidad y la oración.
Los Manuales de Teología popular son, por lo menos en algún caso, de Castillo; al menos el que firma como Iglesia, Comunidad y Liberación; otros van sin firma, pero recuerdan irresistiblemente su doctrina y su estilo como Materiales de formación teológica. Uno y otro son doctrina cristiano-marxista y liberacionista depurada. En Materiales se incluye un pretencioso y anacrónico estudio «histórico» sobre la sociedad en la Palestina neotestamentaria, donde se describe a una «gran burguesía» en la que se incluye la «aristocracia sacerdotal» (p. 9). Los Evangelios demuestran la «opción de clase» de Jesús (p. 18) al que se presenta como «subversivo» (p. 19). Su misión no era religiosa sino la «nueva y radical transformación del orden social». Cita con elogio al «teórico marxista Ernst Bloch» y su tesis del reino de Dios como impulso revolucionario. Cita como modelo la comuna de Ernesto Cardenal en Solentiname (p. 14). Las utopías anarquista, socialista y comunista son «la versión secular del reino de Dios» (p. 16). La clave de nuestra fe, la resurrección, «no es un hecho histórico».
Propone un resumen arbitrario de la historia de la Iglesia, especialmente sectario cuando se trata de la Iglesia española. Incluye al Opus Dei en la «Iglesia reaccionaria». La mejor de las cuatro Iglesias que describe es la «liberadora y popular» que sigue los planteamientos revolucionarios de la teología de la liberación. Historia la creación de las Comunidades Cristianas Populares, una especie de falansterios utópicos mucho mejor delineados por los socialistas románticos hasta que la realización acabó en ridículo. Acepta la división de la Iglesia en dos bloques de poder según la dicotomía de Leonardo Boff. Y concluye: «La opción revolucionaria encarna a la fe».
De acuerdo con estas teorías se han creado las Comunidades de Base de Madrid, que en la Asamblea de Cristianos de Base celebrada desde el 31 de mayo al 1 de junio de 1986 redactaron un documento-programa (sin editorial ni pie de imprenta) en que citaban setenta y nueve grupos y movimientos dispersos por toda la ciudad. El documento establecía una serie de instituciones coordinadoras y el conjunto se organizaba claramente como Iglesia paralela revolucionaria al margen de la Iglesia institucional.
Este doble asalto de teoría y de praxis, seguido por la exacerbación provocada en el VI Congreso rebelde de teología liberacionista organizado por la Asociación de Teólogos Juan XXIII logró por fin una reacción enérgica y expresa de la Iglesia española. La Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe publicaba en Ecclesia 2296 (6-XII1986) bajo el título Amenaza a la comunidad eclesial una nota informativa sobre algunos aspectos doctrinales de las publicaciones Teología popular (sin nombrar a Castillo) y sobre el documento-programa de las comunidades de base. Era, que sepamos, la primera vez que la Iglesia española se pronunciaba institucionalmente, oficialmente, sobre el liberacionismo. Por eso merece la pena reproducir el importante documento. Notemos únicamente que aunque el documento afirma que los cuadernos de Teología popular aparecen sin autor, al menos el que hemos citado antepone el nombre de su autor, José María Castillo. Notemos también que pese a la reprobación oficial de esta serie, los cuadernos se siguen vendiendo impunemente en algunas librerías religiosas de Madrid. Y la coordinadora de la Comunidad de Base prevista en el descalificado documento-programa se constituyó de hecho tras la Asamblea, según el teólogo-portavoz Evaristo Villar (ABC, 2-VI-1986, página 51).
Transcribimos íntegramente la nota informativa de la Comisión Episcopal española para la Doctrina de la Fe, con la importante advertencia de que la Santa Sede la hizo suya mediante la publicación íntegra de esa nota en la edición española de L’Osservatore Romano, 14 de junio de 1987, p. (445), 13.
«Tutelar la doctrina cristiana acerca de la fe» es una de las misiones encomendadas a esta Comisión Episcopal como servicio a la Iglesia y al ministerio magisterial de los pastores. En cumplimiento de esta misión, y atendiendo al bien común del pueblo de Dios, en ocasiones hemos de advertir sobre doctrinas difundidas por medio de publicaciones u otros cauces que desorientan la fe y la vida cristiana de los fieles.
No es una tarea fácil, máxime en situaciones eclesiales como las de ahora y en tiempos como los nuestros, en que cualquier intervención del magisterio, tendente a mantener la recta fe, es vista con sospecha de repliegue o de amenaza a la libertad. Sin embargo, es necesaria.
En este escrito vamos a referirnos, por su particular gravedad, a una colección de publicaciones que, desde hace años, vienen apareciendo —sin autor, sin editorial y sin fecha de edición— bajo el título genérico de «Teología popular». Y por la sintonía que revela con estos escritos, aunque sea un fenómeno material y formalmente distinto, nos referimos también al «Documento-programa de la I Asamblea de Cristianos de Base de Madrid».
Analizados cada uno de los cuadernos de la colección, se percibe en su conjunto una gran coherencia de pensamiento y una visión muy articulada en torno a unas líneas directrices. En esta nota nos referimos a alguna de ellas por considerarlas más relevantes.
Visión de la Iglesia. Estos cuadernos de Teología popular identifican a la Iglesia en su realidad total con la pequeña comunidad empírica concreta. Ésta no es sino el puro y simple resultado, en cada caso, de las adhesiones individuales al proyecto de Jesús de Nazareth: erradicar la opresión, llevar a cabo y sacar a la luz la igualdad de todos los hombres en el reino de Dios. El vínculo que surge del compromiso de individuos y grupos por el «reino de Dios» en el seguimiento de Jesús de Nazareth es la sola realidad fundante de la Iglesia. Fuera de tales adhesiones individuales, en los citados cuadernos no aparece claro cuál es la estructura de la Iglesia, su conexión con Jesucristo el Señor, su autoridad propia, su normativa para la fe del individuo, su unidad y catolicidad.
A lo más, la Iglesia es entendida por la citada teología como una federación de los pequeños grupos que se adhieren al proyecto de Jesús de Nazareth. Pero de ningún modo la Iglesia es vista en su realidad fundamental y fundante como la koinonía, es decir, la comunión en el previo don de Dios en Jesucristo por el Espíritu.
Sí insisten estos escritos en la categoría o imagen de «pueblo» de Dios como básica para entender la Iglesia, pero aislan y dan un valor absoluto a esta categoría y no la relacionan con todo el misterio de la Iglesia desde Dios. De este modo, resulta «pueblo» un concepto pura y simplemente sociológico que comporta una identificación de pueblo con las «bases» en oposición a las clases dominantes, es decir, con la masa oprimida o las gentes que luchan por implantar la justicia y la igualdad.
De este modo no emerge de las páginas de estos cuadernos la Iglesia en el pleno sentido teológico de la tradición viva. Más aún, estos escritos contraponen a la Iglesia de los orígenes, al grupo de los creyentes de los primeros capítulos de los Hechos de los Apóstoles, la Iglesia posterior y la de hoy, donde, salvo algunas excepciones, se ha desfigurado el Evangelio.
Reducción de la fe cristiana a lo ético. En las páginas de estos cuadernos aparecen muy en primer término la preocupación por lo ético y la praxis humana. Podríamos hasta afirmar que tales cuadernos constituyen mejor unos verdaderos manuales para la acción que unos instrumentos para la formación del cristiano dentro de la fe de la Iglesia. Reducen, en realidad, el cristianismo a una ética. Y esta ética está determinada por las exigencias de la praxis transformadora de la sociedad y de las estructuras opresoras, por las exigencias de la lucha que busca la libertad del hombre frente a todo poder opresor, en el que se incluiría incluso la Iglesia institucional, con sus dogmas e instituciones.
En este orden de cosas, apenas asoma en sus páginas sensibilidad alguna para las dimensiones estrictamente religiosas y trascendentes que se refieren y desvelan a Dios como Dios, como sujeto soberano de su acción, como amor que se comunica y salva activamente. Por lo mismo, todo el sentido de la soberanía de Dios, de su iniciativa libre y de su gracia queda, cuando menos, difuminado. Como consecuencia de todo ello no entran dentro de su horizonte de pensamiento e interés las categorías de trascendencia, santidad, conversión, escándalo de la fe, positividad sacramental, autoridad concreta…
Dios Padre. Presentan los cuadernos de Teología popular la realidad de Dios Padre como garantía del ideal ético. Él es el Dios bueno que quiere la igualdad y la justicia. Creer en Él es sinónimo de trabajar para acabar con las diferencias injustas entre los hombres.
Jesucristo. La cristología de estos folletos pretende ser exclusivamente ascendente, pero se queda prendida en la consideración del hombre a quien denomina Jesús o Jesús de Nazareth. De hecho, toda referencia al Cristo de la fe, a la realidad preexistente y trascendente de Jesús, al Hijo unigénito de Dios, al Señor de la Iglesia y del mundo es puesta aquí entre paréntesis. En un lugar de estos escritos se afirma que Jesús es «el hombre que llegó a ser Dios por la resurrección»[2].
Estos cuadernos consideran a Jesús predominantemente desde el punto de vista de lo ético y de la praxis transformadora de la sociedad. Es el hombre del pueblo que toma partido por los oprimidos y marginados al servicio de la libertad e igualdad de todos los hombres. Lo trascendente e incomparable de Jesús de Nazareth se diluye, en el fondo, en el pobre y oprimido, no porque se entienda a Jesús desde el «vaciamiento» del que habla Pablo, sino porque se lo «identifica» con ellos como sujetos de la Historia.
«La muerte de Jesús —dicen textualmente estos cuadernos— fue el resultado de un enfrentamiento entre los intereses de los dirigentes, por una parte, y los intereses del pueblo, por otra parte… Jesús murió por causa de la religión, porque estaba en contra de la religión que sirve para que unos cuantos vivan mejor que los demás; porque no toleraba la religión que se utiliza para que los dirigentes dominen al pueblo y se aprovechen del pueblo. Lo cual quiere decir que Jesús se puso de parte del pueblo y en contra de los que dominan al pueblo con el cuento (sic) de la religión, es decir, con el cuento de que ellos son los representantes de Dios y los que tienen la autoridad de Dios. En eso está el fondo del problema que se le planteó a Jesús y el fondo del problema que para nosotros es la muerte de Jesús»[3]. Así la cruz no será sino el símbolo de los que no están de acuerdo con los atropellos y las injusticias que cometen los poderes de este mundo.
La resurrección de Jesús es presentada, en resumen, de esta manera: «Lo más importante que sabemos y creemos los cristianos es que Jesús está vivo. Y eso es, a la vez, una amenaza y un triunfo. Es una amenaza, porque decir que Jesús está vivo es ponerse de parte de Jesús, a favor de todo lo que defendió Jesús y en contra de todo lo que atacó y rechazó Jesús[4]; pero eso es un asunto peligroso. Y es un triunfo, porque si Jesús está vivo, nuestra vida tiene futuro y la muerte no nos da miedo. Lo malo es cuando uno sólo piensa en el triunfo y no quiere saber nada de la amenaza. Esto es lo que hacen muchos cristianos. Y por eso para ellos la resurrección les trae problemas»[5].
El Espíritu Santo. En la presentación que hacen estos folletos del Espíritu Santo quedan bastante diluidas su realidad y su acción. Generalmente no aparece como «Señor y dador de vida», sino más bien como una realidad impersonal, como fuerza e inspiración; hay que hacer la excepción, sin embargo, de cuando habla del Espíritu como abogado, siguiendo el Evangelio.
Concepción de revelación. Un «canon dentro del canon». Las reducciones de la fe cristiana, de las que venimos hablando, se han llevado a cabo porque el autor o autores de estos cuadernos han introducido «un canon dentro del canon». Este «canon» consiste en prescindir de todo aquello que no esté de acuerdo con las exigencias de la praxis y de la lucha contra todo poder establecido. Con ello tratan de liberar y sacar el «verdadero núcleo» de la Revelación, la «verdadera realidad» de la historia de la liberación, cuando con ese «canon» clave leen la Biblia y la tradición de la Iglesia.
En particular llevan a cabo una lectura o interpretación «política», preferentemente de los Evangelios Sinópticos. Al verdadero Jesús no podemos llegar sino por los Evangelios Sinópticos, no leídos en el interior de la tradición de la Iglesia y entendidos desde ésta, ya que la tradición los entiende desde una ideología propia del poder dominante en ella, sino desde la clave del «Evangelio», como anuncio de una liberación social, colocando previamente los Evangelios, para su verdadera interpretación, en el contexto de la vida y de los tiempos de Jesús, que es, a la vez, interpretado básicamente desde la dialéctica dominadores-dominados.
Consiguientemente aceptan sólo una parte de la tradición evangélica y pasan por alto una buena parte de los escritos neotestamentarios, particularmente los de san Pablo. Otro tanto se habría de afirmar de la selección de los escritos veterotestamentarios que hacen estos cuadernos. No sólo esta selección, sino también su interpretación, está dirigida, como indicábamos más arriba, no por la regla de la fe de la Iglesia ni por criterios tomados de su tradición viva. La lectura de la Biblia se lleva a cabo exclusivamente mediante una exégesis individualista y supuestamente «científica» que somete la Revelación a la norma de un supuesto saber superior de una particular concepción de la filosofía occidental sobre la Historia. Por otra parte, se descalifica de antemano toda la tradición de la Iglesia, a la que se somete, por decirlo así, al principio hermenéutico de la sospecha.
Todo esto supone una concepción de la revelación y de sus cauces que no es la enseñada por el Concilio Vaticano II. Estos escritos se colocan prácticamente en una postura liberal. La verdad revelada de Dios, como una realidad ofrecida libremente por Él, al hombre, de la que éste no puede disponer y que nos es transmitida a través de la Iglesia, de su tradición y magisterio, no aparece en estos cuadernos. Ciertas concepciones de la verdad, propias de la modernidad, están en la base del modo como abordan estos escritos la verdad revelada.
Los sacramentos. Queda ausente en estos escritos la referencia o vinculación de los sacramentos a Jesucristo, es decir, la positividad de Cristo respecto de ellos. No queda claro si éstos son símbolos naturales o positivos, de libre creación humana o establecidos por voluntad divina. No se sabe bien qué es lo que celebran y a qué historia de salvación remiten, si son símbolos cuyo valor depende sólo de ser asumido en cada caso por una comunidad concreta para expresar su fe o más bien son símbolos de la Iglesia por los que Jesucristo comunica su salvación.
La Eucaristía es el símbolo del amor y de la solidaridad con los trabajadores y con los que no tienen trabajo, con los que no ganan para comer y con todos los desgraciados. «Es el símbolo —afirman estos cuadernos— que tenemos los cristianos para expresar ante la gente que la vida y la muerte de Jesús son nuestro camino y nuestro destino, porque queremos llevar la misma vida que Él llevó, y, si es preciso, estamos dispuestos a terminar como Él terminó. Por eso la misa es el símbolo que expresa la experiencia más fuerte que tenemos los cristianos: la experiencia del amor y de la fraternidad con los demás, sobre todo con los pobres de la Tierra»[6]. Sin más matizaciones es presentada la misa como banquete, olvidando otras determinaciones específicas que la transfieran a otro orden de comensalidad. La auténtica celebración de la Eucaristía, en la opinión de estos cuadernos, es la reunión y el banquete de aquellos que realizan la unidad y la solidaridad.
No aparece claro quién es el sujeto de «las llaves del perdón»: ¿el individuo, la comunidad, el presidente de la comunidad, el sacerdote? Afirman que sólo los pecados públicos graves o contra el prójimo requieren absolución sacramental.
La moral y la ley. La teología de estos cuadernos considera la ley ante todo como expresión de dominio y factor de represión. Al mismo tiempo se magnifica una libertad omnímoda. El criterio de moralidad es la subjetividad. No caben normas objetivas. La modernidad, los apremios de las situaciones históricas, conjuntamente con el imperativo de lucha por erradicar toda opresión, son, de hecho, los criterios básicos de moralidad.
En estos cuadernos se encuentra una visión muy crítica y demoledora de las manifestaciones, prácticas, instituciones, usos y personas que tienen que ver con la religión. La religión es vista, de hecho, como cosa «sagrada», mágica, cargada de obligaciones, represiva, como una función simplemente social.
La escatología no tiene peso específico en estos cuadernos. El interés predominante que se descubre en sus páginas está dirigido a la intrahistoria. Se considera que una demasiada atención a la vida eterna es alienante. Oscila entre la tesis de la resurrección inmediata y la «del último día», sin aclararse en este punto y sin precisar lo que en este caso es doctrina normativa.
En síntesis, estos cuadernos, como puede apreciarse por todo lo anterior, contienen una doctrina que, en su conjunto, desorienta la fe y la vida cristiana de los fieles. Los acentos que el autor o autores de estos cuadernos ponen en algunos aspectos dejan en silencio, sospecha o rechazo otras realidades igualmente fijadas a lo largo de la tradición viva y de la historia de la Iglesia. Sus reduccionismos son muy notables. De la coherencia de todo el conjunto desde el que esos silencios o rechazos quedan comprendidos se desprende que nos encontramos ante una alternativa al cristianismo eclesial, a la fe tal y como la vive y profesa la Iglesia católica.
Por otra parte, la excelente presentación puede ser un factor más a añadir para señalar y advertir que dichos escritos tienen una gran fuerza para, por lo menos, perturbar la fe de muchos creyentes. En efecto, hay que destacar el carácter pedagógico de las cuestiones, su excelente disposición para el aprendizaje y la asimilación en que están ordenadas las unidades didácticas, etc. Su lenguaje claro, directo, desenfadado y popular son un instrumento al servicio de unas enseñanzas que, ciertamente, falsean la fe cristiana y disuelven la comunión eclesial.
Lo que diremos sobre este «Documento-programa» no supone que hay una conexión directa entre éste y publicaciones anteriormente consideradas. Sin embargo, todos estos escritos tienen de común una cierta mentalidad y ciertas concepciones, sobre todo, acerca de la Iglesia, que, difundidas más o menos explícitamente, pueden dañar la comunión del pueblo cristiano en España.
El contenido de este «Documento» ofrece, prácticamente, una alternativa a la Iglesia existente. Esto puede verse tanto por el procedimiento de trabajo seguido hasta su redacción final como por algunas de sus afirmaciones o propuestas operativas. Respecto al procedimiento de trabajo, es sabido que este documento es fruto de una labor de consenso y de procedimientos democráticos, donde no han contado con los elementos positivos o normativos de la Iglesia, sino el parecer de los participantes o integrantes de las diversas comunidades o grupos adheridos.
El «modelo» de Iglesia que propugna este Documento-programa» sería, en el fondo, fruto del común acuerdo de los «cristianos de base», que interpretarían auténticamente los orígenes de la Iglesia desde una hermenéutica que supone una «opción de clase».
La Iglesia resultante de este programa es una Iglesia asamblearia. Basta ver la forma de organizarse para percatarse de ello. Es una Iglesia «organizada desde abajo», estructurada por una asamblea general, «que es soberana y marca las líneas generales de pensamiento y actuación», y por otros órganos, también de corte asambleario. Si tiene tales competencias la asamblea general, ¿dónde queda la Iglesia de Jesucristo? La misma organización que propone este programa es más propia de los partidos políticos que de la Iglesia tal y como ella se autocomprendió, asistida por el Espíritu, en el Concilio Vaticano II.
Las pequeñas comunidades son el núcleo de esta concepción eclesial. Se trata de comunidades constituidas como «base» y construidas desde ahí, desde abajo, congregadas en torno al compromiso social y político y no en torno a Jesucristo, entregado por nosotros en su misterio pascual.
No se ve nada normativo que no provenga de las mismas comunidades o de los órganos asamblearios de organización. Todo se hace depender prácticamente del acuerdo que las lleva a constituirse en una Iglesia autónoma, que, como dicen, al hablar de las funciones de la «coordinadora», está dispuesta a dialogar con la jerarquía de la Iglesia.
Esta Iglesia que se trata de impulsar viene a ser, igualmente, un conglomerado de comunidades pequeñas, donde no se precise otro vínculo de comunión más allá de los establecidos por los acuerdos y los compromisos comunes. Está totalmente ausente de este Documento la consideración del ministerio de comunión de los obispos. En el fondo late una concepción de la Iglesia y de las exigencias reales de comunión católica que cuestiona de hecho la existencia, dentro de la Iglesia, de un ministerio de origen apostólico y de naturaleza sacramental llamado a garantizar la autenticidad de la fe católica, con facultad y deber de regir la Iglesia en nombre de Jesucristo.
El centro de esta Iglesia y lo que la hace propiamente Iglesia no es la Eucaristía, como corresponde dentro de la más pura tradición eclesial, sino la asamblea general. La misma Eucaristía es presentada de forma parcial; en su presentación no se ve dónde queda todo el carácter de memorial, de eclesialidad, de celebración de la acción salvadora de Dios, etc.
Tampoco aparece en este programa qué sentido tienen los ministerios ordenados en la Iglesia y particularmente el del presbítero. A éste se le asignan los siguientes rasgos: «servidor y animador de la comunidad; siendo testimonio de vida; propuesto, elegido y revocado por la propia comunidad; independiente económicamente; hombre o mujer, soltero o casado». ¿Se puede definir o configurar así la identidad del presbítero?
Es de justicia reconocer que muchos de los que comparten, más o menos explícitamente, algunos de los pensamientos y estimaciones recogidos en estos escritos destacan por una gran generosidad, un compromiso serio por la causa de los pobres y por la causa de la paz y de la justicia. No faltan, entre ellos, quienes desean de veras una profunda renovación de la Iglesia y un ejercicio del ministerio apostólico que esté lejos de todo dominio y haga sinceramente suya la causa de los pobres. También se encuentran entre los defensores de algunas de estas posiciones quienes, llevados por su afán de evangelizar a los que están fuera o en las fronteras de la Iglesia, creen que no pueden llegar a ellos si no lo hacen desde las opiniones que en esta nota hemos ido señalando.
Pero también es necesario mantener el sentido crítico frente a opiniones que falsean la verdad evangélica y eclesial y ejercer nuestra función de juicio autorizado de pastores respecto a ellas. Con esto únicamente buscamos anunciar la verdad del Evangelio, defenderla de errores y desviaciones en favor de la unidad y comunión de todo el pueblo de Dios en una misma fe y en una misma caridad.
Las opiniones y propuestas de los citados escritos consideradas en esta nota doctrinal nos preocupan seria y profundamente. Sin duda, son muchos los que las sustentan sin una clara conciencia de todo su alcance. El falseamiento de la naturaleza de la Iglesia, la lectura selectiva de la Sagrada Escritura y de la Tradición, las reducciones doctrinales y éticas de estos escritos ofrecen una interpretación de la fe cristiana no conforme con la fe heredada de los apóstoles y profesada por la Iglesia católica.
Conforme a este juicio, no es exagerado afirmar que la difusión de las citadas opiniones amenaza a la comunión eclesial. Estamos convencidos de que nadie busca y quiere esa ruptura y que, de ordinario, mueve a muchos de los que sustentan estas opiniones un sincero afán por llegar a todos y por acercar a todos al Evangelio. Pero advertimos, una vez más, que no se puede profesar la verdad del Evangelio y llevarla a todos fuera de la comunión en la Iglesia, fundada en los apóstoles y en el ministerio apostólico. Una mirada lúcida nos descubre que quizás estamos ante una ruptura soterrada ante Iglesias paralelas de hecho, o ante individuos y grupos que guardan una comunión eclesial muy frágil y tenue.
Por desgracia, bastantes de las opiniones de los escritos analizados están más o menos vagamente difundidas en sectores amplios del pueblo de Dios. Quizás estas opiniones han tenido tal fuerza para difundirse favorecidas por grupos o movimientos de cristianos, por la cultura ambiental, por la presión social de algunos medios que están interesados en difundirlos por motivos hostiles a la Iglesia.
Hacemos desde aquí una llamada a la comunión. Una comunión que supone amor y fidelidad a la verdad que nos es dada y al Espíritu, único artífice de la auténtica unidad.
Que Dios nos conceda a todos el don de discernimiento y el don de la unidad, el don de la conversión y el de una vida renovada, el don de la adhesión inquebrantable al único Evangelio de Jesucristo, que hemos recibido en Iglesia y como Iglesia y que es salvación, esperanza y luz para las gentes.
En Madrid, a 19 de noviembre de 1986. — Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe. Obispo presidente, don Antonio Palenzuela Velázquez; obispos vocales, don Ángel Temiño Saiz, don Antonio Briva Mirabent, don Antonio Vilaplana Molina, don Eduardo Poveda Rodríguez; secretario, don Antonio Cañizares Llovera.
A mediados de setiembre de 1986 estallaba en Madrid un escándalo teológico. Un año antes, como ya recogimos en nuestro primer libro, los teólogos liberacionistas de la Asociación Juan XXIII habían tratado de reventar el Congreso de Evangelización de la Iglesia institucional española, sin advertir que ese triste congreso hacía aguas por sí mismo; pero el diario católico Ya y algunos comentaristas complacientes trataron de quitar hierro a la contraposición y elogiaron como profundamente cristiano al encuentro rebelde. No sucedió lo mismo en 1986. El descaro y el desafío de los liberacionistas resultó ahora tan detonante que la Conferencia Episcopal española se vio obligada a intervenir duramente; los rebeldes replicaron en tono todavía más duro y por primera vez en España, desde las controversias de auxiliis en el barroco, la controversia teológica saltó a la calle, y a un medio que no existía en el barroco: las pantallas de la televisión, que se llenaron de invectivas teológicas sin que realmente las gentes supieran mucho de qué iba el asunto.
El VI Congreso de Teología se inauguró el 10 de setiembre en el auditorio de la Casa de Campo, fuera ya de los recintos de asociaciones católicas donde se habían realizado las convocatorias anteriores. Asistía la flor y nata del progresismo y el liberacionismo español, con un sesenta por ciento de mujeres y una gama de edad dominante entre los 36 y los cincuenta años; demasiadas monjas, pues, en plena menopausia. Casi la mitad eran miembros de Comunidades de Base. Convocaba la Asociación de Teólogos Juan XXIII, con la colaboración de todos los grupúsculos de Iglesia Popular y Cristianos por el Socialismo, y el apoyo de toda la red liberacionista de editoriales y revistas, desde Mandar y las jesuíticas Razón y Fe y Sal Terrae, a la claretiana Misión Abierta; más los movimientos cristiano-marxistas de la HOAC, la JOC y otros. El 10 de setiembre, en contraste con los entreguismos ante el congreso anterior, la Prensa moderada —ABC y Ya— calló: el diario gubernamental, principal altavoz del congreso rebelde, sacó la trompetería con noticias a toda página y un editorial provocativo. Televisión Española, en perfecta sincronización con El País, llevó a su espacio de gran audiencia Punto y aparte al ministro sandinista de Educación, el ex jesuita Fernando Cardenal, que se despachó a gusto y provocó inmediatas reuniones de los obispos de España, que boicotearon unánimemente al Congreso. La mano del padre Patino se adivinaba en el editorial de £2 País que exaltaba, desde la «Iglesia de la discrepancia» el lema del Congreso: Iglesia y Pueblo. Y ratificaba el carácter de sociedad secularizada que es el objetivo primordial del diario oficioso y sus mentores —claros y oscuros— en la transición española.
El 11 de setiembre ABC y Ya comunican breve información del Congreso, no destacada. El País mantiene el tono alto de su trompetería. Sólo seiscientas personas escucharon la aburrida lección inaugural del ex jesuita José María Diez Alegría, guiada por ladillos tan pedantes como éste: «Aunque somos profetas menores yo atestiguo…» Entre citas de Sofonías, afirmó que «a la Iglesia, un autoritarismo piramidal la desvirtúa como pueblo y tiende a convertirla en burocracia» (VI Congreso de Teología, Actas Misión Abierta, diciembre 1986, p. 14). Dictó la primera ponencia el profesor utópico José María Valverde, que elogió a los curas guerrilleros Camilo Torres y Gaspar García Laviana (cuando en el siglo pasado los curas guerrilleros eran de derechas se les llamaba, desde la izquierda, trabucaires). Denunció al Vaticano por su sutil aceptación verbal de la teología de la liberación «a condición de no romper con el capitalismo»; parece mentira cómo un catedrático universitario que ha dado muestras de tanta finura de espíritu puede caer en tan grosera simplificación. Criticó también los agujeros bancarios que «atenazan a la alta Iglesia».
Al margen del Congreso, pero utilizándolo como plataforma, el ministro sandinista Fernando Cardenal caldeó el ambiente al ofrecer una rueda de Prensa el 11 de setiembre, en la que prosiguió el desmadre de TVE en la noche anterior. Dentro del Congreso intervinieron los representantes del Movimiento pro Celibato Opcional, conocidos familiarmente como «los Curas Cachondos» y las Comunidades de Base de la parroquia universitaria, un centro liberacionista cerrado poco antes muy oportunamente por el cardenal de Madrid; sobre ese centro se podría escribir una de las grandes historias escabrosas de la transición. Enrique Miret Magdalena, el presunto teólogo, dirigió una mesa redonda sobre ecumenismo y las feministas católicas, dirigidas por Celia Amorós, expresaron en otra mesa redonda sus ansias de participación. El historiador catalán Casimiro Martí expuso una visión unidimensional de la reciente historia eclesiástica española, que hizo desembocar en la esperanza de las Comunidades de Base; deben de ser intuiciones seniles. Pero Fernando Cardenal, ante la Prensa y la Televisión, robó el show a los demás participantes. Cardenal, despeñado en la propaganda más burda y cínica, negó que el Gobierno del que forma parte tuviera problemas con la Iglesia; los problemas los tuvieron algunos obispos, como Obando y Vega. Calificó al cardenal Obando como dirigente de la contrarrevolución, llamó traidor a Vega, y justificó su salida de la Compañía de Jesús por objeción de conciencia, aunque sigue viviendo en comunidad con los jesuitas. Calificó como cruzada la colaboración de los cristianos en la revolución sandinista, aplaudió el cierre del diario La Prensa y de Radio Católica.
Con la intervención de Cardenal el debate del VI Congreso se trasladó a los medios. El portavoz de la Conferencia Episcopal comunicó una durísima nota contra las manifestaciones de Fernando Cardenal, a las” que calificó de «ataque radical y gratuito a la figura de Su Santidad el Papa, a la Jerarquía y a la acción de la Iglesia católica». Este Congreso marca, además, uno de los puntos más bajos y degradados en la historia universal de la Compañía de Jesús, a la que Fernando Cardenal declaró seguir perteneciendo de corazón; en realidad sigue siendo donado de la Compañía después de su forzada exclusión, a la que tanto había resistido el débil general Kolvenbach frente a las órdenes tajantes del Papa. Pero la cosa no quedó ahí. En la noche del jueves 11, y a la hora de máxima audiencia, el jesuita Ignacio Armada Comyn, que ya había encabezado tiempo atrás una larga lista de firmas de su Orden contra la expulsión de Fernando Cardenal, compareció ante las cámaras de TVE en mangas de camisa, para justificar al ministro sandinista y rechazar, por inconcreta, la nota de la Conferencia Episcopal española. Televisión identificó a Armada como «sacerdote jesuita». Poco después del Congreso el padre Ignacio Armada viajaba desde Madrid en un automóvil, acompañado por una señora y sufrió un grave accidente del que falleció en el acto. Su funeral en la Casa Profesa de la Compañía de Jesús en Madrid reunió a la primera nobleza española, a la que pertenece su familia, con un enjambre suburbano y astroso —a veces fingidamente astroso— de Comunidades de Base.
El 12 de setiembre, viernes, la Prensa de Madrid ardía con todas estas noticias, contrarréplicas y declaraciones. El VI Congreso de Teología había logrado sus objetivos de escándalo. Y para aprovechar el desconcierto general el diario oficioso publicaba a toda página unas declaraciones explosivas del teólogo disidente Hans Küng, sin duda celoso de que Fernando Cardenal se le hubiese adelantado en monopolizar la atención morbosa de la opinión pública. Francesc Valls, el experto en deformaciones católicas de la redacción del diario gubernamental en Barcelona, se encargó de hacerle la entrevista, en la que Küng arremete contra Roma: «Roma hace muchas cosas para acallar a los teólogos que piensan, que no se limitan a repetir», dice premiosamente. Küng combina su presencia en el VI Congreso con una conferencia ante la fundación cristiano-comunista «Alfons Comín» (Alfonso Carlos Comín, más bien). Compara Küng a la Iglesia con el dios Jano, que tiene dos caras: la jerárquica y la de base. «A Roma —dice— le da miedo el pueblo de Dios».
Tras este desayuno impreso y contestatario, la jornada del 12 de setiembre resultó sumamente curiosa en el VI Congreso. Al principio había sólo trescientas personas para escuchar a los anticelibatarios del MOCEOP, los representantes del Sindicato de Obreros del Campo (cuya demagógica intervención fue resumida para las actas por el claretiano Calvo, quien desgraciadamente no parece haber compuesto más misas rojas en esta ocasión, después de sus alardes en las anteriores) y al alcalde de Marinaleda, que largó el gran mitin entre las cerradas ovaciones de los escasos asistentes.
Luego los rebeldes de la Parroquia Universitaria pusieron verde al cardenal Suquía y un asistente, entre aplausos, espetó lo siguiente: «Tenemos la obligación de exigir la defensa de nuestros derechos dentro de la Iglesia. Son cosas de Juzgado de Guardia. De lo contrario esta apisonadora nos va a moler por todas partes. Tenemos que salir ya a la calle. O somos todos Iglesia o tendremos que fundar otra», cosa que desgraciadamente no hicieron.
Pero las sesiones de tarde resultaron mucho más interesantes. Se celebró una mesa redonda sobre Iglesia, Estado y Sociedad, dirigida por el ex jesuita radical José Antonio Gimbernat, para quien el problema del aborto y el divorcio se han ideologizado desde la derecha para provocar un enfrentamiento religioso en lo que compete al ámbito de lo público y lo civil. José Miguel Oriol, de Comunión y Liberación, desbarró lo suyo al decir que el cambio de la transición en España contra Franco lo habían hecho comunistas y católicos. Entonces intervino Óscar Alzaga, de forma memorable. «No soy teólogo», fueron sus primeras palabras. Insistió en que los partidos demócrata-cristianos no son confesionales. Y trazó modestamente su autorretrato político: «Si la solidaridad es la versión laica del amor cristiano, no pueden defenderse las posturas insolidarias». El lector que haya leído mi libro La derecha sin remedio, donde dedico un circunstanciado análisis histórico a las movidas del señor Alzaga, sonreirá ante la siguiente frase del político en el VI Congreso: «Hay que cargar el acento en el trasfondo ético de la mentalidad democrática». Luego sentó tesis: «El PDP, partido que presido, ha tenido especial interés en no llamarse demócrata-cristiano, para no incurrir en la utilización con efectos políticos de las convicciones religiosas de ciertos electores» (p. 190). En efecto, para las elecciones de 1987, el PDP, con esa coherencia que le infundió su presidente, se presentó en toda España como «La Democracia Cristiana». Lo que le valió tres mil votos en Madrid, toda una exageración. Y que conste que ésta es una nueva movida de Alzaga no incluida entre las 21 que se reseñan en la segunda edición de mi citado libro. La tarde había comenzado con otra intervención detonante de Fernando Cardenal, en que se limitó a repetir cansinamente sus trazos de propaganda barata.
El 13 de setiembre, sin que nadie le hubiera dado vela para el entierro, el jesuita comunista, y antiguo fascista, José María de Llanos, saltaba a las páginas del diario gubernamental para decir algunas bobadas sobre la teología de la liberación, a la que alguien había llamado «Caritas con cartucheras». La jornada del VI Congreso, que en la tarde anterior había aplaudido una ponencia moderada de un teólogo auténtico, José Riu-Camps, sobre Japón, el Pueblo de Dios y la Iglesia, montada sobre una interpretación audaz de textos neotestamentarios, escuchó el sábado a otro teólogo, Juan Antonio Estrada, sobre la Iglesia como pueblo de Dios. Los asistentes ovacionaron a Estrada, pero como estas dos ponencias no contenían abiertamente metralla política pasaron sin pena ni gloria ante los medios de comunicación ávidos de carnaza. La expectación del día se concentraba en Hans Küng, considerado como la estrella de la asamblea, que no defraudó a sus oyentes.
Se preguntó, en efecto, hacia dónde iba la Iglesia católica. Defendió abiertamente a la teología de la liberación, a la que en publicaciones y actuaciones anteriores había mirado por encima del hombro. «Las polémicas sobre la teología de la liberación —dijo— revelan la inmersión de la Iglesia en su lucha por la globalidad». Descalificó a la Santa Sede por su actitud frente al liberacionismo. Declaró que estábamos en una «Iglesia hibernada». Galopó a través de la Historia por los diversos modelos o paradigmas por que ha atravesado la Iglesia. Hizo propuestas revolucionarias en favor de una colegialidad radical; la elección democrática de los obispos; la ordenación de las mujeres; las relaciones heterodoxas de la pareja; el ecumenismo absoluto; y contra la infalibilidad del Papa. Después actuó el teólogo protestante iberoamericano Julio de Santa Ana, que acumuló diversos tópicos antiespañoles del liberacionismo histórico y calificó a las economías gubernamentales de la región como «guerra contra los pobres». Alabó la posición guerrera de las Comunidades de Base y describió las luchas de la liberación como enfrentamiento entre el carisma y el poder; pero no dijo qué debía hacer el carisma cuando, como en el caso de Nicaragua, se convierte en poder.
Mientras los cristianos de base de Madrid, sin dárseles un ardite de la condena recién recibida de la Jerarquía española, exponían sus proyectos revolucionarios de Iglesia paralela y popular, se celebró una mesa redonda final, la más detonante, sobre pluralismo y comunión en la Iglesia bajo la dirección del veterano liberacionista Casiano Floristán. Allí repitió Hans Küng sus soflamas en favor de la teología de la liberación. El ex vicario del cardenal Tarancón y jesuita superprogresista José María Martín Patino, asumió una tesis de Stanley Payne sobre la Iglesia española que no es profética sino mimética. Fernando Cardenal revivió sus propuestas de propaganda burda, insultó a monseñor Obando y monseñor Vega, puso verde al Papa.
Al día siguiente llegaron las evaluaciones en la Prensa. Emilio Romero revelaba en Ya que, según Abel Hernández, la presencia de Óscar Alzaga fue patrocinada por el padre Patino, a cambio de un trato de favor en El País para el Congreso: otra movida. Reyes Mate elogiaba sin reservas al VI Congreso en El País. José Luis Martín Descalzo, que el año anterior había utilizado las asombradas páginas de ABC para extasiarse ante el V Congreso rebelde, hogaño criticaba a Küng como vendedor de matute camuflado bajo la palabra libertad; y comparaba al conciliábulo con «un congreso de tauromaquia puesto bajo la advocación de Gandhi»; tardío pero excelente. El editorialista de Ya, bajo la supervisión directa de Fernando Sebastián Aguilar, empezaba por un absurdo «reconocimiento de los méritos» de la reunión para referirse luego, en obsequio a la manía centrista del diario y de su mentor, a «algunas sombras» como la fingida marginación de los congresistas, el colonialismo teológico, el espectáculo anual seguido por un año de inoperancia, y la confrontación equívoca de Iglesia oficial e Iglesia popular.
En la clausura, celebrada el 14 de setiembre, Evaristo Villar, un liberacionista radical, pidió la democratización de la Iglesia tras presentar a las comunidades revolucionarias de base como modelo de Iglesia. Concelebraron la misa de clausura Küng, Cardenal, Diez Alegría, Floristán y el jesuita Ignacio Armada. El liberacionista Juan José Tamayo declaró que estos congresos pretenden tender un puente entre el Tercer Mundo y el Primero; y la resaca del VI Congreso continuó durante los días sucesivos. José María González Ruiz se preguntaba el 19 de setiembre en El País dónde estaban los profetas españoles; y criticó al Congreso —seguramente porque no le habían llamado a él— por «agotamiento profético». La Comisión Permanente del Episcopado difundió el mismo día 19 de setiembre una segunda nota, todavía más dura, en que contraponían los recientes documentos del Episcopado a las actividades del VI Congreso, y afirmaban: «No resulta compatible con la aceptación sincera del ministerio jerárquico de la Iglesia invitar como maestros del pueblo de Dios a personas que han sido desautorizadas para enseñar en nombre de la Iglesia… Tal es el caso del profesor H. Küng y del sacerdote Fernando Cardenal, ministro del gobierno sandinista de Nicaragua». Rechazaban los obispos las críticas del Congreso contra el Papa, la colaboración de TVE y otros medios, y terminaban con un utópico llamamiento a la unidad de quienes sólo pretenden la absorción y la invasión de la Iglesia.
La gestora del VI Congreso respondió cínicamente aceptando el diálogo con los obispos, y Martín Descalzo, obseso del diálogo aunque sea desde la entrega, se emocionaba al valorar positivamente esta nota-trampa de pura propaganda (ABC, 22-IX-1986, p. 36). El obispo de Orense, monseñor Temiño, fue mucho más claro. «Es osadía llamarse a sí mismo teólogo cuando se carece de preparación» y rechazó los «ataques villanos» contra la Jerarquía y el Papa (ABC, 23-IX-1986, p. 42). Un destacado teólogo, Francisco Umbral, había desbarrado el 21 de setiembre en la última página del diario gubernamental, donde fustigaba «al racismo/sexismo de la Iglesia» y repartía credenciales teológicas animado, sin duda, por su tesis de Comillas. «No se puede hablar del Congreso de Teología sin haber participado», decía Fernando Cardenal, que seguía en España tratando de explotar su éxito de propaganda (El País, 23-IX-1986, p. 25).
Poco después el intrépido cardenal de Manila, monseñor Sin, único príncipe de la Iglesia que ha dado un golpe de Estado en el siglo XX, confesaba en Lisboa su estupor a un teólogo español por el blando comportamiento de los obispos españoles frente a los teólogos rebeldes del VI Congreso. En su castellano perfecto de raíces tagalas y chinas, el cardenal Sin contaba a su interlocutor que cuando el embajador de Alemania pretendió organizar unas conferencias de Hans Küng en Manila le preguntó si el teólogo (suizo) venía como protestante o como católico. «Sólo como exponente de la cultura alemana», dijo el embajador. Y el cardenal le replicó: «Pues entonces le enviaré veinte mil universitarios a reventarle el show». Küng, en vista de las perspectivas, renunció al viaje; pero los obispos españoles prefirieron, por prudencia pastoral, el suave comunicado en que reconocían los admirables valores del VI Congreso donde se habían deslizado algunas sombras.
Aunque hace poco me referí humorísticamente a los sacerdotes anticelibatarios, quisiera iniciar ahora esta sección expresamente dedicada a ellos con la expresión del máximo respeto personal por ellos, por sus familias, y por sus graves problemas de marginación. Sin embargo, entre muchos problemas reales y respetables, he podido advertir en este movimiento algunas manipulaciones y algunas insinceridades que me autorizan a no reprimir del todo la vena cómica cuando me refiero a él. El celibato de los sacerdotes no es, por supuesto, de derecho divino. El primer Papa estaba casado y nadie nos ha dicho que dejase a su mujer para seguir la llamada de Cristo; siempre me ha impresionado la formidable concisión latina de Tertuliano cuando lo comenta en la frase que repiten todas las gramáticas: «Sólo sabemos de Pedro que estuviese casado, por la mención a la suegra»; inimitablemente expresada en su versión original: «Unum maritum scimus Petrum per socrum». En la Iglesia católica de Oriente, como se sabe, el matrimonio de los sacerdotes se admite con determinadas condiciones, y en la propia Iglesia latina se permitió al principio. Pero por razones pastorales sin duda gravísimas, la Santa Sede, que naturalmente ha estudiado muy a fondo el problema, y las complicaciones que suscita, ha decidido mantener el celibato obligatorio para los sacerdotes en la Iglesia de rito occidental y, ante el desmadre que se produjo cuando se concedieron las secularizaciones rápidamente, hoy Roma las otorga con mucha mayor dificultad.
El Movimiento pro Celibato Opcional es un título eufémico que agrupa a numerosos sacerdotes casados (incluso religiosos, lo cual se comprende menos) y también a sus mujeres, que participan activamente en la vida de la entidad. Se fundó hacia 1978 y celebra frecuentes congresos, reuniones y convenciones internacionales, que ellos llaman nada menos que sínodos. El dirigente más activo del Movimiento pro Celibato Opcional (MOCEOP) es un cura comunista, miembro activo de Comisiones Obreras, como lo demuestra la documentación, que poseo, de las elecciones sindicales de 1986 en la empresa INTELSA, de Leganés, llamado Julio Pinillos, elegido vicesecretario del Comité de Empresa por 12 votos a favor, cero en contra y once abstenciones el 19 de noviembre de 1986. Me parece que la manipulación política asoma así la oreja roja por el MOCEOP.
Los sacerdotes anticelibatarios participan intensamente en los congresos liberacionistas de la Asociación de Teólogos Juan XXIII; como hemos visto, suelen adherirse a la teología de la liberación y reciben el apoyo constante de algunos teólogos jesuitas, como el célebre José María Castillo. Celebraron una asamblea general —la tercera de su historia— en el centro de los dominicos en Alcobendas (Madrid) los días 25 y 26 de octubre de 1986, a donde muchos acudieron con sus mujeres y sus niños. Allí se dio cuenta de que el anterior 25 de mayo se había constituido en París la Federación Internacional de Curas Casados, con miembros en 16 países. La Federación exige la supresión del celibato y el reconocimiento teológico y pastoral de la misión de los sacerdotes casados en la Iglesia.
En la documentación de la III Asamblea figuran datos sobre el Colectivo de Sacerdotes y Religiosos Casados (COSARESE). Se utilizó una liturgia especial para la misa que los sacerdotes casados concelebraron con toda tranquilidad. Se celebró una mesa redonda de mujeres de curas en la que se deslizaron cosas tremendas. «Como mujeres de curas —por ejemplo—, las mujeres estamos jugando un papel sumamente importante: al convivir con estos curas de casta acostumbrados a vivir como casta». Otra dijo que se sentía pisoteada por la Jerarquía al pronunciarse contra la Jerarquía en problemas como el celibato, el divorcio y el aborto.
En la documentación de la Asamblea —que haría las delicias de un novelista decidido a explorar las complejidades de la mente humana en un momento de crisis institucional— se incluye una terrible carta de la novia de un cura al cardenal Tarancón, sin que por desgracia conste la respuesta del comprensivo prelado. Se reproduce una entrevista que en su día asombró a los lectores del diario gubernamental español (29 de agosto de 1985) sobre Jerónimo Podestá, «un obispo iberoamericano que se enamoró de su secretaria» llamada Celia, de la cual se negó a separarse pese a todas las presiones que se le hicieron. La revista del MOCEOP, Tiempo de hablar, incluye algunas muestras del estro poético de sus lectores, por ejemplo un pregón pascual andaluz titulado Ya es primavera en la corte celestial que, en su momento más intenso, reza así:
Gózate tú también, Iglesia mía,
quítate esos morritos furruñeros
y echa una cana al aire, chiquilla,
¡que se t’ha revivío el Carpintero
que tanto te quería!
Esta es la noche en que los israelitas,
con la ayuda de Dios y Charlton Heston,
cruzaron a pie seco
el mar Rojo, vestidos de turistas,
y empezaron el tour por el desierto.
Les guiaba la mano del Dios mismo,
y aun así, se perdieron cuarenta años;
¡anda, que si les guían los obispos!
Hay curas que, tras ceder al amor humano, no saben hacer otra cosa que ser curas, y desean mantener su relación y su familia sin abandonar el ministerio como medio de vida; o como vocación que no se sienten obligados a abandonar en su nuevo estado. Hay curas seducidos —como hay seglares— por lagartas, e incluso por lagartas de sacristía, que suelen ser horrendas y luego, tras el matrimonio, el cura seducido abre los ojos y quiere el divorcio; ésta es una de las razones por las que Roma pone tantas dificultades en la secularización. Pero hay curas y mujeres que encuentran al amor entre ellos, y que quieren arreglar las cosas sin abandonar su fe ni su relación con la comunidad, que en España suele mostrarse ejemplarmente comprensiva. Pese a ciertos deslices humorísticos de esta sección, porque a veces el humor salta inevitable ante la comicidad objetiva de muchas situaciones, me siento muy especialmente comprensivo ante estos hombres y estas mujeres que pretenden hacer compatible, desde la marginación (tremenda) de la sociedad y de la Iglesia, su amor nuevo con su situación anterior. Me parecen infinitamente más respetables que tantos otros curas que van ocultando su falta de horizonte, e incluso su falta de fe, en encuentros furtivos con mujeres ocasionales o no. Y como estamos fuera del derecho divino me encantaría que la Iglesia de Occidente encontrase alguna solución para estas parejas marginadas.
Ya hemos visto cómo el cardenal arzobispo de Madrid, don Ángel Suquía, ordenaba con toda la razón del mundo la clausura de la llamada Parroquia Universitaria en 1986, con la inmediata protesta de los clausurados en el VI Congreso de la Asociación Juan XXIII por el «cerrojazo» como dijeron. Pero en algunos sectores de la Iglesia de Madrid las órdenes superiores ni se acatan ni se cumplen; y el domingo 5 de abril de 1987 la comunidad revolucionaria de base que fue expulsada de esa parroquia rompió los candados, ocupó el templo y celebró una formidable tenida que me impulsa a incluir, entre mis inmediatos planos para abrir una vía de actividad en el campo de la novela, la historia de la Parroquia Universitaria, porque si la cuento como historia —desde hace ya muchos años de despropósitos— nadie se lo iba a creer.
Pero este descerrojazo lo contaré como historia rigurosa, con dossiers y cintas delante. La jornada rebelde se dedicaba a la propaganda cristiano-marxista proNicaragua, y se abrió a las once treinta con una misa sandinista que empezó con una interpelación al cardenal Suquía, con total repulsa por su reciente elección a la presidencia de la Conferencia Episcopal. Y con tan fausto motivo pusieron verde al cardenal presidente, en un claro ejemplo de solidaridad de la Iglesia popular con la Iglesia institucional.
Los asistentes a la jornada llevaban bajo el brazo el boletín de la Comunidad de Santo Tomás de Aquino, número 3 (abril, 1987). En él se insultaba de nuevo al cardenal Suquía: «Un desaprensivo prelado con menos prudencia que osadía». Se repartió propaganda contra las bases americanas de Torrejón. Y un folleto sobre la Iglesia de Centroamérica editado por el «Colectivo de Análisis de Iglesia en Centroamérica» con base en México. Y diversa propaganda de un Comité pro Justicia y Paz de Guatemala, con sede en Madrid.
Pero lo realmente importante de esta jornada en la Parroquia Universitaria, fraudulentamente reabierta, fue la alocución del precursor liberacionista Giulio Girardi, quien parece actuar desde hace tiempo como una especie de comisario político del liberacionismo en España. Venía Girardi de presidir un seminario de Cristianos por el Socialismo —en que se había tratado de nuevo la relación marxismo-cristianismo— y cuando su presentador enumeraba el paso del ex salesiano por el Ateneo de su Orden en Roma, el Instituto Católico de París y otros centros, una voz en la presidencia del acto susurró, pero ha llegado a nuestra cinta: «Di que le han echado de todos esos sitios». El mitin de Girardi, flojísimo desde el punto de vista intelectual, ramplón en lo histórico, emitía sucesivos dogmas tragados sin pestañear por el auditorio. Rememorando sus viajes a Nicaragua, donde fue invitado ya desde 1980, al año siguiente a la victoria sandinista, habló sobre sandinismo, marxismo y cristianismo, y propuso la tesis de que los tres confluían y se enriquecían en Nicaragua. Es además el tema de su nuevo libro, aún no publicado en España.
Frente a lo que afirman algunos agoreros —decía Girardi, cuya voz resuena muy clara en nuestra cinta, en un español correcto—, el marxismo no ha pasado; falta todavía mucho para que se complete la recepción del marxismo en el cristianismo, lo mismo que el aristotelismo tardó también mucho en asimilarse. Es un signo de vitalidad captar el mensaje de Nicaragua. Hace años que Girardi no habla dentro de una iglesia. Nicaragua es signo de contradicción política, ideológica y eclesial. Es «la realización de lo imposible» cuando parecía que la confluencia cristiano-marxista entraba en regresión dentro de Europa, reflorece en Nicaragua. Nicaragua es la lucha entre el realismo y la utopía. Sandino venció a los Estados Unidos, a precio de su muerte. Gabriela Mistral había llamado al ejército de Sandino «pequeño ejército loco». Nicaragua es la lucha entre el pueblo oprimido y el imperio. Los pueblos oprimidos se alzan como sujetos de la Historia; ahora la clave de la Historia es la lucha de los pueblos oprimidos contra el imperio. (Por supuesto que no hubo alusión alguna al imperio soviético ni a los pueblos oprimidos por el marxismo). En Nicaragua han confluido el pensamiento liberal-nacionalista de Sandino, el marxismo y el cristianismo. Sandino defendía la soberanía nacional de Nicaragua. La doctrina Monroe quiere decir realmente América para los norteamericanos. La oligarquía nicaragüense pactó con los intereses del imperio. Sandino es un profeta; anticipo la lucha por la soberanía de todos los pueblos.
En Europa —seguía Girardi— desconfiamos del nacionalismo porque era de pueblos superiores, imperial, expansivo. Sandino no; su nacionalismo no tenía dimensión imperial sino internacionalista en favor de los pueblos oprimidos. (Nada dijo Girardi del poderoso Ejército sandinista, ni de la expansión estratégica del marxismo que desde Cuba saltó a Nicaragua y ahora intenta dominar El Salvador; nada dijo Girardi, absolutamente unidimensional, sobre la alianza estratégica del sandinismo con el otro imperio, el soviético). Sandino descartaba a la burguesía; sólo se quería apoyar en los obreros y campesinos.
En esta perspectiva sandinista entra el marxismo. Girardi reconoció de Heno el carácter marxista del sandinismo; pero dijo que desde Europa se juzga al sandinismo por deducción de ese marxismo-leninismo, no a partir de los hechos. La Constitución, las elecciones sandinistas son de verdad; aquí se cree que son fachadas. Insistió: «El frente sandinista es marxista», pero luego, contradictoriamente, no permitió que se le juzgase desde ese marxismo constituyente. Y es que la clave del sandinismo marxista es que el derecho y la razón están con él. La clave es el nacionalismo; es un marxismo nacionalista. (Hitler lo dijo mucho mejor: habló de un nacional-socialismo). Girardi proponía insistentemente un nacional-marxismo sandinista. El marxismo de Nicaragua no se basa en la economía sino en la dignidad.
Y la consideración de la dignidad introduce en el marxismo-sandinismo la dimensión cristiana. El derecho de los pueblos (así, axiomáticamente) es incompatible con el capitalismo. El marxismo profundiza el carácter popular del sandinismo a través de la lucha de clases.
La participación de los cristianos en la revolución sandinista no es de la primera hora sino desde fines de los años sesenta. Esa participación consiste básicamente en la intervención en la lucha revolucionaria.
Entró entonces en el problema histórico del Descubrimiento, «del llamado —dijo— Descubrimiento». España, Europa, sólo tenían el derecho de los pueblos superiores; no tenían derecho a la Conquista. (Aplicaba Girardi, impertérrito, todas las categorías actuales al análisis centrado sobre el siglo XV; se situaba en posición ucrónica absoluta). La Iglesia de la liberación es antítesis de la Iglesia de Conquista. Llegó a decir que «los pueblos indios tenían derecho a su soberanía» nada menos. Quienes no tomen partido son cómplices del asesinato de Nicaragua; el imperio ha decretado la muerte de Nicaragua como organizó el asesinato de Sandino.
Al final aplicó a España el ejemplo de Nicaragua; y propuso la lucha contra la dependencia española de los Estados Unidos en todos los órdenes.
Casi gritaba Girardi al insistir en otra de sus tesis fundamentales: hoy el destino de la Historia se plantea en Nicaragua, en la lucha entre los pueblos oprimidos y el imperio. Parece mentira cómo el público de una sedicente Parroquia Universitaria podía escuchar esta sarta de dogmatismos y ucronías sin levantarse y marcharse. Y es que el liberacionismo es una actitud alienada, unidimensional y profundamente intoxicada; una actitud sencillamente fanática.
Así hablaba en el Madrid sandinista de 1987 Giulio Girardi, el profeta que sembró en España la teología de la liberación en su famoso discurso del Encuentro de Deusto de 1969.
Rematemos ya este capítulo tan extenso, pero tan necesario para comprender mejor, desde la historia de nuestro tiempo, a España como centro logístico de la liberación. Ya sabemos que entre los días 25 y 28 de mayo de 1987 el monasterio colombino de La Rábida fue prostituido por un conventículo liberacionista cuya estrella fue el estratega vasco-salvadoreño Ignacio Ellacuría. El encuentro, que según parece fue presidido en su inauguración por el obispo de Huelva, monseñor Moralejo, lo que me parece increíble, no produjo comunicado alguno. No se permitió la entrada de la prensa ni menos de grabadoras. Un representante de la Junta de Andalucía presidió también el acto nacional-socialista de inauguración. Los asistentes fueron unos treinta, mal trajeados, pero transportados en lujosos coches de importación. Se habló del papel de España en Iberoamérica, y se apuntó que la exportación de la nueva democracia española podría suponer una nueva colonización. (Prefieren, por lo visto, la colonización marxista). Una asistente argentina, Victoria Galvani, hablaba con familiaridad de la guerrilla, no precisamente como enemiga de los montoneros. En el encuentro se exaltó el apoyo a la acción liberacionista por parte del IEPALA español (Instituto de Estudios Políticos para América Latina y África). Varios asistentes se despidieron unos hasta Canadá, otros hasta Guatemala y El Salvador. Pero la prensa española ha informado de este encuentro como si se tratase de una reunión secreta; lo mismo ha sucedido con el encuentro de teólogos de la liberación en Cuba casi por las mismas fechas. ABC denunció que estas jornadas de La Rábida estaban patrocinadas por el Gobierno, y reveló que en la conferencia inaugural Ellacuría comparó el potencial subversivo de la teología de la liberación con el de la Reforma protestante en el siglo XVI. ABC titulaba un inspirado recuadro así: «Teólogos del partido». Los ponentes de La Rábida fueron, además de Ellacuría, Juan José Tamayo, José Deniz Espinos, Francisco Alburquerque y el jesuita uruguayo Juan Luis Segundo. Participaban según el programa Javier Muguerza, José M. Mardones, Manuel Reyes Mate y José Antonio Gimbernat, ex jesuita, que con Juan Maestre Alfonso actuó de coordinador. Ha sido una reunión para dirigentes y coordinadores.
«La Iglesia, hoy, no coacciona a nadie», decía en la misa del Corpus toledano el cardenal primado, don Marcelo González Martín. «Cristo está a la intemperie. Cristo está ya solo. Con sus palabras. Con su vida. Con su ejemplo. Solamente en esa fuerza confiamos». En la prensa del mismo día, 19 de junio de 1987, el líberacionista Reyes Mate justificaba el reciente exabrupto de Fernando Savater contra el Papa por la regañina del Papa a Ernesto Cardenal en Nicaragua, en 1983. Pero en la revista Pasionario, piadosa publicación donde antaño cualquier padre Elías de las Sagradas Espinas invocaba el fuego del infierno contra el baile agarrao, el jesuita comunista José María de Llanos, antiguo fascista, decía esta maravilla (junio de 1987, n.° 704, p. 204):
«A mí, comunista me ha hecho el pueblo. Cuando me acerqué y quise vivir con ellos eran comunistas; mis maestros eran los hombres que venían de Andalucía, que me hicieron ver la tragedia de la diferencia de clases, aquella tragedia tremenda de la lucha de los de abajo para sobrevivir. Tuve que ponerme a su lado. ¿Me separó la fe? La fe yo creo que no separa nunca. La religión sí. Quise estar con ellos, aprendí con ellos a rebelarme y entonces me encontré que ya era comunista. Después leí a Carlos Marx y desde el punto de vista socio-económico comprendí que las grandes intuiciones de don Carlos —gran parte de ellas asumidas en el Concilio Vaticano II— tenían sentido en aquel ámbito en que yo vivía. Nadie me ha dicho que hice mal. Y cuando se lo dije al obispo y a los superiores me dijeron: “Allá usted”. Los superiores jesuitas me dijeron que no me comprometiera demasiado. Y es verdad; yo no he aceptado cargos de responsabilidad en el Partido. Hace años me hicieron miembro de honor del Comité Central. Pero eso es, simplemente, un título. No hago política».
No hace política. Aunque lleva sobre su conciencia la inmensa estafa de que hizo objeto a los centenares de jóvenes madrileños que creyeron en él cuando les repetía aquellos versos suyos que tampoco eran políticos, y que Fernando Vizcaíno Casas reprodujo:
Cuando esté ya aplastado el enemigo,
cuando esté ya la patria rescatada,
entonces regirá nuestro destino
un Caudillo, un Imperio y una espada.
¡Arriba España!
¡Gloria al Caudillo!
De nuevo asombre al orbe entero nuestra historia
fe en la victoria
que ya ilumina
la ansiada aurora del imperio español.
Combate el Dios del cielo en nuestra guerra;
la fe de nuestros padres defendemos.
Si vencemos, vencemos en la tierra;
si morimos, triunfaremos en el cielo.
Como Ernesto Cardenal, como Helder Cámara, como tanto líberacionista oportunista, el padre Llanos es, en el fondo de su talante, un totalitario. Y ha pasado del totalitarismo fascista, como los indicados señores, al totalitarismo marxista sin sentir, en el fondo, ninguna convulsión interior.
Desde luego que la Iglesia de España es, además, otras muchas cosas. Casi todos los obispos son ejemplares en su vida, seguros en su doctrina, servidores de su pueblo, aunque luego algunos se dejen ofuscar por algunas modas y algunos espejismos y hagan uso inmoderado de la prudencia pastoral como coartada. Hay muchos religiosos y sacerdotes alucinados, aunque muchas veces prefieren abandonar su vocación y buscarse otro camino. Pero hay muchísimos religiosos, sacerdotes y religiosas que viven ejemplarmente (y en casos mucho más frecuentes de lo que se cree) su vocación hasta el heroísmo y la santidad; lo que pasa es que los disidentes resultan mucho más espectaculares. Hay muchos matrimonios que fallan y desbarran pero hay muchísimos que viven normalmente su unión y su fe. La familia no desaparecerá jamás como pieza clave y conjunto mayoritario de la sociedad española. Miles de jóvenes sienten hoy, de otra manera, pero no menos profunda, la llamada de Cristo a la perfección y la renuncia, en movimientos apostólicos e institutos seculares y asociaciones de fieles. Muchos cristianos practican poco y mal, pero casi todos vuelven a Dios en los grandes momentos de la vida y de la muerte; y otros muchísimos llenan las iglesias y viven su fe. La descristianización de España es un proyecto clarísimo pero un fracaso seguro; jamás una institución española en veinte siglos se ha sumido en un desprestigio tan completo como la pobre televisión posmoderna de la propaganda socialista. Descartado el taranconismo, la Iglesia de España camina hacia nuevas formas de compromiso y profundización, sin que con ello queramos olvidar los bienes que el taranconismo trajo a España y a su Iglesia. Las raíces religiosas de América no acabarán teñidas de rojo; son demasiado profundas para tintes espurios.
Por eso quiero terminar este capítulo con una colosal boutade, con una astracanada monumental. Contagiado por la moda pedante de los posmodernos, que generalmente no son ni modernos, el señor Guillem Correa, secretario general, protestante, del Consejo Evangélico de Cataluña y de la Juventud Evangélica Española, afirma que en vista del vacío dejado por la Iglesia católica, que nadie ha llenado, el mensaje evangélico o protestante se ha convertido en «la alternativa a la España poscatólica». Porque la Iglesia católica no ha fomentado, dice el hombre, la religión como vivencia sino como sentimiento (El País, 5-III-1985, p. 26). Eso no es ecumenismo sino bromazo, me parece. Y viene muy bien para las líneas finales de este capítulo inconcebible.