VIII. LA IGLESIA DE ESPAÑA, DESORIENTADA ANTE EL MARXISMO Y LA LIBERACIÓN

España ha sido y es el principal centro logístico para los movimientos de liberación, y muy especialmente para la teología de la liberación, como demostramos más que de sobra en el primer libro; porque España, europea y americana, situada además en una encrucijada geográfica e histórica entre Europa y África, entre el mundo atlántico y Asia, se considera desde el campo liberacionista como una plaza de armas, condición que comparte con una hermosa isla que era todavía España hace menos de cien años: Cuba. Otras Iglesias de Europa, como la de Francia, se han mostrado mucho menos permeables ante el liberacionismo que la Iglesia española, cuyos pastores no han tomado colectivamente postura ante el liberacionismo ni siquiera ante el marxismo; cuyos fieles demuestran, al verse privados de esa orientación, un desconcierto tremendo que hemos pretendido paliar, desde la posición minúscula y aislada de un cristiano de filas, con este libro y el anterior, en vista de que quienes tienen el deber pastoral y primario de orientar prefieren generalmente la inhibición y el silencio cuando no, en casos reales aunque excepcionales, la complicidad. El análisis histórico de los movimientos liberacionistas nos ha conducido inexorablemente al estudio en profundidad de la Iglesia española contemporánea, sobre todo en vista de la terrible insuficiencia de las obras publicadas acerca de ella, y en especial las lamentables y superficiales, cuando no abiertamente erróneas, de los señores Cuenca Toribio y Tusell Gómez. En vista de ello inicié hace ya años un ambicioso proyecto historiográfico sobre la evolución conciliar y posconciliar de la Iglesia española, cuya fase de documentación está ya muy avanzada. Pero en este capítulo necesitamos trazar una panorámica de esa Iglesia de España después de la aparición del primer libro. Sin pretensiones sistemáticas y en forma de apuntes que cobrarán forma definitiva en dicho proyecto, pero que ahora resultan imprescindibles para el objeto de esta investigación informativa, dada la importancia de España, y de la Iglesia española como centro logístico para los movimientos de liberación.

Apuntes históricos: obispos en El Escorial-72

El documento n.° 105

En primer lugar conviene aducir otro de los importantes documentos reservados que estamos articulando para ese análisis histórico sobre la Iglesia española, porque complementa de forma muy significativa nuestra información del primer libro sobre el encuentro de El Escorial.

Allí se reunían en julio de 1972, por convocatoria del Instituto Fe y Secularidad de los jesuitas, cientos de futuros misioneros de Iberoamérica con la flor y nata del liberacionismo naciente, con Gustavo Gutiérrez y Juan Luis Segundo como estrellas. Pero lo que no sabíamos hasta hoy es que el Episcopado español participó también en aquel encuentro «señal de largada para la teología de la liberación» en un ámbito mundial según la acertada expresión del cardenal López Trujillo. La prueba está en el que llamaremos Documento número 105 de nuestro corpus citado, que reproducimos:

«En 1972 hubo en El Escorial (Madrid) unas Jornadas sobre Fe cristiana y cambio social en América Latina en las que se adoctrinó a numerosos sacerdotes y religiosos. Se habían querido celebrar estas jornadas en Chile; pero los temas y ponentes habían sido desaprobados por el cardenal arzobispo de Santiago de Chile y otros obispos por razón de sus tesis —divergentes de la enseñanza de Su Santidad— acerca de la misión de la Iglesia y de la revolución marxista. Estuvieron presentes en las jornadas de El Escorial varios obispos españoles, los cuales manifestaron después a sus colegas que los reunidos en El Escorial se apartaban del Magisterio, hablaban lenguaje marxista y exigían la adhesión de la Iglesia al socialismo como opción única.

Estos mismos obispos informaron sobre las Jornadas ante la Comisión Permanente del Episcopado con simpatía, juzgándolas, a pesar de los reparos antes dichos, como beneficiosas. Se había publicado que las Jornadas estaban autorizadas por la Conferencia Episcopal; y aunque la noticia era falsa, no se desmintió». (De un informe episcopal a la Santa Sede, 1972).

Nuestra fuente sólo señala el nombre de uno de los obispos españoles presentes en El Escorial. Y relata a continuación el comportamiento bien diferente de la Nunciatura en Madrid y la Secretaría de Estado romana (que nada hicieron para obstaculizar el encuentro de El Escorial) cuando torpedearon por aquellos mismos días unas Jornadas Sacerdotales de Zaragoza, autorizadas por el arzobispo, cuyo fin era puramente sacerdotal en plena comunión con el Magisterio. Nunciatura y Secretaría de Estado desarticularon las Jornadas en la misma víspera. Prohibieron al arzobispo de Zaragoza concelebrar la Misa con los millares de sacerdotes reunidos en su catedral. Tanto la Oficina de Prensa del Vaticano como la Comisión Permanente del Episcopado español desautorizaron prácticamente las Jornadas, pero los sacerdotes reunidos se comportaron de modo ejemplar. Y se limitaron a decir: «No venimos aquí a decir que el Papa está con nosotros sino a decir que nosotros estamos con el Papa». Esta turbia intervención en las Jornadas de Zaragoza es uno de los puntos más negros y mejor documentados en la trayectoria política del cardenal Vicente Enrique y Tarancón. Lo veremos, dentro de su contexto, en la proyectada historia.

El informe universitario de 1968

En octubre de 1967 un grupo de universitarios españoles presentó una comunicación al III Congreso Mundial del Apostolado Seglar que se celebraba en Roma. Bajo el título de Informe sobre el ateísmo de los universitarios, este documento, que por su temprana fecha resulta muy significativo acerca de la crisis interna de la Iglesia española, decía lo siguiente:

En los últimos años se han hecho múltiples informes sobre la situación religiosa de la Universidad española. Todos ellos coinciden sustancialmente en señalar la existencia de un proceso de descristianización, e incluso de ateización del universitario español, tradicionalmente católico.

Las causas a que se atribuye este lamentable fenómeno son múltiples: deficiencias en la formación religiosa, «deformación del rostro de Dios», «influencia condicionante de las estructuras injustas», etc.

El universitario pasaría, al parecer, al teísmo, directamente, como reacción contra estos fallos de la Iglesia y de la sociedad llamada católica.

Tal concepción del proceso parece demasiado simplista y poco objetiva. No cabe duda de que los factores señalados pueden influir grandemente en la adopción de una postura de neutralismo religioso. Pero el paso al ateísmo parece exigir la presencia de algún factor determinante más activo que la simple desilusión o inconformismo.

De hecho, muchos de nuestros universitarios ateos son a la vez marxistas, que han llegado al ateísmo por el marxismo, y a éste por la radicalización de una reacción sociopolítica inicialmente sana contra los defectos de la Iglesia y de la sociedad. Este hecho parece desconocido para nuestros encuestadores universitarios. Como también parecen ignorar que estos universitarios ateos son auténticos militantes que con buena técnica pedagógica van fomentando ese proceso de radicalización, en un esfuerzo proselitista digno de mejor causa.

La radicalización sociopolítica

Por radicalización se entiende un proceso de hipertrofia o exageración de la inquietud sociopolítica inicialmente sana y laudable que se da precisamente en los jóvenes más generosos y activos de uno y otro sexo, los que tienen más cualidades de liderato o son más sensibles al sufrimiento ajeno. El proceso de «sensibilización» del universitario se lleva adelante hasta unos términos que le transforman en un auténtico revolucionario en cuanto a los objetivos, los métodos y el ritmo de la transformación social que propugnan.

En cuanto a los objetivos, se le hace pasar del deseo laudabilísimo de una sociedad con menores diferencias de clase o un socialismo radical al de la sociedad sin clases; del repudio justísimo de los abusos del capitalismo, hasta el rechazo radical de todo sistema que admite el salariado, «la explotación del hombre por el hombre»…

En cuanto a los métodos, se le lleva a hacer despreciar como inútiles todos los del diálogo y colaboración entre diversos estamentos sociales: empresarios y obreros, estudiantes y autoridades… Se les hace llegar fácilmente a la conclusión de que «los de arriba» se cierran al diálogo, cuando a veces no se ha intentado siquiera o se ha planteado en tales términos de exigencia que lo hacen prácticamente imposible. Se les impulsa a utilizar prácticamente como única arma de avance social el enfrentamiento sistemático entre los «instalados» en sus puestos de mando y privilegio, y los «oprimidos» por esa oligarquía dominante.

En cuanto al ritmo, se les lleva a rechazar como «paños calientes» todo lo que suena a «evolución» y a afirmar que «las cosas han llegado a un término que sólo la revolución violenta puede resolver los problemas pendientes de manera eficaz.

Son, casi siempre, «hombres (y mujeres) de gran corazón que, encontrándose frente a situaciones en que las exigencias de la justicia no se cumplen, o se cumplen en forma deficiente, movidos del deseo de cambiarlo todo, se dejan llevar de un impulso tan arrebatado, que parecen recurrir a algo semejante a una revolución» (Pacem in Terris, números 161 y 162).

Por eso «quisieran que la Iglesia, no sólo mirara con buenos ojos el mundo moderno, sino que se comprometiera a fondo en lo temporal (social, político, económico) y no dudara en sostener, si fuera necesario, a cuantos quieren hacer triunfar la justicia por medio de la violencia. Los cristianos de este siglo, dicen ellos, deberían actuar como revolucionarios al servicio del hombre» (Pablo VI, discurso al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, 6-1-1967).

En su legítimo y laudable afán de justicia social, quisieran llevar a la práctica, en toda su pureza y de modo instantáneo, los principios de la doctrina social de la Iglesia, sin tener en cuenta que esto debe hacerse «en la medida que las circunstancias lo permiten y exigen» (Mater et Magistra, n.° 221). Es una reacción pendular, comprensible, aunque no justificable, ante el inmovilismo o inhibicionismo de esa gran masa de católicos instalados tranquilamente en situaciones de injusticia social realmente intolerables.

Los «radicalizados» identifican a la Iglesia como tal con estos «conformistas». No quieren oír hablar de «prudencia política». Ni por un momento piensan que su actitud puede ser utópica o destructiva por pretender llevar las cosas demasiado deprisa o demasiado lejos. Si la jerarquía o la autoridad civil frenan sus actividades, lo achacan únicamente a que «están enfeudados en las estructuras capitalistas». No saben disculpar los fallos humanos de los católicos en el terreno social; para «sacarse la espina» y evitar que les clasifiquen como «reaccionarios» no encuentran mejor solución que pasar al extremo opuesto. Les horrorizan los «términos medios» y las «terceras soluciones»; cuando, en realidad, una de las cruces del cristianismo, y de la Iglesia, es tener que decir «no» a los dos extremismos, y aceptar que cada uno de ellos les acuse de estar aliados con el opuesto.

Como el Papa afirmó en el discurso antes indicado, la Iglesia no puede hacer suya la postura de los inhibidos de los problemas sociales, que pretenden mantener su catolicismo en un terreno puramente espiritual, ni la de los «revolucionarios» que propugnan transformaciones sociales violentas y quieren comprometer en ellas a la Iglesia.

Ruptura con la Iglesia y pérdida de la fe

Las personas que sufren este proceso de radicalización llegan, inevitablemente, a chocar con las barreras que les impone el Evangelio, la doctrina social de la Iglesia y las autoridades eclesiásticas. No se dan cuenta de que, poco a poco, su inquietud social sana y perfectamente cristiana se ha ido agudizando, maximalizando, hasta llegar a desbordar los límites de la caridad, la prudencia y hasta de la misma justicia social. Cuando el choque se produce, lejos de pensar que pueden estar equivocados, por exageración, piensan que lo están los demás católicos e incluso la Jerarquía, por «conformismo» pecaminoso. Los consideran unos cobardes que no saben o no quieren llevar su fe hasta las últimas consecuencias; en cambio ellos sí han sabido hacerlo, y son por lo mismo los únicos verdaderamente católicos.

La ruptura con el Magisterio de la Iglesia, y prácticamente, con la Iglesia misma, se produce así por radicalización, no sólo sin remordimiento o escrúpulo, sino hasta con orgullo y conciencia de autenticidad católica, lo que hace la ruptura más difícil de reparar.

Este tipo de católico «de vanguardia» o «progresista» se considera «fiel al Concilio» y con esto le basta. Los que se le oponen son para él prácticamente «cismáticos» porque «no tienen el espíritu conciliar». Estos católicos se erigen en jueces inapelables de la ortodoxia de sus obispos y practican el libre examen de la doctrina conciliar y aun de toda la doctrina católica, empezando por lo social.

Una vez rotos los lazos con el Magisterio, la evolución hacia el neutralismo religioso, la pérdida de la fe, e incluso el ateísmo militante, es sólo cuestión de tiempo. El confusionismo religioso reinante y el activismo marxista acelera el proceso.

Influencia del activismo marxista

En un estudio sobre el ateísmo marxista-leninista publicado por el Secretariado Vaticano para los no creyentes, se hace un análisis detallado del mismo, basado exclusivamente en textos comunistas.

Los doctrinarios del Partido afirman que el ateísmo marxista es el único científico, porque hasta él, ningún otro tipo de ateísmo había descubierto las causas del fenómeno religioso. Y por eso mismo, es el único capaz de llevar adelante una labor igualmente científica de ateización masiva, incluso entre los estamentos populares, mientras que los ateísmos precedentes se difundían únicamente entre reducidos círculos intelectuales.

La causa del fenómeno religioso es social: la esperanza de un más allá feliz es el sustitutivo imaginario del bienestar y la justicia social que los proletarios no se consideraban capaces de alcanzar sobre la Tierra. Por eso, la religión desaparecerá en cuanto llegue a instaurarse en todo el mundo la sociedad comunista, que constituye el verdadero paraíso en la Tierra.

El obrero imbuido de ideas religiosas no se entregará eficazmente a la lucha de clases: por eso la religión es el «opio del pueblo». Religión y lucha de clases son incompatibles en este sentido. Pero también lo son en el sentido opuesto: el obrero entregado a la lucha de clases no podrá ser religioso mucho tiempo. Por eso Lenin afirmaba que la mejor manera de llevar a un obrero cristiano al comunismo y al ateísmo no era predicarle sermones ateos, sino enrolarle en la lucha de clases.

Este procedimiento se ha venido empleando con éxito durante muchos años, y ha producido estragos entre las masas obreras, llevándolas al indiferentismo religioso o al ateísmo. El fenómeno se está reproduciendo actualmente entre los universitarios españoles, por obra de las minorías marxistas que actúan entre ellos, con una refinada técnica pedagógica orientada en el mismo principio.

La manera de ponerlo en práctica es la que antes se indicaba; radicalizar la quietud social sana hasta llevar a los jóvenes a la conclusión de que sus ideales de justicia no pueden realizarse dentro de la doctrina y los métodos propugnados por la Iglesia católica.

Durante varios años hemos visto practicar estos procedimientos de la Universidad de Madrid, y hemos podido comprobar su lamentable eficacia. Son muchos los casos de estudiantes de familias católicas, educados en colegios religiosos, que han abandonado la fe y no pocos han pasado al ateísmo militante.

Testimonio de un estudiante marxista

Como testimonio de esta afirmación, entre los muchos que podrían aducirse, figura el artículo publicado en el Boletín del Secretariado Central de la FECUM (Federación Española de Congregaciones Universitarias Marianas) en su número de octubre-noviembre de 1966 titulado Un marxista ante el nuevo rumbo de la Iglesia. Su autor es un conocido activista de la Universidad de Madrid, que se confiesa públicamente marxista y ateo.

Al comienzo del artículo, afirma, hablando de sí mismo y de los marxistas universitarios: «Como muchos —yo diría casi todos los estudiantes españoles— he sido católico; y dejé de serlo, no porque viera muy claro un camino convincente —otra cosa es lo que luego encontré—, sino por la insatisfacción, porque veía una contradicción entre la palabra y el hecho. Hoy día mi actitud está racionalizada, pero me apasiona el esfuerzo de los católicos por ser consecuentes, por ser auténticos, y no sólo porque fue ese esfuerzo lo que a mí me llevó al marxismo: tengo que reconocer que son muchos, cada vez más, los católicos que, a través de su conciencia religiosa, están encontrando una vía de realización humana y de compromiso con su tiempo».

El articulista afirma después que «la evolución de la Iglesia es un acontecimiento decisivo para nuestro tiempo: en la medida en que queda atrás definitivamente el tiempo en que se consagraba la propiedad privada y se condenaba el socialismo (…); ya no se contraponen “creyentes” y “no creyentes”, sino que la divisoria real son explotadores y explotados; no se juega con términos como “revolución cristiana frente a revolución marxista”, sino que se admite la necesidad objetiva de una revolución, y la posibilidad de que católicos y marxistas colaboren en su realización…»

Esta «evolución decisiva» es, como puede verse, una auténtica radicalización orientada hacia el marxismo. Es falso que afecte a la Iglesia como tal, que no ha, cambiado su doctrina social ni su actitud reprobatoria del marxismo; pero sí se da en sectores de la Iglesia cada vez más amplios. Por desgracia, es completamente cierto que «casi todos los estudiantes marxistas españoles han sido católicos». No es un fenómeno exclusivo de nuestra patria, puesto que ocurre lo mismo en Hispanoamérica, y también es cierto que su número aumenta cada día. El propio autor del artículo lo afirma así: «… hoy puedo afirmar que conozco casos en que la iniciativa más progresiva ha correspondido a un católico, y que cada vez son más…».

En efecto, por desgracia, cada vez son más los católicos que en su afán de ser «progresivos» van radicalizándose sus posturas sociopolíticas y llegan, por el camino de la «insatisfacción» y del «esfuerzo por ser auténticos» recorrido por el articulista, a la misma meta que éste: el marxismo y el ateísmo.

¿Por qué no hacen la menor alusión a este proceso los encuestadores de la descristianización universitaria?

Informe universitario sobre la captación marxista (1972)

La tesis del grupo universitario español de Acción Católica en los informes de esta época es que la descristianización de la sociedad española no es solamente un proceso gradual y espontáneo sino que está fomentado por un proyecto de signo marxista cuyas técnicas se revelan en el Informe de 1972 que transcribimos a continuación:

El problema del ateísmo juvenil, en ambientes estudiantiles al menos, se ha atribuido a diversas causas:

—Influencia negativa del ambiente.

—Deformación del rostro de Dios o de la Iglesia.

—Influencia de estructuras injustas.

• Estas causas y otras más que se podrían aducir, es cierto que condicionan y que llevarían al joven a una postura de neutralismo religioso, indiferencia, desilusión, pero no a un ateísmo virulento de oposición radical a la Iglesia y de ataque frontal a ésta y a todo lo que ella significa.

• Por eso hay que pensar que existe un factor mucho más poderoso que hace que nuestros compañeros no sólo pierdan la fe, incluso no sólo los de fe infantil sino los de fe adulta, y que además de convertirse en ateos sean marxistas con un inmenso afán proselitista.

• En charlas con compañeros y amigos hemos visto cómo se iba produciendo un proceso de radicalización, que partía en principio de inquietudes justas y laudables.

• En este proceso siempre se dieron las mismas constantes que nos llevaron a ver la existencia de una táctica perfectamente estudiada que se emplea en la captación y ateización de estos jóvenes generosos y llenos de grandes ideales.

1, Tanteo de la persona a la que se quiere captar

• Normalmente la persona suele tener cualidades de líder, o ser inteligente, o ser de familias que se han distinguido por su postura antimarxista, o miembros de obras apostólicas de la Iglesia, o sacerdotes y religiosos (as).

• El contacto se produce de forma muy espontánea y natural sin que el interesado pueda sospechar que se trata de un contacto interesado.

• Una vez que ya se le conoce un poco (reuniones, charlas amistosas, presentación de amigos, etc.) se le deja un artículo, un libro o revista con el fin de que la persona se defina y diga cómo piensa especialmente en lo político, social, moral y religioso.

• Esta información también se puede obtener por medio de charlas sobre temas de actualidad, y según los datos obtenidos el activista se presenta ante el candidato como católico de izquierdas, o como católico inquieto, etc., pero nunca como marxista.

2. Cerco al que someten a la persona que quieren captar

• El activista va poniendo poco a poco al candidato en contacto con los miembros de su célula (4 o 5), que someten al candidato a un estudio psicológico para conocer no sólo sus cualidades sino sus defectos.

• Se presentan como verdaderos amigos que brindan una amistad franca y entrañable.

• Se muestran como chicos y chicas generosos y abnegados que no soportan los egoísmos de una sociedad podrida, que son capaces de soportar cualquier sacrificio por grande que sea, con tal de liberar de la opresión a sus hermanos y arrasar lo viejo y decadente para construir un mundo nuevo.

• Van aislando al que quieren conquistar de otras influencias (familiares, otras amistades, educadores, personas que tienen influencia positiva sobre él, etc.).

• Fomentan conversaciones interesantes sobre temas de actualidad enfocados de manera realista, aportando cifras, datos, etc., dando impresión de competencia y de una gran superioridad. Y de paso van dejando caer criterios marxistas con cuidado, que van siendo asimilados por el candidato que normalmente no sabe o no se para a pensar para distinguir un criterio marxista de un criterio cristiano en problemas que parecen o son complicados.

• Al mismo tiempo fomentan la adulación: «desde el primer momento vi que eres inteligente», «si quieres podrás hacer algo o llegar muy lejos», etc.

• Familiares, antiguos amigos, etc., van viendo un cambio en la persona que está siendo captada. Si intentan influenciar son rechazados porque los activistas ya se han ocupado de ridiculizar o de restar influencia de mil modos, a estas personas, presentándolas como carcas o reaccionarias o un largo etcétera.

3. Radicalización socio-política

• Despiertan una gran inquietud social de un modo experimental: poniendo a sus influenciados en contacto directo con realidades sangrantes, injustas y presentándoles datos estadísticos bien seleccionados y parciales. Luego generalizan y dan a entender que «todo está igual».

• Fomentan el más negro pesimismo en la apreciación de los problemas sociales y también en la valoración de los esfuerzos realizados para solucionarlos en las naciones capitalistas (es decir en las no comunistas), destacando sólo lo malo que en ellas se da.

• Si la persona a la que quieren captar es católica y conoce la doctrina social de la Iglesia, se la presentan en contraposición con las realidades por ellos apuntadas, y lo hacen presentando la doctrina social de la Iglesia en su pureza ideal, sin matizaciones respecto a la posibilidad concreta de llevarla a la práctica según cada circunstancia particular.

• Así, de este contraste extremado surge en los más generosos una gran rebeldía que ellos procuran fomentar y explotar para sus fines.

• Repiten una y mil veces que ante tal situación «hay que hacer algo» porque cruzarse de brazos sería la mayor de las injusticias. Que un cristiano no puede en conciencia despreocuparse, sino que tiene que comprometerse.

• Al mismo tiempo que se está fomentando esta actividad, se le va haciendo ver que el comunismo (al principio es socialismo) no es tan malo. Se presentan sus realizaciones sociales, callando sus fracasos y sus injusticias.

• Presentan la colaboración entre católicos y comunistas como la gran solución: «Puesto que vamos a lo mismo, luchemos juntos. Después ya se verá».

• Hacen ver que esta colaboración no está condenada por la Iglesia, según ellos, sino que, además de necesaria para echar abajo las estructuras injustas, puede resultar beneficiosa para la Iglesia porque se enriquecería con la aportación de valores procedentes del marxismo.

• Naturalmente con estos criterios en la doctrina católica se han ido infiltrando ideas y posturas marxistas que la van minando.

• Alaban a todos los católicos y sacerdotes que están de acuerdo con ellos o que les favorecen en sus planes, presentándoles como héroes y como auténticos católicos.

• Con estos ataques, lo que empezó siendo una sana inquietud en el candidato, se va convirtiendo en actitud más radicalizada cada día, en cuanto a:

• Una persona así lanzada, necesariamente tiene que mirar cada vez más su acción desde un punto de vista político y no apostólico.

• Va perdiendo contacto con los auténticos y permanentes valores de la Iglesia y ya no quiere ni oír hablar de la humillación y la cruz, sino de eficacia y éxito (que en ideología marxista es siempre aplastar y nunca ser vencido). Además exige de la Iglesia esta misma postura.

6. Fomento de la pérdida de fe y de la moral

• Mediante conversaciones y preguntas descubren la ideología de la persona en materia religiosa. Ven lo que ésta considera inconmovible (Fe en Dios, fidelidad al Magisterio, etc.) y no lo atacan nunca directamente.

• Empiezan insinuando que la autoridad del Magisterio de la Iglesia (Papa y obispos) se limita a definiciones ex cathedra sobre fe y moral y que se pueden sostener puntos de vista distintos al Magisterio en todas las cuestiones. Más adelante se pasará a opinar también conforme uno quiera en cuestiones de fe y moral, guiados tan sólo por la propia conciencia y sin dejar de afirmar que es tan católico como el que más.

• Aconsejan y proporcionan lecturas de autores ateos o anticristianos para pasar después a los abiertamente marxistas, afirmando que hay que leer de todo, sin miedo a perder la fe, porque para tener una fe adulta hay que pasar por crisis que la robustezcan. Estas lecturas y todo el entorno en que se va viviendo y actuando van produciendo un gradual enfriamiento religioso que llevará a la pérdida de la fe.

• Aquí hay que señalar que hay una especie de «dirección espiritual laica», por medio de la cual el candidato se «dirige», aun sin darse cuenta (?), con una persona, siempre del sexo contrario a la que cuenta todo y que la va aconsejando.

•Afirman que hay que tirar por la borda la «moral burguesa», que es pura hipocresía con apariencias de honradez y la moral de los colegios, con sus funestas inhibiciones sexuales, que consumen las energías de la juventud en una lucha sin sentido, cuando deberían emplearse en la lucha contra las injusticias sociales, que es la principal tarea del cristianismo. Por eso la moral de los comunistas es más lógica y mejor que la católica, y los católicos que se hacen comunistas se sienten mucho mejor.

•Los chicos y chicas deben tener entre sí un trato libre de prejuicios, sin más regla moral que la del servicio al prójimo. Los que no practican este trato mutuo sin trabas no son más que unos invertidos que se las dan de puros y castos. En apoyo de sus afirmaciones facilitan una bibliografía «científica» que expone una moral atea.

7. Actitud frente a las objeciones

• Los comunistas hablan con tal aire de suficiencia y en un estilo tan radical que cierran el camino de antemano a toda posible discusión.

• Dan la impresión de tener la cabeza llena de ideas prefabricadas por el partido y de que allí no cabe nada más.

• Si se les habla de un artista, filósofo, etc., que no sea comunista, hacen una mueca de extrañeza o desprecio hacia el interlocutor que se permite creer que fuera del Partido puede haber algo bueno.

• Cuando se les refuta con razones evidentes, apenas escuchan. Por toda respuesta lanzan una mirada de profundo desprecio o una frase irónica, o tratan de poner en ridículo, con saña, al contrincante.

Las Comunidades Neocatecumenales o «kikos»:
constancia de un error

Llega ahora el momento de rectificar, documentadamente, un serio error de nuestro primer libro. En el extenso informe reservado sobre la subversión político-religiosa en España, redactado en 1974 y que en nuestro primer libro atribuíamos a medios universitarios (para no comprometer a los verdaderos autores, que sólo en parte correspondían a esa descripción) se contienen, como advertíamos expresamente (Jesuitas, Iglesia y marxismo, eds. 1, 2 y 3, p. 169) una gran mayoría de informaciones verídicas y fundadas, junto a algunas pocas no demostradas e incluso claramente erróneas, lo cual no invalida la importancia del informe, ni la mayoría de sus datos y enfoques. Ahora debemos rectificar uno de esos errores. Se trata de las Comunidades Neocatecumenales fundadas por Kiko Arguello, llamadas familiarmente «quicos» o «kikos», extendidas hoy por todo el mundo, y a las que el informe citado atribuía carácter sospechoso y marxistizante.

Pues bien, esta apreciación no es cierta. He recibido de varias fuentes perfectamente fiables la demostración y la documentación que me permiten afirmar hoy que las Comunidades Neocatecumenales fundadas por Kiko Arguello funcionan admirablemente, carismáticamente, y en plena comunión con el Magisterio de la Iglesia. No tienen en absoluto ese carácter sospechoso ni marxistizante. En efecto, los Papas, desde Pablo VI, han reconocido y alentado a las Comunidades Neocatecumenales, con textos inequívocos, reflejados en el libro El Neocatecumenado en los discursos de Pablo VI y Juan Pablo II (Centro Neocatecumenal de Madrid, 1986). El movimiento neomatecumenal está hoy vigente en ochenta naciones, y fue reconocido e identificado como inspirado en las más profundas enseñanzas de la Iglesia por un obispo tan seguro como monseñor Casimiro Morcillo, quien marcó claramente la diferencia de los «kikos» con las comunidades de base desviadas ya en su época. Se trataba de una rectificación de justicia que hacemos con sumo gusto, aunque no fue introducida por nosotros sino por el informe citado cuya fiabilidad, pese a éste y algunos otros errores justificables por su insuficiente perspectiva cronológica, debemos también rectificar trece años después. En ABC de Madrid del 6 de junio de 1987, página 18 ya anticipábamos esta rectificación.

¿Qué ha quedado del viaje papal a España?

En noviembre de 1982, y a raíz de las históricas elecciones generales que dieron la victoria al socialismo en España, el Papa Juan Pablo II dedicaba a España uno de sus grandes viajes, sobre el cual ya hemos hablado en anteriores libros y artículo, y del que quedó constancia en numerosas publicaciones, por ejemplo Juan Pablo II en España, con el texto completo de todos los discursos, editado en «BAC», 1982. Sabido es que los Provinciales de la Compañía de Jesús apenas se ocuparon del viaje pontificio, al que trataron con increíble indiferencia, mientras el Opus Dei se volcó en la organización y promoción del viaje.

La Iglesia española mostró inmediatamente su intención de estudiar profundamente las consecuencias y las huellas del viaje papal, pero no hemos visto en los cinco años siguientes que tal propósito se haya consumado. Decenas de millares —centenares, y tal vez algunos millones— de católicos que acababan de votar a un partido, el socialista, e incluso a opciones comunistas en que, como en el caso del PSOE, se asumían posturas programáticas anticatólicas en puntos esenciales como aborto, divorcio, enseñanza y secularización de la sociedad, aclamaban inmediatamente después al Papa y sintonizaban abiertamente con sus mensajes, lo cual parece demostrar que el catolicismo español tiene contradicciones tan profundas como sus raíces. Mientras la Prensa moderada trataba con dignidad ejemplar la visita del Papa, el diario neogubernamental El País, soterradamente eufórico con la victoria socialista, daba una de cal y otra de arena. Por una parte encargaba el comentario del viaje papal a monseñor Alberto Iniesta, el obispo liberacionista de Vallecas, quien, justo es decirlo, cumplía su cometido de forma positiva y admirable en el artículo El Ministerio de Pedro en la Iglesia publicado en la página 10 de ese diario con fecha 7 de noviembre de 1982. Para compensar, El País publicaba en ese mismo número, página 13, un artículo especialmente estúpido del filósofo oficioso Javier Sádaba, Poder mítico y poder político que preferimos no comentar más que con ese púdico adjetivo. El editorial del diario publicado el 10 de noviembre trataba de trazar la vía media entre las dos posiciones, la del obispo tocado por un auténtico rapto de sensatez y responsabilidad y la del filósofo barato; pero advertía como esencial objetivo que la Iglesia de España haría muy bien en no oponerse a la irreversible marea secularizadora que dominaba ya el panorama de la transición. No debe olvidarse que hay una intensa presencia del progresismo jesuítico y antiwojtyliano en ese periódico.

En fin, la Iglesia de España apenas aprovechó la siembra de Juan Pablo II, que no cayó, aparentemente, en buena tierra, sino entre demasiadas piedras a los lados del camino. Claro que esta nación culturalmente cristiana, aunque no lo sea ya del todo confesionalmente, es capaz de que germine entre piedras el mensaje de su fe. Aunque no sepamos nunca cómo.

Actitudes y discrepancias del episcopado español

Ante el fin del taranconismo: una hipótesis de trabajo

En octubre de 1982 los socialistas lograban su victoria histórica de los diez millones de votos, gracias, en buena parte, a la cooperación de millones de católicos y millares de sacerdotes y religiosos, encabezados, aunque en esto varían las cifras, por una docena larga de obispos que votaron PSOE. Alfonso Guerra, estratega electoral del PSOE, conoce perfectamente esta realidad y desde entonces ha intensificado la aproximación estratégica del socialismo español a los sectores progresistas de la Iglesia católica, sin preocuparse por la grave contradicción de mantener como objetivo prioritario el proceso de secularización de la sociedad española, que en la práctica equivale a una descristianización a la que se han dedicado de forma sistemática los medios de comunicación controlados por el Estado —Radio Nacional y Televisión Española— y los de carácter oficioso, encabezados por el diario El País. En este proyecto, denunciado reiteradamente por algunos obispos de España, late una alianza estratégica que para nosotros es clarísima, aunque sea muy difícil de probar documentalmente: la conjunción de las fuerzas de la Internacional Socialista, el progresismo cristiano, los sectores dialogantes del marxismo y lo que antes, sobre todo en cuanto al propósito secularizador implacable, se conocía como tendencia masónica. Históricamente esta conjunción está comprobada hasta los tiempos de nuestra guerra civil de 1936, con inclusión del período republicano. Ahora se trata al menos de una hipótesis de trabajo que, según nos consta, se acepta como tal en los sectores más lúcidos de la Iglesia española durante la transición.

Desde los medios afectos a esa, para nosotros, muy probable conjunción, se intentará, sin duda, una descalificación despectiva con alusión a los desacreditados contubernios judeo-masónico-marxistas. Un pintoresco sector de los jesuitas españoles, encabezados por el profesor de Zaragoza J. A. Ferrer Benimelli, presta ahora una desmesurada atención a la Orden (como ellos dicen) masónica, a la que dedican multitud de trabajos con la finalidad de convencernos de que los masones españoles han sido siempre justos y benéficos. Entierran así la vieja lucha mortal entre jesuitas y masones, quizá porque, como me repetía insistentemente el almirante Carrero Blanco hasta las vísperas de su asesinato, el padre Ferrer Benimelli es, además de jesuita, masón; y naturalmente yo discrepo de algunas interpretaciones del almirante Carrero sobre la masonería pero me inclino siempre ante la calidad de su información. El padre Ferrer y algunos de sus compañeros de viaje, si no son masones, se comportan como si lo fueran. Pero dejemos esa conjunción como hipótesis de trabajo; mis conclusiones sobre la masonería española en su fase actual no están todavía suficientemente maduras, aunque, como veremos en su momento, la alianza estratégica de la Internacional Socialista y la teología de la liberación sí que es un hecho suficientemente comprobado.

El caso es que el órgano de esa conjunción, que es naturalmente el diario de Madrid El País, dedicaba el 13 de abril de 1983 una elegía al cardenal Vicente Enrique y Tarancón con motivo de su despedida. El dossier Tarancón preparado ya para mi historia de la Iglesia española contemporánea es voluminoso, y asombroso, como se revelará en su momento; por ahora bástenos decir que el Gobierno socialista ha procedido desde su instalación a fines de 1982 como si la permanencia del cardenal Tarancón en Madrid y la pervivencia del taranconismo en España fueran un objetivo esencial de su política. Porque el PSOE tiene estos años una definida política religiosa al contrario que Alianza Popular, que no toca pelota en tan delicado y esencial terreno, que los señores Fraga y Robles Piquer han tratado de llenar con ocasionales visitas protocolarias al cardenal Suquía, sin enterarse de nada. Y el señor Hernández Mancha, menos: seguramente este asunto no le mola.

El citado editorial de El País se lamentaba por el abrupto cese del cardenal Tarancón como arzobispo de Madrid. En cuanto mandó a Roma su carta de dimisión por edad, escrita con la pluma chica, Roma le agradeció los servicios prestados a vuelta de correo y le sustituyó por el arzobispo de Santiago don Ángel Suquía y Goicoechea, que vivía pastoralmente en plena línea de Juan Pablo II. Arropado por su equipo progresista, cuyo director de orquesta era el provicario jesuita José María Martín Patino, un personaje de la Ilustración en todos los sentidos del término, incluidos los mundanos, el cardenal Tarancón había mostrado su deseo de presidir desde la cumbre de la Iglesia española la transición al socialismo después de haber presidido la transición a la democracia; sin que ahora alegase su cooperación para la transición al nacionalsindicalismo, como explicaremos copiosamente en nuestra prometida historia. El País tronaba en ese editorial contra el arzobispo Suquía, que según mentía el periódico «impresionaba negativamente» a la opinión pública (que por el contrario aplaudió su llegada, así como respiró feliz ante el mutis taranconiano); echó la culpa al nuncio y al Opus, y llamó al nuevo arzobispo «heraldo del dogmatismo y al autoritarismo», ante su llegada a la «primera diócesis del Estado», decía el diario, olvidándose tal vez de que las diócesis no son del Estado sino de la Iglesia. Este editorial, debido seguramente a la pluma e inspiración del provicario taranconiano que anida, como se sabe, en las covachuelas del diario gubernamental español, marcaba muy claramente las distancias entre la línea de Juan Pablo II instalada en Madrid y el proyecto secularizador socialista apoyado por lo mucho que hay de verdad en el contubernio antes aceptado como hipótesis de trabajo. (Estoy pensando ya el horror de mi amigo José María García Escudero cuando vea estos párrafos; pero el deber es el deber).

Pero por debajo de las hipótesis están los hechos, famosos por su testarudez. El Terol es el nombre del Boletín de la Parroquia de San Roque, situada en el corazón del Madrid popular, y llevada por su equipo de sacerdotes en plena comunión con la Iglesia y con un sentido social y popular realmente admirable. Ese Boletín constituye para mí una fuente de información válida y fiable. Y sorprendente. En su número 339 (año 23) de 26 de noviembre de 1984, El Terol detallaba los cambios de postura del PSOE ante la Iglesia católica durante el pasado siglo. Desde los tiempos en que los socialistas llamaban al clero «la clerigalla rumiante» (18 de enero de 1931) hasta las declaraciones sutilmente hostiles del PSOE en 1983 como respuesta a una declaración colectiva del Episcopado:

«Si la Iglesia —dice ahora el PSOE— quiere disputar parcelas de poder temporal al Estado, interfiriéndose en temas de la soberanía parlamentaria (concretamente el aborto, olvidando su deber evangélico y entrando en el campo de César) comete un error y rectifica además la saludable autonomía temporal que había sido aceptada por el Concilio Vaticano II. Tiene por supuesto derecho a decir lo que dice, porque ésta es garantía de la democracia; que en otros tiempos atacó tanto la Iglesia. Pero desconocen que España no es un Estado confesional».

Toda una declaración de posiciones secularistas y de recomendación a la Iglesia sobre cómo aplicar la doctrina del Concilio, a lo que la Iglesia española, naturalmente, no se ha plegado. Pero según el mismo Boletín, el arzobispo don Emilio Benavent afirmó en el homenaje al cardenal Tarancón («Narcea», Madrid, 1984, p. 303) que «el 38% de católicos practicantes votó al PSOE», mientras que el periodista Abel Hernández en su libro Crónica de la Cruz y la Rosa eleva la cifra al 52%. Según el socialista José Félix Tezanos (Sociología del socialismo español, Madrid, «Tacnos», 1983, p. 82) el 45% de los militantes del PSOE se declaran creyentes. Cuatro ministros socialistas se han declarado católicos creyentes: Ernest Lluch, Fernando Ledesma (el promotor del aborto), Tomás de la Cuadra y Enrique Barón. Alfonso Guerra es un ateo agresivo. Felipe González, nacido en familia católica y militante de la JOC en sus años mozos, se consideró católico practicante hasta los 16 años, pero según la citada fuente de Abel Hernández revalidó recientemente su agnosticismo varias veces declarado con una expresión no muy elegante: «Yo no he vuelto a la Iglesia desde cuando los curas vendían la mercancía de espaldas», o sea que se manifiesta como un agnóstico preconciliar, aunque luego se retrata feliz con el cardenal Tarancón y con el cardenal Suquía.

La descristianización socialista y la reacción episcopal

Existen indicios y pruebas más que suficientes para mostrar que la obsesión secularizante y la descristianización de la sociedad española durante el régimen socialista —período en el que englobamos la época de la prepotencia, desde las elecciones generales de 1982 al batacazo municipal y autonómico de 1987— emanan de una programación fría y no son simplemente fruto de la improvisación agnóstica. Ya en noviembre de 1984 la revista Iglesia-Mundo (núm. 87) denunciaba ante la XLI Asamblea del Episcopado español, este conjunto de hechos: el reciente Congreso de Teólogos Juan XXIII, los (entonces) proyectos de ley sobre el aborto, la propaganda de autores marxistas y anticatólicos en los medios del Estado, el totalitarismo ante el poder judicial, la pornografía con degradación a la blasfemia, como el programa de TVE La Edad de Oro y otros, la destrucción de la familia, etc. En vísperas de las elecciones (28 de octubre de 1982) el diario oficioso del PSOE El País proclamaba que «Felipe González ha realizado una oferta de moralización política pilotada por el PSOE y con el apoyo de la sociedad». Unos días antes, el 25, un millar de profesionales y personalidades de la cultura pedían el voto para el socialismo por motivos culturales y morales. Pero en Ya del 25-X-1984 (página 42) se daba cuenta de la aparición en TVE de un crucifijo con cabeza de cerdo (se trata del programa blasfemo La Edad de Oro que ya hemos mencionado). Atacado por la sucesión de blasfemias de su nefanda obra Teledum, el director Albert Boadella declaraba: «Nunca podré hacer un teatro tan brutal como el de la Iglesia católica»; y el sistema informativo socialista apoyó abiertamente al engendro. El grupo catalán La Trinca entonó, con disfraces episcopales, canciones agresivas contra la Iglesia a lo largo del año 1983, con admirativa referencia del diario oficioso (El País, 3-V-1983). En la residencia sanitaria La Fe, de Valencia, se regulaba el derecho a una muerte digna de acuerdo con las orientaciones de la dirección general del INSALUD socialista (ABC, 2-IX-1984, p. 39); mientras que según el subsecretario de Justicia el Gobierno pensaba legalizar las asociaciones de homosexuales (Ya, 12-11-1983). En un simposio barcelonés de la Cruz Roja se proyectaban apologías del aborto y de la eutanasia (El Alcázar, 29-XI1983). El Ya de 3-III-1984 protestaba contra el anteproyecto de ley del Patrimonio Artístico, que «contiene medidas que afectan muy gravemente a los bienes de la Iglesia». En su número-balance de 3 de diciembre de 1983, sobre los doce primeros meses de Gobierno socialista, el diario El Alcázar publicaba una impresionante serie de datos para justificar sus titulares: «Una trayectoria constante contra la Iglesia católica». La Ley Orgánica del Derecho a la Educación, la famosa LODE de José María Maravall, es una ley marxista que sacó a la calle, inútilmente, a más millones de personas que cualquier otra disposición legal en toda la historia de España; pero publicada en octubre de 1983 resistió el asalto de la derecha conservadora en el Tribunal Constitucional y se impuso por fin contra viento y marea, sin que los obispos españoles actuasen seria y eficazmente contra ella, a diferencia de los obispos de Francia contra las leyes socialistas de restricción educativa. El resultado no ha sido solamente el retroceso de la enseñanza católica sobre todo en el ámbito de la escuela pública, sino la degradación de toda la enseñanza española.

Éste no ha sido más que un muestreo breve e impresionista de agresiones gubernamentales y sociales del PSOE contra el catolicismo y la Iglesia de España. La reacción de la jerarquía episcopal española no se ha presentado con la debida coordinación ni planificación. Los máximos dirigentes de la Conferencia Episcopal hasta 1987, el presidente don Gabino Díaz Merchán y el secretario don Fernando Sebastián Aguilar se han preocupado mucho más de apaciguar, incluso a fuerza de entreguismo, los conflictos entre el PSOE y la Iglesia que de defender adecuadamente a la Iglesia e imponer su fuerza social, con auténtico horror a parecer de derechas. No así el cardenal arzobispo de Toledo, don Marcelo González Martín, quien pese a la marginación a que se le ha sometido desde la época Tarancón ha sabido siempre estar en su sitio. Al ordenar a 42 seminaristas en Toledo, donde las vocaciones afluyen excepcionalmente y se cultivan luego con una formación digna de la Iglesia de España, lo que desgraciadamente no es la norma general, el cardenal primado afirmaba el 19 de diciembre de 1983: «Fuerzas muy poderosos intentan descristianizar la vida de la familia y la sociedad» (El Alcázar, 20-XII-1983, p. 16). Y describía a los promotores de esas fuerzas: «Se creen cultos y son ignorantes, avanzados y son retrógrados, favorecedores de la libertad y quieren reducir a la esclavitud de unos programas partidistas los anhelos más nobles de la condición humana». En varias ocasiones los obispos, incluso colectivamente, han reaccionado contra las agresiones anticatólicas de Televisión. Por ejemplo en mayo de 1983, mediante un comunicado de la Comisión Permanente contra «las agresiones continuas al pudor y a los sentimientos religiosos en la programación televisiva». (Diario-16, 15-V-1983, p. 4). En el mismo comunicado denunciaban la «creciente secularización». Pero no ahondaban, ni entonces ni otras veces, en las causas de esa agresividad ni de esa secularización; se limitaban a protestar contra los efectos.

En venideros estudios sobre la transición española durante la fase de régimen socialista, 1982-1987, quedará sin duda muy claro que las agresiones institucionales más importantes contra la Iglesia han provenido de dos Ministerios: el de Justicia (dirigido por un católico disidente del Magisterio de forma pública, reiterada y gravísima, don Fernando Ledesma) y el de Educación, cuyo titular ha sido José María Maravall, vástago de una familia privilegiada del franquismo, hijo de un profesor fascista que luego abrazó la ambigüedad de tantos tránsfugas, beneficiario de sustanciosas becas concedidas durante el régimen anterior y situado después en una posición de socialismo radical, heredera de la conjunción PSOE-Institución Libre de Enseñanza. El señor Maravall ha incluido en los dos equipos ministeriales a sus órdenes a destacados miembros de la secta cristiano-marxista Cristianos por el Socialismo (por ejemplo su jefe de gabinete el ex dominico Reyes Mate) y a otros ex religiosos, sobre todo marianistas, muy conspicuos en su segunda etapa ministerial. La prepotencia del doctor Maravall, que desde una perspectiva histórica sólo se puede calificar como soberbia, le ha conducido a imponer mediante el rodillo de la mayoría absoluta leyes degradantes como la LODE y la Ley de Reforma Universitaria, que han conducido a la enseñanza básica y media española a un permanente estado depresivo; a la enseñanza pública de nivel inferior y medio a un auténtico caos; y han sacado a la calle a los universitarios durante el fatídico curso 1986-87, definitivamente perdido para una Universidad que jamás había conocido ambientes más degenerados, desilusionados e incluso encanallados que bajo la dirección de este personaje nefasto, culpable en gran parte del retroceso electoral socialista en 1987, pero abanderado principal del secularismo y la descristianización dentro del régimen socialista. Desde los tiempos de Fernando VII no recuerda la enseñanza española un capítulo más negro. En él se inscribe, entre otros episodios lamentables, la triste guerra de los catecismos entre el Gobierno y la Iglesia a partir del 15 de setiembre de 1983, fecha en que el descocado Reyes Mate, teólogo de la liberación, provocó a la Iglesia con su tristemente célebre artículo en el diario oficioso: La Iglesia recela de la democracia, que constituye una brutal agresión contra una Iglesia que en realidad había sido en la transición española la adelantada de la democracia. Incluía Mate una agresión especial al Papa, y un planteamiento muy claro; «esa sobredosis ideológica se da de bruces con la lucha emancipadora de la sociedad moderna».

El Ministerio de Educación prohibió a la Iglesia utilizar en sus colegios los catecismos editados sin la autorización oficial. La Iglesia se había negado a modificar la repulsa del aborto contenida en esos catecismos, y el Ministerio, en un rapto autoritario característico de su titular, decidió la prohibición. Con toda razón, los textos vetados por el equipo Maravall relacionaban el aborto con las guerras y el terrorismo, y se quedaban cortos; porque el aborto es una espantosa regresión histórica que revive en la España socialista los excesos de Cartago ante el altar de Moloch. El diario oficioso (24 de setiembre de 1983) trató de cubrir malamente el disparate ministerial, y el liberacionista José María Diez Alegría, entre burdos ataques al Papa, se alineó en favor del Ministerio socialista en esa misma tribuna el 2 de octubre. El Ministerio, en cambio, no había opuesto reparo alguno a diversas aberraciones deslizadas en textos de enseñanza, como el de Ciencias Sociales para 7.° de EGB editado por «Vicens Vives» ese mismo año 1983, donde se exponen tesis abiertamente marxistas sobre los Estados Unidos e Iberoamérica; y se exaltan los regímenes de Europa Oriental (pp. 91, 95). La enérgica y a la vez discreta posición de la Comisión Episcopal de Enseñanza obligó al señor Maravall a recoger velas sin necesidad de importar activistas cojos para la rotura de farolas por la calle de Alcalá, que sería el mejor método para conseguir miles de millones ministeriales, como se demostraría en las algaradas de 1987.

En su diócesis de Madrid, firmiter et suaviter, don Ángel Suquía marcó claramente sus posiciones ante la prepotencia socialista. Acusó a TVE de promover el aborto libre (ABC, 20-XII-1986), en su respuesta a las declaraciones del ministro de Justicia. Recurrió contra la eliminación de profesores de religión en los consejos escolares (Ya, 11-IX-1986). Impulsó el auge de los movimientos católicos de base y de masas y se fue configurando cada vez con más claridad como la auténtica alternativa para presidir una Iglesia española no conformista ni derrotista ante el socialismo rampante, sin adelantar con ello actitudes de hostilidad o displicencia. Algunos obispos, como el de Sigüenza-Guadalajara, monseñor Jesús Pía Gandía (El Alcázar, 22-1-1984) y el de Orihuela-Alicante, monseñor Barrachina (ABC, 15-VI-1986) han denunciado con valor y precisión las aberraciones socialistas; monseñor Barrachina, en una pastoral muy difundida, para orientación ante las elecciones generales de 1986, afirmó que en España no existe un clima de auténtica libertad; que la política social del Gobierno socialista ha sido deficiente; que la vida humana no se protege desde la concepción, en contra del texto constitucional; que la LODE arbitraria es un desastre; que la politización del poder judicial y la inseguridad ciudadana son gravísimos problemas diarios para los españoles. «El máximo culpable por acción y omisión es el Gobierno, por cuya ideología estamos gobernados», remataba el valiente obispo su espléndido alegato. En cambio el comunicado de la Conferencia Episcopal con el mismo motivo (Ya, 17-V-1986) resultaba mucho menos claro, pese a denuncias crípticas que muchas gentes no llegarían sin duda a comprender ante ciertos comportamientos, por parte de las máximas jerarquías de la Iglesia, que sólo se pueden calificar de connivencia con el régimen socialista. Y eso que hasta obispos nada hostiles al régimen, como el de Canarias monseñor Echarren (ABC, 1-II-1986) y el de Badajoz monseñor Montero (El Alcázar, 24-IV-1983) se han visto en alguna ocasión obligados a protestar contra los desafueros socialistas en el vasto campo del enchufismo o en la agresividad del sistema contra los valores básicos de la sociedad, pese a que con el comportamiento de la «Editorial Católica» delante —de la que ha sido responsable monseñor Montero como presidente de la Comisión Episcopal de Medios— tal vez hubiera debido ocuparse de la viga en el ojo propio antes que de los defectos del ajeno.

Al año de la despenalización del aborto el presidente de la Conferencia Episcopal, don Gabino Díaz Merchán, quedó consternado ante la filtración de un documento espléndido redactado por el Comité Episcopal para la Defensa de la Vida. La filtración apareció en ABC el 18 de junio de 1986. El documento es durísimo contra el aborto llamado «socio-económico», nuevo proyecto gubernamental hacia la despenalización completa. El portavoz de la Comisión anunciaba que el documento no se publicaría —cobardemente— antes de las elecciones1 generales; al ver la filtración, don Gabino amenazó con dimitir, y comenzó de esta forma la recta final hasta su merecidísima derrota de 1987. El Comité le había tendido, discretamente, la primera emboscada.

El 2 de julio de 1987, en un ponderado artículo publicado en Ya, el eminente sociólogo José Jiménez Blanco se refería a una reciente declaración del cardenal de Madrid, Ángel Suquía, sobre la ineficacia de las relaciones entre la Iglesia y el Gobierno socialista. El profesor señalaba «los evidentes intentos de descristíanización que se vierten desde medios públicos, el socavamiento continuo de los principios de la moral cristiana, la puesta en solfa de las autoridades eclesiásticas empezando por el Papa, sin olvidar la conducta personal que despliegan algunos dirigentes de la clase política». Además el gesto inamistoso en enviar un embajador al Vaticano que es agnóstico y manifiesta en su libro sobre el cristianismo primitivo «una ignorancia supina». (Y no alude el articulista al numerito del embajador y su viuda vasca). Acusa a los corresponsales en Italia y otros lugares de verter en los medios de comunicación del Estado informaciones calumniosas, y del acoso que sufren los centros de enseñanza católica.

Obispos disidentes, obispos ambiguos: el santoral de don Alberto

Ante la teología de la liberación la jerarquía española se ha alineado generalmente con el Papa, aunque la famosa prudencia pastoral, que cada vez vale menos como efugio, no ha permitido que el Episcopado tome una postura clara ante el liberacionismo, mientras cunden las divisiones y las dudas en el campo católico. Pero conviene apuntar algunas disidencias peligrosas, además del respaldo otorgado por cuatro obispos españoles a la serie liberacionista y rebelde Teología y liberación, que ya hemos referido. Un ex religioso célebre por sus excentricidades, J. Manuel Calzada, publicó en 1979, y en la editorial de los jesuitas «Sal Terrae», unos curiosos Diálogos con la mitra en los que el obispo de Palencia, fray Nicolás Castellanos, 0. S. A. (que es uno de los cuatro recién citados) aceptaba expresamente el análisis marxista, y se declaraba a favor de un modelo de sociedad socialista (p. 39). El obispo de Huesca, don Javier Oses, se muestra neque frigidus neque calidas nada menos que ante el mismísimo problema del aborto, lo cual no deben de saber aún en Roma (pp. 64-65); y el obispo separatista de San Sebastián, don José María Setién, cree que el postulado básico de Herri Batasuna «encierra una dosis estimable de verdad» (página 110). El arzobispo de Oviedo, don Gabino Díaz Merchán, no se opone para nada a que los cristianos voten a los socialistas, y nada tiene que reprochar a los socialistas «con tal que no se identifiquen con una ideología materialista»; no sabe muy bien «si han eliminado ya o no el dogmatismo marxista» aunque «la postura oficial es ciertamente esperanzadora» (p. 121); tal vez en las reflexiones posteriores a su fracaso electoral (el de don Gabino y el de los socialistas) en 1987 haya tenido ya tiempo para enterarse. Pero en general la mayoría de los obispos entrevistados por el señor Calzada se mantienen en posición muy digna, incluso los citados, fuera de su desliz.

Insistamos en lo que se afirmó en el primer libro: entre una mayoría de obispos clara y positivamente definidos (aunque no públicamente) ante el liberacionismo, y algunos dudosos o crípticos, sólo uno se ha definido abiertamente favorable a la teología de la liberación; don Alberto Iniesta, que durante varios años ha dirigido la vicaría de Vallecas (donde por cierto en 1987 se han registrado muchísimos votos de centro y de derecha) de la que ha sido felizmente apartado no hace mucho. Creo muy interesante el análisis del libro escrito por monseñor Iniesta en 1980, Teopraxis (dos volúmenes) y naturalmente editado por los jesuitas de «Sal Terrae». Son ensayos de teología pastoral, escritos de forma muy amena y penetrante, entre los que figuran muchas enseñanzas válidas y muchas reflexiones comprensibles para la mentalidad del sacerdote y el hombre de nuestro tiempo. Exhibe monseñor Iniesta una fe profunda, y un gran sentido de la comunicación pastoral; pero no puede reprimir su liberacionismo. Así, por ejemplo, afirma con ingenuidad anticrítica realmente suprema: «¿Por qué no reconocer al menos, y ayudar y seguir sobre todo, aquellos movimientos que tienden a mejorar la sociedad, como fueron en diversos sentidos y aun en sus ambigüedades inevitables, el Renacimiento o la Ilustración, la Revolución francesa o la Revolución rusa, el Freudismo o el Marxismo?» (op. cit., vol. I, p. 27). Y se queda tan fresco. Luego recomienda que la Iglesia instituya fiestas «Al Vapor de Agua, o al Motor de Explosión, o a la Penicilina, o a la Declaración de los Derechos del Hombre, o a la Abolición de la Propiedad Privada de los Medios de Producción». Algunos años después, como se sabe, monseñor Iniesta hubo de ser internado en una casa de reposo, donde sin duda perfeccionaría su original calendario litúrgico de la nueva cultura (ibíd., p. 28).

Luego cita varios casos Galileo, como la Ilustración —que por lo visto le encanta— «o el psicoanálisis, el mismo cine o la institución libre de enseñanza en España» (ibíd., I, p. 41). Dentro de poco, pues, podríamos asistir a las fiestas de san Sigmund Freud, san Juan Jacobo Rousseau, san Francisco Giner de los Ríos y santa Marilyn Monroe.

Al proponer su teoría de los Sacramentos en libertad, monseñor Iniesta aboga por el retraso del bautismo hasta los doce o catorce años (ibíd., p. 113). Y reprende a las congregaciones religiosas que, aterradas ante las desviaciones posconciliares, han tratado de reconstruirse (p. 223).

En su no menos interesante segundo tomo, monseñor Iniesta revela que en Vallecas ha logrado organizar unas cuarenta comunidades de base (ibíd., vol. II, p. 8). Declara compatibles en la práctica al cristianismo y al marxismo, lo que le enfrenta abiertamente con la doctrina de Roma; porque extiende a la teoría la posible conjunción del marxismo y la fe, por lo que, una de dos, o no conoce la fe, lo cual es imposible en un obispo, o sólo ha saludado muy superficialmente al marxismo (ibíd., vol. II, p. 147). Y a poco, cuando aún no había llegado a la casa de reposo, profiere ya el gran disparate:

«Hoy nos atrevemos a decir que Ciro fue el Ungido de Yahvé aunque supongo que además de no ser creyente tendría sus pecados… Comprendo que hoy es mucho más arriesgado llamar a Marx el Ungido de Yahvé, pero pensándolo despacio, ¿no ha promovido un movimiento mundial de justicia entre los hombres aun envuelto en tropiezos y errores? Aun en lo que toca a lo más opuesto con nuestra fe que es su ateísmo, ¿no contribuyó con sus críticas a que revisáramos lo que nuestra vida no tenía de cristiano…?» (ibíd., vol. II, p. 149). Ya tenemos otra fiesta doble de primera clase para el nuevo santoral de don Alberto: san Carlos Marx.

La trayectoria del «sebastianismo»

Durante la etapa que concluye en la primavera de 1987, la Conferencia Episcopal española, nominalmente dirigida por el arzobispo de Oviedo don Gabino Díaz Merchán, estaba de hecho coordinada y orientada por el obispo-secretario, profesor Fernando Sebastián Aguilar, quien asumía de facto el papel de portavoz episcopal ante la opinión pública y dirigía la acción informativa de la Iglesia por encima del presidente de la comisión de medios de comunicación social, monseñor Antonio Montero, que además estaba de acuerdo pleno con el secretario. Me consta que monseñor Sebastián Aguilar imagina que las opiniones vertidas por mí sobre su figura desde comienzos del año 1985, cuando contribuyó decisivamente a la eliminación de mi columna en el diario Ya, se deben a mi insondable resentimiento y espíritu de revancha. Si es así, se equivoca de medio a medio. Las personas nos conocemos mediante nuestras relaciones y contactos, pero si dejamos aparte los aspectos deportivos yo no he incluido, al menos conscientemente, mis posibles resentimientos personales en las líneas de mis libros de Historia, y casos hay mucho más graves que lo demuestran. Eso sí, cuando algún error de algún personaje se comete contra mí, o cuando soy yo mismo quien lo comete, no por eso deja de ser un error. Aquí llamamos muchas veces resentimiento —con ánimo descalificador— a la experiencia personal negativa, que puede ser un dato más, aunque deba ser tratado con especial delicadeza.

Supuesto tan solemne exordio, debo decir que por su posición relevante en un momento crítico de la Iglesia española contemporánea, el obispo Sebastián Aguilar, a quien a veces me he referido como epónimo de esa etapa, llamada por ello sebastianismo en varios de mis trabajos, merecerá por mi parte, en uno de esos trabajos ya proyectados, un estudio más profundo. La actuación política de don Fernando Sebastián Aguilar —o político-pastoral, si se prefiere—, la discreta exhibición de sus antecedentes progresistas e incluso, según él mismo ha insinuado, antifranquistas, su difícil intento de síntesis orientadora ante la irresistible avalancha socialista son datos que habrán de ensamblarse con otros bastante más positivos, como su habitual seguridad y sintonía con Roma en cuestiones doctrinales; y otros todavía más negativos, como su catastrófica orientación de los medios comunicativos de la Iglesia. Digamos entretanto que la valoración de esa síntesis acusará seguramente una peligrosa ambigüedad en el personaje, a quien se debe el impulso principal de los documentos utilizados por los obispos de España (y sobre todo por don Fernando) como justificación de su cumplimiento del deber pastoral en estos años difíciles, aunque por parte de los observadores más sinceros y profundos se interpreten más bien como lejana coartada, situada bastante al margen de los problemas y las preocupaciones reales de los católicos. Después de su fracaso ante las puertas del Sínodo de los obispos en 1985, que no se abrieron finalmente para él, monseñor Sebastián Aguilar ha utilizado los medios de comunicación de la Iglesia para destacar su proximidad al Papa, por ejemplo en Ya, 12 de mayo de 1986, p. 42, donde se anunciaba en titulares: «Díaz Merchán y Fernando Sebastián repasaron con el Papa la situación de la Iglesia española».

En sus intervenciones públicas de signo teológico, monseñor Sebastián suele mostrarse ejemplarmente seguro y certero. Por ejemplo, en su confrontación con la revista progresista de la Iglesia española Vida Nueva, dirigida por el jesuita Lamet, que había insertado en su número 1549 (4-X-1986) una agresiva carta del teólogo disidente Hans Küng a propósito del Congreso liberacionista que, como veremos, tuvo lugar poco antes con una descarada participación del personaje. El cual denostaba a la Conferencia Episcopal española por su reacción ante el conciliábulo, «porque las conferencias episcopales están bajo presión del Vaticano y llegan a publicar ciertas cosas que preferirían no decir». Afirma Küng que se quedó estupefacto al comprobar que ni un solo obispo asistía al encuentro, y aduce como argumento supremo la carta de una monja en que se llama «no ya tridentinos sino antediluvianos» a los obispos españoles por esa ausencia.

El doctor Sebastián Aguilar respondía en la misma revista casi a vuelta de correo (49, 2117) acusándola de «nadar y guardar la ropa» por no haber aclarado las cosas después del exabrupto de Küng. Luego rebate serenamente los «argumentos» del teólogo, que se caían por su propio peso. Vida Nueva dedicó a este propósito una nota displicente a las observaciones del obispo. Y poco después, en el número 1551 (18-X-1986, p. 2033) daba cuenta, acríticamente, de unas jornadas de los comités liberacionistas «Óscar Romero» sobre la Iglesia Popular en España; un plan en cuya elaboración habían participado los jesuitas Xavier Alegre y Juan García Nieto. Y al número siguiente, 1552 (25-X-1986, p. 2083), Vida Nueva publicaba, sin la menor apostilla también, un artículo de Joaquim Gomis con un título extático: Devoción por Nicaragua.

Según un asombrado testigo presencial, don Fernando Sebastián Aguilar estropeaba por entonces, durante una actuación pública en Caspe (hacia el 10 o 12 de octubre de 1986) tan excelentes reflejos defensivos. «En esta legislatura socialista —anotaba mi corresponsal— se han hecho muchas cosas. Nos quedan algunos temas pendientes: enseñanza, aborto, divorcio… Y es que el obispo-secretario cuando actúa bajo el síndrome del sebastianismo provoca el asombro de sus admiradores situados más a la derecha. Por ejemplo, ya próximas las elecciones para la presidencia de los obispos, eligió el 27 de marzo de 1987 las secularistas páginas del diario gubernamental y oficioso para publicar un importante artículo titulado Los miedos de la Iglesia (p. 11). En él, a vueltas de una polémica con el ex sacerdote y corresponsal del diario en Roma Juan Arias, un obseso antiwojtyliano, se pregunta monseñor Sebastián algo que tal vez algunos quisiéramos preguntarle a él: «¿De qué serviría ganarnos la simpatía general traicionándonos a nosotros mismos?» Alguna vez esta proclividad sebastianista a colaborar en el diario oficioso de la izquierda cultural ha provocado airadas y merecidas relaciones en la Prensa de centro-derecha; donde se interpretan esos alardes como una clara violación de neutralidad.

La degradación del diario episcopal

Una de las críticas más acerbas y justificadas contra la gestión coordinadora de monseñor Sebastián Aguilar se refiere, a veces con acentos de auténtico escándalo, a la confusa trayectoria del diario Ya, propiedad de los obispos españoles hasta el otoño de 1986, aunque los datos y circunstancias de su posterior transferencia a una empresa formada por seglares católicos próximos a la CEOE disten de estar claras cuando se escriben estas líneas. Cuando en mi libro (de 1986) Jesuitas, Iglesia y marxismo, y en el análisis histórico-político aparecido en la primavera de 1987, La derecha sin remedio critiqué duramente, con datos y ejemplos, la degradación del diario católico, desde medios próximos a Ya, o a sus nuevos aliados de la izquierda cultural, se calificaron mis acusaciones de «desahogos», «resentimientos» y demás lindezas, sin indicar nunca que en mi contencioso personal con la «Editorial Católica», con el que nada tenían que ver mis afirmaciones, la justicia me había dado encima toda la razón, y en un plazo excepcionalmente corto.

No corresponde a este libro un análisis en profundidad sobre la trayectoria aberrante del diario entre 1985 y 1987, donde en diecinueve meses ha gozado de cuatro directores efímeros, y lo digo con prisa, no sea que, como parece cada vez más probable a la luz de la trágica situación actual del periódico, haya que aumentar todavía durante las pruebas de este libro el divisor más alto de permanencia en la historia de la Prensa española contemporánea (en efecto, ante la nueva caída en picado del diario en 1987 y el fracaso total de su «remodelación» el director Pi ya tiene anunciado, me dicen, su cese). Pero este libro ha vuelto a llegar a uno de sus momentos de dura tensión y que conviene relajar con una ingenua antología del despropósito que no podremos continuar, por desgracia, en obras venideras; porque ante la insulsez plúmbea de la etapa Pi, donde el Ya-colorín se ha ganado el sobrenombre de Diario-17 (y ya quisiera) hace ya muchas semanas que, como una parte sustancial de sus antiguos lectores, he dejado de comprarlo.

La etapa en que dirigió al periódico don Guillermo Medina —que tras unos meses de montes parturientos empezó de hecho en el mes de febrero de 1985—, vino marcada por dos preocupaciones: la imitación servil del diario oficioso por parte del señor Medina y la consigna sebastianista de convertir al Ya en un periódico pluralista, proclive al socialismo prepotente y a las soluciones de centro cristiano que tan brillante y prometedoramente articulaba por entonces el estratega del PDP don Óscar Alzaga. El artículo de monseñor Sebastián ¿Hacia un nacional-anticatolicismo?, publicado en primera página del 21 de abril de 1985 marcaba las consignas de la prudencia pastoral: «Hemos de saber que los asuntos civiles requieren soluciones civiles», era su tesis básica. Con lo que echaba sobre las ovejas más decididas la tarea de defender el rebaño mientras los pastores vegetaban en la cabaña. El resultado del ideal del señor Medina y de la consigna de monseñor Sebastián lo estamos palpando en este resumen sobre la historia reciente de la Iglesia española; pero quienes lo palparon antes fueron el señor Medina, monseñor Sebastián y el diario Ya, que se hundieron a los pocos meses, de forma perfectamente consecuente con su equivocación enorme.

Pero no rebasemos la antología del humor católico que estamos intentando. El 19 de junio de 1985 Ya publicaba un editorial en que ante la repugnante película blasfema de Godard Je vous salue Marie se citaban las repulsas del Papa, pero «con el mismo énfasis tendremos que lamentar también los excesos que presumiblemente se produzcan en la reprobación de la película»; el Ya perdió ese día centenares de lectores, naturalmente, por su melosidad cobarde ante el ultraje.

Cayó el señor Medina y le sustituyó, con alarde publicitario, don Fernando Onega, candidato del gerente de la Conferencia Episcopal, don Bernardo Herráez, ufano por los resultados económicos de la red eclesiástica de emisoras COPE, quien no advirtió que la radio no cuesta nada al oyente y que Luis del Olmo y Encarna Sánchez, esos genios de la comunicación popular, están en las ondas y no en los papeles; pero que el lector tiene que pagar por leer despropósitos, hasta que se cansa de hacerlo. El progresismo del Ya bajo el señor Onega se acentuó hasta borrarse las diferencias con los otros diarios de la cadena; el Ideal de Granada, con ramalazos socialistas y comunistas; el Hoy de Badajoz, que a veces parece órgano del Cristianos por el Socialismo y seguramente lo es; y La Verdad de Murcia, muy influyente antaño incluso fuera de su ámbito informativo y hoy recluido en su campanario y su absoluta falta de originalidad y creatividad. Se refería insultantemente el Ya como tongo (17-XII-1985) a una noble polémica entre Sergio Vilar, escritor de izquierdas, y yo a propósito de un libro que acabamos de publicar conjuntamente; los dos protestamos y, naturalmente, Ya fichó como columnista al señor Vilar, que acababa de referirse justamente en Barcelona a las aberraciones informativas de la Iglesia. El viernes 20 de diciembre varias personas participaron en un debate de La clave, en TVE sobre los veinte años de Concilio; entre ellos el periodista Carlos Luis Álvarez, perfectamente ignorante en la materia, el confidente de Ratzinger, Vittorio Messori, una hermana de los Boff y el estratega jesuita del liberacionismo centroamericano Ignacio Ellacuría. Los disparates de La clave provocaron una carta abierta de monseñor Sebastián a Ellacuría el 22 de diciembre en Ya, muy untuosa y demasiado condescendiente. Mientras esperaba la respuesta del teólogo, Ya destacaba unas declaraciones del proetarra Ziluaga (23 de diciembre) dentro de un número lamentable en que la portada se dedicó, sin la menor crítica, al etarra Mikel Zabalza, muerto en refriega con la Guardia Civil; y el director, Onega, defendía abiertamente a Felipe González en el artículo firmado Claves de un viraje. El Ya liberado de sus tradicionales represiones, publicaba el 26 de diciembre el anuncio de las ejemplares películas Ansias de placer, Mujer de noche, Taxi al W.C., Tardes pornográficas de una burguesa caliente, Cuerpo a cuerpo pornográfico, Agencia porno-investigadora y Mi sexo es pornografía pura; recordemos que los obispos de España eran los propietarios del periódico. Menos mal que el mismo día, en la página 7, daba el Ya una refrescante noticia sobre los anuncios de Isabel Preysler, aunque lo estropeaba en las páginas de hueco con una información sobre la presencia masiva de homosexuales en las aceras de la calle Chueca «aunque ofrece otras alternativas». Preparado así el ambiente, el jesuita Ellacuría publicaba el 29 de diciembre una respuesta desabrida e incluso grosera al obispo Sebastián, a quien no le valieron sus amabilidades y sus exageraciones sobre el fecundo apostolado del liberacionista, quien cantaba las glorías de la teología de la liberación y dejaba k.o. al amable secretario de la Conferencia Episcopal; de quien ya no se publicó respuesta alguna.

Acabó 1985 el señor Onega (30-XII) con una primera página descaradamente prosoviética: duras críticas de Moscú a un experimento nuclear norteamericano y una proclama de propaganda firmada por Giorgi Arbatov, director del Instituto de Estados Unidos en la Academia de Ciencias de la URSS: otros centenares de lectores perdidos. A fines de enero de 1986 el diario de los obispos se convirtió en plataforma para honrar, de forma desmedida, no inferior al entierro hípico organizado por el PSOE, al fallecido alcalde de Madrid, don Enrique Tierno Galván; ningún otro periódico español exaltó de forma tan desmesurada al viejo profesor, conocido agnóstico marxista, que sin duda merecía, en su muerte, un gran respeto pero no ese alarde histérico de propaganda católica, que se mantuvo interminablemente ante la estupefacción de los lectores que seguían huyendo a chorros. El editorial del día 22 de enero, Un líder, un pueblo, un entierro, era el eslogan más detonante de la comunicación política española desde el famoso Una Patria, un Estado, un Caudillo y seguramente vino dictado por una mente afín.

Registraba Ya el 26 de enero la subida de popularidad del dramaturgo Antonio Gala por su oposición a la OTAN. Entonaba las glorias (más bien ralas) del nuevo alcalde socialista, Juan Barranco, el 28 de enero, con un comentario adorador de Ángel del Río: El hombre de hierro, cuando realmente parece que se va a caer de un soplo. El 31 de enero le tocaba el incensario episcopal a Gregorio Peces-Barba, «un presidente con estilo». Se renovaban, eso sí, las carteleras pornográficas anunciadas bajo la empresarial responsabilidad de los obispos: el 31 de enero pudieron ustedes comprobar en Ya el éxito de Crucero pornográfico, Paraíso pomo, Los deseos de Ángela y Escuela de grandes putas. El número del 9 de marzo se dedicaba a la propaganda socialista: una portada sonriente de Alfonso Guerra con el pie «Los españoles contentos con nosotros» y un artículo con incienso de Antonio Marzal, Presidente González, por encima de otro firmado por el arzobispo de Valladolid. Mejoraba la cartelera del 19 de febrero, entre obispo y obispo: Aventuras extraconyugales, El hechizo de los húmedos triángulos, Osinda, el placer del sexo y Penetraciones triples de parejas liberadas, ole y ole. El 9 de marzo mejoraba la situación: el anuncio del día era Perversiones anales al despertar, cuando aún no había comenzado, afortunadamente, la fiebre del SIDA. Luego vino el escarceo del arzobispo castrense y el sacerdote-redactor de Ya José María Javierre al que ya nos referimos en el primer libro; hasta que el 30 de marzo describía Ya con fruición la cena del presidente González en casa de los cantantes rojos Víctor Manuel y Ana Belén. Los anuncios del 18 de mayo, en lo que antes se llamaba Mes de María con anacrónica terminología de Cristiandad, eran más educados: Educación anal en Hollywood rezaba —eso— uno de ellos. Hasta que en medio de semejante tensión apostólica estalló por primera vez la noticia el 25 de junio de 1986, en El País: «La Conferencia Episcopal cede la mayoría en EDICA». Esperanzado por la gestión inminente de los abnegados empresarios católicos dejé de coleccionar pornografías de propiedad episcopal, sobre todo cuando pude saber, de conducto cierto, que durante la etapa Onega el Ya había costado a los dialogantes obispos la broma de dos mil millones de pesetas. El error más caro en toda la historia del periodismo español, del que don Fernando Sebastián Aguilar, secretario de la Conferencia Episcopal, es responsable máximo.

Después del verano cayó, naturalmente, el señor Onega, quien prosiguió sus comentarios pontificales desde su tribuna radiofónica. Casi nadie señalaba, sin embargo, que igualmente responsables del tremendo fracaso en el diario católico habían sido el obispo-secretario, don Fernando Sebastián; el obispo presidente de la Comisión de Medios, don Antonio Montero; y el gerente de la Conferencia Episcopal, don Bernardo Herráez. La situación jurídico-empresarial de la «Editorial Católica» desde el verano de 1986 al verano de 1987, cuando se escriben estas líneas, parece sumida en un mar de confusiones. En nuestro libro anterior, La derecha sin remedio, y concretamente en las notas finales para la segunda edición (junio de 1987) hemos aludido crípticamente a una reedición de las danzas de la muerte bajomedievales, tan caras a Ingmar Bergman, cuyos protagonistas son algunos obispos, algunos abnegados empresarios católicos y unos frustrados colaboradores de la derecha informativa francesa; todos en torno a un imponente solar próximo a la plaza de Castilla, donde todavía se asientan las nuevas rotativas del diario católico, cedidas generosamente por la Conferencia Episcopal alemana. Nuestras informaciones sobre esa danza de la muerte están muy avanzadas, pero no lo bastante para extractar aquí la sucesión de los hechos y las sorprendentes conclusiones, que dejamos para nuestro próximo libro de análisis político-histórico, cuyo título provisional es El síndrome de Tula, en recuerdo de esa alta cultura mesoamericana cuyo pueblo fue abandonado por sus propias clases dirigentes en el siglo XII de nuestra Era.

Pero si la danza tripartita de la muerte en torno al gran solar de Mateo Inurria 15 debe quedar, en sus detalles, para esa próxima ocasión (y depende, además, de muy curiosos antecedentes sudamericanos) el presunto cambio en el contenido del diario Ya no tiene que esperar tanto para ser descrito en rasgos generales. Ha desaparecido de sus coloreadas columnas el gran maestro de periodistas Emilio Romero, quien al día siguiente acusó al director, don Ramón Pi, de poseer una inteligencia tan corta como su apellido; sigue plagado el periódico de firmas ilegibles, vinculadas en algunos casos al frente informativo del Opus Dei, decidido por lo que se ve a incurrir en otro de sus clásicos errores excluyentes, aunque de fuente autorizada se me niega toda vinculación del Opus Dei con la nueva catástrofe del Ya; y la ejecutoria del diario católico ha saltado desde las directrices del cardenal Herrera que le infundió su carisma fundacional a un confuso liberalismo genérico, incapaz de generar el menor atractivo para el mantenimiento y no digamos la recuperación de las decenas de miles de lectores que han emigrado cada vez más hacia el ABC. Aun suponiendo que los abnegados empresarios católicos albergan en su intento intenciones que no siempre se refieren al mundo de la información, el Ya de don Ramón Pi camina decididamente hacia un fracaso semejante al de sus tres predecesores. Se trata, desgraciadamente, de un producto degradado y averiado cuya colocación diaria entre el público debe de ser, para la nueva empresa, una reiterada pesadilla. Que no ejerce, además, el más mínimo influjo en la opinión pública en favor de los nacionalismos periféricos, sobre todo el catalanismo; tal parece ser un objetivo esencial de los abnegados empresarios católicos, que desde el control del diario se han volcado en la defensa del señor Pujol en momentos difíciles para él. Se ha pretendido en el campo informativo una operación Roca semejante a la que fracasó con estrépito en el campo político. Pero si el señor Pujol cree contar en Madrid con una palanca informativa importante, desde estas páginas se le debe desengañar a fondo; el Ya de don Ramón Pi influye desde Madrid en la opinión española todavía menos que el del señor Onega y el señor Medina. Cualquier quiosquero de la capital de España se lo puede confirmar castizamente en dos minutos. O la divertida sonrisa de los responsables del boyante ABC cada vez que contemplan los manoteos liberales del Diario-17.

El «sebastianismo» documental y algunas comisiones episcopales

Durante la etapa Merchán-Sebastián la Conferencia Episcopal española ha concentrado su estrategia pastoral en la redacción de grandes documentos. Reiteradamente ha presentado tales documentos como suprema justificación de su presencia en la sociedad. Pero pese a las invocaciones sobre el liderazgo de los obispos, la Conferencia como tal ha vivido, ante la opinión pública, casi completamente alienada de las preocupaciones y los problemas de los católicos. Los importantes documentos apenas han penetrado ni influido en la opinión. La Prensa los ha acogido fría y respetuosamente y algunas asociaciones católicas, como los propagandistas, los han utilizado en sus círculos de estudio, sin demasiada resonancia. Los dirigentes episcopales, acostumbrados al eco político de sus actitudes y declaraciones durante la larga agonía del franquismo, a la que ellos contribuyeron sistemáticamente, tal vez se explican menos la indiferencia con que la opinión acoge ahora sus solemnes tomas de posición.

En nuestro libro anterior, Jesuitas, Iglesia y marxismo, hemos aludido ya suficientemente a la gestación y efectos de los tres principales documentos episcopales colectivos de esta etapa.

El más importante es, sin duda, Testigos de Dios vivo (reflexión sobre la misión e identidad de la Iglesia en nuestra sociedad) aprobado por la Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal a fines de junio de 1985. En su presentación antepuesta al documento, monseñor Sebastián Aguilar afirma que desde 1983 la Conferencia asumió como preocupación primordial el servicio a la fe de nuestro pueblo, con lo que se iniciaba «una época nueva en la vida de nuestra Iglesia, caracterizada por la preocupación dominante en favor de una pastoral evangelizados y misionera». Lo malo es que nadie se enteró eficazmente de tales propósitos, como reconoce el propio obispo-secretario: «Es curioso que los comentarios dedicados a aquel documento de julio de 1983 no parecen haber valorado suficientemente esta importante novedad. Quedan más bien prendidos en los detalles y bloqueados por los temo‘res, sin percibir las intenciones dominantes del texto».

Testigos del Dios vivo es una excelente toma de posición teórica sobre la misión de la Iglesia en España. Pero no toca los problemas reales de la sociedad ni de la Iglesia española. Parece un documento intemporal, alienado, incomunicado; como si necesitara una traducción. Hay una referencia a América, pero de orden celestial, sin entrar en la entraña del problema de América, ni de los problemas España-América. Los redactores están mal informados sobre las nuevas relaciones de la Ciencia y la Cosmología. Dice monseñor Sebastián en la presentación del texto que «no ha querido ser teórico sino pastoral y práctico»; pues no lo ha conseguido ni de lejos. No merece la pena entrar ahora en su discusión. El gran documento pasó sin pena ni gloria, y yace ya en el arcón de los recuerdos.

Los avatares del segundo documento, Constructores de la paz, quedaron ya suficientemente reflejados en nuestro libro anterior. El documento, redactado inicialmente según la inspiración liberacionista del jesuita Alfonso Álvarez Bolado, fue justamente rechazado por la mayoría de los obispos y su redacción final dejaba a la primera, para decirlo con culta expresión de don Alfonso Guerra, irreconocible hasta para la madre que lo parió. El título del documento está plagiado de la carta del cardenal Maurice Roy a Pablo VI en 1973: Construiré la paix (París, «Eds. Du Centurión», 1973) y tampoco caló en la opinión pese a los esfuerzos del portavoz de la Conferencia en el diario de los obispos (5 de marzo de 1986, p. 4). Por su carácter polémico tuvieron mucho más eco las declaraciones pacifistas del presidente de la Conferencia, don Gabino Díaz Merchán, a fines de marzo de 1984, criticadas por el Gobierno socialista y la oposición conservadora sin que la gente se preocupase del contenido; lo que gusta ahora en temas de Iglesia es la polémica política, y de ello tiene buena parte de culpa la Iglesia, entregada a la obsesión política desde que se decidió, entrado ya el posconcilio, a anticipar políticamente la transición en España.

Tampoco ha corrido mejor suerte el tercer documento, sobre la participación de los católicos en la vida pública, aprobado por fin tras muchas complicaciones internas en 1986. La opinión pública española ha generado una verdadera alergia ante las intervenciones, los consejos y las actitudes de la Iglesia en relación con la política; ésta es una de las razones del rechazo permanente e inalterable contra los diversos intentos de articular una Democracia Cristiana No Confesional, es decir, una completa contradicción, en la España democrática. Cuando la Iglesia pierde, además, una batalla política, apenas vuelve ya doctrinalmente sobre ella. Quedó en la cuneta de la transición la ley del divorcio, sin que la Iglesia recalque el tremendo fracaso de esa ley, que abrió espectacularmente tantos Juzgados especiales prácticamente vacíos; perdida la batalla del aborto, son cada vez más intermitentes y lejanos los ecos que defienden, desde la Jerarquía, esos miles de vidas ahogadas antes de nacer. Los grandes documentos del sebastianismo son jalones fechados de un gran fracaso. Y es que tal vez resulte muy difícil de comunicar una fe y una misión que cree cada vez menos en sí misma; que ha aceptado implícitamente la nueva dogmática de la secularización; que trata de expresarse en términos culturales que desde su propio contexto la rechazan.

La Conferencia Episcopal española ha publicado, sin embargo, un texto doctrinal destinado a ejercer profunda influencia en los próximos tiempos: el tercer catecismo de la comunidad cristiana Ésta es nuestra fe, ésta es la fe de la Iglesia, editado por «EDICE» en 1986. Con una presentación excelente, y de alto valor pedagógico, este compendio doctrinal que discurre a varios niveles resume muy certeramente la doctrina de la fe y la presenta con claridad y concisión, mediante una síntesis difícil y lograda de vino añejo en odres nuevos. Es un catecismo para la unidad, sin concesión a las modas teológicas ni menos a las aberraciones presuntamente fundadas en una indigestión de ciencias sociales sin depurar ni asimilar. Tal vez sería deseable otro texto complementario todavía más elemental, que nos evite la nostalgia de los viejos y venerables catecismos clásicos. Desde luego que serán ahora los padres y educadores quienes tengan la principal responsabilidad de difundir este gran catecismo, pero los obispos han cumplido con creces su misión de pensarlo, redactarlo y proponerlo. Falta hacía; porque la descristianización de la infancia española en los propios colegios cristianos es cada día más alarmante; no vendría mal que, devueltos a la realidad, los obispos tratasen seriamente y autocríticamente este problema tremendo. El Catecismo se ha presentado como «libro de familia» para los católicos de España, y reúne todas las condiciones para serlo.

La Comisión Episcopal de Enseñanza y Catequesis, dirigida hasta 1987 por el arzobispo de Zaragoza, monseñor Elías Yanes, ha cumplido durante esa etapa una difícil misión sembrada de obstáculos y ha conseguido salvar lo esencial para la enseñanza católica en medio de circunstancias muy difíciles. Prueba de sus trabajos son los dos volúmenes Documentos colectivos del Episcopado español sobre formación religiosa y educación de los cuales el segundo se dedica a la etapa 1981-1985, y comprende ya la primera legislatura del régimen socialista. Se trata de una obra muy importante, e imprescindible para comprender la complicada transición de la enseñanza católica entre dos poderosas fuerzas encontradas: el Ministerio socialista-marxista de Educación, regido por un equipo secularizador cuyo jefe, don José María Maravall, pertenece a la renovada Institución Libre de Enseñanza y cuenta con un grupo de cristianos y ex religiosos por el socialismo mucho más peligroso que los anticlericales groseros de la Segunda República; y la Confederación de Centros de Enseñanza, tenaz grupo de presión de signo patronal que defiende —legítima y eficazmente— los intereses de los centros privados, en conexión con los centros específicamente religiosos. En estas circunstancias la Comisión Episcopal de Enseñanza ha desempeñado su misión imposible con serias dificultades, mejor comprendidas, y ello es peligrosísimo, en el campo ministerial que en el campo católico.

La Comisión Episcopal para el patrimonio cultural publicó en mayo de 1984 el segundo número de su revista documental Patrimonio cultural. Ante la ley socialista del Patrimonio, el 19 de setiembre de 1985 emitía TVE en su programa Teleobjetivo un estúpido ataque contra la Iglesia con el título: Patrimonio eclesiástico: historia de un desamor al que respondió muy adecuadamente el portavoz del Episcopado Joaquín L. Ortega el 28 de setiembre en Ya. Las amenazas contenidas en la ley socialista contra el patrimonio de la Iglesia, dictadas por el designio secularista del PSOE, se han amortiguado mucho en la práctica gracias a la serena resistencia de la Iglesia, que en este aspecto se sabe respaldada por el pueblo a quien debe históricamente su patrimonio; y por los propios gobernantes de las Comunidades Autónomas, en su mayoría socialistas y nacionalistas, que han llegado localmente a acuerdos con la Iglesia sumamente beneficiosos para ambas partes. Éste al menos ha sido un efecto positivo del sistema autonómico que, derivado de la mayor proximidad y comprensión de una y otra parte, no cabe silenciar.

Aunque el régimen socialista favorecía con descaro la continuidad de don Gabino Díaz Merchán al frente de la Conferencia Episcopal, durante el mandato del cardenal Suquía se ha iniciado una curiosísima aproximación Gobierno-Iglesia que todavía no estamos en condiciones de valorar.

Las actuaciones personales de algunos obispos

En este libro resulta imposible seguir las actuaciones individuales de los obispos de España en el período que nos interesa. De algunas ya hemos hablado, positiva o negativamente. Ahora escogemos algunas más, que nos parecen especialmente significativas.

En el lugar destacado que creemos le corresponde dentro de la Iglesia universal de nuestros días hemos hablado ya del magisterio de don Marcelo González Martín, cardenal primado de Toledo, a quien podríamos también dedicar un epígrafe por sus actividades al frente de la Comisión Episcopal de Liturgia. Justo a tiempo para cerrar esta sección nos llegan dos nuevos tomos de sus obras completas. El segundo se titula Santa Madre Iglesia, prologado por el cardenal Jeróme Hamer, O. P., prefecto de la Congregación de Religiosos; el tercero, En el corazón de la Iglesia, lleva prólogo del cardenal Ratzinger, que compara el conjunto de los tomos 2 y 3 con el planteamiento y el desarrollo de una sinfonía. «En este volumen —dice el cardenal Ratzinger— están reunidas como en un embalse las grandes fuentes de la espiritualidad católica que tiene ante sí, también en España, el reto inaplazable de una nueva evangelización». No cabe mayor elogio, ni mejor resumen, para presentar la continuación de una obra doctrinal y pastoral admirable, auténtico faro de esperanza entre las nieblas y las ambigüedades de la Iglesia española. Sobre todo cuando a la teoría se agrega la praxis, para decirlo con la cursilería al uso. Acaba también de publicarse El Seminario de Toledo, 1972-1986, cuyo contenido se resume en este dato: los seminaristas de 1971-72 eran 21; que en 1985-86 habían subido a 194. El primer dato corresponde al último curso en que ocupó la silla primada el cardenal don Vicente Enrique y Tarancón. «El seminario como institución debe desaparecer», decían los alumnos desmoralizados de 1972. Hoy, por el impulso constante del cardenal González Martín y su equipo de colaboradores, el Seminario de Toledo, que ha elevado su nivel académico a categoría universitaria, es un ejemplo para toda la Iglesia, y muy especialmente para la desorientada Iglesia de España.

El arzobispo de Sevilla, fray Carlos Amigó, ha conseguido un gran éxito de comunicación con su libro Quiero conocer mejor a Dios (Barcelona, «Planeta», 1987) gracias a su estilo claro, directo y atractivo, que ha situado al libro en las listas de best-sellers, lo que si no recuerdo mal no lograba otra personalidad eclesiástica —aparte del fundador del Opus Dei, monseñor Escrivá de Balaguer, con su libro póstumo Surco— desde que el profesor Cándido Pozo competía en esas listas gracias a su estupendo comentario al Credo del Pueblo de Dios de Pablo VI. Algún escritor religioso se ha lamentado recientemente de la barrera que suele existir entre los libros religiosos y los normales. Esta barrera se agrava algunas veces por culpa de ciertas librerías religiosas progresistas, como las «Paulinas» de España, que excluyen arbitrariamente los libros, incluso religiosos, que no gustan a su dirección proliberacionista. Pero cuando un libro religioso, como los citados, es a la vez un libro normal, las barreras se desvanecen y los libros llegan al gran público.

El arzobispo de Santiago de Compostela, monseñor Antonio Rouco Várela, ha comunicado estudios y exhortaciones pastorales del más alto interés. En 1974 publicó en Salmanticensis, XXI, 2-3, pp. 217 y ss. un estudio sobre Antecedentes históricos de las relaciones actuales entre la Iglesia y la comunidad política de España, que resulta muy orientador. Junto con sus obispos sufragáneos dirigió en 1984 una Carta pastoral sobre el paro y los cristianos de Galicia, donde el número de parados sobrepasaba ya los 150 000. Es un documento claro, conciso, que incluye el diagnóstico y la terapéutica cristiana de este gravísimo mal social de nuestro tiempo.

El obispo de Córdoba, monseñor José Antonio Infantes Florido, es un distinguido especialista en la cultura de la Ilustración, y ha acertado también a infundir en sus exhortaciones un alto sentido de la comunicación, junto con una notable valentía, claridad y oportunidad social que suele rebasar, cuando se publican, las fronteras de su diócesis. Su comentario Predicar a una sociedad en vilo, en que recaba su derecho de español para decir la verdad al mundo social y político cuando ya el cambio socialista de 1982 había degenerado en desencanto general, causó profunda impresión en los medios políticos. En octubre de 1985 el obispo de Córdoba analizó el peso real de la religiosidad en la vida pública española, y fue una de las pocas voces que se atrevió a denunciar algo que todo el mundo sabe: la escandalosa incompatibilidad entre lo ético y lo político. Por fin, en 1986 conmemoró el XX aniversario del Concilio con otra carta, En busca de tiempos mejores, una de cuyas tesis es que «la esperanza de una España democrática contrasta con la preocupación de un deterioro generalizado de valores indispensables para la convivencia, para el desarrollo y para la paz social».

No podemos tampoco dejar de reseñar las cartas y artículos, muy frecuentes y apreciados, del arzobispo de Valladolid, monseñor José Delicado Baeza. Sólo en el número de abril de 1987 del Boletín Oficial de su diócesis figuran cartas sobre la aceptación de la realidad, la posibilidad del futuro, la pastoral obrera, la praxis cristiana de la liberación, el paro como problema número uno y la oración.

La disputada elección del cardenal Suquía

Al acercarse el final del año 1986 se alborotaba cada vez más el clima interior y exterior en la Iglesia de España. Se acercaba la Asamblea Plenaria de febrero de 1987, donde debía ser elegido un nuevo presidente de la Conferencia Episcopal, con la posibilidad de que el ejerciente, monseñor Díaz Merchán, fuera reelegido para un tercer término, pero por la mayoría cualificada de dos tercios. Lo más indignante es que los obispos y sus portavoces aparentaban que no había confrontación, que no había campaña, que no había política en el asunto; y sobreabundaban las tres cosas. Con general elegancia y guante blanco, salvo groseras excepciones, se planteó y desarrolló una campaña y una polémica electoral de intensidad desusada. Había que elegir entre el enquistamiento del sebastianismo (la famosa prudencia pastoral representada por el arzobispo de Oviedo) y la renovación profunda de la Iglesia que todo el mundo veía encarnada, dentro de la línea de Juan Pablo II, por el arzobispo de Madrid, don Ángel Suquía, creado cardenal no mucho antes por el Papa por si alguien quería saber a qué atenerse.

Primeros escarceos: «el canon 212»

Desde la vuelta del verano de 1986 cualquier movimiento episcopal, cualquier noticia de Roma se interpretaba ya en términos de precampaña. Impertérrito, el valiente obispo de Orihuela-Alicante, monseñor Pablo Barrachina (que por cierto sintoniza profundamente con su pueblo cristiano, como he tenido ocasión de comprobar personalmente más de una vez) largaba a fines de setiembre una certera andanada al Ministerio Maravall: «La línea constante y tenaz que se sigue en el Ministerio de Educación es todo un programa cuya filosofía subyacente es la marxista» (Ya, 27-IX-1986, p. 33). El columnista Abel Hernández, cuya información sobre la Iglesia de España es generalmente profunda y atinada, sugería por entonces que Roma trataba de transformar el talante de la Conferencia Episcopal española, mediante la cancelación del taranconismo y la propuesta del cardenal de Madrid como nuevo orientador; pero Abel Hernández veía imposible en ese momento la elección de monseñor Suquía, al hacerse eco de la protesta del sebastianismo por sus artículos (cfr. Diario 16, 4-X-1986, p. 9). Poco después en una doble página de ABC el sacerdote y escritor progresista José Luis Martín Descalzo, junto con su inteligente colaborador Santiago Martín, iniciaba de hecho la campaña electoral con un análisis sobre veinte años de historia de la Conferencia Episcopal, y una presentación objetiva de la situación.

En vista de ello publiqué en ABC, el 4-1-1987, un artículo preelectoral, el canon 212, en que respetuosa, pero abiertamente, expuse los argumentos en favor de una clara renovación en la presidencia, y en contra del enquistamiento del sebastianismo, al que ya me había referido muy críticamente con un trabajo en la revista Época. Creo que mi artículo expresa muy claramente la situación y por eso lo reproduzco aquí íntegramente:

Se van a producir, dentro ya de unas semanas, unas importantísimas elecciones en España que nos afectan a todos, pero cuya preparación —que existe y se intensifica día tras día— parece que transcurre en otra galaxia: la de los complicados y, sin embargo, rectilíneos pasillos de la Conferencia Episcopal española, lugar abierto a todos y, sin embargo, tan hermético que ni siquiera el nombre de su calle figura en el Diccionario de la Academia. Los setenta y tres grandes electores (tres cardenales, once arzobispos, cincuenta y nueve obispos residenciales y auxiliares) han de elegir, en febrero próximo, al presidente de la Conferencia Episcopal, en una asamblea plenaria a la que también podrán asistir, con voto consultivo, los dieciocho obispos dimisionarios, dos de ellos cardenales. Estas elecciones motivarán seguramente cambios importantes en la Comisión Permanente, en el Comité Ejecutivo y en las Comisiones Episcopales, después del resonante fracaso de un proyecto de reforma de todo el organigrama de la Conferencia, que se ha producido recientemente y del que no se ha filtrado una sola línea a la Prensa. Es curioso que mientras nuestros obispos alientan a los cristianos para que participen en la vida pública, suelen retraer toda la información sobre la vida pública de la Iglesia, cuyas incidencias debemos adivinar a veces por procedimientos próximos a la nigromancia. Aunque todo se disimula con divinas palabras, lo cierto es que los sondeos, presiones y conjeturas de nuestras ruidosas elecciones políticas son un juego impreciso frente a las técnicas semejantes que se utilizan, sólo entre bastidores, para este proceso electoral de la Iglesia española, en el que todos los católicos nos jugamos muchísimo. No muy lejos de estas páginas, por ejemplo, ha aparecido hace poco un formidable toque de rebato electoral, con el endoso clarísimo a uno de los candidatos a la presidencia episcopal, la sutil descalificación de otro y la propuesta subliminal de un tercero en discordia (que según mis noticias tiene más bien poco que hacer) para remachar el objetivo principal.

La verdad es que, enfrascado en varios libros de profundización histórica (dos de ellos sobre la vida contemporánea de la Iglesia en España y en América), me preocupo ahora menos del comentario sobre la actualidad, a la que espero precisamente en la Historia; pero acabo de tropezarme con el canon 212 del nuevo Código Legislativo de la Iglesia y no puedo resistir la tentación de obedecerle.

«Los fieles —dice su párrafo tres— tienen el derecho, a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de manifestarla a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y las costumbres, la reverencia hacia los pastores, y habida cuenta de la utilidad común y de la dignidad de las personas». Este canon, que confirma plenamente lo que ya había enseñado Pío XII sobre la necesidad de que se suscite una opinión pública en el seno de la Iglesia, justifica el que, ante ciertos silencios de quienes habrían de hablar y callan, digamos desde el último banco nuestra pequeña verdad sobre problemas tan esenciales y tergiversados como el de la teología de la liberación, y expresemos ahora nuestra preocupación sobre las próximas elecciones a la presidencia de los obispos.

El actual presidente, don Gabino Díaz Merchán, arzobispo de Oviedo, ha ejercido ya su cargo durante dos trienios, desde febrero de 1981. Necesita, pues, ahora para una reelección que, según acaba de declarar noblemente (y creo que sinceramente, pese a que en campaña electoral vale casi todo) no busca, las dos terceras partes de los votos. No faltan en la Conferencia Episcopal voces (silenciosas) que pretendan aplicar otra vez en este caso el principio de inercia, y opten por una nueva reelección. No faltan, entre los portavoces de la oscura campaña exterior, quienes nos adviertan, con actitud próxima al chantaje piadoso, que cualquier propuesta en favor de otro candidato (sobre todo si se apunta que Roma le favorece) puede en realidad perjudicarle, como si esto fuera una Iglesia cismática o galicana y no la católica, apostólica y romana que nos enseñaron nuestros padres en la fe.

No voy a asumir ahora irreverentemente el tema de la revolución mexicana: Sufragio efectivo, no reelección, porque el famoso PRI tiene muchos mejores imitadores en el Estado actual que en la Iglesia de España. Pero si queremos atender a algunos «signos de los tiempos» como suelen decir los falsos progresistas para llevarse el agua a su molino, somos muchos los católicos españoles que veríamos con gusto un cambio profundo en la dirección de la Conferencia Episcopal ante el evidente cambio en los signos de los tiempos, y tras agradecer el histórico servicio de reconciliación y de orientación que se nos ha dado desde la actual presidencia en el sexenio que ahora termina:

1. Este período ha sido la continuación de la etapa 1972-1981, regida por el cardenal Tarancón, que ya es historia, reduplicativamente hablando; es decir, que ya no es actual. ¿Significa algo o no significa nada la inmediata aceptación por Roma de la dimisión del cardenal, un hecho inesperado en el círculo del cardenal, y el intencionado retraso de años en la elevación al cardenalato del anterior nuncio, monseñor Dadaglio, delegado para una determinada política eclesiástica en la España de la transición?

2. En este período se han comunicado a los fieles documentos de excepcional valía (alguno de ellos después de tormentosa historia interna en la Conferencia) que, sin embargo, según sus propios panegiristas, apenas han calado en la opinión pública española. El propio presidente de la Conferencia ha definido la situación eclesial de hoy como «letárgica». Cuando no parece que el Papa Juan Pablo II pueda convivir fácilmente con el letargo.

3. Los vientos de la Iglesia universal impulsan hoy a los católicos a una militancia mucho mayor, no a la inhibición y el marasmo, ni menos a la politización alienante en que durante los períodos que ahora terminan han vivido los movimientos apostólicos e incluso los propios medios de comunicación de la Iglesia, sobre alguno de los cuales, directamente dependiente de la Conferencia Episcopal, ha recaído, por parte de la opinión pública, el duro veredicto del abandono.

4. De hecho muchos católicos españoles nos hemos sentido desasistidos e incluso abandonados por nuestros pastores en combates tan vitales como el de la enseñanza, el de la resistencia al marxismo (sobre el que la Conferencia nunca se ha pronunciado) e incluso, pese a declaraciones insuficientes, el del aborto y el de la degradación de los medios públicos de comunicación. Sí, ya sé, hay declaraciones y documentos. Eso: declaraciones y documentos.

5. La ambigüedad e incluso la ilusión con que ciertos sectores de la Iglesia recibieron la llegada de los socialistas al poder, para desembocar después, ante las realidades de la presunta «justicia social», en la decepción y las tardías lamentaciones.

La lista podría engrosar y detallarse. No hace falta. Claro que no pretendo, con estas líneas, representar a nadie, aunque me consta que muchos católicos comparten estas ideas. No diré una palabra sobre otros candidatos ni trazaré el retrato robot que está en la mente de muchos, y cuya silueta en negro queda clara en los cinco puntos anteriores. Pero muchos católicos no quisiéramos que el próximo presidente de la Conferencia Episcopal se designara por el principio de la inercia, sino por la exigencia de cambio, aire fresco y vitalidad pastoral. Que no se aplicara más el Spain is different en la Iglesia de Juan Pablo II. Cuando un reciente congreso de la Iglesia española recomendó la prohibición de nuestros nuevos mártires, y el Papa Juan Pablo II se dispone a elevar a los altares a nuestras tres primeras nuevas mártires que dieron, con su sangre, un testimonio de reconciliación mil veces más profundo que todas las reticencias y las cobardías, y los eufemismos y los letargos.

El diario gubernamental adelanta su juego

El Gobierno socialista seguía con enorme interés las incidencias de la campaña. Su diario oficioso, El País, entró al trapo el 13 de enero con un titular alevoso contra el cardenal Suquía: «Los obispos conservadores aspiran a que Suquía ocupe la presidencia del Episcopado español». Autor, el cristiano-por-el socialismo Francesc Valls, de Barcelona, que trataba de capitalizar contra Suquía el aprecio del Papa y la estima del Opus Dei. El País adelantaba a la vez la candidatura de don Gabino Díaz Merchán como adalid del sector progresista.

En su acreditada tribuna de Diario-16, muy ampliada para la gran ocasión, el columnista afecto a Suárez, Abel Hernández, publicaba el 18 de enero un amplio chequeo al Episcopado, bajo el título Iglesia española, vista a la derecha, donde afirmaba que el sector progresista de los obispos españoles «estaba cansado de luchar con Roma». Creo que la realidad es diferente; ese sector, producto de la política Benelli-Dadaglio-Tarancón para el desmontaje del franquismo, comprobaba que el taranconismo y por tanto el sebastianismo sintonizaban cada vez menos con la línea Juan Pablo II y decidía extremar sordamente la resistencia pero sin un auténtico horizonte; y con expectativas cada vez más negras para ciertas carreras personales. Además no olvidemos que estamos hablando de obispos que son en varios casos, además, políticos; pero primero son obispos y el descubrimiento de la nueva línea romana no dejaba de influir seriamente en su orientación.

En ese momento el obispo-secretario, don Fernando Sebastián Aguilar, coordinador de la campaña pro Díaz Merchán, cometió el primero de sus grandes errores tácticos. Publicó un artículo bastante anodino sobre La Conferencia Episcopal por dentro (1 de febrero de 1987), pero lo hizo en las páginas de El País, con lo que ya estaba marcando subliminalmente su recomendación de voto. Fue desenmascarado fulminantemente por ABC, que le dedicó su artillería gruesa: una cara de la noticia donde se descalificó su «ligereza» y su «inoportunidad» y un editorial tremendo (2 de febrero) en que se describía al artículo como «torpe de redacción, oscuro ideológicamente y ambiguo de posición» y se formulaba, con toda razón, una acusación gravísima: «Cuando algunos se esfuerzan en crear una dialéctica progresismo-reaccionarismo dentro de la Conferencia Episcopal para dividir a la Iglesia y hacerle daño, Fernando Sebastián Aguilar ha bendecido, al publicar ese artículo, a los mismos que tienen ese propósito y que le han tentado la vanidad». Trató de enmendar el yerro —y lo agravó— el jesuita superprogresista José María Martín Patino, orientador religioso del diario gubernamental y superviviente numantino del taranconismo, con un trabajo publicado allí mismo el 3 de febrero sobre El liderazgo de los obispos, en que trataba displicentemente la elección, utilizaba, cómo no, la palabra discurso en plan progre (últimamente se usa hasta en la publicidad de los chalets en Boadilla del Monte) y pedía que los medios de comunicación tuvieran no sólo acceso sino participación en la elaboración de los documentos episcopales, donosa propuesta que permitiría la inspiración de don Alfonso Guerra en una toma episcopal de posición ante el aborto.

Agresiones groseras en Tiempo y TVE

El artículo de Patino revelaba cierto desánimo que la inspiración gubernamental trató de corregir inmediatamente mediante el empleo, también, de su artillería pesada. El País publicaba un editorial del 19 de febrero (debido probablemente a la pluma recién citada, convenientemente estimulada) en el que a propósito de su título, ¿Quién nombra a los obispos?, se rompía, muy discreta y firmemente, una lanza contra el cardenal Suquía y entre elogios al taranconismo, otra a favor de don Gabino Díaz Merchán. Pero no bastaba aún y la revista Tiempo, portavoz habitual, en tono más duro, de la línea socialista, arremetía en su número del 11 de febrero contra el cardenal Suquía en un trabajo que recordaba los peores alardes del anticlericalismo republicano. En él se hablaba de golpe de Estado en la Iglesia, y el título era Los curas contra el cardenal Suquía. Quedaba claro que ni Tiempo, ni don Fernando Sebastián Aguilar conocían el ambiente profundo de la Conferencia Episcopal en aquellos días tensos, por hallarse inmersos burda o sutilmente en la tensión de la campaña. El artículo de don Fernando y la agresión del grupo «Z» hicieron más por el cardenal Suquía que la discretísima presión informativa de la Nunciatura. Por lo demás el artículo de Tiempo carecía de la más elemental información, y no representaba a nada ni a nadie, pese a la alusión a unos imaginarios centenares de sacerdotes. En el Ya del 15 de febrero, José María Javierre defendía noblemente al cardenal de Madrid y apuntaba que muchos obispos «harían pina» en torno al agredido. Así fue.

Llegó la fecha fatídica, 23 de febrero. Dos días antes Televisión Española, en su espacio de propaganda barata, Informe semanal, metió en la trampa a varios obispos —Sebastián, Delicado, Echarren, con airada protesta posterior de éste— y trató de concertar un último asalto contra el cardenal Suquía por medio de dos liberacionistas, Reyes Mate y Miret Magdalena, y una monja energuménica de Badajoz, que decía hablar en nombre de una comunidad de base más roja que un pimiento morrón. Un nuevo alarde de imparcialidad que desmanteló un poco más las ya comprometidas posiciones de don Gabino.

Una votación emocionante y filtrada

Ese lunes 23 de febrero, cuando se iba a celebrar la primera votación de sondeo, el obispo-secretario de la Conferencia, don Fernando Sebastián Aguilar, visiblemente nervioso, cometió su segundo error garrafal de la campaña. Accedió a posar a las ocho de la mañana para los micrófonos de la Radio Nacional Socialista y violó no ya la jornada de reflexión, sino la mismísima jornada electoral, con una declaración flagrantemente partidista a favor de don Gabino, que terminó de hundir a don Gabino. Sin el menor sentido de la neutralidad, ni de la prudencia, ni del ridículo, afirmó que el arzobispo de Oviedo «es quien tiene mayores probabilidades» ya que «los obispos están muy satisfechos por su gestión» (cfr. El País, 24-11-1987, p. 27). Este terrorífico desliz no sólo comprometía a don Gabino sino también a don Fernando. Empezaría a verse muy pronto, esa misma jornada. Don Gabino declaró al entrar en la sala que si le votaban, aceptaría; y pronunció ante sus colegas un discurso inaugural netamente de derechas, con el decidido propósito de arañar votos ingenuos. No cayó ni uno.

Faltaban seis obispos en la votación de sondeo: Guerra, Malla, Cirarda, Palenzuela, Moralejo y Echeverría. Ganó, como estaba previsto, don Gabino, pero no alcanzó la mayoría de dos tercios; quedó segundo, muy destacado, el cardenal de Madrid. Al día siguiente se celebraron las votaciones definitivas. Asistían 74 prelados con derecho a voto. Don Gabino necesitaba dos tercios: es decir, cincuenta. El cardenal necesitaba la mayoría absoluta; es decir treinta y ocho votos, uno más de la mitad de los presentes. Don Gabino logró en las tres primeras votaciones 40, 37 y 39 votos; el frente de sus fraternales adversarios se mostraba irreductible. El cardenal Suquía, que había conseguido 31, 31 y 30 votos, tenía su oportunidad al desaparecer con Gabino de la contienda tras su fracaso en la tercera votación. Alguien filtró inmediatamente las votaciones a algún periodista-sacerdote y amigo. La cuarta votación resultó emocionante. Seis votos seguramente gabinianos —la sombra lejana de Roma, el sentido profundo del deber— saltaron a la cuenta del cardenal, que llegó justo a la mitad: le faltaba un voto. Pero el arzobispo de Valladolid, que en las tres primeras votaciones tuvo dos, saltó a ocho; el arzobispo de Valencia, monseñor Roca, que había tenido un voto, aumentó a dos; el cardenal de Toledo tuvo uno y el arzobispo de Zaragoza, monseñor Yanes, recibió la masa de los progresistas irreductibles, 25 votos desde sus anteriores dos. Ahora en la quinta y decisiva votación el problema se planteaba entre Suquía y Yanes.

En esa quinta votación monseñor Delicado bajó de ocho a dos. Monseñor Roca de dos a uno. Quedó un decepcionado voto en blanco. Monseñor Yanes subió a 31 votos, cerca de la mayoría. Pero el cardenal de Madrid recibió el voto que necesitaba y otro más; y fue elegido presidente por 39 votos, la mitad más dos, y no la mitad más medio como dije en La derecha sin remedio por computar la mayoría sobre los electores y no sobre los votantes de hecho, como dicen los reglamentos.

Estalló la Prensa, y se desataron los nervios contenidos por la emoción de la espera. El diario oficioso arremetió, a careta quitada, contra el cardenal, en un editorial titulado despectivamente Suquía (2511-1987) en el que, con grosería irreprimible, acusó a los obispos de tener el presidente que se merecían. (En cambio el canónigo proliberacionista González Ruiz, tocado sin duda del dedo divino, dedicó en el mismo diario oficioso un artículo al cardenal-presidente, lleno de delicadeza y buen estilo). José Luis Martín Descalzo reconoció el 1 de marzo en un sustancioso recuadro de ABC que «había grupos, había batallas más o menos subterráneas». Aunque había desbarrado en la rueda de Prensa postelectoral, con expresiones que por respeto no voy a reproducir.

El cardenal Suquía, en la jaula de los leones, salió muy airosamente del trance, simplemente con mostrarse como es. Fue naturalmente elegido para la vicepresidencia el arzobispo de Zaragoza, monseñor Yanes, quien con el obispo-secretario se integró en una Comisión Ejecutiva de matiz progresista junto a don Gabino, repescado por sus colegas; el arzobispo de Tarragona, Torrella; el de Valencia, Roca; y el obispo donostiarra Setién. No hubo sorpresas para la presidencia de las Comisiones Episcopales. El boletín parroquial de Carabanchel, El Terol, en su número de 25 de marzo resumía con su acierto habitual las cosas: «Nota de la Redacción. La división de los obispos en progresistas y conservadores es un invento; pero haberlos, haylos». La nueva Comisión Ejecutiva puede complicar al cardenal-presidente el gobierno de la Conferencia, aunque los criterios de gobernabilidad en la Iglesia no se corresponden con los del Estado. Después de sus errores de cálculo en la campaña electoral, la posición del obispo-secretario, de cara a su reelección que debe plantearse en el otoño de 1987, resulta muy desairada, aunque la resistencia numantina de los progresistas hará lo imposible por mantenerle. Ahora Roma tiene la palabra: el sustituto de la Secretaría de Estado, monseñor López Somalo, puede acentuar la línea Juan Pablo II para la elección de nuevos obispos que den la vuelta a la Conferencia de acuerdo con el nuevo presidente, pero el tercero del dicasterio, monseñor Silvestrini, se siente inclinado a mantener la vigencia relativa de la orientación Benelli. El porvenir inmediato de la Iglesia española para la próxima generación seguirá fraguándose en los altos despachos del Vaticano. El nerviosismo del régimen socialista, que saca listas de episcopales en su diario oficioso, crece por semanas.

Los primeros mártires de la Cruzada suben al altar

La guerra civil española de 1936 fue, políticamente, una guerra de las derechas contra las izquierdas; no del fascismo contra el comunismo sino del antifascismo contra el anticomunismo, que resulta mucho más hispánico. Pero fue también, y principalmente, una guerra de religión, donde la Iglesia —jerarquía, clero, religiosos, católicos de filas— hartos de la persecución implacable que sufrían durante la República, proclamaron la Cruzada. El factor religioso concitaba las mayores adhesiones en el bando nacional, y los mayores odios en el republicano-rojo. Hubo, desde luego, víctimas en los dos lados; muertes por represión injusta y absurda en los dos lados. El bando republicano-rojo, sobre todo la izquierda cultural, han exaltado, antes y sobre todo después de la muerte de Franco, el sacrificio y la memoria de sus testigos, es decir, en griego, de sus mártires. Pero se han vuelto cerradamente histéricos cuando la Iglesia ha pretendido recordar y honrar a los suyos.

En su magnífico estudio La persecución religiosa en España, 1936-1939 (Madrid, «BAC», 1961) el hoy obispo de Badajoz, monseñor Antonio Montero (que se niega pertinazmente a reeditar esta obra imprescindible) ha fijado la cifra de víctimas religiosas: trece obispos, 4184 miembros del clero secular, 2365 religiosos, 283 monjas; casi 7000 víctimas. Está probado que muchas de ellas murieron sencillamente por odio a la fe, lo mismo que muchos católicos de filas. En uno de los momentos más tristes y degradados de la Iglesia española contemporánea, la Asamblea conjunta obispos-sacerdotes de 1971, se aprobó, sin mayoría suficiente, pero se aprobó, un virtual repudio a los mártires de la Cruzada «porque no siempre supimos ser verdaderos ministros de reconciliación» —los votantes positivos claro que no— frente al supremo sacrificio de reconciliación de los mártires. Y como un eco torpe de ese repudio, el llamado Congreso de Evangelización de la Iglesia española celebrado en setiembre de 1985, en su sector dedicado al campo político y social (cfr. Ya, 20 de setiembre de 1985, p. 37) votó también por mayoría clara: «Ante el 50 aniversario del inicio de la guerra civil española creemos que no es oportuno llevar adelante el proceso de beatificación de los mártires de la Cruzada».

Afortunadamente Juan Pablo II y los obispos españoles fieles a su línea pensaban exactamente lo contrario. Aunque una de las más turbias historietas del periodismo contemporáneo se utilizó entonces para echar leña al fuego antimartirial. El periodista Carlos Luis Álvarez, Cándido, admitió haber actuado como negro de un escritor religioso (que tenía a su disposición millares de auténticas historias de martirio) para escribir un librejo apócrifo acerca de seis mártires inventados por encargo de la Dirección General de Prensa (Liberación, 12-1-1985, p. 32), lo que no demuestra nada contra los auténticos mártires, sino sobre la catadura personal del negro. Pero el arzobispo de Valencia, monseñor Roca Cabanellas, que es uno de los más distinguidos intelectuales de la Jerarquía española, presidía a fines de enero de 1985 la incoación del primer proceso de beatificación de un mártir de la Cruzada, el sacerdote Ricardo Pía Espí, asesinado en Toledo el 30 de julio de 1936 a los 38 años (El País, 30-1-1985, p. 23). Algunos lectores del diario oficioso desbarraron ante la noticia (10-11-1985, p. 15) con disparates que no merecen ni la cita; pero había que hacer ambiente. Después de una moratoria en los procesos impuesta en la época de Pablo VI, Juan Pablo II, desde 1981, se había inclinado a reabrirlos. Adecuadamente movidos desde España, varios presuntos hispanistas italianos escribieron a los periódicos en son de protesta cuando se supo la noticia de Valencia y fuentes vaticanas reaccionaron negando toda intención política en el asunto (Ya, 7-VI-1985, p. 19).

Ese mismo año, en setiembre, la Santa Sede demostraba su flexibilidad al conceder el placet a un extraño embajador español en el Vaticano: el diplomático y escritor marxista don Gonzalo Puente Ojea, quien en su libro La formación del cristianismo como fenómeno ideológico (Madrid, «Siglo XXI», 1974) calificaba —como vimos— a Cristo como «un simple agitador político crucificado por el delito de sedición contra la autoridad romana de aquella provincia» (p. 124) y tras aplicar el esquema marxista de la lucha de clases a los relatos evangélicos, concluye que «la Iglesia original desaparece para siempre hacia el año 70» (p. 213), por lo que nos asombra qué tiene que hacer en el Vaticano, sede de la cabeza de esa Iglesia inexistente, el señor Puente Ojea; aunque él mismo se encarga de explicárnoslo al decir que la Iglesia de Cristo fue sustituida por «la genial suplantación paulina» (p. 213) que consiste en «la sustitución de la realidad por la fantasía» (p. 235). Don Gonzalo iba pues como embajador al reino de la fantasía; pronto se iba a comprobar de manera sorprendente, y precisamente en relación con nuestros mártires.

El 11 de noviembre de 1936 anunciaba la Prensa que el siguiente mes de marzo tres mártires de la Cruzada serían beatificadas en Roma junto al cardenal de Sevilla Marcelo Spinola, y el fundador de los Sacerdotes Operarios don Manuel Domingo y Sol (Ya, 11-XI-1986, p. 37). La izquierda cultural y el Gobierno socialista reaccionaron con mal disimulada indignación y la Prensa destacaba las malas relaciones de España con la Santa Sede (ABC, 18-XII-1986, p. 48).

Debo confesar que el anuncio de Roma me emocionó muy especialmente. Desde hacía tiempo tengo bajo el cristal de mi mesa de trabajo una breve reliquia de las hermanas carmelitas de Guadalajara Teresa, Pilar y Ángeles, brutalmente asesinadas por unos milicianos enloquecidos al comenzar la guerra civil. Ellas murieron sencillamente por Cristo, sin más implicaciones políticas ni más contextos sociales, y Juan Pablo II se disponía a reconocerlo. El Gobierno se mostraba cada vez más reticente ante el envío de una misión para el solemne acto, pero el señor embajador ante el Vaticano, don Gonzalo Puente Ojea, acabó de enredar las cosas con la súbita revelación de su maduro enamoramiento. Próximo ya a la jubilación, el embajador anunciaba en tan inoportuna circunstancia su divorcio tras 35 años de matrimonio, y su propósito de casarse con la señora viuda de Lasa, de 57 años. Mientras Roma se preparaba para enseñar a España nuevos caminos de santidad.

La opinión española, encanallada después de tanta permisividad, se fijó sobre todo en el lado cómico del asunto, pero en los ambientes romanos la noticia produjo un estupor inconcebible. El diario Ya, por fin, estalló en merecida indignación (22-111-1987, p. 7) y el Gobierno, para no agravar la astracanada, envió una misión de segunda fila a la beatificación, que se celebró el 29 de marzo ante quince mil españoles. El diario oficioso se vengó de la Iglesia con una descarada pregunta en titulares: ¿Dónde están los beatos? Y los obispos españoles presentes en Roma hicieron el gran feo a la Embajada cuando dejaron de asistir a la tradicional recepción, honrada solamente por cuatro o cinco entre los 42 asistentes. Pero esto no son más que lamentables anécdotas. Lo realmente importante es que después de tantas reticencias de una Iglesia española desorientada ante el martirio reciente de sus mejores hijos, Juan Pablo II volvió a marcarle con enorme seguridad y decisión el camino. Ese domingo la fuerza que siento brotar a veces bajo el cristal de mi mesa de trabajo parecía casi una luz.