VII. LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN RESISTE Y AVANZA

En los capítulos precedentes hemos profundizado en los orígenes de la teología de la liberación y demás movimientos liberacionistas. Ahora llega el momento de volver sobre el objeto principal de nuestra investigación informativa: la teología y demás movimientos de liberación en su nueva etapa después de la tenaz y profunda contraofensiva del Vaticano entre 1984 y 1986. Algunos optimistas exaltados piensan que como resultado de esa contraofensiva la teología de la liberación, desenmascarada, ha desaparecido del mapa; algunos, como el marxólogo jesuita Valverde, han llegado a afirmar que incluso el marxismo está en abierta regresión y decadencia. La realidad, desgraciadamente, es muy otra. Ante la contraofensiva de Roma la teología de la liberación ha tratado, primero, de desviarla y esterilizarla; segundo, ha organizado colectivamente su resistencia encerrándose en un bunker digno de las mejores tradiciones totalitarias; y tercero, sigue intentando, con base en ese bunker, proseguir su expansión y su avance, al revolverse sobre los demás continentes del Tercer Mundo e incluso, muy recientemente, sobre la propia Europa.

En este capítulo vamos a estudiar documentalmente este doble movimiento, precedido por un nuevo replanteamiento metodológico; a la luz de las anteriores profundizaciones en los orígenes del liberacionismo, vamos a volver sobre el nacimiento, planteamiento y desarrollo de la teología de la liberación aplicándoles las nuevas categorías que acabamos de establecer.

Revisión de los orígenes del liberacionismo: una confirmación total

En nuestro primer libro distinguíamos tres frentes liberacionistas: el de la praxis, es decir, las comunidades de base que desembocaban en la Iglesia popular; la teología de la liberación, que no era sino la teoría —con esencial implicación marxista— diseñada para alimentar doctrinal e ideológicamente a esos movimientos de base; y los Cristianos por el Socialismo, que eran la militancia marxista —convicta y confesa de acuerdo con sus propios testimonios internos y externos— que sirviera para articular con un conjunto de cuadros los avances de la liberación. Mantenemos exactamente este esquema para las profundizaciones de este segundo libro, en el que prestamos mayor atención al movimiento teórico, la teología de la liberación, en estos capítulos primordiales y centrales; para descender poco a poco a la praxis revolucionaria y la aplicación estratégica en los capítulos posteriores y finales.

Al aplicar las profundizaciones que acabamos de establecer a los orígenes y los textos básicos del liberacionismo vamos a deducir una conclusión general enteramente acorde con lo que dejamos ya suficientemente demostrado en nuestro primer libro; pero merecerá la pena, para que algunos lectores disipen sus últimas dudas, y algunos críticos generalistas (ya que no se atrevieron a dirigir críticas específicas ni menos documentadas al primer libro) actúen ahora con mayor prudencia y sosiego.

El marxismo y el progresismo constituyente de Gustavo Gutiérrez

La obra primordial y clave para toda la teología de la liberación es, sin duda, la del sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez, Teología de la liberación, perspectivas, editada en su forma actual definitiva por «Ediciones Sigúeme», Salamanca, 1972, de la que citamos por la décima edición española de 1984. El marxismo constituyente de este libro —transmitido después a todas las fuentes liberacionistas— quedó perfectamente claro en nuestro primer libro con la transcripción de una larga serie de citas capitales, y además por los argumentos de autoridad eclesiástica superior que denunciaron y condenaron el libro. Ahora vamos a repasarlo con un criterio más estructurado, para comprobar no sólo la veracidad de tales denuncias, sino la presunta originalidad del gran promotor liberacionista.

Un simple análisis más completo de su aparato crítico nos dará ya mucha luz. El cuerpo principal de citas aducido por Gutiérrez (si dejamos aparte sus tendenciosas referencias a la Sagrada Escritura, rechazadas por la Iglesia en su interpretación unilateral, y sobre las que luego volveremos brevemente) es el de un conjunto de 24 autores marxistas, con un total de 114 citas; Carlos Marx, con 19, es el segundo autor más citado por Gutiérrez. El segundo conjunto de citas es el de los teólogos progresistas, con 82 en total, seguido por los liberacionistas, los jesuitas progresistas y los protestantes. Los teólogos católicos tradicionales apenas le merecen unas pocas referencias, casi siempre negativas. El autor más citado por Gutiérrez es el teólogo Yves Congar (27 citas) seguido ex aequo por Carlos Max y el teólogo-límite Schillebeeckx (19 citas); en tercer lugar el jesuita Karl Rahner (17 citas); en cuarto lugar el discípulo de Rahner J. B. Metz (15 citas); en quinto lugar el teólogo protestante Moltmann (14 citas); en sexto el jesuita liberacionista radical Juan Luis Segundo (10 citas); en séptimo el filósofo marxista Bloch y el teólogo protestante Cox (9 citas). Esta enumeración ya parece, desde luego, bastante significativa en cuanto a las fuentes del pensamiento de Gustavo Gutiérrez.

Pero vayamos ya al análisis estructurado de su libro que consta de cuatro partes; la argumentación propiamente teológica no aparece hasta la cuarta parte, donde se entrevera además con abundantes consideraciones sociales y políticas; pero en las tres primeras partes, que forman el cuerpo de la obra, realmente la reflexión teológica propiamente tal, según se viene considerando en la Iglesia durante casi veinte siglos, brilla por su ausencia. Este hecho, fácilmente comprobable, justifica nuestra aseveración de que la teología de la liberación (a partir de las directrices de su fundador) no es realmente una teología sino una antropología; y no una antropología cualquiera, sino una antropología marxista; y tampoco cualquiera, sino más bien rudimentaria y barata. Vamos a comprobarlo una vez más, más a fondo, y con especial atención —en honor al padre José Luis Martín Descalzo, a quien interesan mucho— a los contextos genuinos de las principales tesis.

La primera parte del libro de Gutiérrez se dedica, según el título, a Teología y liberación, pero, como vamos a ver, mucho más a liberación que a teología. Arranca la obra con una cita del teórico y estratega marxista-leninista Antonio Gramsci aplicada a la Teología (op. cit., página 21 n.). Tras una cita al teólogo protestante Karl Barth —equivocada, ya que le cree impulsor del antropocentrismo cuando se trata, en esa cita y en toda su trayectoria, del restaurador del teocentrismo en la teología de la Reforma (p. 28)—, se inserta expresamente Gutiérrez en la «teología nueva» de los años cuarenta, es decir, en la teología progresista europea (p. 29). Se inserta también en la recepción del marxismo como marco para el pensamiento actual. «Son muchos los que piensan por eso, con Sartre, que “el marxismo, como marco formal de todo pensamiento filosófico de hoy, no es superable”. Sea como fuere, de hecho, la teología contemporánea se halla en insoslayable y fecunda confrontación con el marxismo» (p. 32). Confrontación para Gutiérrez no significa aquí enfrentamiento sino apareamiento; reconoce inmediatamente que el pensamiento teológico está fecundado y estimulado por el marxismo. La Teología está ligada a la praxis, interpretada según Gramsci (a quien se vuelve a citar en la página 37); de quien se toma la expresión famosa intelectual orgánico para describir al teólogo. La inserción de Gutiérrez en la teología progresista centroeuropea, y concretamente en la teología política, se demuestra con esta detonante definición de la Teología: «Una hermenéutica política del Evangelio» (página 38).

Pero junto a su vinculación a la teología progresista centroeuropea, Gutiérrez recalca su todavía más profunda vinculación con el marxismo. En efecto, en la misma página vuelve a definir a la Teología «como reflexión crítica de la praxis histórica a la luz de la palabra» y que no se hace solamente para «pensar el mundo» sino para transformarlo, según la famosa tesis marxiana sobre Feuerbach (p. 41). Inmediatamente después Gutiérrez asume la teoría marxista del hombre nuevo y el hombre total (p. 49) y en el importante contexto —una de las claves de su libro— sobre el proceso de liberación, en medio de la crítica al desarrollismo, Gutiérrez proclama la necesidad de una revolución social que rompa con la dependencia en un texto —y, como decimos, un contexto— típicamente marxista:

«Únicamente una quiebra radical del presente estado de cosas, una transformación profunda del sistema de propiedad, el acceso al poder de la clase explotada, una revolución social que rompa con esa dependencia, puede permitir el paso a una sociedad distinta, a una sociedad socialista» (p. 54).

Casi inmediatamente propone a Marx como ejemplo del «análisis científico de la sociedad humana» (p. 57) para proclamar a renglón seguido —y dentro de otro contexto decisivo, sobre el hombre como agente de su propio destino— otra tesis claramente marxista:

«Tarea abierta, esta ciencia —la ciencia de la Historia según Marx— contribuye a que el hombre dé un paso más en la senda del conocimiento crítico, al hacerlo más consciente de los condicionamientos socio-económicos de sus creaciones ideológicas, y por tanto más libre y lúcido frente a ellas. Pero al mismo tiempo le permite —si deja atrás toda interpretación dogmática y mecanicista de la Historia— un mayor dominio y racionalidad de su iniciativa histórica. Iniciativa que debe asegurar el paso del modelo de producción capitalista al modo de producción socialista, es decir, que debe orientarse hacia una sociedad en que, dominada la Naturaleza, creadas las condiciones de una producción socializada de la riqueza, suprimida la apropiación privada de la plusvalía, establecido el socialismo, el hombre pueda comenzar a vivir libre y humanamente» (p. 58). En este texto insinúa Gutiérrez algo gravísimo. Habla, en terminología y concepto marxista, de hacer al hombre «más consciente de los condicionamientos socio-económicos de sus creaciones ideológicas». ¿No advierte Gutiérrez que el principal condicionamiento de esa clase es precisamente la alienación en virtud de la cual el propio Dios y la religión que une el hombre a Dios son calificados por Marx como falsos, lo cual supondría, en su aplicación, un desliz intolerable y absurdo para un teólogo, por muy liberador que sea? No contento con apoyarse en Marx, Gutiérrez admite una aportación del filósofo marxista Marcuse en el mismo contexto (p. 60). Y cierra esta importante sección de su libro con la identificación de la liberación y el conflicto de clases y pueblos, una tesis marxista-leninista esencial (p. 68).

En la segunda parte de su libro, dedicada al planteamiento del problema, el marxismo, como en la parte anterior, no suministra simplemente ejemplos o vías de análisis superficial, sino que se convierte en clave argumental. «La razón humana —dice Gutiérrez apoyándose, como tantas veces, en la teología política centroeuropea— se ha hecho razón política» (p. 76). Pero supera ese planteamiento, que juzga insuficiente, para insertarlo en el marxismo: «El dominio de la política —dice— es necesariamente conflictual» (p. 78). Ya no se trata del «arte de lo posible» sino de la manipulación del conflicto necesario; un ideal político tan alejado de la presunta reconciliación cristiana, a la que Gutiérrez se muestra sistemáticamente ajeno. Cierto que valora, como un simple punto de partida, las posiciones de Jacques Marítaín, pero las interpreta mal al considerarle como promotor de los «modernos partidos de inspiración social-cristiana» (p. 87), es decir, de las democracias cristianas, que Maritain, como sabe bien el lector, expresamente repudia. Muy en la línea de la moda secularizante, acepta Gutiérrez «la irreversibilidad del proceso que se expresa hoy con el término de secularización» (p. 98). Y lo peor es que atribuye esa secularización al «desarrollo de la Ciencia». Poco después acepta la ley de Trotski sobre el «desarrollo desigual y combinado» (p. 101) aplicado al proceso de secularización; y para arreglarlo acepta sin crítica la difusa teoría rahneriana del «existencial sobrenatural» (p. 104) en el contexto de la distinción de planos natural y sobrenatural. Esta segunda parte no sólo resalta por sus apoyaturas en el progresismo y en el marxismo; sino sobre todo por su frivolidad acrítica.

La tercera parte, que es verdaderamente central en el libro de Gutiérrez, se dedica a la opción de la Iglesia iberoamericana. Se abre con otra aceptación acrítica de notoria gravedad: la teoría de la dependencia —montada sobre las tesis de Cardoso y el marxista Gunder Frank— se convierte en «teoría del imperialismo y el colonialismo» (página 122) con los expresos apoyos y terminología de Rosa Luxemburgo, Bujarin y Lenin. Con tales rodrigones la conclusión es lógica: «el desarrollo autónomo latinoamericano es inviable dentro del sistema capitalista internacional» (p. 125). Gutiérrez no explica cómo el desarrollo autónomo de Japón, Corea del Sur, Hong Kong, Taiwán y Singapur, por ejemplo, sí que ha sido posible dentro del sistema capitalista internacional; y mucho menos se plantea las razones de esta diferencia.

Dentro del contexto del proceso de liberación en Iberoamérica, la posición de Gutiérrez no es simplemente marxista en la ideología, sino marxista-leninista en la estrategia. Orientado por una cita estratégica de Hegel, Gutiérrez fija su posición antinorteamericana: «Sólo puede haber un desarrollo auténtico para América Latina en la liberación de la dominación ejercida por los grandes capitalistas y en especial por el país hegemónico: Estados Unidos de Norteamérica. Lo que implica además el enfrentamiento con sus aliados naturales: los grupos dominantes nacionales. Se hace en efecto cada vez más evidente que los pueblos latinoamericanos no saldrán de su situación sino mediante una transformación profunda, una revolución social que cambie radical y cualitativamente las condiciones en que viven actualmente» (p. 127). Es decir, que con el cambio de la hegemonía norteamericana por la hegemonía soviética, como ha sucedido en Cuba y Nicaragua, todos los problemas de América quedan solucionados según Gutiérrez.

Para que no queden dudas, Gutiérrez identifica esa revolución social liberadora con la revolución marxista y comunista. Es uno de los momentos de mayor degradación teológica y mayor descaro político del libro clave para la teología de la liberación. «Entre los grupos y personas —dice— que han levantado la bandera de la liberación latinoamericana, la inspiración socialista es mayoritaria y representa la veta más fecunda y de mayor alcance» (p. 129). Y unas líneas más abajo pone como ejemplo al comunista peruano Mariátegui, ya conocido por los lectores: «No obstante, se va abriendo paso la búsqueda de vías socialistas propias. En esto la figura señera de José Carlos Mariátegui, pese a lo inconcluso de su obra, sigue indicando un derrotero». No se trata sólo de un nombre sino de un expreso mensaje marxista: «Y es que para Mariátegui el materialismo histórico es, ante todo, como para muchos hoy en América Latina, “un modo de interpretación histórica de la sociedad”» (p. 130). Esta proclamación de estrategia marxista se remata con una cita de Fidel Castro y un elogio redondo al pedagogo marxista Paulo Freiré (pp. 132, 133).

En la sección dedicada a la Iglesia en el proceso de liberación afirma Gutiérrez que «la comunidad cristiana comienza, en efecto, a leer políticamente los signos de los tiempos en América Latina» (p. 136). Esta lectura política consiste en «un compromiso con grupos políticos revolucionarios» (p. 139), lo que se corrobora con la cita de una publicación marxista cubana de 1969. Exalta Gutiérrez la relación entre cristianos y marxistas según la interpretación de Fidel Castro. Elogia incondicionalmente los grupos revolucionarios sacerdotales de signo marxista en América (p. 142), para lo que se adhiere a las directrices del jesuita marxista chileno Gonzalo Arroyo. Se identifica con la postura de esos grupos sacerdotales que defienden la justa violencia de los oprimidos frente a la violencia injusta de los opresores (p. 150). Y reafirma de nuevo su opción socialista-marxista para «optar por la propiedad social de los medios de producción» (p. 157). Toda esta panoplia marxista se quiere atribuir en origen a la Conferencia de Medellín en 1968, lo que como sabe el lector no pasa de ser una tergiversación elemental, ya suficientemente desenmascarada en Europa y en América.

Con ello hemos recorrido ya, entre expreso señalamiento de los contextos, las tres partes que forman el cuerpo de este libro. No hemos simplemente extractado los párrafos de sabor marxista, sino que hemos resumido las ideas básicas de esas tres partes. El lector, asombrado, se preguntará qué relación tienen todas estas proclamas políticas y revolucionarias con la Teología ya que según el título del libro se trata de una reflexión teológica. Esto no es Teología sino progresismo elemental y marxismo concentrado so pretexto teológico. Pero quizá para enmascarar su descarada posición política y marxista, Gustavo Gutiérrez va a hablar algo de Teología en la última parte del libro, que titula Perspectivas, donde sin embargo volverá a sucumbir a la tentación política y a la orientación radicalmente marxista de su obra.

En esta parte final Gutiérrez trata de reflexionar sobre los planteamientos anteriores del libro «desde una perspectiva teológica» (página 187). Apoyado en Metz, cree que la clave teológica de esa reflexión identifica al compromiso cristiano (con la política) con el ser de la Iglesia, nada menos (p. 188). Insiste en una de las grandes tesis liberacionistas, el monismo, la consideración de que la historia de salvación es unitaria en lo espiritual y lo temporal, lo terreno (que es donde se pone el acento) y lo eterno, que se queda difuminado y etéreo (página 199). En arriesgada acrobacia bíblica cree Gutiérrez que «la liberación de Egipto es un acto político» (p. 204). Y que la liberación del pecado es una liberación política; el presente es la única escatología, lo que niega veladamente la realidad de la vida futura (p. 219). En plena «perspectiva teológica» suelta Gutiérrez un dogma marxista descarnado: «Un cuestionamiento del orden establecido es exigido dialécticamente por el desarrollo de las fuerzas productivas, desarrollo en que juegan, a no dudarlo, un papel importante los avances de la Ciencia y de la técnica» (p. 277). Acepta Gutiérrez el enfoque general marxista de Ernst Bloch con disimulo del ateísmo radical que forma parte esencialmente de ese enfoque (pp. 279-282). Reconoce que por la brecha de Bloch, entra Moltmann (p. 284). Y por la misma brecha guía Gutiérrez a toda la teología de la liberación; por una brecha reconocidamente marxista y atea. En el epígrafe dedicado a «la nueva teología política» (p. 289), la doctrina de Metz se inscribe en el horizonte de Bloch y de Moltmann. Gutiérrez traza la inspiración de Metz, el teólogo católico discípulo de Rahner, en la doctrina neomarxista de Habermas, miembro de la escuela de Frankfurt (p. 291). Pero como hacen otros liberacionistas tras él, Gutiérrez, tras aprovechar el paso «adelante» de la teología progresista y política, las descalifica como insuficientes; porque no se apoyan de forma coherente en el marxismo pese al influjo de Bloch (página 296). Éste es uno de los momentos más claros para demostrar la adscripción marxista de Gutiérrez y los liberacionistas por él orientados.

Todo el epígrafe dedicado a Jesús en el mundo político es una politización grosera e irreverente de la figura histórica de Cristo, sin fundamento bíblico alguno y en contra de toda la Tradición y el Magisterio de la Iglesia. Aun en esta aparente sección «bíblica» incluye Gutiérrez retazos de doctrina marxista, como en la extemporánea cita de Paulo Freiré en la página 312. Y en otra de las claves del libro, fijada así en la página 318:

«El proyecto histórico, la utopía de la liberación como creación de una nueva conciencia social, como apropiación social no sólo de los medios de producción sino también de la gestión política y en definitiva de la libertad, es el lugar propio de la revolución cultural, es decir, el de la creación permanente de un hombre nuevo en una sociedad distinta y solidaria. Por esta razón esa creación es el lugar de encuentro entre la liberación política y la comunión de todos los hombres con Dios».

Apropiarse —¿desde dónde?— no sólo de los medios de producción sino «también de la gestión política y en definitiva de la libertad» no es sólo marxismo; es marxismo-leninismo concentrado y brutal.

«En el contexto latinoamericano actual habría que decir que la Iglesia debe politizar evangelizando» (p. 348), es decir, que la politización revolucionaria es la misión principal de la Iglesia en América. La traca final de este libro «teológico» es la sección «Fraternidad cristiana y lucha de clases» (p. 353), que suena como un gigantesco sarcasmo, y que parece mentira cómo personas dotadas de sentido crítico, por ejemplo los jesuitas liberacionistas españoles que tanto han promovido la obra de Gutiérrez, acepten sin inmutarse, pese a los formidables sofismas que encierra. Tras establecer el dogma de la lucha de clases —punto central del marxismo—, Gutiérrez afirma que la lucha de clases «forma parte de nuestra realidad religiosa» (p. 353). Para que no queden dudas transcribe en la página 355 la aportación marxista al dogma de la lucha de clases. Y asume la ridícula tesis del liberacionista marxista Giulio Girardi sobre el odio de clase como forma de amor a los enemigos, que no es una paradoja sino una insensatez (página 357). «Se ama a los opresores —dice cínicamente Gutiérrez sobre los textos de Girardi— liberándolos de su propia e inhumana situación de tales, liberándolos de ellos mismos. Pero a esto no se llega sino optando resueltamente por los oprimidos, es decir, combatiendo contra la clase opresora» (p. 357). Y es que «el amor no suprime la calidad de enemigos que poseen los opresores, ni la radicalidad del combate contra ellos» (p. 359). Lógicamente Gutiérrez se apoyará a continuación en el marxista L. Althusser para considerar como un mito la unidad de la Iglesia, y para combatir contra esa unidad «que debe desaparecer si se quiere que la Iglesia se reconvierta al servicio de los trabajadores en la lucha de clases» (p. 359).

La conclusión de este libro, que nada tiene de teológico, que sólo es una proclama revolucionaria marxista, resulta también muy lógica, y es, por supuesto, de signo marxista radical. «La teología de la liberación que busca partir del compromiso por abolir la actual situación de injusticia y por construir una sociedad nueva, debe ser verificada por la práctica de ese compromiso; por la participación activa y eficaz en la lucha que las clases sociales explotadas han emprendido contra sus opresores…

»Si la reflexión teológica… no lleva a la Iglesia a colocarse tajantemente y sin cortapisas mediatizantes al lado de las clases oprimidas y de los pueblos dominados, esa reflexión habrá servido de poco» (p. 387).

Ha servido de mucho, desgraciadamente. Pero nos ha convencido también de que Teología de la liberación, perspectivas, el libro primordial del liberacionismo, la obra principal de Gustavo Gutiérrez difundida por la red de editoriales cristiano-marxistas españolas desde el comienzo de los años setenta, y promovida teórica y prácticamente por el sector liberacionista y socialista de la Compañía de Jesús en España y en América, no es un tratado de teología nueva sino una adaptación pseudoteológica del marxismo clásico elemental con un barniz de teología política superado desde el propio marxismo. Poco podrá decir ahora, ante este análisis de textos y contextos, el padre Martín Descalzo sobre una presunta manipulación de Gutiérrez en nuestro estudio. Ya no se atreverá a persistir en su tenaz encubrimiento de una realidad patente; de una realidad marxista.

«Como lobos rapaces»: Gutiérrez en la praxis

Los medios católicos progresistas se afanan en presentarnos a un Gustavo Gutiérrez teólogo, prudente en sus posiciones reformadoras, sumiso a la Santa Sede, con su comportamiento preñado de espiritualidad. Los jesuitas que le convocaron como estrella al encuentro religioso-socialista de El Escorial en 1972 se hicieron lenguas del «clima espiritual» que despertaba su presencia.

Hemos demostrado en el epígrafe anterior que Gustavo Gutiérrez es un teólogo marxista, y que su famoso libro, con el que arranca a uno y otro lado del Atlántico la teología de la liberación, es una antropología marxista no por elemental menos revolucionaria. Pero no nos detengamos en la teoría de Gustavo Gutiérrez. Bajemos a su praxis vital. Que fue denunciada durísimamente en su propio país, el Perú, por Alfredo Garland Barrón en un libro, de enorme resonancia en toda América, titulado Como lobos rapaces. Perú, ¿una Iglesia infiltrada?, Lima, «Servicio de Análisis Pastoral e Informativo» (SAPEI), noviembre de 1978. Utilizamos sólo, de este libro, las informaciones que hemos podido contrastar, que son muchas y valiosas. Prescindimos de otras que, en el fragor de la lucha desencadenada por los liberacionistas, nos parecen insuficientemente probadas, o procedentes de una exageración de signo integrista. El libro es un terrible alegato indirecto contra el débil cardenal arzobispo de Lima, monseñor Juan Landázuri Ricketts, uno de los eclesiásticos más desprestigiados de América por su inhibición y sus connivencias con el liberacionismo y por haber amparado los movimientos de Gutiérrez con recurso hasta a argumentos de prestigio nacional peruano; se trata de un peruano célebre internacionalmente, como si eso pudiera borrar sus errores doctrinales y su agresividad política. Una posición semejante a la que en España han seguido frente a Gutiérrez el publicista Martín Descalzo y el diario Ya, incluso cuando dependía de la Conferencia Episcopal española.

Como en otras naciones de Iberoamérica (ya estudiamos detenidamente el caso de Brasil) también en Perú advino el liberacionismo sobre el desánimo y las ruinas de la Acción Católica, la Doctrina Social de la Iglesia y las orientaciones, contradictorias entre sí, de los teóricos franceses Maritain y Mounier. Al fundarse la Universidad Católica del Perú se radicalizó en sentido anticatólico la Universidad Nacional de San Marcos, de gloriosa historia virreinal, y la convocatoria de los obispos del Perú para la primera de las Semanas Sociales, donde se trató de fundamentar y propagar la doctrina social de la Iglesia, llegó ya tarde; los vientos del pre-Concilio surcaban ya los amplios horizontes donde fracasaba, en los años sesenta, el grandioso proyecto de John Kennedy para Iberoamérica, la Alianza para el Progreso. Y el mensaje cristiano-marxista se preparaba ya para irrumpir en los vacíos del desarrollismo. Esta doctrina, apoyada por poderosos medios norteamericanos y representada en toda América del Sur por el complicado jesuita Roger Vekemans (de quien ya hablamos suficientemente en nuestro primer libro), teórico de la Democracia Cristiana en Chile, tuvo un portavoz en Perú: el jesuita Romeo Luna Victoria, cuya desorientada marcha político-social abocó a un fracaso semejante.

En el año 1958 llegaba como capellán al convento de Jesús, María y José, que tienen en Lima las monjas clarisas capuchinas, el joven sacerdote, de sangre india, Gustavo Gutiérrez Merino. Hombre de extraordinaria inteligencia, y notabilísimo sentido para la propaganda y las relaciones internacionales, este barran quino, antiguo militante de Acción Católica, había estudiado en Chile, en Lovaina y en Lyon (donde por cierto lograría años después colar de matute una tesis doctoral antirreglamentaria). En Lovaina trabó amistad íntima con el futuro cura guerrillero colombiano Camilo Torres Restrepo, con quien se entrevistaría después en Lima hacia 1965, poco antes de que Torres cayese definitivamente en la guerrilla. Por entonces Gustavo Gutiérrez estaba todavía imbuido en ideas maritainianas, y no había aceptado aún al marxismo como clave de la ciencia social ni menos de la Teología.

Profesor en la Universidad Católica, Gutiérrez forma dos grupos de trabajo, que pronto lo fueron también de acción: un equipo de estudiantes universitarios, integrados en la UNEC, Unión de Estudiantes Católicos, que terminaron casi todos en el marxismo-leninismo; y un equipo sacerdotal junto a su convento, de donde brotó el grupo sacerdotal ONIS, conjunto activista-marxista púdicamente disimulado como Oficina Nacional de Información Social. Gustavo Gutiérrez y sus equipos —sacerdotal, universitario— experimentaron una radicalización en sentido marxista hacia el año 1966, cuando ya se extendía por América la acción del IDO-C, nacido a la terminación del Concilio Vaticano II (a fines de 1965) de fuente holandesa e inspiración estratégica conectada al movimiento polaco prosoviético PAX, como ya vimos en el primer libro. Gustavo Gutiérrez estuvo vinculado desde muy pronto al IDO-C, que le consideró como uno de sus hombres fuertes en la Iglesia de América. (A. Garland, op. cit., p. 133).

Por iniciativa del jesuita Luna Victoria se celebró en febrero de 1968 en Perú el encuentro de Cieneguilla, donde se reunía, en vísperas de la Conferencia de Medellín, lo más avanzado del clero peruano —con Gustavo Gutiérrez a la cabeza—. Del encuentro surgió ya formalmente la organización sacerdotal ONIS. El documento final de la reunión, sorprendentemente aceptado en líneas generales por el complaciente cardenal Landázuri, postulaba una predicación nueva del Evangelio considerado como mística revolucionaria. Tan radical era el documento que Gustavo Gutiérrez no se atrevió, de momento, a suscribirlo; no quería comprometer su ascendiente entre el Episcopado de Iberoamérica en vísperas del gran encuentro de Medellín. Pero Gustavo Gutiérrez sí participó en el encuentro de Chimbote (junio de 1968) y como principal conferenciante; precisamente allí presentó la primera versión de su famoso libro, Teología de la liberación, que circuló primero en multicopias y luego se editó en Lima hacia 1971, con difusión todavía muy escasa, hasta que la red logística española del liberacionismo lo lanzó a todo el mundo desde la editorial de los «Operarios Diocesanos» en Salamanca en 1972. Chimbote fue el primer encuentro nacional de ONIS, organización que desde su creación mostró una actividad incansable. Pronto se incorporaron a sus actividades cristiano-marxistas enjambres de sacerdotes extranjeros venidos a misionar en América, sobre todo españoles enviados por la OCHSA (Organización de Cooperación Sacerdotal Hispanoamericana), que solían distinguirse por su actitud antifranquista y cristiano-marxista, en la que participan también los misioneros de la Congregación norteamericana de Maryknoll.

La Conferencia del Episcopado iberoamericano en Medellín (agosto de 1968) sirvió como caldo de cultivo para potenciar el naciente movimiento liberacionista. Poco después el golpe militar populista dirigido por el general Velasco Alvarado en Perú derribaba al Gobierno de Fernando Belaúnde Terry y favorecía objetivamente a los liberacionistas, que contaban con la pasividad favorable del cardenal Landázuri y con la complicidad de algunos obispos como el joven prelado jesuita y obispo de los Pueblos Jóvenes (barrios anárquicos en torno a las grandes ciudades del frustrado desarrollo) monseñor Luis Bambarén, de quien se contaba que hizo grabar la hoz y el martillo en su anillo pastoral. Gustavo Gutiérrez alcanzó fulminante fama internacional desde su actuación en El Escorial y la edición española de su libro en 1972, y participó al año siguiente en el intento de crear una internacional marxista sacerdotal en Lima, para coordinar la acción estratégica de los movimientos sacerdotales en varios países de América. La evolución posterior de Gutiérrez la conocemos bien ya desde nuestro primer libro. Sus reflejos indo-peruanos le han aconsejado prudencia y cierto retraimiento tras las reservas y las condenas del Vaticano, que se han dirigido de manera expresa o implícita, según los casos, a su figura y a su obra pseudoteológica. A partir de 1984 ha manifestado varias veces que se contenta con mantener su doctrina espiritual (comunicada por ejemplo en su libro Beber en su propio pozo, de 1983), donde no invalida una sola de sus tesis primordiales; lo que constituye simplemente un refugio en espera de tiempos mejores. El complejo de Túpac Amaru, tan influyente aún en las rebeldías peruanas, le sigue afectando, pero no le ha hecho rectificar.

Variaciones de la teología progresista

En nuestro capítulo tercero hemos revisado suficientemente los movimientos más importantes de la llamada teología progresista europea y americana, en relación con las diversas modas teológicas suscitadas o seguidas por ella. Pero acabamos de ver la importancia que la teología de la liberación concede a la teología progresista, y especialmente a una de sus corrientes, la teología política que su creador, J. B. Metz, trata de derivar de las enseñanzas de su maestro Karl Rahner; por eso comprenderá el lector la conveniencia de que presentemos algunas recientes variaciones de esa teología, bastante difundidas entre los teólogos de la liberación.

En 1971, cuando ya estaba lanzada la teología política y se caldeaba ya, por los jesuitas españoles (a partir del encuentro de Deusto en 1969) el lanzamiento mundial de la teología de la liberación, la revista de la Facultad de Teología San Francisco de Borja, dirigida por los jesuitas en San Cugat del Valles, junto a Barcelona, publicaba en el número 38 de su revista Selecciones de Teología (vol. 10, 1971) un extraordinario sobre teología política que, desde nuestra perspectiva, constituye una prueba reveladora del viraje que ya había consumado, y estaba a punto de revelar universalmente, el sector progresista de la Compañía de Jesús. Dirigía la revista el jesuita contestatario y revolucionario José I. González Faus, quien pronto aparecería como uno de los principales voceros del liberacionismo.

El extraordinario no tiene desperdicio. Selecciona artículos significativos de Barth, Rahner, Metz —la estrella del número—, Cox. E. Hoefflich publica allí un trabajo titulado nada menos que Karl Marx para la Iglesia donde se dice una tontería cósmica: «Karl Marx está más cerca de la fe cristiana que Aristóteles». Una sección especialmente interesante se dedica a la teología de la revolución, como un capítulo dentro de la teología política; debe notar el lector que Gutiérrez y otros liberacionistas serían catalogados muy pronto como pertenecientes a la teología de la revolución, que se prolongó casi inmediatamente en la teología de la liberación. Buen ejemplo es Hugo Asmann, miembro de las dos cofradías teológicas, que contribuye con un trabajo a este extraordinario. Como el teólogo presbiteriano de Princeton, Richard Shaull, citado varias veces por Gustavo Gutiérrez, que fundamenta la revolución en el mesianismo de la Biblia y en la doctrina agustiniana; y atribuye a la acción directa de Dios el auge revolucionario: «Dios —se atreve a decir—, presente en el combate mundano, ejerce una presión sobre las estructuras que se le oponen a fin de demolerlas para crear las condiciones de una existencia más humana». Al fin del extraordinario aparece un artículo sumamente tibio y entreguista sobre la Iglesia cubana y un trabajo del futuro obispo separatista vasco José María Setién contra el nacional-catolicismo, sin el menor sentido del equilibrio histórico y con técnica maniquea elemental.

Rahner, como decimos, está presente en la selección de Faus y los jesuitas de San Cugat. Varias veces hemos afirmado la ortodoxia del gran teólogo jesuita, que trató de cristianizar al existencialismo y dejó escapar de su seno la teología política de su discípulo Metz hasta las fronteras del marxismo, y a veces más allá. Sin embargo los jesuitas españoles discípulos de Rahner quisieron inaugurar en 1974 la colección de libros de bolsillo en la editorial «Cristiandad» con un peligroso y resbaladizo libro de Rahner titulado Cambio estructural en la Iglesia. Probablemente porque en ninguna otra publicación del teólogo se hacen —a salvo el dogma— tantas concesiones a la praxis progresista. Éste no es todo Rahner; pero sí el Rahner en quien con su característico reduccionismo se apoyan gustosos los liberacionistas de todos los pelajes.

«Existen aún los restos de un cristianismo tradicional», dice Rahner, quien propone su destrucción paulatina (p. 29). Vivimos, dice, en la transición entre la Iglesia de masas y la comunidad de creyentes libres. La Iglesia debe centrarse en los cristianos de mañana más que en los de ayer. No conviene exagerar la supremacía del Papado, a quien se reserva una función coordinadora en una futura Iglesia unida cuando triunfe el ecumenismo que debe cuajar en el plano institucional antes que en el doctrinal; es decir, que Rahner recomienda que la Iglesia se entregue al magma ecuménico sin asegurar previamente lo esencial de su doctrina y de su misión. Y se atreve a proponer un «centralismo democrático» más o menos a la manera marxista (p. 68).

La Iglesia debe desclericalizarse. Y debe defender la moral, pero no moralizar (p. 81). Tendría que ofrecer directrices concretas para «la actuación sociopolítica de los cristianos en el mundo» (p. 95). Propone todo un esquema progresista en diversos puntos conflictivos de la vida eclesiástica, sin rehuir el sacerdocio de la mujer. Y lo que es peor, sin rehuir la permisividad ante el aborto; uno de los peores momentos teológicos de Rahner.

Se muestra partidario unilateral de las comunidades de base, a las que, en clara anticipación de Leonardo Boff, atribuye la construcción de la Iglesia del futuro (p. 132). Descalifica al sistema parroquial común en la Iglesia, ya que las parroquias equivalen a una red de puestos de Policía (p. 133). Vacila y resbala ante el problema de la ordenación sacerdotal para los presidentes de las comunidades de base, elegidos democráticamente. Pide mayor democratización de la Iglesia, sin atreverse a concretar. Justifica la revolución fomentada por la Iglesia: y se sitúa ya en clave liberacionista en la página 160: «Alguna vez habría que ir más lejos, solidarizándose espiritual y materialmente con los grupos cristianos y no cristianos que en sus propios países subdesarrollados trabajan en un cambio radical de las estructuras sociales y económicas». Se refiere expresamente a Iberoamérica. Y llega a afirmar que un católico puede votar a partidos que se opongan en algunos puntos esenciales a las enseñanzas de la Iglesia (p. 162). Se trata, evidentemente, del peor Rahner; de un Rahner seducido por el tirón progresista de sus propios discípulos, que ya manipulaban al pobre anciano.

Otro autor citado alguna vez por Gustavo Gutiérrez, André Mamaranche, publicaba en la editorial de los marianistas «SM, Ediciones» (Madrid, 1978) un libro reposado e insuficiente titulado Actitudes cristianas en política, donde subraya la importancia y la relevancia de Jacques Maritain, esboza un retrato muy convencional de Emmanuel Mounier sin relatar a fondo su caída en el marxismo y trata con suma comprensión acrítica a la teología de la liberación. Pero la apoteosis española de la teología política corre a cargo de la editorial liberacionista «Sigúeme», que publica en 1977 un libro colectivo dirigido y ambientado por otro autor citado por Gutiérrez, Marcel Xhaufflaire, Práctica de la teología política, que franquea por varios puntos las fronteras del progresismo y el marxismo, según las directrices del propio Metz. Es una obra muy significativa para comprender la simbiosis de progresismo y marxismo como inspiraciones de la teología de la liberación.

La recepción liberacionista del marxismo

Hemos visto ya en el capítulo anterior cómo se aproximan los liberacionistas al marxismo. Ahora les seguimos en su nuevo paso: cómo aplican el marxismo a su teoría de la liberación. Porque la aplicación práctica del marxismo por los liberacionistas la conocemos ya perfectamente después de haber estudiado, en el primer libro, la perversión marxista de las comunidades de base y sobre todo de la Iglesia Popular, por ejemplo en el caso de Nicaragua, donde los liberacionistas participan en el Gobierno marxista-leninista que ha cambiado en aquella nación una dictadura por otra.

El análisis del libro de Gustavo Gutiérrez, Teología de la liberación, perspectivas, que acabamos de replantear en los epígrafes anteriores, constituye la prueba más palmaria de recepción marxista dentro del liberacionismo. Podríamos intentar análisis parecidos en la obra de otros liberacionistas de primer orden, por ejemplo en el caso de Leonardo Boff, pero la grosera adaptación de la lucha marxista de clases que forma el capítulo central del principal libro de Boff, Iglesia, carisma y poder quedó ya suficientemente clara en nuestro primer libro, y sólo queda recordarla para reiterar su gravedad. No sin subrayar que Boff en esa adaptación va todavía más allá que el propio Lenin, quien eludía la posibilidad de considerar a la Iglesia como un ámbito autónomo para la lucha de clases, por miedo de personalizar y objetivar a la Iglesia con ese reconocimiento. En su libro sobre el cambio estructural en la Iglesia, que acabamos de criticar, el jesuita Rahner parece alentar a Boff avant la lettre cuando se despreocupa de los efectos destructivos que puede acarrear a la Iglesia el antagonismo político de los católicos en su seno.

Uno de los pioneros del liberacionismo es el teólogo brasileño Hugo Asmann, vinculado en su formación y en su primera docencia a la Compañía de Jesús, que contradijo incluso antes de abandonar a la Iglesia católica para abrazar el protestantismo. Asmann es uno de los puentes entre la teología de la revolución y la teología de la liberación. Su libro Teología desde la praxis de la liberación, editado en Salamanca por «Sígueme», en 1973, ofrece un marxismo radical que incluso entre los liberacionistas más moderados suscita ciertas reticencias. Este libro de Asmann, que ejerció profunda influencia en los pródromos de la teología de la liberación, consta realmente de un conjunto bastante heterogéneo y reiterativo de trabajos sueltos. Parte de la exposición de la teología política, que acepta como un primer paso, pero que luego fustiga durísimamente como burguesa e insuficiente; Asmann llega a acusar a Hans Küng, por ejemplo, de «espantoso reaccionarismo político». Entre citas de Marcuse expone los orígenes de la teología de la liberación después de la Conferencia de Medellín en 1968; y refiere la serie de reuniones que tuvieron lugar por toda América en 1970, donde se fue concretando el nuevo movimiento. Centra el problema en la antítesis marxista de liberación contra dependencia, y define la liberación como un proceso revolucionario (p. 123). La clave marxista del libro, y de la teología de la liberación según Asmann, está en el aporte de los cristianos tanto a la superestructura como a la propia infraestructura del proceso histórico social; esta tesis (pp. 133 y ss.) se enmarca en una significativa cita de Engels sobre la propia esencia del marxismo, y Asmann se adscribe de forma expresa a esa interpretación auténtica. De esta forma inscribe en el núcleo teórico del marxismo la acción de los cristianos en la praxis revolucionaria.

Pero la audacia de los liberacionistas no se contenta con la combinación antinatural de marxismo y cristianismo para justificar una posición que ellos mismos califican de estratégica y revolucionaria. Llegan al colmo cuando aplican el instrumento marxista —fundado, como sabe el lector, en el ateísmo esencial— al propio núcleo de la fe cristiana, la Revelación expresada en la Biblia. Dos autores, entre varios, han intentado lo que llaman lectura materialista de la Escritura, un enfoque tan absurdo como una lectura espiritualista de Marx. Y es que, amparados en la cobardía de muchos católicos y en la inhibición de no pocos pastores, los liberacionistas han borrado ya todas las fronteras del impudor teológico.

En ediciones «Sigúeme», de Salamanca, y en 1978, Michel Clévenot publica una Lectura materialista de la Biblia presentada por el teólogo liberacionista español Xabier Pikaza con estas palabras desafiantes: «El proceso de acercamiento que en los últimos años ha estrechado lazos entre marxismo y cristianismo empieza a producir un nuevo tipo de reflexión teológica donde las verdades de la fe se imponen al trasluz de la exigencia de la praxis. Esta reflexión ha de ocuparse de temas primordiales, como son Cristo y la Biblia. Pues bien, ¿será posible una lectura marxista de la Biblia? Una pregunta así hubiera parecido absurda hace unos años. Ahora es diferente: si el diálogo marxismo-cristianismo tiene algún sentido, si el mensaje de Jesús se puede iluminar desde el trasfondo de la praxis económica, la lectura materialista de la Biblia no será sólo posible sino que es necesaria» (op. cit., p. 9). Así se expresaba en 1978 el señor Pikaza, teólogo mercedario protegido por el hoy obispo-secretario de la Conferencia Episcopal española, monseñor Fernando Sebastián Aguilar.

Michel Clévenot monta su análisis materialista sobre la Biblia desde las coordenadas marxistas de Althusser y la teoría de los significados de Roland Barthes, dos acreditados padres de la Iglesia, como comprende el lector. El objeto confesado por el autor es demoler la lectura tradicional de la Biblia «a partir de los lugares materialistas de lucha actuales, concretamente en contra del aparato de poder eclesiástico» (p. 55). El Evangelio se interpreta como relato subversivo. La estrategia de Cristo descrita por Marcos es «comunista e intemacionalista» (p. 163). La aproximación marxista de Clévenot es tan grosera que su propio presentador, Pikaza, que acepta expresamente al marxismo, tiene que decirle: «Con la ingenuidad del neófito se extasía ante la racionalidad económico-social del marxismo» (p. 33). Y además «ha caído ingenuamente en las redes de Marx como absoluto». No entendemos nada; si es así, parece mentira cómo Pikaza considera como válido el torpe ensayo de Clévenot y cómo se ufana en prologarlo.

Clévenot dice inspirarse, para su empeño, en otro libro revolucionario, el de Fernando Belo, Lectura materialista del Evangelio de Marcos, editado en España por «Verbo Divino» (nada menos) en 1975. Parece claro que los marxistas han intentado ocupar la ciudadela del catolicismo; el propio corazón de la Biblia. Así presenta el propio Belo su increíble engendro: «El Evangelio de Marcos es un relato de una práctica de subversividad (sic) radical. Ese relato, también él subversivo, se ha oscurecido durante siglos por una exégesis idealista y burguesa, frente a la cual hay que oponer una lectura materialista. Las claves materialistas para tal lectura son recabadas de una amplia gama de instrumentos analíticos procedentes de un Marx filtrado por Althusser, de Barthes, de Nietzsche o de Bataille, en un audaz discurso de rigurosa sistematicidad (sic) que aun cuando discutible, resulta siempre rico de sugerencias». Se abre el libro con un plúmbeo capítulo teórico sobre el modo de producción; seguido por otro sobre el modo de producción en Palestina bíblica. Renunciamos al análisis detallado del libro, porque no estamos en una revista de humor negro; pero las obras marxo-bíblicas de estos dos audaces autores revelan hasta qué abismos de ridículo pueden despeñarse los cristianos cuando tratan de convertir al marxismo materialista la propia Sagrada Escritura, que nadie hasta ellos, después de tantos siglos, ha sido capaz, por lo visto, de comprender.

Pero la referencia a tamañas excentricidades como las que tratan de dar a la Escritura una interpretación marxista de aficionados o neófitos no deben distraernos del empeño principal que en estos momentos nos ocupa: la recepción del marxismo por los liberacionistas. Otro pensador original, aunque de mucho mayor nivel, el canónigo español don José María González Ruiz, quiso rizar el rizo de la inconsecuencia al criticar mi primer libro mediante un artículo en El País, titulado «¿Se hace marxista la Iglesia?», que ya hemos transcrito y comentado. En ese artículo don José María, que es un teólogo serio y un escriturista profundo cuando no le entra la vena progresista que le suele convertir, por desgracia, en un dilettante, afirmaba, llevado por el fervor de la polémica, que «el fenómeno mismo de la existencia de la teología de la liberación es un rotundo mentís a la esencia del marxismo, según el cual la religión es solamente superestructura…». Muy pronto un lector más avisado, don Carlos Arbide, ponía las cosas en su sitio mediante una carta desde Barcelona que publicó el mismo diario en fecha muy apropiada, el 18 de julio de 1986. El señor Arbide confirmaba plenamente mi tesis sobre la simbiosis de liberacionismo y marxismo, y contradecía al muy ilustre canónigo de esta guisa:

«Discrepo. Creo que afirmar eso es definir al marxismo como un materialismo mecanicista. Y si el marxismo es algo, es materialismo dialéctico. Como dijo Mao Tsé-tung, “cuando la superestructura (política, cultural, etc.) obstaculiza el desarrollo de la base económica, las transformaciones políticas y culturales pasan a ser lo principal y decisivo”. Cosa, por otra parte, que ya subrayó Carrillo en su libro Eurocomunismo y Estado.

«Forma parte —sigue Arbide— de la más pura esencia del marxismo afirmar que en la contradicción los dos opuestos que la forman están unidos y en lucha en continua interacción. La forma en que se resuelve esa lucha depende de la naturaleza de esa contradicción. El que, según González Ruiz, en Latinoamérica (sic) es la religión, a través de la teología de la liberación, la que está influyendo poderosamente en la estructura económica, no contradice en nada la esencia del marxismo». Podríamos añadir al señor Arbide que la teología de la liberación está influyendo en la sociedad precisamente a través y por impulso de su componente marxista, que ya hemos detectado y descrito sobradamente.

El propio don José María González Ruiz abre —espléndidamente por cierto— el volumen cuarto de una gran enciclopedia sobre el ateísmo contemporáneo, cuyo título es El cristianismo frente al ateísmo, preparada por la Universidad Pontificia Salesiana de Roma, y editada en Madrid por ediciones «Cristiandad», en 1971. Dirigió este empeño el teólogo Giulio Girardi, cuando aún no había abandonado su Orden, aunque ya estaba fuertemente tocado de marxismo; ya se había revelado como sembrador de liberacionismo marxista en el encuentro organizado por los jesuitas españoles en Deusto dos años antes.

Este tomo IV resulta muy interesante para fijar un momento clave en la evolución interior y exterior de algunos de los coautores. La mayoría escriben en plena comunión con la Iglesia y aportan valiosos enfoques ante el ateísmo como fenómeno contemporáneo, aunque no proponen, por desgracia, posiciones abiertamente críticas frente al marxismo, quizá porque la onda del diálogo cristiano-marxista, ante el retraimiento y la manipulación del Concilio Vaticano II, era todavía entonces devastadora. Entre estos autores de primera línea y seguridad teológica están el citado González Ruiz, Antonio M. Javierre, J. C. Murray, S.J., W. Kasper, Yves Congar, el cardenal Daniélou, S.J., V. Miaño (que sin embargo escamotea el acuerdo preconciliar entre Roma y Moscú del que hablaremos) y el propio J. B. Metz, que se muestra excepcionalmente moderado y ortodoxo en su contribución; debemos añadir a su maestro Karl Rahner, quien expone su audaz doctrina del «cristianismo anónimo», el cardenal Suenens y J. Guitton, entre otros.

Cinco teólogos progresistas desentonan, aunque todavía no detonantemente, del conjunto. El francés M. D. Chénu cita, por moda, a Marx en un insuficiente estudio sobre la teología del trabajo ante el ateísmo; pero sin mayores consecuencias. Girardi, director de la obra, que ya era liberacionista-marxista en su corazón y había hecho manifestaciones en tal sentido, disimula a fondo en un inocuo trabajo sobre la libertad en el diálogo de creyentes y no creyentes, quizá como sorda protesta ante los problemas que ya le planteaba su congregación en vista de su proclividad marxista. El teólogo radical de Lovaina Fr. Houtart califica a las instituciones de la Iglesia (no a las de los países marxistas) como barreras para el diálogo. El teólogo protestante Georges Casalis, que ya venía mostrándose muy activo en la estrategia posconciliar cristiano-marxista, propone la colaboración abierta, más allá del diálogo, entre ateos y cristianos, acepta al primer Cox acríticamente y describe ingenuamente la pujanza de la religión en la Unión Soviética. Pero la reflexión más interesante nos la brinda el entonces jesuita José María Diez Alegría, que aún era profesor de Ciencias Sociales en la Universidad Gregoriana y ya estaba fuertemente tocado de marxismo. En su trabajo transcribe una serie de textos marxistas y proféticos —encabezados por el famoso de Marx sobre la religión como opio del pueblo— y contrapone la sacralización, que es la entrega al compromiso social por parte cristiana. Acaba su estudio con la cita de moda a Ernst Bloch.

Con su participación, reticente y contenida, en este simposio sobre el ateísmo contemporáneo, Girardi y Diez Alegría dieron prácticamente por terminada su colaboración con la Iglesia institucional. Abandonaron la vanguardia de la Iglesia y se dirigieron, por la tierra de nadie, al campo enemigo. Girardi publicaba ese mismo año en la editorial «Sigúeme», de Salamanca, su libro marxista Amor cristiano y lucha de clases, seguido en 1975 por Cristianismo y liberación del hombre (en la misma editorial sacerdotal-marxista) y en 1978 por su integración ya plena en el marxismo con Fe cristiana y materialismo histórico, donde ya toca fondo este original ex salesiano. El padre Diez Alegría, cuya evolución merece un respetuoso y descarnado estudio monográfico, publicó al año siguiente de su contribución al simposio el libro Yo creo en la esperanza (Bilbao, «Desclée de Brouwer), que se refiere, por supuesto, a la esperanza de Bloch y de Moltmann; y ya reinterpreta abiertamente en sentido marxista los textos que había acumulado, sin prender aún la hoguera, en su citada contribución de 1971. Aquí dice, seguidas, dos cosas tremendas. Una: «que los cristianos existentes en la Historia no viven el cristianismo» (p. 40). Un cristianismo inventado, sin duda, por el propio Diez Alegría. Y segunda, a renglón seguido: «que el análisis que hace Carlos Marx sobre la religión como opio del pueblo vale en un enorme porcentaje (digamos al ochenta por ciento) de la religión que los cristianos vivimos como cristianismo y que es en realidad otras muchas cosas». Luego dirá maravillas de Marx, y atribuirá a Marx su propia reconversión, que no me atrevo a llamarle conversión. Si no fuera porque el doctor Diez Alegría me merece un profundo respeto por su inteligencia y su ejecutoria personal, remataría este comentario con algún pequeño mural irónico, como los que fijó varias veces en la pared del aula después de sus clases de los lunes en Chamartín de la Rosa el año 1949. Cuando el profesor Diez Alegría no terminaba aún de salir del fascismo y consideraba a la democracia liberal como un mal menor. (Ahora, desde su marxismo, la considerará como un mal mayor, seguramente).

El planteamiento de la teología de la liberación en España databa ya, como sabemos, de fines del año 1969, con motivo del encuentro de Deusto, primer fruto de la organización liberacionista de los jesuitas progresistas españoles, Fe y Secularidad. En 1972, el año siguiente a la publicación del simposio romano sobre ateísmo que acabamos de reseñar, los jesuitas de Fe y Secularidad organizaron, como también sabemos, el célebre encuentro de El Escorial que, como dijo el cardenal López Trujillo, fue «la señal de largada» para el liberacionismo en un ámbito mundial, y especialmente iberoamericano, ya que los congresistas de El Escorial fueron seleccionados entre los teólogos socialistas y marxistas de Iberoamérica, según consta en las actas del encuentro por confesión de su promotor, el jesuita español Alfonso Álvarez Bolado. Asistieron al encuentro de El Escorial algunos liberacionistas que muy pronto se convertirían en promotores del movimiento cristiano-marxista Cristianos por el Socialismo, como el jesuita chileno Gonzalo Arroyo. Muy pronto se distinguiría en este movimiento un ex dominico radical, Reyes Mate, de quien conviene citar en este momento dos producciones interesantes y reveladoras.

La primera es su tesis doctoral El ateísmo, un problema político, presentada por J. B. Metz y que versa sobre el Concilio Vaticano I, considerado antihistóricamente no como un acontecimiento del siglo XIX sino como una pesadilla del siglo XX. (Salamanca, «Sígueme», 1973). La tesis sirve a Mate de pretexto para plantear, por consejo del propio Metz, la problemática política española en la agonía del franquismo, de forma extremadamente militante. «El español que estudia en Universidades centroeuropeas —afirma el comprensivo doctorando— sabe cuán indigesto es pasar de la escolástica a C. Marx sin haber pasado por Descartes» (p. 207). Aunque luego Mate no demuestra en su tesis haber pasado por Descartes. No le interesa la teoría ni la Historia, sino la estrategia. Apunta un esquema teórico sobre la nueva praxis (que naturalmente es la cristiano-marxista) sobre el que apostilla: «Este esbozo teórico tiene que ser acompañado de una estrategia precisa que posibilite a la minoría crítica la transformación dialéctica de toda la institución eclesial» (p. 211), con lo que trata, no sin cierta abracadabrante ingenuidad, de implantar el bolchevismo para la subversión de la Iglesia católica. La nueva praxis es el movimiento Cristianos por el Socialismo, confesadamente marxista, al que pertenecía Mate desde su trasplante a España desde Chile en 1973. Y al que ha dedicado varios trabajos, entre los que debemos recordar ahora El desafío socialista, editado, cómo no, en Salamanca por la editorial «Sigúeme» en 1975. Para cerrar este tema debemos citar también aquí, como complemento documental a lo que ya mostramos y demostramos en nuestro primer libro sobre la impronta marxista de Cristianos por el Socialismo, el libro del teólogo de la liberación Pablo Richard, Cristianos por el Socialismo, historia y documentación, editado también en «Sígueme», de Salamanca al año siguiente, 1976.

El bunker liberacionista ante la contraofensiva del Vaticano 1983-87

Desde los primeros meses de 1983, más o menos en coincidencia con el importantísimo viaje de Juan Pablo II al volcán estratégico de Centroamérica, hasta la primavera de 1986 la Santa Sede desencadenó un movimiento de iniciativas —en Roma y en Iberoamérica— claramente orientadas en defensa de la fe y de la propia Iglesia amenazada por los frentes liberacionistas, y muy en especial por las desviaciones doctrinales, pastorales y políticas de la teología de la liberación. Además del viaje papal, y otras intervenciones personales de Juan Pablo II, este movimiento defensivo se caracterizó por los siguientes jalones: la vigilancia especial sobre el rumbo liberacionista de la Compañía de Jesús, ya desde los comienzos del nuevo pontificado y después de la dura intervención en el gobierno de la Orden en octubre de 1981; las severas advertencias a Gustavo Gutiérrez en marzo de 1983; la primera Instrucción sobre teología de la liberación, Libertatis nuntius, de 6 de agosto de 1984; la Notificación contra los errores de fray Leonardo Boff en 11 de marzo de 1985 y su silenciamiento al mes siguiente; el Sínodo extraordinario de los obispos, abierto el 25 de noviembre de 1985; la segunda Instrucción sobre teología de la liberación, Libertatis conscientia, de 22 de marzo de 1986; y la terrible descalificación del marxismo en la encíclica Dominum et Vivificantem el siguiente 18 de mayo. Ante este despliegue doctrinal y disciplinario realmente formidable, acompañado por algunas reacciones importantes en el seno de la Iglesia fiel, los liberacionistas trataron de cubrirse con toda clase de efugios y tergiversaciones, que ya hemos analizado; pero en vista del fracaso decidieron reducir su agresividad directa, recluirse en un bunker doctrinal y defensivo, mientras mantenían su red de comunicaciones culturales y políticas, y buscaban su expansión por escenarios menos trillados y menos sometidos a la vigilancia pastoral del Papa. Pero no se sometieron más que provisional, forzada y aparentemente, como vamos a demostrar ahora mismo; aunque eso sí, disminuyeron su presencia provocadora en los medios de comunicación, que durante el bienio 1983-1985 había alcanzado los niveles de una presión intolerable, sobre todo para ese maestro de la comunicación que es Juan Pablo II.

La maniobra de enmascaramiento de Gustavo Gutiérrez

Desde que su aguzado instinto defensivo propio de su origen indio hizo barruntar a Gustavo Gutiérrez, a comienzos de 1983, las primeras ráfagas del Vaticano, el teólogo marxista diseñó una habilísima maniobra de enmascaramiento que le ha permitido, hasta ahora, eludir condenas y suspensiones formales como las que han anegado a fray Leonardo Boff. Esta maniobra —ejecutada con suma prudencia— se envolvió en una actitud de respeto ante las supremas autoridades de la Iglesia, y Gutiérrez, por ejemplo, asistió modestamente a la concentración limeña en honor a Juan Pablo II sin caer en ninguna de las tentaciones de deuteragonismo que le brindaban los medios de comunicación. En la 89 asamblea de los católicos alemanes reconoció la relación de la teología de la liberación y el marxismo, pero que se da «sólo en el terreno de las ciencias económicas y sociales. Gutiérrez afirmó que este enfoque teológico recurre a las ciencias sociales y contiene nociones de marxismo, porque Marx hizo una aportación fundamental en este campo. Según el teólogo, con las ciencias sociales sucede lo mismo que con la psicología. Si en esta última no se puede prescindir de Freud, quien desea hacer un análisis de una sociedad debe recurrir a Marx» (El País, 15-IX-1986, p. 27).

Gustavo Gutiérrez, sin renunciar a una sola de sus tesis anteriores, ha tratado de refugiarse en un nuevo reducto, la espiritualidad liberacionista, a la que dedicó precisamente en 1983 su nuevo libro Beber en su propio pozo, con edición española en Salamanca, «Sígueme», 1984. El pozo es el proceso de liberación en Iberoamérica; Gutiérrez no quiere beber en las fuentes de donde brota la espiritualidad de la Iglesia, sino en los peligrosos manantiales de su propio ghetto. Gutiérrez evita cuidadosamente toda mención al marxismo, pero el aparato crítico de su librito contiene toda la panoplia liberacionista y progresista, aplicada ahora al acompañamiento musical de los grandes temas de la liberación. No merece la pena el análisis detallado; se trata de un libro de camuflaje, demasiado fácil de detectar.

En cambio sí que vamos a seguir más de cerca otro libro de Gustavo Gutiérrez, publicado en Perú, La verdad os hará libres. Confrontaciones (Lima, 1986), del que no tenemos noticia sobre su publicación en España; si esto se confirma sería realmente sintomático. En nuestro primer libro citábamos y resumíamos extensamente la crítica de un teólogo jesuita, José Luis Idígoras, al Gustavo Gutiérrez marxista; que considerábamos como una de las reflexiones más profundas que se han hecho desde el campo cristiano sobre la teología de la liberación. Conozco al padre Idígoras, hoy ciudadano del Perú, desde la adolescencia y tengo confianza absoluta en su criterio seguro y en su inteligencia realmente excepcional. Tiene además en los ámbitos de la teología iberoamericana fama de progresista, no sin razón; pero se ha mantenido siempre en comunión con la Santa Sede y en la plena ortodoxia, aunque a veces los integristas no lo crean. Recientemente el padre Idígoras ha publicado en Revista Teológica Límense XXI, 1 (1987) un comentario sobre este libro de Gutiérrez con el que coincidimos de lleno y por eso lo transcribimos de forma íntegra:

La lectura de este bello libro de G. Gutiérrez me ha producido un doble sentimiento de alegría y de sorpresa. Alegría por encontrarnos con un autor de verdadera raigambre teológica, ortodoxo y fiel al Magisterio, al margen de toda ambigüedad. Pero a la vez he experimentado la sorpresa pues, he de confesarlo, no era eso precisamente lo que esperaba encontrar. Y ha sido ese doble sentimiento el que me ha llevado a escribir estas notas de comentario.

La razón de mi sorpresa no creo que sea algo caprichoso. Desde hace más de quince años he criticado de una u otra manera algunas de las ideas o aportes teológicos de G. Gutiérrez. Pues “encontraba en sus libros, es decir, en su «teología de la liberación» y «la fuerza histórica de los pobres», concepciones que me parecían poco concordes con la enseñanza social de la Iglesia. De ahí mi sorpresa al leer un libro con el que me sentía fundamentalmente en consonancia, sin rechazos ni críticas que fueran de consideración.

Surgía así dentro de mí la pregunta si realmente el autor había cambiado su manera de pensar, o si por el contrario era yo el que le había interpretado torcidamente hasta ahora. Y ninguna de las dos posturas me parece del todo satisfactoria. La primera, porque el mismo autor confiesa ser fiel a lo esencial de su pensamiento anterior. Así, en efecto, a la pregunta que le hace el padre Sesboüé, de si hay una diferencia entre el que defiende su tesis doctoral en Lyon y el que escribió sus primeros libros, responde que se siente «identificado con las ideas fundamentales» que defendió desde el comienzo, aunque en la actualidad las escribiría «cambiando los acentos» (p. 59).

Más aún, la contextura misma del libro posee un carácter apologético, como para mostrar que la ortodoxia de su pensamiento se extiende a sus primeros libros que cita sin cesar en confirmación de sus actuales ideas. Por eso nunca aparece la noción de un cambio de pensamiento o de una rectificación de aspectos anteriormente desarrollados.

Pero tampoco la segunda postura de una mala interpretación por mi parte, y la de otros autores latinoamericanos, me podía satisfacer. Pues eso venía a significar que más de quince años de tensa polémica en la Iglesia latinoamericana no habían sido más que un lamentable malentendido. Y resulta difícil admitir tal supuesto, dadas las largas y constantes relaciones y controversias que se han dado en este campo. No puede caber la duda que se trataba y se sigue tratando de diferencias muy hondas y reales en relación con la enseñanza social de la Iglesia.

Claro está que, aun en el caso de que se tratara de un lastimoso malentendido, deberíamos siempre estar agradecidos a Gustavo Gutiérrez que nos ha hecho a todos reflexionar hondamente sobre los problemas de la Iglesia latinoamericana y nos ha empujado a revisar nuestras concepciones fáciles y tradicionales ante los nuevos retos de la historia. Su pensamiento es en este aspecto cuestionador y estimulante, lo que le hace merecedor de nuestro reconocimiento.

Pero, como él mismo señala de formas diversas, no hemos de juzgar los hechos de la historia por las ventajas o desventajas de las minorías pensantes, o de nuestro progreso en el conocimiento de la realidad. Hemos de juzgar más bien de acuerdo al desarrollo del mismo pueblo y de las ventajas o inconvenientes que para él se siguen. Y yo no dudo que las controversias que se han dado en nuestras Iglesias a lo largo de estos años han generado mucho de confusión, de fanatismo y de desunión entre el pueblo. Una división grande ha estado de por medio que no se puede reducir a un malentendido ocasional.

Por eso aunque G. Gutiérrez nos asegure que no se ha dado un cambio importante en su pensamiento, yo juzgo que sí hay una diferencia bastante importante entre sus dos primeros libros y estas sus últimas aportaciones. Y lo demuestro con el hecho de mi simple experiencia. Porque cuando leo su obra La verdad los hará libres, me siento sin dificultad alguna identificado con lo esencial de su pensamiento y las posibles discrepancias son secundarias o accidentales. Mientras que cuando leo, aun hoy, su Teología de la liberación o La fuerza histórica de los pobres, choco con numerosas ideas que me son inaceptables. ¿No es eso prueba evidente de que se trata de formas de pensamiento bastante diversas? Y creo que muchos de sus críticos pensarán de la misma manera.

Más aún, yo me atrevería a pensar que muchos de los seguidores más extremistas y apasionados del autor se sentirán defraudados por el pensamiento de su presente obra y echarán de menos los entusiasmos de las anteriores. Y hasta es posible que algunos interpreten la moderación de la obra actual, como un procedimiento táctico, en orden a crear un espacio de paz, después de haber suscitado con fuerza el movimiento liberador. Y conste desde ahora que no es ésa mi opinión al respecto.

Por usar una comparación, cuando leí el libro de La verdad los hará libres, me vino a la mente el recuerdo de unas declaraciones de J.-P. Sartre poco tiempo antes de su muerte, en las que declaraba que su desarrollo del tema de la angustia y de la náusea, en los años posteriores a la posguerra mundial, no significaba en manera alguna una experiencia personal que abarcase su vida entera, sino que era más bien un desarrollo literario. De la misma manera, pensé, quizás ahora estábamos ante el verdadero pensamiento del autor y sus expresiones anteriores no eran sino formas literarias adaptadas a las circunstancias del momento.

Pero después volví a convencerme que no era ésa la realidad y que las diferencias que habían mediado eran realmente importantes. Y por eso me puedo identificar con este último texto del autor y no con los primeros. Y no quiero decir que la diferencia sea necesariamente dogmática y que en los primeros textos nos hallemos ante una visión heterodoxa del cristianismo. En varias ocasiones he defendido la ortodoxia teológica de G. Gutiérrez contra algunos de sus adversarios. Lo que no significaba mi coincidencia con su pensamiento, sino más bien que yo ponía la discrepancia en el campo de la enseñanza social de la Iglesia.

Prueba de esta mi postura es la apreciación valorativa que hice de la teología de G. Gutiérrez, cuando me la pidió la Conferencia Episcopal del Perú. Recuerdo que presenté yo mi juicio (que suponía sería algo reservado), cuando al poco tiempo se me presentaron algunos jesuitas, muy entusiastas del pensamiento de G. Gutiérrez, que con el texto de mi juicio en la mano, me increparon por las ideas que había vertido sobre su teología. Y me aseguraron que mi juicio era el peor de los tres que había recibido la Conferencia tras su solicitud a teólogos peruanos.

Tuve la paciencia de volver a leer el texto de mi juicio con los compañeros que me atacaban y hasta me exigían una retractación. Y pude corroborar ante ellos que en manera alguna negaba yo la ortodoxia de G. Gutiérrez. Más aún, reconocía explícitamente los bienes que su movimiento había podido aportar a la Iglesia del Perú, aunque a la vez insistía en los males reales que, a mi juicio, había ocasionado. Pero al señalar mi discrepancia fundamental con el autor, insistía exclusivamente en su simpatía y colaboración con el marxismo. Es decir, que mi discrepancia se centraba fundamentalmente en la enseñanza social de la Iglesia y en sus actitudes sociopolíticas en este campo.

La lectura del libro La verdad los hará libres me vuelve a confirmar en mi juicio. Desde el momento en que el autor se centra más en lo teológico y se aparta de una llamada más directa a los grupos revolucionarios de América Latina, su pensamiento se hace más diáfano y más concorde con la tradición y con el Magisterio. Y entonces empieza uno a identificarse en lo esencial con su pensamiento.

Se me podrá quizá decir que, si ésa es la verdad, la acusación que se hace a G. Gutiérrez no es en manera alguna teológica. Pues la simpatía y la colaboración con una u otra ideología no está dentro del marco de la Teología. Y no dudo en reconocer que en un cierto sentido esta afirmación es verdadera. Pero en otro sentido, ciertamente no.

Y es que creo que la vinculación de G. Gutiérrez a la causa marxista, con las limitaciones y sentido crítico que él mismo ahora remarca, ha generado en muchos grupos cristianos entusiasmos mesiánicos muy distantes del pensamiento de la Iglesia, tendencias mesiánicas y absolutizadas que significaban en muchos casos abandono real del cristianismo y sacralización de nuevas esperanzas políticas. Y como consecuencia de esos sectarismos, se han generado entre nosotros hondas tensiones dentro de la Iglesia, rupturas del diálogo a todos los niveles y provocaciones a extremismos de derecha teñidos de un fanatismo semejante.

Pues muchos de sus seguidores se dejaron entusiasmar por la nueva esperanza y utopía, mientras apenas prestaron atención a las precisiones críticas que hoy el autor enfatiza y cita de nuevo con satisfacción. Y no hay duda, al menos a mi manera de entender, que Gustavo tuvo una gran responsabilidad en algunos de esos movimientos, pues nunca fue claro y tajante en señalar los abusos de esas corrientes. Recién hace un par de años ha empezado a sentirse en él una nueva forma de expresión, pero aun insistiendo en que sigue con las mismas ideas fundamentales de antes.

Para aclarar en esto un poco mi pensamiento, me atrevo a citar el testimonio que escuché a uno de los adversarios de G. Gutiérrez. Aseguraba él que G. Gutiérrez era la persona a quien el marxismo más debía en el Perú. No pretendo yo en manera alguna aceptar ese juicio tan ambiguo e impreciso. Pero tampoco quiero negar que hallé en él un cierto viso de verdad que me impactó. Y es ahí donde a mi juicio ha surgido la clave del conflicto que ha creado innumerables tensiones dentro de la Iglesia en estos últimos años.

Y no porque juzguemos que el marxismo viene a ser una especie de ideología maldita con la que no cabe colaboración alguna. Sino por el hecho de que esa ideología entre nosotros se suele presentar con carácter mesiánico, absolutizador de su propia verdad y de su praxis, que descalifica todo otro intento liberador y hasta lo condena como perverso. Esa cuña introducida en la Iglesia no podía sino generar división y enfrentamiento doloroso.

Y mucho más en las circunstancias latinoamericanas que eran propias al desarrollo hiperbólico de esperanzas utópicas. Prendieron muchas veces en el pueblo sin correcciones críticas. Y por eso condujeron en no pocos casos a las más tristes aberraciones. Una de ellas es sin duda el terrorismo que ha alcanzado entre nosotros proporciones inimaginables. Y ahí volvemos todos a ver las consecuencias de una violencia desencadenada, sobre el mito del pueblo oprimido y sin las correcciones críticas de una razón justamente liberadora.

Yo creo que de esta manera podemos explicar la continuidad y a la vez la discontinuidad del pensamiento de G. Gutiérrez. No se trata de atribuir al autor recursos meramente tácticos, para atraerse el favor de la jerarquía, en un segundo momento, después de haber movilizado un amplio movimiento de tendencia liberadora. Eso significaría una perfecta asimilación de la ideología marxista que juzgo del todo inadmisible. Se trata en el fondo de una continuidad de su pensamiento ortodoxo en lo fundamental, aunque con implicaciones muy ambiguas en el campo de la enseñanza social de la Iglesia que repercuten en toda la vida cristiana.

Y de esa manera explicamos también la discontinuidad entre las dos etapas del autor que juzgo ser muy importante. De ahí la sorpresa ante un nuevo teólogo con el que resulta fácil la identificación. Pero quizá se han relativizado ciertas posturas o teorías sociológicas y se han percibido a la vez consecuencias funestas de ciertas interpretaciones populares de la ideología marxista. Y por eso en esta nueva etapa el pensamiento del autor prescinde de su optimismo revolucionario y de su confianza en los grupos portadores de esa ideología. Y el resultado es que el contenido de su obra nos resulta distinto.

Si es verdadera la interpretación que hacemos, hemos de saludarla como verdaderamente esperanzadora. En el sentido de una posible maduración en el diálogo y de una actitud más crítica frente a las ideologías y utopías que pululan por nuestros pueblos. No sé si esa esperanza es también utópica, pero debemos fomentarla en orden a una reconstrucción del espacio eclesial que es esencialmente espacio de diálogo y de cooperación mutua en la liberación de los pueblos, sin absolutización alguna de doctrinas sociales, de mitos, o de partidos.

En su difícil posición actual, el peruano Gutiérrez, aquejado evidentemente por un complejo de Túpac Amaru, recibe el continuado apoyo del frente liberacionista mundial. Los obispos radicales norteamericanos que manejan en San Antonio, Texas, el «Mexican American Cultural Center» le tienen allí como profesor visitante y frecuente y anuncian como atracción máxima de sus cursos liberacionistas «una semana con el padre Gustavo Gutiérrez». El protoliberacionista peruano no era doctor, pero en 1985, y en plena ofensiva del Vaticano contra sus desviaciones, el «Institut Catholique de Toulouse» le aceptó como tesis, per modum unius el conjunto de sus obras publicadas, de forma enteramente ilegal y con recurso a profesores complacientes de otros centros para el tribunal.

Las incursiones por retaguardia del padre Ellacuría

Los jesuitas liberacionistas y los hermanos Boff, esas vedettes de la liberación en Brasil, han asumido desde la contraofensiva del Vaticano una actitud bastante menos prudente que la del fundador oficial de la teología liberacionista, Gustavo Gutiérrez. Los jesuitas Ellacuría y Sobrino, con muchos otros miembros del sector liberacionista-socialista de la Orden ignaciana, han mostrado, sí, alguna mayor reserva en sus declaraciones y publicaciones, mientras los superiores que les amparan —el provincial de Centroamérica, Valentín Menéndez, el de España, Iglesias, algunos de los norteamericanos— procuran agazaparse para dejar pasar la tormenta, en espera de mejores vientos de Roma. (Trataré de hacerles algo más difícil ese propósito, no por ganas de fastidiar, sino por espíritu de descarado servicio a la Iglesia, en el capítulo penúltimo de este libro). Pero, como los demás liberacionistas desenmascarados, alternan sus estancias en el bunker con audaces descubiertas al exterior, y acciones reiteradas de propaganda en la retaguardia. Por ejemplo el padre Ignacio Ellacuría, rector de la Universidad «José Simeón Cañas» de San Salvador, «negó en el Club Siglo XXI de Madrid que la teología de la liberación tenga estrecha vinculación con el marxismo y aseguró que su relación con el materialismo histórico es “muy leve, sólo de cortesía”. También insistió en que dicha teología no es materialista, y la definió como “el mejor fruto del Vaticano II”.

»Según Ellacuría, los teólogos de la liberación no pretenden en absoluto una Iglesia paralela o una ruptura con la jerarquía, pero aclaró que si bien la Iglesia es jerárquica, la Iglesia no es la jerarquía» (ABC, 23-1-1987, p. 36). Ellacuría no había leído sin duda las declaraciones de Gustavo Gutiérrez que acabamos de transcribir sobre la relación de la teología de la liberación y el marxismo; su desacuerdo con él debe de ser dialéctico. Repliqué al padre Ellacuría a vuelta de correo con una carta en ABC, en que le mencionaba las innumerables cortesías de la teología de la liberación con el marxismo; pero el jesuita vasco-salvadoreño no contestó con razón alguna, ya que su misión era de enmascaramiento. Luego volvería a España en mayo para oficiar de nuevo, ahora en un encuentro liberacionista-socialista en La Rábida, del que hablaremos en su momento.

La resistencia activa de los hermanos Boff

El comportamiento de los hermanos Boff ante la contraofensiva del Vaticano ha sido muy diferente al de Gustavo Gutiérrez. Por lo pronto entre la primavera de 1985 y la de 1986, es decir, durante el casi un año de silenciamiento y reflexión impuesto por Roma a fray Leonardo, mientras su hermano Clodovis seguía privado de su venia docendi por el cardenal de Río, los Boff siguieron reeditando tranquilamente sus obras condenadas o sospechosas, por ejemplo Jesús Cristo Libertador (ed. brasileña «Vozes», Petropolis, 1985; 3.a ed. española en la editorial de los jesuitas «Sal Terrae», Santander, sin expresa mención del año para eludir ingenuamente la moratoria). En medio del período de silenciamiento y con autorizaciones del provincial de los franciscanos y del cardenal de Sao Paulo fechadas de manera desafiante en noviembre y en diciembre de 1985, Leonardo y Clodovis Boff publicaban en «Ediciones Paulinas» de Madrid y «Editora Vozes» de Petropolis (1986) un libro provocativo, Cómo hacer teología de la liberación, en que tratan de ofrecer «una visión global, accesible y serena de este modo de hacer Teología, hoy debatido». No simplemente debatido; puesto expresamente en entredicho por la Santa Sede, entre la primera y la segunda Instrucción sobre el problema. Los teólogos tratan de cubrirse, insuficientemente, contra las acusaciones del Vaticano y la jerarquía. «El pobre a que nos referimos aquí —dicen— es un colectivo, las clases populares que abarcan mucho más que el proletariado estudiado por Carlos Marx (es un equívoco identificar al pobre de la teología de la liberación con el proletariado, como hacen muchos críticos): son los obreros explotados dentro del sistema capitalista; son los subempleados, los marginados del sistema productivo, un ejército en reserva, siempre a mano para sustituir a los empleados» (op. cit., p. 12). Es decir, son exactamente los proletarios de Marx, descritos con la misma terminología —«ejército de reserva»— acuñada por Marx. Aducen los Boff todo el conjunto de tópicos y símbolos liberacionistas, como los «mártires» del Salvador (p. 17); consideran como teólogo a todo cristiano preocupado por su fe (p. 26); se enfrentan al capitalismo dogmáticamente, al representarle «bajo la forma de un árbol con sus frutos podridos y sus raíces venenosas» (p. 27); aceptan la definición gramsciana de intelectual orgánico para el teólogo (p. 30); insisten en la «primacía de la praxis» de cuño marxista (p. 33); proponen la revolución como salida a la situación de dependencia (p. 39); y tratan de difuminar, inútilmente, la impronta marxista de la teología de la liberación, aunque la plantean desde un diálogo del teólogo con Marx, y dicen que utiliza al marxismo «de modo puramente instrumental»: «Digamos aquí que la teología de la liberación utiliza libremente del marxismo algunas indicaciones metodológicas que se han revelado fecundas para la comprensión del mundo de los oprimidos, entre las cuales están la importancia de los factores económicos, la atención a la lucha de clases, el poder mistificador (sic) de las ideologías, incluidas las religiosas» (página 41). Éstos no son aspectos metodológicos del marxismo, sino la esencia del marxismo incluida en la reflexión teológica. Y los Boff dicen que «esto es lo que afirmó el entonces general de los jesuitas, el padre P. Arrupe, en su famosa carta sobre el análisis marxista». No es verdad. Lo que afirmó el padre Arrupe, como demostramos documentalmente en nuestro primer libro, es que no se puede separar el análisis marxista de la dogmática y los principios marxistas. «Marx (como cualquier otro marxista) —siguen los hermanos rebeldes— puede sin duda ser compañero de camino», afirman, con cita en el número 554 del documento de Puebla para corroborarlo. Pero en ese número de Puebla no se nombra para nada a Marx, como puede comprobarse en la edición oficiosa de la «BAC», Madrid, 1985, p. 218. Recaban los Boff a Cristo como guía, no a Marx, y afirman cínicamente que «para un teólogo de la liberación, el materialismo y el ateísmo marxistas ni siquiera llegan a ser una tentación». Entonces el capítulo VIII de la edición brasileña de Iglesia, carisma y poder, que es una aplicación directa de la lucha de clases al interior de la Iglesia, es una pura invención de los críticos; como han pretendido hacernos creer los jesuitas españoles de «Sal Terrae», al escamotear ese capítulo por arte de birlibirloque en la edición española.

Para que no haya duda, los hermanos Boff resumen a vuelta de página: «Esto permite entender por qué en una sociedad de clases las luchas de clase son las luchas principales» (p. 42). La descripción de las comunidades de base en Centroamérica, que fueron a la guerra revolucionaria con los libros de los Macabeos y tomaron los de Esdras y Nehemías como textos para la reconstrucción (bajo un gobierno marxista-leninista-cristiano) (p. 50), es toda una tomadura de pelo para el lector. Los teólogos de la liberación se han hartado de descalificar la doctrina social de la Iglesia como «tercerismo» o tercera vía insuficiente; pero los Boff dicen ahora que «no existe incompatibilidad de principio entre la doctrina social de la Iglesia y la teología de la liberación» (p. 53). Aunque poco después lo corrigen al hablar de los desheredados en el Tercer Mundo, para quienes «la fe es también y sobre todo, política» (p. 54). Y para quienes se determinan estrategias y tácticas que incluyen la «apelación a la fuerza» y la articulación del pueblo de Dios con otras fuerzas históricas presentes en la sociedad» (página 56) que son naturalmente las fuerzas del marxismo-leninismo, y el socialismo marxista, de todo lo cual no hay ni rastro en la doctrina social de la Iglesia.

Aducen los Boff una breve y detonante historia de la teología de la liberación, inspirada por la revolución cubana como alternativa a la dependencia (p. 86), pero no dicen que al precio de caer en una dependencia peor, la soviética; destacan la inspiración de los liberacionistas en el pensamiento social católico (Maritain, Mounier) y los teólogos progresistas franceses (Congar, De Lubac, Chénu) sin mencionar, sorprendentemente, la influencia (que ha sido esencial) de la teología progresista y política centroeuropea y de la protestante; afirman que el origen inmediato de la teología autóctona de la liberación en Iberoamérica fue la intervención de Gustavo Gutiérrez en Petrópolis, Brasil, en 1964, en que presentaba a la Teología «como reflexión crítica sobre la praxis» (p. 99); destacan la importancia del encuentro de El Escorial en 1972 para el lanzamiento de la teología de la liberación; y señalan como las tres figuras de oposición reaccionaria al cardenal López Trujillo, el jesuita Roger Vekemans y el obispo de San Salvador (Bahía) fray Boaventura Kloppenburg, maestro precisamente de Leonardo Boff.

Interpretan cínicamente la primera Instrucción romana de 1984 así: «Este documento tuvo el gran mérito de legitimar la expresión y el proyecto de la teología de la liberación» (p. 97). Y con no menor cinismo —que ya es simplemente caradura— dicen, al hablar del bloque socialista, que «poco se sabe del estado del pensamiento teológico en ese mundo, y menos todavía en lo que atañe a los desarrollos e influencias en términos de teología de la liberación» (p. 104). Influencias que terminarían en Siberia, fulminantemente. Como traca final, los Boff definen a la teología de la liberación, muy atinadamente, como «el grito articulado del oprimido, de los nuevos bárbaros que presionan sobre las fronteras del imperio» (p. 111), aunque no dicen que lo hacen al servicio del otro imperio.

No contento con mantener de esta forma sus posiciones durante la época de su ostracismo, Leonardo Boff ha vuelto a la carga cuando Roma, generosamente, le devolvió la libertad de actuación. Desde entonces ha publicado en Brasil dos nuevos libros, Y la Iglesia se hizo pueblo y La Trinidad, la sociedad y la liberación, que fueron interceptados por la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe (cfr. El País, 31-111-1987, p. 31). En el primero, Boff dirige una proclama a los clérigos para «conformar una Iglesia más militante en la lucha por el establecimiento de una mayor justicia social».

Sorprende que el diario progresista madrileño diese esta noticia con diez meses de retraso. Porque su colega y rival de Madrid, ABC, había publicado nada menos que el 11 de mayo de 1986, una grave noticia que demostraba, por su temprana fecha, que Boff había utilizado su forzoso retiro para preparar un nuevo asalto a la Iglesia católica. Y la Iglesia se hizo pueblo se publicó, en efecto, a raíz del levantamiento de la sanción contra Boff. El padre Bettencourt, director de la Facultad de Filosofía «Juan Pablo II» de Río de Janeiro, comunicaba que el nuevo libro de Boff «incluye tesis sostenidas por Boff antes de las advertencias recibidas de la Santa Sede en marzo de 1985 y antes de la imposición de silencio». Uno de los aspectos más peligrosos del nuevo libro es la reincidencia en considerar a la Iglesia a partir de categorías socio-políticas que invierten el flujo creador de la Iglesia; que discurre según Boff no de arriba abajo —como Cristo la instituyó— sino de abajo arriba. Bettencourt fundamenta el libro de Boff en las tesis marxistas de Antonio Gramsci, citado así por Boff como lema de su obra: «La fe incorpora una visión de claridad política, porque fe aquí significa fundamentalmente una práctica o una concepción del mundo». En cambio el jesuita liberacionista Libanio elogia la nueva obra de L. Boff y defiende a la Iglesia popular. El propio Boff trataba de dirimir la controversia con unas declaraciones rebeldes, que no presagian nada bueno para el futuro inmediato: «Durante el año de silencio a que fui sometido, maduré bastante y perdí toda la inocencia teológica al advertir que, en los conflictos internos de la Iglesia, no sólo prevalecen intereses religiosos, sino también otros objetivos ocultos y no evangélicos».

Pero no nos contentemos con los argumentos y las cautelas de la autoridad: vayamos a los nuevos libros de Boff directamente, una vez que se han editado en España con sorprendente celeridad. Y la Iglesia se hizo pueblo, con el subtítulo de Eclesiogénesis, aparece en «Sal Terrae» en 1986 (lo he adquirido en el mes de junio). Y es una reiteración (formada por trabajos anteriores refritados por L. Boff durante su época de silencio) en que vuelve a persistir en todas las desviaciones descalificadas por la Notificación de 1985 que provocó ese silenciamiento. Boff procura ahora desviar las acusaciones de marxismo al no utilizar abiertamente el término, pero repite sus tesis marxistas fundamentales incluso con más carga de radicalidad. El libro viene prologado por el obispo brasileño Morello con fecha anterior al levantamiento del silencio penitencial (6 de enero de 1986). A lo largo de todo el libro se repite con cinismo y falsía que el Papa y el Sínodo están netamente a favor de la teología de la liberación y de la Iglesia Popular (pp. 16 y siguientes). Se propone la alianza estratégica con los partidos y movimientos revolucionarios (p. 22). Se restringe el ámbito de la teología de la Iglesia y hasta de la fe al «lugar social» de los pobres, fuera del cual no puede haber ni Teología, ni Iglesia, ni fe; y la Teología debe articularse como «análisis estructural del conflicto» (p. 27), donosa manera de incluir al marxismo como instrumento teológico. «Hoy se plantea el desafío de ser santo políticamente» (p. 45). Se dedica un capítulo’ al teólogo como «intelectual orgánico» (p. 77) según la terminología de Gramsci y otro al adoctrinamiento de los políticos. Las comunidades de base no solamente están en la Iglesia sino que «son la Iglesia» (página 92); lo que hay fuera de ellas por tanto no es Iglesia. «El sistema capitalista debe ser atacado en su raíz» (p. 98). No concede la menor posibilidad de luchar en favor de los pobres dentro del sistema de libre mercado. Las comunidades forman la Iglesia popular y son «los nuevos bárbaros que conmueven los cimientos del Imperio» (p. 101). Cuenta con detalle el V Encuentro nacional de las comunidades de base brasileñas en Canindé, Ceara, del 4 al 8 de julio de 1983. Asistió la izquierda radical del Episcopado brasileño, 30 obispos ahora, menos de la décima parte, con el belicoso cardenal de Sao Paulo, Aloisio Lorscheider, al frente, y con el obispo-secretario de la Conferencia Episcopal. Allí se rechazó la democracia representativa en favor de la «democracia participativa», es decir, socialista y «popular» según el modelo oriental. Se exigió «llegar al corazón de la bestia para apartarla del camino de la liberación» (p. 115). Se identificó al movimiento comunidades de base con la teología de la liberación: «Las CEB representan la praxis, la TL la teoría». Y es que «no existe una distinción nítida entre política y fe: todo forma una realidad única» (p. 127).

La editorial española de los jesuitas, «Sal Terrae», revela con motivo de la traducción de este libro un agravamiento de su ya famoso escamoteo del capítulo VIII de Boff en Iglesia, carisma y poder, dedicado a la promoción de la lucha marxista de clases en el seno de la Iglesia. Resulta que para la edición española publicada por «Sal Terrae» en 1982 se había escamoteado ese capítulo, el más radical y más vapuleado por Roma en sus censuras de 1985. Pero ahora en la página 61 n.° 20 de Y la Iglesia se hizo pueblo la editorial jesuita española revela que ese conflictivo capítulo se insertó en otra traducción de Boff, la primera Eclesiogénesis de 1984 (pp. 51-73), justo en el año de la primera Instrucción romana sobre la teología de la liberación. De la obediencia y el respeto al Papado instituidos en su Orden por san Ignacio de Loyola no quedaban ya ni los rastros en el aparato oficial de la Compañía de Jesús española.

Ante las indicaciones que acabamos de hacer sobre el primero de los «nuevos» libros de L. Boff estamos seguros de que Roma concluirá el examen a que los tiene sometidos con una repulsa todavía más enérgica, por flagrante reincidencia. Esta predicción, nada difícil, se confirma con la lectura del segundo «libro del silencio», traducido al español en 1986 por «Ediciones Paulinas», con el título La Trinidad, la sociedad y la liberación dentro de la colección «Cristianismo y sociedad», con licencia franciscana y episcopal brasileña.

Muy modestamente Leonardo Boff propone tres explicaciones teológicas para el misterio de la Trinidad en los intentos de la Iglesia hacia su racionalización: la de los padres griegos, la de los padres latinos y la suya, que consiste en la explanación del concepto griego de la perijóresis o interpenetración de las Tres Divinas Personas; sería interesante ver cómo explica Boff tan sencilla idea a las comunidades de base del Nordeste, mucho más interesadas en la lucha política. La Trinidad no es un dogma excelso sino un modelo para la convivencia social y liberadora igualitaria (p. 19). Se apoya Boff en un estudio «teológico» cubano de 1980 en que se trata de justificar la revolución de Castro desde el dogma de la Trinidad, y aseguro a los lectores que estoy citando a Boff y no a una revista de humor negro (p. 21). Y también en otro estudio brasileño sobre cosas tan semejantes como la Trinidad y la política.

El libro es un tostonazo descomunal, que seguramente acabará con cualquier tentación de insomnio en las sesiones de las comunidades de base, pero me parece que resbala más de la cuenta en una insistente serie de alusiones sobre el sexo de Dios, que me recuerdan las inefables reuniones del Ateneo de Madrid durante la República, en que no se pudo decidir ese tema por haberse llegado a un empate. Boff exalta la «dimensión femenina» no sólo de las tres personas sino incluso de Cristo Dios y Hombre, en audacias que me parecen al borde de la blasfemia y apoyándose en una desgarrada teóloga brasileña, María Clara L. Bingemer (a quien ya conocemos por su colaboración con el jesuita Libanio y su participación en el aquelarre de México-86), que debe de ser una especie de Lidia Falcón en versión místico-carioca. El Espíritu es, además, naturalmente, «motor de la liberación integral». Me temo que la nueva descalificación romana de L. Boff va a resultar bastante más seria que la primera, en vista de los resultados.

Compré estos dos detonantes libros de Boff en una caseta religiosa de la Feria del Libro madrileña de 1987, entre los comentarios admirativos y delicuescentes de una madura vendedora, con inequívoco aspecto monjil, que me revelaba la formidable falta de crítica con que los cristianos progresistas de la España democrática acogen todos los disparates liberacionistas cuando provienen directamente de sus ídolos. Poco antes, en mayo de 1987, Leonardo Boff, tan proclive a las tentaciones viajeras y a las declaraciones espectaculares, llegaba a Barcelona para participar en un contubernio cristiano-marxista: la recogida del premio internacional Alfonso Comín «por su lucha en favor de los oprimidos» (El País, 31-V-1987, p. 31). Allí el periodista Francesc Valls, vocero del marxismo cristiano y totalmente desprovisto de actitud crítica fuera de su reconocido partidismo sectario, le hizo una admirativa entrevista en que el teólogo brasileño se despachó a gusto. Afirmó gloriosamente que no tenía interés en provocar al Papa; reconoció que en su nuevo libro repite, según Roma, los mismos errores que en Iglesia, carisma y poder. «Para mí —sigue—, el problema no es Roma, es el capitalismo». Declara su intención de «conquistar al Papa y a Ratzinger». Reconoce que el proceso para el lanzamiento de la Iglesia popular «está truncado». Y pide no un Papa populista sino un Papa popular.

Quiere convertir a Ratzinger, pero de momento le ataca. Sin haber leído el reciente libro de Ratzinger, Iglesia, ecumenismo y política, se atreve a decir que «Ratzinger tiene una visión estalinista del marxismo» y le acusa de maniqueísmo antimarxista. Aduce amablemente el escándalo de la Banca vaticana; y recae en el síndrome marxista ingenuamente: «En cambio el que está en la base, con el pueblo oprimido, asimila el marxismo, con la respiración profunda, porque para el pueblo puede ser una forma de liberarse. Si me pregunta si soy cristiano o soy marxista, yo digo que soy un cristiano que asimila y que ha aprendido de Marx, y por eso he hecho de la fe algo más mordiente».

Gracias, fray Leonardo.

El naufragio del proyecto «Vozes»-«Paulinas»

Mientras los jefes de fila del movimiento liberacionista alternaban de diversa forma sus estancias en el bunker y sus audaces salidas e incursiones por la retaguardia, Roma asestaba un certero golpe a una iniciativa peligrosísima, que fue cancelada fulminantemente. Ya dijimos en nuestro primer libro que las ediciones «Vozes» —la torre del homenaje de Leonardo Boff— y las poderosas ediciones «Paulinas», que extienden por todo el mundo su red editorial y librera, habían concluido un convenio para lanzar a todo el mundo una summa theologica de la teología de la liberación en varias series, como expresa protesta por las actuaciones del Vaticano contra Boff y —esto es lo que alarmó de verdad a Roma— bajo el patrocinio expreso de más de un centenar de obispos de toda América —la gran mayoría de Brasil, presididos por el cardenal liberacionista de Sao Paulo, monseñor P. E. Arns— y con ingenua participación de cuatro obispos españoles, de quienes nadie supo qué vela llevaban en ese entierro: monseñor Echarren (Canarias), Uriarte (auxiliar de Bilbao), Castellanos (Palencia) y Guix (Vic). La colección produjo de entrada dos títulos flojísimos, de los que ya dimos cuenta, y publicó después, que sepamos, solamente uno más: La memoria del pueblo cristiano, de Eduardo Hoornaert (Madrid, «Paulinas», 1986), mediocre historia anticrónica (trata de explicar la experiencia cristiana de los tres primeros siglos a partir de las comunidades de base brasileñas de hoy) que nos hace temer por la estabilidad historiográfica de los alumnos a quienes se destinan tales enseñanzas, ya que el padre Hoornaert enseña en el nordeste brasileño. Se trata por tanto de una historia forzada y tendenciosa, escrita desde un método politizado e inadmisible.

Pero este libro de Hoornaert prestó un gran servicio: acabó con la pretenciosa summa liberacionista. Las advertencias de Roma a los obispos patrocinadores se dirigieron en prudente secreto, pero debieron de ser contundentes. Nos consta de fuentes romanas que la Santa Sede —parece que el Papa personalmente— llamó al General de los Paulinos y le intimó la suspensión inmediata de la colección. Así se hizo, ya que en esa Congregación, además, habían surgido fuertes protestas por la entrega de su amplia red editorial-librera de ámbito mundial a un proyecto contestatario que tanto disgustaba a la Santa Sede. Las bravatas de los liberacionistas a raíz de la tormenta sobre Boff cayeron, pues, en el vacío. Algunos libros destinados a esta colección se desviaron a otras editoriales; pero el proyecto se cortó en flor, y los obispos patrocinadores quedaron, dígase con todo respeto, con el rabo entre piernas. Aunque en América y en España, su endoso de la colección rebelde nos ha servido mucho para saber quién es quién. Las «Ediciones Paulinas» de España tratan sin embargo de reproducir la serie con otra cara, a partir del libro trinitario de Boff que acabamos de reseñar. La desobediencia crónica de los jesuitas produce, a lo que se ve, nuevos discípulos. Boff y sus colaboradores tratan de salvar su summa por caminos desviados en varios países.

Las críticas cristianas ante la teología de la liberación

En nuestro primer libro, Jesuitas, Iglesia y marxismo, incluimos ya algunas críticas formuladas desde el campo cristiano contra la teología de la liberación. Recordamos entre ellas, por su permanente vigencia, la del cardenal Alfonso López Trujillo en su libro magistral Liberación marxista y liberación cristiana (Madrid, «BAC», 1974), especialmente valiosa por su temprana fecha; la de la Comisión Teológica Internacional, Teología de la liberación (Madrid, «BAC», 1978); las serias advertencias de los cardenales Marcelo González Martín y Ángel Suquía al principio y al final del lanzamiento de la teología de la liberación; y dos importantes contribuciones críticas desde el ámbito del Opus Dei: el libro de Lucas F. Mateo Seco Teología de la liberación, a propósito de los tres teólogos Gutiérrez, Asmann y Alves (Madrid, «Magisterio Español», 1981), y el análisis del profesor chileno J. M. Ibáñez Langlois Teología de la liberación y lucha de clases, aparecido muy oportunamente en 1985 (Madrid, «Ediciones Palabra»), en sintonía con la contraofensiva del Vaticano. Resumíamos también ampliamente en nuestro primer libro la luminosa crítica de dos jesuitas ignacianos sobre la teología de la liberación. En primer lugar el análisis del padre Salvador Cevallos en Quito Censura a la teología de la liberación; otra el libro del jesuita hispano-peruano José Luis Idígoras Liberación, temas bíblicos y teológicos (Lima, 1984), que critica a la teología de la liberación desde un estricto enfoque teológico (nada reaccionario, por cierto) y que nos sigue pareciendo uno de los análisis más válidos y profundos sobre el problema.

Ahora, antes de presentar las críticas más recientes, conviene que citemos otras dos muy anteriores, pero también importantes y significativas.

El análisis del dominico Armando Bandera

La primera es El marxismo en la Teología, del sacerdote y marxólogo polaco, afincado en América, Miguel Poradowski, publicado por «Speiro» en 1976. El padre Poradowski muy estimado por su compatriota el Papa Juan Pablo II, conoce los efectos del marxismo en carne viva, y es un testigo de primera mano en el plano de las derivaciones estratégicas de la teología de la liberación. El autor profundiza en las aperturas al marxismo del teólogo protestante Karl Barth y del teólogo católico Rahner; y califica justamente como marxista a la teología de la liberación propuesta por Gustavo Gutiérrez.

En nuestro primer libro, y en el actual, hemos preferido cargar el acento en la crítica social, política, estratégica y antropológica de la teología de la liberación ya que, como creemos haber demostrado hasta la saciedad, no se trata de una auténtica teología, sino más bien de una antropología; y no de una antropología genérica, sino de una antropología marxista que resulta, dentro de su restringido plano conceptual y teórico, relativamente mediocre y barata. Los grandes textos de la teología de la liberación no pasarán, seguramente, a la gran historia, sino a la gran anécdota del marxismo en acción. Pero para satisfacer a lectores empeñados en montar una crítica estrictamente teológica a los movimientos de liberación hemos recogido ya diversos textos y propuesto varios enfoques en nuestro primer libro, por ejemplo el citado libro de Idígoras; y hemos tratado de profundizar en los esquemas teológicos contemporáneos a lo largo de los capítulos anteriores de este libro.

Debemos reseñar ahora una importante crítica global a la teología de la liberación pensada y publicada en España, y que presta atención especial a los enfoques estrictamente teológicos: nos referimos al libro del dominico Armando Bandera La Iglesia ante el proceso de liberación, publicada en Madrid por la «BAC», en fecha también temprana, 1975.

El padre Bandera alcanza el singular mérito de haber comprendido toda la fuerza, toda la amplitud y toda la importancia de la teología de la liberación en los primeros momentos de su eclosión y expansión. Se centra, con sumo acierto, en el análisis extenso del libro primordial de Gustavo Gutiérrez y en las actas del encuentro de El Escorial; es decir, que capta bien el influjo de los jesuitas españoles en el fenómeno. También capta con tino las influencias centroeuropeas —sobre todo la de Metz, influido a su vez por la Escuela de Frankfurt— y la de Moltmann. Reconoce la entraña marxista de muchos planteamientos de Gutiérrez, y llega a tiempo para conectar a la teología de la liberación con el frente de los Cristianos por el Socialismo que surgía en el Chile de Salvador Allende. Puede que, por tratarse de un ilustre teólogo, se centre en la crítica teológica (y en especial cristológica) de la teología de la liberación más que en sus desviaciones antropológicas; y desde luego el plano de la actuación estratégica queda fuera de la consideración, por esa injustificada alergia que tienen los teólogos ortodoxos para no ocuparse en problemas estratégicos, mientras los teólogos de la liberación desbordan sin el menor complejo, aunque generalmente para estrellarse, las fronteras profesionales y científicas de la Teología. Bandera expone primero cabalmente y después critica con seguridad y dureza. Su libro es admirable; pero la marea liberacionista le desbordó, quizá porque se centra en la problemática teológica, y a los frentes de la liberación hay que plantearles batalla sobre todo en el terreno que consideran suyo, el de la praxis, el de la política y la estrategia. Además el campo católico en España no ha respaldado intentos tan lúcidos como el de Bandera con el mismo fervor que la retaguardia liberacionista despliega para jalear a sus vanguardias de pensamiento y teoría.

Dos avisos para Jon Sobrino

El padre Jon Sobrino es uno de los jesuitas vascos que orientan estratégicamente la lucha cristiano-marxista por la liberación en América desde un centro avanzado importante: la Universidad «José Simeón Cañas» en San Salvador. Sobrino no es un creador de Teología; apenas puede encontrarse en sus libros un pensamiento y menos una secuencia original. Es un europeo que insiste mucho en radicar sus ideas «en América Latina», como podía basarlas en Ceilán. Ha accedido recientemente al estrellato del liberacionismo, en virtud del sistema de comunicación social controlado por el sector progresista de los jesuitas, pero se trata de un divulgador más que de un creador, condición que por lo general comparte con las demás estrellas del liberacionismo, cuya originalidad resulta cada vez más discutible cuando se profundiza en sus fuentes de inspiración y se analiza seriamente la estructura de sus obras; muchas veces esas obras son centones de trabajos menores ensamblados con oportunismo editorial, como le sucede a Gustavo Gutiérrez, a Boff y a Asmann, entre otros. Y al propio Sobrino, como a González Faus.

Jon Sobrino ha tenido, según confesión propia, serios problemas con el Vaticano, que deben de haberse encauzado a través del aparato de su Orden, porque de momento no han abocado a condenas formales o reprensiones espectaculares. En su citado libro, Teología de la liberación y lucha de clases, Ibáñez Langlois dedica un serio y continuado aviso a las posiciones resbaladizas y abiertamente heterodoxas de Sobrino, a cuyo pensamiento vincula con tesis marxistas; pero ha sido el marianista neozelandés George H. Duggan, doctor por el Angelicum de Roma y experto en el pensamiento filosófico moderno, quien publicó el primer aviso importante sobre la cristología de Sobrino en Homiletic and Pastoral Review (enero 1982, pp. 30 y ss.), bajo el título Señal para una vía muerta. Reconforta, en un mundo donde sobreabundan las reticencias, encontrarse con una denuncia tan clara y tan fundada como la del padre Duggan sobre el equívoco jesuita vasco-salvadoreño.

Se centra Duggan en el libro de Sobrino traducido con el título Christology at the crossroads, «SCM Press», 1978. Duggan retrata los orígenes del pensamiento social de Sobrino hasta Marx, y su metafísica hasta Hegel. Para Sobrino, Cristo es un profeta de la liberación política, social y económica, que revive, aunque lo niegue, la herejía adopcionista al definir que Cristo se va haciendo gradualmente hijo de Dios. Cristo está sujeto a la ignorancia, y puede no haber sido siempre consciente de su identidad. No trató de establecer una religión, sino de trazar el camino para un nuevo orden social y político. Era un laico que vivía en un mundo profano. Su vida y su muerte deben interpretarse en clave política. El culto y la oración pierden valor ante la prioridad del servicio a los oprimidos. Los Ejercicios Espirituales de san Ignacio han de leerse con estas claves. Posteriormente Sobrino ha publicado, por ejemplo, el libro Jesús en América Latina (Santander, «Sal Terrae», 1982) en que, con alguna mayor cautela, reincide en sus planteamientos resbaladizos. La cristología latinoamericana se conecta con la praxis de la liberación (p. 25). Sobrino vincula expresamente su cristología a las tesis liberacionistas de Gutiérrez, Boff y compañía, como si quisiera buscar en ellos una legitimidad necesaria por su condición de europeo; e inserta retahílas enteras de citas indiscriminadas dentro del sistema de bombos mutuos tan grato a los liberacionistas. Este libro, que es también un centón, está publicado con claras intenciones defensivas ante la inminente clarificación doctrinal que se disponía a emprender la Santa Sede. Sobrino, sin abandonar sus posiciones liberacionistas, ha preferido desde entonces concentrarse en la praxis de apoyo a la revolución centroamericana; y en su libro posterior, Liberación con espíritu («Sal Terrae», 1985) participa de la táctica espiritualista encubridora iniciada por Gustavo Gutiérrez al desencadenarse la tormenta romana, pero de forma todavía más anodina; el libro no explica realmente la presunta espiritualidad de la liberación, sino que insiste cansinamente en la ideología de la liberación. Es, además, uno de los más plúmbeos alegatos de la literatura liberacionista, que no consiste precisamente en un conjunto de amenidades.

El certero resumen de Enrique T. Rueda

En 1985 el Centro Católico de la Free Congress Research and Education Foundation (Washington, D. C.) publicaba un librito de su primer director, el sacerdote y científico cubano Enrique T. Rueda, con el título The Marxist character of Liberation Theology. Pese a su brevedad se trata de una de las obras más completas y penetrantes acerca de la teología de la liberación, con un mérito especial: propone un acertadísimo tratamiento estratégico del problema, fundándose en datos serios y contrastados. El libro se abre significativamente con una cita de Fidel Castro: «Yo soy un cristiano», seguida por otra del ministro nicaragüense de Cultura, el sacerdote Ernesto Cardenal: «Yo soy un comunista». Para Rueda, «la evidencia más clara de la penetración del marxismo en la Iglesia católica es la teología de la liberación» (p. 2). Arranca el autor del desmantelamiento teológico de la Iglesia en el siglo XX pese a los denodados esfuerzos de los Papas —por ejemplo Pío XII en la Humani Generis— para mantener la ortodoxia, cuarteada ante la utilización de la filosofía moderna como molde de expresión teológica. En ese contexto el marxismo se convertía, a raíz de la Segunda Guerra Mundial, en la doctrina de poder para medio mundo. Y cundía en las filas de la Iglesia un entreguismo a la inevitable victoria roja; los agentes de la desmoralización son precisamente los teólogos de la liberación en los medios y países católicos. La reinterpretación de la Biblia según los nuevos esquemas del racionalismo historicista permitirá a los teólogos de la liberación presentar al Evangelio como un conjunto de escritos relativistas, subversivos; y a Cristo como un revolucionario político. Una serie de acontecimientos en América favoreció el auge del liberacionismo: el fracaso de la Alianza para el Progreso, la victoria de Castro, el destino de Allende. Traza después Rueda los orígenes —europeos y americanos— de la teología de la liberación. Estudia después la naturaleza y la estructura de la teología de la liberación como movimiento más que como organización rígida, y a la luz de la Instrucción del Vaticano Libertatis nuntius. Ante las definiciones emitidas por los mismos teólogos de la liberación, estudia la identificación marxista del movimiento teológico, con trazos muy claros y textos irrebatibles. Toma muy en cuenta las dimensiones estratégicas del liberacionismo, apoyadas en el centro de subversión continental que es Cuba desde 1959, y después en la cabeza de puente de Nicaragua. Describe los elementos activos de la red liberacionista en los Estados Unidos, donde resalta el ejemplo del Centro Cultural Mexicano-Americano de San Antonio, Texas; su ejemplo y su actividad se han extendido a lo largo de todo el amplio límite entre México y el sur de los Estados Unidos. Estudia también Rueda las organizaciones del interior norteamericano —por ejemplo cinco de ellas en el área de Washington— que favorecen al movimiento cristiano-marxista en América. También analiza la red de conteos liberacionistas en Iberoamérica, especialmente los servicios editoriales y de Prensa, con alguna alusión a España. Describe el funcionamiento y extensión de las comunidades de base como célula del liberacionismo militante.

En conjunto se trata de una obra documentada y condensada, que resulta muy útil como breviario crítico ante la teología de la liberación.

El repaso del obispo Durand a Gustavo Gutiérrez

En el verano de 1986, recién aparecido mi primer libro, Jesuitas, Iglesia y marxismo, el obispo de El Callao, monseñor Ricardo Durand, S.J., pasó por Madrid y en el diario Ya le preguntó alguien su opinión. Monseñor Durand, que dijo no haber leído mi libro, opinó sin embargo acerca de él, y de forma no muy amable; lo cual me extrañó, pero no borró mi interés a la hora de leer seriamente un libro suyo Observaciones (a los dos libros principales de Gustavo Gutiérrez), editado por su propia Curia Diocesana el año anterior. En ese libro el obispo Durand se muestra muy comprensivo humanamente con Gustavo Gutiérrez, pero con guante blanquísimo le propina un repaso descomunal, después de haber leído a fondo sus obras (el padre Gutiérrez tiene más suerte que yo con el señor obispo) y después de muchas dudas y vacilaciones sobre su deber pastoral en este caso. Afortunadamente se impuso ese sentido del deber y la crítica del obispo jesuita resulta ser una de las más profundas y contundentes que jamás haya recibido un teólogo de la liberación.

Porque monseñor Durand no se limita a enumerar errores; los detecta en los libros de Gutiérrez, caso por caso, y reproduce en facsímil páginas enteras subrayadas. Las doce aproximaciones marxistas (p. 23) que advierte en el teólogo son las siguientes:

«1. Una epistemología de tipo marxista, que es aceptada en puntos importantes.

2. Lo conflictual en la Historia, que llega a la lucha de clases, necesaria e insoslayable.

3. El proyecto histórico o utopía de la liberación, que se realiza y es alcanzada en una sociedad cualitativamente diferente.

4. La creación de un hombre nuevo.

5. La creación permanente de una nueva conciencia social.

6. La apropiación social de los medios de producción.

7. La apropiación hasta de la libertad.

8. La necesidad de un poder popular.

9. El uso de términos, conceptos y categorías marxistas.

10. Al rechazar todo tipo de tercerismo, excluye cualquier otra vía que no sea la que propicia. Lleva así a la revolución social.

11. Señalemos como aproximación marxista la influencia, de importancia, del concepto del intelectual orgánico en el concepto de Teología y del bloque histórico en las fuentes de revelación.

12. Por último se ha de tener en cuenta la forma de aprecio con que cita a varios autores marxistas y en qué y para qué los cita».

Cada una de estas aproximaciones recibe a continuación un tratamiento exhaustivo por el tenaz obispo, que radiografía sector por sector los dos libros de Gutiérrez (Teología de la liberación y Fuerza histórica de los pobres) y los deja como no digan dueñas.

Tras esta radiografía marxista expone monseñor Durand la radiografía teológica, en que va analizando una por una las tesis teológicas de Gustavo Gutiérrez, adobándolas frecuentemente con nuevos enfoques sobre el marxismo congénito de los dos libros; y es que el marxismo, como ya vimos en nuestro propio análisis, no es algo superficial y adjetivo, sino algo consustancial con el pensamiento «teológico» de Gutiérrez. El repaso de monseñor es en este terreno todavía más implacable.

Éste es el resumen que ofrece el propio obispo:

  1. «En lo teológico:
    No puede aceptarse una Teología:
    1. Que sea desde, en y sobre “la praxis histórica subversiva”.
    2. Que absorba a la Teología como “sabiduría” o ciencia, o saber racional.
    3. Que deje en un segundo plano a Dios y a su Revelación, cuya manifestación está en el depósito de la fe como tal.
    4. Que no tenga en cuenta la Tradición y la confunda con meras “experiencias”.
    5. Que se fundamente en la experiencia del pueblo como “matriz” de una nueva “inteligencia de la fe” teniendo esa experiencia como “lugar teológico” primordial.
    6. Que no tenga lo suficientemente en cuenta al Magisterio.
  2. No puede admitirse que no se aclare cuanto al modo de conocer, la diferencia que hay entre el conocer de razón natural y en conocer por la fe, según el Vaticano I.
    1. Consecuentemente, no es admisible hablar de la fe humana sin distinguirla de la “virtud teologal de la fe”. Lo mismo puede afirmarse acerca de las otras dos virtudes teologales, esperanza y caridad.
    2. No puede admitirse un modo de hablar que deje la impresión de que 1& praxis es “criterio de verdad”.
  3. No puede admitirse que el nivel de liberación humana (primer y segundo niveles) se “intercompenetra”, sean “significaciones de un único proceso” con la “liberación” como “acto salvífico”.
  4. No puede admitirse el hablar de tal modo sobre el orden natural y el orden sobrenatural, que de hecho llevan a la confusión de ambos órdenes, de lo cual fácilmente se habla como identificándolos.
  5. No puede aceptarse el que se confunda la voluntad universal salvífica de Dios, por la que llama a todos los hombres a la salvación, con la vocación universal absoluta por la que Dios no tendría en cuenta la libertad de aceptar o rechazar ese llamado, libertad que les dio el mismo Dios.
  6. No puede aceptarse que el concepto de salvación haya sido bloqueado por el “deseo de salvación de los infieles” aunque haya habido quienes hayan exagerado restringiendo la voluntad universal salvífica de Dios.
    1. No puede aceptarse un salto cualitativo en el concepto de salvación como si hubiese un cambio esencial en ese concepto según la Tradición y lo obvio de las Escrituras.
    2. No es admisible decir que “trabajar, transformar este mundo es también ya salvar” en el sentido del “acto salvífico de Dios”. Y si se añade “pero no es toda la salvación” queda pastoralmente la dificultad de que ese modo de hablar dentro de un determinado contexto puede originar confusión.
  7. La afirmación de “una sola historia” requiere aclaraciones, conforme lo señala el documento del Episcopado peruano, número 51.
  8. No puede identificarse el reino de Dios con una sociedad meramente humana y si se añade “pero no es todo el reino” se corre el peligro de equívocos pastoralmente no aceptables.
  9. No se puede admitir una figura de Cristo como ajusticiado por “subversivo” en el plano político temporal.
    1. No es admisible un Jesús que participase en la política partidista de su tiempo.
    2. No es dable confundir la política, como quehacer de todo hombre que vive en sociedad, con la “política partidista” que es opcional.
    3. No puede añadirse que “la vida y la predicación de Jesús postulan la búsqueda incesante de un nuevo tipo de hombre en una sociedad cualitativamente distinta (TL 294). Ese tipo de hombre nuevo, y esa sociedad es la de las características marxistas que se señalan como “la utopía de la liberación” en TL 305.
  10. No es aceptable cambiar “radicalmente” la misión de evangelización de la Iglesia, por un quehacer meramente temporal en una sociedad de tipo marxista.
  11. No es aceptable afirmar que la Iglesia apoya al “sistema” dominante porque no acepta la lucha de clases.
  12. Es incorrecto afirmar que Cristo nos liberó del pecado y todas sus consecuencias, si se tiene en cuenta que el egoísmo concupiscente es consecuencia del pecado (TL 371).
  13. (Sobre Fuerza histórica de los pobres, pp. 117 y otras): No son aceptables las expresiones como “relecturas desde una praxis liberadora” que “signifique una ruptura profunda con la manera de vivir, pensar y comunicar la fe en la Iglesia de hoy”. Lo cual “exige una conversión a una inteligencia de la fe de nuevo cuño y lleva a una reformulación del mensaje” de Cristo. Y a una “reinterpretación desde una experiencia humana y creyente” si todo ello se entiende desde las experiencias de una praxis liberadora y subversiva significando un cambio sustancial en la Iglesia.
  14. No es admisible que Jesucristo participase en las luchas por la liberación popular, en el sentido del autor.
  15. No es admisible que para tener una espiritualidad según la recta liberación se tenga que participar en las luchas de liberación popular que devienen en luchas de clases» (op. cit., páginas 184 y ss.).

Monseñor Durand se opone después a varias concepciones filosóficas de Gustavo Gutiérrez en sus dos libros. Rechaza que haya variado la forma del conocimiento. Afirma que en las aproximaciones marxistas señaladas incurre Gutiérrez en los defectos indicados en la Instrucción Libertatis nuntius, expresamente. Y concluye su alegato con estas palabras de discrepancia: «Por tanto no puede decirse que con ligeras modificaciones la teología de la liberación del padre Gustavo Gutiérrez puede ser aceptada como la reconocida y sana teología de la liberación de que habla la Instrucción de Roma y el Documento de los obispos de Perú».

El estudio teológico y pastoral del obispo de El Callao se ha difundido ampliamente en América y en España. Es un trabajo serio y convincente, que tiene el mérito de señalar una por una las desviaciones de Gutiérrez y su teología de la liberación; y de destruir los efugios que tanto se han prodigado desde el bunker liberacionista para tergiversar las críticas del Vaticano.

La crítica del profesor Rafael Rubio desde la teoría económica

Una de las críticas más profundas al marxismo (y por consiguiente al liberacionismo que lo acepte acríticamente) que resulta, además, de mayor originalidad, es la que aborda el catedrático de Teoría Económica Rafael Rubio, en su trabajo Esquemas de crecimiento y desarrollo de una economía compatibles con la encíclica «Laborem Exercens» incluido en un proyecto de libro colectivo (sociólogos, teólogos, juristas, economistas y otros humanistas) dedicado a esa importante encíclica del Papa Juan Pablo II. En este sugestivo trabajo, que los anglosajones llamarían elogiosamente «provocativo», se estudian varios temas desde los que puede iluminarse la infraestructura (¡perdón!) extrateológica de la teología de la liberación, desde la convicción, rigurosamente profesional, de que la base doctrinal de los liberacionistas sobre temas económicos y antropológicos es debilísima y superficialmente emprestada a sistemas ajenos de pensamiento. También es cierto, como expone lúcidamente el profesor Rubio, que sobre temas tales como la racionalidad del capitalismo, la dependencia de los países pobres respecto de los países ricos, las relaciones entre economía, cultura e historia, reina una enorme confusión teórica y no poca trivialidad; sólo desde posiciones excepcionales de estos humanistas de la economía —como el propio profesor Rubio o el profesor Juan Velarde— pueden abordarse con seriedad estos problemas interdisciplinares.

El profesor Rubio propone primero un modelo teórico para aplicarlo después a las enseñanzas de la encíclica Laborem Exercens acerca de la evolución de las economías y sus consecuencias sociales. Arranca el análisis para construir ese modelo del proceso histórico-cultural. Se destacan dos factores para el modelo interpretativo: el grado de integración de las concepciones generales de un agregado de individuos; y la naturaleza de la formación del espacio de bienes de consumo gestionados por la actividad de esos individuos. Se trata de «orientar el proceso histórico-cultural mediante la adopción de determinados juicios sobre el deber ser por los individuos en la formación de sus concepciones generales. Así el proceso de crecimiento y desarrollo económico coherente con la doctrina expuesta en la encíclica «es el que resulta de la acción social de los individuos realizando sus concepciones generales así formadas».

La encíclica considera al conjunto de los pueblos como una unidad orgánica en la cual puede actuarse para mejorar las relaciones de riqueza de unos y pobreza de otros. La consideración de clase ha sido superada por la consideración de partes del mundo. Se trata de organizar un orden más justo, iluminado por una serie de principios generales, como la proposición del derecho de propiedad subordinado al bien común; el protagonismo de los cuerpos sociales intermedios; medidas diversas de protección y de previsión social; planificación global de las necesidades y los recursos; todo tendente a la garantía del pleno empleo. La encíclica considera al trabajo como manifestación práctica de la actividad global del individuo —es una concepción personalista del trabajo— más que como un factor económico de producción, es decir el aspecto objetivo del trabajo aceptado exclusivamente desde la perspectiva marxista.

Analiza profundamente el profesor Rubio el concepto y la realidad de la sociedad industrial contemporánea, de la que han desaparecido los criterios rectores de antaño, para verse sustituidos por «una combinación extraña de ideas liberales, socialistas, conservadoras (en mucha menor medida), restos de viejas concepciones cristianas del mundo, restos de valores éticos y actitudes que perdieron su vigencia normativa práctica tras la Primera Guerra Mundial». En este conjunto destacan los Estados Unidos, no sólo por su potencia en todos los órdenes, sino por «constituir el centro emisor máximo de rasgos culturales, ideas y productos nuevos».

A la luz de la moderna teoría económica y ante una concepción cultural realmente crítica y moderna de la sociedad, no tiene sentido centrar el análisis en la anacrónica antinomia marxista de capital y trabajo. El esquema del materialismo histórico es, ante las nuevas realidades de hoy, cuando se produce la antítesis de capital y capital, de trabajo y trabajo, «un puro dislate teórico». «El sistema de contradicciones presente en la sociedad industrial contemporánea no es sino el producto objetivo del sistema de inconsistencias presente en la configuración de concepciones generales de los individuos de esa sociedad. Ni los modos de producción, ni las relaciones de producción, ni los intereses son el sustrato de la producción de la realidad histórica. El sustrato de esos procesos es la evolución conjunta (social) de formación y realización práctica (mediante la acción social de los individuos) de las concepciones generales de los individuos. Los intereses de cada cual resultan de la adopción por el individuo de juicios sobre el deber ser en el seno de determinadas representaciones de la realidad y desde un determinado nivel de conciencia crítica».

La teoría de la dependencia no se puede fundar en un marxismo-leninismo grosero y periclitado, sino en el análisis de la incorporación de los pueblos a la sociedad industrial contemporánea. Incluso en las oligarquías socialistas que rigen al segundo mundo los esquemas consumistas propios de la sociedad industrial se hallan firmemente enraizados. El producto más exportado del bloque socialista es una ideología maniquea en virtud de la cual todo mal genérico y específico en todos los campos tiene una misma y única raíz, la contaminación capitalista; y una única solución, la entrega del poder al comunismo.

La dependencia de los países pobres consiste en la necesidad de consumir tecnologías, bienes, y de adoptar pautas de comportamiento de la sociedad industrializada. Para la teoría de la dependencia los males de los países pobres consisten exclusivamente no en fallos propios de concepción, esfuerzo, organización y realización (que es donde realmente radican esos males) sino en la explotación depredadora de los países ricos, y sobre todo de los Estados Unidos. La dependencia, que en cierto sentido profundo es artificial, no se refiere sólo a los bienes materiales sino también a los esquemas de conducta y mimesis libremente aceptados por los pueblos dependientes. Pero es que la opulencia de los países ricos no depende, sino al contrario, de la miseria de los países pobres; y el problema del subdesarrollo no puede resolverse solamente con esquemas de redistribución mundial, ni menos por el camino de dependencias del mundo capitalista al mundo marxista.

Hay que investigar con mucha mayor seriedad en las raíces del problema de la dependencia. Para aplicar el núcleo de valores contenido en la encíclica —algunas de cuyas concepciones de economía global son cuando menos discutibles— es necesario la acción desde la sociedad; la creación de focos de pensamiento y de opinión pública, en convivencia con personas y grupos ajenos a las preocupaciones del Papa. Esta acción cultural guiará a una acción social que no podrá ejercerse sin un fortalecimiento de valores y actitudes morales en medio del abandono y la confusión cultural y moral de hoy. «Pero un error más grave aún es pensar que cualquier pueblo no europeo al que se somete a un proceso de modernización va a producir una realidad histórica caracterizada por una feliz combinación de rasgos positivos (los de la modernidad, primero, los de la sociedad industrial contemporánea después) con el mantenimiento de la propia identidad cultural formando todo una síntesis superior».

La acción transformadora que compete a quienes quieran aplicar a nuestra sociedad las directrices de la encíclica —termina el profesor Rubio— exige ante todo una intensa toma de conciencia. Luego debe desplegarse en el fomento de la investigación, y la actuación constante en los foros políticos y sociales, en la educación, la creación de valores, la formación de una nueva mentalidad en concurrencia con quienes no posean la misma concepción.

Críticas al liberacionismo desde el campo evangélico

Católicos y protestantes de la posguerra han unido sus esfuerzos en la teología progresista (ver la auténtica simbiosis del protestante Moltmann con el católico Metz, bajo la común inspiración del marxista Bloch) y han impulsado, desde fuera y desde dentro, a la teología de la liberación. Un teólogo español excepcionalmente bien informado, el doctor Martín Palma, como recordábamos en nuestro primer libro, atribuía decisiva influencia a los protestantes en el desencadenamiento de la teología de la liberación, y nombres como R. Shaull, J. Míguez Bonino y el católico converso a la Reforma, Hugo Asmann, pueden dar una gran prueba. Pero también en el campo evangélico han surgido importantes críticos del liberacionismo. Ante obras muy significativas en ese campo, como el excelente Curso de Formación Teológica Evangélica del teólogo Francisco Lacueva, cuyo tomo IV, sobre la persona y la obra de Jesucristo tenemos delante (Tarrasa, «Clie», 1979) puede comprenderse que desde la ortodoxia evangélica actual hayan surgido críticas profundas y efectivas sobre la teología de la liberación, en la cual, por cierto, se difuminan mucho las diferencias doctrinales y disciplinarias entre protestantes y católicos; ya que los teólogos de la liberación adoptan casi siempre el método del libre examen y se sitúan demasiadas veces extramuros del Magisterio. Aduzcamos dos ejemplos de esas críticas, que pueden ser también muy útiles para los católicos.

El reverendo Samuel O. Libert, pastor y miembro de la Fraternidad Teológica Latinoamericana, publicó en El Expositor Bautista, a partir de mayo de 1984, una serie de artículos (de los que poseo cinco) muy meditados y profundos sobre teología de la liberación. Traza, desde dentro, un panorama sombrío sobre la trágica situación de la sociedad en muchas regiones de Iberoamérica, y lo hace sin pretender aprovechamientos políticos, desde una convicción vivida sobre los males del subdesarrollo y la miseria. Con un gran mérito que no suelen compartir los teólogos de la liberación en sus panfletos político-sociales: extiende el pecado a toda la sociedad del continente, sin exceptuar a pobres ni a ricos; y reconoce que las raíces del mal no son exclusivamente extranjeras y ajenas a los sectores oprimidos, sino que han de buscarse y sanearse también en el interior de las naciones subdesarrolladas. Entre duras críticas a la Iglesia católica (la tradicional y la liberacionista) como factor de poder, que adolecen de la rivalidad secular de la Reforma por la Iglesia, el pastor Libert, que es por lo demás un fundamentalista lúcido y moderado, establece que la verdadera liberación no puede provenir principalmente del esfuerzo humano sino sobre todo del impulso divino; y alude a la importante I Conferencia Evangélica Latinoamericana, celebrada en Buenos Aires el año 1949, donde, aunque casi nadie lo reconoce, se verificó ya una primera toma de conciencia entre las Iglesias evangélicas sobre la situación social injusta del continente.

Considera a las teologías de la liberación como un desafío y un grito en favor de los pobres, pero cree que su protesta, «aunque sincera y bienintencionada, no es la misma del Evangelio de Jesucristo». Recalca la infiltración de las concepciones marxistas en el liberacionismo y propone una teología de la libertad frente a la teología de la liberación, ante la escena de Jesús, el predicador de la libertad, frente a Barrabás, el promotor de una liberación que era entonces tan falsa como ahora. Esta contraposición, expresada con rasgos vivísimos, resulta admirable.

Una segunda crítica sobre las teologías de la liberación, con expresa mención de las protestantes, se debe a un predicador inteligente e infatigable del campo evangélico, el reverendo Pedro L. Padró, un californiano bilingüe que ejercita una acción pastoral y publicística muy intensa entre los pastores y las comunidades evangélicas de Iberoamérica y del sur y el oeste de los Estados Unidos, donde muchos pastores carecen de formación suficiente y —como muchos sacerdotes católicos— han sentido demasiadas veces la fascinación del liberacionismo. El reverendo Padró tiene el acierto de expresar en lenguaje muy claro y popular una profunda crítica al liberacionismo, de forma muy sugestiva y penetrante. Por ejemplo sus opúsculos La influencia marxista en la teología de la liberación y La formación de un guerrillero marxista, donde comenta el manual subversivo del activista brasileño Carlos Marighella, muerto violentamente el 4 de noviembre de 1969 en su patria, resultan interesantísimos y muy eficaces. Uno de los ayudantes de Marighella, como se sabe, fue el furibundo activista guerrillero Freí Betto, reciente interlocutor de Fidel Castro para el diálogo estratégico de cristianos y marxistas en América.

Michael Novak: la crítica y la alternativa

Desde hace algunos años ha suscitado una atención creciente en América —anglosajona e ibérica— y también en Europa la figura de un pensador norteamericano, descendiente de pobres emigrantes europeos, Michael Novak, teólogo y publicista especializado en historia social de la Iglesia católica y problemas del Tercer Mundo, especialmente los relacionados con la teoría de la dependencia; dotado de una singular intuición para la historia de las ideas y las instituciones democráticas, y muy interesado en el diálogo con los teólogos de la liberación, que prefiere plantear en un terreno muy difícil para ellos: el de la economía política.

Michael Novak perteneció durante algunos años a la Congregación de la Santa Cruz, y estudió Teología en la Universidad Gregoriana de Roma dirigida por los jesuitas. Allí trató frecuentemente a varios alumnos iberoamericanos y españoles. Renunció después a sus aspiraciones sacerdotales, pero mantuvo firme su fe católica y su vocación de pensador y teólogo cada vez más interesado en la confrontación de la democracia liberal-capitalista con el liberacionismo. Forma parte de una fundación político-cultural muy influyente, el «American Enterprise Institute for Public Policy Research» con base en Washington, viaja con frecuencia por Iberoamérica y ha publicado, además de algunos artículos de fondo en medios de alta resonancia, entre ellos el Times de Nueva York (como ya recordamos y citamos en nuestro primer libro), varios libros entre los que destacan The spirit of democratic capitalism (1982, ed. brasileña en «Nórdica», 1985) y Freedom with Justice (San Francisco, «Harper and Row», 1984). Ha contribuido a la fundación de algunas revistas de pensamiento (This World, Catholicism in crisis) y acaba de publicar un nuevo libro, Will it liberate? Questions about liberation theology (Nueva York, «Paulist Press», 1986) que por su importancia y resonancia vamos a analizar ahora para cerrar así esta sección sobre la crítica cristiana al liberacionismo.

Michael Novak parte de su profunda conciencia católica y americana, que le hace intuir la existencia de una verdadera teología de la liberación en el corazón histórico de los Estados Unidos, donde por su fe y su trabajo, dentro de un medio adecuado, millones de pobres emigrantes se han librado de la pobreza, después de que millones de antiguos coloniales se hubieran librado, en la Revolución americana, de la opresión, la tortura y la coacción ideológica impuesta desde fuera. En su libro expresa su admiración por los teólogos de la liberación, a quienes trata, quizá, con excesivo idealismo, nunca o casi nunca correspondido por ellos, que continúan considerando a los Estados Unidos y al capitalismo como engendros diabólicos.

Novak analiza la incidencia del marxismo en la teología de la liberación. Por una parte parece dar la razón a algunos teólogos de esta tendencia cuando minimiza el fundamento marxista de su teología; pero luego, a lo largo del libro, describe con precisión numerosas identificaciones marxistas del liberacionismo, y se fija concretamente en el marxismo esencial del movimiento militante Cristianos por el Socialismo. Su análisis se concentra en la doctrina de Gustavo Gutiérrez, a la que no identifica suficientemente como marxista. Afirma Novak que resulta fácil entresacar retahílas de citas marxistas en Gutiérrez, pero no deduce de esas citas que la actitud del teólogo peruano es constitutivamente marxista. Creemos sinceramente que Novak no ha contemplado con la suficiente amplitud y profundidad la estructuración marxista del pensamiento de Gutiérrez y de esas series de citas; nosotros hemos tratado de hacerlo en este libro, y por eso la diagnosis marxista de Gutiérrez nos parece mucho más clara. Tampoco presenta Novak la tesis marxista básica de Leonardo Boff en el capítulo VIII de su libro Iglesia, carisma y poder.

Una de las contribuciones más importantes y positivas del libro de Novak es su análisis profundo de la teoría de la dependencia, como ya hemos indicado al estudiar este problema en las obras de André Gunder Frank. Para Novak resulta injusto cargar sobre los países desarrollados todas las culpas del subdesarrollo iberoamericano. Contrapone, sin que los liberacionistas hayan podido replicar, la trayectoria realmente liberadora de las naciones situadas en la franja oriental de Asia, desde Japón a Singapur, que han llegado al desarrollo económico y social desde posiciones iniciales mucho más difíciles que los países de Iberoamérica; los asiáticos salieron deshechos de la Segunda Guerra Mundial, un conflicto que apenas afectó a los iberoamericanos y han conseguido librarse de la pobreza y el subdesarrollo en una sola generación. El principal obstáculo para la liberación de Iberoamérica no está fuera sino dentro de ella; en la cerrazón de sus clases dirigentes, la permanencia de los privilegios y las rutinas seculares, el aparato jurídico y legal que no permite la movilidad social ni estimula la creatividad empresarial en las capas pobres. El régimen económico-social de Iberoamérica no es el capitalismo sino un mercantilismo anacrónico y fomentador de privilegios antisociales.

Critica Novak a los teólogos de la liberación que no describen las instituciones y los métodos mediante los que van a ayudar a sus pueblos a salir de la pobreza y la dependencia al día siguiente de una eventual victoria de sus proyectos revolucionarios. De ahí el título del libro; no comprende Novak, fuera del voluntarismo arbitrario, cómo de verdad va a liberar la teología de la liberación una vez que alcance el poder. Y los casos de Cuba y Nicaragua le dan plenamente la razón.

Sorprendentemente el libro de Novak carece de una perspectiva estratégica. Quizá porque el autor se alinea más bien en la tradición liberal que en la conservadora dentro de la vida histórica norteamericana, no hace el menor intento de insertar los movimientos de liberación en el contexto de lo que llama Fidel Castro la alianza estratégica de cristianos y marxistas para la subversión de América. El padre Enrique Rueda, como acabamos de ver, sí que da este paso, seguramente porque su experiencia personal cubana le hace ver las cosas con mayor claridad y realismo más descarnado. Novak plantea todo el debate en el plano ideológico, Rueda traza con nitidez la estructura estratégica de la confrontación.

En cambio, Novak propone original y brillantemente una teología de la liberación —con base en el experimento norteamericano— que cree, porque lo es, mucho más auténtica que la liberación revolucionaria de los Gutiérrez, Asmann, Boff y compañía. Por cierto que atribuye singular importancia en el movimiento liberacionista al jesuita uruguayo Juan Luis Segundo (cuyo pensamiento teológico es aberrante) y en cambio prescinde de la actividad ideológico estratégica de los jesuitas vascos trasplantados al Salvador y en general no reconoce la importancia decisiva del sector progresista de la Compañía de Jesús en la articulación y difusión estratégica del liberacionismo, tesis que ya hasta los teóricos americanistas de la Unión Soviética reconocen, como vimos en nuestro primer libro. Describe muy bien, en cambio, la acción liberacionista de los Maryknoll.

En su luminoso capítulo X, La Constitución de la libertad, Novak propone, de forma articulada y profunda, todo un despliegue histórico-político-económico para mostrarnos las posibilidades auténticamente liberadoras que encierran los principios, la práctica y las instituciones de un capitalismo de rostro humano como el que a fuerza de visión y de trabajo se ha impuesto en los Estados Unidos de América. Niega lúcidamente Novak que los aspectos materiales y laborales sean las claves del capital; cree que el principal factor del capital es la inteligencia creativa, y que precisamente la verdadera liberación de Iberoamérica tiene que nacer de la inteligencia creativa de sus pueblos, ahora aherrojada por un sistema social y legal opresor; pero se trata de una opresión corregible desde dentro, no simplemente imputable a los manejos extranjeros. Traza Novak las raíces de la ética liberal, que también han sido teológicas; y desde el punto de vista del análisis económico estudia los fundamentos humanos del asociacionismo y de la libre empresa. El capitalismo, en efecto, no se funda tanto en la propiedad privada de los medios de producción, que puede ser estéril, como en el sentido de empresa, la iniciativa y la inventiva, el trabajo ilusionado para la superación personal, el sentido de la corporación como suma integrada de iniciativas individuales. Es falso equiparar al capitalismo creador con un individualismo feroz; tiene, en cuanto capitalismo, una dimensión social evidente. Este capitalismo humano y social basado en la creatividad mucho más que en el reaccionarismo egoísta, ha sido reconocido primero de facto y luego en profundidad por los Papas y es perfectamente compatible con la doctrina social de la Iglesia. Por otra parte Novak estudia con hondura y objetividad el problema del socialismo, que en el fondo, aunque no sea expresamente marxista, cree esterilizador de iniciativas y fomentador de un falso sentido de la igualdad, que resbala en cuanto trata de desbordar la dignidad individual de las personas para medirlas a todas por un rasero que es injusto ante las desigualdades naturales de la Humanidad.

Novak, un pensador político-social y religioso con generosa propensión al diálogo y gran seguridad en sus propias posiciones, ofrece en este libro, y en el conjunto de su obra, una verdadera alternativa liberadora fundada en la libertad, en la creatividad, en el sentido asociativo que es también una forma de solidaridad. Su pensamiento merece estudiarse seriamente, matizarse, y explicarse en medio de los tópicos arrastrados del liberacionismo. Pocas veces se habían hecho desde el mundo libre unas propuestas tan sensatas, valerosas y convincentes.

La teología de la liberación al asalto de otros continentes

La teología de la liberación es, hasta ahora, el más efectivo de los tres frentes liberacionistas. Cristianos por el Socialismo, el frente de los cuadros de militancia cristiano-marxista, se ha vinculado demasiado descaradamente al movimiento comunista internacional (por ejemplo su principal figura española, Alfonso Carlos Comín, era miembro del Comité Central comunista), mientras que las comunidades de base sólo se convierten en Iglesia Popular cuando son dirigidas o teledirigidas por los teólogos de la liberación. Éstos, en cuanto intelectuales orgánicos —según la expresión gramsciana que acogen y asumen con pleno agrado—, se han convertido en los directores y animadores del conjunto de frentes liberacionistas. Por eso, mientras pasan estos años de contraofensiva romana refugiados en el bunker, intentan, como decíamos, audaces salidas por la retaguardia de la Iglesia y fomentan con tesón el trasplante de su teología «liberadora» a los demás continentes. Naturalmente que no se atreven a propagar la teología de la liberación en el mundo socialista, el Segundo Mundo, donde los hombres, como se sabe, están ya plenamente liberados por el marxismo como ideología y como secta de poder. Su acción se dirige a los demás continentes del Tercer Mundo, pero simultáneamente al Primer Mundo, donde se encuentran los bastiones históricos de la Iglesia tradicional, es decir, los focos originales de propagación y estabilidad de la Iglesia católica y las demás Iglesias evangélicas. Como acaban de revelar osadamente, la propia Europa es hoy un objetivo primordial de la teología de la liberación.

Los jesuitas centroamericanos al asalto de Europa:
el coproanálisis de Ellacuría

A fines de mayo de 1987 dos líderes mundiales de la teología de la liberación, el jesuita vasco-salvadoreño Ignacio Ellacuría —estratega liberacionista para Centroamérica— y el director mundial de propaganda fray Leonardo Boff ejecutaron una maniobra conjunta sobre Europa con base de penetración en España. En efecto, España había sido, como saben los lectores, la principal plataforma de lanzamiento y el más efectivo centro logístico para el trasplante y la difusión del liberacionismo en Iberoamérica; ahora se invertía la pleamar, y los dos resueltos liberacionistas sincronizaban sus movimientos en España de cara a Europa, en combinación con las dos Internacionales de origen marxista: Ellacuría con el apoyo de la Internacional Socialista, Leonardo Boff en alianza con la nueva forma de la Tercera Internacional comunista. Este planteamiento parecerá increíble o al menos exagerado a algunos lectores; hasta que vean, inmediatamente, las pruebas, facilitadas diáfanamente por los propios interesados.

El 25 de mayo de 1987, en efecto, Ignacio Ellacuría, S.J., rector de la Universidad «José Simeón Cañas» de San Salvador (y no simplemente rector de la Universidad de San Salvador, ni menos de la Universidad Católica, como se ha repetido engañosamente en la Prensa que le apoya), iniciaba en el monasterio de La Rábida, con espanto, sin duda, de la sombra colombina, unas jornadas dedicadas a Las implicaciones sociales y políticas de la teología de la liberación, con asistencia del teólogo liberacionista Juan Luis Segundo, S.J., uruguayo, y el español Juan José Tamayo. Colaboran en la organización, y financian el aquelarre liberacionista atlántico, varios organismos del Gobierno socialista español, en el contexto de la misión encomendada por la Internacional Socialista al vicepresidente del Gobierno socialista español Alfonso Guerra, para la pacificación de Centroamérica e incluso para la democratización de Nicaragua, como dieron reiterada cuenta no ya las revistas de humor, sino los periódicos españoles en las semanas precedentes. Estos organismos fueron la Escuela de Estudios Hispanoamericanos de Sevilla, el Ministerio de Cultura, la Junta de Andalucía y el Instituto de Cooperación Iberoamericana; dentro del Consejo de Investigaciones Científicas participó en el acontecimiento, de forma muy destacada, el llamado Instituto de Filosofía, cuya relación con el liberacionismo resulta, cuando menos, peregrina.

Actuó como coordinador del encuentro el ex jesuita de Fe y Secularidad Juan Antonio Gimbernat, quien explicó los motivos sociopolíticos del presunto encuentro teológico: la teología de la liberación propugna, según él, «un cambio de las estructuras económicas y sociales en el continente y en el orden económico internacional hoy vigente, reivindicando a la vez el protagonismo popular en las vías de liberación humana» (cfr. El País, 26-V-1987, p. 33). En las jornadas se pretendía además expresamente, según la misma información oficiosa, la propaganda del liberacionismo en Andalucía.

Pero para que no quedasen dudas, el estratega del liberacionismo centroamericano, Ignacio Ellacuría, publicó un artículo el 26 de mayo en El País, en que interpreta falsamente los documentos romanos sobre liberación como un reconocimiento a la teología de la liberación; define a ésta, muy significativamente, como «un movimiento de hombres teóricos y prácticos, de comunidades de base y teólogos orgánicos», según la terminología marxista-leninista de Gramsci adoptada ya, como sabemos, por Gustavo Gutiérrez; y propone a España, para conmemorar el Descubrimiento, no el análisis histórico triunfal, sino el coproanálisis, es decir, textualmente el análisis de la mierda que es en la actualidad, según el amable teólogo vasco-separatista radicado en El Salvador, el auténtico poso de la actuación pentasecular española en América. Y acaba con el reconocimiento de que la teología de la liberación pretende liberar también a los europeos.

Pero no crea el lector que estamos sacando el alarde de Ellacuría fuera de su contexto. Reproduzcamos el inconcebible artículo de forma íntegra:

EUROPA Y LA «TEORÍA DE LA LIBERACIÓN»

Europa ha dicho ya bastante sobre la teología de la liberación. Especialmente a través del Magisterio romano y también de los teólogos. Lo más interesante de lo dicho es el reconocimiento de que en la teología de la liberación apunta un movimiento de enormes consecuencias, comparado en su profundidad por algunos a lo que pudo suponer la reforma protestante en Europa.

También intelectuales y políticos han formulado sus juicios, unos para descalificarla, sea por poca altura científica, por su ingenuo uso del marxismo o por su peligrosidad social y política, mientras otros, para ponderarla por su poder creativo y renovador, por su compromiso social con los más pobres o por su interpretación vigorosa a los países ricos del primer mundo.

A la teología de la liberación le interesa mucho saber lo que de ella piensa Europa tanto para hacer mejor su tarea teológica como para realizar mejor su empeño de liberación. Toda crítica sana, en este sentido, puede ser muy útil en esa dificilísima doble tarea que se ha impuesto a sí misma la teología de la liberación, entendida ésta como un movimiento de hombres teóricos y prácticos, de comunidades de base y de teólogos orgánicos. Pero también a la teología de la liberación le interesa decir su palabra a Europa como parte del centro dominante desde la periferia dominada, y esto tanto en lo económico como en lo político y en lo cultural.

La teología de la liberación es originalmente un producto latinoamericano, no obstante los préstamos que haya podido hacer a otros movimientos culturales y religiosos. Es un producto latinoamericano tercermundista, adjetivo que en España se utiliza peyorativamente —suelen leerse crónicas futbolísticas que hablan de juego tercermundista sin percatarse de que el fútbol técnica y tácticamente más afinado y hasta cierto punto superior es el de países del Tercer Mundo.

Pero la teología de la liberación utiliza el término tercermundista con orgullo, porque es desde planteamientos tercermundistas de donde espera la riqueza mayor de libertad, de humanidad y de salvación. Esto, naturalmente, es objetado por muchos que piensan que sólo desde la riqueza, la sabiduría alambicada, la tecnología de punta, etc., se puede trabajar por la plenitud y la felicidad del hombre.

Sin embargo, es difícil de objetar que el primer mundo sólo puede saber cabalmente de sí, si es que se ve a sí mismo en el espejo del Tercer Mundo. Incluso, aunque no se aceptara que hay un Tercer Mundo porque hay un primer mundo, que hay pueblos ricos porque hay pueblos pobres, el Tercer Mundo serviría de espejo insustituible para que Europa conozca su propio rostro. ¿De qué humanidad puede hablar Europa en términos cuantitativos y cualitativos si no tiene en cuenta la cualidad de vida y de humanidad que se da en el Tercer Mundo, donde habita la mayor parte del género humano?

Pero es que, además, el primer mundo ha tenido y sigue teniendo efectos muy reales sobre lo que ha sido y es el Tercer Mundo. Toda América estuvo bajo el poder europeo, y América Latina en especial bajo el poder español y portugués. Toda África y gran parte de Asia también lo estuvo.

En el momento actual sigue el influjo y la injerencia directos e indirectos. Esto hace que la verdad y la realidad de una acción cualquiera que se ejecute en Europa, para no hablar de su moralidad, no reconoce hasta que se persigan todos sus efectos hasta el límite último en que éstos se den. Para saber, por ejemplo, qué supone verdadera y realmente una subida de salarios en Europa, propiciada por la clase obrera o una baja de los precios de las materias propiciada por el capital, hay que perseguir los efectos de esas medidas hasta ver cómo inciden en el comprador latinoamericano y en general tercermundista, y, sobre todo, en el trabajador en ejercicio o en paro de los países subdesarrollados; lo que puede estimarse como un triunfo liberador, si se atiende tan sólo a los límites fronterizos de Europa, se convierte en una medida opresora o empobrecedora si se atiende a los efectos últimos y totales de esa acción emprendida.

Europa

La teología de la liberación, desde un lenguaje religioso-simbólico, tiene mucho que decir y mucho dice a Europa sobre lo que ella es y sobre lo que ella hace.

La teología de la liberación, por otra parte, puede ser un momento de lo que debiera ser un coproanálisis histórico, muy útil para España, ahora que se prepara para celebrar el V Centenario del Descubrimiento de América. El coproanálisis histórico investiga la Historia desde las heces que van dejando las acciones históricas. Las heces no son los efectos de esas acciones, sino los residuos de las mismas. La comprensión de las causas por los efectos directos que producen es ciertamente un buen camino e indispensable. Pero así como a enfermos y sanos para conocer su estado de salud los médicos les ordenan con toda normalidad análisis de heces, como medida complementaria e indispensable, lo mismo cabe ordenar para quien de verdad quiere conocer el estado social de quien tal vez se cree sano históricamente, porque sus efectos no son malos, pero que puede estar profundamente enfermo porque así lo muestran sus heces. No se trata de coprofilias o necrofilias. Se trata de evitar autoengaños sobre el estado de la propia salud histórica.

La teología de la liberación no sólo está para causar mala conciencia en Europa. Lo que ella pretende es liberar a todo el hombre y a todos los hombres, también a los europeos, y esto sin mesianismos ni fanatismos. Pero advierte que la liberación viene de abajo y de que, así como se hace el opresor oprimiendo, el hombre se hace libre liberando. Cuáles son los verdaderos caminos de la libertad tanto personal como histórica puede ser, como pregunta, lo que puede reunir a teólogos de la liberación tercermundistas y a intelectuales y políticos europeos. Confundir la liberalización con la liberación no sería la mejor forma de llegar a la libertad. Y a veces Europa parece creerlo así.

La opinión pública española no se inmutó por el coproanálisis. El rey de España aspira por lo visto a presidir, según los teólogos españoles de la liberación en América, una coprocomunidad de naciones. Felipe González y su Gobierno financian la conmemoración del copromedio milenario de América, que no es, según Ellacuría, más que el conjunto de las heces de España. Y por supuesto financian también el encuentro en que se profieren tales insultos en la misma La Rábida, profanada de tal manera por los coprófagos de la liberación. El diario ABC fustigó el contubernio de socialistas y liberacionistas, al descalificar al presunto Instituto de Filosofía por prestarse a semejante broma (27 de mayo); y entonces el director de ese Instituto, profesor Muguerza, replico (ABC, 5 de junio) que el Instituto de Filosofía no es un organismo del Gobierno sino del Estado, lo cual en el régimen PSOE-PRI es además de un sofisma un intento de tomadura nacional de pelo. A vuelta de correo, el 7 de junio, don José Ramón de Urquijo ridiculizó al señor Muguerza (ABC, p. 74) acusándole de designación digital, y de permitir la creación del Instituto de Filosofía (socialista) tras haber destruido el anterior; todo ello merced a la intervención del teólogo liberacionista Reyes Mate, antes jefe del gabinete del ministro Maravall. El señor Muguerza, desenmascarado, no se atrevió a replicar palabra.

Leonardo Boff premiado por los comunistas de Cataluña

Mientras los jesuitas liberacionistas ensuciaban tan audazmente las aulas de La Rábida en colaboración con los socialistas, el espectacular franciscano Leonardo Boff hacía propaganda en Barcelona del brazo de los cristiano-comunistas, en los que tanto influye también, como sabemos, otro grupo de jesuitas rebeldes. Leonardo Boff recibía el 29 de mayo en Barcelona el Premio Internacional Alfons Comín, creado por la fundación que conmemora la obra del comunista cristiano a quien ya conocemos, adaptador en España de Mounier, pero que dio el salto a que Mounier no se atrevió, quizá por falta de tiempo; la militancia comunista expresa. Los comunistas cristianos de Cataluña escriben ahora el nombre de Comín sin el Carlos, impuesto por su padre, el antiguo diputado tradicionalista don Jesús Comín, a quien sus compañeros llamaban familiarmente «Comín, Bebín y Jodín», que había actuado en vísperas de la guerra civil española como enlace entre el general Cabanellas en Zaragoza y el general Mola en Pamplona; se encargaba de dirigir los convoyes de armamento con que el jefe de la Quinta División equipaba a las columnas navarras del comandante militar de Pamplona.

Sin preocuparse por tales antecedentes, Leonardo Boff recibía el mismo premio que los comunistas de Cataluña habían concedido en ediciones anteriores, muy imparcialmente, al sacerdote y canciller rojo de Nicaragua Miguel d’Escoto; al jesuita comunista de Madrid José María de Llanos; al líder negro de Sudáfrica Nelson Mándela (cfr. La Vanguardia, 29 y 30 de mayo de 1987). Leonardo Boff llenó el Salón de Ciento y el templo de Santa María del Mar. Anunció allí la salida de una gran summa del liberacionismo, compuesta por más de cien teólogos, con salida simultánea en Madrid, Buenos Aires y Brasil, al ritmo de un volumen cada cuarenta días. Tergiversó nuevamente las opiniones y doctrinas romanas sobre la teología de la liberación, acusó a los documentos romanos de que carecen de una teología de la secularización, reiteró la «memoria subversiva» de Jesús, en expresión de Metz descalificada por Roma, y reconoció que «cuando se trata de analizar al mundo, recurrimos a la racionalidad de Marx sobre las relaciones sociales. Nos ayuda a romper con el sistema para no eternizar al sistema capitalista». En su diálogo con los profesores de la Facultad de Teología de Cataluña, reconoció Boff, según la referencia de La Vanguardia, que todos (sic) los teólogos de la liberación están impactados por el pensamiento de Marx, que utilizan para denunciar la situación social de sus países y los mecanismos de dependencia con respecto al Primer Mundo. Reconoce también Boff su propia utilización del análisis marxista para «la crítica de la misma Iglesia para lo que utiliza y aplica ella conceptos como producción, control, consumo, aplicado a los sacramentos, dominación». Ratifica, pues, su rebeldía frente a Roma, que había descalificado de forma expresa este enfoque de Iglesia, carisma y poder.

Animado así por el endoso de los comunistas catalanes, Leonardo Boff, acompañado por su hermano en sangre y en rebeldía Clodovis, se presentó en Roma para el lanzamiento mundial de la serie Teología y liberación que una intervención papal había prohibido —como sabemos— a las «Ediciones Paulinas» y ahora salía por otras vías precisamente encabezadas por el libro de Boff Trinidad y sociedad. Los hermanos Boff, con premeditación y alevosía no excesivamente evangélica, trataban de robar al Papa el show mundial de la apertura del Año Mariano. Era “demasiado para el cardenal Ratzinger, que acudió al superior general de los franciscanos y prohibió tajantemente a los Boff la aparición prevista en la Televisión italiana y la presentación del libro —y de la serie— en Asís (El País, 7 de junio de 1987, p. 31). La energía de la prohibición fue tal que los dos hermanos abandonaron Italia con el rabo entre piernas. Pero esta doble descubierta de los jesuitas en La Rábida y los Boff en Italia demuestra que los estrategas de la liberación no han aprendido nada, ni han renunciado a nada.

La difusión liberacionista en Francia

Como ya hemos visto, la Francia de la posguerra mundial ofreció un importante caldo de cultivo a los movimientos contestatarios, progresistas y dialogantes, y a las inquietudes entre las que surgió la Nouvelle Théologie. Pero aunque de ese caldo de cultivo surgieron serias influencias francesas sobre la teología de la liberación —seguramente las más decisivas resultaron ser las de Emmanuel Mounier y el padre Blanquart— los teólogos progresistas franceses (incluso los más avanzados como Congar, De Lubac y el propio Teilhard de Chardin) se mantuvieron no sólo netamente dentro de la obediencia y la ortodoxia, sino que en algunos casos típicamente conciliares evolucionaron hacia posiciones más seguras. No existe ningún teólogo de la liberación que sea francés (Joseph Comblin es belga) y el reflujo de la teología de la liberación en Francia resulta, desde luego, incomparablemente menos intenso que sobre España e incluso sobre Alemania e Italia. Los jesuitas franceses se han comportado (pese a algunas insinuaciones, luego corregidas, del marxólogo Yves Calvez) menos imprudentemente que los españoles y cuando el autor de este libro, en el mes de enero de 1987, recorría las grandes librerías religiosas parisinas de la zona de Saint-Sulpice, los productos de la teología de la liberación se hallaban en un porcentaje casi marginal, en comparación con las inundaciones liberacionistas de las librerías españolas equivalentes. Allí estaban, sí, algunos clásicos del liberacionismo, como el libro primordial de Gustavo Gutiérrez, pero no mucho más. Comento brevemente a continuación los tres libros franceses que tratan el problema; la descripción ambiental no resultará completa pero seguramente sí parecerá significativa. Ya aludimos antes con más brevedad a estos libros.

Dos teólogos asuncionistas, los padres M. Neusch y B. Chénu, han reeditado en 1986 su libro de 1979 Au pays de la théologie (París, ed. «Le Centurión»). Es una obra de iniciación teológica, escrita en lenguaje periodístico (y compuesta de hecho por una serie de trabajos en La Croix) en que las introducciones a cada teólogo (según un orden cronológico) se acompañan por una amplia bibliografía y unos textos del teólogo u otros comentarios teológicos. La serie histórica de teólogos se interrumpe a veces con algunos capítulos sobre acontecimientos, por ejemplo el dedicado al Concilio Vaticano II.

Se trata de un intento de síntesis realmente admirable, abordado desde una óptica abierta y progresista, que trata de encontrar en cada teólogo su semilla de verdad. Es un libro maduramente ecuménico y muy abierto a la modernidad, donde casi todos los capítulos se dedican a la teología del siglo XX, pero sin repudiar lo anterior; los primeros cuatro capítulos se dedican a Ireneo, Agustín, Tomás de Aquino y Martín Lutero. Luego van desfilando todos los teólogos importantes de nuestro tiempo, católicos y protestantes. Se dedica un capítulo a las teologías de la liberación y se concede importancia a las modas teológicas.

Pese a esos intentos de equilibrio el libro está desequilibrado, como si lo más importante de la teología cristiana se hubiera concebido y publicado en nuestro siglo que es el siglo de la confusión. Los autores no demuestran excesivo sentido crítico al presentar posiciones dudosas e incluso abiertamente heterodoxas, con lo que, dada la función orientadora de su libro, pueden desviar al lector no experto. Sin embargo las calidades positivas de esta obra superan a sus posibles defectos; y el conjunto de la información es realmente significativo e importante, salvo esa laguna —que en nuestras latitudes es prácticamente total— que prescinde de toda la gran teología de la Contrarreforma, desde Trento al Vaticano I, en aras de una reprochable idolatría del pensamiento teológico ante la modernidad. A esta luz la cita de los cuatro grandes teólogos anteriores suena demasiado a coartada.

Bruno Chénu y Bernard Lauret publicaron en 1985, después de los grandes debates sobre la teología de la liberación que tuvieron lugar en 1984, el libro Théologies de la libération (París, eds. «Le Cerf», «Le Centurión»). Se trata, como dicen los presentadores, de un «banco de datos sin juicio preconcebido» con una serie de textos realmente muy representativos y muy bien seleccionados. Abre fuego el jesuita proliberacionista español Manuel Alcalá, con la traducción de un artículo suyo publicado en la revista de la Compañía de Jesús en Madrid, Razón y Fe en junio de 1984; es un alegato acrítico descaradamente favorable al liberacionismo, donde se eluden los principales escollos del movimiento y se interpreta el encuentro de El Escorial en 1972 como «la recepción europea de la teología de la liberación». Siguen textos de la Conferencia de Medellín, de la Evangelii Nuntiandi de Pablo VI, de la Comisión Teológica Internacional, de los discursos en Puebla (1979) de Juan Pablo II y el cardenal brasileño liberacionista Lorscheider, del padre Arrupe sobre el análisis marxista, de monseñor López Trujillo en 1981, las Observaciones de Roma a G. Gutiérrez en 1983, la entrevista de Ratzinger en 30 Giorni en 1984, textos de L. Boff, de V. Cosmao, seguidos por la primera Instrucción de la Santa Sede en 1982, un trabajo de Gustavo Gutiérrez, otro de Jon Sobrino en que rechaza la Instrucción y un cierre a cargo de Juan Pablo II en Santo Domingo. Desde un punto de vista de observador aséptico el método parece irreprochable, así como la selección. Pero el propósito de la obra era la publicación en Francia de la Instrucción Libertatis nuntius a la que se acompaña con este amplio dossier con pretensiones de imparcialidad. ¿Cabe la imparcialidad entre el Magisterio y el liberacionismo en la mente de unos teólogos católicos, que son quienes deciden esta selección? ¿No están situando al Magisterio auténtico de la Iglesia en el mismo plano que a los sospechosos de desviación, como reiteradamente les acusa el propio Magisterio? Aun así el equilibrio de los teólogos franceses progresistas está mil veces por encima del arriscado proceder de los liberacionistas españoles, menospreciadores sistemáticos del Magisterio.

En la tercera muestra que seleccionamos entre la producción francesa, o francófona, reciente sobre el liberacionismo no vamos a advertir ese intento de equilibrio sino una desaforada caída en el partidismo liberacionista, como si se tratase de un proyecto progresista español. Nos referimos a la antología Jésus et la libération en Amérique Latine, dirigida por Jacques van Nieuwenhove para «Desclée», 1986. Entre los diversos trabajos aquí publicados figuran uno de Gustavo Gutiérrez, uno de Segundo Galilea, uno de Leonardo Boff y tres de Jon Sobrino, que se convierte en la estrella del volumen. Este libro no es informativo, sino claramente de propaganda; el lector no informado carece de textos de referencia y crítica que debe buscar en otra parte.

Una cabeza de puente liberacionista en la India

Desde hace varios años me habían llegado noticias cada vez más insistentes sobre los intentos para establecer una cabeza de puente de la teología de la liberación en la India. Protagonizaron estos intentos, como ya había sucedido para la implantación del liberacionismo en América, los jesuitas progresistas que en el subcontinente asiático, gracias a su generosa aproximación a las religiones y creencias locales, especialmente al hinduismo, llevan bastantes años situados en las fronteras de la heterodoxia. Mis sospechas, que brotaban de rumores cada vez más serios, se han confirmado documentalmente hace muy poco tiempo.

En abril de 1986 la revista Vidyajyoti, editada por la Facultad de Teología que dirigen los jesuitas en Delhi, publicaba bajo el título Hacia una teología india de la liberación una «Declaración de la Asociación teológica india» —en la que los jesuitas tienen también un peso decisivo— con motivo de su 91 reunión anual, celebrada en Poonamallee, Madras, del 28 al 31 de diciembre de 1985. Del texto completo en inglés de dicha Declaración (Statement) que tenemos delante y consta de 56 puntos, traducimos y transcribimos a continuamos los párrafos más significativos. Según nuestros informes, parece que el autor o principal inspirador de este documento es el padre Samuel Rayan, S.J., autor también del comentario a la segunda Instrucción del Vaticano que citamos después. Esta declaración de la Asociación Teológica India ofrece un rasgo muy original: mientras en Europa y América los teólogos de la liberación tratan ahora, más o menos desde 1984, de disimular e incluso trivializar su marxismo, los teólogos indios asumen expresamente el marxismo y la ideología marxista como principal fuente de inspiración y de acción. Repasemos los puntos principales de la Declaración.

Tras un exordio sobre la opresión en que viven millones de personas, el punto 2 dice: «Las luchas de liberación y movimientos de libertad se han hecho intensos y universales. Se extienden desde una nueva conciencia político-social que surge del cuerpo de los pobres…, hasta revoluciones de gran escala como se han producido en China, por ejemplo, o en Cuba o en Zimbabwe. Se calcula que en la India hay unos 2500 grupos de activistas, la mayoría de los cuales incluyen en su ideología y su programa la organización del pueblo para la lucha por la liberación.

Enumera entonces la Declaración las diversas regiones del mundo donde alienta una teología de la liberación (América, África, Asia —praxis liberadora en Corea del Sur y Filipinas—) y continúa en el número 6 aplicando al sistema indio de clases-castas la necesidad de liberación. Recuerda en el número 9 que los activistas son llamados, como insulto, «misioneros» y «ateos» por los fundamentalistas hindúes y musulmanes que lanzan a las masas contra ellos. Critica el Documento en el número 17 a la Iglesia católica de la India por ceñirse a la orientación institucional, y tender solamente, según pautas tradicionales, al crecimiento numérico e institucional con descuido de la misión transformadora que ordenó Cristo. En el número 21 se dice: «La Iglesia debe liberarse de la mentalidad grecorromana y establecer una igualdad completa de los Ritos». En el número 24 se afirma que el mayor obstáculo para que la Iglesia cumpla misión es el temor al marxismo impuesto por las «secciones dominantes». La Teología debe ser praxis: «Una auténtica teología india de la liberación sólo puede surgir cuando quienes enseñan Teología y los encargados de formar a los futuros sacerdotes participen y apoyen tales luchas» (número 27). En el número 28 se propone la creación de grupos de «acción comunitaria de base» en solidaridad con los oprimidos.

La parte tercera de la Declaración se dedica a la búsqueda de una ideología en que se puedan encuadrar las luchas de la liberación impulsadas desde la Iglesia. Las ideologías son dos: una prioritaria, que es el marxismo; otra, que se presenta como secundaria y complementaria, que es la de Gandhi.

A la recepción del marxismo se dedican los números 30 a 35 de la Declaración.

30. «Entre las ideologías que han tratado de llenar esta función liberadora en el mundo, la más poderosa es quizás el marxismo». Se define el marxismo como la ideología que hoy conforma el destino real de millones de hombres y constituye la esperanza de muchos más fuera de los países socialistas (número 31). Después de este detonante aserto, en que para nada se indica la necesidad de liberación dentro de los países socialistas, la declaración exalta las virtualidades liberadoras del marxismo, que «proporcionan una comprensión científica de los mecanismos de opresión, en los niveles mundial, nacional y local; ofrece la visión de un nuevo mundo que debe ser construido como una sociedad socialista, primer paso hacia una sociedad sin clases, donde la fraternidad genuina pueda ser esperanzadamente posible, y por la cual merece la pena sacrificarlo todo».

Reconoce la justeza de la explicación ofrecida por Marx para esta situación alienada del mundo; y afirma que el análisis de Marx «ha contribuido al entendimiento de la cultura y la religión» (número 32). En el número 33 se afirma: «El marxismo ofrece una visión mundial donde el hombre, colectivamente y en la historia, recupera su esencia mediante el trabajo y se mueve hacia una mayor plenitud en relación de fraternidad con los demás. Por esta visión, un teólogo debe abrirse a ella y preguntarse si los instrumentos de análisis social ofrecidos por Marx le resultan o no útiles».

Aunque en la práctica el marxismo no ha cumplido con la alta misión que ofrece, la conclusión no ha de ser rechazarle sino colaborar con él desde el cristianismo para que tanto marxistas como cristianos mejoren sus capacidades de liberación (número 35).

Después de aceptar el método liberador propuesto por Gandhi (como una especie de brindis a la galería), la Declaración concluye en el número 45 que una vez rechazado inapelablemente el capitalismo como fuente de todos los males, «necesitamos una versión india de socialismo que tome elementos de Marx, de Gandhi y otros sistemas indios».

Las luchas de liberación y la propia participación del teólogo en ellas forman un auténtico locus theologicus (número 48). El marxismo complementado con el gandhismo son importantes, pero sólo si se combinan en la praxis liberadora (número 50).

El lector no habrá salido aún de su asombro; los ejemplos propuestos por los teólogos de la liberación para la India —Cuba y China entre ellos— parecen no dejar otra capacidad de opción que la revolución marxista soviética o la revolución marxista maoísta.

No debe extrañarnos que el mismo inspirador de esta Declaración, el jesuita liberacionista Samuel A. Rayan, publique poco después con su firma en la revista Jeevadhara núm. 16 (1986, pp. 228 y ss.) un largo artículo acerca de la segunda Instrucción de Roma sobre la teología de la liberación, Libertatis conscientia. Nunca se había presentado en el mundo un intento de tergiversación y enmascaramiento tan descarado. El autor multiplica las críticas contra la primera Instrucción, que no proviene para él de la Santa Sede sino de «el tipo de ortodoxia grecorromana de los autores». Recuerda que la Conferencia de Religiosos de la India, celebrada en enero de 1986, asumió expresamente la teología de la liberación y aceptó participar en la lucha de las masas por su liberación en nombre del Espíritu; y luego se vuelve sobre la segunda Instrucción, a la que con datos falseados y manipulados quiere presentar como «una victoria de los liberacionistas» e incluso «una conversión de Roma». La descripción del Sínodo de 1985, con pretensiones de convertirlo en parte de esa victoria cuando fue una descalificación abrumadora del liberacionismo, resulta cómica, aunque tal vez en la India alguien se creyera, por la distancia, semejante tergiversación. Todo el comentario rebosa nacionalismo elemental y rebeldía contra la Santa Sede, como si el factor local se interpretara como fuente de magisterio y de revelación.

Pero esas descalificaciones, que resultan evidentes, no deben impedirnos reconocer la profundidad y amplitud del peligro liberacionista en la India. Como en Iberoamérica, los liberacionistas indios incorporan toda la panoplia del localismo agresivo y reivindicativo para corroborar su independencia respecto de la disciplina eclesiástica. Como en Iberoamérica, no pretenden marcharse de la Iglesia grecorromana sino seguir dentro de ella, por motivos que algunos directores de estrategia conocen perfectamente. La lejanía espiritual y cultural de la India en comparación con la proximidad íntima de América nos impresionan menos, pero no deberían afectarnos menos. La división lacerante de la Iglesia católica en el subcontinente sudasiático, donde vive una porción tan considerable de la Humanidad, es una nueva tragedia de nuestro tiempo. Y una nueva y enorme responsabilidad histórica de la Compañía de Jesús, cuyos dirigentes progresistas han preferido subirse a la cresta de la ola en vez de dominarla y encauzarla al servicio del Papa.

Descubrimos las actas del congreso liberacionista de México

Entre los días 8 y 12 de diciembre de 1986 se celebró en el Centro Universitario Cultural de Ciudad de México un curso sobre «Teología de la liberación en el Tercer Mundo», cuyas actas reservadas han llegado, desde fuente segura, a nuestro poder. Este encuentro es importantísimo por varios motivos. En primer lugar, porque confirma una vez más el interés de la estrategia liberacionista por la penetración en México, como supremo objetivo de la alianza cristiano-marxista en tan delicadísima zona del hemisferio y del mundo. En segundo lugar, porque nunca hasta este encuentro se había evidenciado la extensión y la coordinación del liberacionismo en otros continentes fuera de Iberoamérica. En tercer lugar, por la demostración de que los principales jefes de fila de la liberación siguen en sus trece pese a las advertencias y las sanciones de Roma. La Prensa mexicana dedicó una gran atención al encuentro, que se presentaba como la II Asamblea General de la Asociación Ecuménica de Teólogos del Tercer Mundo, fundada en agosto de 1976. Acudieron al encuentro, celebrado en Oaxtepec, en la sede de la parroquia universitaria, más de 70 delegados de cuatro continentes. El Episcopado mexicano prestó también su atención a las reuniones, e intervino varias veces de forma valiente y lúcida. Colaboraron en la convocatoria varias entidades, entre ellas el Departamento de Ciencias Religiosas de la Universidad Iberoamericana de los jesuitas, que cooperaron muy activamente en la coordinación. La Parroquia Universitaria, de la que depende el Centro Cultural, está regida por los dominicos. En vísperas de la reunión, el Episcopado mexicano difundió un documento en que se recordaba que «la lucha evangelizadora es para liberar al hombre de sus cargas sociales, pero que no es misión del clero cambiar las estructuras sociopolíticas» (dossier Prensa, p. 4). Tan espectacular como siempre, fray Leonardo Boff declaró a su llegada que Roma le controla y sus guardianes le abren las cartas. También el dominico Frei Betto, confidente de Fidel Castro por encargo de las Conferencias Episcopales de Brasil y Cuba, llegó en plan provocador, e identificó, entre ataques al presidente Reagan, a la teología de la liberación con la revolución cubana. En el informe inaugural, la secretaria de la Asociación de Teólogos, la filipina Virginia Fabella, de Maryknoll, denunció el resurgimiento neoconservador en el seno de la Iglesia católica. La Prensa recordó que la Asociación de Teólogos se fundó en Tanzania, y reveló una de las claves del encuentro: el apoyo total a Nicaragua contra los Estados Unidos.

El primer día fue tumultuoso. Mil seiscientas personas, entre ellas muchas contrarias a los liberacionistas, abarrotaban la sala. La monja filipina Mary John Mananzan, benedictina, recordó sus años de formación en Münster, sede de la Teología Política, que decidió olvidar a su regreso para dedicarse al activismo e intervenir como agitadora de centenares de huelgas. Tan teológico proceder fue aclamado por la Asamblea así como el ataque de la monja al Papa: «El Papa, cuando vino a Filipinas, nos dijo que las monjas y los sacerdotes no deben entrar en política, pero, estoy pensando que él dice eso, pero es el más político de todos los Papas» (Actas, p. 8). Frei Betto, provocador, produjo un formidable tumulto que a poco desencadenó una violencia incontenible en el aula. «Todos nosotros somos discípulos de Jesús, un prisionero político», repitió, sin el menor pudor por los millares de prisioneros políticos de verdad que yacen en las cárceles de Castro, su confidente. Betto recomendó vivir la fe en el interior de «los movimientos sociales, sindicales y partidarios». La primera jornada suscitó la reprobación pública de los obispos mexicanos, contra quienes pretenden exaltar «una ideología sociopolítica». La Asamblea decidió el día 9 de diciembre enviar un mensaje firmado por setenta teólogos al Gobierno sandinista «expresándole su total apoyo ante las agresiones estadounidenses». La Prensa oficiosa de México —encabezada por el Excelsior—, criticó a los liberacionistas, cuyas estrellas prodigaban sus declaraciones fuera del aula; Enrique Dussel admitió la aplicación del análisis marxista y Leonardo Boff saltó nuevamente en defensa de Nicaragua.

Dos jesuitas y un protestante coparon los titulares tras sus actuaciones del 9 de diciembre. El pastor metodista argentino José Míguez Bonino quiso rizar el rizo al hablar de un tema sagrado para México: la Virgen de Guadalupe, lo que provocó expresiones de indignación en gran parte de la opinión y de la Prensa. El jesuita de Camerún Binmenyi Kweshi exigió la reencarnación africana de Cristo y criticó a la Iglesia por copiar su organización del Imperio romano. Otro jesuita, nuestro ya conocido Samuel Rayan, de la India, se mostró en México menos nacionalista, pero igualmente socialista en su condena radical al capitalismo. El Nuncio y un grupo de obispos mexicanos aprovecharon una ocasión marginal para recordar claramente desde fuera del Congreso la doctrina pontificia sobre la teología de la liberación.

Al terminar la tercera jornada, el 10 de diciembre, el teólogo chileno Pablo Richard, que suele confesarse propagador del marxismo-leninismo, y vive exiliado en Costa Rica, rechazó las modernizaciones del capitalismo en el Tercer Mundo como «peligro de muerte». Antes había lanzado sus proclamas de propaganda el teólogo sandinista José Arguello, que aburrió a las ovejas casi tanto como su sucesor en la tribuna, el jesuita filipino Carlos Abesamis; y la sala volvió a llenarse para escuchar a la gran atracción del día, Gustavo Gutiérrez, de Perú.

Las reseñas dicen que «habló manoteando, como siempre». De su texto taquigráfico se deduce también que habló divagando. Mantuvo su línea retraída y prudente que ha asumido desde que recibió las Observaciones romanas de 1983. Trató de apuntar algunos rasgos de la teología de la liberación, pero sin mencionar ni de lejos sus primordiales tesis marxistas, con mucho empeño en identificar a la teología de la liberación con la teología sin más. Recurrió a todos los tópicos liberacionistas de ambiente, sin apuntar jamás la menor solución alternativa contra la pobreza, la opresión, el abandono. Hasta él mismo parecía cansarse de tanta exaltación de los pobres, y reconoció que desde la pobreza lo mejor que se podría hacer es salir de ella, pero no dijo cómo. Decepcionó profundamente a sus numerosos oyentes.

Ese 11 de diciembre fue elegido nuevo presidente de la Asociación de Teólogos el sacerdote chileno Sergio Torres González, quien anunció la próxima incorporación de las islas del Pacífico y la región del Caribe a la entidad. Muy teológicamente expresó su repudio al régimen de Pinochet.

La cuarta jornada del encuentro se celebró el 12 de diciembre. El pastor negro sudafricano Takatso Mofokeng habló de teología negra; el chileno Pablo Richard largó una pesadísima alegoría arbórea; el teólogo de Sri Lanka, Tissa Balasuriya, abogó por la posibilidad de un Papa femenino; y recomendó al Papa que no examinase con detenimiento a la teología de la liberación. Pero nadie le hacía mucho caso; todos estaban pendientes del siguiente orador, el gran Leonardo Boff, el showman del liberacionismo mundial.

Quien arrancó con una tesis teológica brillante: «Yo voy a hablar de pie porque no me gusta hablar sentado» (Actas, p. 115). Pero Boff no decepcionó al auditorio como Gustavo Gutiérrez. Propuso abiertamente su vieja teoría de la división insalvable de clases en la Iglesia, que lleva indefectiblemente a la lucha de clases: la tesis condenada de su libro Iglesia, carisma y poder. Habló de tres modelos de Iglesia. Primero, la Iglesia conservadora, en que el obispo y el Presidente intercambian sus funciones como funcionarios del poder. Y en la que el Papa es el supremo funcionario, el pontífice máximo. Segundo, la Iglesia progresista, nacida del Concilio Vaticano II, y basada en las clases medias, que no tienen preocupaciones por la vida; ahí englobó de una tacada a los Cursillos de Cristiandad, el Opus Dei, los carismáticos, Comunión y Liberación, el Movimiento Familiar Cristiano. Y por último la Iglesia de los pobres, la de la liberación, que se articula espontáneamente en las comunidades de base pese a la opresión del poder. Dijo que en Brasil las comunidades de base eran unas 150 000.

«Yo diría que hoy los únicos que están evangelizando a obispos y teólogos y cardenales son los cristianos de las comunidades de base, porque los obispos también tienen que salvar su alma aquí en América». No decepcionó fray Leonardo.

Se dedicó la quinta y última sesión a los problemas de la teología de la liberación y la mujer. Moderó a las teólogas el jesuita Luis del Valle. Hablaron la zaireña Marie Bernadette Buy, la brasileña María Clara Bingemer, la indonesia Marianne Katoppo, teóloga protestante. Cerró la mexicana Elsa Támez. Hay que reconocer que en el día de la Virgen de Guadalupe las señoras teólogas se mantuvieron en actitud relativamente discreta y amable sin las estridencias que tanto habían prodigado los teólogos, a quienes dijeron «amar montones» y saludaron, desde otros continentes, con un «bésame mucho». Así terminó el encuentro, mientras todo el mundo recordaba algunas frases estelares, como la de Frei Betto: «Cuando dos jóvenes, sea cualquier su estado o situación, hacen el amor, allí hay una profunda experiencia de Dios». La nueva moral liberadora, supongo.