VI. MARXISMO Y CRISTIANISMO: LA OFERTA MARXISTA Y LA CRÍTICA CRISTIANA

Hemos de confirmar, plenamente, cuanto dejamos escrito en Jesuitas, Iglesia y marxismo sobre la esencia del marxismo; y sobre el carácter esencialmente marxista de la teología de la liberación, el movimiento Cristianos por el Socialismo, que confiesa, además, su marxismo constituyente, y la infiltración marxista tan extendida en el movimiento Comunidades de base-Iglesia Popular. En el capítulo siguiente, al revisar la última trayectoria de la teología de la liberación, detectaremos y denunciaremos las nuevas formas de recepción y sobre todo de comunicación marxista que en ella se encierran y desde ella actúan. En este capítulo lo que pretendemos es aclarar diversos temas en torno a la relación de marxismo y cristianismo, para profundizar en lo que ya establecimos en el primer libro. Los liberacionistas suelen acusar a sus críticos de no matizar ante el problema de sus relaciones con el marxismo; de no distinguir suficientemente entre las diversas corrientes del marxismo, y de no concretar los vectores de influencia desde el marxismo al liberacionismo. Pues bien, no podrán repetir rutinariamente tales críticas, que son más bien efugios, después de este capítulo, donde vamos precisamente a analizar, matizar y concretar la oferta marxista a los cristianos; los interlocutores marxistas seleccionados para el diálogo son los cristianos; la recepción del marxismo en el campo liberacionista, la aplicación del marxismo entre un grupo de teóricos españoles en un ambiente cristiano y por fin la crítica del marxismo dentro del campo católico en España e Iberoamérica. Como el ámbito de nuestra investigación es preferentemente iberoamericano, nos centraremos sobre todo en él para la detección de las conexiones, aplicaciones y ofertas del marxismo.

La ceguera actual de España ante el marxismo

Uno de los éxitos más considerables de la propaganda marxista y soviética en la España de la transición consiste en haber logrado que el anticomunismo aparezca como una actitud reaccionaria y que hablar críticamente de marxismo se interprete poco menos que como una actitud antidemocrática. El régimen de Franco, que concentró todo su rechazo contra el peligro comunista, identificó falsamente como comunistas a quienes eran simplemente demócratas de oposición o compañeros de viaje del comunismo; pero ese régimen no emprendió ni comunicó un análisis serio del marxismo. La sociedad española no marxista demuestra, desde hace décadas, una extraña alergia ante el marxismo, como si ignorarlo equivaliera a suprimirlo. La Jerarquía episcopal española es la única de Europa y América que no se ha atrevido a abordar el análisis del marxismo, al que no ha dedicado desde 1937 una sola instrucción, una sola orientación, lo que me parece una grave omisión pastoral. El mundo intelectual y cultural de centro-derecha prescinde de estudiar y valorar al marxismo; un síntoma revelador es que uno de los más respetados representantes de ese mundo liberal de la cultura, el profesor Julián Marías, ignora casi por completo la existencia del marxismo en su famosa y difundida Historia de la Filosofía (tengo delante la sexta edición, de 1981) donde apenas dedica al marxismo un par de páginas escasas, sin que en ellas considere como importante al pensamiento marxista, mientras atribuye casi exclusivamente a Marx una relevancia en el campo de la economía. Con tan altos ejemplos, los intelectuales moderados españoles de la época actual han excluido al marxismo de su consideración, como si no existiera.

La ceguera de España ante el marxismo ha alcanzado incluso al campo de los expertos en marxismo. Uno de ellos, el jesuita Carlos Valverde, autor de obras más que estimables sobre la historia y el pensamiento del marxismo, que detallaremos después, arremetió subjetivamente contra mí con motivo de mi primer libro sobre los jesuitas y la liberación, y llegó a afirmar, como vimos, en la revista católica Sillar que el marxismo estaba ya en recesión y dejaba de constituir una amenaza. Atreverse a citar en la comunidad cultural española las terribles denuncias del escritor ruso Alexandr Soljenitsin, refugiado en Occidente después de la resonante publicación de Archipiélago Gulag (terminada en 1968) provocará extrañezas y menosprecios, mientras al insigne premio Nobel, que ha elegido la vocación de servicio a la Humanidad por encima de las estrecheces del nacionalismo, se le moteja por muchos intelectuales españoles como marioneta de la propaganda americana. ¡Cuando la propaganda americana en España es tan ineficaz y vergonzante que prefiere apoyarse en los progresistas y sólo expone rutinariamente el peligro estratégico del marxismo para España y para Iberoamérica!

Las denuncias de Soljenitsin

Y sin embargo el gran profeta ruso ha acumulado, desde la narración histórica y desde la denuncia expresa, elementos de juicio más que suficientes para que el mundo occidental sacuda su apatía frente a la ineluctable amenaza estratégica del marxismo. En su Carta a los dirigentes de la Unión Soviética, por ejemplo (Barcelona, «Plaza y Janes», 1974), examina «la postración de Occidente» (p. 14 y ss.), y critica a los líderes occidentales porque «se verían forzados a hacer cualquier tipo de concesiones con el solo objeto de ganarse el favor de los futuros gobernantes de Rusia»; se asombra ante el hecho de que «el mundo occidental, única fuerza ponderable capaz de oponerse a la Unión Soviética, ha cesado en tal actitud y casi ha dejado de existir como rival» (p. 17); y llega al fondo del problema en este párrafo:

«El debilitamiento catastrófico del mundo occidental y de su propia civilización no sólo es pálido reflejo de los éxitos de la perseverante e insistente diplomacia soviética, sino que además es evidentemente el resultado de la crisis, tanto histórica como psicológica y moral de una cultura, un sistema y una concepción del mundo que habiéndose iniciado en el Renacimiento recibieron una formulación más perfecta en el ilustrado siglo XVIII» (p. 18).

La estrategia soviética ha logrado, por tanto, minar la moral de Occidente desde bases falsas de pensamiento, desde el marxismo, para el que Soljenitsin, tras su profunda experiencia junto al corazón estratégico del marxismo, adelanta una durísima condena: «El marxismo no sólo es inexacto, no sólo no es científico, no sólo no pronostica ni un acontecimiento, ya sea en forma de cifras, de cantidades, de fechas o de lugares, sino que se ve suplantado en esa tarea profética por los cerebros electrónicos…» (ibíd., p. 59). «¡Que una doctrina hasta tal punto desacreditada, hasta tal punto derrotada, posea aún en Occidente tantos adeptos!» Y hace suya Soljenitsin una cita de Sergei Bulgakov en 1906: «El ateísmo es el centro inspirador y emocional del marxismo y todo el resto de la ideología se acumula en torno a aquél; el rasgo más persistente del marxismo es el rabioso antagonismo con la religión» (ibíd., p. 59 n.).

En resumen, «no son las dificultades de conocer las que perjudican a Occidente, sino la falta de deseo de saber; la preferencia emocional que se da a lo agradable sobre lo penoso. Tal conocimiento es regido por el espíritu de Munich, por el espíritu de la complacencia y las concesiones, por la engañosa ilusión de las sociedades y de los hombres que viven bien, que han perdido la voluntad de abstenerse, de sacrificarse y de mostrar firmeza» (ibíd., p. 180). Parece que Soljenitsin está describiendo la apatía moral de la sociedad y de la Iglesia española ante el marxismo, de la que es culpable en buena parte la Prensa de la transición, que por insuficiente formación y flagrante irresponsabilidad de muchos portavoces ha dado carta de naturaleza en pie de igualdad democrática al comunismo y a los sectores marxistas del socialismo, sin querer advertir que se trata de enemigos constitutivos de la democracia. Entre infiltrados, irresponsables y tontos útiles, esos intelectuales y portavoces de medios, que son legión, han logrado esterilizar, hasta ahora, e inhibir cualquier reacción social española contra el marxismo, persistentemente. En este libro y especialmente en este capítulo, trataremos de hacer frente a semejante aberración; que en algunos casos, como en los promotores de los movimientos liberacionistas, no se trata de simple ceguera sino de abierta y pretendida complicidad. Tales actitudes han incidido indirectamente en las mismas agrupaciones empresariales, fuerzas económicas y grupos políticos del centro-derecha, en ninguno de los cuales se ha querido abordar a fondo la problemática y la crítica del marxismo, mientras la extrema derecha intenta esa crítica de manera verbal y tremendista, sin la más mínima credibilidad. Empresarios y financieros católicos no dudan en abrir el cuadro y ofrecer plataformas a los intelectuales propagandistas del marxismo, como acaba de hacer la «Editorial Espasa-Calpe», baluarte antaño de la moderación cultural, que, respaldada por un importante Banco, ha entregado una de sus empresas culturales de primera magnitud, la gran Historia de España, anteriormente dirigida por don Ramón Menéndez Pidal, a la infiltración marxista protagonizada por el catedrático digital don Manuel Tuñón de Lara, amén de otros colaboradores equívocos en diversas fases de la Historia, incluso en la Edad Antigua, donde el alarde marxista de las nuevas versiones de esa Historia resulta casi cómico. Partidos políticos creados por líderes inequívocamente católicos, como el duque de Suárez, admiten a marxistas confesos, como el señor Rufilanchas, quien afirma sin que nadie le frene que el marxismo cabe perfectamente en el CDS; escritores de formación marxista se incorporan a la nómina de algunos diarios moderados; los grupos del centro-derecha se mueren por recabar —de sus adversarios naturales— la etiqueta progresista.

La nueva oferta marxista a los cristianos

El marxismo es, como ya sabemos, la viva antítesis de la religión. El ateísmo es el punto de partida sistemático del marxismo original, que no ha cambiado un ápice en este punto, porque entonces dejaría de ser marxismo. Pero cuando los estrategas del marxismo advirtieron, al terminar la Segunda Guerra Mundial, las incertidumbres, las crisis y el desmoronamiento ideológico y moral en el campo cristiano, decidieron aprovechar la obsesión por el diálogo que surgía en ese campo cristiano entre claros síntomas de entreguismo suicida; y remodelaron su estrategia para aprovechar en servicio de sus objetivos permanentes de dominio mundial la nueva disposición de los cristianos. Desde entonces son innumerables los ejemplos de cristianos que han abrazado el marxismo, y excepcionales los de marxistas que han aceptado personalmente el cristianismo.

Para servir a esa nueva estrategia, que desembocará durante los años setenta en lo que Fidel Castro, un antiguo cristiano converso al marxismo-leninismo, ha calificado precisamente como «alianza estratégica de cristianos y marxistas» para el dominio marxista del Tercer Mundo, el campo marxista destacó y utilizó nuevos equipos de diálogo; y adaptó su doctrina para presentarla como nueva apertura a ese diálogo. Ya hemos comprobado hasta dónde condujo en algunos casos ese diálogo a los interlocutores cristianos: Bergamín, Mounier, Comín en el campo político; Moltmann y Metz en el campo de las ideas. Ahora debemos examinar la base marxista del diálogo; para concretar desde ella las líneas de la oferta marxista a los cristianos.

La famosa «alternativa» de Garaudy terminó… en el Islam

En 1974, y dentro de la «Editorial Cuadernos para el Diálogo» (el diálogo cristiano-marxista promovido, desde el campo cristiano, por el profesor Joaquín Ruiz-Giménez), el joven socialista de origen democristiano, Gregorio Peces Barba, presentaba alborozadamente el libro de Roger Garaudy La alternativa, publicado dos años antes en Francia. Garaudy era un antiguo militante cristiano que se había adherido en 1933 al partido comunista cuando tuvo que optar entre marxismo y cristianismo, que entonces le parecían irreconciliables; tras una larga trayectoria en el partido comunista de Francia, en el que desempeñó funciones directivas, su actitud crítica le condujo a la expulsión y publicó este libro poco después de esa expulsión. La alternativa es, para muchos cristianos dialogantes, la prueba suprema de que el marxismo puede llegar a plantear el diálogo y la aproximación con mucha sinceridad. Vamos a verlo más de cerca.

Garaudy plantea ese diálogo no en el terreno de las ideologías, «las que nos contraponen unos a otros», sino en el terreno de la praxis, de acuerdo con la acreditada tradición marxista para la captación de otras fuerzas (ibíd. p. 21). Pero inmediatamente deja bien claro que su objetivo final es absolutamente marxista, y no cristiano: «Los objetivos intermediarios más importantes deben ser: la unidad sindical, la unión de las fuerzas provenientes del trabajo y de la cultura, los consejos obreros y la huelga general como recurso crítico y esencial del paso hacia el socialismo. Pero ¿cuál ha de ser este socialismo? El de autogestión definido claramente por Marx» (ibíd., p. 23). Por tanto, en el «reencuentro entre la revolución y la fe» propuesto por Garaudy en esa misma página, lo que se trata es de realizar la revolución marxista, y no la fe.

Garaudy escribe su libro bajo el impacto del movimiento rebelde juvenil de 1968; y acepta demagógicamente las propuestas utópicas de ese movimiento, por ejemplo la virtual disolución de la familia como signo de modernidad (p. 34) o la reivindicación anárquica juvenil sobre los derechos del cuerpo. Al enumerar los cambios necesarios afirma que «las fundamentales demostraciones del Capital, de Marx, se mantienen inalterables» (p. 69). Su crítica radical al capitalismo adolece de la misma intemporalidad y absolutismo que la de Marx; y para nada tiene en cuenta la singular contribución del capitalismo a la reconstrucción y elevación de la franja oriental asiática, desde Corea del Sur a Singapur, después de 1945. La clave de su libro, a partir de la p. 125, consiste en negar que el ateísmo sea un fundamento esencial del marxismo en el plano metafísico, aunque reconoce que sí lo es en el histórico. Pero, como ya sabemos, la negación de Dios como factor alienante y proyección de la angustia humana (antihumana) no es una simple anécdota, sino el arranque de todo el sistema marxista; en este punto nuestra discrepancia con Garaudy, ante los textos y contextos de Marx, es radical. No puede decirse que el ateísmo de Marx es simplemente metodológico (p. 125) aunque no sea metafísico ya que Marx no admite la metafísica; es un ateísmo fundamental, ontológico, histórico y absoluto. Garaudy describe el diálogo Bloch-Moltmann (p. 132) pero no subraya que Bloch se afianza para ese diálogo en el ateísmo, como ya sabemos y vamos a confirmar muy pronto. Acepta Garaudy las posiciones pedagógicas marxistas de Paulo Freiré (p. 159); y a partir de la página 184 asume la tesis del marxista-leninista italiano Antonio Gramsci para la formación del nuevo bloque histórico transformador y revolucionario que comprende a las fuerzas del trabajo, las fuerzas de la cultura, los profesionales y cuadros y principalísimamente a los intelectuales. Será la misma oferta que ya tramaba el eurocomunismo, fundado igualmente en la teoría estratégica de Gramsci (p. 199).

Éstas son las tesis principales de la alternativa, donde no se brinda un puente de diálogo, sino de absorción de los cristianos por el marxismo más radical. Por eso todos los liberacionistas aclaman a Garaudy como nuevo profeta del marxismo dialogante. Su chasco ha debido de ser tremendo al comprobar que Roger Garaudy, al decidirse por fin personalmente al reencuentro con Dios y la religión, no ha regresado a la Iglesia católica sino que mediante una conversión restallante se ha incorporado al Islam, que ahora profesa ardientemente. Los liberacionistas tratan de explicarnos, no sin cierta vergüenza, que este salto religioso de Garaudy es una cosa muy seria. Pero para un observador imparcial, la contemplación del veterano pensador marxista inclinándose cada día hacia La Meca para musitar el «No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta» alcanza inevitables ribetes cómicos dentro ya del diálogo marxista-islámico, no marxista-cristiano. Y resulta una merecida ráfaga aristofánica entre las complicadas euforias de Cuadernos para el Diálogo y el inesperado quiebro ecuménico del marxista francés por las Religiones del Libro.

Ernst Bloch: el ateísmo marxista como ideal teológico

El gran filósofo marxista alemán Ernst Bloch (1885-1977) fue calificado por el gran teólogo progresista de la Compañía de Jesús Karl Rahner como «el teólogo más importante de nuestro tiempo» en una concesión no muy explicable a la boutade teológica. Para los liberacionistas y los cristianos dialogantes, Bloch es el pilar del diálogo desde la orilla marxista. Toda la teología de la esperanza de Jürgen Moltmann, y los mismos cimientos de la teología de la liberación se han tendido con referencia a las posiciones de Bloch, el marxista que más ha influido, sin duda, en los cristianos de izquierda de nuestro tiempo, incluidos muchos teólogos fascinados por la originalidad y la exuberancia intelectual del personaje. Su obra fundamental es, a este propósito, El principio esperanza (1954-59) cuyo análisis completaremos con el de El ateísmo en el cristianismo (1968 ed. alemana, 1983 ed. esp. en «Taurus», Madrid). Dos exégesis de Bloch se han publicado recientemente en España. Una la de los jesuitas de Fe y Secularidad (José Gómez Caffarena et al.), En favor de Bloch, Madrid, «Taurus», 1979; otra, mucho más exhaustiva y crítica, en el admirable libro del doctor Manuel Ureña Pastor Ernst Bloch, ¿un futuro sin Dios?, Madrid, «BAC», 1986. El primero de estos libros ya fue analizado en Jesuitas, Iglesia y marxismo. Bloch, nacido de padres judíos, y que vivió y murió como filósofo marxista, huyó de la Alemania nazi en 1933, estudió y enseñó en los Estados Unidos hasta 1948, regresó a Alemania del Este y luego pasó a la del Oeste, en vista de las dificultades que le ponían sus correligionarios marxistas, en 1961, y se quedó para enseñar en Tubinga.

La confusa, y un tanto cínica, idolatría blochiana que exhiben los jesuitas de Fe y Secularidad y sus colaboradores en el libro-simposio citado, En favor de Bloch, queda puesta en su lugar, y definitivamente ridiculizada, por el doctor Ureña en su importante contribución monográfica. El especialista francés y también jesuita, padre G. Martelet, alaba en la presentación al doctor Ureña por «poner en claro la verdadera identidad de este pensamiento intrínsecamente ateo, y advertir del peligro que corre siempre una teología cuando, sin pararse a pensar en la calidad del material filosófico que asume ni en el modo que lo asume, se percibe de pronto envuelta en las tentadoras mallas de la gnosis» (p. XV). Bloch, en efecto, es un gnóstico de nuestro tiempo. «Negándose tercamente a reconocer el misterio imprescriptible del alma humana y empeñado sobre todo en reivindicar acríticamente una autonomía incondicional del hombre y el mundo, cree poder explicar, a partir de la razón, el fundamento último de una realidad que su ateísmo de principio mutila irremediablemente. Atribuyendo al hombre poder siempre trascenderse a sí mismo, sin tender nunca a nada ni a nadie más que a sí, niega toda trascendencia que permita conceder una realidad a Dios y a la fe en Dios» (ibíd., p. XVI).

Heredero de Nietzsche, de Feuerbach, de Auguste Comte y de Marx, Bloch, más sutil que todos ellos, pretende englobar en el marxismo la tradición y la energía cultural del cristianismo. Incluso trata de descubrir en la Escritura y la esencia del cristianismo la suprema justificación del ateísmo. «Según Bloch —dice Martelet— la misma Biblia enuncia, con términos encubiertos, descifrables en adelante, el mensaje radical de la modernidad en el ámbito religioso: que el ateísmo es la verdad de la fe y que entre el ateo y el cristiano se da una total reversibilidad de significaciones, bajo la égida absoluta del primero» (p. XVII). Es la formidable paradoja de Bloch, que no en vano invoca a Miguel de Unamuno como uno de sus autores predilectos.

Bloch, que fue toda su vida un militante marxista, que había apoyado en 1918 el movimiento espartaquista de Rosa Luxemburgo, pero que por su sentido crítico se encontraba tan incómodo en la Alemania oriental (donde no le permitían pensar en voz alta) como en la occidental (donde los católicos y en especial los jesuitas le convirtieron estúpidamente en ídolo teológico) actuó explicablemente, por judío y por marxista, como enemigo a muerte de los nazis, aunque su odio le cegó hasta atribuir a la Iglesia católica de los años treinta una auténtica complicidad con el nazismo, lo cual es simplemente una exageración infundada. Toda la historia eclesiástica de Bloch es una caricatura disonante, que ignora la comunicación de espiritualidad y santidad y los testimonios más importantes de la doctrina y la tradición católica, como la carta de Pío XI Mit brennender Sorge contra el nazismo. Fue Bloch, ante todo, el adelantado marxista del retorno a Hegel, prohibido y marginado por la ortodoxia marxista del poder soviético. Rechazó, con razón, la fementida distinción entre el Marx joven y el maduro a propósito del humanismo.

Relee profundamente a Marx, a quien pretende despojar de mecanicismos deterministas para inscribirle en el humanismo moderno; aplica anacrónicamente a Marx categorías de nuestro tiempo, tanto del neomarxismo como de la nueva modernidad.

El doctor Ureña trata de fundamentar, con objetividad y hondura, la sugestiva teoría cultural de Bloch en su despliegue ontológico. El pensamiento de Bloch —desarrollado como una cosmovisión y un sistema, dentro de la gran tradición contemporánea de la filosofía alemana— se centra en la esperanza como idea y como ideal, la esperanza es el motor de la realidad in fieri, identificada con la utopía a que tiende una realidad —que anida en el hombre— que se está haciendo y que todavía no ha llegado a cuajar. La utopía a que señala la esperanza se va aproximando mediante la integración en la historia de una serie escalonada de sueños, entre los que el hombre se realiza en el mundo y el mundo en el hombre. La esperanza, que es una realidad metafísica en la dialéctica del hombre y el mundo tendidos hacia la utopía, es también, subjetivamente, un afecto esencial, que supera por todas partes a la angustia, y que por su capacidad de conocimiento real reduce y arrincona al miedo. Por la esperanza trata Bloch de superar al determinismo optimista y al determinismo pesimista. Busca inútilmente, entre la dialéctica marxista, la libertad.

La contribución blochiana a la filosofía de la religión, e incluso a la teología, como pretenden sus idólatras, se inscribe, para el doctor Ureña, en el ámbito de la interpretación y la asimilación histórica de la cultura.

La construcción religiosa de Bloch —a partir de un ateísmo riguroso jamás desmentido— y su despliegue histórico en torno a la trayectoria de las Iglesias cristianas es de una arbitrariedad y un subjetivismo que linda demasiadas veces con lo paranoico; y se rige mediante una obsesión continuada por lo heterodoxo, lo marginal y hasta lo estrambótico. Releyendo sus páginas nos asalta una y otra vez la evocación de los maestros cosquilleantes de la carta a Timoteo (quizás en justa compensación por el aborrecimiento que Bloch siente hacia san Pablo) y el asombro por la caterva de teólogos católicos papanatas que admiran a Bloch de forma que sólo cabe calificar de masoquista o inexplicable.

La tradición judeocristiana introduce en el mundo de la religión un proyecto desmitificador, una filosofía del futuro y una auténtica preocupación social. El Dios de la Biblia es ante todo un Dios de liberación. Por supuesto que la verdadera y legítima herencia del cristianismo primitivo se desnaturaliza y se pierde, para Bloch, en la Iglesia oficial, en Pablo de Tarso y Agustín de Hipona; aunque revive en heterodoxos como Thomas Münzer. Bloch pasa revista a la serie de utopías que se han propuesto en el mundo cristiano; y en el mundo socialista del XIX. Desde el sueño sionista de Herzi a la isla homérica de los feacios y el reino del Preste Juan todas las utopías, marginaciones y excentricidades de la historia mágica se entreveran en las páginas de Bloch, que podría ser una adecuada fuente de inspiración para Fernando Sánchez Dragó, pero no precisamente para la teología católica.

Bloch supera las interpretaciones de Feuerbach y de Carlos Marx sobre la entraña del hecho religioso. «Mientras que los padres del socialismo científico —resume, certeramente, Ureña— interpretan la religión como ideología y como falsa conciencia, nuestro autor detecta en la tradición religiosa de la Humanidad una herencia cultural que puede y debe ser asumida por la utopía concreta del marxismo, por cuanto que la religión anticipa y preludia esa utopía» (op, cit., p. 483). «De este modo —sigue Ureña— la utopía del reino destruye la ficción de un Dios creador y la hipóstasis de un Dios celeste, pero no el espacio vacío ni el espacio final. La fe es, en el fondo, fe en un reino mesiánico de Dios sin Dios, ya que el inconsciente colectivo de la Humanidad es materialista dialéctico. Hacen falta por tanto las dos cosas: la fe religiosa vaciada de su objeto trascendente (espacio vacío) y el ateísmo mesiánico que sustituye al Dios trascendente por la patria de la identidad todavía por venir (espacio final) (p. 485).

Ernst Bloch, el filósofo marxista y ateo que trata de raptar la herencia cultural cristiana para insertarla en el marxismo humanista, es en el fondo un enemigo de Dios y de la religión mucho más peligroso que Marx. Porque Marx negaba a Dios y desechaba a la religión como figuración alienante; Bloch trata de vaciar a Dios sin acabar de destruir su huella; para agregar después a ese Dios vaciado como trofeo para la esperanza marxista. Esto no es teología, sino a lo sumo vampirismo teológico, al que sucumben el ingenuo Rahner y los increíbles teólogos —Moltmann, Metz— que entablan a golpe de concesiones el diálogo con Bloch, sin que Bloch ceda un ápice. Y sin este triángulo fatídico —Bloch, Moltmann, Metz— no se comprenden los orígenes teóricos profundos de la teología de la liberación.

El neomarxismo crítico de la Escuela de Frankfurt

En Jesuitas, Iglesia y marxismo descartamos demasiado deprisa la posible influencia de la Escuela de Frankfurt en los orígenes del liberacionismo. Volvemos hoy sobre aquella opinión, y después de profundizar más en los rasgos comunes y algunos movimientos específicos de ese interesante grupo —cuya influencia ha sido introducida y promovida en España por Jesús Aguirre, hoy duque de Alba— pensamos que sí existen aportaciones del pensamiento frankfurtiano al liberacionismo, de lo que podemos ofrecer una prueba significativa: la tesis de José María Mar-dones Teología e ideología, publicada por la Universidad de los jesuitas en Deusto, 1979, y que consiste en un intenso esfuerzo de aproximación entre la teología de la esperanza de Moltmann y la teoría crítica, que es como suele llamarse la plataforma común de la Escuela de Frankfurt. Hay además otra razón. Casi todos los «frankfurtianos» —Horkheimer, Adorno, Marcuse, Fromm y Benjamin— son judíos; casi todos huyeron de la persecución hitleriana para refugiarse y ejercer la docencia en los Estados Unidos, por lo que su influjo marxista penetró con variable intensidad en América.

Al terminar la Primera Guerra Mundial la Segunda Internacional socialista, maltrecha por el fracaso de su utopía pacifista de preguerra, buscó en Centroeuropa una revitalización del marxismo para recuperar su capacidad ideológica y su influencia política supranacional. En este clima un grupo de intelectuales marxistas consiguieron que la República de Weimar crease un Institut für Sozialforschung (Instituto para la investigación social) adscrito a la Universidad de Frankfurt, lo que se logró en 1923. El segundo director fue el filósofo marxista Max Horkheimer, quien con Theodor W. Adorno se considera como el fundador de la Escuela, a la que suelen adscribirse también Erich Fromm, Walter Benjamin, Herbert Marcuse y Franz Borkenau, autor éste de un libro teórico sobre la guerra civil española (favorable con escasa objetividad al bando republicano) que alcanzó en su momento cierta resonancia. Como representante de la «segunda generación» y como «último de los frankfurtianos» clásicos suele considerarse a Jürgen Habermas.

Al llegar Hitler al poder se cerró el Institut y sus miembros huyeron para trasplantar su obra a París y Nueva York, donde funcionó algunos años una sección afecta a la Columbia University, que contribuyó a difundir en América el mensaje marxista con financiación de las grandes fundaciones capitalistas, una de esas inconsecuencias «liberales» que provocan la indignación de testigos como Soljenitsin. Columbia rompió después la conexión y los miembros del Instituto regresaron a Alemania, donde se reabrió la sede en 1951.

No es fácil establecer una plataforma doctrinal común para los miembros de la Escuela de Frankfurt, que son todos, sin excepción, neomarxistas críticos, y se especifican más bien por un estilo que por un sistema conjunto. También se caracterizan por combinar las profundizaciones teóricas con el análisis socio-filosófico de los problemas históricos, culturales y políticos de la modernidad, a partir de la Ilustración. Tienden además generalmente a la denuncia, más que crítica, de la sociedad capitalista (sin omitir, ocasionalmente, críticas a la sociedad socialista del Este). La primera generación está más próxima a la ortodoxia y la tradición marxista, que se diluye más en la segunda.

Proponen los frankfurtianos una dialéctica de la racionalidad humana que concentran sobre todo en el análisis crítico, muchas veces despiadado, de la sociedad capitalista; acusan al capitalismo de encubrir con formalismos liberales —sobre todo con la ilusión de una libertad ficticia— un nuevo totalitarismo so capa democrática, tendida por los medios masivos de comunicación y por un durísimo control social. (No reflexionan, desde luego, sobre el hecho de que la sociedad capitalista les permite criticarla a fondo desde dentro, y hasta les financia, mientras que tal vez les fuera más difícil montar una base de críticas en el mundo marxista; por lo pronto no lo han intentado siquiera).

En el pensamiento de la Escuela de Frankfurt late una gran coherencia marxista dentro de un punto esencial: no hay sitio para la idea, ni menos para la realidad de Dios. «En ellos —confirma Mardones— no hay cabida para una trascendencia» (op. cit., p. 132). El común denominador judaico de casi todos los frankfurtianos no les ha impulsado hacia el Dios de la tradición judía; pero sí les ha infundido un horror innato a la adoración de imágenes (rechazan como «ídolos» los conceptos de nación, Führer, dinero…) y un sentido de la «lucha contra los ídolos» que ha saltado desde ellos a los liberacionistas, quienes utilizan muchas veces expresiones antiidolátricas. También heredan del judaismo la «sed de justicia» y la primacía marxista de la praxis, que les viene a través del marxismo.

¿Cuál es la posición conjunta de la Escuela de Frankfurt ante la religión? Mardones lo resume admirablemente así: «(La religión) es un epifenómeno social de carácter irracional que viene originado por las defectuosas relaciones humanas» (op. cit., p. 157). Pero esa religión marginal puede encontrar su lugar en la teoría crítica o mejor en su praxis: «La protesta que conlleva la religión —resume Mardones— contra toda situación injusta, y las ansias de plenitud y eternidad pueden hacerla camarada de la Teoría Crítica en su interés emancipativo y en su lucha por una sociedad más racional y humana, siempre que tales deseos no jueguen un abusivo papel ideológico aquietador o una compensación idealística del estado miserable actual» (ibíd., p. 158). En este sentido de la praxis aplicado a la religión los frankfurtianos no son solamente marxistas sino leninistas. «De Dios no podemos decir nada» resume Mardones la posición de la Escuela ante el Absoluto. Tan alejados realmente se sienten de Dios que ni siquiera pueden declararse ateos (ibíd., página 167), porque eso sería poner a Dios ante la consideración racional, lo que creen simplemente absurdo.

Estudiemos ahora, tras esta visión general, algunos rasgos particulares de los principales miembros de la Escuela de Frankfurt. Sobre Max Horkheimer (1895-1973), tenemos un interesante trabajo del jesuita Juan A. Estrada [Pensamiento, 41 (1985) n.° 162, p. 159-177] en el que no aparece una sola vez la palabra Dios. Horkheimer acepta de lleno la concepción marxista del hombre social. Considera alienado al hombre de la sociedad alemana en los años treinta. Estrada se adhiere a la tesis marxista del filósofo cuando afirma que «la crítica de Horkheimer sigue siendo válida en el día de hoy cuando la explotación de la naturaleza está al servicio de los intereses rivales de las grandes multinacionales y de los grupos de poder establecidos con todas las consecuencias de despilfarro, de destrucción del habitat humano y de catástrofes ecológicas que caracterizan a las sociedades industrializadas de consumo» (op. cit., páginas 164 s.). Por lo visto el desastre de Chernobyl ocurrió en Arkansas.

Para Horkheimer el método de análisis es el del materialismo dialéctico. Pero se apoya en la psicología para rebajar la importancia decisiva y estructural de las relaciones de producción, aunque se mueve netamente dentro del materialismo histórico.

Cofundador de la Escuela, Theodor W. Adorno (1903-1969) —exiliado durante la época hitleriana en Oxford y luego en Nueva York— partió de la subjetividad existencialista de Kierkegaard para oponerse después, en plena línea marxista, a todo individualismo que enmascarase la dimensión social del hombre. Ocupó una posición intermedia entre Horkheimer y Marcuse; pensó que el materialismo dialéctico ortodoxo no se puede sostener sin una fuerte carga dogmática. Al aplicar una dialéctica negativa al análisis de la realidad, se ha planteado frecuentemente cómo las ideas de progreso y de liberación han podido desembocar en realidades y sistemas de opresión. Atribuye un final tan trágico a que las dialécticas utilizadas en nombre del progreso y la liberación no se han cargado suficientemente de negación a través de la autocrítica, por lo que han degenerado en un nuevo dogmatismo.

Fromm y Benjamín suelen considerarse como filósofos marginales de la escuela frankfurtiana; en cambio Herbert Marcuse se ha erigido, por su influencia entre la juventud rebelde de 1968, de la que llegó a figurar como padre intelectual, en el pensador más conocido de todo el grupo. Marcuse (n.° 1898), influido por Husserl y Heidegger, llegó al marxismo a través de su estudio de Hegel y de su interés por el fenómeno socialista. Vino también a Estados Unidos en 1934, y desde 1941 colaboró en los servicios estratégicos norteamericanos, muy infiltrados entonces por marxistas y comunistas. Marxista profundo, establece que Marx desarrolló correctamente la dialéctica hegeliana, y aunque se presenta como crítico del sistema soviético, en realidad ha sido uno de los más profundos enemigos interiores de la sociedad occidental y del sistema capitalista, a quien trata de destruir dialécticamente en la más famosa de sus obras, El hombre unidimensional (ed. USA 1954, ed. española «Ariel», 1984, tras otras anteriores). Marcuse piensa que la sociedad capitalista es encarnación de la descrita por Orwell y que a ella se le puede aplicar el doble lenguaje orwelliano. El sistema capitalista ha incorporado, anestesiándolas, las clases oprimidas al sistema mediante un uso alienante de los medios de comunicación. Estado-bienestar, sociedad de consumo, sociedad opulenta son otras tantas formas de alienación capitalista. Una de las pocas esperanzas de subvertir esa congerie de falsedades opresoras son las masas del Tercer Mundo, quienes se han lanzado a un proceso de liberación en alianza con pequeñas minorías irreductibles que no se dejan asimilar por el sistema opresor. Maná para los liberacionistas como comprende el lector. Marcuse profundiza en la autonomía radical del hombre reivindicada por Marx y propone una ontología de la rebelión que condiciona hasta los fundamentos de nuestro ser: su ateísmo es por tanto objetivamente más agresivo que el del propio Marx. El propio feminismo radical, que ya ha penetrado en la Iglesia, tiene raíces marcusiano-marxistas al pretender «liberar» a la mujer de sus propios condicionamientos naturales. El liberacionismo coincide con esta tendencia.

Para Marcuse el rasgo más característico de la sociedad industrial consiste en que la ciencia y la tecnología han asumido el papel de la ideología. No se pueden aplicar a la segunda mitad del siglo XX los análisis que Marx dedicó a los años centrales del XIX; porque el intervencionismo estatal estabiliza mucho más al sistema ahora, y porque la ciencia y la técnica se han transformado en fuerzas productivas primordiales al servicio del sistema. Marcuse no ofrece alternativas claras, sino la alternativa ciega del Gran Rechazo; la protesta global y utópica contra el sistema sin ofrecer construcciones de recambio. Los estudiantes de 1968 captaron el mensaje y se estrellaron contra la nada (cfr. Mardones, op. cit., pp. 40 ss.). Aunque lograron poner en fuga, durante unos días, al mismísimo Charles de Gaulle.

Desde la cabecera de la segunda generación frankfurtiana, Jürgen Habermas se alejaba bastante más que la primera generación del marxismo dogmático. En la ambigua y esotérica entrevista que mantuvo con un pedantesco intérprete filosófico italiano, Enrico Filippini, y que para ilustrar la presencia de Habermas en Madrid transcribió con admiración servil y papanata el diario «progresista» El País (23 de marzo de 1987, p. 36) Habermas incluye a Marx en su propia doctrina a través de Lukács y Adorno, y subraya su carácter protestante, no judío, quizá para justificar su libre examen del marxismo. Insiste en que actualmente se trata de rehabilitar negativamente al nazismo a través de la acusación de que el bolchevismo estaliniano era peor, lo cual es completamente cierto, pero Habermas lo niega cínicamente. Se declara tributario de Nietzsche, y enemigo acérrimo del canciller democristiano Kohl. Rechaza el materialismo dialéctico, y no ve cómo las categorías marxianas de ideología y lucha de clases se pueden aplicar hoy. Pero confirma la idea fundamental de Marx sobre la superfluidad de las ideologías religiosas, y coincide con Marcuse en el feroz carácter alienante de la sociedad capitalista. Atribuye, como Marcuse, a las clases dominantes la utilización de su dominio de la cultura y la comunicación con palancas opresivas y alienantes sobre el conjunto de la sociedad anestesiada.

Tras esta somera exposición, el lector comprende fácilmente cómo los teóricos neomarxistas de la Escuela de Frankfurt suministran abundante munición intuitiva y dialéctica a los teólogos de la liberación y a los intermediarios de la teología progresista. La tesis de Mardones consiste en intentar una aproximación profunda entre la Escuela de Frankfurt y los teólogos progresistas, sobre todo Moltmann y en algún sentido Metz. Esa aproximación trata de ser dialéctica, y no se emprende siempre desde bases objetivas sino en muchos casos forzadas; pero el intento resulta sintomático. Las concomitancias —o isomorfismos— que Mardones encuentra entre los teóricos de Frankfurt y los teólogos progresistas alemanes sí que están muchas veces fundadas en la persistente admiración de Moltmann y Metz por el marxismo; y en el carácter crítico que exhiben desde el marxismo los filósofos del Institut für Sozialforschung. Los liberacionistas, por su parte, no podían dejar desaprovechada esta mina frankfurtiana de críticas profundas —y a veces alevosas— a la sociedad democrática capitalista, emitidas muchas veces en forma de riada de tópicos. Una vez más los jesuitas españoles —la tesis de Mardones se lee en la Universidad de Deusto S.J.— actúan como correa de transmisión entre el marxismo y la teología; porque esa tesis es más discipular y admirativa que crítica.

Las ofertas generales del marxismo pluralista

Hemos estudiado en la sección anterior las ofertas específicas del marxismo al cristianismo para la época del diálogo; a las que hemos agregado la de la Escuela de Frankfurt por el interés que ha despertado entre los teólogos progresistas, y la munición dialéctica que ha suministrado a los liberacionistas. En esta sección vamos a presentar, con la mira más alta y el horizonte más general, las ofertas generales del marxismo pluralista a la sociedad democrática; que se identifican con los esfuerzos del marxismo, e incluso del comunismo, para sobrevivir y medrar en el seno de la sociedad occidental democrática del siglo XX. No parecía tarea fácil; porque la dirección dominante del marxismo se concentra en los Estados comunistas de Europa y Asia, que se rigen según estructuras totalitarias de poder; y, sobre todo el Estado soviético, por dogmatismos marxistas doctrinales, acuñados en el marxismo-leninismo.

Las fuentes para fundamentar esta sección serían innumerables, pero no hace falta aducirlas en cantidad. El marxismo no es solamente una doctrina, sino una tradición y una cultura, caracterizada por un lenguaje mucho más unívoco que la propia doctrina. Por eso más que un catálogo de fuentes vamos a aducir cuatro ejemplos.

Cuatro fuentes como ejemplo orientador

Primero, la excelente biografía de Carlos Marx debida al profesor MacLellan («Grijalbo», Barcelona 1977) Karl Marx, su vida y sus ideas, magistral en cuanto a la exposición, favorable a Marx y al marxismo en el plano crítico, pero libro importante para demostrar por sí mismo y por su acogida la vigencia del primer marxismo en nuestro tiempo:

Segundo, la voz Marxismo en el acreditado Diccionario de filosofía de J. Ferrater Mora («Alianza Editorial», Madrid 1980) cuya exposición representa la summa del sentido común y de la mejor información de signo liberal sobre el problema.

Tercero, dentro de la pléyade de divulgaciones sobre el pluralismo marxista en la Historia, el resumen de Antonio Aróstegui El marxismo y las tendencias marxistas («Marsiega», Madrid 1979).

Cuarto, el análisis Problemas del marxismo contemporáneo, de P. Walton y A. Gamble («Grijalbo», 1977), para mostrar la ancha y profunda convicción del universo intelectual marxista sobre la vigencia del marxismo en nuestro tiempo, después de asumir las difracciones del pluralismo marxista.

Se trata, sin duda, de una selección muy insuficiente; decidida por criterios impresionistas más que rigurosamente representativos; pero bastante para el objeto de este libro, que no es la exposición rigurosa del pluralismo marxista (del cual además estamos proporcionando en este capítulo otros datos de mayor amplitud) sino el despliegue de la oferta marxista captada por las antenas del liberacionismo.

Insistamos en una idea ya desarrollada en nuestro primer libro, pero que en este momento cobra mayor importancia y urgencia. Los liberacionistas, y especialmente los teólogos de la liberación, asumen básicamente algunas líneas elementales del materialismo histórico en la versión primordial de Marx y Engels; ése es su marxismo de arranque y de apoyo. Pero cuando critican a quienes les enjuiciamos desde esas categorías marxistas elementales —la lucha de clases, la primacía de la praxis—, nos acusan de que reducimos demasiado su ámbito de influencia marxista, y que no tenemos en cuenta sus posibles inspiraciones desde otros marxismos posteriores, más críticos y complejos, sobre todo, desde el humanismo marxista a partir del propio Marx joven.

No suelen tener razón. Como comprobaremos una vez más en el capítulo siguiente, la inspiración marxista primordial de los teólogos liberacionistas es el marxismo elemental trazado por Marx al crear junto con Engels el materialismo histórico; y de los marxismos posteriores se relacionan sobre todo los liberacionistas con el marxismo-leninismo de Lenin y de Antonio Gramsci, tanto en su inserción estratégica como en sus conexiones teóricas. Aplican sí, con frecuencia, citas o referencias a otras derivaciones del marxismo; pero tenemos la impresión de que lo hacen sobre todo para crear artificialmente ese pluralismo de inspiración que realmente no brota de su marxismo elemental y primordial. Por eso el breve resumen que intentamos en esta sección nos parece más que suficiente para el objeto de este libro y para eliminar ese efugio de los liberacionistas.

Tres planos en el desarrollo histórico del marxismo

Ferrater Mora, con todo su conocimiento y autoridad sobre el pensamiento contemporáneo, no se atreve a sistematizar una clasificación de los marxismos en su desarrollo histórico ya más que secular. Distingue, sin embargo, tres planos de acepción en el marxismo en cuanto a ese desarrollo doctrinal:

Primero, el marxismo primordial de Marx y Engels, que «es un materialismo histórico suplementado por un materialismo dialéctico» (Ferrater). Cuando hoy se habla sin más matices de marxismo nos estamos refiriendo a este marxismo primordial (más al materialismo histórico que al dialéctico, tan desacreditado ya en el plano científico) cuyos puntos esenciales hemos expuesto con detenimiento en nuestro primer libro, y ahora confirmamos sin necesidad de detallarlos. Éste es el marxismo que realmente afecta a la principal inspiración liberacionista.

Segundo, el llamado «marxismo ortodoxo» que una vez sistematizado por Engels sobre las huellas directas de Marx, fue asumido y transformado por Lenin, cuyas principales bases doctrinales, en el plano que más interesa a nuestro propósito, resumíamos también suficientemente en nuestro primer libro. El marxismo-leninismo, con pretensiones de ortodoxia absoluta, se ha convertido desde su centro en la Unión Soviética en una doctrina e incluso en una especie de religión atea de poder; y se ha prolongado en una escolástica oficial marxista-leninista, aplicable en contextos tan diversos como la Cuba de Fidel Castro o la China de Mao, hasta que en ésta ha experimentado recientemente una convulsión revisionista. El marxismo-leninismo es mucho más interesante para el plano estratégico que para el doctrinal, ya que se funda muy especialmente en la primacía de la praxis; en la posterior agregación teórica de los resultados obtenidos en la praxis revolucionaria. Su doctrina formal se parece mucho más a la propaganda. El marxismo de Gramsci, que vamos a estudiar inmediatamente después, corresponde a una aplicación occidental del marxismo-leninismo.

Tercero, el conjunto, casi imposible de sistematizar, de los marxismos evolucionados o críticos, que son marxismos porque reconocen su origen en el marxismo primordial; y que son marxismos auténticos si aceptan, con los matices que se quiera, los postulados fundamentales del materialismo histórico ya expuestos, envueltos en una nube más o menos vaporosa e indeterminada de materialismo dialéctico. Varios de esos marxismos han sido reseñados ya por nosotros en este capítulo; por ejemplo el de R. Garaudy, el de Ernst Bloch, el de la Escuela de Frankfurt. Este tercer plano de la evolución marxista podría comprenderse mejor ante la consideración de los siguientes grupos que forman conjuntamente lo que se ha denominado (Merleau-Ponty) marxismo occidental.

Algunas corrientes del «marxismo occidental»

1. Los primeros marxismos críticos, que redujeron la dureza de la dogmática marxista primordial, mediante el revisionismo de Bernstein y el antirevisionismo de Karl Kautsky. Eduard Bernstein (1850-1932) rechaza como única posibilidad para el advenimiento del marxismo la revolución violenta y admite la posibilidad de que la implantación del marxismo se logre mediante la aceptación de los contextos democráticos; es el promotor ideológico de la denudación marxista que fue experimentando la Segunda Internacional. Se le enfrentó radicalmente Karl Kautsky (1854-1938), quien insistió en la vía única revolucionaria para el triunfo del marxismo; pero se opuso a Lenin al llegar el triunfo de la revolución soviética y desde entonces fue considerado por los marxistas ortodoxos como un revisionista.

2. El humanismo marxista de Lukács (n.° 1885). Este distinguido neomarxista se inscribe en la corriente humanista del marxismo occidental; critica al marxismo-leninismo su rigidez dogmática y su mecanicismo dialéctico; y aunque durante su refugio en la Unión Soviética tras huir, como judío, de los nazis, hubo de retractarse abyectamente de sus posiciones críticas, volvió a ellas al salir de Rusia y profundizó en los aspectos estéticos y culturales del marxismo. Sus retractaciones formales y sus revisiones espontáneas ante el descubrimiento de nuevos manuscritos de Marx producen cierta perplejidad que se extiende a algunas de sus conclusiones en el campo de la filosofía cultural; pese a lo cual resulta uno de los neomarxistas más fidedignos y creíbles, dadas las difíciles circunstancias en que hubo de desenvolverse. Aunque como han establecido Bloch y algunos miembros de la escuela de Frankfurt, la distinción entre el joven Marx humanista y el Marx endurecido carece ya de base histórica ante el conjunto de la obra marxista.

3. Jean-Paul Sartre (n.° 1905) trata de conectar el marxismo con el existencialismo, lo que provocaba por cierto la indignación de Lukács. Sartre, jefe de filas de la más amarga corriente existencialista, considera al marxismo como el único sistema apto del pensamiento contemporáneo. Pero critica duramente al marxismo ortodoxo por la dicotomía que se ha producido en él ante su conversión en ideología de poder; con la separación entre teoría y praxis. Sartre integra su existencialismo en el marxismo, una vez establecido que el marxismo integra a su vez todo lo válido del saber contemporáneo; el gran antidogmático monta su artificial síntesis en un axioma que tiene mucho de emocional.

4. Louis Althusser (n.° 1918 y muerto trágicamente por su mano hace muy poco) es el integrador del marxismo en el estructuralismo, aunque rechazó en vida la etiqueta estructuralista. Althusser no acepta el humanismo marxista, al que relega a la condición de ideología; eleva sin embargo a la categoría de ciencia al materialismo dialéctico. Insiste en la ruptura radical entre el Marx joven —enfeudado todavía a Hegel— y el Marx maduro. La ciencia no es una simple superestructura derivada de la producción social sino una práctica productora de conocimiento (Ferrater) de forma autónoma. Influido después por Lenin, Althusser reconoce más la primacía de la praxis y sus propios excesos de teorización.

5. Havemann y la dialéctica sin dogma.

En las fronteras del marxismo trabajan numerosos marxistas que son considerados simplemente heterodoxos por el marxismo oficial, sobre todo soviético, pero que suelen afirmar su entronque directo con Marx por encima de los dogmatismos del marxismo escolástico. Althusser, por ejemplo, no se consideró nunca un revisionista heterodoxo, sino un intérprete directo del auténtico Marx. Uno de los pensadores marxistas —y además comunistas— que me parecen más interesantes en esta zona límite, donde también se inscriben algunos miembros más libres de la Escuela de Frankfurt, y donde más o menos habitan, quizás espiritualmente, algunos teólogos radicales de la liberación, es el profesor Robert Havemann, de quien se difundió bastante en España el libro Dialéctica sin dogma publicado por «Ariel» en 1966, dentro del régimen de Franco.

Havemann es marxista y comunista; pero es también un científico serio que, desde su experiencia científica, rechaza abiertamente como una fantasmagoría al materialismo dialéctico. «El materialismo dialéctico —dice en la p. 190— no ha desempeñado casi ningún papel productivo hasta ahora en el desarrollo de las modernas teorías científico-naturales, y en la resolución de los principales problemas de la ciencia de la naturaleza en los últimos cincuenta años». Havemann, que reserva para la dialéctica un papel orientador, dentro de un plano de «suprema filosofía» la descarta por completo como hilo conductor para la metodología científica. Es el repudio más tajante que conozco dentro del marxismo —y dentro de la comunidad científica seria— al materialismo dialéctico como amasijo de dogmas inútiles y forzados.

Toda la confusión de este pluralismo marxista en su desarrollo histórico no debe preocuparnos demasiado. Primero porque, como ya hemos insistido, el liberacionismo no se inspira en este pluralismo sino en el marxismo primordial del materialismo histórico. Segundo, porque toda esta dispersión y contradicción se unifica súbitamente ante el hecho de que el marxismo, por encima de su carácter doctrinal, es ante todo una praxis revolucionaria —ante la cual se desdibujan las antítesis internas del pluralismo— y también, entre la práctica y la teoría, un lenguaje implacable, absolutamente inepto para el diálogo, porque en cuanto se acepta por el interlocutor no marxista le hace inmediatamente caer en las redes del marxismo. Éste es un hecho capital, que algunos dialogantes ingenuos han comprendido demasiado tarde.

El estratega marxista de la lucha cultural

Para la teología de la liberación el cofundador del partido comunista italiano y estratega marxista-leninista de la lucha cultural, Antonio Gramsci, es un modelo reconocido expresamente. El 27 de abril de 1987, al cumplirse los cincuenta años de la muerte de Gramsci, publiqué en ABC de Madrid un amplio artículo sobre este importante personaje, que ahora creo conveniente reproducir en esta sección:

A las cuatro y media de la madrugada del 21 de abril de 1931 moría en la clínica de Quisiana, en Roma, el cofundador del Partido Comunista de Italia Antonio Gramsci. Había ingresado en una cárcel fascistasin respeto para su inmunidad parlamentariael 8 de noviembre de 1926. Algo después inicia su obra más importante, los Cuadernos de cárcel. Sufre, en prisión, un auténtico martirio por sus ideas. Una hemoptisis en agosto de 1931, seguida en 1933 por un ataque de arteriosclerosis, inspiran a las autoridades su traslado a una clínica de Formia, el mismo año 1933. Al morir llevaba ya una semana en libertad. Algunos gramscianos acaban de sentir tal emoción por el cincuentenario que con falta de rigor impropia de su ídolo han adelantado en dos días la conmemoración. No resulta fácil improvisar una comunicación periodística sobre Gramsci que resulte digna de la decisiva influencia del personaje en la historia de nuestro último medio siglo; sobre todo si queremos evadirnos de los tópicos y exponer con claridad la entraña. Pero para quienes vivimos en plena lucha cultural por motivos vocacionales, Antonio Gramsci es una referencia permanentedesde el campo contrario, que él trató de minar y destruirhasta el punto que lo realmente difícil es resumir.

El Lenin de Occidente

En la excelente Antología de Gramsci, presentada en España por Manuel Sacristán («Siglo XXI», Editores, 1974); en la síntesis de Jacques Teixier (Gramsci, «Editorial Grijalbo», 1976) y, para el problema religioso-cultural en Gramsci, dentro del segundo volumen Sobre la religión, preparado por los teólogos marxistas de la liberación R. Mate y H. Aasmann (Eds. «Sígueme», 1975) puede encontrar el lector una seria introducción al pensamiento de Antonio Gramsci y una guía certera para el contacto directo con sus obras principales, que en su gran mayoría emanaron de su período carcelario y fueron editadas en Italia después de la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial. Los años de lucha política dieron a Gramsci una honda experiencia directa que luego ahondó y depuró durante sus largos años de meditación en la cárcel. Resumimos a continuación los aspectos más interesantes para el lector español de hoy. Gramsci fue un pensador y un notable político en activo, aunque se han exagerado sus posiciones críticas respecto del marxismo en general y respecto del marxismo soviético en particular. Lenin admitía una cierta posibilidad de discrepancia dentro de la comunión en la dogmática marxista del poder, pero la mayor parte de la trayectoria político-intelectual de Gramsci se vivió durante la época de Stalin, que no fomentaba precisamente el diálogo crítico entre sus subordinados, y Gramsci, en su última etapa de libertad, era el hombre de Stalin en Italia, y uno de los hombres de confianza de Stalin en Europa. Se ha dicho que Gramsci fue el Lenin italiano y es verdad, pero incompleta; desde la perspectiva de estos cincuenta años vemos que Gramsci fue el Lenin de Occidente. Ningún otro pensador comunista —que por lo general se han limitado al servilismo más o menos disimulado respecto del PCUS, incluso cuando cultivan falsas disidencias como esa virgo-lacia del eurocomunismo, que siempre se detiene ante la obediencia estratégica— merece precisamente el calificativo de estratega como Antonio Gramsci. Ninguno ha desarrollado de forma tan vigorosa, y en algunos aspectos tan original, la doctrina expansiva del leninismo para la infiltración y la conquista de las sociedades occidentales como el enfermo crónico y penetrante intelectual encarcelado por su antiguo amigo socialista Benito Mussolini, y es que de las antiguas amistades socialistas pueden brotar andando los años sorpresas detonantes. Los propios idólatras de Gramsci se quejan, con razón, de que sus correligionarios socialistas y comunistas han tergiversado muchas veces su pensamiento, como por ejemplo el propio Palmiro Togliatti, y tienen mucha razón. Pero exaltan indebidamente la plena originalidad de Gramsci, que tampoco conviene exagerar. Gramsci captó profundamente, eso sí, el mensaje estratégico de Lenin para la formulación de la filosofía de la praxis y en concreto para montar la subversión dentro de la Iglesia a través de una singular adaptación de la lucha de clases. Gramsci profundizó con la misma fuerza que Mao Tsé-tung y antes que él, en las virtualidades del marxismo para la impregnación cultural de las sociedades tradicionales. En ese doble frente, religioso (es decir, antireligioso) y cultural, están a la vez la originalidad y la dependencia de Gramsci respecto de Lenin.

La «praxis» es el marxismo

En cambio, y pese a las pretensiones de los idólatras gramscianos, no parece nada clara la originalidad de Gramsci en el campo de la filosofía marxista, y menos en el campo abierto de la filosofía contemporánea. La máxima contribución de Gramsci a la filosofía marxista es, si creemos a sus exegetas, la famosa filosofía de la praxis que seguramente es una expresión con la que Gramsci trataba de encubrir la excesiva repetición del término marxismo ante sus censores carcelarios, por lo demás no demasiado exigentes; pensemos en la posibilidad de que un pensador anticomunista pudiera escribir y acabase por comunicar sus obras fundamentales en una prisión comunista, como, por ejemplo, las que supervisaba, según las actas de la Junta de Defensa de Madrid en 1936, editadas recientemente por el señor Leguina (sin que venturosamente hubiera tenido el señor Leguina tiempo de leérselas antes) el joven consejero de Orden Público Santiago Carrillo Solares, tan devoto lector, años después, de su colega italiano. Es decir, que para Gramsci praxis (concepto ya bien desarrollado por Marx, como se sabe) encubría al término marxismo; para que no queden dudas, Gramsci insiste a fondo en la plena identificación de teoría y praxis, que más o menos podríamos equiparar, en el contexto gramsciano, con las ideas de estrategia y de táctica revolucionaria. (Véase, por ejemplo, Il materialismo storico, 1966, págs. 38-39). Gramsci asumió expresamente la restricción filosófica fundamental de Croce: «La filosofía es la metodología de la historiografía»; para sacar a la filosofía de las nubes metafísicas e identificarla con el mundo de lo concreto, de lo real…, es decir, de lo político y lo revolucionario, que eran la vida de Gramsci. Al criticar el neohegelianismo italiano y moderno, trató de reasumirlos para sacar al marxismo de su marasmo materialista; pero no intentó Gramsci la renovación del marxismo desde la reelaboración del concepto de ciencia como estaba haciendo ya a fondo la ciencia auténtica del siglo XX, sino que se volvió a un remozamiento decimonónico —el neoidealismo— para revitalizar a una doctrina anclada en las esencias decimonónicas. Es decir, que cultivó, en filosofía, el anacronismo.

El gran teórico de la lucha cultural

La preocupación de Gramsci por el mundo de la cultura, que justamente se señala como una de sus características esenciales, es bien temprana; su artículo célebre Socialismo y cultura es anterior al período-comunista, y fue publicado el 21 de enero de 1916. «Toda revolución —dice— ha sido precedida por un trabajo de crítica, de penetración cultural, de permeación de ideas a través de agregados humanos, al principio refractarios y sólo atentos a resolver día a día, hora por hora y para ellos mismos, su problema económico y político». Cita Gramsci el gran ejemplo de la Revolución francesa, preparada culturalmente por el movimiento de la Ilustración, y concluye que «las bayonetas del Ejército de Napoleón encontraron el camino ya allanado por un ejército invisible de libros, de opúsculos derramados desde París a partir de la primera mitad del siglo XVIII y que habían preparado a los hombres y las instituciones para la necesaria renovación». Y ahora, «el mismo fenómeno se repite hoy para el socialismo. La conciencia unitaria del proletariado se ha formado o se está formando a través de la crítica de la sociedad capitalista, y crítica quiere decir cultura».

Gramsci concibe la lucha cultural como medio de penetración del socialismo marxista en todas las capas del tejido social. Por dos caminos; la creación de una cultura de clase, una subcultura cerrada propia del proletariado, que debe generar sus propios ámbitos culturales en sus propios ambientes, en los barrios y en la calle; y como esto le parece muy insuficiente, señala entonces el objetivo global revolucionario de apoderarse de los medios culturales propios de la sociedad libre, gracias a una campaña general de captación, aunque sea forzada, de los que llama intelectuales tradicionales para incorporarlos al esquema de penetración revolucionaria a través de la lucha de partido (el Partido Comunista, naturalmente), convertidos ya en intelectuales orgánicos (tentáculos del partido concebido como maquinaria colectiva de producción e imposición cultural), y portavoces y orientadores de la revolución en el seno de la sociedad. Hasta que en medio de este proyecto se encuentra Gramsci con una institución secular que tiene ya montado desde siempre su esquema de penetración en la sociedad y su sistema de auténticos intelectuales orgánicos: la Iglesia católica. Identifica la lucha cultural revolucionaria con la lucha contra la Iglesia, a quien los comunistas deben despojar de su influencia cultural en la sociedad para subvertirla y sustituirla ante la sociedad. Es la secularización revolucionaria y cultural de la sociedad cristiana de Occidente, el gran objetivo a que Gramsci dedicó el resto de su vida. Su gran legado revolucionario para la segunda mitad del siglo XX.

Gramsci propone la subversión de la Iglesia

Para ello Gramsci adopta la máxima de Carlos Marx —clave inicial y dialéctica del marxismo— sobre la religión como opio del pueblo, y denomina al cristianismo jesuítico, es decir, al cristianismo articulado intelectualmente por los jesuitas de entonces, en torno al Pontificado, como «puro narcótico para las masas populares» (El sentido común, la religión y la filosofía, p. 514 de Mate-Assmann). El texto clave figura unas páginas más arriba: «La fuerza de las religiones, y especialmente de la Iglesia católica, ha consistido en que sientan enérgicamente la necesidad de la unión doctrinal de toda la masa religiosa y luchan para que los estratos intelectuales superiores no se separen de los inferiores. La Iglesia romana ha sido siempre la más tenaz en la lucha por impedir que se formen oficialmente dos religiones, la de los intelectuales y la de las almas sencillas…, esto pone más de relieve la capacidad organizativa del clero en la esfera de la cultura y la relación abstractamente racional y justa que la Iglesia ha sabido establecer en su ámbito entre los intelectuales y las gentes sencillas. Los jesuitas han sido, indudablemente, los principales artífices de este equilibrio». Como ya ve el lector, el enfoque gramsciano considera a la Iglesia católica exclusivamente como una institución de poder; para nada tiene en cuenta su origen y su dimensión espiritual. Gramsci sigue en este campo, como en todos, la dogmática marxiana de la alienación, groseramente.

La teoría-praxis, es decir la estrategia gramsciana, en este terreno parece muy clara: para subvertir culturalmente a la Iglesia católica hay que desvirtuar y reconvertir previamente a su principal bastión para la defensa cultural, la Compañía de Jesús. De ello nacieron, en el ámbito del Concilio Vaticano II, los movimientos de liberación en el seno de la Iglesia y muy especialmente la teología de la liberación, que algunos tontos útiles se obstinan aún en no considerar como una línea estratégica capital del marxismo.

La estrategia de Gramsci entre nosotros

Una vez establecidas las líneas maestras de la estrategia cultural, y montada la sustitución cultural de la Iglesia en el seno de las masas occidentales, la estrategia gramsciana se concentra en el trabajo de la educación y la propaganda. Sobre los textos de Gramsci resumen certeramente Grissoni y Maggiori (Leer a Gramsci, 1973, página 144): «La fase de elaboración de la nueva cultura corresponde, pues, a la de educación de las masas… sobre todo por un intenso trabajo de propaganda-educación. Por esta razón la lucha por la conquista de la sociedad civil es una lucha armada que apunta a apoderarse, uno tras otro, de los instrumentos de difusión de la ideología (escuelas, Prensa, casas editoriales) y de los productores de ideología: los intelectuales».

Para ello, los marxistas de los años ochenta no establecen diferencias de partido; y han organizado eficazmente en muchas naciones, y especialmente en España, el Frente Popular de la Cultura. Al desmoronarse hace poco el Partido Comunista de España por la persistencia de fantasmones trágicos del pasado en su dirección y por la contradicción eurocomunista entre totalitarismo soviético y dictadura occidental, casi todos los equipos intelectuales y culturales del PCE fueron traspasados al PSOE. La política cultural callejera del PSOE no es solamente un despilfarro del dinero común, sino una aplicación directa de la estrategia gramsciana, a través de dos intelectuales orgánicos tan expertos como los señores Leguina y Del Moral, porque ya va siendo hora de que en la lucha cultural llamemos a las cosas y las personas por su nombre. La gigantesca manipulación de TVE sobre la guerra civil española (anoche mismo temblé, como español y como historiador, de vergüenza ante los disparates sobre Guernica que se atrevió a proferir el profesor Viñas), con la cooperación de algún desorientado profesor de derechas, es gramscianismo puro. Cuando don Alfonso Guerra coopera en el ámbito de IEPALA con los teólogos de la liberación (uno de los cuales, el jesuita Álvarez Bolado, acaba de presentar desmañadamente el espacio de TVE La tarde), está aplicando una de las más claras directrices de Gramsci. Por cierto que el padre de la teología marxista de la liberación, Gustavo Gutiérrez, acepta en su libro fundamental la estructura gramsciana de la lucha cultural de forma expresa y sobre dos citas clave del propio Gramsci en las páginas 21 y 37 de su décima edición española en la editorial católica «Sigúeme», 1984. El Plan Apostólico de la Provincia Centroamericana de la Compañía de Jesús, revisado en febrero de 1987, y que pese al carácter reservadísimo de su edición interna voy a publicar íntegramente en mi segundo libro sobre la teología de la liberación, parece, en su capítulo clave, escrito por el propio Gramsci[1].

Y es que no conmemoramos hoy fríamente el cincuentenario de un filósofo etéreo y perdido, sino la muerte seminal del Lenin de Occidente, el estratega del marxismo cultural que algunos, entre ingenuos, estúpidos o cómplices, pretenden hacernos creer que ya carece de fuerza entre nosotros. Que vivimos en la España de la transición bajo una ley educativa básica, la LODE, de corte gramsciano puro; que estamos sometidos en la Universidad no precisamente a los muletazos folclóricos del Manteca, sino a una subversión gramsciana sistemática que se revela cada mes en la metódica selección socialista de presidentes y secretarios permanentes, e inalterables para algunos Tribunales de cátedras universitarias; que sufrimos una impregnación gramsciana del sistema judicial jamás conseguida por los marxistas en Italia, la patria de Gramsci; que denunciamos, sin demasiado efecto en la Iglesia, una infiltración ya cuajada de los hombres y las ideas de Gramsci en las estructuras y en los medios de la Iglesia, so capa de falso pluralismo que la Iglesia admite en esos medios mientras le rechaza, con toda razón, en su sistema de enseñanza. Lo más sangriento es que en nombre del pluralismo, y so pretexto cultural, importantes medios sociales de la derecha cooperan con los discípulos españoles de Gramsci en la constante ampliación y profundización de la red intelectual y cultural orgánica del marxismo en la sociedad española, de lo que acabamos de dar algunos ejemplos.

A los cincuenta años de su muerte, Antonio Gramsci, a quien he querido rendir con este artículo, con sus mismas armas, el tributo de una admiración implacable, sigue vivo entre nosotros. Algunos no aceptaremos jamás su invasor concepto de la hegemonía.

La oferta eurocomunista

Durante los años setenta la crisis del movimiento comunista en Europa occidental, después de los últimos desaguisados soviéticos, entraba en barrena. Entonces ese movimiento —con la aparente disconformidad de la Unión Soviética— ideó la nueva estrategia eurocomunista, inspirada en las enseñanzas de Antonio Gramsci, y presentada ante la credulidad de Occidente como impulso espontáneo de los partidos comunistas occidentales. Santiago Carrillo, que entonces vivía el apogeo de su esperanza cuando, a su regreso a España, pensaba capitalizar políticamente como primera fuerza de izquierda sus afanes durante la larga oposición al franquismo, lanzó con enorme estrépito su libro Eurocomunismo y Estado (Barcelona, «Grijalbo», 1977) que en una de sus más garrafales inconsecuencias históricas fue presentado, junto con su autor, en el superburgués «Club Siglo XXI», de Madrid por el líder de la derecha profesor Manuel Fraga Iribarne, quien en las siguientes Cortes se tiraría con Carrillo los trastos a la cabeza, naturalmente. En diciembre de 1977 publiqué en el diario ABC de Madrid, a partir del día 19, cuatro artículos de análisis sobre el proyecto eurocomunista que merecen ahora, según creo, la reproducción:

PRIMER COMENTARIO:

COMO CONQUISTAR LOS APARATOS DEL ESTADO

(CAPÍTULOS I A III)

«Mas no abandonaremos las ideas revolucionarias del marxismo; las nociones de lucha de clases; el materialismo histórico y el materialismo dialéctico; la concepción de un proceso revolucionario de alcance mundial».

«¡No estamos volviendo a la socialdemocracia! En primer lugar porque no descartamos, de ninguna manera, la posibilidad de llegar al poder revolucionariamente, si las clases dominantes cierran los caminos democráticos y se produce una coyuntura en que esa vía sea posible. Cuando contemplamos concretamente la actual situación española, los comunistas, conscientes de su complejidad, afirmamos con toda responsabilidad que es posible hoy pasar de la dictadura a la democracia sin un movimiento de fuerza. Es una ocasión histórica de las que no se repiten fácilmente».

(Carrillo, Eurocomunismo y Estado, pág. 168).

«Nunca segundas partes fueron buenas, entre otras cosas porque ahora los que ganarían no serian los de entonces».

(Carrillo en el Congreso, mañana del 23 de diciembre de 1977).

«Esto es lo que pretende Carrillo en su último libro…, si la cínica desmemoria y la deliberada falsedad pueden llamarse argumentos».

(Jorge Semprún, Autobiografía de Federico Sánchez, página 107).

Estas tres citas —dos de ellas del propio Carrillo— serían suficientes para desmantelar toda la credibilidad de su último libro mediante argumentos validísimos, pero ad hominem; sin embargo, no me interesa destruir el libro sin leerlo detenidamente ante mis lectores; y no me importan los argumentos ad hominem, porque todo el mundo sabe que Santiago Carrillo es hoy el personaje más vulnerable de Europa, sino los argumentos ad rem, porque el eurocomunismo es un fenómeno inmensamente importante; inmensamente peligroso que no necesita de Carrillo, simple peón excéntrico del comunismo europeo, desmedrado discípulo de Togliatti, émulo envidioso de Berlinguer y, hasta quizá, de Adolfo Suárez; es Carrillo quien necesita del eurocomunismo, por eso lo ha plagiado y lanzado con pretensiones de exclusiva mundial, jaleado, dentro de España, y ahora en los Estados Unidos, por esa permanente cohorte de imbéciles, cuyo número dice la Escritura que es infinito. Con su siniestra amenaza de Navidad en las Cortes. Carrillo estaría acabado si la minoría racional del PCE consigue imponerse a los comunistas de toda la vida; entre los que se cuelan hoy numerosos hombres de paja procedentes del franquismo más entusiasta, o idealistas frustrados con todas las frustraciones, desde las políticas a las sexuales, incubados en el seno de la Iglesia de Cruzada. Pero éste no es un libro de Santiago Carrillo; la crítica interna, con todas sus demás obras delante, le muestra a lo sumo como capataz —ni siquiera como arquitecto— de un equipo muy secreto e interesante, cuya revelación nos dirá algún día cuál es la verdadera fuerza intelectual del Partido Comunista de España. La aportación de Carrillo para esta obra se centra, seguramente, en el cinismo histórico, el oportunismo, las correcciones de segunda mano. El libro no es una trampa, sino un programa; podría ostentar en su subtítulo el lema famoso quien avisa no es traidor. El libro me parece muy importante; el autor, muy discutible, sobre todo como autor. Se trata, en todo caso, de un excelente ejemplo de ciencia infusa. Dedicaremos más de un artículo a glosarlo; pero ante todo, a presentar fríamente su contenido completo.

La Introducción explica cómo se ha compuesto este libro en plena tarea de montar un partido comunista «adecuado a las condiciones de la democracia». Los textos marxistas se contradicen, a veces; pero la práctica marxista mucho más. Eurocomunismo, término dudoso, significa «una de las tendencias comunistas actuales». Es una corrección autocrítica de la política más que una elaboración teórica. El eurocomunismo trata de adaptar a la Europa desarrollada el ímpetu del proceso revolucionario mundial. En el movimiento comunista han intervenido «las anexiones forzadas» de la URSS. Las tesis de Lenin son hoy inaplicables a Europa.

El Estado frente a la sociedad

Es el tema del primer capítulo, cuya primera tesis es: El problema del poder del Estado sigue siendo el problema de toda revolución. Varios partidos comunistas de países desarrollados —España, Italia, Japón, Francia, Inglaterra, Suecia— han replanteado el problema revolucionario desde sus puntos de vista; lo que ha provocado acusaciones ortodoxas de revisionismo desde el Este; acusaciones de «maniobras coyunturales» desde la derecha: para acceder al poder. Al ponderar las críticas conviene confesar que los comunistas se proponen cambiar el sistema social; jamás lo niegan. Muchos temen que estos partidos evolucionados, tras su eventual triunfo, destruirían el sistema de libertades públicas como lo han hecho otros partidos comunistas al triunfar. Pero es que las libertades democráticas y los derechos humanos son un logro irrenunciable del progreso. Hay que desembarazarse de fórmulas ajadas como «dictadura del proletariado», pero no basta. El problema de toda revolución es transformar el Estado capitalista. Es necesario admitir a la vez el principio de la lucha de clases y el análisis del desarrollo de los medios de producción. «Hoy creo en todo lo que creía a los veinte años», dice Santiago Carrillo (cuyo nombre admitimos en sentido simbólico). Pero ha cambiado de manera de ver en varias cosas. Los comunistas garantizan la autenticidad de su cambio con el testimonio de su vida. Quienes han cambiado son los más comunistas; ejemplos de Marx y Lenin, Stalin y Kruschev. «No tratamos de echar una mano al capitalismo imperialista decadente, sino de acelerar su liquidación». Lo que importa no es la democracia, sino el socialismo; pedir el pluralismo para Vietnam y Laos es «ladrar a la luna».

Se estudian luego los cambios de la estructura y las funciones del Estado tras Marx, Engels y Lenin. La posición tradicional marxista dice que el Estado es un instrumento de dominación de clase. El neomarxismo insiste en estudiar los aparatos ideológicos de tal dominación. Hay que añadir hoy el estudio de la función de Estado en el control de la economía. Han querido rebautizar al Estado de los monopolios como neocapitalismo, como Estado funcional. El mayo francés y el Watergate son ejemplos de la quiebra del Estado capitalista. Se analiza ahora el conflicto entre la sociedad y al actual tipo de Estado; los grupos sociales se rebelan contra el Estado, que cada vez es más propiedad de unos pocos.

Los aparatos ideológicos del Estado

Capítulo segundo. Que se abre con el análisis del primero de ellos: la Iglesia. (Nótese que Santiago Carrillo considera a la Iglesia como el primero de los aparatos ideológicos del Estado). Otras revoluciones quisieron destruir los aparatos ideológicos; que resistieron, hasta obligar a pactar a las fuerzas progresistas. La estrategia de las revoluciones de hoy, en los países capitalistas desarrollados, tiene que orientarse a dar la vuelta a esos aparatos ideológicos, a transformarlos y utilizarlos, si no totalmente, en parte, contra el poder del Estado del capital monopolista (pág. 36). La experiencia moderna muestra que eso es posible. Y que ahí está la clave para transformar el aparato del Estado por vía democrática.

La Iglesia es «el más antiguo y decisivo de los aparatos ideológicos». Se encuentra en crisis; duda en sus mitos teológicos como el de Adán y Eva, el del cielo y el infierno. El análisis de una encuesta entre los obispos, del año 1976, es alentador. La base de la Iglesia está más abierta al marxismo. La crisis de la Iglesia como sistema no es crisis de fe. Con la venida de cristianos al Partido Comunista, éste ha cobrado nueva dimensión. La entrega al Partido Comunista de esos cristianos «recupera para el cristiano los valores evangélicos» (pág. 42).

También son aparatos ideológicos del Estado la educación y la familia. Se ha verificado una ruptura entre la Universidad y la educación aristocrática por la masificación educativa. La Universidad es «un foco donde la cultura y la ciencia se aprenden en debate constante sobre los problemas de la vida real». «La Universidad debe ocupar un lugar privilegiado en la actitud de las fuerzas políticas revolucionarias» (página 45) «La siembra de las ideas marxistas y progresistas en las masas es uno de los medios más eficaces para asegurar el dar vuelta».

En el análisis de los aparatos ideológicos conviene insistir en la justicia y la política. Hay una crisis incipiente en el sistema judicial. Aumenta la inestabilidad en el capitalismo europeo como sistema político. Hay crisis en el apoyo de los Estados Unidos a ese sistema. Pero el eurocomunismo trata de superar el dilema capitalismo-comunismo; trata de demostrar que «la democracia no es consustancial con el capitalismo». Es una tercera vía: si vence, «no aumentará un ápice la potencia estatal soviética, ni ello supondrá la extensión del modelo soviético del partido único» (página 51). La revolución socialista ya no se refiere sólo al proletariado; es la alianza de las fuerzas del trabajo y de la cultura. Se trata de crear una nueva correlación de fuerzas por el camino de la lucha política, social, cultural. Entre la crisis de los aparatos ideológicos hay que mencionar hoy los medios de comunicación: que son hoy «el más poderoso opio del pueblo». Es esencial la acción de las fuerzas revolucionarias y progresistas para llevar su hegemonía al terreno de la cultura. Para ello hay que batirse por una auténtica libertad de la cultura.

¿Cómo se monta la lucha por el control de los aparatos ideológicos? Hay que conquistar dentro de ellos posiciones de poder; en la Iglesia, la educación, la cultura, los medios de información. Y es que la sociedad capitalista desarrollada lleva en sus entrañas al socialismo por las «conmociones materiales» del sistema capitalista; el desarrollo extraordinario de las fuerzas productivas, la incapacidad de la iniciativa privada, incluso en su nueva dimensión multinacional; el intervencionismo de Estado, remedio del socialismo; y la proletarización de las profesiones.

Los aparatos coercitivos del Estado

Es el capítulo tercero. Ninguna clase dominará al Estado si pierde los aparatos ideológicos, según Althusser. Esa implantación de los regímenes comunistas hasta ahora ha sido traumática; a raíz de una guerra. El caso excepcional de Cuba pudo darse porque allí la revolución la organizó un frente nacional, luego dividido. Ahora la implantación del socialismo por una guerra nuclear sería el fin de todo. Sólo podría llegarse a una implantación violenta si el pueblo conquistase a una parte de las Fuerzas Armadas (pág. 66).

¿Cómo transformar por vía democrática el aparato del Estado? Si la ideología burguesa pierde su hegemonía sobre los aparatos ideológicos. El mayo francés creó un cambio de actitud en las Fuerzas Armadas. Surgen tendencias contra la manipulación en los cuerpos de funcionarios.

Es decir, hay que luchar por la democratización del aparato del Estado. Pero el Partido Comunista debe cambiar su postura ante los aparatos del Estado. La Policía debe emplearse contra el robo, no vestirse con uniformes de marciano. Hay que democratizar las Fuerzas de Orden Público. Deben denunciarse los grupos que dentro de la Policía operen para la represión antipopular.

«El Ejército es, sin duda, el más importante de los elementos coercitivos del Estado» (pág. 73). Y puede convertirse —alusión a 1936— en «el partido político de la oligarquía». «El patriotismo que sinceramente nutría a los oficiales era el reflejo ideológico de una estructura clásica, antipopular» (pág. 74). En las nuevas ideologías militares (OTAN) «se esfuman ciertos conceptos-fuerza tradicionales y en primer término el de patria» (pág. 77). El Ejército español está «en situación de muda». Elogia el autor a los generales Diez Alegría y Gutiérrez Mellado. «Las Fuerzas Armadas de nuestro país fueron utilizadas en el pasado como instrumento de la política colonial y en defensa del orden burgués terrateniente» (pág. 81). El franquismo descuidó al Ejército. El Ejército está impreparado. Elogio del libro del comandante Prudencio García. Debe descartarse el pronunciamiento; y fomentarse la identificación del Ejército y la sociedad para superar la identificación entre el Ejército y la oligarquía.

Hay que acercar el Estado al país; descentralizar. Hay que renunciar al «Estado obrero y campesino» y a un aparato del Estado que sea de partido. Puede que en algún momento, eso sí, será necesario reducir por la fuerza alguna tentativa de fuerza.

SEGUNDO COMENTARIO:

«EL DISCRETO ENCANTO DEL COMUNISMO DEMOCRÁTICO»

(CAPÍTULOS IV-V-VI)

Si los tres primeros capítulos de este libro singular (es decir, plural) se dedicaban a cómo dar vuelta al Estado capitalista, tras describirlo con técnicas de Frankenstein, los tres últimos, que ocupan la segunda mitad del libro, entonan, utilizando encima el canto gregoriano cuando hace falta, las excelencias del sistema eurocomunista, no sin reconocer, con sinceridad entrañable, que tal sistema no se ha puesto jamás en práctica. El lector debe creer cuanto se le promete después de tirar la Historia contemporánea entera al cesto de los papeles; para lo cual ha de fiarse de la palabra de Santiago Carrillo, que firma esta obra, y cuya ejecutoria democrática se describe con sumo cuidado, no sin apelar, cuando conviene, a emocionantes actos de contrición. Pero continuemos la autopsia iniciada en el artículo anterior de esta serie.

En el cuarto capítulo se expone «El modelo del socialismo democrático». La vía democrática al socialismo supone la coexistencia de formas públicas y privadas de propiedad durante un largo período. Para ello se necesita un proceso total de planificación. En unas páginas de atención preferente a España se define el objetivo básico de nuestra agricultura: el autoabastecimiento, la exportación de excedentes, la industrialización. Debe atenuarse, en sentido colectivo, la vieja máxima «La tierra, para quien la trabaja». Hay que reconvertir la pesca. Hay que desarrollar la energía. Hay que elevar la calidad de la vida rural. La gratuidad de la enseñanza debe extenderse a las familias pudientes. Hay que socializar la medicina, pero sin suprimir el ejercicio libre de la profesión. «La lucha de clases va a manifestarse, sin embargo, abiertamente». Debe incorporarse la figura del ejecutivo.

En una introducción sobre el Poder soviético y la vía democrática se recuerda que en 1917 la toma del Poder fue rapidísima; pero la posterior evolución, demasiado lenta. «Nos hallamos en medio de un proceso revolucionario de carácter mundial». «El mundo capitalista desarrollado está maduro para el socialismo». Se necesita hoy, en el mundo socialista, una valoración más fundamental de la democracia. Lenin subestimó los valores de la democracia por defender su realidad revolucionaria. Pero estamos hoy muy lejos de las «aberraciones monstruosas del estalinismo», de la «degeneración estaliniana». En cambio, Palmiro Togliatti sí que supo entrever e iniciar el verdadero camino; no la destrucción ni el desprecio de la democracia, sino su utilización.

Habría que establecer, dentro del pensamiento socialista, modificaciones en la valoración del sufragio universal. Se han interpretado mal los Frentes Populares, cuya esencia fue la valoración intrínseca de las libertades democráticas por la clase obrera. Los comunistas «hemos obrado largo tiempo en los países de Europa occidental bajo la fascinación de la Revolución rusa» (pág. 118) sin tener en cuenta las condiciones objetivas en que se produjo.

Para la implantación del socialismo, hoy, no se descarta la posibilidad de enfrentamientos armados, «como tampoco pueden descartarse enteramente hoy». Pero ya Engels señaló el gran servicio de los socialistas alemanes: utilizar el sufragio universal. Este método es posible para que las fuerzas socialistas accedan al Poder y se mantengan en él dentro de una posición hegemónica.

Crítica socialista y formas de vida democrática

Hay que abrir brecha y lograr una diferenciación real entre los verdaderos liberales y demócratas y quienes sólo buscan perpetuar los privilegios. La política de centro y de centro-izquierda en Europa crea la confusión. El criterio para discernir un verdadero demócrata es si acepta o no el derecho de las fuerzas socialistas a gobernar y el reconocimiento de los comunistas. Mientras, los partidos comunistas europeos se distinguen por la crítica a los sistemas socialistas totalitarios. Un régimen democrático debe detener la violencia política. La huelga nacional es una anticipación del recurso de sufragio, pero es un recurso excepcional.

El papel del partido y el de la nueva formación política

El Partido Comunista sigue siendo la vanguardia, pero no es el único representante. El Partido Comunista no es un ejército, sino una fuerza política. Admite una plena libertad personal y cultural. La hegemonía que antes propugnaba el partido corresponde ahora a la Nueva Formación Política, conjunción de partidos socialistas y democráticos: «Confederación de partidos y organizaciones sociales diversas» (pág. 131).

Al tratar de eurocomunismo y socialdemocracia, se dice: «El fenómeno eurocomunista no es una maniobra táctica de Moscú: es una concepción estratégica autónoma». No trata de extender la influencia soviética, sino de superar la política de bloques y lograr mayor peso para Europa. Unos lo excomulgan, otros lo identifican con el bloque USA. No hay confusión con la socialdemocracia; el eurocomunismo pretende transformar la sociedad capitalista, no administrarla. Pero pretende realizar una convergencia con los socialistas y socialdemócratas.

Hay que estudiar, después, la influencia del entorno sobre el proceso. Nuestro objetivo es una Europa independiente de los Estados Unidos y de la URSS. Aceptamos la democracia europea. Contaríamos, de triunfar, con la izquierda europea, los países del Tercer Mundo y los países socialistas de Europa y Asia. Pero sin romper las actuales relaciones económicas, ni obstaculizar a las multinacionales, ni limitar las inversiones extranjeras, como de hecho sucede en los países comunistas. Porque sigue existiendo un mercado mundial, regido por leyes capitalistas. Admitimos la integración de España en una defensa europea, independiente de los bloques, y manteniendo el carácter nacional de cada Ejército.

«Las raíces históricas del eurocomunismo». Capítulo quinto del libro. Que se abre con el antecedente de los Frentes Populares en Europa. El programa de los partidos eurocomunistas consiste en crear un socialismo en democracia y pluripartidismo. El movimiento eurocomunista fue presentido por los comunistas ingleses en los años cincuenta, que preconizaron un socialismo en democracia, en torno al aperturismo del XX Congreso del PCUS. Togliatti caló hondo en la misma línea desde 1956, a propósito de las consecuencias de ese Congreso. La vía italiana se esboza como línea autónoma en el VIII Congreso del PCI; Togliatti lo reveló en la Conferencia Mundial de 1969, que luego continuaron Longo y Berlinguer hasta su culminación en el compromiso histórico. Claro que Tito había marcado antes el camino, y en 1948 los partidos comunistas «seguimos como un rebaño» la condena soviética contra él. Habría que profundizar en los rasgos independentistas que surgieron de los Frentes Populares, casos de Thorez y Trotski, el gran incomprendido.

La experiencia española: el caso de Trotski

Al proclamarse en España la República, «el pequeño PCE, tan estrecho y sectario como combativo», se echó a la calle para reclamar el Gobierno Obrero y Campesino. El grupo renovador del PCE (Díaz, Dolores) «tuvo la suerte» de que sus posiciones coincidieran «con cambios en la orientación de la Internacional Comunista». Pero los comunistas españoles no podían imaginar «el mecanismo infernal» con que eran obtenidas por Stalin las confesiones de sus presuntos adversarios en la época de los procesos. «Los textos oficiales de historia (soviética) continúan siendo una instrumentalización parcial, no coincidente con la realidad de la historia» (página 150).

Trotski se equivocó con la Revolución española, que asimilaba el modelo ruso. Andrés Nin fue asesinado, no intentó huir del enemigo. El PCE no tuvo responsabilidad material. La muerte de Nin fue un acto abominable, «pero en el cuadro de un delito de alta traición».

En cuanto a la experiencia española del Frente Popular, «fue esencialmente un producto de la realidad española». Entre los motivos del Frente Popular estaba «mantener la legalidad republicana». En la zona republicana de la guerra civil, «lo que se vivió fue una experiencia de pluralismo y democracia». «Había libertad de expresión, reunión y manifestación». El Partido Comunista fue un partido moderado; ocupó muchos puestos, pero «por ascensos en combate». «Nuestra política en el período de] Frente Popular encerraba ya en embrión la concepción de un modelo histórico: el socialismo en democracia, con pluripartidismo, con Parlamento».

La experiencia de los partidos comunistas europeos tras la Segunda Guerra Mundial evidencia que todos ellos han ajustado su actividad a las prácticas democráticas. En la guerra fría, aun expulsados del Poder, siguieron ese juego democrático. Lo más penoso fue la conquista de la autonomía respecto de la URSS. El punto culminante de esa conquista fue el rechazo de la invasión soviética de Checoslovaquia en 1968. Pero algo debe quedar bien claro: desde luego, para el PCE la disolución de la Internacional Comunista había alterado el tipo de relaciones con el PCUS sensiblemente. Yo no recuerdo de ningún viraje, de ninguna decisión política importante que tras esa disolución nuestro partido haya consultado previamente con el Partido Comunista de la Unión Soviética (pág. 165).

Sin aludir directamente a tamaño atentado, el libro estudia inmediatamente después El papel de la violencia en la historia. No abandonaremos las ideas revolucionarias del marxismo —dice—, la lucha de clases, el materialismo (es el texto crucial que antepusimos al primero de nuestros comentarios). No estamos volviendo a la socialdemocracia.

Los comunistas rusos no tenían en 1917 otra opción que tomar el Poder

Lo que se expone entre disquisiciones teóricas sobre las equivocaciones de Marx y el pragmatismo de Lenin.

«Sobre la dictadura del proletariado» es el capítulo VI y último del libro. Los Partidos Comunistas evolucionistas rechazan ya este término por aborrecimiento a toda dictadura. Santiago Carrillo adelanta humildemente su postura enteramente personal sobre tan vidriosa renuncia. Marx y Engels, diga Kautski lo que quiera, usaron el término muy a fondo. Pero el rechace del fascismo nos ha llevado a rechazar también el totalitarismo socialista, aunque éste sea incomparable con la aberración fascista. Rechazamos, pues, el stalinismo. El Estado en la sociedad burguesa es la violencia organizada en clase.

¿Por qué el concepto dictadura del proletariado?

Desde Marx a Lenin no había otro medio de que los trabajadores tomasen el Poder; ahora sí. Marx-Engels admiten el término fascinados por la experiencia de la Comuna de París. Los comunistas no han renegado del legado teórico correspondiente. La dictadura del proletariado ha sido un método necesario, pero hoy no es el camino de la revolución socialista en los países democráticos de capitalismos desarrollados.

En los países socialistas —la URSS, ante todo— se ha establecido una tremenda burocracia. El sistema soviético no se ha democratizado. La URSS no es una democracia. Preguntémonos entonces: ¿Qué tipo de Estado es ese régimen? Hay una gran decepción en Rusia por la diferencia entre ideología y realidad. Soljenitsin, con todo su histrionismo, puede ser la expresión máxima de esa decepción. La industrialización ha causado terribles sacrificios a la URSS; la burocracia es una estructura abusiva. Y posee un poder político enorme; decide por encima de la clase obrera. El Estado soviético ha suplido al capitalismo en la creación de una estructura económica, pero es un obstáculo para el socialismo. La URSS necesita un análisis teórico de su sistema político.

Por último conviene estudiar el entorno mundial y su influencia en el Estado. En la posguerra mundial, el modelo de Estado soviético se aplicó a los demás países a costa de su independencia. La confrontación mundial, planteada hoy en términos de fuerza, no favorece la democratización del Estado soviético. Pero los dirigentes soviéticos pretenden convencernos de que se hallan en el socialismo pleno. El papel de los Partidos Comunistas no es, pues, ayudar al Este a una victoria militar contra el Oeste, sino transformar las sociedades nacionales sin destruir las naciones. Buscaremos el ascenso de nuestro país; jamás hipotecaremos nuestra independencia ante nadie.

De esta forma puede examinar el lector un resumen detallado de todas las tesis esenciales del libro firmado por Santiago Carrillo: «El evangelio del eurocomunismo». En nuestro habitual artículo del jueves próximo propondremos nuestra crítica interna a la obra, que en estas dos primeras aportaciones nos hemos limitado a exponer a fondo.

TERCER COMENTARIO:

EL EVANGELIO DEL EUROCOMUNISMO

Me parece que ningún comentarista ha subrayado un hecho mucho más que tipográfico; en la portada del libro firmado por Santiago Carrillo la palabra eurocomunismo va entrecomillada. No, no es un salto reflejo para conceder que el libro es una trampa, porque ya dijimos que no era una trampa. Es un evangelio, una buena nueva; la exposición de un programa; la revelación absolutamente sincera en los objetivos, pero con abundantes aplicaciones de vaselina en la forma, que opera sobre una realidad trágicael miedo de Occidente y muy en concreto sobre la cobardía política muy extendida entre las diversas capas sociopolíticas españolaspara ejercer sobre ese temor y esa cobardía la acción psicológica precisa: no la de trampa, sino la de fascinación.

No es, evidentemente, un libro ortodoxo, sino, como ha dicho genialmente Areilza, el libro de los nuevos arríanos del mundo; pero es un libro ortopráctico, que trata de llegar al mismo resultado logrado en 1917 por la aparente ortodoxia soviética (que no fue sino una fabulosa improvisación basada en un miedo semejante) por otros caminos. Y es que el marxismo no es fundamentalmente una ortodoxia, sino un formidable lenguaje y una ortopraxia absoluta. No es una fe en el objetivo confesadamente utópico, sino en el método, en el camino. Pero es, por encima de todo, una fe. Este libro se ha escrito desde esa fe: «Hoy creo en todo lo que creía a los veinte años», dice Santiago Carrillo en manifiesta contradicción con su repudio al estalinismo, que era precisamente aquello en lo que creía cuando traicionó vilmente a Largo Caballero; pero esta vez su propia fe le ha traicionado a él, porque tampoco entonces creía en el dogma, sino en el camino.

Las pretensiones de evolución

En muchas páginas de este libro, Carrillo (repetimos que le citamos como firmante de la obra) exhibe diversas pruebas de su evolución interna, de la metanoia democrática del PCE. Estas pruebas, en muchos casos, son reales como hecho, no como prueba. Porque nadie nos demuestra que nacen de una auténtica conversión a la democracia, sino al convencimiento de que mantener el estalinismo en Occidente sería encerrarse en el absurdo. Así, Carrillo, tras reconocer «sus insuficiencias de autodidacta» (pág. 10), concede que «los mismos textos marxistas adolecen de oscuridades y hasta a veces de contradicciones». El libro se emprende dentro de «la tarea de poner en pie un partido comunista adecuado a las condiciones de la democracia» (pág. 8). Pero véase que estas «pruebas de conversión» no son más que renuncias a fórmulas gastadas, mientras que se mantiene todo lo esencial de la tensión revolucionaria contra el Estado democrático; es decir, contra el único Estado que, mientras Carrillo no consiga su sueño utópico, recibe en la historia el calificativo de democrático. Renuncia, por tanto, el PCE a aquella estupidez del «Gobierno obrero y campesino» con que saludó a la República (pág. 97); renuncia (antes de cazar el oso, desde luego) a convertir el aparato del Estado en aparato de partido; renuncia al lema «la tierra es para quien la trabaja», aunque lo interpreta colectivamente; renuncia, entre algodones y paños calientes, a la mismísima dictadura del proletariado, no sin exaltar sus logros fecundos en la historia. Pero (pág. 168) no renuncia a nada esencial. «No abandonaremos las ideas revolucionarias del marxismo, las nociones de lucha de clases, el materialismo histórico y el materialismo dialéctico, la concepción de un proceso revolucionario de alcance mundial». Y no se trata de una fórmula: «Todo esto significa también que la lucha de clases va a mantenerse abiertamente» (página 103). No se renuncia a ocupar el Poder por la fuerza: «Puede que en un momento dado sea necesario reducir por la fuerza resistencias de fuerza» (pág. 98). Y tampoco se renuncia del todo a la dictadura del proletariado, contradictoriamente: «No renegamos de este legado teórico» (pág. 191).

Un libro que no engaña a nadie

No, este libro no engaña a nadie; sólo trata de fascinar a quien ya está invadido por el cáncer del miedo, que quizá sea una porción creciente de la sociedad española; por ejemplo, esos pretendidos independientes que, ya verán ustedes en las próximas elecciones, serán candidatos del PCE a pesar de su configuración burguesa pura en Madrid y en provincias. Aquí’ no se engaña a nadie. «Se sabe que nos proponemos cambiar el sistema social; no hacemos misterio de ello» (pág. 17). El cinismo que impregna cada línea de este libro aflora a veces con particular desvergüenza como en la página 25, donde se dice que lo que importa es el socialismo, no la democracia, utilizada simplemente como espejismo. Allí mismo: «No tratamos de echar una mano al capitalismo imperialista decadente, sino de acelerar su liquidación». Y, repitamos, no se conoce otra democracia que el sistema político llamado por Carrillo «capitalismo imperialista decadente». No, claro que este libro no es una táctica; es una estrategia confesada: «La estrategia de las revoluciones de hoy, en los países capitalistas desarrollados, tiene que orientarse a dar la vuelta a esos aparatos ideológicos, a transformarlos y utilizarlos si no totalmente, en parte, contra el Poder del Estado del capital monopolista; es decir, contra el Poder del Estado español actual, cuyo jefe es el rey Don Juan Carlos, a quien, por supuesto, ni se nombra una sola vez en este libro, como si este libro —que habla del Estado— no fuera con él. La cita —vital— es de la página 36; los aparatos ideológicos a los que hay que dar la vuelta son nada más que la Iglesia, el Ejército, la enseñanza, la familia, la justicia y la política. Dar la vuelta, palabra que se repite obsesivamente en este libro más de diez veces; dar la vuelta, que se traduce en latín subvertere, verbo cuyo sustantivo activo se llama simplemente subversión. Evangelio del eurocomunismo, evangelio de la subversión. ¿Merecerá la pena seguir el análisis? Merecerá.

Cómo se da la vuelta al Estado

El régimen actual, el del Rey, la Monarquía, es el de los herederos del franquismo (p. 44), la frase que se ha escapado a los correctores ideológicos del PCE, empeñados en aplazar ese tipo de alusiones. No, no se engaña a nadie. La Universidad no es el anticuado «templo del saber», sino que «debe ocupar hoy un lugar privilegiado en la actividad de las fuerzas políticas revolucionarias» (p. 45). ¿Por pura teoría? No. «No sólo por la gran concentración de fuerzas juveniles disponibles para la acción, sino porque en ella se forman los cuadros para los aparatos ideológicos de la sociedad, y porque la siembra de las ideas marxistas y progresistas en sus cursos es uno de los medios más eficaces para asegurar el dar vuelta, por lo menos parcialmente, a esos aparatos» (página 45). Entre los cuales, no se olvide, figura el Ejército, al que en este mismo libro se recomienda que desmantele su enseñanza militar de los oficiales y los envíe a la Universidad, a esa Universidad cuyo fin básico es dar vuelta a los aparatos ideológicos, entre ellos el Ejército (p. 88).

Se insiste en la página 56: «La solución que tenemos que abordar es, en sustancia, la lucha por conquistar posiciones, en la medida de lo posible, dominantes para las ideas revolucionarias en lo que hoy son los aparatos ideológicos de la sociedad», es decir, en la Iglesia, el Ejército y los demás citados; y muy concretamente se traza en la página 66 el esquema para la infiltración en el Ejército, a la vez que expresamente se admite otra vez el recurso a la violencia armada para dar vuelta al Estado: «Cierto que no puede excluirse en un contexto internacional favorable la posibilidad, en un país desarrollado, en el que no hubiera libertades y una clase dominante ejerciese una dictadura brutal contra su pueblo, de una revolución que triunfe por un acto de fuerza, a condición de que para ello el pueblo conquiste el apoyo de una parte decisiva de las Fuerzas Armadas». Pero no se crea que ese caso extremo está lejos; porque en la página 187 se dice que el Estado de la sociedad burguesa, es decir, el de la España actual, «es la violencia organizada de una clase», es decir, corresponde en el fondo a la descripción anterior.

Un frente popular renovado

No se engaña a nadie. «Las manifestaciones y huelgas no son conflictos de orden público, salvo cuando los Gobiernos lanzan contra ellas a la Policía» (p. 71). No debe extrañarnos que el presunto autor de esta frase dijera lo que dijo en el último debate de las Cortes, que versaba precisamente sobre el orden público. La definición del Ejército es increíble: «El más importante de los elementos coercitivos del Estado» (p. 74). La alusión que sigue inmediatamente, y se refiere a la guerra civil española, es sectarismo puro, además de ignorancia. En la evolución actual de los ejércitos para una acción de defensa continental conjunta, «se esfuma el concepto de patria» (p. 76). Otro momento de cinismo colosal al hablar de conquistar o neutralizar al Ejército: «En definitiva, a las fuerzas transformadoras de los países capitalistas no les queda otro camino que tratar de lograr la conquista o la neutralización de la mayor parte, si no de todo el ejército, por otros caminos que los clásicos» (p. 93). La crítica a la disciplina (p. 85), el ataque despectivo al sistema de mando en la Legión (p. 87), la voluntad de redimir a las Fuerzas Armadas (p. 95) serán, seguramente, frases que el mando militar y la oficialidad española habrán tenido ya muy en cuenta al analizar este libro, que en este aspecto alcanza sus niveles máximos de impudicia.

Nueva alusión a que no deben descartarse incluso hoy enfrentamientos armados (p. 119); curiosísimo ataque a la política de Centro, del que deberían tomar buena nota los políticos centristas que todavía no hayan sacudido, al oírle en las Cortes, su evidente fascinación por el líder eurocomunista (p. 123). La jactancia, la chulería política de que por desgracia tantas veces ha dado muestra el personaje, se escapan de manera institucional, que es lo grave, en citas como ésta: «Las nuevas concepciones significan también que el partido no es un ejército, aunque sea capaz de transformarse en uno si las condiciones históricas, la violencia de las clases dominantes no deja otro recurso» (p. 128). Pero una de las revelaciones más interesantes de la obra, poco recogida, según creo recordar, en los comentarios que he consultado, es la versión refundida del Frente Popular, que se llama en este libro Nueva Formación Política (p. 130).

Hemos visto cómo se confesaba en este libro que el eurocomunismo no es una táctica, sino una estrategia; pero en la página 135 se delinea cuidadosamente esa estrategia. El eurocomunismo cuenta con que desde posiciones imperialistas se trataría de desmantelar el poder democrático, es decir, el suyo. Para contrarrestarlo —la enumeración es importantísima, y se trata evidentemente de otro escape profundo— «habría que contar, en primer término, con la solidaridad de la izquierda europea…; en segundo término debería contarse con la cooperación de los países del Tercer Mundo; en tercer término había que ir al re forzamiento de las relaciones económicas con los países socialistas de Europa y Asia».

CUARTO Y ULTIMO COMENTARIO:
TANTOS ERRORES COMO PÁGINAS

En los dos primeros análisis de este libro intentábamos, por vía de autopsia, presentarlo in vitro a nuestros lectores, con lo que la mayoría de sus tesis, al contacto directo con la luz, perdían buena parte de su fuerza. Nuestro tercer comentario trataba de detectar el programa de acción que el libro contiene, por si alguien que quizá siga fascinado con el tema o con él presunto autor desea confrontar su fascinación con la racionalidad. En este último comentario vamos a espigar entre la copiosísima cosecha de errores históricos, políticos e interpretativos del libro; por si alguien desea comprobarlo dentro de su contexto, no sin advertirle que frente al burdo método de los polemistas del PCE y sus compañeros de viaje, el periodista que suscribe trata de no arrancar jamás las tesis de su contexto; además, no hace falta alguna, porque ya en el trabajo anterior montábamos en realidad un análisis del contexto de este libro.

Para completar el estudio nos quedaría un quinto capítulo desde una perspectiva de crítica externa: mostrar las relaciones, muy sorprendentes y contradictorias, entre esta obra presunta de Carrillo y las demás; trazar sus fuentes de inspiración (en autores italianos y franceses, fundamentalmente) e intentar un estudio de comunicación sobre la resonancia de este libro, la fantástica campaña de propaganda que, con vergonzosa renuncia a la crítica, organizaron con motivo de su aparición algunos medios de comunicación españoles mientras los demás partidos se quedaban con la boca abierta y no decían nada; con excepción, dígase en su honor, de don Felipe González, que captó buena parte de lo esencial del mensaje de este libro y tuvo la gallardía de romper el ambiente y decirlo. Pero ese montaje de crítica externa nos obligaría a otra serie como la que acaba de aguantarnos el paciente lector; la dejaremos para un posible librito sobre el eurocomunismo en perspectiva total y terminaremos con este cuarto trabajo nuestros comentarios de crítica interna.

Carrillo y la teología

El libro se abre con una mentira metodológica, lo cual supone buen augurio. Dice el autor que «por las limitaciones de la censura española (se refiere a volúmenes dedicados al Estado) no ha podido consultar todos los de carácter marxista que hubiera necesitado». Yo desafío al firmante de este libro a que me diga qué obra sobre teoría del Estado, de ideología marxista, ha sido vetada por la censura española desde el 12 de octubre de 1974, fecha en que ocupé la dirección de Cultura Popular; y me consta que mis sucesores mantuvieron esa misma línea. Así no vale.

Considerar como ejemplo de quiebra del capitalismo el Mayo francés y el caso Watergate, entendiendo, como entiende este libro, que capitalismo quiere decir sencillamente democracia occidental es de auténtica risa. De Gaulle salió del Mayo francés con una convocatoria de elecciones; es decir, por el procedimiento más democrático que cabe imaginar; véase cómo han salido de sus crisis los países socialistas en la posguerra (Hungría, Poznan, Berlín). Por su parte, el Watergate fue precisamente una prueba fantástica de capacidad democrática: cómo la Prensa independiente puede derrocar nada menos que al titular de la más alta magistratura del mundo, no sin que éste intente por todos los medios coartar la acción de la Prensa.

Nadie piensa que el diputado Carrillo —a pesar de sus invocaciones a la Divinidad— y sus amigos sean un equipo de teólogos; pero alguno de ellos, que sí es un excelente teólogo, debería haber revisado un poco más los disparates que se dicen en este libro sobre la Iglesia. A la que se define como «el más antiguo y decisivo de los aparatos ideológicos» del Estado, por supuesto (página 36); ya que su estudio se hace dentro del capítulo 2, que se consagra a Los aparatos ideológicos del Estado (p. 34). En la página 41 los autores del libro no captan la motivación profunda de algunos cristianos emigrados al comunismo; la sustitución de una fe hundida por otra fe; de una autoridad por otra. No digo que todos los cristianos que pasan al comunismo son psíquicamente débiles; pero conozco varios casos de evidente acomplejamiento. La suposición de que el paso al comunismo sirve para que el cristiano «recupere los valores evangélicos» es broma indigna de libro tan serio, pero amenidad que se agradece.

Carrillo y el Frente Popular

La visión idílica de nuestra Universidad pintarrajeada y degrada (p. 45) debería matizarse con los efectos de ese debate permanente sobre la actualidad y que se traduce, demasiadas veces, en faltas de ortografía constituyentes, no simplemente superestructurales; aunque debo reconocer que he tenido marxistas entre mis mejores alumnos, como también abundan entre los antígrafos citados. Desgraciadamente la predicción del libro sobre la segura victoria de la unión de la izquierda francesa (p. 50) se hizo antes del hundimiento de esa unión; algo habrá que corregir para la segunda edición del libro. En el cual se abusa de la proletarización de las profesiones (p. 61) de acuerdo con las resonancias de una propaganda, ajada ya, que surgió con gran fuerza en el VIII Congreso del PCE, del cual no se dice una palabra en este libro, naturalmente; es una dialéctica que se podría volver del revés y hablar, como hizo Areilza recientemente al presentar su opción en el Club Siglo XXI, de elevación social optativa del antiguo proletariado; de ampliación de las clases medias desde la base. En un intento de interpretar los sucesos de mayo en Francia como inductores de disgregación en el Ejército francés (p. 68) se olvida, naturalmente, que el efecto fue precisamente contrario: el apoyo de Massu a De Gaulle ¿no significa nada? ¿Ha visto el diputado Carrillo el libro del general Pierre M. Gallois? Seguramente no; porque su interpretación del hundimiento militar de Francia en 1940 (p. 76) resulta tan inconsecuente y tan infundada que sin duda será corregida en esa segunda edición del libro —que va siendo cada vez más urgente— una vez convenientemente repasado; entre otras sugerencias que brindo al autor, el reciente y admirable análisis de Jean Lacouture sobre Léon Blum, que tuve el honor de presentar en Madrid hace unas semanas. La interpretación de las actuaciones del Ejército en nuestra guerra civil («instrumento del orden burgués terrateniente») es, a estas alturas de la investigación, simplemente jocosa (p. 81). Y parece extraída de la historia oficiosa del PCE Guerra y revolución en España, de la que, a pesar de su fecha reciente, no se dice una palabra, bien sospecho por qué, en este libro.

El entonces candidato Carrillo se presentó en la ciudad de Murcia para reforzar el éxito presunto de su candidatura allí; reunió a unos miles de personas en un mitin prefabricado; atacó en rueda de Prensa al historiador que suscribe diciendo que era un mal historiador; no sacó, naturalmente, un solo parlamentario en la provincia; y ya ven ustedes su dominio de la historia. La interpretación del diputado Carrillo sobre los Frentes Populares, y concretamente sobre el de España, se escribe con técnicas de novela rosa. Por ejemplo, no cita ni un solo momento al VII Congreso de la Internacional Comunista, ni a la participación de los españoles en él; no estudia la génesis del Frente Popular en la resaca de la revolución de Asturias; no analiza la correspondencia Azaña-Prieto, donde maduró el proyecto; y la aplicación de las tesis del VII Congreso, perfectamente detectada en la actitud del PCE durante la guerra civil según los análisis magistrales, definitivos, de Bolloten, Payne y Cattell, no merece más recuerdo por parte de Carrillo que transcribir la ajada carta de Stalin and Co. a Caballero (sabidísima desde las primeras ediciones de Madariaga, y además inexplicable fuera del contexto del VII Congreso) y encima disimular el chantaje soviético en nuestra guerra con unos atisbos de independencia respecto a la URSS que son pura tomadura de pelo. ¿Es que cree Carrillo que en este país hemos estudiado todos la Historia contemporánea solamente con el libro de su correligionario Tamames?

Carrillo rebatido por Prieto

Se escapa también en este libro un reconocimiento importante: el nacimiento del eurocomunismo en la estela del XX Congreso del PCUS de los años cincuenta (p. 142), como la visión comunista de los frentes Populares, nacía, aunque Carrillo no lo reconozca, en la estela del VII Congreso de la Comintern en 1935. (¿Cómo se le ha olvidado tan pronto el folleto de su antecesor Pepe Díaz «Por la bandera del Frente Popular»?) La abyecta inflexión típicamente estaliniana de Dolores Ibárruri y sus colegas al separarse del grupo sectario antes de la Revolución de Octubre, se interpreta ridículamente en este libro, porque la Pasionaria y sus amigos «tuvieron la suerte de coincidir» con las nuevas orientaciones de la Comintern; y la elección del doctor Bolívar en Málaga se concibe (eran las elecciones de febrero de 1936) como un acto de rebeldía del PCE frente a Moscú, cuando realmente fue un acto de rebeldía del doctor Bolívar contra la directiva del PCE aherrojada por Moscú; pero lo que no cuenta Carrillo, y sería interesantísimo, es la historia siguiente del doctor Bolívar. ¿Cómo puede asombrarse Carrillo del mecanismo infernal con que Stalin obtenía confesiones de sus prisioneros políticos, si el PCE en España, como él sabe perfectamente, tenía montados diversos mecanismos infernales de ese tipo en el centro de Madrid? Este punto, y su visión idílica del PCE como partido moderado de la zona republicana, quedan aventados con miles de textos, de los que basta este sólo, leído por Indalecio Prieto, ex ministro de Marina y Aire y de Defensa Nacional, en una reunión de su partido al terminar la guerra civil, y publicado en las páginas 22, 38 y 73 de Convulsiones de España, Méjico, Editorial «Oasis», 1968:

«El riesgo de utilizar comunistas en mandos militares, y en cualesquiera cargos de la Administración Pública, proviene de obligarles la disciplina política a servir al buró de su partido antes que al Gobierno de quien dependen. Semejante modo de proceder entraña, no sólo preferencias inadmisibles, sino desobediencia y a veces deslealtad y hasta traición».

Poco después el socialista Zugazagoitia exclama ante Negrín: «Don Juan, vamos a quitarnos las caretas. En los frentes se está asesinando a compañeros nuestros, porque no quieren admitir el carnet comunista». Y en la página 72, Prieto responde a la cínica tesis de Carrillo sobre la moderación con que sus correligionarios estaban representados en los puestos de mando; que habían tomado por asalto y en oleadas.

Carrillo y Semprún

Un antiguo compañero de Carrillo, Semprún, clama indignado sobre la tesis de que «para el PCE la disolución de la Internacional Comunista había alterado el tipo de relaciones con el PCUS sensiblemente. Yo no recuerdo ningún viraje, ninguna decisión política importante, que tras esa disolución nuestro Partido haya consultado previamente con el Partido Comunista de la Unión Soviética» (p. 165). Semprún dedica diecinueve páginas de su Autobiografía de Federico Sánchez a rebatir la «estúpida fanfarronada» de Carrillo: su «concepción metafísico-policíaca» de la Historia; su «cínica desmemoria y deliberada falsedad». No insistiré en el tema porque tampoco soy especial admirador del señor Semprún, ni como escritor ni mucho menos como historiador; allá él con sus drenajes, pero la acusación resulta más que fundada.

En fin, podríamos llenar varios artículos como éste con las falsedades, los olvidos, los cinismos y las aberraciones de Santiago Carrillo, el hombre que además de hacerse responsable de este libro extiende patente de demócrata a los políticos (él, demócrata de toda la vida) y título de historiador a los catedráticos de Historia.

La crítica de Claudín a Carrillo

En su libro Eurocomunismo y socialismo (Barcelona, «Grijalbo», 1977), el antiguo comunista, y permanente marxista Fernando Claudín criticó el eurocomunismo de Carrillo. Los días 26 de enero y 2 de febrero de 1978 comenté a fondo el libro de Claudín en dos artículos de ABC que también parece conveniente reproducir ahora.

En los cuatro comentarios anteriores hemos estudiado, a la luz de la critica interna, el libro de Carrillo Eurocomunismo y Estado. A la vista del interés que nos han comunicado varios lectores para que completásemos el análisis desde una aproximación de crítica externaque en principio eludíamos por brevedad—, vamos a intentarlo en este comentario y el siguiente sobre la trama de una obra fundamental, a la que Carrillo y su «troupe» de incomunicaciones públicas ha tratado sistemáticamentey torpementede silenciar: el libro de Fernando Claudín Eurocomunismo y Socialismo, contribución fundamental al tema, que apareció poco antes del que ya hemos estudiado. En medio de la publicación de nuestros comentarios citados, una purificadora polémica ha estallado en la conciencia podrida del Partido Comunista de España, y singularmente en las mismas manos de su secretario general.

Alguna revista se atribuye, con bastante optimismo, el abanderamiento de tal polémica, que ha desarbolado intelectualmente al Partido Comunista, y tiene jadeante, sobre las cuerdas, al máximo dirigente de un partido habituado históricamente a eliminar de varias formas —políticas y según ahora se comprueba nuevamente también físicas— a quienes tratan de evadirse de la obediencia ciega. Pero no conviene exagerar. Mientras otros políticos parecían otorgar con su silencio, el primer hombre público español que denunció la mentira del eurocomunismo, hace ya muchos meses, se llama Felipe González, y el comentario de dicha revista sobre la trastienda del eurocomunismo no es el primero entre los importantes, sino el último. Aunque debe apuntársele una notoria eficacia en el arrastre de la galería.

La culpable ocultación del libro de Claudín

«Tu sabes del partido comunista lo que te han enseñado cuarenta años de dictadura», proclamaba un desesperado cartel del PCE en todas las esquinas de España cuando, avanzada ya la campaña electoral, el PCE adivinaba ya el rechazo universal del pueblo español, con la excepción parcial de Cataluña. Pero he aquí que cuando los comunistas que ocuparon altas jerarquías en el partido de los años difíciles se ponen • a contar por dentro esa historia, nos enseñan capítulos todavía más siniestros de lo que jamás soñó la propaganda anticomunista del franquismo. Lo estamos viendo con el libro de Semprún, auténtica mina magnética con la que ha venido a chocar el artilugio eurocomunista; pero la espectacularidad —marca Planeta— de las Memorias de Federico Sánchez ha oscurecido indebidamente los efectos de un libro ligeramente anterior, que saltó a escena poco antes de la aparición del libro de Carrillo; y que —publicado por una editorial dedicada totalmente a la difusión del marxismo (dentro de la legalidad, por supuesto) se debe a la pluma del que era el primer intelectual y el primer escritor del Partido Comunista de España hasta que Carrillo decidió su expulsión junto con la de Semprún: hablo de Fernando Claudín, autor, entre otras producciones importantes, de una obra fundamental cuyo título es La crisis del movimiento comunista, cuyo tomo I fue publicado por «Ruedo Ibérico», en París, el año 1970. En cierto sentido este librito de Claudín recoge las tesis de ese primer volumen y anticipa lo que seguramente se expondrá con mayor extensión en el segundo.

El principal mérito, y la principal utilidad del libro de Claudín que ahora analizamos es que cubre magistralmente los vergonzantes vacíos históricos del libro de Carrillo Eurocomunismo y Estado, al que hemos dedicado los cuatro comentarios anteriores; y suple de forma duramente crítica para las tesis de Carrillo la inconcebible endeblez histórica del libro de Carrillo. Quien desee, sin ser especialista en el tema, comprender a fondo la posición eurocomunista de Carrillo, debería leer antes el libro de Claudín; escrito con suma corrección y notorio sentido de la subjetividad, aunque —que conste que el autor nada tiene de renegado— desde una óptica marxista y comunista; incluso eurocomunista.

La máxima contradicción del eurocomunismo

Las medias tintas de la «ruptura» de Carrillo con Moscú se endurecen en la ruptura de Claudín, identificado desde Moscú en estos mismos días como servidor del imperialismo. Para Claudín la URSS es la dictadura de una nueva clase dominante sobre el proletariado. Para esa clase, el marxismo-leninismo es una pura fachada; y a lo sumo una simple dialéctica de supervivencia. El eurocomunismo, para Claudín, saltó a la actualidad ante la tercera crisis del capitalismo en el siglo XX; después de las de 1914 y 1939, en las que el movimiento obrero internacional —concentrado en el poder de un solo país— no supo dar a esas crisis una salida socialista. El eurocomunismo sería entonces la respuesta a la tercera crisis global del capitalismo; la que se inicia en 1967-1968 con la quiebra del sistema monetario y las manifestaciones del mayo francés y el otoño caliente de Italia.

La ruptura de los eurocomunistas con Moscú no es una pantalla, sino un hecho real. La contradicción suprema de la que no logra liberarse el eurocomunismo consiste, sin embargo, en que, por una parte, el eurocomunismo identifica socialismo, libertad y democracia; pero, por otra, se empeña absurdamente en seguir llamando «socialistas» a la URSS y sus satélites, donde la democracia y la libertad son un remedo y una etiqueta. Puede que en este conjunto de tesis radique la esencia del libro de Claudín que comentamos.

El viraje comunista en favor de la democracia

Mientras Carrillo se esforzaba, sin la más mínima convicción y a sabiendas de que mentía con descaro, en detectar signos de mínima independencia de los partidos occidentales frente a Moscú durante los años veinte, treinta y cincuenta, Claudín traza una síntesis bastante más coherente sobre la historia auténtica del movimiento comunista. A fines de los años veinte se registran algunos intentos de romper el monolitismo del «partido mundial»: que son el trotskismo (que acarreó la eliminación de Trotski), las ideas del fundador del partido comunista de Italia, Gramsci (que fueron cuidadosamente enterradas por los propios comunistas durante más de veinte años) y el independentismo inicial de Mao. Palmiro Togliatti se apuntó a la política ultrasectaria y totalitaria de la Internacional Comunista entre 1928 y 1934; Gramsci se opuso, pero Togliatti le anuló. Togliatti viró en 1934 a la línea gramsciana; y lanzó la teoría de la «democracia de nuevo tipo» —proclamada por los comunistas como ideal para la República en la guerra civil de España— que se concretará en las «democracias populares» de 1945; es decir, en los satélites soviéticos. Surgen, entre 1934 y 1938, los Frentes Populares —al conjuro de dos Congresos de la Komintern— que conceden una menguada autonomía a los partidos comunistas nacionales. Entre 1941 y 1947 corre la extraña etapa de las «vías nacionales al socialismo» como puro disimulo democrático ante la alianza bélica de la URSS con las democracias de Occidente en la guerra contra Hitler. Pero con los ramalazos de la guerra fría a partir de 1947 cae esa fachada y las «democracias populares» se van convirtiendo en satélites totalitarios de la URSS.

En esos años —1935 a 1947— se ha producido el viraje superficial de la Internacional Comunista en favor de la democracia; hasta entonces el comunismo soviético era formal enemigo de la democracia, pero en la Constitución soviética de 1936 la URSS se define como una «gran democracia socialista». El papel principal en ese cínico viraje corresponde a Dimitrov —quien llega a poner en duda la expresión «dictadura del proletariado»— y a Togliatti, hasta que el movimiento comunista decide redescubrir a Gramsci en 1947.

La raíz soviética del eurocomunismo

En 1945 Togliatti y Thorez —los partidos comunistas de Italia y Francia— aceptan el compromiso con las fuerzas democráticas tras el reparto de zonas de influencia en Yalta. Mientras Togliatti lanza su modelo de «democracia progresiva», Moscú liquida toda veleidad democrática en sus satélites, a quienes impone su modelo totalitario brutal. Disuelta aparentemente la Komintern en 1943, se crea en 1947 la Komintern para que los partidos comunistas de Francia e Italia, que habían tomado demasiado en serio la cobertura de las «vías nacionales», vuelvan al redil soviético. Y lo hacen en lo que me atrevería a llamar, de acuerdo con la tesis de Claudín, el «compromiso histérico» contra la disidencia yugoslava de Tito.

Claudín formula ahora (pág. 105) una tesis capital. Al desaparecer Stalin en 1956, Moscú resucita la praxis de las vías nacionales. «Al mismo tiempo —dice— el Partido Comunista de la URSS plantea que en los países capitalistas de democracia burguesa es posible que la clase obrera, dirigida por los partidos comunistas, llegue al Poder por la vía pacífica y parlamentaria». Importantísima revelación, que Claudín documenta fehacientemente; y que equivale a decir que el eurocomunismo es un claro invento soviético a la muerte de Stalin. Todo el libro de Carrillo, toda la estrategia de Carrillo cae por su base ante esta importantísima interpretación. El Departamento de Lenguas Extranjeras de Moscú editó las actas de la Conferencia de representantes de partidos comunistas y obreros de los países socialistas, celebrada allí entre el 14 y el 16 de noviembre de 1957. Togliatti pone reparos a esta tesis; el Partido Comunista de España se adhiere a ella (pág. 107). Todas las pretensiones de originalidad de Carrillo son, pues, puro plagio.

Todavía en 1956 —como para demostrar que la «liberalización» producida por la muerte de Stalin era pura filfa— la URSS amenaza a Polonia e invade Hungría. Los partidos comunistas occidentales sufren una enorme sangría de afiliados: trescientos mil. En la citada Conferencia de Moscú, los soviéticos recuperan alguna influencia, pero Togliatti quiere ya mayor independencia —abrumado por las deserciones tras la invasión de Hungría—, mientras Carrillo se comporta como un fidelísimo doctrino de los rusos, lo que había sido siempre. Togliatti empieza entonces a desarrollar las líneas básicas de lo que después será formalmente el eurocomunismo.

En una segunda conferencia, celebrada en 1960, Mao ya ha roto con Moscú. En noviembre de 1961, y durante el XXII Congreso del partido soviético, Kruschev denuncia la represión estaliniana nuevamente; pero estalla el conflicto con Mao de manera abierta, el «cisma de Oriente» del movimiento comunista. Este hecho y la caída de Kruschev en 1964 animan las tendencias centrífugas de los partidos occidentales.

El doble error estratégico de Carrillo

La primera crítica abierta de éstos contra Moscú llega en 1966, con motivo del absurdo juicio contra los intelectuales Sinyavsky y Daniel. Aun así el Partido Comunista de España, y muy concretamente Santiago Carrillo, tenían merecida fama de acólitos soviéticos hasta la crisis comunista de Checoslovaquia en 1968. Éste es el verdadero momento escogido por Carrillo para ponerse a la rueda del Partido Comunista de Italia, primero; y para encabezar después, en un alarde de «marketing», el movimiento eurocomunista. Con la mirada puesta en una «rentrée» española, trató de plagiar simultáneamente (citándoles muy poco, por cierto) a Gramsci y a Garaudy; del primero toma, entre otras muchas cosas, el «invento» de la huelga nacional pacífica que repetirá monótonamente durante años; del segundo, la monomanía del diálogo con los católicos. Pero mientras trata de descubrir a algún católico desorientado capaz de fascinarse con el marxismo para incorporarle a la jerarquía comunista una vez asegurada su inocuidad autocrítica (no le será difícil este hallazgo ante las aberraciones del nacional-catolicismo), elimina cuidadosamente a cualquier camarada que quiera tomarse en serio el papel de Gramsci español, lo cual pudo ser la raíz de la defenestración del propio Claudín.

Hemos llegado, pues, al año clave para la génesis del eurocomunismo español: 1968. En él cometió Carrillo su más grave error estratégico, que era doble. Primero, pensar que los españoles deseaban olvidar cierto siniestro pasado con tantas ganas como él mismo. Segundo, imaginar que una posible legalización del Partido Comunista de España equivaldría también a que los españoles comulgasen a la vez con la enorme rueda del molino eurocomunista. Pensó, en fin, que si se disfrazaba convenientemente de demócrata, y en vista de la mala conciencia de casi todos los grupos españoles, sin historia democrática detrás, la democracia le sería propicia.

La crítica externa del eurocomunismo

En el comentario anterior analizábamos el contenido del libro de Claudín hasta el año 1968, donde, con motivo de la invasión de Checoslovaquia por el rulo soviético, Carrillo inicia su despegue táctico respecto de Moscú para evitar que la conciencia crítica de los españoles descarte definitivamente al PCE como estaba ya empezando a descartar el anquilosamiento reaccionario del régimen de Franco, que no supo renovarse a tiempo y que entró en franca involución nada más aprobarse la última esperanza real de apertura, que fue la Ley Orgánica del Estado, cuyos beneficiosos efectos fueron taponados a vuelta de correo con la designación del almirante Carrero como vicepresidente y presunto conservador del régimen.

En este último comentario sobre el fenómeno eurocomunista, y segundo sobre el libro de Claudín, completaremos el análisis de esta obra singular culpablemente marginada; y volveremos sobre las engañifas, en el fondo muy inocentes, del libro de Carrillo con unas sencillas aproximaciones de crítica externa. Las cuales tal vez Carrillo pensó que nunca serían exhumadas fuera de los medios —relativamente inofensivos— de la extrema derecha; cuando ahora, envuelto en excusas fútiles —como la de alardear que no lee los libros que le atacan—, comprueba que la presente convergencia sobre el eurocomunismo no es, como le gustaría a él, una maniobra de la CÍA y demás fantasmas, sino el basta ya del mejor periodismo español contra la intolerable presión de los comandos comunistas infiltrados durante todos estos años en todos los medios de comunicación; y que a pesar de la flojera dialéctica del PCE habían logrado durante demasiado tiempo contener la avalancha serena y crítica que ahora se desborda; y que sirve indirectamente, dentro ya de la legalidad, y sin que la discrepancia equivalga a una denuncia, para averiguar realmente quién es quién en las zonas confusas o indecisas del periodismo español.

La inflexión de la actitud americana

Decíamos en el comentario anterior que hasta 1968 el Partido Comunista de España conservaba su bien ganada fama de prosoviético a ultranza. Desde entonces, como documenta Claudín, el Partido inicia un viraje crítico que le lleva a adoptar posiciones muy reticentes e incluso cada vez más abiertamente opuestas a la política de la URSS y del Partido Comunista de la URSS; véase el informe de Carrillo en 1968, las citas de Mundo Obrero en 1970, el informe Azcárate en 1973, etc. El mayo francés y la aniquilación de la primavera checa en 1968 provocan la condena —relativamente moderada— de los partidos comunistas occidentales, ante la protesta absoluta de la opinión democrática. Pero en la tercera conferencia de partidos comunistas —1969— la URSS logra, junto a la condena contra China, la aprobación de la teoría de soberanía limitada mediante la que cohonesta su brutal agresión a Checoslovaquia. Berlinguer, líder del PCI, es allí el más independiente; y no firma el acuerdo. El PCE formula ciertas reservas, pero lo firma.

A fines de 1970 aparece el término eurocomunismo acuñado fuera del ámbito comunista… Quizá por eso los comunistas lo reciben con hostilidad y recelo. En junio de 1976, durante la conferencia de Berlín, Carrillo lo rechaza: «El término —dice— es muy desafortunado. No existe un eurocomunismo». Pero el PCI lo admite; y Carrillo, según su costumbre oportunista y plagiaría, se sube al carro eurocomunista cuando en un informe romano, muy poco posterior, admite ya la palabra que publicará entrecomillada en el título de su obra.

La postura americana ante el eurocomunismo ha experimentado cierta inflexión. La doctrina Kissinger-Sonnenfeldt, expuesta por el primero en la reunión de embajadores americanos en Europa (diciembre de 1975) era de franca condena y de total rechazo al «compromiso histórico» sugerido como estrategia por Berlinguer en 1973. USA trata por todos los medios de impedir el acceso de los comunistas a los gobiernos democráticos de Occidente. La estrategia Cárter proviene de las ideas de la Comisión Trilateral, convergencia de alto nivel entre políticos y pensadores democráticos de Estados Unidos, Europa y Japón creada en 1973. Inicialmente Cárter mostró una actitud más flexible ante el eurocomunismo, pero —como saben nuestros lectores— ha retornado enérgicamente a la línea más dura en una serie de declaraciones y tomas de posición en este mismo mes de enero de 1978. Aunque ya la declaración de su Departamento de Estado el 6 de abril de 1977 mantenía la condena virtual del eurocomunismo.

La reciente postura antisoviética de Carrillo

Éste se perfila más —según Claudín— durante la reunión de enero de 1974 que congrega a los partidos comunistas de Europa, y tras la doble reunión del partido italiano con el español en Livorno (julio de 1975) y de Roma, con el partido francés (noviembre del mismo año). En el siguiente diciembre, el Partido Comunista de Francia condena los métodos penitenciarios soviéticos ante la exhibición de un documental sobre ellos; es la primera condena formal del comunismo francés contra Moscú. Los partidos italiano y español se suman. Desde que apuntan las posibilidades electorales de una izquierda unida —una resurrección de los Frentes Populares— aumenta la carga crítica de los partidos occidentales. Los cuales, como observa Claudín, critican duramente en 1971 el juicio de Leningrado contra los judíos que pretenden abandonar la URSS; en 1973 la prohibición de editar en la URSS las obras de Soljenitsin; en 1975 el internamiento del matemático Leonid Pliuschi en una clínica psiquiátrica. En febrero de 1976, durante la preparación del XXII Congreso del PCF, el secretario general Marcháis se pronuncia por el abandono del término «dictadura del proletariado». Quince días después el Congreso del partido soviético —al que no asisten Marcháis ni Carrillo— contraataca con dureza y Carrillo, desde Roma, califica al régimen soviético «de socialismo en estado primitivo, que se resiente del sistema casi feudal derrocado por él y del que aún lleva los estigmas (pág. 59). El 17 de marzo Moscú ataca durísimamente a los eurocomunistas quienes sustituyen según él al liberalismo burgués y prestan un buen servicio al enemigo de clase. La primera confrontación abierta entre soviéticos y eurocomunistas tiene lugar a fines de junio de 1976 en la conferencia paneuropea de partidos comunistas celebrada en Berlín. Allí los eurocomunistas proclaman su actitud ante el mismísimo Breznev; según Carrillo, «Moscú fue nuestro Roma, pero ya no lo es».

Por último, los eurocomunistas declaran, en enero de 1977, su solidaridad con la Carta-77 de los comunistas-liberales checos, marginados desde la primavera de 1968 y que ahora se toman así venganza contra los invasores.

Contribución y sombras del ensayo de Claudín

He aquí un resumen del interesantísimo libro de Claudín, elemento esencial de complemento e interpretación para profundizar en el de Carrillo y en la entraña del eurocomunismo, al que Carrillo presenta como pantalla, y Claudín desmenuza como historia. Por supuesto que también Claudín comete algunos errores y desenfoques. Interpreta como la primera crisis de sobreproducción después de 1929 la gran crisis de 1974-75 que realmente se inicia en 1973 como crisis fundamentalmente energética (pág. 9). Anticipa con escasez de profundidad en los parámetros los resultados de las elecciones francesas (pág. 21); minusvalora las posibilidades democráticas de lo que llama «el reformismo Suárez» (pág. 25) y pronostica, erróneamente, que «las elecciones de junio se van a realizar en condiciones escasamente democráticas» cuando esas condiciones se reconocieron plenamente por todos los observadores interiores y exteriores; descuida el análisis comparado entre las tesis de Carrillo y las de los pensadores eurocomunistas habitualmente plagiadas por Carrillo que no es un pensador, sino un extraordinario relaciones públicas. Pero estos reparos, que sin duda colmará Claudín en el cada vez más deseable segundo tomo de su opus magnum no empañan ni la oportunidad ni la importancia del presente ensayo, sobre el que ha recaído, insistamos, un absurdo y culpable olvido inicial.

Carrillo o la evolución contradictoria

Apuntemos, brevísimamente, algunas pautas para ese análisis comparado. En Mañana España —(1975) libro-entrevista que Carrillo desearía enterrar urgentemente— está la prueba (pág. 133) de que su invento de la reconciliación nacional es un eco del XX Congreso del partido soviético. La versión Carrillo de la famosa entrevista con Stalin en 1948 (pág. 124 del mismo libro) ha servido como excelente munición a Semprún. En 1977 (pág. 195 de Eurocomunismo y Estado) Carrillo dice: «Estoy convencido de que la dictadura del proletariado no es el camino para llegar a establecer y consolidar la hegemonía de las fuerzas trabajadoras en los países de capitalismo desarrollado». Pero sólo cinco años antes, en su informe al VIII Congreso del PCE (pág. 81) —pocos años para tamaño salto mortal—, decía: «El Partido Comunista estima que la concepción de la dictadura del proletariado como período de transición del capitalismo al socialismo no ha sido superada por el desarrollo histórico moderno». En el mismo informe —otro texto que Carrillo trata de enterrar cuidadosa e inútilmente— nos da su cordial versión de democracia, a la que identifica nada menos que con esa dictadura del proletariado: «La concepción marxista de la dictadura de las fuerzas revolucionarias socialistas en el período de transición se identifica dialécticamente con la más amplia democracia» (pág. 82). ¿Que 1972 está muy lejos? Pues bien, en 1975 (página 238 de Mañana…) Carrillo insiste: «Llegará un momento en que la democracia formal será sobrepasada por la necesidad de profundizar la democracia en el sentido del socialismo». O sea, que para Carrillo la democracia es un pretexto.

En 1977 Carrillo condena la violencia; pero en 1972 escribía: «Nosotros no renunciamos a la violencia revolucionaria; pero se trata de la violencia de masas, apoyada en las masas, que en determinados momentos puede ser necesaria, indispensable». (Informe…, pág. 64). El Partido Comunista se esfuerza en 1977 en dar toda clase de garantías; pero en 1972, en su último Congreso —cuyas conclusiones están hoy, no se olvide, del todo vigentes— «no le preocupa decisivamente dar garantías a los demás» (Informe…, página 86). Ahora firma pactos con un centrismo fascinado por tanta cooperación; pero su VIII Congreso ordena al PCE (Informe…, pág. 90) que debe oponerse «a cualquier tipo de asociación que pueda intentar la oligarquía, tanto desde posiciones ultras como desde posiciones centristas». La ventaja para Carrillo es que desde las posiciones centristas se lee, desgraciadamente, tan poco como desde las posiciones ultras.

Carrillo desprecia a Tamames

En fin, un destacado intelectual comunista, el profesor Ramón Tamames, rompía, hace poco, una de las más respetadas reglas de nuestra convivencia intelectual: no replicar airadamente —ni menos con recurso a la insidia de tipo personal— a las críticas sobre los libros escritos por un autor. En su resbalón lamentable, Tamames, a quien le molestaba mi crítica en estas páginas a su lamentable análisis sobre la oligarquía, me acusaba de haber denunciado a los comunistas en un artículo sobre el marxismo, cuando el PCE estaba en la ilegalidad. No denuncié entonces a los comunistas, sino a su doctrina; más aún, cuando hace ahora un año me constaba con pelos y señales la condición de comunista del profesor Tamames, publiqué un apunte biográfico suyo en el fascículo 23 de La Historia se confiesa en el que dije: «Se le considera —quizá con alguna exageración— miembro de algún partido avanzado dentro de la oposición». ¿Es esto una denuncia, o más bien un capotazo? Digo todo esto no para criticar el rasgo de mal estilo del profesor Tamames, que me obligará, si mantiene esa línea, a divertirles a ustedes con un análisis a fondo de su pintoresca historia contemporánea publicada por «Alianza-Alfaguara» en un rapto de humor negro, sino para que se defienda de su propio jefe, Carrillo, quien indirecta, pero fehacientemente le pone verde en la página 30 de Mañana España, cuando, recién publicado el libro de Tamames en que se incluye un largo estudio sobre el Frente Popular, decía: «Es una pena que nunca se haya estudiado seriamente fuera de España, ni siquiera tal vez dentro de España, la experiencia del Frente Popular». Claro que R. Salas y Stanley Payne acababan de publicar su magistral análisis del Frente Popular por entonces, como Burnett Bolloten y David Cattell poco antes los suyos; pero si Santiago Carrillo no tiene tiempo para leer el libro de Semprún, ¿cómo va a perderlo con estudios serios sobre los años treinta?

Las predicciones que habíamos insertado en estos trabajos de 1977 y 1978 se cumplieron plenamente no mucho después. Los comunismos europeos, y especialmente el español, que habían sido en los años treinta y cuarenta brazos ejecutores ciegos del estalinismo, no pudieron resistir el aire claro de la democracia pese a su desesperada maniobra eurocomunista, y el eurocomunismo acabó por desintegrarse, arrastrando en su ruina a esos partidos comunistas frustrados. Este lamentable final puede documentarse desde dentro con claridad meridiana en el importante libro de un comunista expulsado del PCE, Manuel Azcárate, Crisis del eurocomunismo, Barcelona, «Argos-Vergara», 1982. El propio Santiago Carrillo, en un episodio cargado de justicia poética, hubo de abandonar el Partido Comunista de España tras haberle sometido durante décadas a una dictadura férrea, que ahora se volvía implacablemente contra él. Desde entonces la figura siniestra de Carrillo vaga por el escenario español como un fantasma trágico, perseguido por todos sus recuerdos cada vez más vivos. Sólo la irresponsabilidad de un sector de la prensa burguesa mantiene, cada vez más hueca, su credibilidad.

Pero en medio de todas sus disidencias, más o menos aparentes, más o menos resentidas, los náufragos del movimiento comunista internacional se aferran a su más importante seña de identidad: coinciden siempre con la estrategia marxista-leninista, es decir con la estrategia soviética, en sus objetivos y métodos esenciales. Pueden esbozar, sin demasiada convicción, sus discrepancias doctrinales e incluso tácticas con Moscú; pero siguen coincidiendo servilmente con Moscú en el plano estratégico. Ésa sigue siendo la clave para comprenderles y para desenmascararles. Por lo que hace al propósito de este libro la desvergonzada aproximación de los comunistas españoles a los sectores «progresistas» de la Iglesia católica, tal y como reconoce Santiago Carrillo tras las huellas directas de Lenin, es un rasgo verdaderamente aleccionador. Pero lo realmente peligroso no es el encuadramiento político, tan desprestigiado hoy, de la ideología comunista, porque Gerardo Iglesias es una imitación EGB de Carrillo; sino la impregnación social de esas ideas y la infiltración masiva de intelectuales y orientadores comunistas en el socialismo español donde son legión.

La oferta marxista desde Iberoamérica

Iberoamérica, y sus amplias áreas tercermundistas, son, como sabemos ya y hemos demostrado en nuestro primer libro, un objetivo preferente de la estrategia marxista-leninista ante el año dos mil; pero la inoculación marxista de Iberoamérica viene todavía preferentemente de fuera, aunque ya ha conseguido establecer varios focos de irradiación autóctonos, entre los que destacan ante todo Cuba y Nicaragua; más una serie de centros diseminados en las naciones que todavía permanecen libres ante esa ofensiva estratégica. En aquellas que han estado o están más directamente amenazadas —Chile, El Salvador— los focos marxistas han sido mucho más intensos y tenaces. El manual más difundido en todo el mundo de habla hispana sobre marxismo elemental —un verdadero catecismo para la formación de dirigentes y de militantes— es, como ya dijimos, Los conceptos elementales del materialismo histórico, debido a la escritora chilena Marta Harnecker y editado por esa red editorial gramsciana en América y España, «Siglo XXI editores». Pero la producción cultural autóctona del marxismo en Iberoamérica resulta generalmente muy pobre; sobre todo frente al marxismo emprestado y aplicado que difunden, so capa de cristianismo militante, los teólogos de la liberación. En esta sección aduciremos, sin embargo, algunos casos de cierta importancia, aunque sean excepcionales. Aunque más de uno no se debe al esfuerzo de marxistas americanos, sino de marxistas que han trasplantado a Iberoamérica sus ideas o incluso su actividad personal.

Joan Garcés, un marxista español en Chile

Así el socialista español Joan Garcés, que nos parece un ejemplo típico de marxista radical infiltrado en el PSOE, y que actuó como asesor del presidente marxista de Chile, Salvador Allende, hasta el trágico final de su aventura totalitaria, pese a que toda la red propagandística del marxismo internacional se obstina en seguirla calificando como democrática. Garcés publicó después del gran fracaso un libro revelador, El Estado y los problemas tácticos en el gobierno de Allende (Madrid, «Siglo XXI editores, 1974). La conclusión de este libro demuestra sobradamente el auténtico objetivo estratégico de los marxistas-leninistas, sea cual sea el partido en que militen; forzar desde el poder una situación revolucionaria que ha de instalarse en nombre de la democracia; para luego, una vez provocada la reacción nacional contra la dictadura marxista en ciernes, imponer —para decirlo con frase del propio Garcés— «las bases sobre las que reposa la nueva fase de la revolución», por más que atribuya cínicamente el asentamiento de esas bases a la derecha, y no a la izquierda revolucionaria. La siguiente expresión de Garcés es todavía más reveladora: «La vía político-institucional —dice, refiriéndose al empeño de Allende— en su desarrollo dialéctico, ha creado los fundamentos de la vía insurreccional» (op. cit. p. 309). Es decir, que el camino para implantar en Chile una nueva dictadura marxista no puede ser ya más que el de la insurrección armada revolucionaria. Mientras tanto el marxista español y agitador en Chile no ahorra dicterios a la Iglesia de Chile ni a la democracia cristiana chilena, cuyo sistema califica de «capitalismo modernizante» y a cuya «revolución en libertad» fustiga como «pantalla para impedir la revolución». La vía reformista que intentó seriamente el presidente Frei —aunque fracasara por graves errores tácticos ante la presión marxista en el interior de la propia Democracia Cristiana chilena— no merece a Joan Garcés más que insultos y desprecios. Pero su libro —que es de un miembro del PSOE, no del PCE— puede ilustrarnos bien el auténtico camino que marca la estrategia de la Internacional Socialista en Iberoamérica. No en vano el delegado de la Internacional Socialista para el avispero centroamericano en 1987 es el propio Alfonso Guerra, ese moderado.

Marta Harnecker: Lenin para América

La misma revolucionaria chilena, y notable teórica y divulgadora marxista, Marta Harnecker, ha publicado recientemente un libro especialmente revelador, La revolución social: Lenin en América Latina (México, «Siglo XXI editores», 1986), en el que propone sistemáticamente la doctrina leninista sobre la revolución —en el marco teórico y en el marco histórico, simultáneamente— con la exposición de lo que cree más esencial del pensamiento leninista en orden a la estrategia revolucionaria, y con inmediata aplicación a las situaciones prerevolucionarias y revolucionarias de Iberoamérica. Se trata de una especie de manual práctico de la revolución, que sin duda alcanzará tanto éxito entre los agitadores marxista-leninistas de América como el libro de la misma autora sobre el materialismo dialéctico, que sirvió para el adoctrinamiento de los líderes y militantes marxistas (y cristiano-marxistas especialmente) en el Nuevo Mundo. Marta Harnecker, refugiada en Cuba después del fracaso de Salvador Allende, entona en su nuevo libro un cántico triunfalista a Fidel Castro, adelantado y paradigma del marxismo-leninismo para las Américas. Transcribe bien pronto un axioma de Lenin: «No ha tenido lugar en la historia ni una sola gran revolución sin guerra civil» (op. cit. p. 19). Acepta con alborozo el orwelliano programa de Lenin para la revolución triunfante: «Un organismo económico que funciona de modo tal que centenares de millones de seres se rijan por un solo plan» (ibíd. p. 25). Por supuesto que en la lucha revolucionaria valen todos los medios, lícitos e ilícitos, legales e ilegales (pág. 29). Y que la estrategia revolucionaria de Lenin es muy apta para aplicarse a la situación de América a partir de los años cincuenta del siglo XX (página 79). Entrevera Harnecker la exposición del pensamiento y la práctica leninista —con esa hiperpedante suficiencia de elevar a dogma teórico lo que no fue más que éxito coyuntural, o incluso casual, del proceso revolucionario— y con un insufrible dogmatismo va describiendo los casos de Cuba, El Salvador y Nicaragua, donde por cierto apenas nombra como de pasada la cooperación de los católicos y de los liberacionistas a la victoria de la revolución marxista-leninista, lo que anticipa cuál será el comportamiento de los marxistas para con los católicos en cuanto dejen de ser útiles para el objetivo revolucionario (cfr. p. 271).

Mariátegui, el precursor peruano

La figura de José Carlos Mariátegui, el marxista-leninista peruano que puede considerarse como el introductor autóctono más importante del marxismo en América (1895-1930), ha experimentado en la década de los setenta un auténtico revival que se evidencia, por ejemplo, en el libro colectivo, introducido y compilado por José Aricó, Mariátegui y los orígenes del marxismo latinoamericano (México, «Siglo XXI editores», 1978). Para Aricó, el libro más importante de Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana —publicado en 1928— constituye «el más grande aporte del marxismo latinoamericano a la causa de la revolución mundial» (op. cit. p. IX), por lo menos, añadamos nosotros, hasta que se ha visto superado por la aparición del libro de Gustavo Gutiérrez Teología de la liberación, perspectivas, o del famoso capítulo VIII de Leonardo Boff en Iglesia, carisma y poder, lo que seguramente discutirán los marxistas ortodoxos, pero parece clarísimo desde una mentalidad liberal crítica. Mariátegui resulta muy sugestivo hoy como oferta intelectual para América por varias razones. Primero, su carácter de precursor. Segundo, su inequívoco marxismo-leninismo, que sólo desde el chauvinismo y la escolástica del marxismo ortodoxo puede ponerse en duda. Tercero, por la dimensión populista de su obra, que le aproximó al creador del APRA, Víctor Raúl Haya de la Torre, y no se olvide que es hoy el populismo aprista quien con Alan García gobierna en el Perú. Cuarto por sus innegables y estrechas vinculaciones con la teoría estratégico-cultural de Antonio Gramsci, a quien llegó Mariátegui por su formación en el idealismo italiano, que conoció a fondo, lo mismo que el marxismo-leninismo, al que se convirtió durante su estancia en Italia. Según Aricó, los Siete ensayos no son solamente la más importante, sino «a cincuenta años de su publicación, la única obra realmente significativa del marxismo latinoamericano» (op. cit. p. XIX). El indigenismo de Mariátegui le indispuso con la mentalidad criolla rígida de la intelectualidad peruana, pero le convierte en fuente de inspiración para los liberacionistas; buscó en las civilizaciones precolombinas las raíces de un socialismo autóctono muchas veces exagerado como interpretación histórica. Dada la orientación actual de los movimientos liberacionistas es de prever un influjo cada día mayor de Mariátegui en su delineación futura.

A. Gunder Frank y la dependencia

La teoría de la dependencia surgió al final de la década de los años sesenta cuando, tras el fracaso resonante de la Alianza para el Progreso kennediana, se levantaban ya las primeras ráfagas de la depresión económica universal que estalló hacia 1973. El economista argentino Raúl Prebisch fue seguramente el precursor de la teoría de la dependencia, que tuvo luego sus más famosos e influyentes expositores en un liberal moderado —Fernando Enrique Cardoso— y sobre todo en un marxista crítico, André Gunder Frank. Las teorías de Frank han sido frecuentemente tergiversadas; conviene que las examinemos de cerca en su obra Crisis (1979) publicada en España al año siguiente por «Bruguera», bajo el título La crisis mundial, de la que nos interesa especialmente el segundo tomo, El tercer mundo y dentro de él el capítulo séptimo, «La crisis económica y el Estado en el Tercer Mundo».

Frank —que sin embargo es un neomarxista crítico más que un marxista ortodoxo— asume de entrada la tesis de Engels y Lenin «como especialmente observable en el tercer mundo»: «el Estado burgués es en primer lugar y antes que nada un instrumento de la burguesía para crear y asegurar las condiciones que permiten la explotación de los trabajadores» (op. cit. p. 325). Frank concibe al Estado tercermundista como mediador entre el capital nacional y el internacional. Y «lo hace sustancialmente en favor del capital internacional y del sacrificio de la mano de obra local» (ibíd.). El Estado del Tercer Mundo es, para Frank, instrumento y a veces creación de la burguesía imperialista de la metrópoli (ibíd., p. 329). Con ello se hace dependiente financiera, tecnológica, institucional, ideológica, militar y en una palabra políticamente de las burguesías internacionales y sus Estados metropolitanos. El imperialismo dispone siempre de aliados —«quintas columnas»— entre las burguesías locales del Tercer Mundo. La ocupación de la estructura del Estado imperial por la burguesía independentista no está mal vista por Frank para el caso de Iberoamérica, aunque tal vez restringe la implacabilidad del nuevo dominio colonial angloamericano en sustitución de la administración española expulsada. Al hablar del caso asiático, Frank delinea insuficientemente la construcción de los nuevos Estados de desarrollo desde Japón a Singapur después de la Guerra Mundial, y no distingue por ejemplo entre el modelo y la trayectoria de Corea del Sur y los de Thailandia o Taiwán, quizá porque esa distinción invalidaría muy seriamente su generalización teórica en esa zona del mundo. Estudia con cierta fruición la formación de los nuevos Estados autoritarios en Iberoamérica, pero se detiene en el militarismo como último estertor del capitalismo y no acierta a predecir la posterior evolución democrática (inspirada seriamente en la transición española de 1973-78 y también en la tradición liberal iberoamericana) pese a que reproduce algún alto informe norteamericano en que sí se predice esa evolución para la década de los ochenta (Informe de Business International, pág. 341 de Frank). La teoría de la dependencia resulta por ello relativamente a priori, sobre todo cuando al principio de este libro Frank invoca a la acción revolucionaria de las masas (p. 14). Aunque no debe omitirse que, llevado por su sentido crítico, Frank apunta el fracaso de una subversión en el Tercer Mundo que se hiciera en función de los proyectos estratégicos del comunismo:

«El uso de esta terminología (la aplicación del término fascista a las dictaduras militares) también suele estar vinculado a una serie de discutibles promesas, afín sobre todo a los partidos comunistas y sus inmediatos aliados, que derribarían esos regímenes mediante una alianza pluriclasista “antifascista y democrática” para restaurar regímenes “democráticos” que deberían seguir políticas económicas de orientación nacional y popular» (ibíd., p. 337). No es mala ironía para describir lo sucedido en Cuba y Nicaragua.

En resolución, la teoría de la dependencia de André Gunder Frank contiene demasiadas insuficiencias, imprecisiones e incertidumbres como para servir de fundamento dogmático a la teología de la liberación. Pese a ello, se utilizará en ese sentido.

Paulo Freiré, el pedagogo católico de la revolución marxista

La figura de Paulo Freiré es absolutamente excepcional en el panorama de ofertas marxistas al cristianismo; porque la oferta se hace, en este caso, desde dentro del catolicismo. Paulo Freiré, nacido en 1921 en Recife, Brasil, ejerció el magisterio en varios niveles, desde el elemental al universitario, y se formó ideológicamente, según nos cuenta él mismo, en los autores del progresismo católico francés, Bernanos, Maritain y Mounier (El mensaje de Paulo Freiré, Madrid, «Marsiega», 1980). Trabaja en instituciones sociales del Estado, en conexión con el sector más izquierdista de la Iglesia brasileña —colabora, en efecto, con dom Helder Cámara— y durante la última época del régimen populista crea el Movimiento de Educación Popular, que lanza varias campañas de alfabetización en el Nordeste brasileño, desde donde Helder Cámara pondrá de moda en todo el mundo una palabra-clave que Freiré tomó de otros sociólogos de Brasil: la concientización. Ya desde antes de terminar el Concilio, cuando se extendían por Brasil las primeras redes de comunidades de base, el Episcopado brasileño, guiado por su sector de izquierdas, patrocinó el «movimiento de educación de base» diseñado y organizado por Freiré, que conectó muy pronto por todas partes con el sistema de comunidades de base, y se difundió extraordinariamente por medio de la radio, que los equipos de Freiré manejaron con maestría y eficacia.

Al comprobar que el movimiento educativo de Freiré encubría un formidable proyecto de praxis y de propaganda marxista, el régimen militar de 1964 le detuvo, encarceló y luego expulsó de Brasil. Aureolado como un mártir de la cultura, y arropado por la estrategia marxista, Freiré difundió sus doctrinas y sus técnicas en otros países, como en Chile durante el gobierno de la débil Democracia Cristiana. Ostentó la presidencia del INODEP (Instituto Ecuménico al Servicio del Desarrollo de los Pueblos), central de propaganda marxista-liberacionista que realizó un asalto en regla a varias instituciones conservadoras de enseñanza en la España de esa época, como demostraremos y documentaremos en la última parte de este libro. Paulo Freiré es, por tanto, una esencial fuente autóctona del liberacionismo iberoamericano; su entronque marxista se hace a través de los escritos y el ejemplo de Emmanuel Mounier, y su marxismo —apenas encubierto— contrasta con la total ausencia de Dios en sus libros «pedagógicos», pese a su proclamación de católico.

Es muy significativo que la presentación bibliográfica de Freiré corra a cargo del teólogo marxista radical de la liberación Hugo Asmann en un apéndice a la difundida obra de Freiré Pedagogía del oprimido (primera edición española 1970; edición brasileña 1967). Citamos por la 31 edición de 1984. «El método de Paulo Freiré —dice— es fundamentalmente un método de cultura popular: concientiza y politiza» (p. 25). Marx y los autores marxistas de varias corrientes forman la trama de autoridad de los principales libros de Freiré, por ejemplo la cita capital de La Sagrada Familia en Pedagogía, p. 49; donde se exalta, a continuación, la praxis marxista en sentido marxista: «Praxis, que es reflexión y acción de los hombres sobre el mundo para transformarlo». Una recomendación estratégica de Lukács se inserta en la p. 51; la teoría marxista sobre la utilización de la burocracia estatal contra el pueblo se expone a continuación (p. 57); la autoridad y los textos de los neomarxistas de la Escuela de Frankfurt, Fromm y Marcuse, se aduce para diseñar la explicación del control social opresor (p. 60); la admiración servil y acrítica sobre los ejemplos del Che Guevara y Fidel Castro menudea desde la p. 106; y para un pedagogo que se proclama católico resulta extraña esta afirmación de fe marxista: «No hay realidad histórica —otra obviedad— que no sea humana» (p. 169). En la p. 176 se incluye un doble cuadro para explicar la contraposición teórica de la acción opresora y la acción revolucionaria. En la p. 208 es el marxista Althusser quien toma el relevo de Marx como autoridad para Freiré. Que remata su libro con elogios acríticos a Camilo Torres y a Fidel Castro. ¿Dónde está aquí la pedagogía? Para Freiré, la pedagogía no es más que un adoctrinamiento revolucionario; una inserción típicamente gramsciana de la cultura en la praxis política a través de la lucha de clases. Eso es lo que enseña Freiré; la lucha de clases, la revolución, so pretexto cultural.

En El mensaje de Paulo Freiré (1980) que lleva por subtítulo Teoría y práctica de la liberación, se trataba de difundir una vez más la técnica revolucionaria en la educación española e iberoamericana. Allí se define la concientización como «la conciencia de la praxis», es decir de la práctica revolucionaria en la educación. Esta liberación es el tema fundamental de nuestra época y se refiere a la lucha contra «las estructuras de opresión» (pp. 400-41) y mediante el pensamiento dialéctico que contribuye a la creación del hombre nuevo marxista.

Toda la panoplia que luego exhibirá el liberacionismo está en los escritos de* Freiré. La opresión estructural; la teoría de la dependencia; la pedagogía de clase dominada frente a clase dominante. El tipo ideal de Freiré es el «educador humanista revolucionario» (p. 110). La tesis central de la esperanza marxista según Bloch se aduce por Freiré en sus propios términos (ibíd. p. 114). La dependencia de Freiré respecto de Gramsci, que resulta objetivamente obvia, se reconoce a confesión de parte en la página 127 de este libro. Seguramente ya no quedarán en el lector las más mínimas dudas sobre el marxismo constituyente en la teoría y en la técnica «pedagógica» de Freiré, el propagandista de la revolución protegido y asumido por el sector revolucionario de la Iglesia en Brasil.

El análisis socialista del marxismo

Los socialistas españoles, portugueses e iberoamericanos —apristas de Perú, adecos de Venezuela, socialdemócratas de diversos pelajes— están integrados en la Internacional Socialista, continuación de la fundada por Engels poco después de la muerte de Marx y provienen por lo tanto de una fuente marxista primordial y ortodoxa. Tras la creación de la Tercera Internacional por los bolcheviques en 1919, la Segunda Internacional, sin renegar jamás de su fuente marxista, ha ido templándose en el revisionismo y ha logrado convivir con el sistema democrático occidental mediante una serie de renuncias de los socialismos nacionales al marxismo, iniciada por la famosísima del Partido Socialdemócrata alemán en Bad Godesberg en 1959 bajo la inspiración de los liberales norteamericanos, en la posguerra. El PSOE efectuó esa renuncia en uno de sus Congresos de 1979, por medio de Felipe González, quien declaró que al renunciar a la dogmática marxista no por ello renunciaba al análisis marxista de la sociedad; lo cual es una tremenda hipocresía, ya que como hemos demostrado en nuestro primer libro, el análisis marxista es virtualmente el marxismo, sin más atenuantes.

Debemos ahora examinar las tendencias actuales en el análisis socialista del marxismo, sobre todo en España, dada la influencia del socialismo español en Iberoamérica, y el interés manifiesto de la Segunda Internacional en las crisis de Iberoamérica.

El marxismo amable de Alfonso S. Palomares

Alfonso Sobrado Palomares es un notable periodista todavía joven, que se opuso moderadamente al franquismo y ahora ostenta la importante presidencia de la agencia informativa «EFE». Hombre conciliador de amplia cultura y buen conocimiento de la escena nacional e internacional, publicó en 1979, a raíz de la crisis socialista que provocó primero la renuncia de Felipe González y luego su consolidación definitiva al frente del PSOE, un libro muy interesante, El socialismo y la polémica marxista (ed. «Bruguera-Zeta», 1969) que desde nuestra perspectiva actual me parece una de las obras más orientadoras para el conocimiento profundo de la transición en España.

Palomares analiza de cerca esa polémica marxista pero trata de superarla al marcar otros objetivos al PSOE como alternativa —entonces— de poder. Reproduce al frente del libro la posición de Felipe González ante el XXVIII Congreso del PSOE en mayo de 1979: «Jamás podría el partido socialista renunciar a las ideas de Marx o abandonar sus valiosas aportaciones metodológicas o teóricas. Tampoco puede el socialismo asumir a Marx como un valor absoluto que marca la divisoria entre lo verdadero y lo falso, lo justo y lo injusto». Así trataba de sacudirse Felipe González la acusación de marxismo absoluto con que Adolfo Suárez acababa de derrotarle por televisión en los últimos momentos de la campaña para las elecciones generales del anterior marzo. Palomares subraya: «En el bagaje ideológico del PSOE debe haber un importante componente marxista que le dé rigor y vigor, pero no excluyeme y definitorio. A ese componente marxista deben añadirse otros, como el humanismo cristiano» (op. cit., p. 13). Esta argumentación de González-Palomares es deliciosamente inconsecuente; si el análisis marxista es el marxismo, y el marxismo es una cosmovisión materialista-histórica, no puede más que tomarse o dejarse; so pena de incurrir en un eclecticismo arbitrario, que puede rebrotar como marxismo radical en sectores vitales so capa de reformismo, como de hecho ha sucedido en el gobierno del PSOE en terrenos tan decisivos como la justicia politizada o la educación sectaria de los ministros Ledesma y Maravall.

En el resto del libro Palomares se esfuerza, de forma serena y convincente (aunque sin cimientos teóricos a partir de ese fallo inicial), en presentarnos un marxismo amable, complaciente, conciliador, como clave de un socialismo pragmático y moderno. El esquema básico de Marx se hunde ante la aparición de una nueva clase a caballo entre las dos clases típicas y enfrentadas de Marx (p. 75). Más aún, «el proletariado ha muerto a manos de las nuevas clases» (p. 75). Han fracasado las predicciones esenciales de Marx. Se ha superado en la praxis del diálogo cristiano-marxista la tesis atea del joven Marx, a la que Palomares no concede importancia teórica alguna como clave sistemática del marxismo (p. 90). Llama elogiosamente a los cristianos en diálogo marxista «los maquis del espíritu». Cree —muy erróneamente— que el teólogo protestante Karl Barth fue un teórico del antropocentrismo cristiano, cuando sabe el lector es un abanderado del teocentrismo (p. 93). «Los cristianos progresistas —concluye— tienen que formar parte de la elaboración, tanto del proyecto ideológico del PSOE como del programático» (p. 94).

Critica duramente a la perversión soviética del marxismo, al instrumentalizarlo en sentido totalitario. Cree en cambio que la práctica totalitaria no pertenece a la esencia del marxismo, lo que el propio PSOE contradice en su praxis-PRI (p. 136). Pese a haber descartado los elementos básicos del análisis marxista, dice que el legado fundamental y válido de Marx es precisamente ese análisis, lo cual es contradictorio (página 140). Propone como modelo para la aplicación actual un «marxismo analógico» que define sólo con palabras, como una inspiración remota y no dogmática —es decir no marxista— de Marx. Propone al PSOE como partido-síntesis; prescinde de la autogestión y recela, por motivos pragmáticos, de la colaboración con los comunistas. El libro de Palomares es el que el Departamento USA de Estado hubiera deseado que escribiese un socialista español; responde al modelo USA para el socialismo español. No es de extrañar la brillante carrera político-informativa posterior del joven e inteligente teórico, que marcó al PSOE en 1979 el camino que ha seguido.

El análisis teórico de Ignacio Sotelo

Ignacio Sotelo, profesor en la Universidad Libre de Berlín y uno de los enlaces más importantes entre el socialismo alemán y el español, da la impresión de que no se encuentra a gusto en el PSOE-PRI de la actualidad, como por lo demás les sucede a todos los intelectuales auténticos en todos los partidos a los que han tenido la debilidad de acercarse. En 1980, después del fracaso electoral socialista en marzo del año anterior, y sin tener en cuenta el importantísimo giro interior del PSOE en el Congreso del otoño siguiente que devolvió a Felipe González el poder, Ignacio Sotelo publicó El socialismo democrático (ed. «Taurus») cuya relectura en este momento, siete años después, resulta muy aleccionadora.

Para Sotelo, a fines de los años cincuenta, casi no había perspectivas para el socialismo en Europa. A fines de los setenta sí que las hay; gracias a una revitalización del marxismo en el mundo académico e intelectual, aunque haya perdido terreno entre los movimientos obreros. Hace historia de los revisionismos para concluir que todo marxismo legítimo es revisionismo; tan revisionismo era el socialismo democrático de Bernstein como el totalitario de Lenin. El marxismo de Marx está en plena crisis —y no digamos el de Lenin— por el hundimiento de sus supuestos fundamentales, sobre todo por su fracaso en predecir la caída inminente del capitalismo, que se ha fortalecido y ha demostrado no albergar en su seno los factores de una decadencia irremediable. Ante el marxismo primordial descartado y la social-democracia que en el fondo ha renunciado ya a transformar la sociedad capitalista, Ignacio Sotelo propone lo que podríamos llamar, con sus propios términos, un «socialismo socialista» que califica en algunos momentos de marxista en el que se acepta de lleno la vía democrática, pero no se renuncia jamás al objetivo final de superar la sociedad liberal-capitalista mediante el dominio de los medios de producción y la eliminación del sistema de libre mercado y empresa. Sin embargo esta estrategia no debe hacerse revolucionariamente, de golpe, sino gradual y sectorialmente. Todo hace pensar que ésta es, efectivamente, la estrategia que sigue hoy el PSOE en el poder. Lo dice Sotelo claramente: «El socialismo se concibe como la aspiración a un orden socio-económico cualitativamente distinto del que hoy existe, que llamamos capitalista» (op. cit. p. 48). El nervio de esa estrategia para el socialismo y especialmente para el PSOE es netamente gramsciano: «la democratización de la sociedad y del Estado» que en el contexto de Sotelo equivale a sustituir la dominación capitalista por la nueva dominación socialista con el consentimiento, eso sí, del pueblo. Pero no detalla si ese consentimiento del pueblo se logra con la manipulación flagrante de los medios de comunicación y de la cultura; con la politización sectaria de la educación y la justicia y con la penetración totalitaria en la sociedad, estilo PRI, mientras se mantiene la ficción democrática en la superficie.

Al final del libro traza Sotelo unas consideraciones muy atinadas sobre la evolución de España durante la transición. Reconoce el fracaso de la izquierda al plantear la ruptura frente a la reforma. Atribuye el fracaso del PSOE en las elecciones de 1979 a las exageraciones verbales (como en el XXVII Congreso) de sus tendencias marxistas, y al amiguismo del equipo González, que ha marginado a políticos e intelectuales valiosos. Se equivoca de medio a medio en su predicción de que la UCD se consolidará para muchos años, y que el PSOE puede seguir a remolque de la nueva derecha durante una generación. No supo prever ni el hundimiento de la UCD ni la ocupación del espacio moderado por el PSOE de los amigos. No debe extrañar, ante ello, que Sotelo se encuentre hoy bastante fuera de juego en el ámbito socialista español.

La polémica marxista en el seno del PSOE

Como hemos mostrado en un libro que provocó, naturalmente, la indignación de los socialistas españoles, precisamente porque les mostraba al desnudo su verdadera historia más que secular (Historia del socialismo en España 1879-1983, Barcelona, «Planeta», 1983, reeditado en 1986 por «Ediciones SARPE»), el partido fundado por Pablo Iglesias y pronto incorporado a la Segunda Internacional marxista era un partido marxista revolucionario, cuyo primer programa fue revisado personalmente por Carlos Marx, y se mantiene hasta hoy consistentemente como programa máximo y por tanto como objetivo vigente, pese a matizaciones, renuncias y atenuaciones oportunistas. El XVII Congreso del PSOE, celebrado en diciembre de 1976, ratificó de lleno este carácter marxista del partido, y provocó con ello la repulsa de un sector importante del electorado que condujo al PSOE a su estancamiento en las elecciones de 1979. Con este motivo se planteó en el seno del PSOE una intensa polémica, entre quienes deseaban mantener a toda costa la ortodoxia marxista del partido, como Francisco Bustelo, y quienes preferían encubrirla con criterio oportunista, como Felipe González, aconsejado por sus mentores germánicos y sus protectores norteamericanos más a distancia. Por eso el siguiente Congreso del PSOE antes de terminar 1979, donde Felipe González recuperó el liderazgo, fue el Bad Godesberg español.

La polémica marxista del PSOE puede seguirse con claridad a través de la revista teórica del partido, Sistema, cuya publicación se inició en España antes de la muerte de Franco, como prueba de la tolerancia del régimen anterior en su fase agónica. Justo antes del XVIII Congreso aparece el número doble 29-30 (mayo de 1979) dedicado monográficamente al problema Marxismo y socialismo. Pero ya antes otros números de Sistema habían comenzado a delinear la polémica, y a reconducirla hacia la atenuación oportunista que acabó por triunfar en el verano y el otoño de 1979.

En el número 15 de Sistema, octubre de 1976, la revista se dedica genéricamente a Problemas actuales del socialismo español. Ignacio Sotelo, Fernando Claudín, Felipe González, Alfonso Guerra y Gregorio Peces-Barba muestran su preocupación por conseguir la unidad de los socialistas ante la transición española, sin excesivas elucubraciones ni honduras teóricas. Mucho más interesante es el número 20 de Sistema (septiembre de 1977), donde Ramón García Cotarelo expone la teoría marxista del Estado, el comunista Javier Pérez-Royo trata de profundizar en la relación entre economía y derecho en sentido marxista, y dos jesuitas (que ya no lo son) acuden en ayuda de la desmedrada teoría del PSOE (entonces en una nueva fase de aproximación marxista). J. A. Gimbernat trata de presentar una versión edulcorada del filósofo marxista Bloch y Antonio Marzal habla de la empresa en España.

La polémica marxista estalla por fin en las mismas vísperas del Congreso de 1979, en el citado número 29-30, bajo el título genérico Marxismo y socialismo. José Antonio Maravall, el futuro ministro que ya preparaba el despliegue marxista de su LODE habla sobre la sociología marxista de las «condiciones objetivas». El jesuita J. A. Gimbernat vuelve en auxilio teórico del PSOE en un intento de fundamentar en el ateísmo de Marx la posibilidad de un diálogo entre cristianos y marxistas, pero sus circunloquios no logran romper la férrea posición personal, histórica y teórica de Marx ante la religión. El sociólogo marxista José Félix Tezanos expone la teoría marxista de las clases en su aplicación a la España actual. Y el teórico Elías Díaz, cuya autosuficiencia reviste las formas de una pedantería trascendental, evoluciona entre lo que llama «las señas de identidad del PSOE» para acentuar el carácter marxista del socialismo histórico español (en el que también reconoce elementos no marxistas, aunque menos dominantes) y no sabe a qué carta quedarse entre la aceptación del marxismo radical propuesto en el Congreso de 1976, cuyas exageraciones reconoce, y el pragmatismo que el PSOE «renovado», como se le llamaba todavía entonces, necesita desesperadamente para configurarse, tras el fracaso en las elecciones de marzo, como alternativa de poder.

El triunfo electoral de octubre de 1982 difuminó dentro del PSOE las disputas teóricas. Antiguos y nuevos socialistas entraron a saco en las delicias del poder. La indiscutida dirección sevillana de González y Guerra se permitió el lujo de mantener una doble plataforma crítica de boquilla, en el plano teórico con el tremendista Pablo Castellano (premiado sin embargo con suculentos cargos públicos) y en el sindical con Nicolás Redondo, protesten invariable durante el año, pero dócilmente amaestrado al sobrevenir los períodos electorales. No sabemos el tiempo que el pueblo español, y el no menos dócil electorado socialista, aguantará esta continuada farsa. Pero para mantener vivo el interés teórico del partido, la fundación Sistema organizó con gran aparato en Jávea, en setiembre de 1985, unas conversaciones con nutrida participación que en buena parte debió de ser muda; porque sólo un puñado de tardíos veraneantes teóricos aparece en el libro El futuro del socialismo en que se reúnen los desmedrados frutos de la reunión, publicados en 1986 por la «Editorial Sistema».

Alfonso Guerra fue la estrella del encuentro. Y encabeza la obra con un farragoso engendro titulado Los horizontes políticos del socialismo en que no aparece ni una idea, ni una intuición, ni un rasgo original. Únicamente cuando afirma que «formamos parte del país menos solemne del mundo» (op., cit., p. 20), aunque no explica que sin duda es gracias a él. Eso sí: Guerra se confiesa expresamente marxista en la página 22, y pone en duda «el sistema representativo sobre el que se asientan las democracias actuales» en la página 28. Después, sin excesivo sentido del humor, se ríe un poco de la solidez de la familia y de la paternidad en la página 30. Y luego se arma un pequeño lío con la cronología de unas percepciones pictóricas, que intenta convertir en experiencia trascendental.

El resto de las intervenciones carecen de interés. No hay una sola aportación importante ni sugestiva. Sumergido a boca llena en el disfrute del poder, el socialismo ha renunciado ya a todo horizonte teórico como no sea mantenerse distante. Tezanos y Díaz se prestan a editar y tolerar esta sarta de inanidades. Donde ni siquiera tienen los socialistas españoles la delicadeza de estudiar al PRI mejicano, su indiscutible modelo. En 1986 los socialistas reincidieron en sus divagaciones de Jávea. Su centón Jávea-II («Editorial Sistema», 1987) no es más que la teorización barata del oportunismo. Las habituales pedanterías de Alfonso Guerra resultan, en la introducción, más vacuas que nunca: su análisis de tendencias mundiales es de una comicidad irresistible.

Del marxismo teórico al marxismo aplicado: el caso de España

La oferta marxista se refiere a la presentación del marxismo por los propios teóricos marxistas, de forma que puede servir para el adoctrinamiento del propio marxista y para su extensión, mediante el diálogo, a otros campos, preferentemente el cristiano. Tanto en España como en América —que son el ámbito preferente, aunque no exclusivo, de nuestra investigación informativa— la oferta marxista, que hasta hace una generación era insignificante como impulso autóctono, se ha incrementado notablemente como acabamos de ver en las secciones anteriores. Pero debemos examinar ahora cómo la teoría marxista empieza ya a aplicarse insistentemente en diversos ámbitos del saber y de la historia y las ciencias sociales. Por supuesto que el campo de aplicación del marxismo que más nos interesa es el religioso, y más en concreto la teología de la liberación, sobre la que volveremos en el capítulo siguiente de forma expresa. Ahora, dada la influencia que el pensamiento y los trasplantes intelectuales de España alcanzan en Iberoamérica, vamos a citar algunos ejemplos de reciente aplicación marxista en esos terrenos. Un despliegue de marxismo aplicado que resulta ya muy inquietante, y que vamos a exponer sumariamente para no hacer interminable este capítulo.

El marxismo en la historiografía

En el campo de la Historia un prebendado socialista, Santos Julia Díaz, mediocre profesor universitario y asesor del ministro Maravall, publicó en 1983 una pretenciosa Introducción a la Historia en la editorial de los jesuitas en Bilbao, que antes se llamaba «Mensajero del Corazón de Jesús» y ahora se ha quedado en «Mensajero» sin más. Parece que Santos Julia fue jesuita en tiempos, con lo que todo se queda en casa. La Introducción a la Historia es una tenaz aplicación del más barato de los marxismos al desarrollo de la historia universal, con donosos errores y desenfoques que ya fustigué en mi Quinta columna del diario YA antes de que a sus propietarios (que eran los obispos de España) les entrase la manía progresista que pretendía poner al día el periódico y acabó por hundirlo en unos meses. Allí puede ver el lector muy curiosas aplicaciones del marxismo, como la llegada de los musulmanes a España en 711 «para ayudar al rey visigodo Witiza» (p. 110), que como es sabido murió en febrero de 710; dice Juliá que llegaron 35 000 cuando fueron inicialmente siete mil seguidos después por diez mil; y califica a Rodrigo de usurpador, cuando fue elegido legalmente por la asamblea de nobles y obispos. Aprendemos en la página 122 que la retención de los Santos Lugares en manos cristianas durante las Cruzadas «fue sólo momentánea»; un momento de ochenta y ocho años, entre 1099 y 1187. La preferencia del autor por el calvinismo (una de las fuentes del capitalismo) frente al cristianismo, que según Juliá se caracterizaba «por su desprecio al trabajo» (p. 139), sin decir una palabra de la prohibición, tan escasamente capitalista, de la usura por la Iglesia católica, resulta sorprendente. Como la tesis de que los Reyes Católicos no se denominaron jamás reyes de España (p. 154), que se estrella contra cualquier colección seria de documentos, como la de Fernando Díaz Plaja; y no son más que unos datos espigados en la selva de errores de esta síntesis, de la que Engels, uno de los modelos de Julia, tendría algo que decir si recordamos sus invectivas contra los historiadores perezosos que tratan de suplir con aplicaciones dialécticas su ignorancia de la Historia.

Bastante más serio es otro historiador marxista, antiguo comunista, Fernando Claudín, que aplica su concepción marxista a la propia historia del marxismo; por ejemplo en Marx, Engels y la revolución de 1848 («Siglo XXI» editores, Madrid, 1975), y sobre todo en su difundida obra La crisis del movimiento comunista («Ruedo Ibérico», París, 1970), de la que, como en el libro anterior, cabe discutir enfoques y métodos, pero no negar competencia e interés. Desgraciadamente no se puede decir lo mismo de otro ensayista marxista de la Historia, el diplomático Gonzalo Puente Ojea, embajador del PSOE en el Vaticano que cuando se escriben estas líneas lleva ya varios meses discutiendo en la prensa, ante la estupefacción de los españoles, el suceso más trascendental de la historia: su merecidísima destitución gracias a una maniobra elemental del Vaticano después de su aproximación sentimental a una viuda vasca. El señor Puente difundió en 1974 una curiosísima aplicación marxista a la primitiva historia del cristianismo: Ideología e historia: formación del cristianismo como fenómeno ideológico que le publicó, naturalmente, la repetida Editorial «Siglo XXI» y que parte de un enfoque hundido a priori; porque aunque el señor Puente Ojea no lo quiera creer, resulta que el cristianismo no fue ni principal ni únicamente un fenómeno ideológico sino el acontecimiento religioso y humano más importante en la historia de la Humanidad. Puente Ojea asume acríticamente toda la tradición racionalista en torno al hecho cristiano a partir de Strauss, y califica a Jesús de Nazaret como «un personaje más, si bien de genio religioso y relevancia excepcionales, en la serie de pretendientes mesiánicos en el marco de la ideología revolucionaria del nacionalismo judío de base teocrática de la época» (op. cit., p. 93). Sintaxis enchorizada aparte, uno se pregunta qué hizo el señor Puente Ojea como embajador de España, la nación más cristiana de la Historia, en la sede del vicario de ese pretendiente mesiánico veinte siglos después de la muerte de Jesús. Porque además el embajador afirma que la Iglesia desapareció en el año setenta (p. 213) por lo que parece haber llegado a Roma con diecinueve siglos de retraso.

En la Historia universal siglo XXI, que paradójicamente adoptan como texto varias instituciones universitarias católicas, e incluso en la Historia de España dirigida antaño por don Ramón Menéndez Pidal y editada por «Espasa-Calpe», editorial presidida por un ilustre jurista y político católico, e incluso demócrata-cristiano, corren libremente las tesis marxistas sin que los padres de los alumnos a quienes tales obras se recomiendan se enteren. El historiador del arte Valeriano Bozal es un acreditado marxista que naturalmente no prescinde de su cosmovisión marxista en su Historia del arte en España («Ediciones Istmo», 1973). Para no citar más que a la Universidad Complutense de Madrid, en la que la inmensa mayoría de alumnos repudia al marxismo, como ha demostrado en la elección seguida de dos personalidades académicas tan relevantes y fiables como los doctores Amador Schüller y Gustavo Villapalos, conviene advertir que los profesores marxistas dejan sentir su presencia en casi todas las Facultades, como Ciencias de la Información y las diversas ramas de Filosofía y Letras, sin que nadie se haya atrevido hasta ahora a manifestarlo ni a prevenir a los padres sobre la orientación de varios profesores de sus hijos.

Pese a todo el marxismo aplicado a las diversas ramas del saber en España no ha dado todavía muestras demasiado abundantes de categoría científica, aun bajo el enfoque marxista. Tal vez con algunas excepciones, entre las que queremos destacar solamente, aparte de Fernando Claudín y algunos de los conocidos libros del profesor comunista Ramón Tamames (que es un simpático y dialogante marxista superburgués), el ensayo de una filosofía materialista de la religión publicado en 1985 por «Ediciones Pentalfa», y del que es autor el catedrático de aquella Universidad doctor Gustavo Bueno; cuyo título es El animal divino, lo cual para los creyentes resulta desagradable y gratuito. Bien, realmente no se trata de una excepción sino de un aquelarre; vamos a comprobarlo para terminar por bulerías esta monótona sección.

«El animal divino» de Gustavo Bueno

El veterano profesor marxista Gustavo Bueno, que debe de ser asombro de sus alumnos en la Universidad de Oviedo, publicó en 1985, como digo, un detonante libro de aplicación marxista grosera a la religión, titulado respetuosamente El animal divino, y que lleva por subtítulo Ensayo de una filosofía materialista de la religión. No conozco, hasta hoy, que desde las publicaciones de teología católica se haya replicado con amplitud y profundidad a semejante engendro, que provocó en algún sector de la prensa progresista verdaderas explosiones de júbilo hortera, ante el alarde de ateísmo envuelto en ropaje científico que nos ofrece el filósofo. Así un señor Francesc Arroyo diserta ampliamente en El País (20 de marzo de 1986) sin demasiado sentido de la noticia (el libro lleva fecha del año anterior) sobre Bueno y su ejemplar obra, y titula uno de sus artículos con originalidad igualmente respetuosa: «Dios también viene del mono», toda una delicia. Explica Arroyo que a los creyentes la figura del profesor Bueno les causa pánico; e inserta unos resúmenes y comentarios que demuestran sobradamente su ignorancia del libro.

Gustavo Bueno es un filósofo marxista, y por tanto rigurosamente ateo, que monta a propósito de la filosofía de la religión, y de la ideología de la religión, y de la ciencia de la religión, y de la gnoseología de la religión, y de la crítica de la religión, y de la historia de la religión, y sobre la religión, un batiburrillo descomunal en el que, aunque a mis lectores les parezca mentira, no se dice una palabra sobre la religión; sino que se acumulan citas (muchas veces de memoria, y a veces de mala memoria), comentarios, chascarrillos, blasfemias, memeces y circunloquios irresponsables acerca de las ideas casi siempre marginales que los autores secularizantes de la Ilustración para acá han ido vertiendo sobre el fenómeno religioso. La primera sensación que experimenta un lector normal ante este amasijo de incongruencias es de una pena enorme. Este personaje, que ni cree en Dios, ni reconoce en el alma del hombre y en la historia del mundo material y espiritual la más mínima huella de Dios, ni se fija en la colosal hondura de la fe, y el amor, y el sacrificio de millones de creyentes a lo largo de los siglos (sólo parece aceptar la música de Bach) nos hace creer que habla de Dios desde dentro, pero en el fondo va confundiendo sistemáticamente a Dios con las aberraciones de los hombres sobre Dios; con los intentos desesperados de los hombres para ver en la realidad al Dios que llevan impreso en el alma. Yo no creo que éste sea un libro diabólico sino que más bien ofrece en sus páginas la prueba que faltaba a la teología católica para asegurar la existencia del limbo.

En cuanto a su metodología, Bueno no parece ser de verdad un filósofo marxista sino más bien un anarquista del marxismo; una especie de Bakunin en sus cortas fases de acercamiento a Marx. Generalmente distingue entre la verdadera religión (que coincide con el concepto que el señor Bueno tiene de la religión) y la religión verdadera que, como se demuestra exhaustivamente en el libro, es siempre falsa. Con tan refulgente paradoja, que Bueno cree tomar de Unamuno, cuando realmente es de Zenón de Elea, arranca el amasijo, con varias citas a la ciencia moderna tan donosas como la de la página 13 en que la teoría einsteiniana de la relatividad se califica como científico-positiva y categorial, nada menos, cuando es lo más anticategorial que se conoce. La perspectiva mejora cuando Bueno, experto en patrística (de la que reclamaba un Dios con barbas) afirma que «ni siquiera es legítimo aplicar la teoría de la trifuncionalidad indoeuropea a la Trinidad cristiana» (p. 19) con lo que los profesores de Trinictate se sentirán tranquilos. Llama Bueno «mecanismo homeostático» a una teoría de la religión que realmente es heterostática; la del opio del pueblo; se le ha pasado la etimología de omoios (p. 21). Cree que según la tradición cristiana «un hombre es consustancial con el Padre» (p. 38) cuando se trata realmente de una persona divina en cuanto tal, no en cuanto hombre. Concede importancia dogmática a las tesis antropológicas de Marvin Harris, que no suelen ser más que audacias con insuficiente base protohistórica, y culto sistemático a las modas del dilettantismo (cfr., p. 64). Esmalta su formidable sarta de enchorizados con dibujitos monísimos sobre monstruos prehistóricos, cuya relación con el fenómeno religioso depende de ideas propias de un comic, no de una filosofía. Y lo peor es que a veces se confunde de lleno; como cuando atribuye a la cultura azteca un jaguar mitológico ¡de Teotihuacán! en la página 89. Obseso con ejemplificar sus teorías mediante númenes de la Física, se atreve a escribir que la relación puramente formal y dimensional F = m . a remite internamente a los conceptos de masa y aceleración (p. 117) cuando lo que hace es relacionar externamente simples magnitudes dimensionales. Y compara la ecuación con otra sobre el amor, como producto de alegría y presencia, lo cual no pasa de discutible licencia poética, imposible de comparación filosófica. Cree que las tesis de Metz (quiere decir Moltmann) y Bloch equivalen a una «filantropía escatológica o esperanzada» (p. 124) lo que demuestra su ignorancia abismal sobre lo que realmente quieren decir el teólogo protestante y el filósofo marxista de la esperanza, como ya sabe el lector. Incide en blasfemia (no ya religiosa, sino histórica) cuando califica a Cristo como un numen híbrido según el Concilio de Éfeso (p. 145). Su catalogación de los númenes es simplemente demencial (p. 147). Toma en serio la preocupación extraterrestre desde bases de best-seller hortera, como los libros de Von Dániken (p. 156) a cuya exégesis dedica más interés que a los Evangelios; y excepcionalmente comunica una intuición acertadísima, aunque sea en disyuntiva, sobre la teología de la liberación (que cubre, según su costumbre, con una congerie de nombres a voleo) de la que sospecha que es simplemente «la ideología retórica de ciertos movimientos cristomarxistas» (p. 163). Incluye por cierto un título de Gustavo Gutiérrez que no corresponde a libro alguno de Gustavo Gutiérrez. Esboza, ante la estupefacción admirativa de El País, cuyo colaborador Arroyo cree sin duda encontrarse ante un numen, su fabulosa dialéctica de la religión; la fase primaria, o tesis, centrada en la consideración de los animales como númenes, que es la verdadera religión; fase secundaria, cuando los númenes animales se entremezclan con la figura humana, más o menos desde el año 12 000 antes de Cristo; y las religiones terciarias, que arrancan hacia el año 600 antes de Cristo y alcanzan su plenitud a mogollón con el cristianismo y el islamismo (p. 225). El cuidadoso exegeta de El País ya se cuida de explicarnos que se trata de la tesis, la antítesis y la síntesis. Bueno, insatisfecho con la tríada, propone precederla de un período protoreligioso o de la religión natural, y seguirla por una religión natural futura, que cerraría el ciclo de una dialéctica no ya triple sino por quintetos, sin pedir perdón a Hegel. Y a esto le llama «contexto dialéctico global» (p. 227). Naturalmente las religiones llevan larvado en su seno el ateísmo.

Luego vienen más monos, y más extraterrestres, y aparece Superman. Espero que con este leve comentario he podido demostrar la hondura y la convicción con que la filosofía marxista de la religión ha alcanzado, para iluminar al mundo y a la historia, su cumbre en España. Aunque me queda, casi temblando, un misterio personal: dónde y cómo perdería el profesor Gustavo Bueno una fe verdadera que debió de ser muy profunda.

Como estrambote para esta sección recordemos que, al principio de la transición española, cobraron cierta notoriedad morbosa los escritos de un psiquiatra marxista y comunista, el doctor Carlos Castilla del Pino, empeñado en demostrarnos que la causa de las neurosis no era personal sino debida a la estructura capitalista de la sociedad libre. Por lo visto en la sociedad comunista no existen depresiones ni neurosis; y los suicidios de destacados pensadores marxistas, como Louis Althusser, se deben también a la presión social de los ambientes liberales. No analizamos con detalle estas peregrinas teorías porque hace ya tiempo que se ha apagado la estrella del doctor Castilla del Pino, a quien ya sólo hacen caso los teólogos liberacionistas de la Asociación que usurpa el nombre de Juan XXIII. Psiquiatras mucho más serios y realmente científicos, como el doctor Juan Antonio Vallejo-Nájera en su último libro y ya famoso bestseller, Ante la depresión («Planeta», 1987), han arrumbado al doctor Castilla del Pino al baúl de las anécdotas de la transición española, cuando el Partido Comunista de España, antes de su explosión y dispersión, era en apariencia una fuerza cultural considerable en nuestro país.

Los liberacionistas interpretan al marxismo

Los movimientos cristianos de liberación, como ya sabemos, tratan de aplicar los principios fundamentales del marxismo no solamente al análisis de la realidad social sino sobre todo a la praxis revolucionaria, mediante lo que ha llamado insistentemente Fidel Castro alianza estratégica de cristianos y marxistas. La teología de la liberación en concreto es una simbiosis de teología progresista europea y de doctrina fundamental marxista, en relación con un proyecto social, político y estratégico para el Tercer Mundo, especialmente e inicialmente en Iberoamérica. Por eso el punto siguiente de nuestro recorrido por las fronteras del marxismo y el cristianismo ha de ser examinar la recepción marxista dentro del campo liberacionista; es decir, el concepto y el análisis que los liberacionistas hacen del marxismo. Para ello nos valdremos de las publicaciones que, casi siempre en editoriales religiosas de España, con amplísima difusión en Iberoamérica, han dedicado los católicos liberacionistas españoles a exponer sus ideas sobre el marxismo, muchas veces desde el corazón del propio marxismo a que les ha conducido su obsesión ingenua por el famoso diálogo.

La antología de Manuel Bermudo

Manuel Bermudo de la Rosa, que se confiesa cristiano, publicó una Antología sistemática de Marx en la editorial cristiana y sacerdotal «Sígueme», de Salamanca, en 1982. Cree que «un cristiano puede aceptar hoy, con discernimiento, muchas de las teorías sociológicas de Marx» (página 10). Los textos de Marx están bien seleccionados y cada capítulo va acompañado de una introducción objetiva, en la que se asume plenamente el contenido de los textos, sin que el autor apunte la menor crítica concreta, ni mucho menos global; la intención del autor es presentarnos a un Marx vigente hoy de forma plena, sin decirnos lo que las nuevas coordenadas de la ciencia en el siglo XX han hecho con los análisis marxistas de la sociedad y con su fundamento científico absoluto. Bermudo cae en su propia trampa cuando al estudiar la crítica marxiana a la religión reconoce el ateísmo constituyente de Marx y del marxismo, pero sugiere que si Marx viviera hoy aceptaría la religión cristiana liberadora de los cristiano-marxistas (p. 174). No conoce a Marx en este terreno. Si resucitara hoy Marx se moriría inmediatamente de vergüenza al comprobar cómo la ciencia contemporánea detrás de Einstein, Planck y Heisenberg ha arruinado definitivamente su socialismo científico. Y no le quedaría tiempo para analizar las extrañas teorías de unos clérigos que han sustituido su fe tradicional por la fe en un marxismo que ya era anacrónico veinte años después de la muerte de Marx.

Porque todo lo que no sea aceptar que el ateísmo es constitutivo del marxismo no es otra cosa que escolástica desviada y alienada, como resulta de los textos de Marx sobre la religión en todas sus épocas vitales; donde sus nuevas ideas se derivan de su primera y decisiva intuición de rechazo.

La antología general del marxismo sobre la religión

Dos ex sacerdotes católicos y plenamente marxistas, el español Reyes Mate y el brasileño Hugo Asmann, han ofrecido en la misma editorial salmantina «Sígueme», que es una de las plataformas marxistas y liberacionistas más importantes de España, con amplísima difusión en Iberoamérica, una notable antología de los principales autores marxistas sobre la religión, en dos tomos, publicados en 1979 (2.a ed.) el primero; y en 1975 (1.a ed.) el segundo. Decimos que los dos sacerdotes son católicos de origen; porque Asmann abjuró del catolicismo para hacerse protestante y Mate dejó la Orden dominicana para ejercer como jefe de Gabinete del ministro marxista Maravall en 1982.

Desde el punto de vista de una presentación adecuada de textos marxistas, la antología de Mate-Asmann es excelente; los dos teólogos marxistas de la liberación (nadie discutirá el calificativo, porque los dos lo confiesan abiertamente) demuestran un conocimiento del marxismo notablemente superior al que poseen sobre la teología católica, ya que ésta, cuando se ejerce fuera de las directrices del Magisterio, como ellos hacen sistemáticamente, carece de valor y de autenticidad. Por supuesto que el lector no encontrará en la introducción de esta antología el menor atisbo de crítica fundamental al pensamiento marxista.

Pero hay que agradecer a Mate-Asmann un rasgo de honradez expositora. Al plantearse el problema de si la crítica de Marx a la religión es esencial o superficialmente general, reconocen que Marx «quiere tocar el fondo mismo de la religión» (op. cit., p. 34) y que, en efecto, se trata de «una crítica total a la religión. No se refiere a un fenómeno sino a la esencia. No a una parte sino al todo» (ibíd., p. 36). Lo que pasa es que tratan de justificar a los cristianos que colaboran con los marxistas y que asumen el marxismo con el pronóstico de que, después de esa cooperación en la praxis marxista, tendrán argumentos convincentes para mantener su fe en la religión; y dejan la solución del problema ad calendas graecas. «El mañana de la emancipación humana —concluyen— hablará por sí mismo de la importancia o banalidad del hecho religioso» (p. 37). Todo un acto de fe y de confianza en la perennidad de la religión.

En el segundo tomo de su antología Sobre la religión —que me parece más interesante que el primero— Mate-Asmann incluye una selección de textos de autores que pertenecen a diversas corrientes del marxismo. Los textos están bien seleccionados y los autores se enjuician adecuadamente, como desde dentro, en cuanto a sus relaciones con la religión. Resulta particularmente importante el análisis sobre la posición de Rosa Luxemburgo. La máxima importancia de este segundo tomo se atribuye a Lenin. Mate-Asmann subrayan que Lenin asume las tesis antireligiosas de Marx y las radicaliza para la lucha política. Reconocen (p. 16) —y este reconocimiento es muy importante— que la introducción de la lucha de clases marxista-leninista en el seno de la Iglesia no es de Lenin, que la integra en la lucha general para no dar beligerancia a la Iglesia, sino de los propios cristianos marxistas. Pero al estudiar la posición de Rosa Luxemburgo ante la religión no se detienen donde ella, que no dijo una palabra sobre la capacidad revolucionaria de los cristianos actuales, sino que avanzan sobre sus conclusiones y tratan (página 27 ss.) de imaginar lo que Rosa Luxemburgo hubiera hecho de encontrarse en nuestras circunstancias. Ésta me parece una aproximación infantil; lo que realmente nos importa es lo que Rosa Luxemburgo dijo, que por otra parte Mate y Asmann reconocen en las partes serias de su trabajo.

La siguiente generación de teóricos marxistas de la praxis —valga el retruécano—, por ejemplo los estrategas europeos del nuevo comunismo, Thorez, Togliatti y Gramsci, enfocan el problema de forma que en principio resulta más grata a Mate-Asmann; y consideran la posibilidad de una política de mano tendida hacia los cristianos con vocación revolucionaria. Pero como mantienen sus posiciones teóricas dogmáticas en cuanto a la religión, Mate-Asmann no ven salida teórica posible para esta colaboración en la praxis. El análisis de Mate-Asmann sobre Antonio Gramsci me parece muy insuficiente.

Los dos teólogos cristiano-marxistas no insisten todo lo debido, aunque tampoco lo encubren del todo, en que para todos los autores marxistas de su antología Dios y la religión se mantienen en el mismo plano negativo y alienante de Marx: no existen en la realidad humana. Quienes entre ellos salen al encuentro de los cristianos lo hacen desde el ateísmo radical, y por tanto desde el oportunismo político, disimulado con el hermoso nombre de praxis. Esto resulta evidente para el lector de esta antología, que sin embargo nos parece una importante presentación del marxismo desde el campo cristiano-marxista.

La inconcebible presentación de Kautsky por el señor Muga

Además de ofrecer generosas antologías marxistas al público católico de lengua española, las editoriales cristiano-marxistas le brindan la posibilidad de gozar íntegramente de los clásicos marxistas. ¡Qué aberración ridícula, qué entreguismo! ¿Imaginan los lectores la posibilidad de que una editorial soviética publique antologías de Padres de la Iglesia, o versiones íntegras de grandes autores católicos antí-marxistas? Jesús Muga, introductor de Kautsky en ediciones «Sígueme», Salamanca, 1974 —en concreto del libro Orígenes y fundamentos del cristianismo— no cae en la cuenta de lo forzado y ridículo de su posición, cuando en su amplio prólogo —que demuestra, por cierto, un notable conocimiento del marxismo y del autor a que se refiere— diserta con toda normalidad desde esa perspectiva entreguista, sin el menor espíritu crítico hacia el marxismo, ni hacia Kautsky, y con verdadera adoración ante la nueva dogmática de la teología progresista europea (Metz, Moltmann), sus inspiradores marxistas (Bloch) y sus epígonos españoles, los detonantes teólogos Diez Alegría y González Ruiz. Muga nada tiene que decir sobre que el libro de Kautsky, a caballo entre la crítica racionalista y la marxista sobre el cristianismo primitivo, es hoy un trasto inútil y arrumbado, e incluso en su tiempo gozó de poco predicamento por originalidad. Hoy serviría solamente como depósito para lugares comunes de la crítica histórico-religiosa; apenas alguna de sus tesis y valoraciones mantiene vigencia alguna ante la crítica histórica más elemental. Nada de eso nos dice Muga en su lamentable introducción, en que el libro de Kautsky «representa una aportación valiosa al tema del cristianismo primitivo» (p. 11). Toda la panoplia progresista y filomarxista desfila por esta introducción tristísima: Metz, Moltmann, Bloch son los nuevos evangelistas. La invalidación de veinte siglos de cristianismo, formulada por el padre José María Diez Alegría después de superar su fase de pensamiento cuasifascista, en que presentaba a la democracia como un mal menor difícilmente tolerable (el autor de este libro habla de lo que le oyó a fines de los años cuarenta), se asume sin la menor crítica, pese a su monumental injusticia. La exaltación del nuevo concepto de ciencia según Marx (p. 26) no tiene en cuenta para nada el vacío de ese concepto, que puso de manifiesto la nueva ciencia contemporánea pocos años después de la muerte de Marx. Muga admite, con enormes tragaderas, la tesis de que la crítica de la religión en Marx no trasciende, desde un análisis de la religión ut sic, a todo su sistema de pensamiento, sino que se refiere sólo angélicamente a la religión degradada que Marx veía ante su experiencia personal; y por eso se permite decir esta enormidad: «Por eso la actitud lógica de Marx era el ateísmo» (p. 28). Como seguramente debió ser la actitud lógica de todos los cristianos (Marx lo era de familia) en la misma época.

El «paralelismo formal de las categorías originales cristianas y las marxistas en su forma marxiana» (p. 33) es todo lo contrario: una antítesis objetiva. El encuentro en la praxis de cristianos y marxistas en nuestro tiempo se eleva por Muga, en pleno delirio, a encuentro teórico de raíces. Nunca un cristiano-marxista había llegado en Occidente a impudicia semejante, a tan profunda falta de respeto para el lector católico culto que tiene la humorada de leer a Kautsky y a él.

La antropología marxista de Gabriel Guijarro

Entre 1971 y 1975, como si antes su salida se hubiera visto impedida por un taponamiento, los cristianos marxistas de España produjeron una auténtica riada de escritos, textos y comentarios acerca del marxismo, con mayor profusión y mayor profundidad que los marxistas no cristianos. Una de las obras de exégesis marxiana más importantes en este período es el libro de Gabriel Guijarro Díaz (de quien no hemos visto trabajos posteriores) La concepción del hombre de Marx, publicada por la misma editora sacerdotal de Salamanca, «Sígueme», en 1975; el título imperativo de la editorial se refiere, por supuesto, al seguimiento de Marx en esa época más que al de Cristo.

El libro de Guijarro no pretende la crítica de Marx sino la exposición objetiva y exegética de las ideas de Marx sobre el hombre en las diversas etapas de su pensamiento. Se trata de una profundización completa y seria, que supera el debate marxista sobre la posibilidad de organizar o no una antropología sobre los textos de Marx —el autor lo hace cumplidamente— y que valora intensamente la aparición de los Manuscritos en los años treinta de nuestro siglo para cerrar adecuadamente el ciclo antropológico marxiano. El problema de la alienación religiosa se trata con plena objetividad a partir de la página 182; y Guijarro no trata de vendernos a un Marx humanista y compatible con la religión como hacen otros cristianos complacientes con el marxismo. La decisiva importancia del ateísmo dentro de la evolución del pensamiento marxiano en todas sus etapas se resalta debidamente, aunque no se apunta en todo el libro crítica alguna ni contra éste ni contra otro aspecto alguno de Marx. Resulta particularmente interesante la exposición sobre el hombre nuevo del marxismo (p. 305 ss.) aunque la expresión no es de Marx, y naturalmente esta parte confluye en la presentación de la utopía marxista.

La «Introducción crítica al estudio del marxismo» de Alberdi y Belda.

Cerramos esta sección con una obra reciente, Introducción crítica al estudio del marxismo (versión definitiva, en 2.a ed. 1986, de «Desclée de Brouwer», Bilbao) de los teólogos católicos y liberacionistas Ricardo Alberdi (t) y Rafael Belda, muy activo éste en las reuniones de esa tendencia. Alberdi y Belda son socialistas confesos, y aunque no se declaran plenamente marxistas asumen varios puntos esenciales del análisis marxista, por lo que pueden calificarse como próximos al marxismo humanista. El libro no es una profundización teórica, sino un conjunto de lecciones sobre marxismo aptas para la divulgación en ambientes de cultura religiosa media y progresista. El libro no se presenta con aparato científico, pero los autores conocen evidentemente bien al marxismo y sus principales tendencias. Frecuentemente incluyen en las lecciones la alusión a derivaciones recientes del marxismo, por ejemplo el eurocomunismo.

Alberdi y Belda no se limitan a exponer los puntos esenciales del marxismo. Introducen además frecuentemente secciones críticas, generalmente muy benévolas y comprensivas con el marxismo y sobre todo con el propio Marx. Pero su crítica, aunque muy incompleta, es seria y parece sincera. Es incompleta porque, por ejemplo, no profundiza en la verdadera alienación marxiana y marxista respecto de la ciencia del siglo XX; y en concreto se limitan a la exposición del socialismo científico en la primera parte y del materialismo histórico en la segunda sin aludir prácticamente al materialismo dialéctico, que es, desde una perspectiva científica actual, el sector débil del marxismo «científico», tan débil que su tratamiento crítico debería hacerse con criterios parecidos a los de un químico actual que hablase sobre los fundamentos científicos de la alquimia. Tratan los autores de adentrarse en el concepto marxista de ciencia pero totalmente de espaldas a la revolución del concepto de ciencia que se desencadenó en la última década del siglo XIX y las dos primeras del siglo XX. Claro que muchos marxistas y filomarxistas no se han enterado aún de que Faraday y Darwin —tan admirados por Marx— están hoy, desde el punto de vista científico, más o menos en la protohistoria.

Alberdi y Belda no dedican una lección, como hubiera sido recomendable, a la evolución del pensamiento durante el siglo largo que ya ha corrido tras la muerte de Marx. Se obsesionan con la distinción entre marxismo humanista basado en los escritos del joven Marx y marxismo antihumanista según la escuela de Althusser, que hoy parece ya netamente superada dentro del panorama marxista universal.

Con estas salvedades el libro es interesante. Los autores extienden apresuradamente la partida de defunción del capitalismo, al que dedican los peores insultos desde una perspectiva elemental y maniquea (página 7). Fustigan como falso «el anticomunismo de la derecha» (p. 8) con un reflejo progresista ridículo. Se preocupan de subrayar que «el discernimiento crítico del marxismo no es antimarxista» (p. 9), con lo que se proclaman cuasimarxistas.

Al exponer la génesis del diálogo cristiano-marxista después de la Segunda Guerra Mundial los autores prescinden por completo de su dimensión estratégica, que es esencial. En cambio tratan con sinceridad y objetividad el problema del ateísmo dentro del marxismo; consideran sistemáticamente esencial al ateísmo en el pensamiento de Marx y en el desarrollo de los marxismos, no simplemente circunstancial (p. 344).

Entre luces y sombras, el libro didáctico de Alberdi y Belda es uno de los más difundidos manuales de marxismo en el mundo iberoamericano. Representa el nivel medio que suelen alcanzar en su conocimiento del marxismo los presuntos expertos cristianos en Marx y sus derivados. Debe considerarse como un punto de apoyo para la nueva convicción promarxista de los liberacionistas. En este sentido se trata por supuesto de una obra importante.

La crítica antimarxista de los católicos

Para terminar este capítulo debemos dar cuenta de la crítica cristiana al marxismo, propuesta en los mismos ambientes —España e Iberoamérica— en que se ha formulado la aceptación del marxismo en medios católicos. La excesiva extensión de este capítulo nos aconseja mayor concisión, pero las obras y autores que van a citarse —algunos de los cuales son ya muy conocidos para el lector— poseen un gran poder de orientación y creemos necesaria su cita en este momento de nuestra obra. Agruparemos a los diversos autores con cierto sentido familiar, para mejor ilustración del lector.

El enfoque metodológico: R. Sierra Bravo

En nuestro primer libro sobre la teología de la liberación hemos citado ya, con la debida importancia, el libro El método marxista de R. Sierra Bravo (Madrid, «Paraninfo», 1985) que nos sigue pareciendo una de las mejores contribuciones críticas publicadas recientemente en España sobre el marxismo. Sierra Bravo deja perfectamente en claro que el análisis marxista no se puede disociar de la teoría marxista; y que el marxismo es una doctrina incompatible con la modernidad. Pero efectúa esta aproximación crítica desde un conocimiento profundo del marxismo, sin afán polémico, y con una objetividad abrumadora. Creemos que este libro es una de las más importantes contribuciones al análisis del marxismo en la España actual.

Las críticas desde el Episcopado católico

Desgraciadamente los obispos españoles se han retraído a la hora de enjuiciar al marxismo. Después de la famosa Carta Colectiva de los obispos de España el 1 de julio de 1937, que puso perfectamente en claro el sentido de la guerra civil española ante los católicos de todo el mundo, la jerarquía católica española no ha publicado un solo documento orientador sobre el marxismo, lo que demuestra no solamente una actitud inhibicionista y cobarde, sino una gravísima dejación de las funciones pastorales que los católicos de filas tenemos el derecho de exigir a nuestros pastores. Apenas algunos documentos episcopales de los años setenta se hacen eco de este deber, y de forma muy insuficiente e incompleta. Como ya indicamos en nuestro primer libro, el Episcopado español reconoció esta gravísima necesidad de orientación en el folleto que publicó la Comisión Episcopal de Pastoral Social en 1983 con el título Marxismo y Cristianismo (editorial «EDICE») donde apenas empieza a desbrozarse el problema con un estudio sobre las posiciones de la Santa Sede ante el socialismo y el comunismo. En la página 8 de este insuficiente opúsculo se reconoce este derecho de los católicos a exigir la orientación episcopal sobre este problema:

«De ahí que la Conferencia Episcopal, hace ya más de un lustro, se propusiera ofrecer a cuantos la interrogaban una respuesta lúcida, unos criterios básicos, fundados sobre el conocimiento de la realidad del marxismo y la aplicación de la doctrina social de la Iglesia, que permitieran a sus interpelantes formar su conciencia y adoptar, consecuentemente, una postura coherente y honesta» (ibíd, p. 8). Esto significa que, según confesión formal de la propia Iglesia española, la Conferencia Episcopal se propuso formular esta orientación en 1978. Han pasado casi diez años y la orientación sigue sin formularse. No cabe mayor desidia, ni mayor cobardía, ni mayor dejación de funciones que la perpetrada por el Episcopado español al no orientar sobre el marxismo a los católicos de España durante una etapa en que necesitaban más que nunca esa orientación. Es uno de los más graves pecados colectivos de omisión en la historia de la Iglesia española.

No cabe extender esta acusación a la Iglesia de Iberoamérica. Uno de sus más cualificados representantes, el cardenal Alfonso López Trujillo, publicó en la «BAC» española, en 1974 —justo a tiempo— un luminoso estudio sobre el marxismo contemporáneo, Liberación marxista y liberación cristiana del que ya nos hemos ocupado en nuestro primer libro. Se trata de un estudio muy completo sobre el marxismo, con criterios profundamente críticos, fundados en un conocimiento cabal de las fuentes y de la evolución marxista. El Episcopado español ha creído tal vez que con la publicación de este magistral análisis en la «Editorial Católica» cubría ya sus propias responsabilidades de orientación ante el problema, pero no es así, desgraciadamente; al menos los obispos de España hubieran tenido que mostrar públicamente su solidaridad doctrinal con el hoy arzobispo de Medellín en Colombia. No lo han hecho y su responsabilidad sigue sin ejercitarse ante tan perentorio problema.

Monseñor Alfred Ancel, obispo vicario general de Lyon, ha permitido que la misma editorial católica española, la «BAC», publique en 1977 su importante estudio, Interpretación cristiana de la lucha de clases. Se trata de una audaz reinterpretación evangélica de los conflictos humanos, emprendida quizá desde una posición utópica, donde se reconoce la existencia de los conflictos y se pretende despojarles del odio y la pasión que suelen despertar; el esfuerzo de liberación se centra en el pecado y la injusticia, y trata de inspirarse en las enseñanzas del Evangelio. Ni unos ni otros harán el menor caso de las enseñanzas del obispo vicario general de Lyon; pero tal vez la misión de los pastores sea dejar bien en claro una doctrina muy difícil de realizar.

La orientación del profesor Rodríguez de Yurre

Uno de los primeros expertos del mundo iberoamericano en problemas del marxismo es sin duda el profesor del Seminario de Vitoria, Gregorio Rodríguez de Yurre, que ha publicado en la «BAC» dos obras monumentales, El marxismo (1976) y La estrategia del comunismo hoy (1983) amén de un claro resumen de la primera, Marxismo y marxistas (1978). Este imponente conjunto se ha escrito y publicado desde un profundo conocimiento erudito y académico del marxismo, tanto en su aspecto doctrinal como en su proyección estratégica. Se trata por lo tanto de libros seguros, imprescindibles, y plenamente recomendables desde una perspectiva de ortodoxia católica.

Pero conviene decir también que se trata de obras incompletas. Al estudiar el marxismo el profesor Rodríguez de Yurre no explica la incidencia del marxismo en España. Al proponer su diagnóstico sobre la estrategia marxista no se cita para nada la proyección de esa estrategia en el Tercer Mundo, y señaladamente en América. Quizá porque el ámbito en que se mueve Rodríguez de Yurre no es el del mundo real, sino el de la teoría erudita; quizá porque por su posición en el Seminario de Vitoria se hubiera visto obligado, a la hora de concretar, a analizar la implicación vasca del marxismo en movimientos de falsa liberación como la ETA, que es en realidad un movimiento marxista-leninista de esclavización totalitaria más que revolucionaria. Con estas salvedades debemos recomendar este conjunto de obras de uno de los mejores conocedores teóricos del marxismo soviético en el ámbito hispánico.

Las críticas al marxismo desde la Compañía de Jesús

Un sector de la Compañía de Jesús ha contribuido, por desgracia, a la recepción del marxismo en la teología, y señaladamente en la teología de la liberación. Pero el mandato papal sobre el estudio profundo del ateísmo ha sido debidamente cumplimentado por otro sector de los jesuitas, que en vez de abrir puertas al marxismo se han opuesto lúcidamente a él. En España ha actuado como principal portavoz de esta corriente positiva el profesor Carlos Valverde, autor de dos libros fundamentales de crítica antimarxista: Los orígenes del marxismo («BAC», 1974) y El materialismo dialéctico («Espasa-Calpe», 1979). Son dos obras magistrales, clarísimas, escritas desde un profundo conocimiento del marxismo y desde una actitud crítica perfectamente orientadora para los católicos. Desgraciadamente el profesor Valverde, que asumió la dirección de la revista católica Sillar la acaba de liquidar —cuando se escriben estas líneas— con un alarde de partidismo «jesuítico» contra el autor de este libro, al que ha dedicado, bajo un ingenuo seudónimo, una crítica negativa por su libro anterior, Jesuitas, Iglesia y marxismo a la que ya nos hemos referido. Es una lástima que el padre Valverde, influido sin duda si no coaccionado por la dirección anterior de la Compañía de Jesús en España (que bajo el padre Ignacio Iglesias sólo se puede calificar de sectaria) haya comprometido su prestigio como expositor del marxismo con algunas opiniones sobre la presunta decadencia del marxismo que no tienen fundamento alguno en la realidad. Pero las obras anteriores del padre Valverde, y el singular servicio que con ellas ha prestado a la Iglesia siguen en pie, y de ninguna manera pretendemos invalidarlas con el triste comentario a su desliz partidista posterior, que ha terminado, en el vacío, con el interesante empeño de la revista Sillar.

En torno al marxismo y al socialismo dos conocidos miembros de la Compañía de Jesús se han enzarzado en una curiosa polémica a la que ya nos hemos referido en nuestro primer libro. Un notabilísimo especialista, el padre Enrique M. Ureña, publicó, en «Unión Editorial» (3.a ed. 1984) un interesantísimo estudio, El mito del cristianismo socialista (Fed. 1981), que es uno de los trabajos mejor fundados y más sugestivos sobre la antítesis de cristianismo, marxismo y socialismo. Se trata de uno de los libros más inteligentes que se han escrito en nuestro tiempo sobre la confrontación de capitalismo y socialismo; lejos de mantenerse el autor en posiciones decimonónicas, estudia la evolución de uno y otro sistema hasta la misma víspera de nuestro tiempo. He aquí una obra de profunda capacidad orientadora, en la que sin el menor complejo ante los valores entendidos de la propaganda se descalifica al marxismo por razones que nacen de la propia realidad concreta —y desde luego teórica— del marxismo; aunque también asume el autor una posición crítica ante el capitalismo, no una aceptación sectaria.

La importancia del libro de Ureña fue reconocida desde el campo liberacionista por uno de los teólogos de choque pertenecientes a ese sector, el descarado jesuita José Ignacio González Faus, que replicó a su hermano en religión, como ya dijimos en nuestro primer libro, con un engendro dialéctico de tercera división, El engaño de un capitalismo aceptable, publicado en 1983 por la editorial de los jesuitas «Sal Terrae». Se trata de una respuesta escrita desde una metodología de escolástica marxista decadente, flojísima en argumentación, ignorante en cuanto a fundamentación económica, y sectaria por casi todos sus enfoques. En vista de ello el padre Méndez Ureña envió un nuevo libro de réplica a la editorial «Sal Terrae», que se negó a publicarlo, con lo que una vez más puso de manifiesto el juego sucio de los liberacionistas en lo que debería haber sido una discusión honesta.

Justamente disconforme con tan desequilibrado proceder, Méndez Ureña publicó su libro de réplica, El anticlericalismo de izquierda, en «Unión Editorial» (1984). Pocas veces ha salido un autor tan malparado como González Faus de una polémica. Ureña demuestra hasta la saciedad que los adjetivos de ignorante, peligroso, engañoso e inexplicablemente atrevido que dedica al libro de González Faus están perfectamente fundados en la realidad de las argumentaciones. Pocas veces ha quedado tan clara la indigencia dialéctica de los cristiano-marxistas y su audacia rayana con la impudicia como en esta ilustrativa polémica de dos jesuitas, uno marxista y otro ignaciano.

Los críticos del Opus Dei

Desde el punto de vista teológico, el Opus Dei no ha experimentado el desgarramiento interno de la Compañía de Jesús ante el marxismo y sus pensadores han sabido mantenerse en una plena fidelidad a la Santa Sede, lo que a veces se califica desde el campo de sus adversarios como insuficiente tensión teológica; como si el criterio para la calificación teológica fuese apartarse del Magisterio y no tratar de seguir fielmente sus orientaciones. Esto significa que en general la posición crítica de los especialistas del Opus Dei ante el marxismo y el liberacionismo nos parece certera y segura, y esta posición es perfectamente compatible con las actitudes críticas que mantenemos acerca de diversas actividades del Opus Dei y que explicáremos en un proyectado estudio histórico-monográfico sobre esta importantísima institución de la Iglesia contemporánea. El profesor chileno J. Miguel Ibáñez Langlois, cuyo libro sobre el marxismo constituyente de la teología de la liberación ya hemos reseñado en nuestro primer ensayo, publicó un importante análisis El marxismo: visión crítica en fecha temprana y oportuna: Madrid, «Rialp», 1973. Se trata de un profundo análisis del marxismo de Marx, complementado con el marxismo de Lenin, y rematado por unas acertadas consideraciones críticas sobre las aporías del presunto cristianismo marxista. Es uno de los libros escritos desde el campo cristiano con mejor conocimiento del problema y mayor capacidad de orientación; porque no rehuye la contraposición de marxismo y capitalismo, que se aborda desde una actitud completamente desprovista de los habituales complejos del campo cristiano ante el marxismo. Por fin encontramos en un libro de análisis sobre el marxismo una toma de posición clara sobre el anacronismo marxista revelado en el formidable desarrollo teórico de la ciencia moderna posterior a Marx, que es donde radica, en nuestra opinión, una de las fuentes principales de que hoy disponemos para la invalidación del marxismo.

En 1977 «Ediciones Universidad de Navarra», importante centro académico del Opus Dei en España, publicó una interesante Trilogía marxista que consta de un Curso de iniciación al marxismo, por T. J. Blakely y J. G. Colbert; un estudio de M. Spieker, Los herejes de Marx; y otro del mismo autor, Diálogo marxismo-cristianismo. Para la orientación del campo católico esta Trilogía es una de las obras más importantes y decisivas que conocemos. En esta trilogía se presta especial atención al revisionismo y al neomarxismo, desde los que se ha intentado un diálogo con los cristianos en que para nada renuncian los marxistas a sus posiciones de ateísmo teórico.

Fernando Ocáriz publicó en 1980 («Ediciones Palabra») una interesante aproximación: El marxismo, teoría y práctica de una revolución (1.a ed. 1975). Pese a su brevedad, se trata de uno de los mejores ensayos de conjunto sobre el marxismo, que arranca, con notable originalidad, del proceso descristianizador introducido en el mundo occidental con la Reforma luterana del siglo XVI. Explicada adecuadamente la génesis del marxismo, Ocáriz expone su evolución, con breves y certeros análisis de los principales pensadores marxistas. No hay en este libro, como en tantos otros, confusión alguna entre la exposición y la crítica, que se presenta de forma muy clara y convincente.

La revista Nuestro tiempo, editada por la Universidad de Navarra, publicó en enero-febrero de 1983 (números 343-344) una extensa y autorizada antología de opiniones con el título general Marx ha muerto, para conmemorar desde una visión crítica el centenario de Marx, al que tantas hagiografías se dedicaron en la prensa y las publicaciones progresistas de España e Iberoamérica. Del conjunto de opiniones aquí reseñadas resalta un enfoque del marxismo como anacronismo, lo que es compatible, desgraciadamente, con la vigencia del marxismo como religión o mejor antireligión de poder en el mundo contemporáneo, gracias a su implantación en el neoimperialismo soviético.

Los críticos del diálogo

El diálogo cristiano-marxista se aceptó acríticamente, desde un espíritu de entrega, en muchos ambientes cristianos afectados por una inclinación inexplicable al suicidio político-religioso que sólo puede interpretarse a partir de una ignorancia real del marxismo y quizás de un debilitamiento de la fe cristiana y de las perspectivas de futuro para el mundo libre y para la propia religión. Pero en el campo cristiano han brotado también interesantes enfoques críticos ante ese diálogo.

Uno de ellos se debe al doctor Fred Schwartz, que publicó en la prestigiosa editorial norteamericana «Prentice Hall» una contundente divulgación sobre los efectos del marxismo bajo el título (de la edición española, sin indicación de editorial ni año, aunque debe de ser muy reciente) Usted puede confiar en los comunistas. Se trata de un libro directo y popular, escrito con el estilo Carnegie, y sumamente apto para la desintoxicación de los ambientes cristianos que hayan estado sometidos a una impregnación de la propaganda marxista. Con abundantes ejemplos y un lenguaje clarísimo, el doctor Schwartz nos proporciona un excelente ejemplo de contrapropaganda eficaz.

El miembro del Instituto de Francia, André Piettre, ha publicado en 1984 («Éditions France-Empire», París) un estudio Les chrétiens et le Socialisme. Es una síntesis muy lúcida, y muy digna de que se tradujera al español, sobre los orígenes del socialismo, el tiempo de la aproximación entre cristianos y socialistas después de la Segunda Guerra Mundial y el tiempo del replanteamiento de esas relaciones bajo el pontificado de Juan Pablo II. Originalísimo en su enfoque general, profundamente respetuoso con la diversa actitud de los Papas contemporáneos, se trata de un ensayo conciso, perfectamente estructurado y sumamente orientador, que incluye críticas esenciales a la teología de la liberación. Se trata de una obra sumamente apta para ser utilizada en círculos de estudios, preparación de cursos y conferencias, etc.; muy sólida teóricamente y bien centrada en la realidad de nuestro tiempo.

Un eminente profesor y publicista español, el padre Gabriel del Estal O. S. A., publicó en 1977 (Real Monasterio del Escorial) su libro Marxismo y cristianismo que incluimos en este epígrafe por su subtítulo: ¿Diálogo o enfrentamiento? He aquí uno de los libros más completos y profundos que se han escrito no ya en España, sino en toda Europa sobre las posibilidades y las limitaciones de diálogo cristiano-marxista. El profesor Del Estal conoce por dentro, desde las fuentes primarias, al cristianismo —se trata de un eminente teólogo, en plena comunión con la Santa Sede— y también al marxismo. Expone dialécticamente, con metodología comparada irreprochable, los principios y las posiciones fundamentales de cristianismo y marxismo, centrándolas sugestivamente en la persona de Cristo y en la figura de Marx. Traza con claridad inequívoca los puntos clave en que los cristianos no podrán ceder jamás al entablar el diálogo con los marxistas. Pero propone un esquema de convivencia en que, plenamente salvados esos principios, se pueda organizar ese diálogo por motivos de humanidad, de comprensión y de solidaridad humana. Éste era un libro arriesgado, escrito precisamente en el momento en que más falta hacía, y que mantiene hoy toda su capacidad inicial de orientación.

Profesores, especialistas y políticos

Algunos de los autores citados anteriormente en esta sección cabrían perfectamente en este epígrafe final. Un político español de ancho prestigio y experiencia, José Manuel Otero Novas, abogado del Estado y ex ministro, que profesa políticamente el humanismo cristiano sin declararse expresamente demócrata-cristiano, publica de forma casi coincidente con este libro uno suyo titulado Nuestra democracia puede morir en esta misma editorial. Esta coincidencia me exime de un análisis más detenido de las ideas de Otero Novas sobre socialismo y marxismo, que además he resumido ya en mi libro reciente La derecha sin remedio bajo el epígrafe (que se refiere a Otero Novas) La cabeza más clara de la transición. Otero mantiene y prueba la tesis de que el socialismo español que conquistó el poder gubernamental en 1982 sigue siendo marxista en varios puntos esenciales pese a su teórico abandono del marxismo, y tiene toda la razón. Su libro es un espléndido estudio del marxismo aplicado a una situación política concreta. Publicado en setiembre del 1987 su éxito es enorme.

El profesor Juan Luis Ruiz de la Peña ha incluido un denso capítulo dedicado al marxismo humanista en su obra Las nuevas antropologías (un reto a la teología) editada en 1983 por «Sal Terrae». Recuerda el pensamiento antropológico de tres representantes de esa corriente marxista: Schaff, Bloch y Garaudy. Cierto que la posterior evolución de Garaudy —el único pensador marxista contemporáneo que había estado casi a punto de proclamarse otra vez cristiano— hasta el islamismo ha descolocado a Ruiz de la Peña como a tantos teóricos del diálogo cristiano-marxista, fascinados durante demasiado tiempo con las aproximaciones del versátil ex dirigente comunista francés; y es que algunos cristianos exhiben ante los marxistas una credulidad angelical. Ruiz de la Peña —cuyo análisis de la meta-religión marxista sugerida por Bloch es certero y original— apunta una seria crítica a las insuficiencias antropológicas de los tres neomarxistas, después de reconocer en ellos —sobre todo en Bloch— un encomiable avance que, por otra parte, no corrige su radical ateísmo; esta faceta no queda suficientemente subrayada en el análisis de Ruiz de la Peña, quizás porque la presupone en el lector. Pero pese a su brevedad, este capítulo de Las nuevas antropologías resulta más que sugestivo.

En la citada obra La derecha sin remedio me refiero anecdótica y críticamente a una actuación política del profesor Andrés de la Oliva, sin que naturalmente ello pretenda disminuir la alta estima que me merece su categoría científica y su valentía en el campo de la comunicación. En 1979 publicó el profesor De la Oliva (Madrid, «Punto editorial») un libro breve y enjundioso, El mito socialista, cien años de marxismo en que analiza el marxismo constitutivo del PSOE hasta su XXVII Congreso. Es cierto que Felipe González, poco después de la publicación de este libro, propuso y logró el viraje táctico en que prescindía verbal y electoralmente del marxismo, pero al mantener plenamente la vigencia del análisis marxista, se mantuvo anclado en las posiciones anteriores, como se ha demostrado con la aplicación típicamente marxista del PSOE en política educativa y política de justicia, para no citar más que dos ejemplos. Por lo tanto el libro del profesor De la Oliva mantiene su actualidad, y nos presenta una historia del socialismo español, impulsado de nacimiento por la intuición marxista y enroscado al marxismo a lo largo de toda su historia.

El profesor y publicista mexicano Luis Pazos ha publicado en 1986 (México, ed. «Diana») un luminoso prontuario, Marxismo básico, en el que nos ofrece una de las mejores aproximaciones populares y divulgadoras del marxismo en nuestro tiempo. Es una obrita clarísima, pensada para el lector medio que no posee conocimientos científicos sobre marxismo, pero resulta también muy útil como prontuario para profesores y educadores, por la claridad de su lenguaje y lo preciso de sus conceptos, expresados de forma muy sugestiva y penetrante. Cada capítulo se presenta seguido por un comentario crítico sumamente orientador. Este libro ha alcanzado una extraordinaria y benéfica difusión en toda Iberoamérica.

Jesús Trillo-Figueroa y Martínez Conde, un joven y ya ilustre jurista español, letrado del Consejo de Estado, se ha ocupado profundamente del marxismo en varios estudios recientes. En el número 10 de Razón Española (marzo 1985, pp. 201 y ss.) publicó un artículo, ¿Marx sin Lenin?, en que defiende la tesis de que la pervivencia del marxismo hasta el corazón de nuestro tiempo se debe ante todo a su conversión en ideología de poder imperialista tras el triunfo de Lenin en la revolución bolchevique de 1917. En otro trabajo, no publicado, La manipulación ideológica del lenguaje, Jesús Trillo-Figueroa analiza certeramente un punto capital de la estrategia marxista: la inoculación del lenguaje, vehículo esencial de la teoría y el análisis marxista, en la sociedad no marxista. Incluye en ese trabajo una interesante consideración sobre la teología de la liberación como paradigma de la manipulación lingüística.

Como conclusión general de esta sección cabe deducir que hoy poseemos en lengua española un conjunto de obras críticas de primer orden escritas sobre el marxismo en el campo cristiano, y en varios niveles desde la alta investigación a la divulgación. Este conjunto no es, por supuesto, inferior en calidad al de las obras de signo marxista escritas en español.