V. LOS NUEVOS PROTESTANTES

La teología de la liberación y, en general, los movimientos liberacionistas, surgen con impulso autóctono en Iberoamérica, a mediados de los años sesenta del siglo XX, pero su origen no se concibe sin la fecundación de tres decisivas influencias europeas: la teología progresista católica, y en concreto la teología política cuyo principal promotor es el discípulo de Karl Rahner, J. B. Metz; la nueva teología protestante, como fundamento de una actitud abiertamente protestante en el seno de la Iglesia católica; y el impulso del marxismo, que llega al pensamiento liberacionista bien directamente, a través del diálogo cooperativo con marxistas y cristiano-marxistas como Girardi y Blanquart, bien indirectamente, a través del influjo que el marxismo ha ejercido en los teólogos progresistas católicos o protestantes. Estudiada ya la figura de Metz en el contexto de las modas teológicas, dedicamos este capítulo a revisar el desarrollo moderno de la teología protestante; porque los liberacionistas piensan y actúan demasiadas veces como los nuevos protestantes en la historia de la Iglesia, y como los protestantes clásicos no pretenden directamente un cisma sino una reforma que se extienda, desde sus focos de irradiación, a todo el cuerpo de la Iglesia. Como en el mundo hispánico, por la decidida actitud de las Monarquías católicas peninsulares e imperiales desde la eclosión de la Reforma en el siglo XVI hasta la independencia de Iberoamérica en el siglo XIX, no pudo extenderse, ni siquiera sembrarse, el protestantismo, estos nuevos protestantes del siglo XX parecen descubrir unos tras otros los Mediterráneos de la Reforma: la rebeldía contra Roma, la degradación de la Iglesia, el libre examen, la manipulación política de la Biblia, etc.

El protestantismo, gracias a esa actitud constante de la Corona, no es hoy una fuerza religiosa determinante en España y Portugal, ni tampoco en Iberoamérica, pese a la intensa acción misionera de las diversas iglesias protestantes allí desde la independencia. (Ver, por ejemplo, M. López Rodríguez, La España protestante, Madrid, «Sedmay», 1976, con prólogo de un original jesuita neoprotestante, José María Diez Alegría, hoy apartado de la Orden). Quizá por eso el gran público español e iberoamericano, a quien se dirige este libro, carece de una visión global sobre el desarrollo del pensamiento teológico protestante desde los tiempos de la Reforma. Será por ello conveniente que presentemos brevemente ese desarrollo, a veces sobre los textos más sugestivos de los teólogos protestantes, y a veces según el hilo de una obra profundamente orientadora: el libro del profesor José María Gómez Heras Teología protestante, sistema e historia (Madrid, «BAC» minor, 1972). Un año clave: porque en él estalló el movimiento teología de la liberación desde el encuentro de El Escorial a toda América, gracias a la promoción organizada por los jesuitas españoles de Fe y Secularidad. En algún caso flagrante, como el de Hugo Asmann, uno de los principales teólogos marxistas de la liberación, y vinculado a la Compañía de Jesús en su formación, y primera docencia, el neoprotestantismo no es una simple etiqueta. Como es sabido, abandonó la Iglesia católica para hacerse formalmente protestante, todo un ejemplo simbólico.

La teología protestante desde la Reforma a la Ilustración

Resumamos brevemente la trayectoria del pensamiento teológico protestante durante los siglos XVI, XVII y XVIII, apoyándonos en la profunda síntesis del profesor Gómez Heras, en obsequio al lector no especialista. La Reforma es un elemento capital en la crisis del siglo XVI, cuando pocos años después del descubrimiento de América triunfaba plenamente el Humanismo, se abría y generalizaba el Renacimiento y surgía la Edad Moderna, que ahora con aire más pedantesco suele denominarse, sin mucha reflexión ni fundamento a veces, la Modernidad. La Reforma es un sí al Evangelio (por eso sus iglesias siguen llamándose evangélicas) y un no a Roma, que se materializó en la protesta de los delegados reformistas en una de las Dietas imperiales donde se trataba de reconducirles a la unidad; por eso se llamaron desde entonces protestantes. La Reforma fue, desde el principio, exclusivista; su doctrina se resumió muy pronto en la serie de exclusivismos Solus Deus, Solus Christus, sola gratia, sola Scriptura, sola fides. En su origen, la Reforma generó un grave pesimismo antropológico; el hombre está encadenado por el mal si se abandona a su naturaleza, redimida solamente por la gracia de Dios. Esto equivale a un teocentrismo radical que andando los siglos degenerará en antropocentrismo deísta, cuando la Reforma vaya asumiendo poco a poco todo el ímpetu secularizador que venía larvado en el Humanismo (al que los primeros reformistas se opusieron vigorosamente) y el Renacimiento. Solus Christus: la Reforma es cristocéntrica, reconoce a Cristo como único mediador, anula la capacidad mediadora de María y su contribución a la historia de la salvación; recela de la creencia católica en la intercesión de los santos. Una clave de la Reforma es la Teología de la Cruz, reasumida en nuestro tiempo vigorosamente por la teología católica y el Magisterio. La Reforma es ruptura con Roma pero no con la Iglesia y la tradición cristianas, a quienes se considera desde la Reforma degradadas por Roma. La Reforma se monta sobre una serie de antítesis: Hombre-Dios, la salvación es toda de Dios, el hombre no puede cooperar. Gracia naturaleza: de donde surge la diferencia clave entre protestantes y católicos a propósito de la justificación, que según los reformistas se hace solamente por la fe, sin exigencia de obras; según los católicos requiere también la cooperación del hombre mediante las buenas obras. El protestantismo no rechaza las obras, sino que las exige; pero como emanadas de la fe, no como cooperación a la salvación. Los protestantes rechazan todos los sacramentos como mediación inútil; sólo admiten el Bautismo y la Cena, como meros símbolos. Rechazan también a la Iglesia como mediadora, y al Papa como su cabeza; no admiten una teología natural, sino sólo sobrenatural.

En la Iglesia exigen un mínimo de instituciones y un máximo de carisma. Valoran sobre todo la Palabra, donde Cristo se hace presente. Interpretan personalmente la Escritura, sin mediación del Magisterio.

El hombre que desencadenó toda esta revolución en el pensamiento religioso del siglo XVI fue el doctor agustino Martín Lutero (1483-1546) al que ha dedicado una magistral biografía en la «BAC» el gran historiador español Ricardo García Villoslada, S.J., recientemente. Temperamento ardiente, sometido a múltiples influencias, obseso por las dudas y las crisis internas, dominado por una fe profundísima, creyó ver la luz en la epístola de san Pablo a los Romanos I, 17, que interpretó como justificación por la sola fe, y rechazó la necesidad de las obras, que en el caso de las indulgencias recomendaba Roma en circunstancias abusivas. La disputa de las indulgencias tuvo lugar en 1517, y la ruptura de Lutero con Roma en 1520. Desde entonces sus discrepancias teológicas se combinaron con las disciplinarias y sobre todo se complicaron en el contexto político inestable del Imperio alemán, regido por otros superhombres del siglo XVI, el rey de España, Carlos I. La pugna entre Lutero y Carlos es uno de los tractos épicos de la historia humana Un gran equipo de pensadores hizo posible el triunfo de Lutero en la consolidación de la Reforma, mientras el nuevo ejército español y una Orden española, la Compañía de Jesús, asentaban y defendían las nuevas fronteras de la Iglesia católica amenazadas por la formidable expansión centroeuropea del protestantismo. Malanchton, Bucer, Osiander, son algunos nombres del equipo luterano; Melanchton, el principal de todos, fue un gran humanista, conciliador y sistematizador del luteranismo, que pronto experimentó hondas disensiones doctrinales y disciplinarias, privado del reconocimiento a un Magisterio institucional. Fragmentación frente a unidad, será la característica del protestantismo frente al catolicismo en los cuatro primeros siglos de su confrontación. En el último siglo, el nuestro, la fragmentación y la amenaza a la unidad han invadido también, en gran parte gracias al liberacionismo, al campo católico.

Otros grandes reformadores, inspirados en Lutero, extienden, fragmentadamente, el mensaje de la Reforma en su primer siglo. Zwinglio, humanista melanchtoniano, lo difunde desde Suiza, a partir de su sede en Zürich. Juan Calvino instaura desde 1555 una durísima dictadura teocrática en Ginebra, donde se identifican la Iglesia y el Estado, se simplifican los cultos, se instala la predestinación como problema central de la teología y se establece una implacable inquisición que ejecuta a personalidades como el científico español Miguel Servet, descubridor de la circulación de la sangre. El primer cuerpo doctrinal de la Reforma se desarrolla en las diversas Confesiones y Profesiones de fe.

A mediados del siglo XVII, con motivo de la paz de Westfalia que pone fin a la gran guerra civil europea de los Treinta Años, la Reforma puede darse como consolidada históricamente. El intento de los Habsburgo españoles para eliminar militarmente al protestantismo ha naufragado gracias a la eficacia militar de Suecia y a la traición de Francia, por motivos políticos, a la causa católica. Desde entonces la Reforma (asegurada también en Inglaterra por las victorias militares contra España a fines del siglo XVI) se estabiliza, se consolida, y se estereotipa en una especie de sistema escolástico que se conoce como la época de la ortodoxia sin grandes creadores, pero con una notable profundización de las creencias gracias a la piedad litúrgico-musical, en la que sobresale ese genial creador llamado Juan Sebastián Bach.

El impacto secularizador de la Ilustración en el protestantismo

Durante el siglo de la Ilustración, el siglo XVIII, continúa la vigencia de la ortodoxia protestante del barroco que se ahonda intensamente en el pietismo, un movimiento surgido desde finales del siglo XVII y prolongado hasta muy dentro del XIX. Dentro de la ortodoxia, el pietismo busca una profundización personal de la fe, desconfía de las rigideces dogmáticas, y se deja influir por el catolicismo latino en cuanto a talante y ambiente: por ejemplo, la mística española del Siglo de Oro. El pietismo exige una nueva conversión interior, cultiva el arte litúrgico sobre todo en música —tras el impulso ejemplar de Juan Sebastián Bach— y se presenta en Inglaterra con la variante del metodismo, que se extendió en los Estados Unidos y se opuso a la rigidez de la Iglesia oficial anglicana.

Además del pietismo, que es una actitud más que una ideología, el pensamiento protestante durante el siglo XVIII va a experimentar un intenso influjo de la Ilustración, con tres efectos principales. Primero, la teología sufrirá el tirón sustitutorio de la filosofía. Segundo, en esta transmutación de teología a filosofía, el pensamiento teológico experimentará el embate y el acoso del racionalismo; la teología se hará más y más racionalista, con detrimento de su impulso sobrenatural. Y tercero, la tendencia a la secularización, que caracteriza al pensamiento ilustrado, penetrará en los ámbitos teológicos, contradictoriamente; y empujará a la teología hacia versiones secularizadas que florecerán abiertamente en la época contemporánea.

La teología ilustrada tenderá por tanto a la inmanencia, a la antropología y a reconocer la autonomía del hombre respecto de Dios. Los teólogos racionalistas moderados inaugurarán una línea de pensamiento que se conoce como neología. Algunos extremistas llegarán a rechazar lo sobrenatural. El gran humanista ilustrado Lessing propondrá una «religión de la razón» que tienda a la perfección humana más que a la investigación en la divinidad. Inmanuel Kant, una cumbre de la Ilustración, descarta la revelación sobrenatural en sentido estricto y basa la religión sobre la ética, no sobre el dogma. La teología queda subordinada así a la razón práctica. En Inglaterra, los filósofos racionalistas se convierten en librepensadores deístas que no niegan a Dios, pero le marginan. Otros, como Hume, son virtualmente ateos, e infundirán su indiferencia en la configuración profunda de la modernidad.

La teología romántica en el siglo XIX

El movimiento racionalista y secularizador de la Ilustración continúa en el siglo XIX sin desnaturalizarse entre las nuevas oleadas de romanticismo e idealismo. En Alemania, que llega entre el final del siglo XVIII y el primer tercio del XIX a su apogeo cultural moderno, las líneas de la Ilustración, el Romanticismo y el Idealismo se interpenetran y se interfecundan en una espléndida unidad cultural de signo pluralista; aunque algunos autores prefieren llamar Segunda Ilustración a la que se despliega en el idealismo —de Kant a Hegel— y en sus derivaciones, como la izquierda hegeliana cuyo máximo representante, tras Feuerbach, será Carlos Marx. A lo largo de todo el siglo XIX la antítesis entre la ciencia y la fe, la demoledora ofensiva del positivismo y la degradación anticultural del pensamiento y hasta del magisterio católico (y no sólo católico) marginan y anquilosan a la teología y rematan la sustitución de teología por filosofía ante los grandes problemas teológicos, como el problema de Dios; mientras que los métodos racionalistas inspirados en la Ciencia Absoluta condicionan férreamente la investigación bíblica, que se hace depender directamente de las investigaciones y teorías históricas y arqueológicas. El idealismo continúa, por una parte, los impulsos de la Ilustración; por otra los supera, gracias a su identificación filosófica y cultural con el Romanticismo, que impone una nueva evaluación mucho más positiva de los orígenes religiosos, la Edad Media, los valores modernos del misterio, la subjetividad y la emotividad. Pero a la vez el idealismo enfoca a Dios ya no como persona (cree que ésa es una concepción antropomórfica) sino como Absoluto panteizante, que incitará a Marx a identificar a ese Absoluto despersonalizado con una proyección de alienaciones humanas. Para Hegel, por ejemplo —el pensador central del siglo XIX—, la religión, el cristianismo y Dios son temas esenciales de su especulación; por lo que la teología se va reduciendo a filosofía de lo religioso. En la izquierda hegeliana se imponen dos direcciones. Una, la de Feuerbach-Marx, acabará con toda posibilidad teológica al negar la realidad trascendente de Dios y fijar esa negación como fundamento de todo el pensador filosófico, centrado sobre el hombre. Otra, con D. F. Strauss, aplicará a la religión de forma implacable la crítica racionalista, reducirá el Nuevo Testamento a un conjunto subjetivo-colectivo de mitos irreales, decretará la irreconciliabilidad entre la fe y la filosofía y en definitiva hundirá los fundamentos hegelianos de la religión desde el corazón del propio sistema hegeliano.

Frente a esta desnaturalización de la fe y la teología, Schleiermacher alzará la enseña de la teología romántica (1768-1834) desde su actitud arraigada simultáneamente en el pietismo protestante, la Ilustración y el Romanticismo. En su resonante Discurso sobre la religión (1799) y en su Dogmatik (1821-22) tratará de encontrar un nuevo cimiento religioso y teológico que eluda el cerco del racionalismo y el idealismo: y cree encontrarlo en la emotividad y el sentimiento. La religión es intuir y sentir más que razonar. El hombre religioso se sumerge en el infinito; experimenta una religión que anida en la relación hombre-universo. Reduce la teología a antropología, pero no alienante sino trascendente. Y en el fondo se rinde a la filosofía racionalista al hurtar de ella la consideración de un Dios al que sólo se llega por intuición experimental, no por las vías de la razón; en lo que concuerda con una profunda tradición doctrinal del protestantismo, que en cierto sentido rebrotará en Karl Barth.

La teología protestante en el siglo XX: la época titánica

Al comenzar el siglo XX el racionalismo, la secularización y el complejo de inferioridad ante la ciencia habían arrinconado a la Teología protestante centroeuropea; no así a la anglosajona, que como vamos a ver en la sección siguiente había iniciado, tanto en el Reino Unido como en Norteamérica, un importante proceso de renovación. Pero la teología germánica seguía siendo dominante en el universo protestante; y en ella surgió, tras una etapa inicial de postración, una época verdaderamente titánica, por las relevantes personalidades que no sólo irradiaron al mundo religioso protestante y católico, sino que influyeron, y siguen influyendo, poderosamente en los ámbitos universales de las ideas y de la cultura, como nunca había sucedido desde los tiempos de la Reforma. Como en la Inglaterra del XIX y en la América del siglo XX surgen también figuras titánicas dentro de la comunidad evangélica, debemos ampliar a toda la Edad Contemporánea esta calificación de época titánica del pensamiento teológico protestante. He aquí un fenómeno que los católicos españoles e iberoamericanos desconocen demasiadas veces y que merece la pena reseñar críticamente con todo respeto. En los medios teológicos protestantes de Centroeuropa durante el siglo XX las directrices principales (que desde ellos influirán intensamente en los medios de la Teología católica) son dedicación al estudio científico y a la vivencia religiosa de la Biblia; reencuentro y profundización en la Reforma del siglo XVI; y simbiosis con las corrientes de la filosofía contemporánea para expresar mediante sus categorías el mensaje teológico no de forma adjetiva y formal, sino mediante una verdadera interacción entre filosofía y teología. Las corrientes del pensamiento moderno que contribuyen a esta simbiosis teológica serán el racionalismo, el historicismo, y el existencialismo. A última hora, ya después de la Segunda Guerra Mundial, el marxismo se incorporará contradictoriamente a este proceso de interfecundación.

La herencia del siglo XIX

Durante los primeros años del siglo XX permanece como línea dominante en la teología evangélica la herencia del siglo XIX: que consistía, como ya sabemos, en el racionalismo, la aplicación del método histórico-crítico al estudio de la Biblia y la aceptación acomplejada de la secularización inevitable. El impacto de David Federico Strauss mantenía la necesidad de distinguir entre el núcleo de la revelación y el ropaje mitológico que la envolvía, EL teólogo principal para esta época es Adolfo Harnack (1851-1930) que en su Manual de Historia de los Dogmas, publicado con gran resonancia, cultiva el más depurado historicismo, asume todos los nuevos datos arqueológicos y afirma, como tesis principal, que el helenismo ha desfigurado la verdad cristiana primitiva. Harnack fue maestro de toda una gran generación teológica protestante; sus investigaciones impulsaron también a la Iglesia católica a organizar y fomentar con todo rigor los estudios bíblicos, orientales y patrísticos, y gracias a ellos la ciencia teológica del catolicismo no desmerece hoy de la que desde el siglo XIX se construyó en el protestantismo, lo que ha favorecido, sin duda, el diálogo ecuménico entre expertos, basado en el mutuo respeto y reconocimiento.

Desde el mismo impacto de la Vida de Jesús de Strauss, en pleno siglo XIX, arranca la viva contraposición protestante entre el Cristo de la fe y el Jesús de la Historia, que como el contraste entre el núcleo y el ropaje de la revelación constituye una constante del pensamiento evangélico de nuestro siglo. Para W. Wrede (1859-1906) los Evangelios no son más que una interpretación tardía de la comunidad cristiana primordial. En esta línea de contraposición se inscribe también otra gran personalidad del pensamiento y la acción en el protestantismo contemporáneo, el doctor Albert Schweitzer. Y también, en su primer período, Rudolf Bultmann, para quien en esta época los Evangelios carecen de valor biográfico, y son expresiones del sentir colectivo de la primera comunidad cristiana.

La teología dialéctica: Kart Barth

Algunas personalidades citadas —Harnack y Schweitzer— merecen ya, en el mundo protestante del siglo XX, el calificativo de titánicas. Algunas que luego se citarán también son acreedoras a esta distinción de imagen. Pero sin duda alguna los dos titanes del pensamiento evangélico centroeuropeo en el siglo XX son los profesores Karl Barth y Rudolf Bultmann, jefes de cada una de las alas de la que se ha llamado teología dialéctica, a la que cabe el honor y mérito singular de haber restaurado en plenitud la teología en el protestantismo; donde yacía hasta ellos, desde la Ilustración y el Romanticismo, como ancilla subordinada a la Razón y a la Filosofía.

Contra la teología racionalista, inevitablemente secularizada, Karl Barth (1886-1968), el gran teólogo de Basilea, abandera la restauración teológica al afirmar, contra todas las excrecencias del racionalismo, la revelación transhistórica de Dios al hombre. Su objetivo permanente es concebir la teología como base para la pastoral de la Palabra, como se trasluce en su admirable colección de sermones (varios de ellos pronunciados en la cárcel de Basilea) y oraciones, Al servicio de la palabra (Salamanca, «Sígueme», 1985). Se dio a conocer universalmente en 1921, cuando en el Comentario a la Epístola a los Romanos supera ya por todas partes la exégesis histórico-filosófica; supera de lleno en el plano teológico a su maestro Harnack. Y marca para siempre su posición cristocéntrica frente al antropocentrismo de la teología liberal, racionalista y secularizada. Cristo, conjunción de lo divino y lo humano, enlace entre Dios, el hombre y el mundo.

En su obra magna, Kirchliche Dogmatik, publicada entre 1932 y 1959, parte de la intuición de que la teología versa sobre la realidad de Dios en Jesucristo. Cristo es «el principio de la inmanencia de Dios en el mundo». Pero el dogma es inconciliable con la ciencia, la fe con la razón; cada una de ellas de mueve en planos diferentes sin encontrarse, aunque sin chocar. Para la comprensión humana —que por tanto ha de ser también racional— de la Revelación, Barth no se apoya en la analogía del ser, admitida y postulada por los católicos, que para Barth es una aberración descrita con duras expresiones; sino en la analogía de la fe, que no se funda en el ser sino en la capacidad misteriosa de significación en la Palabra; entre la expresión divina y los signos humanos de comprensión. Pero ¿no estará Barth, que parece confundir la analogía del ser aceptada por los católicos —por ejemplo en la luminosa doctrina de Francisco Suárez— diciendo lo mismo que Suárez desde otro punto de vista, el punto de vista de la comunicación de signos que Suárez sitúa en la capacidad de relación del ser? Barth acepta de lleno toda la tradición cristiana común previa a la ruptura del siglo XVI; por ejemplo la doctrina de san Agustín y de santo Tomás de Aquino, a quienes equipara con Lutero y Calvino. Barth se inscribe en el gran movimiento de la teología dialéctica, pero sin apoyarse en estructuras metafísicas para tender el puente Dios-hombre, que él sólo confía a la dialéctica elemental y profunda de la Palabra. Dios y el hombre se unen así por la palabra, es decir por la dialéctica de la Revelación, independientemente de consideraciones y aproximaciones de razón y de ciencia. Es una hermosa y —como hemos dicho— titánica restauración del pensar teológico, con toda su recuperada autonomía, en medio del reino de la ciencia; es una negación radical del último fundamento de la secularización.

La dialéctica teológico-existencial: Rudolf Bultmann

Frente al trascendentalismo de Karl Barth, el ala existencialista de la teología dialéctica protestante toma su inspiración, y dirige su diálogo al pensamiento y la actitud de la filosofía existencialista, esa gran reacción contra el idealismo que inicia el filósofo danés de la angustia y la introspección. Soren Kierkegaard (1813-1855) resucitado, después de tantas décadas de olvido, como profeta e intérprete para las crisis del siglo XX. El existencialismo es esencialmente una filosofía para las incertidumbres de una Europa entre dos guerras mundiales, la de 1914 y la de 1945, y llegará a su cumbre intelectual con Martín Heidegger, en cuyo pensamiento comulgan los teólogos dialécticos de esta rama. Kierkegaard rechazaba toda interpretación racional del cristianismo; identificaba a Cristo como una paradoja trascendente y humana a la vez; y llegaba a Dios por la fe, no por la ciencia. Estas intuiciones que suscitan también profundos ecos en Karl Barth, son originalmente comunes a las dos alas de la teología dialéctica, inmersa en la angustia y el temor de nuestro tiempo de entreguerras.

Tras el iniciador de esta corriente existencialista, Brunner (1889) es Friedrich Gogarten quien la desarrolla. Admite una teología natural existencial, y trata de construir la teología sobre una reflexión existencial antropológica. Pero es Rudolf Bultmann (1884-1976) quien puede considerarse, junto a Barth, como el segundo titán de la teología dialéctica y de la restauración teológica en el siglo XX dentro del campo protestante. Biblista y profesor en Marburgo, Bultmann acepta inicialmente el método histórico-crítico de la teología liberal, pero trata de superarlo. Heidegger le suministra la interpretación existencial del Nuevo Testamento; y aborda desde la dialéctica de la existencia el problema de la desmitologización de la Biblia cristiana, un problema que pendía y actuaba desde Strauss sobre toda la teología protestante. Para Bultmann la Escritura es formulación de posibilidades de existencia. La fe es una fórmula divina que se propone como guía de la existencia humana en diálogo con la Biblia. La fe cristiana no puede exigir la aceptación de la cosmovisión mitológica de la Biblia por el hombre moderno. El hombre actual posee, desde sólidas bases racionales, una cosmovisión de signo científico, que choca con la mitología. La desmitologización se refiere ante todo al acontecimiento Cristo que en su presentación neotestamentaria está envuelto en elementos mitológicos: la ascensión, el descenso a los infiernos, los milagros, la resurrección biológica, etc. El mito debe interpretarse antropológicamente, existencialmente. Efectuada la desmitologización queda vivo el núcleo vital del Nuevo Testamento. El mito no forma parte, de la dialéctica de la revelación sino de la dialéctica de la existencia. Desmitificar equivale a interpretar existencialmente el Nuevo Testamento. Los Evangelios no son otra cosa que un modo de entender la existencia. Privada de sus ropajes mitológicos, el mensaje central de la Revelación, es decir la presencia de Dios en la Historia, queda, en medio de su misterio, dispuesto para ser comunicado al hombre moderno, sin interferencias adjetivas de cosmovisiones. El que se comunica es un Dios más profundo, pero también más auténtico; un Dios en medio de su misterio y de su realidad, por medio del Cristo real, no del Cristo adjetivo y mitificado.

Dos aproximaciones teológicas al mundo sin Dios: Bonhoeffer y Tillich

Al hablar, en el capítulo tercero, de la teología de la secularización como moda teológica, hemos visto cómo algunos teólogos protestantes, y algunos católicos, des-teologizaban a la propia teología al aceptar en su seno, como un nuevo dogma, al antidogma de la secularización. Y vimos allí también cómo otros teólogos protestantes, de quienes el doctor Harvey Cox es el más famoso, superaban la manía secularizadora (que al propio Cox había atenazado) para regresar, a partir de los estímulos del fundamentalismo y de la teología de la liberación, al quehacer teológico menos acomplejado, tras descartar lúcidamente la moda secularizante, contradictoria con la teología. Ahora nos toca estudiar la guerra de dos teólogos protestantes independientes que se enfrentan con la teología liberal y con el hecho de la secularización, mediante el intento de superarlo: son dos alemanes con presencia vital dentro y fuera de su ámbito nacional —convulso por la crisis nazi— y que ejercen honda influencia en el pensamiento católico y universal de nuestro tiempo.

Dietrich Bonhoeffer (1906-1945) está aureolado para la historia del cristianismo contemporáneo por su martirio ya a la vista de la liberación. Discípulo de Harnack, su teología le llevó al enfrentamiento directo con el totalitarismo hitleriano, al que se opuso desde su misma victoria, cuando en 1933, al día siguiente de la proclamación de Hitler como Führer, manifestó pública y resonantemente sus temores y su rechazo. Pasó, como consecuencia, dos años en Londres donde completó su experiencia de relaciones exteriores que había iniciado ya en otros puntos de Europa, por ejemplo en Barcelona, donde fue vicario de la parroquia evangélica alemana. Miembro activísimo de la Iglesia confesante —un movimiento antinazi de las Iglesias protestantes alemanas creado en setiembre de 1933 contra la aceptación del racismo por la Iglesia prusiana— se enfrentó por ello con su facultad teológica de Berlín, que había contemporizado con el nazismo, lo mismo que muy amplios sectores —desde luego mayoritarios— de la Iglesia católica y el Episcopado católico en Alemania, pese a los esfuerzos posteriores del Papa Juan Pablo II para exaltar a los católicos resistentes al nazismo, que fueron excepción.

Regresó heroicamente a Alemania en 1935. Fue destituido de su cátedra por los nazis en 1936. En 1941 eludió el servicio militar para enrolarse en la red de contraespionaje organizada por otro resistente oculto, el almirante Canaris, que aconsejaba por entonces al general Franco la oposición a los proyectos hitlerianos de invadir la Península. Intervino Bonhoeffer, con otros miembros de su familia, en la conspiración para derrocar y eliminar a Hitler en que también estuvo implicado el propio Canaris. Desde 1943 se le recluyó en una prisión militar, desde la que envió sus famosas Cartas que forman en conjunto la más célebre de sus obras, y que se han editado en versión española, excelente, por «Ediciones Sígueme», Salamanca, 1983, con el título Resistencia y sumisión. Acusado por faltas contra la moral defensiva, de lo que trata de defenderse en esas cartas, fue condenado a muerte definitivamente después del atentado contra Hitler que fracasó el 20 de julio de 1944. La magnitud de su sacrificio se acentúa si recordamos que en 1939, en junio, se había refugiado en Nueva York, pero impulsado por su conciencia de servicio quiso regresar pocas semanas después a Europa en el último barco que zarpó de América antes del estallido de la Guerra Mundial. Durante su época de cooperación con Canaris contribuyó a las actividades de la Resistencia en sus viajes al extranjero, por ejemplo Suiza y Suecia. Fue ahorcado junto con el almirante cuando ya agonizaba la Alemania nazi en 1945.

Hemos detallado la trayectoria vital de Bonhoeffer porque fue un profeta de la acción antitotalitaria más que un pensador contemplativo, pero tampoco puede menospreciarse su contribución teológica. Cuya clave inicial fue la idea de la comunión de los santos, que le acercó a las posiciones del catolicismo espiritualista: concebía a la Iglesia, en efecto, como una, santa, católica, con diversas confesiones en su seno, y Cristo como único señor de todos; es por lo tanto un adelantado del ecumenismo. En sus otros escritos, y señaladamente en sus cartas desde la cárcel, dibuja su antítesis entre la concepción medieval del mundo adolescente —con un Dios ex machina, suplente de las impotencias humanas— y un mundo adulto actual, dominado por la concepción arreligiosa y secularizada, para el que hay que reinterpretar a Dios en categorías seculares y arreligiosas. Hay que encontrar a Dios no sólo en la muerte sino en la vida; no sólo en el fracaso sino en el éxito. Cristo, encarnación de Dios, ha de mediar entre los hombres y el mundo, entre Dios y el mundo. Se ha dicho certeramente que Bonhoeffer es el profeta de la plena profanidad vivida en compañía de Cristo crucificado. Es también muy interesante su epistolario en libertad, reunido en el libro Redimidos para lo humano (1924-1942), por «Ediciones Sígueme», Salamanca, 1979.

Si Bonhoeffer volvió de América a Alemania en busca del martirio —no es solamente un titán del pensamiento protestante, sino un auténtico mártir del cristianismo—, el profesor Paul Tillich (1886-1963) se quedó en América para impartir desde allí, como había hecho Maritain en el campo católico, un fecundo magisterio de alcance mundial. Su experiencia como capellán de guerra en el ejército alemán durante el conflicto de 1914 le acercó a las necesidades del pueblo en angustia. Sus contactos culturales de posguerra le impulsaron a lograr una síntesis de teología y cultura, en sentido contrario a la que Gramsci intentaba desde el marxismo cultural. Tras profesar teología en Alemania hasta 1933 se trasladó a los Estados Unidos, donde enseñó, hasta su muerte, en Harvard y Chicago. Poseemos sobre su pensamiento una excelente tesis española: la de Alfonso Garrido Sanz, La Iglesia en el pensamiento de Paul Tillich, Salamanca, «Ediciones Sígueme», 1979.

Paul Tillich es ante todo un conciliador, que trata de relacionar e interfecundar la teología con la filosofía y la cultura. Concibe, para el hombre moderno, a la religión como una forma de cultura; y trata de detectar los entronques religiosos de la cultura contemporánea. A preguntas existenciales, envueltas en el ambiente cultural de nuestra época, trata de responder con teología profunda. Para ello se ve obligado a conceder demasiado; por ejemplo concibe la revelación divina no como expresión o comunicación sobrenatural formal sino más bien como símbolo. Cristo es solamente un hombre excepcional; y su teología no es por tanto ateísta pero sí antiteísta.

Pero Dios es en cierto sentido trascendente. Dios no es una realidad aparte pero es ante todo profundidad del ser. Son los enunciados teológicos sobre Dios, más que el mismo concepto de Dios, quienes poseen valor simbólico. Dios es el ser mismo; es la única realidad no simbólica sobre la que versa la teología. Esto significa que Tillich, como gran excepción entre los teólogos protestantes, admite la analogía del ser en sentido semejante al que aceptan los católicos como puente natural y metafísico entre el hombre, el mundo y Dios.

Hombre instalado en la realidad y vocado a las síntesis, Tillich se muestra teológicamente muy preocupado por el grave problema social del hombre contemporáneo. Su dialéctica trata de crear una síntesis a partir de la tesis crítica de la escuela liberal que seculariza la religión y la teología; y de la antítesis barthiana que separa el plano del hombre-mundo y la suprema realidad de Dios. Es un teólogo de extraordinario atractivo para muchos católicos de nuestro tiempo, una figura de aproximación superada, desde luego, por la inmensidad de su intento, pero muy estimable al abordarlo.

La teología anglosajona: del movimiento de Oxford al fundamentalismo

En las secciones anteriores hemos hecho alguna alusión a la teología protestante anglosajona, pero nos hemos centrado sobre la centroeuropea, porque de ésta ha venido un influjo mucho mayor sobre la teología católica y en concreto sobre la teología de la liberación. Pero debemos ahora apuntar algunas ideas sobre la trayectoria de la teología anglosajona, apoyándonos en el mismo libro-guía del profesor Gómez-Heras, aunque añadiremos consideraciones provenientes de fuentes directas alguna vez.

La ruptura entre anglicanos y católicos no se originó por motivos doctrinales, sino de orden personal, político y disciplinario, entre Enrique VIII de Inglaterra y la Santa Sede. Luego la reordenación confirmada por los nuevos intereses de todo tipo, sin excluir los más rastreros, así como la continuada hostilidad entre España, bastión del catolicismo en la Contrarreforma, y la Inglaterra protestante, consolidó el cisma anglicano y permitió la penetración de las doctrinas protestantes europeas en la Iglesia de Inglaterra, muy sensible también a la presión del humanismo moderno y sobre todo de la Ilustración. De ahí que los fermentos secularizadores hayan actuado sobre el protestantismo británico mucho más intensamente que sobre el continental y sobre el catolicismo.

A lo largo de toda la historia moderna y contemporánea del protestantismo inglés (sin que sea éste momento oportuno para sugerir distinciones, que fueron y son reales, entre las diversas naciones del Reino Unido) se advierte la presencia simultánea de tres corrientes:

En todos los períodos de la modernidad y la contemporaneidad coexisten estas tres tendencias, con diversas fases dominantes de una u otra. Sabido es que desde el cisma del siglo XVI hasta la tolerancia que se impone a fines del XVII la Iglesia católica fue duramente perseguida en el Reino Unido, donde Roma reconoció una notable floración de mártires que la Iglesia anglicana trató siempre de degradar por motivos políticos, pero que sucumbieron claramente ante el odio a su fe.

En los siglos XVI y XVII, con claro predominio de la Iglesia Alta, cuajan varios intentos de vía media entre el catolicismo y el protestantismo continental. La Iglesia anglicana conserva —hasta hoy— el sistema episcopal, con los obispos incluidos en el sistema político como rasgo típico de lo que en Europa había sido el Antiguo Régimen. Al producirse la convulsión cromwelliana en la segunda mitad del siglo XVII surge el predominio de la Iglesia Baja, que cede de nuevo el paso a la Alta al llegar la Restauración de 1660; con la instalación de la nueva dinastía continental al ser expulsados los Estuardos se implanta una tolerancia cada vez mayor, se restablece el equilibrio entre las corrientes, y la controversia religiosa, ya dentro del siglo XVIII, cede el paso a la penetración del racionalismo secularizador, que coincide, sin que éste sea el momento de señalar conexiones históricas y estructurales, con la profunda renovación de la Masonería en Inglaterra durante la segunda década del Siglo de las Luces: la nueva Masonería especulativa, que sustituye a la Operativa, alcanza un gran éxito en Inglaterra, y se trasplanta desde allí al continente y a América. En todas partes actuará como decisivo factor y fermento secularizador.

El movimiento de Oxford

Como reacción a la secularización liberal del siglo XVIII, prolongada en el XIX, aparece en Inglaterra el Movimiento Evangélico, versión anglosajona del pietismo protestante continental. Es una oleada de renovación interior que afecta sobre todo a la Iglesia Baja, el bajo clero de muchas parroquias, y que a mediados del siglo XIX se ve poderosamente contrarrestado por otro movimiento renovador de la Iglesia Alta: el Movimiento de Oxford, surgido en los ambientes teológicos de la gran Universidad, y que bajo la dirección del profesor J. H. Newman (1801-1890) marca una fuerte tendencia de aproximación primero, y luego de conversión hacia la Iglesia católica, en la que se integra el propio Newman, seguido por numerosos adictos, en 1845. La Iglesia anglicana vibró en sus cimientos, pero el profesor Pusey logró mantener al Movimiento de Oxford en su seno.

Antes de la conversión de Newman los portavoces del Movimiento de Oxford vertían sus ideas renovadoras en los célebres folletos Tracts for the times, de los que se publicaron noventa entre 1833 y 1841. Algunos son simples folletos; otros llegan a aparecer como auténticas monografías teológicas. El punto central es la eclesiología, y concretamente la sucesión apostólica. En uno de los tracts Newman intenta la conciliación de los artículos de la Iglesia anglicana con la doctrina del Concilio de Trento; alarmadas, las autoridades anglicanas deciden suspender la publicación. Los tracts formulan la clásica vía media entre catolicismo romano y protestantismo continental; y se apoyan en la tradición patrística común. Tanto el movimiento evangélico como la teología racionalista se opusieron vigorosamente al Movimiento de Oxford. Después de su conversión, una de las más resonantes en la historia de la Iglesia, Newman fue creado cardenal por el’ Papa.

La evolución religiosa en los Estados Unidos

El Movimiento de Oxford no consiguió, como se pudo creer en algún momento, la conversión general de la Iglesia anglicana al catolicismo, pero dio definitiva carta de naturaleza al catolicismo en medio de las comunidades cristianas del Reino Unido; desde entonces se han multiplicado los gestos de aproximación entre anglicanos y católicos, se han producido nuevas conversiones importantes, y la Iglesia de Roma ha contado siempre en las islas con una apoyatura intelectual de primer orden, como lo demuestran los nombres de Gilbert K. Chesterton y Graham Greene; aunque también haya sufrido deserciones gravísimas hacia el agnosticismo, como la del alumno de los jesuitas y célebre autor irlandés James Joyce. Las convulsiones religiosas de Inglaterra provocaron la emigración a Ultramar —las Trece Colonias en el siglo XVIII, los Estados Unidos en el siglo XIX— de minorías perseguidas que proliferaron luego en la nueva tierra de promisión con libertad, e impusieron allí una ejemplar tolerancia; los católicos en Maryland, los presbiterianos y puritanos, los irlandeses católicos en las grandes ciudades durante el siglo XIX, otras minorías católicas como italianos, polacos y bávaros en diversos Estados. El aislamiento de los Estados Unidos durante su fase de expansión interior complicó notablemente la historia del cristianismo en Norteamérica, donde todas las corrientes religiosas británicas arraigaron y se extendieron con rasgos originales que ahora no podemos ni describir, pero entre los que deseamos subrayar, a nuestro propósito, los siguientes:

Primero, una degradación secularizadora cada vez mayor en la corriente racionalista-ilustrada, que ha desembocado en un generalizado deísmo, compatible con el acendrado sentimiento religioso tradicional en muchas minorías originarías de los Estados Unidos, y que se mantiene, en vivo contraste con la secularización oficial de la vida pública europea, en ritos públicos de raigambre religiosa, como en los momentos de alta tensión institucional de la nación.

Segundo, un crecimiento constante en influencia, prestigio y peso relativo de la Iglesia católica desde la independencia de las trece colonias hasta el Concilio Vaticano II, con especial rendimiento y mérito de la Compañía de Jesús, cuyo conjunto norteamericano se convirtió en el más floreciente y prometedor de toda la Orden. La coexistencia natural de la Iglesia católica con la democracia norteamericana resultó sumamente beneficiosa para corregir las desviaciones y las vacilaciones autoritarias e integristas de la Iglesia en los siglos XIX y XX. Pero la crisis posconciliar ha afectado de forma gravísima a la Iglesia católica en los Estados Unidos, y en particular a la Compañía de Jesús, hondamente dividida en la gran nación cristiana de América, con consecuencias igualmente graves en todo el mundo católico y especialmente en Iberoamérica.

Tercero, una proliferación del pietismo norteamericano en multitud de núcleos intraconfesionales, movimientos de renovación, e incluso en el complicado campo de las sectas cristianas, cuya delimitación con las diversas confesiones establecidas resulta a veces sumamente difícil.

Cuarto, un creciente dominio de la teología liberal como doctrina de las principales iglesias protestantes de los Estados Unidos, donde ha hecho estragos la secularización, como se revela en el primer Harvey Cox, en su libro La ciudad secular, que ya hemos comentado; tendencia contra la que se ha alzado el propio Cox en su obra de 1983 Religión in the secular city, cuya importancia sintomática también hemos tenido en cuenta al hablar de las modas teológicas. Pero la reacción fundamentalista y liberacionista contra el complejo de secularización no ha logrado, ni mucho menos, invertir el signo de la marea liberal y secularizadora en la teología y el ambiente religioso del protestantismo y del catolicismo norteamericano, sometidos hoy a una crisis insondable que se manifiesta en numerosas discordancias ideológicas, morales y disciplinarias, más visibles en la Iglesia católica por el carácter tradicional preconciliar que resaltaba ejemplarmente en los Estados Unidos.

Y quinto, el reciente auge del fundamentalismo dentro del protestantismo norteamericano, una corriente fortísima apoyada en los medios audiovisuales de comunicación, y sin contrapartidas apreciables —con excepciones ya desgraciadamente desahuciadas como la del obispo Ful-ton Sheen— en el campo católico.

El nuevo fundamentalismo norteamericano

Sobre el fundamentalismo y su auge reciente ha dado un lúcido testimonio el doctor Harvey Cox en el segundo de sus citados libros. El «retorno de la religión a la ciudad secular» que Cox detecta a fines de los años setenta del siglo XX tiene mucho que ver con ese auge del fundamentalismo protestante norteamericano, del que también se ha hecho eco el observador liberal europeo Guy Sorman en su libro célebre sobre la revolución liberal. Uno de los promotores de este revival fundamentalista es el pastor baptista Jerry Falwell, fundador de la Mayoría Moral en 1979, que se ha configurado como gran fuerza social de amplia influencia política, decisiva para el rebrote del conservadurismo en la época de Reagan. Cox escribió su primer libro en 1965 bajo el influjo de las doctrinas secularizantes de Bonhoeffer. En el segundo ha modificado, como vimos, sustancialmente su posición. La Mayoría Moral de Falwell ha reunido cuatro millones de miembros corizantes, lo que la configura como una tremenda fuerza socio-económica. Para los nuevos fundamentalistas del protestantismo norteamericano, la fuente principal de nuestra situación enferma es el complejo de secularización aceptada, fruto a su vez de una confluencia: la de la tecnología científica y la tendencia moderna a la urbanización. Los fundamentalistas critican duramente a la teología liberal moderna como factor de secularización en el campo religioso.

El fundamentalismo contemporáneo no es de ahora; había nacido en los Estados Unidos hacia 1910-1915. Se apoyaba acríticamente en la Biblia y en la inminencia de la Segunda Venida de Cristo. Los fundamentalistas no desprecian a la ciencia moderna; y exhiben casos como el de la Sábana Santa de Turín para demostrar que la fe y la ciencia se pueden encontrar. En el mundo que se empieza a llamar posmoderno la filosofía, la teología y la ciencia han dispuesto sus hostilidades, y han iniciado su reencuentro; esto se advierte en muchas manifestaciones de aproximación religiosa, entre científicos eminentes.

«Me atrevo a predecir —dice Cox en el segundo de sus libros citados, p. 59— que en un mundo posmoderno en el que la ciencia, la filosofía y la religión han empezado ya a intercomunicarse, y en el cual la religión y la política no habitan ya compartimientos separados en la empresa humana, la separación antinatural presente entre la fe y la inteligencia será también superada».

El fundamentalismo fue articulado por el profesor S. Gresham Machen y nació entre intelectuales urbanos. Es una oposición al mundo moderno liberal-capitalista. Para los fundamentalistas primordiales se excluyen cristiandad y modernidad. La causa de la decadencia de nuestra sociedad es la secularización. Pero la conjunción sorprendente entre fundamentalismo y los grandes medios de comunicación en Norteamérica, así como el sentido de responsabilidad que ha invadido a los fundamentalistas ante el reconocimiento de su tremendo influjo social y político, les ha reconciliado en cierto sentido con la vida moderna. Desde el campo liberal-radical, es decir, desde la socialdemocracia norteamericana que se encubre bajo el término liberal (que no significa lo mismo en Europa que en América) se ha desencadenado recientemente —a partir de 1987— una contraofensiva en regla contra el fundamentalismo, para intentar arrebatarle su preponderancia social. Los poderosos medios de comunicación del mundo liberal norteamericano —con intenso eco en Europa y en España, por ejemplo en el diario gubernamental El País y en la radio y la televisión del Gobierno— se han aireado obsesivamente y se han generalizado casos trágicos de corrupción aislada entre los fundamentalistas, como si entre los liberales —Edward Kennedy, Gary Hart— no se produjesen con igual intensidad y resonancia. Esta ofensiva antifundamentalista no se corresponde, en dichos medios, con una crítica paralela del liberalismo, al que se apoya expresa y tácticamente; se corresponde, en cambio, con la presión destructiva contra el presidente Reagan apoyándose en errores estratégicos como el caso Irán-Contra; esa presión tuvo en el obseso corresponsal de Televisión Española en Estados Unidos, Diego Carcedo, a uno de sus portavoces más característicos. Los escándalos financieros y sexuales de varios predicadores fundamentalistas, que han convertido la religión en negocio y orgía, han acarreado últimamente el descrédito sobre todo el movimiento. Es la venganza de la secularización, que ya se veía contra las cuerdas.

El diálogo protestante con el marxismo: Jürgen Moltmann

En el excelente tratado sobre la teología protestante del profesor José María Gómez-Heras, que tanto nos ha ayudado para todo este capítulo, se alcanza, al final, pese a su fecha de edición (1972), la figura de un teólogo clave para los orígenes de la teología de la liberación, Jürgen Moltmann. Al hablar de los problemas teológicos de la última actualidad, cita el profesor español a los «teólogos que más que mediar entre teología y filosofía humanista o entre física moderna y religión, intentan dialogar con el marxismo, representado últimamente por hombres como Garaudy y E. Bloch. El problema se concentra en la cuestión del “sentido de la historia” y de ahí que se conecte el tema “Dios” con las categorías “esperanza”, “futuro”, “escatología”».

Es una visión muy certera, que desde su formulación debe ampliarse y completarse porque los teólogos del diálogo, que son principalmente Moltmann en el campo protestante y J. B. Metz en el católico, se han convertido en fuentes principales para la inspiración y la fundamentación teórica del liberacionismo. Cuando el doctor Martín Palma, notable teólogo granadino con gran prestigio en Centroeuropa, subraya la dimensión protestante de la inspiración liberacionista, está apuntando sobre todo, sin duda, a la contribución teológica de Jürgen Moltmann.

Ya hemos presentado y ampliado las ideas de J. B. Metz, teólogo socialdemócrata radical y creador de la nueva Teología política. Para Moltmann debemos acudir ante todo a su célebre libro Teología de la esperanza, aparecido en Alemania el año 1964, y con traducción española en ediciones «Sígueme», de Salamanca, en 1969. El profesor C. Pozo, S. I., ha propuesto un exhaustivo análisis de esa obra clave de Moltmann en su ya citado libro, en colaboración con el cardenal Daniélou, Iglesia y secularización, Madrid, «BAC minor», 1973.

La obra de Moltmann se inserta en el período post-bultmaniano de la teología centroeuropea. Las dos claves de Moltmann —según el doctor Pozo— son, primero, la superación de Buitmann; segundo, el diálogo con el marxismo sobre el futuro. En el libro esencial de Moltmann figura, como apéndice, un diálogo con el filósofo marxista Ernst Bloch.

La superación de Bultmann

Un gran mérito de Moltmann consiste en establecer, de forma clarísima y en confrontación superadora de Bultmann, que el mensaje evangélico, sobre todo el misterio de la Resurrección, no es mitológico, sino simplemente real. No es, como quería Bultmann, algo «cierto para mí» sino sencillamente «cierto». La resurrección como hecho es la clave del cristianismo. La Resurrección es un hecho histórico, inscrito en coordenadas de tiempo y espacio. Pero no es un hecho intramundano; no pudo ser objeto de percepción humana. Y por eso no se le puede analizar —según Moltmann— teológicamente, racionalmente. No hay analogía —no experimentable tampoco— con el hecho de la creación, y con la resurrección final de la Humanidad, anunciada en el Nuevo Testamento.

Resulta esencial en la concepción de Moltmann la distinción entre religiones de promesa (como la bíblica) y religiones de epifanía, como las cananeas y la helenística. Las religiones de epifanía exaltan al logos; las de promesa, la esperanza. Moltmann critica al cristianismo primitivo por su contaminación helenística. Al excluirse el logos, se hacen menos necesarios la doctrina y el culto en la religión. Entonces la Iglesia carece de funciones como comunidad doctrinal y cultural y se convierte en comunidad en camino, en éxodo, cuya función es infundir a los peregrinos la esperanza en medio de ese éxodo. Tal esperanza no es un opio alienante sino fuerza para luchar contra la miseria y la opresión; contra todo lo que lleva el signo de la muerte. En este terreno se recomienda el diálogo con los humanismos y especialmente con el humanismo marxista. Es más importante, como fundamento de ese diálogo, la praxis común para el camino que las ideologías particulares, aisladas. La ortodoxia se relaciona con el logos; la coincidencia se verifica en la ortopraxis. A ese diálogo y a esa praxis común el cristiano aporta su esperanza.

Las insuficiencias de Moltmann

La teología de la esperanza se ofrece como alternativa a la teología de la muerte de Dios, y a la desmitificación radical de Bultmann. Pero a un precio insufrible: la desdogmatización. Es cierto que Moltmann evita la alienación de que Marx acusaba a la religión, especialmente al cristianismo; porque la teología de la esperanza incita a cooperar en la construcción de la ciudad terrena más justa. Pero se trata de una «esperanza sola» típicamente protestante, con marginación de la fe y de la caridad. La posición entre promesa y epifanía es unilateral. La helenización no afectó solamente al cristianismo primitivo, sino al conjunto del Nuevo Testamento. Es arbitrario descartar al helenismo como contaminación para aceptar solamente como legítimas las categorías semitas en la fundamentación del auténtico mensaje cristiano. Hay también vetas helenísticas, además, en el Antiguo Testamento, como en el libro de la Sabiduría.

¿Por qué, para salvar a los hombres de la opresión, recomienda Moltmann el diálogo con los marxistas, cuyos regímenes están basados sobre la más implacable opresión? ¿Por qué minimiza Moltmann la importancia de la idea frente a la praxis, que puede ser ciega y manipulada? En el fondo se sitúa en la misma concepción «dialogante» de Lenin: admitir a los cristianos en las empresas comunes del marxismo, sin permitirles exponer en ellas su base ideológica; aprovecharles como carne de lucha de clases. El marxismo es, ante todo, un humanismo deshumanizante al privar al hombre de su relación trascendental con Dios. Como resume el profesor Pozo, para Moltmann «las obligaciones sociales y políticas del cristiano no sólo adquieren una gran importancia sino que se constituyen prácticamente en el único quehacer; en estos términos el cristianismo se reduce a temporalismo puro» (op. cit., p. 119).

Jürgen Moltmann es uno de los ídolos aceptados por los jesuitas progresistas españoles para el trasplante de las ideas liberacionistas de Europa a América. Junto con Metz, trajeron a Moltmann en 1974 para el coloquio que luego se publicó en el libro Dios y la ciudad («Ediciones Cristiandad», 1975). En su intervención, Moltmann se hace eco del clamor por la libertad; acepta la repulsa de Marcuse a la predicación del amor de Dios en un mundo de odio institucionalizado (p. 95). Toma en serio La alternativa de R. Garaudy; y define a la muerte como «un poder personal y político en medio de la vida» (p. 102). Presenta unilateralmente la lucha liberadora del Tercer Mundo: «Los pueblos oprimidos en África y en Asia empiezan con la lucha nacional por la liberación del dominio colonial» (p. 103), pero no añade que en algunos casos han caído en un régimen neocolonial de tipo marxista-leninista con lo que han prolongado y agravado su opresión. Ataca radicalmente al capitalismo sin advertir que se trata del único régimen de libertades realizado en la Historia, con todos sus defectos: «La Iglesia está en muchos países enganchada a un sistema social que extiende por el mundo la discordia y la injusticia» (p. 104), mientras no dice que en el mundo socialista la Iglesia no está enganchada más que a su propia persecución, que en algunos casos la ha despeñado en la extinción. «No hay —dice falsamente, en cita de Rosa Luxemburgo— socialismo sin democracia ni democracia sin socialismo». Todo el bloque soviético es socialismo sin democracia; y las naciones más progresivas del mundo son democracia sin socialismo, al menos en el sentido que Rosa Luxemburgo da a ese término.

En El experimento esperanza («Sígueme», Salamanca, 1974), Moltmann publica un conjunto de conferencias e introducciones en que vuelve sobre varios puntos de su teología de la esperanza. «La teología cristiana —subraya— será en adelante cada vez más práctica y política» (p. 24). «La filosofía de Bloch es ateísta, pero no deja por ello de ser religiosa» (p. 40), afirma entre la paradoja y la boutade.

En noviembre de 1986 Jürgen Moltmann, lo mismo que J. B. Metz, volvió a Madrid para participar en un ciclo de conferencias organizado por el Instituto Alemán. Justificó el uso de la violencia política contra la injusticia, como en el caso de los oprimidos en Sudáfrica; y acusó al Vaticano de frenar el movimiento ecuménico al prohibir la práctica de la intercomunicación (ABC, 29 de noviembre de 1986, p. 42). En el diario gubernamental El País José María Mardones dedicaba un artículo a Moltmann con este motivo. Con una cita significativa del teólogo de la esperanza: «Una esperanza escatológica tiene relevancia política y un cristianismo radical tiene efectos revolucionarios» (El País, 28 de noviembre de 1986, p. 32). En ese trabajo se da cuenta del actual proyecto en que está empeñado Moltmann: una Teología mesiánica sobre los temas centrales de la reflexión cristiana en torno a Dios y su obra, entre los que figura una teoría ecológica de la creación. Pero seguramente la contribución más duradera de Moltmann será su teología unilateral de la esperanza, como fuente del liberacionismo, justificación teológica del diálogo cristiano-marxista y aliento al impulso subversivo y revolucionario de los cristianos radicales. Ahí ha desembocado, en nuestros días, la renovación de la teología protestante iniciada al principio del siglo XX.