La penetrante influencia cultural de Francia en Iberoamérica me ha impulsado a profundizar sobre los datos del primer libro y dedicar en éste todo un capítulo al soporte cultural francés del liberacionismo, y sobre todo en los orígenes del liberacionismo. Por necesidades metodológicas ya he resaltado como se debe en los capítulos anteriores varios rasgos de la influencia francesa, positiva y negativa, en el ámbito del Magisterio y en las orientaciones de la Teología. Hemos visto, por ejemplo, cómo R. Peyrefitte y antes André Gide contribuyeron afanosamente a las campañas universales contra la Santa Sede. Hemos analizado con más detenimiento las admirables contribuciones teológicas de dos grandes jesuitas franceses en nuestro siglo, y en el entorno del Concilio Vaticano II, los cardenales jesuitas Daniélou y De Lubac. Pero ya que la influencia francesa en el mundo de la liberación se ha ejercido sobre todo desde una perspectiva cultural, conviene que en este capítulo estudiemos algunas de las fuentes de esa influencia. El despliegue cultural de Francia en Iberoamérica, en Estados Unidos y por supuesto Canadá es amplísimo y muy eficaz; los políticos españoles de la cultura y los diplomáticos tendrían muchísimo que aprender, para su dispersa e insuficiente acción sobre América, del modelo francés.
Y sin embargo Francia, donde la teología de la liberación suscita un interés muy vivo, no ha contribuido de manera apreciable al desarrollo teórico de la teología de la liberación. Se han traducido en Francia, eso sí, las obras principales de los teólogos punteros del liberacionismo, como Gustavo Gutiérrez y Leonardo Boff; pero las librerías católicas —como pudo comprobar el autor durante una de sus excursiones bibliográficas a París, enero de 1987, en el barrio latino y especialmente en la zona de San Sulpicio— no están inundadas por la marea liberacionista como sus homologas de España. En su interesante resumen sobre la teología contemporánea, Au pays de la Théologie («Éditions du Centurión», París, 1986, 2.a ed.) M. Neush y B. Chénu conceden solamente una atención episódica (aunque con valoración positiva) a la teología de la liberación. André Piettre, en Les Chrétiens et le socialisme (Eds. «France-Empire», 1984) expone opiniones críticas sobre el liberacionismo, con buen sentido pero no excesiva preocupación. Ante la efervescencia liberacionista durante la contraofensiva del Vaticano que se inició en 1983, han aparecido en Francia dos libros colectivos de presentación general. Uno, editado por Jacques van Nieuwenhove, para Desclée (1986) reúne bajo el título Jésus et la libération en Amérique Latine, contribuciones de L. Boff, S. Galilea, S. Gutiérrez, J. Sobrino y otros portavoces, sin especial originalidad. Y en Théologies de la libération («Le Cerf-Le Centurión», 1985) la presentación de los textos corre a cargo del jesuita español Manuel Alcalá, quien reproduce su ambiguo y deslizante estudio aparecido en Razón y Fe en junio de 1984 sobre la historia, las corrientes y la crítica a la teología de la liberación, donde se atrevió a calificar como equilibradas las actuaciones de G. Gutiérrez y J. L. Segundo en el encuentro de El Escorial en 1972, entre otros disparates que analizaremos en su momento. Los textos de que se compone el libro ponen en igual plano a Juan Pablo II y Jon Sobrino, por ejemplo; pero tampoco se trata de una profundización. Por tanto, y a juzgar por las publicaciones, la aportación francesa a la teoría liberacionista no es importante.
Sí que lo es, y de primera magnitud, en otros campos relacionados directa o indirectamente con el liberacionismo. Que son fundamentalmente tres: el caldo de cultivo para los movimientos de liberación mediante el montaje en profundidad del diálogo cristiano-marxista tras la Segunda Guerra Mundial; con el ejemplo de Emmanuel Mounier como jefe de la vanguardia cristiana de Occidente para la larga marcha hacia el marxismo, sin contrapartidas por parte del marxismo. Segundo, el doble influjo, cultural y teológico, del catolicismo progresista francés en la orientación de la Iglesia católica durante los pontificados de Pío XII, Juan XXIII y sobre todo Pablo VI. Y tercero, las contribuciones francesas, desde finales de la Guerra Mundial hasta nuestros mismos días, a la estrategia marxista para la subversión del mundo occidental. En el resto del actual capítulo planteamos monográficamente algunos casos clarísimos dentro de ese cuadro de influencias.
La guerra civil española, como veremos más detenidamente al estudiar la trayectoria de Jacques Maritain, produjo una división irrestañable entre los católicos franceses. La mayoría siguió al Episcopado en el respaldo a la España de Franco, avalada por el Episcopado español; pero una tenaz minoría, guiada por algunos intelectuales relevantes, se opuso a Franco. La división continuó después —no exactamente con las mismas figuras en cada bando— al producirse la derrota de Francia en 1940; muchos católicos siguieron al mariscal Pétain, algunos (que al final de la Guerra Mundial trataban de ser legión) se alinearon con la Francia Libre del general De Gaulle, un hombre de la derecha católica y militar que restauró a Francia como gran potencia pese a su anterior desastre.
En una disertación ante la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas comunicada en 1976, el cardenal González Martín traza el origen de los movimientos liberacionistas, especialmente el de Cristianos por el Socialismo, «en el movimiento progresista surgido en Francia después de la Guerra Mundial, conocido con el nombre la main tendue y que pretendía establecer una separación entre el método de análisis marxista y su concepción atea y antireligiosa, preconizando una estrecha colaboración de los cristianos y los comunistas en el combate político». Esta tendencia, nacida en los contactos de la Resistencia, fue analizada por el jesuita P. G. Fessard en su obra De l’actualité historique (París, «Desclée», 1959) (cfr. M. González Martín, Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, 1977). Atribuye pues lúcidamente el cardenal los orígenes remotos del liberacionismo al diálogo cristiano marxista iniciado en Francia más o menos a partir de 1944. Indica también la importancia del movimiento PAX, al que nos hemos referido suficientemente en el primer libro, donde lo denunciábamos, con pruebas fehacientes, como la inserción estratégica del bloque soviético en los movimientos de liberación nacientes, como reveló precisamente la famosa carta del cardenal Wiszynski comunicada al Episcopado francés por la diplomacia del Vaticano. La combinación del diálogo cristiano-marxista y este factor estratégico sirvió eficazmente de caldo de cultivo para la proliferación del liberacionismo en sus diversos frentes por el Tercer Mundo, singularmente en Iberoamérica, desde la plataforma romana del IDO-C y desde la base logística española. Una vez que después de la encíclica Pacem in terris de Juan XXIII en 1963, en pleno Concilio, se relanzó el diálogo cristiano-marxista con epicentro en Italia, los católicos franceses participaron intensamente en las Semanas del Pensamiento Marxista en París y Lyon desde 1964; y los marxistas en la Semana de Intelectuales Católicos franceses, celebrada en París en 1965. El propio cardenal González Martín, de quien tomamos estos datos, señala el influjo de varias revistas católicas francesas en el fomento de este diálogo, vencido inmediatamente del lado marxista; por ejemplo Jeunesse de l’Église, Témoignage chrétien, La Quinzaine y sobre todo Informations Catholiques Internationales, muy leída en España clandestinamente. Vamos a volver en seguida sobre algunos portavoces de este diálogo cristiano-marxista que desde Francia ejercieron una amplia influencia en todo el mundo, y muy especialmente en España e Iberoamérica como Emmanuel Mounier; pero antes debemos exponer, para el lector no especializado, los antecedentes históricos del catolicismo contemporáneo francés a grandes rasgos, dado el peso que la hija predilecta de la Iglesia ha tenido sobre el resto de la Iglesia en nuestro tiempo y en las vísperas de nuestro tiempo.
La Iglesia y la religión católica, junto a las confesiones protestante y judía, gozan de una historiografía excelente que nos permite hoy adentrarnos en los principales problemas que han ejercido una profunda influencia sobre otras naciones —especialmente España— y sobre el conjunto de la Iglesia universal en la Edad Contemporánea. ¡Cómo contrasta esta amplia y profunda interpretación histórica sobre la Iglesia francesa con la precariedad de los estudios acerca de la Iglesia española de los siglos XIX y XX, encomendados a «especialistas» tan dudosos e insuficientes como el profesor Cuenca Toribio, cuyas contribuciones tanto han-deslucido el tomo V de la monumental Historia de la Iglesia Española dirigida por el padre García Villoslada en la «BAC»! Por fortuna otros historiadores, como los padres Cárcel y Revuelta, han enmendado los deslices y los vacíos del señor Cuenca y de algún otro participante en este magno intento que remata por ahora en un tomo final discordante con la ejecutoria de los cuatro anteriores. Pero vayamos a Francia.
Recientemente Gérard Cholvy e Yves-Marie Hilaire nos han ofrecido («Bibliothéque historique Privat», 1985), dos excelentísimos tomos sobre la Histoire religieuse de la France Contemporaine (1800-1930) con una información amplísima, una metodología actualizada y un equilibrio admirable, que intentaremos tomar por modelo en nuestra proyectada «Historia de la Iglesia española en la transición». Con tan experta guía resumamos ahora la trayectoria contemporánea de la Iglesia francesa.
La Iglesia de Francia, enfrentada a muerte con la Ilustración (lo que no sucedió en España), perseguida y martirizada por la gran Revolución, empezó a levantar cabeza gracias al sentido político e histórico de Napoleón Bonaparte quien tras humillar a la Iglesia en su cabeza trató de reconciliarse con ella y lo empezó a conseguir gracias al Concordato de 1802. El período que discurre entre 1802 y 1840 se conoce en la historia de la Iglesia de Francia como el despertar, lé réveil. Que arranca en medio de un ambiente de secularización, efecto de la ofensiva ilustrada, las agresiones revolucionarias y la opresión napoleónica inicial. Las nuevas clases dirigentes y las fuerzas armadas eran al comenzar el siglo XIX decididamente hostiles a la Iglesia, considerada como bastión del Antiguo Régimen defenestrado y guillotinado. «El anticlericalismo de las Luces —dicen nuestros autores— ha sobrevivido al Terror». Pero la Iglesia de Francia ha resurgido siempre de sus grandes crisis históricas, entre otras razones gracias al impulso de unos equipos intelectuales de primera magnitud y honda influencia social. En 1802 un gran converso, Chateaubriand, publica su difundidísimo El genio del Cristianismo, inflexión del espíritu ilustrado hacia la religión, y verdadera alternativa cultural a la moda racionalista. Ya desde fines del siglo XVII brotaba otra alternativa político-religiosa; el tradicionalismo autoritario cuyos representantes principales fueron De Maistre —defensor de una teocracia universal en su obra Du pape (1819)—, De Bonald y sobre todo Felicité de Lamennais, que tratarán de imponer los principios del catolicismo como base para el nuevo orden social antirrevolucionario que buscaba la Restauración. Este movimiento, ahogado por la Revolución, resurge con fuerza redoblada después de 1815, cuando los Borbones restablecen la Alianza del Trono y el Altar en su régimen de Carta Otorgada, pero mantienen la libertad de cultos en un Estado cuya religión era la católica. La Revolución de 1830 será acompañada de una explosión anticlerical, atenuada durante el reinado liberal de Luis Felipe; donde bajo la égida del ministro protestante Guizot se vuelve a la reconciliación con la Iglesia.
Éste era el ambiente histórico en que despliega su actividad cultural Felicité de Lamennais, una de las grandes figuras de la historia eclesiástica francesa en el siglo XIX. Ya hemos anticipado algo sobre su obra. En 1817 publicó, con éxito enorme, su Ensayo sobre la indiferencia en materia de religión, una eclosión de romanticismo intuitivo contra los mismos fundamentos negativos de la Ilustración. Apareció Lamennais como ultramontano y teócrata, y su triunfo provocó la formación del movimiento menaissien o lamennaissiano desde 1825, dirigido por un eficaz equipo de pensadores religiosos y políticos. Pese a tan espectacular arrancada, Lamennais empezó muy pronto su evolución hacia el liberalismo, identificado entonces con el anticlericalismo de raigambre revolucionaria y radical. Pero esta evolución no tuvo, en sus primeras etapas, matiz político sino cultural; Lamennais empezó por aceptar la relevancia de la ciencia y del progreso, que la actitud anticultural de la Iglesia enfrentaba, de forma antinatural y antihistórica, con la fe. Su discípulo más importante, Gerbert, cultivó la patrística y trató de regenerar intelectualmente a la teología degradada y anquilosada. En 1829 Lamennais rompió con los Borbones y los neogalicanos; la revolución liberal del año siguiente pareció confirmar su actitud. Fundó en ese año, 1830, L’Avenir, diario católico-liberal bajo el lema Dios y la libertad. Postuló la separación de la Iglesia y el Estado. Gregorio XVI rechazó esta postura; y la encíclica Mirari Vos de 1832, contra el liberalismo, condenó duramente a L’Avenir. En 1833 Lamennais deja el sacerdocio y al año siguiente rompe con la Iglesia. Su libro Paroles d’un croyant fue condenado en la nueva encíclica Singulari Nos. Al año siguiente, 1835, Tocqueville consagraba para todo el mundo al liberalismo democrático triunfante en Norteamérica. La Iglesia católica, aherrojada por su propio poder temporal, se aferraba al absolutismo ultramontano. El liberalismo era pecado.
No todos los liberales católicos siguieron a Lamennais en su apostasía. Federico Ozanam, su discípulo, fundaba en 1833 las Conferencias de San Vicente de Paúl y creaba el movimiento del catolicismo social. Lacordaire y Montalembert se mantuvieron fieles a la Iglesia, y lucharon desde dentro por la causa liberal-católica. Los ex lamennaissianos coparon el Episcopado y desencadenaron el movimiento de reforma litúrgica tras Dom Guéranger. El polemista Louis Veuillot sustituyó a Lamennais como defensor de la Iglesia en la Prensa. Lamennais resultó elegido diputado y su estrella se desvaneció rápidamente. Las crisis de 1848 a 1851 —la nueva Revolución y la reacción bonapartista— reafirmaron políticamente a los ultramontanos y comprometieron a los católicos liberales que entraron en regresión. Habían resurgido, entretanto, las órdenes tradicionales: dominicos tras el liberal Lacordaire, benedictinos tras Guéranger. El fervor y la religiosidad popular renacieron también después de los traumas del liberal-catolicismo, cuya siembra permaneció en espera de mejores tiempos.
El período 1840-1880 contempla una verdadera renovación de la Iglesia francesa bajo el signo de la romanización. (Mientras tanto la Iglesia española, oprimida por el liberalismo anticlerical desde los años treinta, se orientaba ideológicamente, pero no políticamente, salvo algunas excepciones, hacia el carlismo; y se mantenía fiel a la dinastía fernandina). Esta época es la del apogeo de la Francia rural; no se hace caso al nuevo proletariado industrial. Durante el segundo período napoleónico (1851-1871) se produce un gran desarrollo económico y una fuerte emigración a las ciudades. Penetró en la Iglesia de Francia la teología moral del italiano san Alfonso María de Ligorio (muerto en 1787) que contribuyó a acercar el pueblo a Dios, y a los sacramentos, contra los residuos hirsutos del jansenismo. Guéranger triunfó en la introducción plena de la liturgia romana en Francia. La publicística católica alcanzó una gran difusión. Fue redescubierta —con influjo en toda la Iglesia— la figura de Cristo a través de la devoción al Corazón de Jesús, de origen francés, y de la Hora Santa. Revivió la piedad mañana, con su apogeo en Lourdes, donde la confesión de santa Bernadette Soubirous data de 1858. Apóstoles como san Juan María Vianney, cura de Ars, dignificaron al sacerdocio y le acercaron al pueblo. Los notables —las clases influyentes desde arriba— retornaron a la Iglesia, que recuperó de lleno su antigua mayoría entre ellos, hacia 1880. La burguesía participó intensamente en esta recuperación católica. Se registró un enorme crecimiento del mundo clerical; de 70 000 miembros del clero en 1838 a 215 000 en 1878. (La evolución numérica del clero español en el siglo XIX hasta la primera Restauración fue negativa e inversa). El clero (al revés que en España) destacaba por su excelente instrucción, superior al nivel medio de la sociedad francesa. (Proliferaban en cambio en España los llamados curas de misa y olla). Cobró notable auge la escuela católica. El Episcopado apoyaba en bloque a Napoleón III, que se alineó en armas por el Papa como en 1849, antes de su consagración imperial. Louis Veuillot, primer publicista de la época, era ultramontano y pronapoleónico, y predicaba la teocracia en L’Univers. En 1864 Pío IX fulminaba al liberalismo en el Syllabus. Y el Concilio Vaticano I (1869-70), celebrado en vísperas de la pérdida de los Estados Pontificios por el Papa, definía como dogma de fe la infalibilidad pontificia, aceptada por la Iglesia de Francia. Al establecerse el régimen republicano a la caída del Imperio, los católicos franceses promueven la restauración monárquica en la persona de Enrique V, conde de Chambord. Pero el intento fracasa en 1873 y definitivamente en 1877. La identificación de los católicos, dominados por el ultramontanismo, con la causa monárquica les acarrea la implacable hostilidad de la República, que acaba por imponerse ante la intransigencia del Pretendiente; la Tercera República nació entre tal angustia e incertidumbre —en gran parte por la oposición católica— que reaccionó por ello con mayor virulencia. Se impuso la secularización, se declaró la guerra escolar. Las nuevas masas obreras se desconectaron de la Iglesia, pese a los esfuerzos del catolicismo social. La Masonería anticlerical y secularizadora era el Estado Mayor de la República; desde 1877 viraba del deísmo (que reconocería desde la Ilustración al «Gran Arquitecto del Universo») al agnosticismo.
La etapa histórica siguiente —1880-1914— se conoce como la del «discordato» y se rige por pésimas relaciones entre la Iglesia y la República francesa. En esta época de la Torre Eiffel que se alza en 1889 como un monumento al progreso en abierto desafío contra las torres de Notre-Dame, se vivirá primero la separación de la Iglesia y el Estado en la escuela (1882-86) y luego la separación absoluta y radical de la Iglesia y el Estado que remata en 1905. Es la época de la expansión colonial europea y francesa, de la terrible crisis agrícola provocada por la filoxera; y del progreso industrial. El positivismo de Auguste Comte desembocó en un estamento de intelectuales racionalistas y ateos. Se impuso desde la República el laicismo agresivo en el cuartel, en el hospital, y sobre todo en la enseñanza pública, mientras por el contrario en España la primera Restauración reconciliaba al régimen liberal con la Iglesia y permitía un extraordinario incremento de la influencia eclesiástica en la enseñanza primaria, media y profesional, e incluso en la enseñanza superior. En Francia se llegó a la disolución de las congregaciones religiosas (1901-1904) con efectos retardados en España; ley del Candado en la segunda década, reflujo anticlerical de la República en la cuarta. Las leyes laicas de la enseñanza fueron inspiradas y dictadas por Jules Ferry en 1882, y trataban de crear «un mundo de hoy sin Dios y sin Rey».
La Iglesia de Francia reaccionó ante esta situación persecutoria con enorme vitalidad social. Albert de Mun creaba los Círculos Católicos de Obreros, que luego evolucionarían, como en España, hacia un verdadero sindicalismo católico. El sucesor de Pío IX, el gran Papa León XIII, intentaba la reconciliación de la Iglesia con la ciencia, la cultura y el alejado mundo obrero; un movimiento que cuajaría plenamente a través de todos los Papas siguientes en el actual, Juan Pablo II. La encíclica Rerum Novarum de 1891 trató, sin desprenderse aún de raíces reaccionarias, de establecer una tercera vía entre liberalismo y socialismo e instauró la doctrina social de la Iglesia. León XIII trataba de ir al pueblo; y en Francia logró su propósito con más eficacia que en España. En 1894 el abate Six fundaba en el Norte el primer intento de la Democracia Cristiana; los intentos del catolicismo político español resultaban, entonces, más ultramontanos, y ya no cuajarían prácticamente nunca como democracia cristiana, con la parcial y profunda excepción de la CEDA en 1933. La Prensa católica asume una posición militante de profundo y amplísimo influjo, con el gran diario La Croix al frente de una constelación informativa. León XIII publica su encíclica de 1884, Humanum Genus contra la Masonería, enfrentada abiertamente contra la Iglesia, como venía haciendo desde los tiempos de la Ilustración. Pero a la vez León XIII, convencido del arraigo de la Tercera República liberal en Francia, impulsó a los católicos franceses a que la aceptasen y luchasen dentro de ella por los derechos de la Iglesia; es el Ralliement que el Papa consiguió con mayor facilidad en España al integrar a los neocatólicos en el partido liberal-conservador de Cánovas, aunque la mayoría de los carlistas no accedieron y quedaron fuera. El cardenal Lavigerie, arzobispo de Argel, fue el abanderado de la reconciliación de los católicos con la República, que no se realizó plenamente hasta la Primera Guerra Mundial.
Desde 1894 el asunto Dreyfus lo enconó todo. Muchos católicos se sumaron a la campaña contra el capitán judío acusado falsamente de traición, que fue degradado y deportado en 1895. Los liberales anticlericales le reivindicaron, y Emilio Zola publicó en 1898 su famoso artículo «J’accuse» en favor de Dreyfus, que luego sería rehabilitado; pero su affaire dejó una huella profunda de resentimiento que no se cerraría en años y años. Entre 1902 y 1909 se suceden las leyes anticlericales de Combes en medio de una persecución contra los medios católicos de Prensa. La ley de asociaciones de 1901 arrojó a benedictinos y jesuitas al exilio o la dispersión. El ex seminarista Combes, jefe del Gobierno de 1902 a 1905, prohibió en 1904 la enseñanza a los religiosos. Se rompieron en 1904 las relaciones con Roma donde un nuevo Papa, san Pío X, recrudecía la lucha de la Iglesia contra el liberalismo radical, que en España, con torpe imitación de Francia, trataría de oponerse al florecimiento de la vida y la enseñanza religiosa con la Ley del Candado a partir de la caída de Antonio Maura en 1909. En 1905 el Concordato fue cancelado y se impuso la separación total de la Iglesia y el Estado en Francia. Fue suprimido el presupuesto de culto y clero. La secularización llegaba a su apogeo. La separación fue catastrófica para la Iglesia y sus ramalazos llegaron a otras naciones de Europa y América, especialmente a España, donde los liberales se quedaron sin otra bandera que la del anticlericalismo, que pretendía la secularización total de la sociedad, y sobre todo en el campo de la enseñanza.
En tan difíciles circunstancias brotaba y proliferaba el movimiento monárquico, ultramontano y contradictoriamente laico en sus raíces que fue la Action Française, fundada en 1898 como una convergencia de royalisme y nacionalismo, integrismo y positivismo; una mezcla explosiva. Su portavoz y jefe de filas era Charles Maurras, que había perdido la fe y publicó en 1900 su famosa Encuesta sobre la monarquía. Este movimiento tuvo profunda repercusión, aunque tardía, en España durante los años treinta e influye hoy secretamente en algunas corrientes ideológicas de la nueva derecha española en el posfranquismo, por ejemplo en un sector de las juventudes de Alianza Popular, a través de la todavía más radical Nueva Derecha francesa. Maurras era muy sensible al positivismo de Auguste Comte. Pensaba que el individuo debe diluirse en la Nación. Profesaba un antisemitismo radical y por más de un ramalazo puede considerarse como precursor del fascismo. Era, como Comte, católico y anticristiano, aunque trató de entablar una intensa alianza utilitaria con la Iglesia perseguida; y alcanzó gran éxito y seguimiento entre los católicos. Desde 1905 los jesuitas (entonces plenamente fieles a su voto papal) se opusieron a la Action Française. Pío X prohibió en 1914 a los católicos la revista del movimiento y las obras de Maurras, pero decidió suspender la publicación del decreto correspondiente.
La persecución provocó en Francia un renacimiento religioso general. Se conocieron grandes conversiones: Psichari, nieto de Renán (1913), los Maritain (1906), Charles Péguy (1908). Péguy era un gran poeta de choque que arrebataba a la juventud. Era la gran época del escritor católico Paul Claudel y de las simpatías del gran filósofo Henri Bergson por el catolicismo. Surgió, al calor de la persecución, un poderoso grupo intelectual católico o procatólico —lo que no logró la Iglesia de España pese a sus individualidades descollantes en el campo intelectual— con Léon Daudet, Paul Bourget, Henri Bordeaux, Rene Bazin, Roger Martín du Gard y Alexis Carrel, converso en Lourdes, además de los citados. Perjudicó mucho a la Iglesia en su reconciliación con la cultura la crisis modernista, de la que va hablamos; cuando A. Loisy acepta las demoledoras críticas histórico-bíblicas de Harnack y se aparta de la Iglesia. En 1907 el decreto Lamentabili descalifica a Loisy y en 1907 la encíclica Pascendi se opone al modernismo. Pío X había creado la Acción Católica en 1905. Con ella los seglares irrumpen en la vida de la Iglesia; en España lo harán a través de una organización más restringida y militante, la Asociación Católica Nacional de Propagandistas desde la segunda década del siglo XX. Desde comienzos del siglo, el movimiento del Sillón impulsaba la reconciliación de la Iglesia y la República francesa; pero su fundador, Marc Sangnier, avanza demasiado hacia la laicización y la Iglesia termina por rechazarle. En 1883 —dice Renán— «ya no hay masas creyentes, una parte muy grande del pueblo no admite lo sobrenatural y se entrevé el día en que las creencias de este género desaparecerán entre las muchedumbres». Esta frase de los recuerdos de infancia expresa más bien un deseo que un diagnóstico; la revitalización de la Iglesia francesa tras la persecución la desmintió. Es cierto que entre 1880 y 1910 muchos obreros, y no pocos empresarios, se apartaron más de la Iglesia. Es cierto que se configuraban entonces, ante la fe, dos Francias. Pero al revés que las dos Españas, no rompieron nunca del todo; y la guerra europea produjo inmediatamente un acercamiento entre las dos, cuando la Iglesia de Francia asumió plenamente la causa y la victoria final de Francia.
Los autores del libro que venimos siguiendo resumen este último período de su gran historia con estas palabras: «Hecatombe, reconstrucción, prosperidad». Al estallar la Primera Guerra Mundial, la Gran Guerra, los católicos de Francia (y de otros países beligerantes) se muestran patriotas y belicistas; el nacionalismo exacerbado desborda al sentimiento religioso de hermandad y caridad, como desborda al sentimiento socialista de hermandad de clase. La Revista del Clero francés interpreta la guerra como una cruzada de civilización. El presidente Poincaré lanza la idea de Unión sagrada aceptada por los socialistas y los católicos; con ello se hunde la Segunda Internacional, que lo había apostado todo a la causa de la paz; y resurge la Iglesia ante el Estado en Francia, que hace de la guerra europea una causa total. Entran en el Gobierno dos socialistas, nueve masones pero de momento ningún católico «clerical». Muchos sacerdotes van al frente como soldados. Se movilizan los intelectuales católicos, con Claudel al frente, a las órdenes de un gran animador de guerra, monseñor Baudrillart. Los obispos consagran Francia al Corazón de Jesús en 1915, en plena guerra. Desde 1915 Benedicto XV, el Papa de la Paz, se esfuerza inútilmente por reducir el conflicto, que es una verdadera guerra civil de Europa.
Estalla, en 1917, la Revolución soviética, que cambiará en una generación los destinos del mundo. Todo quedará, en adelante, condicionado por ella. Se difunden desde Francia por todo Occidente los «Protocolos de los Sabios de Sión» engendro amañado por la Policía zarista contra el brote revolucionario de 1905, y nueva biblia del integrismo occidental. Maurras asume esta nueva incitación al antisemitismo. La guerra aproxima la República francesa a Roma. Desde 1922 rige los destinos de la Iglesia un nuevo Papa; Achule Ratti, Pío XI. La Masonería se muestra muy activa a través de las izquierdas. En Francia el general De Castelnau, católico militante, lanza una cruzada antimasónica y funda la Federación Nacional Católica, con notable éxito. En 1922 se crea el partido Demócrata Popular en Francia, democristiano, prácticamente simultáneo al Partido Social Popular, de la misma tendencia, en España, aunque más a la derecha que sus homólogos de Francia e Italia. Su estrella es el joven Georges Bidault, y el PDP francés logra una Prensa de gran calidad. La Action Française que ha exaltado el patriotismo durante la guerra, sale de ella reforzada, como el frente intelectual de los católicos, que adquiere gran influencia y prestigio. En 1926 Pío XI pone en vigor los decretos suspendidos de Pío X y condena la Action Française. Gran conmoción en el campo católico: Maritain trata de mediar inútilmente. La Santa Sede ha decidido la condena por los artículos antivaticanistas de Maurras y de Léon Daudet. Cortada la conexión con • sus masas católicas, la Action Française entra en decadencia desde 1929; pronto un sector de la derecha monárquica española buscará inspiración en ella.
Jacques Maritain sale en defensa del Papado en plena crisis de la Action Française, con su libro Primacía de lo espiritual. El Papa se muestra satisfecho pero lamenta que esa defensa del Papado no la hubieran asumido los jesuitas. En diciembre de 1927, por ruego del Papa, y con la colaboración de varios intelectuales católicos (entre ellos algunos jesuitas) Maritain remacha su defensa del Papado en el alegato Por qué ha hablado Roma. Comentaba el Papa, discretamente: «La Compañía de Jesús no ha cumplido del todo su deber en este asunto» (op. cit., II, p. 309). Seguramente se trata de la primera queja pontificia sobre los jesuitas en el siglo XX.
Surge una nueva generación de grandes intelectuales católicos que arropa a los veteranos como Sertillanges, Claudel, De Grandmaison y Blondel. Los jóvenes son Gilson, el filósofo del realismo crítico; el gran Maritain; François Mauriac; Georges Bernanos; Massis y Archambault. Mauriac y Bernanos encabezan una edad de oro de la novela francesa; Claudel ve reconocido universalmente su genio poético. Roma canoniza a Juana de Arco, Margarita María de Alacoque, la vidente del Corazón de Jesús; Teresa del Niño Jesús y Bernadette de Lourdes. Cuatro mujeres de Francia llegan a los altares en sólo trece años.
La burguesía de Francia recupera la práctica de la religión. Se revitaliza en la posguerra el apostolado social. Despiertan los movimientos católicos de mujeres y de jóvenes. Tras el innovador ejemplo del futuro cardenal Cardijn en Bélgica —en 1925 había fundado la Juventud Obrera Católica, JOC— el movimiento se extiende a Francia, y no a España donde la dictadura de Primo de Rivera ahoga un tanto los esfuerzos católicos en política general y política social; desaparece el Partido Social Popular por el mismo apoyo de sus hombres a la dictadura. Y el general prefiere la colaboración con los socialistas, que consigue, aunque es un arma de dos filos. La JOC francesa recibe el apoyo inmediato de la poderosa central sindical de origen católico, la CFTC. En 1929 el cardenal Verdier asume la sede de París. Y Eugenio Pacelli en 1930 la Secretaría de Estado en el Vaticano. Aquí se detiene por ahora la incomparable Historia que venimos resumiendo, con intercalaciones propias sobre problemas de España. En adelante debemos marchar solos aunque el período siguiente del catolicismo francés —los años treinta hasta la actualidad— incide en el terreno de nuestra principal especialidad y podemos abordarlo con ciertas garantías de orientación.
La segunda República había desencadenado en España, por su política de agresiones gratuitas y sistemáticas contra la Iglesia, una dialéctica de persecución a la que la Iglesia respondió con la Cruzada. En otras obras hemos detallado los pasos y las posiciones de esta dialéctica, que fue factor decisivo para el planteamiento y desarrollo de la guerra civil española. El libro —definitivo— de referencia es el de Antonio Montero, Historia de la persecución religiosa en España, Madrid, «BAC», 1961.
Durante la República los católicos franceses, como casi todos los franceses, prescindieron de España, porque estaban enfrascados en sus propios problemas. La antítesis entre comunismo y fascismo afectó profundamente a Francia, que estuvo en 1934 amenazada por una guerra civil de extrema derecha contra extrema izquierda, como se comprobó en los violentos choques de manifestaciones hostiles en la plaza de la Concordia el 6 de febrero. Después de varios ensayos moderados, triunfó el Frente Popular en Francia en junio de 1936 y cuando se declaró la guerra civil española se mostró naturalmente inclinado por la ayuda al Frente Popular español: pero la presión británica y la durísima oposición de la derecha francesa impidió que esa ayuda fuera tan decisiva como pretendían los Frentes Populares de España y Francia.
En las relaciones —casi nulas— de católicos franceses y españoles durante la República surgió una excepción: la de los católicos «progresistas» de una y otra nación —que constituían minorías muy proclives ya al marxismo, aunque sin declararse todavía marxistas-cristianos— representadas por dos revistas católicas de casi simultánea aparición: Esprit, de Emmanuel Mounier, en Francia; Cruz y Raya, de José Bergamín, en España. Uno y otro líder cayeron después en el marxismo, a través de una colaboración con los marxistas —y especialmente con los comunistas— cada vez más estrecha. Pero antes de esa caída las relaciones del equipo Mounier con el equipo Bergamín condicionaron de forma decisiva la división profunda de los católicos franceses ante la guerra civil española.
Éste es un problema histórico tan tergiversado y tan esencial que me propongo abordarlo monográficamente con motivo del cincuentenario de la guerra de España en un libro próximo: donde —sin la menor jactancia— terminaré de una vez por todas con las tesis infundadas y aberrantes del jefe de la propaganda marxista internacional sobre nuestra guerra civil, el recalcitrante escritor americano Herbert Rutledge Southworth, cuyo libro El mito de la cruzada de Franco no es más que un amasijo de fichas bibliográficas desviadas y disparates históricos sólo comparables a la insondable ignorancia del pobre autor sobre la historia contemporánea española. En concreto el capítulo de Southworth sobre los católicos franceses en la guerra civil es uno de los más desmesurados e insuficientes de su pasional e indocumentado alegato. Lo demostraré caso por caso.
Volvamos a la Historia. Al declararse la guerra civil española casi todos los católicos de Francia se declararon en contra del Frente Popular español. Incluso los autores que después se opusieron a Franco desde el campo católico —Maritain, Bernanos, Mauriac— mostraron sus simpatías hacia los rebeldes. Pero no mucho después iniciaron un viraje en contra de Franco, y por tanto, al menos indirectamente, en favor de la causa republicana, aunque por lo general su posición asumió la condena de las atrocidades que se cometían en uno y otro bando. Lo grave es que este viraje no lo efectuaron en virtud de informaciones objetivas, sino al caer en una doble trampa de propaganda: la que les tendieron los escasos católicos españoles adscritos al bando republicano, encabezados por Bergamín: y la que organizó el Gobierno católico-nacionalista de Euzkadi, sobre todo después del bombardeo de Guernica en abril de 1937.
Esta nueva posición de esos católicos franceses —tan influyentes como minoritarios— fue atizada desde Esprit, la revista de Emmanuel Mounier nacida a la vez que el movimiento cristiano-revolucionario La Tercera Fuerza, del que se separó a regañadientes en 1933, en buena parte por las recriminaciones de Maritain a su amigo Mounier sobre las desviaciones de ese movimiento, precursor del entreguismo cristiano-marxista en los años treinta. Los hombres de Cruz y Raya indujeron a Mounier para que se declarase contra Franco, mientras ellos colaboraron no ya con el Frente Popular sino con el comunismo estaliniano, al que Bergamín rindió en la guerra civil servicios abyectos. Desde octubre de 1936 Esprit se alineó abiertamente contra Franco —hasta el punto que el propio Maritain reprochó a Mounier su partidismo en carta del 17 de noviembre de ese año— y arrastró a la misma posición a ciertos sectores minoritarios de los dominicos y los jesuitas de Francia, a quienes el Vaticano acalló inmediatamente con duras admoniciones. Incluso antes que Esprit, el diario católico La Croix, muy lejos de su ejecutoria, se hacía eco torpemente de la propaganda republicana sobre las matanzas de Badajoz y desde fines de agosto de 1936 se obstinaba en cantar el idilio de los católicos del PNV con el Frente Popular, sin decir nunca que el Frente Popular asesinó a 51 sacerdotes y 7 hermanos —58 eclesiásticos— en territorio de Euzkadi, entre ellos algunos sacerdotes miembros del PNV (Cfr., El Diario Vasco, 19-IV-1987).
Como vamos a comprobar, la inmensa mayoría de los católicos de Francia siguió a la Iglesia de Francia que ante la posición de la Iglesia de España avalada por Roma se consideró enemiga del Frente Popular perseguidor y favoreció directamente la causa nacional. Una gran parte de la intelectualidad católica francesa escogió también ese camino. Lo que pasa es que la posición minoritaria de algunos intelectuales católicos contra Franco —no propiamente en favor de la República— fue magnificada por la propaganda marxista sobre todo después que muchos de esos católicos se sumaran durante la Guerra Mundial al bando perdedor de Vichy. Pero no conviene mezclar problemas diferentes.
Los tres grandes escritores franceses —Mounier aparte— que rechazaron la Cruzada de Franco y de la Iglesia española fueron Jacques Maritain, François Mauriac y Georges Bernanos. Vamos a dedicar casi inmediatamente a Maritain un apunte monográfico: sólo diremos ahora que su principal contribución a la propaganda antinacional fue el famoso artículo publicado el 1 de julio de 1937 en La Nouvelle Revue Française —el mismo día en que los obispos de España fechaban su Carta Colectiva en favor y a instancias de Franco— con el título De la guerre sainte, que es básicamente un desenfoque formidable inducido por la propaganda del Frente Popular y vasca. Poco antes Maritain había estampado su firma en un manifiesto de propaganda proeuzkadiana, encabezado por Mauriac; junto a los nombres de Bidault, Mounier y Marcel. Era una caída en la trampa propagandística armada por el Gobierno de Euzkadi en torno a la destrucción de Guernica; Maritain ataca por igual al terror rojo y al terror blanco: a los sacrilegios de una y otra zona. La desproporción es evidente y grotesca para quien conozca mínimamente la guerra civil española.
Mauriac no dedicó a la guerra civil española ninguna obra importante. Su contribución contra la Cruzada fue mediante artículos y testimonios personales. Con su enorme prestigio —había entrado en la Academia Francesa en 1933— su inequívoco carácter católico, atormentado por la obsesión del pecado, la influencia de sus grandes novelas de posguerra que le conducirían, en 1952, al premio Nobel, François Mauriac no supo ver claro lo que Occidente se jugaba en España y nunca se retractó de su posición desequilibrada ante la guerra civil. Más que un propagandista del Frente Popular, su actuación ante la guerra civil española le configura como el clásico tonto útil.
En cambio Georges Bernanos sí que dedicó un libro de gran importancia e influencia a la guerra de España. Extremista por constitución, pasó del ultramontanismo al antifranquismo por razones emocionales, sin que los árboles le dejasen ver el bosque que se alzaba ante sus ojos en Mallorca, donde había vivido la persecución republicana contra la Iglesia y donde le sorprendió la guerra civil española. Discípulo del ultramontano Léon Daudet (segundo director de la Action Française), Bernanos se había revelado como renovador de la novelística francesa en 1926 con Sous le soleil de Satán y confirmó su fama en 1936 con su Diario de un cura rural.
Atacó duramente la represión italo-franquista en Mallorca con un libro resonante cuyo prólogo se fecha en Palma, en enero de 1937: Los grandes cementerios bajo la luna. Su ataque principal se dirigió contra la Iglesia local, por el apoyo incondicional que prestó a los rebeldes. Reconoce Bernanos en el libro —cuya primera edición apareció en la librería «Plon» en 1938, y causó un impacto tremendo— que de 1908 a 1914 había pertenecido a la organización de extrema derecha Camelots du ROÍ (p. 48). «Viví en España —dice, p. 87— el período prerevolucionario. Con un puñado de jóvenes falangistas». Al principio simpatizó con los rebeldes. «No tenía ninguna objeción de principio contra un golpe de Estado falangista o requeté. Yo creía, yo creo todavía, en la parte legítima, la parte ejemplar de las revoluciones fascista, hitleriana e incluso estaliniana» (p. 99). H. R. Southworth no parece haber leído ni siquiera por encima el libro famoso de Bernanos. Porque entonces su mentalidad judía hubiera rechazado la sorprendente afirmación del escritor católico francés en la página 126 de la primera edición de Les grands cimétiéres que tenemos a la vista: «Yo no creo que los señores Hitler y Mussolini sean semidioses. Pero rindo sencillamente homenaje a la verdad si digo que se trata de hombres sin miedo. Jamás hubieran tolerado en su casa la organización de masacres, y no hubieran presidido jamás, con uniforme militar, estos grandes Procesos del Miedo». Ni Southworth ha leído a Bernanos ni Bernanos había tenido tiempo de leer Mi lucha, de Hitler, cuya edición española se había publicado, con gran éxito, poco antes de la guerra civil. (Hitler sólo organizaría, entre otras masacres, la de seis millones de judíos). Información parecida es la que consiguió el escritor francés en Palma, donde no tuvo en cuenta, la situación-isla (que fomentó las represiones de Granada, en el bando nacional, o de Madrid, en el republicano) agravada en este caso por la presencia de una poderosa fuerza republicana de desembarco que como muestra su documentación contaba como recurso táctico principal con la sublevación de los numerosos partidarios del Frente Popular en la isla. Menos mal que el Bernanos siguiente a la guerra civil volvió a las obras que le habían dado justa fama, y nos dejó después de su muerte el insuperable legado que se tituló Diálogos de Carmelitas. Murió, sin haberse retractado de sus aberraciones mallorquínas, en 1948.
Estos grandes nombres del antifranquismo católico en Francia fueron, pese a su influencia, enteramente anegados por la marea católica francesa favorable a Franco. El mejor documento vivo para comprobarlo es la formidable revista quincenal Occident, financiada y editada por los hombres de Francisco Cambó en Francia que organizaban simultáneamente una eficacísima red de servicios secretos proFranco, el SIFNE. H. R. Southworth ha oído campanas, pero desconoce por completo la revista Occident sobre la que intenta pontificar desde la ignorancia y el ridículo. La revista apareció regularmente, en gran formato, desde el 25 de octubre de 1937, para celebrar la caída del Norte republicano, hasta el 30 de mayo de 1939, ya terminada la guerra civil. Una pléyade de nombres ilustres de la política, la milicia y la intelectualidad francesa apoyaban en sus páginas con entusiasmo a la causa nacional, y polemizaban duramente con los católicos antifranquistas de Francia. Por ejemplo el 10 de diciembre de 1937 firman un Manifiesto para oponerse a la propaganda republicana nada menos que —entre otros muchos— Léon Bailby, Louis Bertrand, Maurice Denis, A. Bonnard, Henri Bordeaux, Jacques Chevalier, Léon Daudet, Pierre Drieu La Rochelle, J. L. Faure, H. de Kérillis, el general Weygand, el general De Castelnau, Abel Hermant, Pierre Gaxotte, Charles Maurras, el genial compositor Strawinsky y el príncipe de la literatura católica francesa, Paul Claudel. Es cierto que algunos de estos nombres de la gran derecha francesa se alinearon después con el mariscal Pétain —como la inmensa mayoría de los franceses— y por eso serían reprobados por los gaullistas. Pero en 1936-39 no había sobrevenido aún la guerra mundial, y el frente católico, en su mayoría, se mostraba compacto contra el Frente Popular español. La actitud de la Iglesia española arrastró con casi unanimidad a la Iglesia de Francia, de lo que hay en la colección de Occident pruebas continuas y testimonios definitivos. Hay que añadir a los citados varios ilustres nombres más, algunos de los cuales firmaron también el citado manifiesto: Bernard Fay, Claude Farrére, Maurice Legendre, el vicealmirante Joubet, el general Duval, el embajador conde de Saint Aulaire, el polemista Jean Pierre Maxence. Uno de los numerosos libros que se editaron en Francia a favor de la causa de Franco, y quizás el más interesante de todos, se debe a la pluma de dos ardientes partidarios de la causa nacional: la Historia de la guerra de España, de R. Brasillach y M. Bardéche. La influencia del general De Castelnau, como ya hemos indicado en una sección anterior, era intensísima en aquella época entre el catolicismo militante. Los cardenales Baudrillart y Verdier fueron los más firmes apoyos de la causa nacional en la Iglesia francesa. Henri Massis mantuvo también hasta su muerte sus convicciones profranquistas de la guerra civil.
Pero la personalidad católica de Francia más influyente en favor de la causa de la Iglesia de España y del «movimiento cívico-militar» era sin duda el gran Paul Claudel, entonces en la cumbre de su fama y de su prestigio. Es natural que el pobre Southworth pase como sobre ascuas ante su evocación: la ignorancia del bibliopola americano sobre las circunstancias culturales de la guerra civil de España sólo se puede equiparar, por lo insondable, a su partidismo. Paul Claudel había nacido en Villeneuve-sur-Marne en 1868. En la Navidad de 1886 experimentó una iluminación que marcó para siempre su vida durante una visita a Notre-Dame de París: sus amigos le han dedicado un simposio admirable, centrado en esa conversión, en Les Cahiers du Rocher, 1986. Discípulo de Mallarmé, Claudel sería el gran simbolista católico de Francia. Ingresó joven en la carrera diplomática, en la que desempeñó con singular acierto muchas misiones. Cónsul en Nueva York (1893), en China, desde 1894: durante una estancia en la patria sintió la vocación religiosa, que no cuajó, y atravesó por una crisis emocional que consiguió superar gracias a su profundización en un ejemplar matrimonio. Entreveraba su actividad diplomática con fulgurantes apariciones literarias y escénicas, de las que la primera fue La Anunciación de María en 1912. Alcanzó su éxito decisivo poco después con L’Otage y tras fructíferas misiones en Roma, Río de Janeiro, Dinamarca y Japón comenzó su época de grandes Embajadas en Washington (1926) y Bruselas (1933) donde le llegó la jubilación diplomática, con todo su tiempo para la creación literaria, y para dedicarse a la alta coordinación humanística del universo de las letras francesas desde su fecundo retiro en el castillo de Brangues sobre el Ródano.
Estalló la guerra civil española y Paul Claudel participó de forma activa y militante en favor de la perseguida Iglesia de España. Precisamente para prologar un libro sobre esa persecución compuso en mayo de 1937 su famosísimo poema Aux martyrs espagnols. Dedicó varios artículos resonantes a la defensa de la causa nacional, por ejemplo en Le Fígaro, agosto de 1937, L’anarchie dirigée y el 29 de julio de 1938, Solidante de l’Occident. Mantuvo una polémica con Georges Bernanos, a quien los escritos de Claudel ponían en evidencia.
En su fantástica oda a los mártires de España (Oeuvre poétique, París, «Gallimard», 1967, p. 567) Claudel compara la persecución contra la Iglesia española a las de Diocleciano, Nerón y Enrique VIII; a las de Robespierre y Lenin, que no alcanzaron, dice el poeta, un odio semejante. Y a la actitud de Voltaire, Renán y Marx, que no llegaron a tal abismo de aberración. Invoca a la «Santa España, en el extremo de Europa, cuadro y concentración de la fe, baluarte de la Virgen Madre». El verso más famoso, repetido en todo el mundo, fue éste:
Onze évéques, seize mille prêtres massacrés et pas une apostasie.
(Once obispos y dieciséis mil sacerdotes asesinados, sin una apostasía.)
Nadie pudo reprochar a Paul Claudel una posterior alineación con la Francia de Vichy. Encastillado en su retiro, mantuvo, por el contrario, la esperanza de la Francia eterna. La representación, en el París ocupado por los alemanes, 1943, de su magna obra El zapato de raso con grandioso éxito, alentó al espíritu francés abatido por la derrota. Al llegar la liberación, la Academia Francesa le rinde homenaje designándole miembro prácticamente por aclamación. Para demostrar la diferencia de las divisiones de la derecha francesa ante la guerra civil española y la guerra mundial, digamos que Maurras y Claudel, tras militar en el mismo bando de la guerra civil, se convirtieron en enemigos mortales después de 1939, hasta el punto que cuando la Academia Francesa dedicó una sesión necrológica a Maurras (que había sido miembro suyo, aunque fue expulsado en 1945 por motivos políticos) Claudel permaneció sentado y repudió expresamente el homenaje. Se trataba de dos guerras diferentes, de dos problemas distintos.
El ruido de los católicos antifranquistas minoritarios, amplificado por el ruido y la furia de los intelectuales franceses afectos entonces al Frente Popular español, sobre todo André Malraux, han oscurecido, por motivos de propaganda histórica posterior, el hecho de que la gran mayoría de los católicos de Francia consideró como suya, en 1936, la causa de Franco y de la Iglesia de España. Había que dejarlo bien claro, para centrar mejor la figura de Jacques Maritain, a la que dedicamos una sección posterior de este capítulo.
En nuestro primer libro ya hemos introducido la figura de Emmanuel Mounier (1905-1950) como promotor principal del diálogo cristiano-marxista sin la menor cristianización del marxismo: y con la entrega virtual del cristianismo al marxismo como efecto principal. Mounier había nacido en Grenoble en 1905. En su juventud experimentó dos grandes influencias: la de Péguy, impulsor de una revolución socialista cristiana, romántica y utópica; la de Maritain, de la que Mounier extrajo su principal intuición socio-política, el personalismo. Su trayectoria se orientó desde la imprecisa «revolución personalista» (que Maritain, en su correspondencia con Mounier, criticó como proclive al marxismo) al diálogo abierto con el marxismo y a la cooperación cristiano-marxista (cfr. Maritain-Mounier, 1929-1939, Desclée 1973, ed. «J. Petit»). La influencia de Mounier en el pensamiento cristiano contemporáneo (pese a que en medios de la democracia cristiana española evidentemente se habla de Mounier sólo de oídas, sin haberse molestado en leerle) nos impulsa a seguir su trayectoria desde la sucesión de sus obras: un tomo I (1931-39) editado en España por «Laia», 1974, con una reveladora introducción de Alfonso Carlos Comín, el Mounier español, que completó la trayectoria de Mounier hasta la plena militancia comunista; y el tomo III (1944-1950) de la edición francesa, «Seuil», 1962, que reúne las obras finales de Mounier.
El primer libro importante de Mounier es El pensamiento de C. Péguy («Plon», 1931), en el que Mounier admira en su modelo la sublimación cristiana del socialismo utópico. En 1932, como sabemos, Mounier funda la revista católica progresista Esprit, que dirige hasta el fin de su vida, y que merece, como también vimos, los recelos de Maritain ante un claro deslizamiento de Esprit hacia la revolución proletaria, es decir, marxista. En 1935 Mounier expone en Revolución personalista y comunitaria (obra compuesta, como otras suyas, a partir de artículos publicados previamente en Esprit) su posición antiderechista: la necesidad de «separar lo espiritual de lo reaccionario». Pero a la vez está buscando una tercera vía entre liberalismo y marxismo: en esta búsqueda consumirá su vida, sin imaginar que de hecho esa vía era prácticamente imposible en el mundo contemporáneo. En 1935 Mounier criticaba al marxismo por decir que «toda actividad espiritual es una actividad subjetiva» (op. cit., p. 167) aunque mostraba su aprecio por el método marxista (p. 170). Propone al personalismo como vía entre el individualismo liberal y las «tiranías colectivas» (p. 207). De la persona se eleva a la comunidad, concebida como «persona de personas» (p. 233). La comunidad es espiritual: la Iglesia sólo se realiza en el otro mundo. Pero «somos totalitarios en intención última» (p. 242). Tras un excelente análisis del fascismo, al que Mounier rechazará sistemáticamente (p. 257), se declara, también hasta el final de su vida, antidemócrata: «No es posible combatir la explosión fascista con lacrimosas fidelidades democráticas, con unas elecciones» (p. 257). Esta posición de Mounier en 1935, de la que nunca se retractó, jamás se expone ni reconoce en medios demócrata-cristianos de hoy que dicen inspirarse en su doctrina.
Sin embargo, cree Mounier que quienes se entregan a Moscú sufrirán «nuevas servidumbres» (p. 295). Con motivo de los enfrentamientos de 1934 en Francia, Mounier ratifica su posición antidemocrática y pide un «personalismo popular» (p. 338) contra «la ley del número no organizado». Combate la «ideología del 89» que «envenena a todos los demócratas, incluso a los demócrata-cristianos» (p. 339). Porque «nunca se denunciará bastante la mentira democrática en régimen capitalista» (p. 340). Acepta la lucha de clases (p. 383) y critica a los partidos políticos que son «un estado totalitario en pequeño» (p. 397). Se muestra partidario, según la doctrina política de la Iglesia entonces, de la «acción orgánica o corporativa» (p. 397). Reitera sus posiciones en otra obra de 1934, De la propiedad capitalista a la propiedad humana, donde persiste en su tercera vía utópica entre capitalismo y socialismo.
En setiembre de 1936, estallada la guerra civil española, Mounier compone una de sus obras capitales, el Manifiesto al servicio del personalismo. Definido como «toda doctrina que afirma el primado de la personalidad humana sobre las necesidades materiales y sobre los mecanismos colectivos» (ibíd., p. 556). Su tercera vía se convierte en cuarta, «más allá del fascismo, del comunismo y del mundo burgués decadente» (p. 556). Repudia todavía al marxismo porque «queda en efecto en la base del marxismo una negación fundamental de lo espiritual como realidad autónoma, primera y creadora» (p. 590). La crítica de Mounier al marxismo en 1936 se extiende entre las páginas 590 y 599 de sus Obras, primer tomo de la edición española citada, y es una de las más completas y profundas que conocemos. «La laguna esencial del marxismo —resume— es haber desconocido la realidad íntima del hombre, la de su vida personal» (p. 597). Y luego expresa extensamente el despliegue del personalismo en la familia y en la sociedad. Como enfoque interior de una vida democrática, esta exposición de Mounier tiene incluso hoy plena vigencia: desgraciadamente él la formuló en antítesis contra la idea democrática liberal.
Ya sabemos que durante la guerra civil española Mounier asumió una posición antifranquista militante y partidista, que le condujo a ignorar la persecución de la zona republicana, y a desenfocar por completo el sistema de valores del conflicto que se desarrollaba en España. En 1937, en Anarquía y personalismo, propone una honda crítica de los teóricos anarquistas, no sin expresar algunas afinidades que Mounier no contrastó con los disparates que los anarquistas de la CNT-FAI perpetraban por entonces en la zona republicana, donde habían tratado de instalar su Arcadia revolucionaria en el Consejo de Aragón, con resultados catastróficos que seguramente acabaron con ese residuo activo de la Primera Internacional en Europa. Es muy curioso que los editores de sus obras no hayan seleccionado ni un solo escrito de Mounier sobre la guerra de España. Tan flojísimos son.
Tras el resumen Personalismo y cristianismo (1939) Mounier expone su posición contraria a los acuerdos de Munich de 1938 mediante su libro profético Los cristianos ante el problema de la paz (1939). Cree con toda razón que la falsa paz de Munich-38 es «un silencio erizado de odio» (p. 903). Expone un tratado profundo sobre la paz cristiana: la guerra es nefasta, pero el cristiano «no debe comprar la paz a cualquier precio, al precio de un crecimiento de vileza, de un retroceso del espíritu cristiano ante las fuerzas anticristianas» (p. 962).
Así termina el primer tomo de las obras de Mounier. En el tercero se han reunido sus producciones de posguerra. Mounier se había enfrentado con el régimen colaboracionista de Vichy. Había sufrido cárcel bajo la ocupación alemana. En prisión había entablado relaciones con los comunistas y otros antifascistas. Estos contactos le transformaron, y desde entonces orientó su teoría personalista en sentido de diálogo primero, y luego de abierta cooperación con los marxistas y los comunistas. La nueva doctrina de Mounier, que se enfrentaba a las cautelas y las enseñanzas de Pío XII, arrastró a buena parte de la opinión católica progresista y se convirtió en el nuevo evangelio de un cristianismo de izquierdas. Señala con razón Alfonso Carlos Comín que Mounier, muerto en la plenitud de su vida, 1950, no llegó a dar el último paso —la militancia marxista y comunista— que muchos de sus discípulos sí que dieron, entre ellos el Mounier español, que es el propio Comín, miembro de la asociación Bandera Roja y luego del Partido Comunista, en cuyo Comité Central llegó a ingresar. Y dice Comín con igual lógica que la última consecuencia de la aproximación cristiano-marxista iniciada por Mounier fue precisamente la teología de la liberación (Obras I, introducción). Es importante señalar que estas palabras de Comín se publican en 1974, dos años después de la revelación española de la TL y al año siguiente del trasplante español de Cristianos por el Socialismo desde Chile: en el encuentro de Calafell que tuvo a Comín como principal promotor desde el lado marxista, y también cristiano.
Entramos ya en la exposición de las obras de Mounier en el tomo III de su edición francesa. En L’affrontement chrétien (1945) expone el fracaso y la angustia del cristianismo en el mundo moderno. En Introduction aux existentialismes (de 1947, un año especialmente fecundo para Mounier) concibe al existencialismo como una reacción de la filosofía humana contra la filosofía de las ideas y de las cosas (Obras III, p. 70). La «reacción existencialista» marca un retorno de la religión, incluso cuando es atea (p. 175). El existencialismo cristiano es «una defensa contra las secularizaciones de la fe».
La obra clave para comprender el viraje definitivo de Mounier hacia el diálogo y la convergencia con el marxismo es ¿Qué es el personalismo?, también de 1947. Se inicia con una revisión del Manifiesto de 1936. Y con la afirmación —impensable en 1936— de que «el personalismo es compatible con el comunismo» (p. 179). Reconoce que en 1936 Esprit corría peligro de deslizarse en la utopía (p. 188) por un exceso de purismo. Y demuestra su viraje de guerra: en 1936 excluía totalmente al marxismo, pero en 1947 cree que «la crítica marxista de la alienación, y la vida del movimiento obrero está impregnada de personalismo» (p. 203). La guerra —y la victoria de las democracias liberales— le impulsa a dulcificar sus condenas anteriores contra la democracia: en 1947 la libertad de espíritu, movimiento e iniciativas son para Mounier patrimonio de la democracia parlamentaria (p. 203). Y también hay cierto personalismo en el cristianismo liberal. Pero para salir de la utopía, Mounier se inclina a un claro compromiso con el marxismo en un texto fundamental, que reproduce alborozado Alfonso Carlos Comín:
«El hombre es un ser en el mundo… La persona no vive ni existe independientemente de la Naturaleza… No hay creación que no sea también producción. No hay, para el hombre, vida del alma separada del cuerpo, ni reforma moral sin aparato técnico, ni, en tiempos de crisis, revolución espiritual sin revolución material. El gran mérito del marxismo es haber puesto en evidencia esta solidaridad, y haberla analizado en la realidad moderna… Nos sentimos frecuentemente acordes con el marxismo en esta exigencia de método. En un mundo donde el súbito empuje de las técnicas condiciona el planteamiento de todos nuestros problemas, no hay menos razón de insistir sobre la importancia histórica de las estructuras económico-sociales. En estas afirmaciones nada hay de materialista necesariamente, en el sentido exclusivo del término» (ibíd., p. 217).
Nada tiene de extraño que en la página 227 Mounier baje la guardia ante un marxismo que ya no es un término de combate: y proponga que marxismo y cristianismo se sobrepasen mutuamente hacia el futuro.
En La petite peur du XX siécle (1949) Mounier propondrá nuevas orientaciones de signo monista que asumirá, en su momento, el liberacionismo. «La esperanza cristiana —dice— no es evasión. La esperanza del más allá despierta inmediatamente la voluntad de organizar el más acá» (p. 346). De ahí a negar la realidad del más allá no hay más que un paso, que los liberacionistas darán apoyados en la utopía marxista más que en la utopía cristiana. Insiste: «El más allá está desde ahora entre vosotros, por vosotros» (ibíd.). Porque, «quedan en Europa dos grupos de hombres en que arde la fe: los marxistas y los cristianos» (página 391). La tentación del cristianismo es evasión. Pero el cristianismo es «optimismo trágico».
En Le personnalisme, publicado en 1949 dentro de la colección «Que sais-je?», insiste en que el cristianismo ha aportado una «dimensión decisiva» a la idea de persona. Insiste también en su crítica a la democracia: «La soberanía popular no puede fundarse sobre la autoridad del número» (p. 519). La democracia debe reorganizarse «sobre una base orgánica» que equivale a «una democracia económica efectiva» (página 021). Solución utópica: «Estado articulado al servicio de una sociedad pluralista».
La última obra de Mounier (1950, año de su muerte) es Feu la Chrétienté, colección de escritos publicados entre 1937 y 1949, de los que son realmente importantes los de posguerra. Y descuella entre ellos una feroz crítica a las democracias cristianas que han tomado el poder en Europa después de la victoria aliada. (Los demócrata-cristianos ocultan púdicamente estas terribles críticas de Mounier, que no lo era: que era en 1950, un cristiano en convergencia con el marxismo y a punto de caer en él). Para Mounier, la generación cristiana superviviente de la guerra del 14 (y de la del 1939) se encuentra a gusto con la democracia burguesa europea justo cuando ésta parecía a punto de expirar (p. 529). Lo demuestra la llegada al poder de las democracias cristianas. Inicia Mounier su tratado con la evocación de Unamuno sobre «la agonía del cristianismo» (p. 531). Los partidos DC de la posguerra son «un edema sobre el cuerpo enfermo de la cristiandad» aunque han sido necesarios: «si no existieran habría que inventarlos» (p. 532). Cree Mounier que esos partidos DC han ocupado una posición de centro-izquierda «como si el Creador la hubiera así predeterminado desde la eternidad». Les llama «L’International de la sagesse» y les considera «uno de los peores peligros que corre el destino del cristianismo en Europa» (p. 532). Lo que hubiera encantado a Mounier es, sin duda, el régimen cristiano-marxista de Nicaragua; o las recientes zalemas de algunos obispos de Cuba al dictador leninista Fidel Castro.
La DC europea de posguerra en cambio es el «clericalismo centrista» (p. 533). Y «cuando el cristianismo se equivoca, que lo haga al menos con grandeza, con audacia, con desafío, con aventura, con pasión. Pero que el cristianismo venga a confundirse con la timidez social, con el espíritu de equilibrio, y el sordo temor del pueblo, eso no dejaremos jamás que se acredite» (pp. 523-533). Parece un eco de José Antonio Primo de Rivera contra los católicos de la CEDA.
En su estudio sobre cristianismo y comunismo, dentro de esta misma publicación, Mounier cree que lo esencial del comunismo es «un misterio» (p. 614). «Comunismo y cristianismo se unen como Jacob y el ángel, y con una fraternidad del combate que sobrepasa infinitamente el juego del poder» (p. 614). Y es que «el comunismo forma parte del reino de Dios» y por eso «la mano tendida es impulsada por Dios invisible» (p. 615).
Con estas insondables estupideces y entreguismos terminamos la revisión histórica de las ideas de Emmanuel Mounier, un pensador cristiano que ha sido uno de los principales responsables de la aproximación cristiano-marxista en los años cuarenta, cincuenta y sesenta, del final de la guerra mundial hasta la convocatoria del Concilio Vaticano II. El buen Papa Roncalli, tan condicionado por el movimiento de las ideas en Francia, se sintió poderosamente influido por el pensamiento de Mounier, y la política de la mano tendida, admirablemente aprovechada por la estrategia soviética en Europa, se convirtió en una de las principales fuentes de la crisis contemporánea de la Iglesia, y contribuyó de forma decisiva al desencadenamiento de los tres frentes liberacionistas. La evolución del Mounier español, Alfonso Carlos Comín, es una prueba clara del final lógico adonde irían a desembocar las utopías, las confusiones, las aberraciones de un personalismo abocado al marxismo. Otros políticos españoles han seguido también trayectoria parecida: entre ellos los señores Peces-Barba, Ruiz-Giménez y Nicolás Sartorius. Ni el PSOE ni el PCE de la transición serían lo que han sido sin la trascendental aportación de personas y corrientes cristianas a su marxismo de origen o a su marxismo-leninismo de estrategia.
Jacques Maritain, el gran converso de la Francia intelectual contemporánea, es una figura central para la historia de la Iglesia católica en el siglo XX. Su trayectoria es, ante todo, luminosa: siempre escribe, sin un desfallecimiento, desde el corazón de la fe, desde la plena comunión con la Iglesia. Influyó de manera decisiva en los planteamientos más renovadores del Concilio Vaticano II. Pero esa trayectoria ha sido, también, manipulada y controvertida. Se ha querido ver en Maritain no solamente un adversario del totalitarismo, lo cual es cierto, sino también un adelantado de la democracia liberal-cristiana, lo cual es completamente falso. Se ha acusado a Maritain de haber sido el portador de los gérmenes del liberacionismo, lo cual es una exageración, y se le ha identificado doctrinalmente con Lamennais, lo cual es injusto. Pero no teoricemos sobre Maritain: adentrémonos en su vida admirable, y en su obra profunda que remata en una formidable crítica de las desviaciones posconciliares en la Iglesia.
La mejor guía para la vida y la obra de Maritain es, sin duda, el libro de su discípulo Jean Daujat, Maritain, un maître pour notre temps (París, «Téqui», 1978). Había nacido en París en 1882, en una familia adicta al protestantismo liberal. Evolucionó del racionalismo a la fe gracias a la ciencia contemporánea, que conocía por dentro. Henri Bergson le dio el sentido de lo absoluto; y dos grandes católicos, Charles Péguy y Léon Bloy le acercaron a la Iglesia. Se casó en 1904 con Raïssa Oumancoff, joven judía de ascendencia rusa, poetisa profunda y contemplativa vocacional. Con ella entra en la Iglesia católica en junio de 1906, y desde entonces su vida es una historia de amor en la fe. Se orienta hacia las posiciones integristas de la Action Française, en la que no llegó a ingresar; pero colaboró con Henri Massis y participó en la lucha de la extrema derecha contra Dreyfus. Un dominico, el padre Clérissac, le conduce hasta santo Tomás de Aquino, con quien hasta el fin de sus días entró Maritain en fecunda simbiosis, que no le privó ni de originalidad ni de sentido de la modernidad. Su primer libro se dedica, en 1913, a la filosofía bergsoniana; quizá date de ahí, aun sin yo sospecharlo, mi viva inclinación a Maritain incluso antes de conocerle, ya que mi primer estudio serio en el campo del pensamiento fue también, en 1951, una tesis sobre Bergson que luego presenté como trabajo de licenciatura. En 1914 Maritain fue nombrado profesor del Instituto Católico; estimaba a su cátedra sobre todas las cosas. Siguieron varias obras sobre la filosofía tomasiana; Maritain se convirtió en el gran pregonero de santo Tomás en nuestro tiempo. Causó gran impresión su libro de 1925, Tres reformadores (Lutero, Descartes y Rousseau), a quienes considera como fuente de los errores de la modernidad. La maestría con que Maritain domina a los filósofos modernos avala la honda dureza de sus críticas, que en conjunto son implacables; no les tiene, como pensadores, el más mínimo respeto. Entre 1923 y 1939 su casa de Meudon se convirtió en el hogar del gran pensamiento católico de Francia, compartido por el padre Garrigou-Lagrange, los jesuitas Riquet y Daniélou, los filósofos y pensadores Gilson, Berdiaeff, Marcel, Thibon, Mounier y Massis; los literatos Mauriac, Green, Bernanos y Maxence; el pintor Chagall. Cuando Pío XI condena a la Action Française, como ya vimos, Maritain se pone incondicionalmente al lado de Roma.
La ruptura con el movimiento de ultraderecha impulsa a Maritain a buscar un pensamiento cristiano más independiente de la política, aun cuando deba influir intensamente en la política; entre 1925 y 1930 el filósofo cristiano experimenta una profunda transformación que le llevará, en varias obras resonantes, a la formulación de tesis aceptadas luego plenamente por la Iglesia, como son la autonomía de lo temporal y el concepto de Nueva Cristiandad. La transformación es ya patente en su libro de 1930 Religión y cultura, que se reasume y profundiza en el de 1933 Du régime temporel et de la liberté (2.a ed. París, «Desclée», 1933). Éste es un libro clave, cuyo análisis tira por tierra muchos intentos de manipulación demoliberal a que se ha querido someter, desde nuestra cómoda perspectiva (por ejemplo a manos de los desmedrados demócrata-cristianos españoles de la transición), el pensamiento político de Maritain.
En Du régime temporel Maritain expone que la filosofía tomasiana es la filosofía de la libertad. Muy de acuerdo con las directrices político-sociales del Papa Pío XI, quien ante el fenómeno rampante del fascismo corporativo proponía, desde el comienzo de los años treinta, un sistema corporativo como ideal político para la sociedad contemporánea, Maritain, como haría pronto Madariaga en España, dice que «la organización corporativa y sindical de la economía de la ciudad está de tal forma en las exigencias del tiempo presente que en formas variadas y al servicio de ideales diferentes se realiza en la Rusia soviética y en la Italia fascista. En la sociedad… que no es concebible más que después de la liquidación del capitalismo, la estructura política y la estructura económica combinarían en su unidad orgánica cuerpos sociales diferenciados y solidarios» (ibíd., p. 68). El ideal de Maritain pues, en este momento, es la democracia orgánica entre el totalitarismo y el capitalismo, que repudia por igual; y esta intuición permanecerá en la conciencia político-social de la Iglesia católica hasta nuestros días, como puede verse, por ejemplo, en el Documento de Puebla, 1979.
En 1933 Maritain no es precisamente un liberal. «El liberalismo —dice— no es solamente un error; es algo terminado, liquidado por los hechos» (p. 77). Introduce ya su concepto clave de humanismo integral, que es teocéntrico y se contrapone al humanismo antropocéntrico (p. 165). Ante el fracaso del Zentrum católico de Alemania, incapaz de resistir la marea nazi, Maritain rechaza la fórmula de un partido político específicamente católico (como era entonces en España la CEDA) (p. 176) y prefiere que los católicos viertan su influencia en partidos diferentes. Sería también ésa la posición de la Iglesia española en la transición de 1975; no así la posición del Vaticano en la posguerra de 1945, cuando favorecía abiertamente a los partidos específicamente cristianos en Europa. Desde luego en 1933, con esas teorías, Maritain no era precisamente un precursor de la democracia cristiana, sino a lo más del cardenal Vicente Enrique y Tarancón.
En busca de su fórmula, o mejor de su utopía de Nueva Cristiandad, Jacques Maritain dictó en 1934 unas lecciones en los Cursos de Verano organizados en Santander (donde florecía entonces una pujante vida cultural en verano, hoy degradada) y sobre sus conferencias de entonces publicó en 1936 su obra más importante, hasta Le Paysan: Humanisme integral. Cito por la edición «Aubier» de 1968.
El humanismo clásico y renacentista fue antropocéntrico; el humanismo cristiano debe ser teocéntrico (p. 36). La dialéctica del humanismo antropocéntrico, que incluye a la Reforma protestante, desemboca fatalmente en la Muerte de Dios proclamada por Nietzsche. Analiza Maritain los males aberrantes del comunismo soviético. El comunismo es un sistema completo; es una religión atea para la que el materialismo dialéctico es la dogmática (p. 45). Muy profundamente subraya Maritain que el ateísmo es el punto de partida del sistema y de la propia evolución personal del pensamiento de Marx (p. 45). Pero cree que el «relámpago de verdad» que brilla en la obra de Marx es el reconocimiento de la alienación y la deshumanización del capitalismo (p. 55); por lo que Maritain parece situarse, anacrónicamente, en la perspectiva decimonónica de Marx sobre el capitalismo de su tiempo, tan diferente al nuestro, por más que Maritain formulaba esta equiparación en un momento de grave crisis capitalista y democrática, los años treinta.
El ateísmo se describe bellamente como invivible (p. 68); la tragedia del marxismo es que resulta tributario del humanismo burgués precisamente en su convicción atea (p. 88). El humanismo socialista, sin embargo, no es necesariamente marxista y ateo (p. 96) aunque su marxismo originario es un vicio natal. El humanismo integral puede asumir los aspectos positivos del humanismo socialista (p. 96), por ejemplo la iniciativa social, sobre todo en el campo de la justicia social, durante el siglo XIX, y el amor a los pobres.
En su capítulo II, El cristiano y el mundo, Maritain, tras identificar cultura y civilización, cree que una y otra constituyen el orden temporal, trascendido por el orden espiritual que es el mundo de la religión, la cual es independiente y libre de lo temporal. Maritain critica la teología política clásica, que postulaba un Reino de Dios realizado por el Sacro Imperio. Frente a la tesis pesimista de Karl Barth, la ciudad terrena no es el reino de Satán. Ni tiene por qué ser una teocracia como la España del Siglo de Oro. Ni exclusivamente el reino del hombre como pretendía el Renacimiento. La solución cristiana consiste en afirmar que la ciudad terrena es a la vez el reino de Dios, del Hombre y del Diablo. El cristiano tiene una misión temporal. El mundo cristiano de la Edad Media estaba lleno de defectos pero era vivible (p. 120). El mundo del Antiguo Régimen, que estalló a fines del siglo XVIII, era vivible; pero se hizo invivible. Sin embargo su estructura social por estamentos «había sido por largo tiempo una estructura orgánica adaptada a la necesidad de la vida» (p. 121). La nueva sociedad decimonónica fundada sobre dos clases, el proletariado sometido al «capitalismo sin freno» era arrastrada a un «materialismo social que proclamaba la ruina del espíritu cristiano». Maritain por tanto acepta el esquema de Marx; ignora la realidad cada vez más ancha de la clase media entre burguesía capitalista y proletariado. Aunque «el mecanismo ideal de la economía capitalista no es esencialmente malo e injusto como pensaba Marx» (p. 122). Porque «el capitalismo exalta las potencias creativas e inventivas, el dinamismo del hombre y las iniciativas del individuo; pero odia a la pobreza y desprecia al pobre (página 122). Y sobre todo, «el rico es consumidor, no persona». Está claro que Maritain presenta una caricatura del capitalismo, no sin reconocer alguna de sus cualidades profundas.
El cristiano debe colaborar con una filosofía social, política y económica que descienda a soluciones concretas. Debe basarse en la doctrina de León XIII y Pío XI, con varias soluciones plurales. Una transformación social cristiana debe dimanar del heroísmo cristiano. El cristiano debe trabajar para una realización proporcionada (en espera de la realización definitiva del Evangelio, que es para después del tiempo) de las exigencias evangélicas y de la sabiduría práctica cristiana, en el orden social temporal (p. 133).
Dedica Maritain su capítulo cuarto al ideal histórico de una nueva cristiandad. No quiere proponer una utopía sino un «ideal histórico concreto». Se trata de «un régimen común temporal cuyas estructuras llevan la impronta de la concepción cristiana de la vida». Y que corresponde al «clima histórico de nuestro tiempo». El bien común temporal es comunitario, personalista, intermediario (para un fin último). La ciudad humana debe concebirse con carácter peregrino. Es la misma concepción de la cristiandad medieval, pero con otras circunstancias, por analogía que la diferencie de aquélla. El Sacro Imperio era una concepción cristiana sacral de lo temporal; con la unidad religiosa en el Papado, doctrinal en la Universidad de París, política en el Imperio. Se empleaba el aparato temporal para fines espirituales.
El ideal de la cristiandad medieval se disolvió en el mundo humanista antropocéntrico. Desde Maquiavelo y la Reforma hasta la paz de Westfalia se disuelve la Cristiandad.
El liberalismo individualista «era una fuerza puramente negativa» (p. 164). Maritain ha dado un salto tremendo desde la Reforma al siglo XIX. Y apunta por primera vez una aproximación a la democracia contemporánea: «Actualmente el cristianismo aparece en ciertos puntos vitales de la civilización occidental, único capaz de defender la libertad de la persona y las libertades positivas que corresponden sobre el plano social y político a esa libertad espiritual» (p. 166). El salto dialéctico de Maritain es muy arriesgado; acepta la civilización occidental en su forma presente, que está fundada sobre el liberalismo; pero quiere sustituir al liberalismo por la concepción cristiana como fundamento de la libertad. En esta hipótesis incurre en un audaz escamoteo de cimientos.
La Nueva Cristiandad debe comprender «una concepción profana cristiana» de lo temporal (p. 168); es la clave para la doctrina sobre la autonomía de lo temporal, respuesta cristiana en el siglo XX al ímpetu ilustrado de la secularización. Hay que decir que los Papas —sobre todo Pablo VI— han asumido plenamente esta intuición maritainiana.
El humanismo integral es una concepción contraria al liberalismo y al humanismo inhumano de la era antropocéntrica; e inversa al Sacro Imperio. Equivale sin embargo al «retorno a una estructura orgánica que implique un cierto pluralismo» (p. 169). Han de fomentarse los cuerpos intermedios de la sociedad. Ha de admitirse a los no cristianos en la sociedad temporal. Maritain se opone al totalitarismo nazi, fascista y soviético; los partidos no deben ser únicos sino múltiples. La autonomía de lo temporal se funda en la doctrina de León XIII. Debe existir libertad de expresión, autoregulada profesionalmente. Todos deben tener acceso a la propiedad. Se concibe una propiedad societaria de los medios de producción mediante un «título de trabajo». La producción y el consumo deben regularse por institución del capitalismo» (p. 195). El régimen de cristiandad será una democracia personalista, y no de masa. Sólo en la Nueva Cristiandad se salvaría el valor de la democracia, que es un valor ético y afectivo. Ha de superarse la división de la sociedad en clases, sustituida por la «aristocracia del trabajo» (p. 207). Para la convivencia de los no cristianos en la sociedad cristiana habría que convenir en una «obra práctica común» (p. 210), lo que constituye para Maritain una versión cristiana de la famosa praxis leninista y gramsciana como campo de colaboración entre marxistas y cristianos.
En el capítulo sexto trata Maritain de adaptar al ideal cristiano la idea marxista de liberación y redención del proletariado; por aplicación de principios éticos a la política. Los marxistas tratan de lograr ese objetivo mediante una lucha violenta, material; los cristianos deben lograrlo mediante una lucha espiritual que Maritain no concreta. Sí que va a concretar mucho más su proyecto de nueva cristiandad en el vital capítulo octavo de su libro Hacia un porvenir más próximo. Hay que lograr la Nueva Cristiandad a largo plazo. No formar, ahora, un Zentrum único, monopolizador del ideal cristiano en política, sino varios partidos de inspiración cristiana. «Los hombres unidos por una fe religiosa pueden diferir y oponerse» en política (p. 264). Una cosa es la participación de los cristianos a título personal en la vida política —lo cual es posible y lícito— y otra la articulación general de una política cristianamente inspirada.
En la edición 1946 Maritain introduce una nota en la que apunta que en 1934-36 le parecía conveniente la constitución de un tercer partido formado por un conjunto de hombres de buena voluntad, aplicados a un «trabajo de justicia social e internacional» reformador, en contacto con los medios profesionales, dispuesto a colaborar con otros de forma útil al bien común. Tras la Segunda Guerra Mundial ese tercer partido carece de sentido. ¡Y sin embargo fue el gran momento de las democracias cristianas en Europa! Impactado por la aproximación de su amigo Mounier a los marxistas, Maritain cree que ahora (hasta que llegue la Nueva Cristiandad) se necesitan formaciones minoritarias, como fermentos; que podrían «emprender todas las alianzas» (p. 275) y pone por ejemplo ¡la alianza de la monarquía francesa moderna con los otomanos y los herejes! Ante el fascismo debe notarse sin embargo que es opuesto a las formaciones políticas cristianas por su estatismo.
La clave política de Humanismo integral está en las páginas 276-277; rechazada la cooperación con el fascismo, Maritain admite una posibilidad mayor de que los cristianos colaboren en política con el marxismo y el comunismo. He aquí una aberración tremenda, que constituye el punto más bajo en la trayectoria de Maritain como pensador; junto a su incomprensión radical de las virtualidades humanísticas del capitalismo en cuanto régimen de libertades. Y es que las nuevas formaciones políticas cristianas poseen una «base existencial» que consiste en «el movimiento que lleva a la Historia a una mutación sustancial, en la que el cuarto estado (el proletariado) accederá, bajo un signo fasto o nefasto, a la propiedad, a una libertad real y a una participación real en la vida social y política» (p. 276). El comunismo comparte esa «base existencial», pero tiene una filosofía errónea del hombre y la sociedad; las nuevas formaciones políticas quieren integrar a las masas en la civilización cristiana, en comunismo en la civilización atea; las nuevas formaciones cristianas proponen una colectivización en gran medida de la economía, el comunismo la colectivización total (p. 277). Las nuevas formaciones cristianas ponen a la persona sobre la colectividad y el comunismo pretende colectivizar la persona. Las nuevas formaciones cristianas se oponen «a las dos formas contrarias de totalitarismo político y social». Pero se podría pactar con ellos (sobre todo con el comunismo) «sobre objetivos limitados y neutros, con significación material» (p. 277). «Si en particular, ante un dinamismo comunista ya poderosamente desarrollado, los cristianos no mantienen siempre su independencia y su libertad de movimiento, correrían el riesgo, tras haber aportado un momento su estímulo romántico y la frescura de un humanismo místico a sus aliados de un día, de ser absorbidos por ese aliado, como ha sucedido en Rusia a los elementos no marxistas que se habían apuntado a Lenin en nombre de la revolución espiritual». Maritain advierte que en sus consejos de cooperación con los marxistas está jugando con fuego; pero aunque introduce cautelas, no retira tales consejos. Y se pregunta si las nuevas formaciones cristianas, al ser tan pequeñas, no quedarán aplastadas por vecinos tan poderosos. Su respuesta es ingenua y utópica; los cristianos tal vez lograrían en su contacto con los comunistas que les tienden la mano, librarles del ateísmo que es el origen de todos sus males. Maritain no dice cómo; nosotros ya lo hemos visto en Polonia, en Checoslovaquia y en Nicaragua.
Entre los caracteres positivos del fascismo nota Maritain «la crítica del individualismo liberal y de la democracia ficticia del siglo XIX» (página 282). Formula Maritain una profecía que se cumplió como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial: los totalitarismos fascistas atraerán a Europa la invasión comunista y la caída en el comunismo (p. 284). En cambio no se cumplió la otra profecía paralela de Maritain: las «democracias liberales individualistas» llevan a las naciones de antigua cultura occidental al umbral del régimen comunista «por disolución y debilitación»; el totalitarismo fascista producirá el mismo efecto, «por exceso de tensión» (p. 284). Los Estados totalitarios de Italia y Alemania —Maritain escribe en 1934-36— dejan cada vez menos sitio a la actividad cristiana, aunque en Italia la resistencia de la Iglesia ha frenado al fascismo.
Ya hemos resumido la posición de Maritain en torno a la guerra civil española, un problema y una actitud sobre los que jamás volvió después; sobre los que existen escasísimas alusiones entre los maritainianos. En 1940 Maritain estaba en América cuando sobreviene la catástrofe de la Tercera República ante el asalto de Alemania. Desde entonces Maritain se desconecta de la juventud francesa, pero adquiere relieve mundial. Publica en ese mismo año De la justice politique, donde afirma que el pacto soviético-germano ha desenmascarado al enemigo: son «dos aspectos opuestos del mismo mal». Pronostica equivocadamente que «la guerra dejará atrás las viejas fórmulas del capitalismo y el socialismo». Propone una Europa federal para la posguerra, con ejército federal. Su estancia en los Estados Unidos le arrastra a la admiración por la democracia norteamericana, que le hace dulcificar sus anteriores actitudes contra el capitalismo. Allí publica en 1942 Les droits de l’homme et la loi naturelle, donde todavía reclama como régimen político perfecto la combinación orgánica de monarquía, aristocracia y democracia. Y cree que la idea democrática es confusa; hay que buscar otro término más claro. Porque la democracia se identifica con la libertad humana como regla absoluta. En Cristianismo y democracia, obra de 1943, cree que aunque el cristianismo no se debe enfeudar a forma política alguna, «el empuje democrático ha surgido en la historia humana como una manifestación temporal de la inspiración evangélica», pero «a condición de liberar (a la democracia) de todo compromiso con el error del liberalismo individualista». Converso de guerra a la democracia occidental, todavía intenta Maritain privarla de su origen y fundamento histórico, el esquema capitalista de la economía. Su viraje suena muy a hueco. Y en Principios de una política humanista (1944) critica duramente a Rousseau y a Proudhon y retoma su viejo ideal de democracia orgánica.
Desempeña la Embajada de Francia ante la Santa Sede entre 1945 y 1947. Se opone al existencialismo rampante en su obra de 1947 Court traite de l’existence et de l’existant. Ocupa después una cátedra en la Universidad de Princeton. Publica un nuevo alegato contra el estado totalitario, El hombre y el estado, en 1951. Después de la muerte de su esposa y colaboradora Raissa en 1960 se fue a vivir con los Hermanitos de Jesús, donde profesó en 1971. En reconocimiento por su influencia en la modernización de la Iglesia, el Papa Pablo VI le entregó solemnemente en la plaza de San Pedro la Constitución Gaudium et Spes el día de la clausura conciliar, en 1965. Desde su retiro había publicado en 1963 un profundo estudio sobre Dios y el problema del mal, y en 1966 sorprendió al mundo católico con una formidable reflexión crítica y profética contra las desviaciones del progresismo eclesiástico a propósito del Concilio, en la más profunda de sus obras, que los progresistas tratan inútilmente de sepultar viva: Le paysan de la Garonne, que nuestros lectores tratarán inútilmente de buscar, por ejemplo, en las librerías «Paulinas» de Madrid, infectadas hasta el tuétano de liberacionismo.
Citamos por la décima edición de 1966 en Desclée de Brouwer. El octogenario escritor católico escribe su obra en los primeros meses del año 1966, desde su retiro en Toulouse. «Un viejo seglar se interroga sobre el tiempo presente». El campesino del Garona «llama a las cosas por su nombre». El Concilio Vaticano II, «pastoral más que doctrinal» (p. 9) ha subrayado las ideas de libertad y de persona. Y el neomodernismo de la «apostasía inmanente» es mucho más grave y peligroso que el modernismo de los tiempos de Pío X. Este nuevo modernismo es inmanente a la Iglesia, porque está decidido a quedarse dentro a cualquier precio (p. 16). Estaba «en preparación desde muchos años antes, y ciertas esperanzas oscuras de las partes bajas del alma, levantadas acá y allá con ocasión del Concilio, han acelerado su manifestación, imputada mentirosamente a veces al «espíritu del Concilio» o «al espíritu de Juan XXIII». Esta oleada neomodernista se resume en la hipótesis de que «el contenido objetivo al que la fe de nuestros antepasados se ligaba, todo son mitos». Por ejemplo, el pecado original, el Evangelio de la infancia, la resurrección de los cuerpos, la creación, el Cristo de la historia, el infierno, la Encarnación, la Trinidad… «Vivimos —dice Maritain— en el mundo de Augusto Comte: la Ciencia completada por el mito» (p. 18). Como puede ver el lector, ya desde este primer capítulo Maritain se sitúa, como mensaje final de su vida, en posición profundamente crítica contra el progresismo con el que muchos le habían identificado; los mismos que ahora, con igual falsedad, le acusarán de integrista. Cuando no es más que un viejo cristiano que, situado ya por encima del bien y del mal, ventea correctamente la tormenta que se está abatiendo sobre la Iglesia católica.
Las acusaciones antiprogresistas se agravan en el capítulo II, Nuestro condenado tiempo. Que se abre con la famosa admonición profética de san Pablo a Timoteo, sobre los falsos maestros y profetas del futuro en degradación. San Pablo atribuye a los maestros (Maritain dice intencionadamente a los profesores) un papel central en el desastre doctrinal de nuestro tiempo. Hoy reina «la adoración de lo efímero» (p. 28). La «prefilosofía del sentido común» que hoy se desvanece, nació del «milagro natural» griego fecundado por la revelación judeocristiana. «No hay gobiernos más débiles que los de derechas conducidos por temperamentos de izquierda», dice Maritain pensando en Luis XVI (página 40). «Hasta ahora, y a pesar, o a causa de la entrada en escena, en varios países, de partidos políticos que se dicen cristianos (la mayoría son sobre todo combinaciones de intereses electorales), la esperanza en el advenimiento de una política cristiana ha quedado completamente frustrada. No conozco más que un ejemplo de “revolución cristiana” auténtica, la que en este momento intenta el presidente Eduardo Freí en Chile, y no es seguro que triunfe» (p. 40). ¿Seguirán, ante este texto, los democristianos españoles, pese a que parece escrito para ellos, insistiendo en ver en Maritain un precursor y un teórico de la democracia cristiana cuando es su más firme crítico? «Sólo hay en Occidente —dice Maritain al borde de la boutade— tres revoluciones dignas de ese nombre: Eduardo Freí en Chile, Saúl Alinsky en América y yo en Francia, lo cual no sirve para nada, porque mi vocación de filósofo destruye mis cualidades de agitador» (p. 41). En la Carta sobre la Independencia, escrita por Maritain hace treinta años, dijo que una política cristiana sería de izquierdas, pero desde principios muy diferentes a los de los partidos de izquierda. Y protesta contra el empleo indiscriminado y equívoco de la antítesis derecha-izquierda en el campo religioso, donde tampoco admite la dicotomía de conservador/progresista.
Al hablar en el capítulo III de El mundo y sus contrastes, enumera los fines del mundo: primero, el dominio del hombre sobre la Naturaleza y la conquista de la autonomía humana; es el fin natural. Segundo, el desarrollo de las capacidades creativas del hombre. El cristianismo no puede depender hoy de la protección de las estructuras sociales. Debe impregnarlas de su espíritu. La Cristiandad antigua vivía feliz, sin problemas de doctrina, pero en el siglo XIX y primera mitad del XX todo se ha venido abajo; y el virus ha penetrado en la sustancia. La crisis de esos siglos se ha desencadenado ante la presunta hostilidad de religión y ciencia que reveló el modernismo. Y por la conjunción de intereses entre la religión y la clase social atacada. Al llegar el Concilio el péndulo cambia de signo; y reina la tontería de querer arrodillarse ante el mundo. El Esquema XIII conciliar (que desembocó en la Constitución pastoral Gaudium et Spes) insiste en la persona humana, que pregonaron, entre los conceptos de personalismo y comunitarismo, Mounier y sobre todo el propio Maritain, de quien Mounier tomó su inspiración; como fórmula preferentemente antitotalitaria. Y a este propósito Maritain incide en su terrible autocrítica del clero progresista, páginas 86 a 91, que se prolonga en la crítica del inmanentismo y que por lo tanto se aplica a la teología de la liberación.
Éstas son precisamente las páginas del Paysan de la Garonne a las que se refería Mauriac cuando las comparaba como una cura de leche fresca contra el anterior veneno, una frase venenosamente cristiana.
«¿Qué vemos a nuestro alrededor? En anchos sectores del clero y el laicado —pero es el clero quien da ejemplo— apenas se ha pronunciado la palabra mundo surge un relámpago de éxtasis en los ojos de los oyentes… Todo lo que amenaza con recordar la idea de ascesis, de mortificación o de penitencia queda naturalmente apartado… Y el ayuno está tan mal visto que mejor será no hablar del que sirvió a Jesús para preparar su vida pública… En la iglesia un amigo oyó el otro día el pasaje de san Pablo: “Se me ha dado como estímulo de mi carne un ángel de Satán, que me abofetee”, con esta interpretación: “Tengo problemas de salud”… El sexo es una de las grandes y trágicas realidades del mundo. Es curioso ver qué interés cercano a la veneración demuestran ante él una muchedumbre de levitas ligados a la continencia. La virginidad y la castidad tienen mala prensa.
»La otra gran realidad que se nos enfrenta desde el mundo es lo social-terrestre con todos sus conflictos y dolores y toda su inmensa problemática, con el hambre, la miseria, la guerra, la injusticia social y racial. Sabemos que contra esos males hace falta luchar sin descanso, y no tengo más que recordar lo dicho sobre la misión temporal del cristiano. Pero no se trata de nuestro solo y único deber porque la tierra y lo social-terrestre no son la única realidad. Más aún, ese deber temporal no se cumple verdadera y realmente por el cristiano más que si la vida de la gracia y de la oración levanta en él las energías naturales en su propio orden.
»En la hora actual muchos cristianos generosos se resisten a reconocerlo: al menos en la práctica, y en su forma de actuar, y… en doctrina y forma de pensar (de pensar el mundo y la propia religión) el gran asunto y la sola cosa que importa es la vocación temporal del género humano, su marcha contrariada pero victoriosa hacia la justicia, la paz y la felicidad. En vez de comprender que hace falta dedicarse a la tarea temporal con una voluntad tanto más firme y ardiente cuanto que se sabe que el género humano no llegará nunca a librarse completamente del mal en la Tierra, por causa de las heridas de Adán, y porque su fin último es sobrenatural, se hace de estos fines terrestres el verdadero fin supremo de la Humanidad».
No cabe resumir más certeramente una crítica definitiva sobre la misma esencia del liberacionismo, que estaba, al escribirse estas líneas, a punto de surgir de su caldo de cultivo progresista y temporalista. Maritain remacha: «En otros términos, no hay más que la Tierra. ¡Completa temporalización del cristianismo!» Y llama a esos cristianos, fascinados por la parusia del Hombre colectivo, «nietos de Hegel».
Los párrafos anteriores son, sin duda, el momento capital de Le paysan de la Garonne. Y se completan con la formidable crítica del inmanentismo a partir de la página 94. «No hay —para ellos— reino de Dios diferente del mundo; el mundo reabsorbe en sí ese reino. Ese mundo no tiene necesidad de salvarse desde arriba, ni de asumirse y transfigurarse en otro mundo, un mundo divino. Dios, Cristo, la Iglesia, los sacramentos, son inmanentes al mundo, como un alma que va modelando su cuerpo y su personalidad supraindividual. Desde dentro, y mediante esa alma interior, se salvará el mundo. ¡Arrodillémonos, por tanto, con Hegel y los suyos, ante ese mundo ilusorio; a él nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor!
Los capítulos restantes son una profundización en el sentido maritainiano de la Iglesia y el mundo, pero el esfuerzo principal del libro ya se ha hecho. En el capítulo IV hay una peligrosa concesión a la praxis que ya quedó formulada en Humanismo integral: «Un cristiano y un comunista dan interpretaciones esencialmente diferentes de la constitución democrática pero pueden ponerse de acuerdo para la acción…» En el capítulo V Maritain descalifica al marxista dialogante Roger Garaudy y al filósofo cristiano evolucionista Teilhard de Chardin, a quien cree un poeta ilusorio, no un pensador serio. Su teología es, para Maritain, una gnosis católica, una teología-ficción. Y Teilhard arranca la teología de su fuente, la relación Cristo-Trinidad, para situarla en la relación Cristo-mundo. Entona Maritain en el capítulo VI un cántico a santo Tomás de Aquino, y cree que Teilhard y otros teólogos fascinados por evolución y fenomenología tratan de «servir a los ídolos del mundo» (p. 234). «Los presuntos renovadores son retardatarios que pretenden devolvernos al pueblo cero». Estas reinterpretaciones son «tonterías imbéciles» y «tonterías de presente» (p. 235). Y han nacido como reacciones contra el integrismo. Termina el libro con una gran meditación sobre la Iglesia a la luz del Concilio.
Después de Le paysan de la Garonne Maritain, desde su retiro, publicó en 1967 un hermoso tratado teológico sobre la gracia y la humanidad de Jesús. Vivió muy impresionado por los valores humanos y la posible proyección espiritual del movimiento hippie. Publicó en 1970 el último de sus libros: Sobre la Iglesia de Cristo, y cuando murió el 28 de abril de 1973 tenía preparados los materiales para otra obra de penetración crítica en los grandes ideales y los grandes problemas de la vida.
El lector sabe ya a qué atenerse sobre el pensamiento y la trayectoria de Maritain. Acusarle, como se ha hecho desde el campo integrista —especialmente en los escritos de Julio Meinvielle—, de no-liberal en el mal sentido del término, es invertir su tremenda crítica al liberalismo. Aunque algunos democristianos habitualmente mal informados (Íñigo Cavero, Eugenio Nasarre y sobre todo el profesor Javier Tusell) lo desconocen profundamente, Maritain no fue un profeta de la democracia cristiana, sino de la lucha de la Iglesia contra el totalitarismo; y fue también un pregonero de la autonomía de lo temporal para abordar la penetración del cristianismo en el mundo moderno desde bases reales. Concedió demasiado al diálogo cristiano-marxista sin advertir que tras ese diálogo los marxistas disponían de una estrategia y los cristianos no; sólo disponían de una insondable ingenuidad. Su recomendación de que los cristianos cooperasen con los marxistas en la praxis significa caer en la trampa gramsciana, ya predibujada por el propio Lenin. Desconoció las posibilidades reales del liberalismo popular y su virtualidad social; y asumió perspectivas de Carlos Marx sobre la única versión social no utópica que se ha dado en la Humanidad dentro del régimen de libertades, que es, con todos sus defectos, la democracia liberal representativa del siglo XX. La alternativa político-social de Maritain es ambigua y etérea. Pero fue un pensador cristiano en toda la línea, un inspirador más que un estratega, un aproximador ortodoxo y legítimo de la Iglesia al mundo del siglo XX.
En setiembre de 1986 se celebró un curso en España dedicado a la obra de Maritain, bajo la dirección del ex ministro de Franco, frustrado candidato democristiano en 1977 y actual político socialista profesor Joaquín Ruiz-Giménez. A propósito de ese curso el profesor Javier Tusell publicó un artículo vacuo y desaforado, sin el más mínimo nivel elemental de información ni sobre Maritain ni sobre el curso, lo que resulta habitual en la metodología, a la vez espectacular y pedestre, del ambicioso publicista. El título del artículo era «Maritain, Peces-Barba y Ruiz-Giménez». Con la superficialidad y desorientación que le caracteriza, Tusell acusaba a Ruiz-Giménez de haber sido antimaritainiano, de contribuir al deterioro del recuerdo de Maritain y de utilizar a Maritain para cerrar el paso a una posible democracia cristiana en España. En su respuesta • (publicada en Ya el 12 de setiembre) Ruiz-Giménez tiene razón en todos los puntos. Está justificado al lamentar en Maritain «su incompleta actitud respecto de la tragedia de la guerra civil en España»; y tiene toda la razón cuando señala que fue el propio Maritain, como sabría Tusell si se hubiera dignado leer sus obras, quien se opuso a la fórmula democristiana como monopolio político de la idea confesional. Ruiz-Giménez demuestra conocer a Maritain mucho mejor que su infundado crítico.
El artículo de Gregorio Peces-Barba el 21 de setiembre contiene apreciaciones certeras, pero también un fallo garrafal al atribuir al sentido central de la filosofía maritainiana «hacer compatible el pensamiento cristiano con el mundo moderno: liberalismo y socialismo». Este es sin duda el sentido central de la filosofía de Peces-Barba, pero nada tiene que ver con Marítain. El sentido central de la filosofía de Maritain es la relectura moderna de la filosofía tomista; la idea política central de Maritain no es la compatibilidad con el liberalismo, sino la más acendrada oposición al liberalismo, como sabe el lector; y en cuanto al socialismo sí que se da en Maritain una aproximación mucho más intensa, pero por vía de superación, sublimación y a lo más de diálogo para la praxis más que por intento de compatibilidad formal.
Como hemos insinuado ya en el caso de Julio Meinvielle (en su libro De Lamennais a Maritain, eds. «Nuestro Tiempo», Buenos Aires, 1945, y en su Correspondance con el P. Garrigou-Lagrange, ibíd., 1947) también desde el campo integrista se ha manipulado la figura del gran filósofo cristiano francés, con la acusación infundada de introductor del liberalismo radical en el seno de la doctrina católica. La misma tesis defiende, en España, el profesor Leopoldo Eulogio Palacios en El mito de la Nueva Cristiandad, Buenos Aires, eds. «Dictio», 1980. Ése no es el Maritain que surge de su vida y de sus libros; el Maritain auténtico y admirable no es el de Meinvielle ni el de Tusell. Meinvielle y Palacios han leído profundamente a Maritain desde una óptica integrista; para Tusell ha sido más fácil, simplemente no le ha leído.
A lo largo de este capítulo, y en el anterior, hemos aportado datos suficientes para valorar los decisivos factores de renovación que aporta Francia al pensamiento católico del siglo XX. Nombres como los de Daniélou, De Lubac y Maritain, por ejemplo, podrían figurar con pleno derecho en esta sección, y a ella sin duda los referirá el lector. Hemos estudiado sus aportaciones en otros epígrafes del libro por los motivos que allí se explican; pero por razones de método y espacio no hemos hablado todavía de dos importantísimos pensadores católicos de Francia que deben presentarse en este momento —como remate de este capítulo— a la reflexión del lector. Nos referimos al científico jesuita Pierre Teilhard de Chardin y al teólogo dominico Yves Congar.
Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955) es un auvergnat que entró en la Compañía de Jesús, y que pese a las contrariedades y persecuciones que sufrió en ella por sus ideas, expresadas muchas veces en tiempos dominados por el integrismo y la sospecha, perseveró hasta el final, heroicamente, en su vocación ignaciana. Sacerdote y teólogo, fue más bien, profesionalmente, un científico y todavía más un poeta de la antropología. Participó en grandes expediciones e investigaciones paleontológicas —que acarrearon el descubrimiento del sinántropo— y consiguió labrarse un sólido prestigio en el mundo de la ciencia contemporánea, con lo que recuperó para la Compañía de Jesús y para la Iglesia las conexiones culturales de la época ilustrada interrumpidas por la agonía de los jesuitas desde mediados del siglo XVIII. Concibió su dedicación a la ciencia moderna como una forma de apostolado, que ejercitó con gran altura y eficacia. Insignes científicos se honraron con participar en el comité de edición de sus obras, que en su gran mayoría son póstumas; no se le permitió publicarlas en vida.
La primera de estas obras póstumas en ver la luz, y seguramente la más importante y representativa del pensamiento teilhardiano, es Le phénoméne humain («Éditions du Seuil», París, 1955) por lo que resumimos lo esencial de su pensamiento, que intenta una gran síntesis, arrebatadora, entre la Ciencia y la Fe. Parte Teilhard de otra fe, una fe absoluta en la teoría radical de la evolución, concibe su libro como «una memoria científica, no una obra teológica» nacida de «una visión tan clara, un ideal». Y que consiste básicamente en «un esfuerzo para ver». Nos acaba de decir Maritain, a quien la obra de Teilhard le parece en el fondo una hermosa fantasmagoría, esa obra es un arranque poético, enteramente inasimilable por la teología auténtica. Maritain es, sin embargo, injusto; ¿no es la fulgurante ciencia contemporánea un ejercicio supremo de poesía? Puede criticarse a Teilhard desde la teología clásica, y también desde postulados de una ciencia que hoy parecen más que superados. Pero su colosal intento de conjugar la ciencia con la fe es, en este momento cultural de la Iglesia, un servicio inmenso a la Iglesia y a la propia Ciencia.
Teilhard parte del hombre como «centro de construcción del Universo» (p. 27). Y de la intuición de un Universo que se abre a la plenitud por debajo —el mundo ultramicroscópico— y por arriba —el mundo de las galaxias en expansión—. La Evolución, que desde su misterioso comienzo lleva impresos los gérmenes de la Vida y el brote de la Conciencia, se desarrolla en cuatro movimientos: la Previda, la Vida, el Pensamiento y la Sobre-Vida. De la masa molecular cada vez más compleja se pasa, al llegarse a un punto crítico, a la aparición de la Vida (página 43) uno de los momentos clave del libro, en que brilla, entre metáforas arrebatadoras, la intuición poética montada sobre un insondable vacío de explicación. «On passe a la Vie» así, tranquilamente. Teilhard escribe, eso sí, desde dentro de la Ciencia; y conecta lúcidamente la evolución como proceso dirigido entre los dos principios termodinámicos de la aparición y la degradación de la energía, que no se hace por simple transformación. Hay un aspecto espiritual de la energía, que no por descuidado en el pensamiento científico occidental es menos real y objetivo. La multitud de proteínas en el umbral de la vida es también «el polvo primordial de la conciencia» (p. 72). Los virus son un estado intermedio entre la materia y la vida. Ésta es la tesis capital: «La Vida tiene un sentido y una línea de progreso… que serán admitidos por la Ciencia de mañana» (p. 154). Teilhard es un creyente; admite de forma expresa la «operación creadora» en la aparición del Hombre, del que científicamente sólo puede tratarse, en el momento clave de la evolución, como un fenómeno humano. Con la aparición del Pensamiento surge la Noosfera en medio de la Biosfera: el Hombre «entra en el mundo sin ruido» y en comunión con la Naturaleza. ¿Se detendrá la Vida al desembocar en el Hombre? El hombre moderno se obsesiona en despersonalizar lo que más admira, al revés del hombre primitivo, que personalizaba las grandes fuerzas y las grandes ideas del Universo (página 286). La Evolución ha de culminar en una conciencia suprema que lleve en sí la perfección de la conciencia humana. Así la Evolución converge sobre «el fin del mundo» que no es simplemente una catástrofe cósmica sino el Punto Omega, donde el Universo se hiper-personaliza; donde se concentran la Vida, el Pensamiento y el Amor. La convergencia final se logrará en la Paz.
Como epílogo, Teilhard superpone al fenómeno humano el fenómeno cristiano. No para hacer apología barata, sino como sublimación del fenómeno humano. En el Punto Omega actúa un Centro Universal de Unificación, que los cristianos llaman Dios; el Punto Omega es la eclosión de una idea-realidad que ya se encontraba germinalmente desde el punto cero de la evolución, el punto Alfa: el Dios Providencia que será Dios Revelación y Dios Redención. No se trata de un panteísmo sino de un Dios «todo en todos».
Éste es el esquema básico de Le phénomène humain, sobre el que Teilhard vuelve majestuosamente, profundamente, en el resto de su obra. La figura de Cristo como intermediaria entre Dios y el mundo no es una negación de la teología tradicional, sino una conexión de la teología tradicional con los horizontes de la ciencia moderna. El divorcio entre Ciencia y Teología se había ahondado tanto desde la Ilustración que este genial esfuerzo teilhardiano para conectarlas de nuevo tuvo que hacerse de forma traumática. Pero no hay en toda la obra del jesuita francés una sola proposición heterodoxa; ni en un solo momento se sale Teilhard, que es también un teólogo, de la doctrina y la tradición de la Iglesia. Lo que hace es iluminarlas desde la incierta y desconocida luz de la Ciencia, que él conoce en sus fuentes contemporáneas. La figura de Cristo como superador supremo de la Humanidad, y como guía de la Humanidad redimida por él desde la Noosfera a la Sobre-Vida parece, en pleno siglo XX, un eco de otro poeta cósmico, fray Luis de León, en Los nombres de Cristo. La intuición de una nueva fase para la Evolución a partir de la comunidad humana es una de las grandes ventanas al infinito que se abren para el pensamiento del siglo XX. Puede que los fundamentos científicos de Teilhard estén superados hoy en buena parte; pero su intuición fundamental conserva y acrecienta su validez. El jesuita francés ha sido el gran apóstol de la Ciencia en nuestro siglo; el gran renovador de los impulsos teológicos más que la propia Teología. Su aproximación cultural a la religión, su iluminación religiosa de la Ciencia son una de las gestas intelectuales de la verdadera Modernidad.
El padre Yves Congar es uno de los grandes teólogos de nuestro tiempo, uno de los promotores de la Nueva Teología de posguerra en Europa y uno de los llamados por él mismo «los artesanos del Concilio». Nacido en Sedán en 1904, participó toda su vida (que continúa felizmente al escribirse estas líneas) en los trabajos del importante centro teológico, filosófico y cultural de los dominicos de Le Saulchoir (que ha pasado por varias sedes en Francia y Bélgica, aunque retiene hoy el nombre de la más célebre de todas), creado en 1869 en Flavigny como Studium genérale de la Orden dominicana, y trasladado en 1904 a esa localidad belga, de donde pasó a Étioles, en Seine-et-Oise. Tras el impulso creador del padre Gardeil los maestros de Le Saulchoir han formado un equipo renovador de la tradición dominicana, con efectos muy beneficiosos en la Iglesia el siglo XX. Mostraron un especial interés por el dato revelado, por la combinación de teología y exégesis histórica, por la preservación del tomismo esencial —el legado profundo de santo Tomás— fuera de los encorsetamientos de la escolástica fosilizada y decadente. Creo con toda sinceridad que el padre Congar, por ejemplo, ha comprendido y transmitido el mensaje tomasiano en nuestro tiempo mejor que Jacques Maritain, para quien el tomismo no se ha desprendido todavía totalmente de su carga dogmática adquirida por procedimientos idolátricos después del siglo XIII.
Yves Congar, afectado por las suspicacias del Vaticano durante la época de Pío XII, que se refirió por su nombre a la Nouvelle Théologie en su alocución a la Congregación General de los jesuitas de 1946, y la criticó también, más discretamente, ante el Capítulo General de los dominicos antes de tratar de marcarla estrechamente en la encíclica Humani Generis de 1950, ha sido siempre un teólogo de frontera. Ahora, en su ancianidad, muestra un cierto declive que la hace parecer ante nosotros —con todo respeto— como un tanto gaga y le impulsa a defender, sin excesiva resonancia, algunas vías muertas, algunas causas perdidas. Pero ahora prescindimos de esos pecadillos de ancianidad —tan parecidos a ciertos falsos movimientos de su colega el jesuita Rahner poco antes de morir— y vamos a centrarnos en el análisis de las principales posiciones teológico-culturales del gran Congar, de la gran época de Congar que abarca los quince años previos al Concilio, su actuación en el Concilio y la década siguiente al Concilio. Toda una vida de lúcidos y arriesgados servicios a la Iglesia.
En esa gran época Yves Congar, que ha sido miembro de la Comisión Teológica Internacional, es, como venimos diciendo, un teólogo de frontera. Pero él mismo define noblemente la frontera: que consiste en empujar desde dentro hacia el progreso y al aggiornamento, pero con permanente y absoluta sumisión a la autoridad y al magisterio de la Iglesia y de la Santa Sede. Por eso Congar no da nunca, en su gran época, esa sensación de tumba abierta, de riesgo temerario que nos asalta desde tantas páginas de Gustavo Gutiérrez o de Leonardo Boff. Está en la vanguardia; pero jamás pierde la conexión con el mando, ni con el grueso del ejército.
Entre la copiosa producción del padre Congar hay dos obras que merecen especial atención a nuestro propósito. La primera, y la más famosa de todas ellas, es Verdaderas y falsas reformas en la Iglesia, escrita hacia 1947 en primera versión, publicada en 1950 con demasiada fronda progresista (por ejemplo con abuso del término profético) que luego el autor podó debidamente en su segunda edición, de la que el Instituto Español de Estudios Políticos hizo una excelente traducción española, con ese título, publicada en 1973. La edición francesa apareció a poco de la revolución estudiantil de 1968, y lleva un comentario final acerca de ella.
En los epílogos, y en el prólogo (que es de 1967), se nota claramente la evolución serenadora y conservadora de Congar desde sus ilusiones progresistas de posguerra. Varias veces se identifica con los temores y las críticas de Maritain en Le Paysan de la Garonne. En el prólogo de 1967 Congar insiste en que la tarea principal de la cultura cristiana es repensar la realidad cristiana ante el reto del mundo; no simplemente someterse al mundo con servilismo, que son casi las mismas palabras de Maritain. Se muestra Congar muy preocupado ante las desviaciones y las crisis posconciliares. Por ello suprime en esta segunda edición su apéndice hipercrítico contra el integrismo que había publicado agresivamente en la primera, y tiene la enorme nobleza de reconocerlo. El libro está plenamente «sometido al juicio de la Santa Iglesia» (p. 17). Reconoce el influjo de Maritain-Mounier y el esnobismo de algunos jóvenes intelectuales católicos en la inoculación del «virus marxista» para intentar una contradictoria revitalización del catolicismo en la posguerra. El punto de partida del libro es la descripción de ese reformismo cristiano que brota en 1945, y que Congar quiere justificar con sólidos argumentos de ortodoxia, dentro de su espíritu renovador. Ese reformismo de los años cuarenta y cincuenta, con epicentro en Francia, no es una agresión sino una autocrítica de la Iglesia. Los fermentos venían del sensacional libro de los sacerdotes Godin y Daniel La France, pays de mission (1943) y de la eclosión de revistas y libros desde 1945. Ahora el libro de Congar es una teoría y una historia —entreveradas— de las reformas históricas en el seno de la Iglesia, sobre todo en la Edad Media y en la Edad Moderna. Gran defensor de la Iglesia histórica, Congar fustiga a quienes pretenden descalificarla a partir de nuestras categorías de hoy (p. 111). Propone una serie de notas para calificar de verdaderas o de falsas las reformas; la principal es que los reformadores (cuyos fermentos de verdad y de preocupación pastoral reconoce en casi todos los casos) se queden dentro de la Iglesia, sin caer en el orgullo del cisma, como desgraciadamente sucedió a Valdés, a Lutero, a Calvino y a Lamennais. El diverso camino que siguieron dos precursores del liberalismo cristiano, y de la adaptación eclesial al mundo moderno, como fueron Lamennais y el dominico Lacordaire —el cisma para el primero, la abnegada fidelidad en el segundo—, es uno de los motivos directores del libro. En una profunda tercera parte, que comentaremos en otro capítulo, Congar analiza los elementos positivos y negativos de la Reforma protestante frente a la pervivencia de la Iglesia.
En el certero apéndice que se añade al libro ante los sucesos de mayo de 1968, Congar se muestra muy sensible a los aldabonazos del cambio, pero irreductible en defender lo esencial de la Iglesia frente a la contestación anárquica. «Hay cosas —dice— en las que la contestación no puede darse en el seno de la Iglesia:
Al año siguiente de Le Paysan de la Garonne y casi a la vez que la edición definitiva de Verdaderas y falsas reformas, el padre Congar publicaba un libro, Situation et tâches présentes de la théologie (ed. «Du Cerf») que hace particularmente al propósito de nuestro estudio. Se trata de una gran presentación teológico-cultural del movimiento renovador de la teología europea en la posguerra, pero desde una perspectiva de ortodoxia total, y de fidelidad total a la Iglesia perfectamente compatibles con el impulso reformador. Pero los temores que suscitaron la encíclica Humani Generis de 1950, en la que el Papa advertía sobre los peligros de que la Teología se apartase de la norma tomasiana y dependiera excesivamente de filosofías marxistas, existencialistas e historicistas, pueden —según Congar— considerarse superados en lo que concierne a los reformadores teológicos de la posguerra, que impulsaron desde dentro de la ortodoxia la renovación de las fuentes teológicas; la conciencia de los teólogos sobre la relevancia social de sus trabajos; el giro antropológico rectamente entendido como presencia del hombre en el quehacer de la Teología. Y es que el Concilio, que incorporó a buena parte de los promotores de la renovación en sus comisiones de trabajo, ha querido insertar la «religión del hombre» en la «religión de Dios».
El caldo de cultivo para la renovación teológica y cultural-cristiana en la posguerra consiste en que, gracias a numerosas incitaciones y publicaciones, la reflexión sobre las verdades-en-sí de la fe se transfirió también a la relación de esas verdades con los problemas del hombre. En este sentido el cristiano renovado ha mostrado un gran interés por la problemática del ateísmo moderno.
Los promotores de la renovación teológica se incorporaron al Concilio ante la llamada del Papa Juan XXIII, confirmada luego por la de Pablo VI. El Concilio tuvo una intención pastoral, sin anatemas; se apoyó en la exposición positiva de la doctrina. Un intenso trabajo teológico previo preparó el Concilio en Francia, Alemania, Bélgica y Holanda sobre todo. Varios nombres clave: Háring, De Lubac, Daniélou, el propio Congar, Rahner, Ch. Moeller, Murray, Küng. Al repasar las citas conciliares de santo Tomás, vemos que la Iglesia le considera hoy como un punto de partida, no como un dogma inmutable. Es lo que el propio Tomás hubiera deseado.
La Teología debe ahora seguir los caminos marcados y abiertos por el Concilio. Por ejemplo la vía evolución-ciencia tan profundamente propuesta por Teilhard de Chardin. Pero debemos huir del horizontalismo secularizante (en esta crítica Congar incluye sin nombrarle, pero con una descripción perfecta, al monismo liberacionista). La Iglesia no debe limitarse a ser interpelada por el mundo; debe interpelar también al mundo (p. 73).
Hay que conectar la antropología con la Teología. Blondel (muerto en 1949) marca un camino que nos parece cada vez más estimable: la elaboración de una apologética del cristianismo y específicamente de la dogmática de la Iglesia católica a partir de un análisis de situación y de la experiencia existencial del hombre.
Hay que integrar en la cultura teológica a las ciencias del hombre. Hay que reelaborar algunos capítulos de la Teología, como la conexión entre la creación y la redención; y la teología de las realidades terrestres.
Los grandes teólogos franceses de la segunda mitad del siglo XX, sobre cuya obra hemos llamado la atención del lector en este capítulo, y en el anterior forman un conjunto admirable y positivo que constituye una plataforma doctrinal y un factor de esperanza cultural y religiosa de primer orden para nuestro tiempo. Pero no debemos disimular el hecho —admitido por prácticamente todos ellos— de que junto a esta espléndida floración de cristianismo profundo la Francia de posguerra ha ofrecido también un auténtico campo de minas en el que están presentes todas las amenazas y todos los peligros contemporáneos contra la fe y la Iglesia. Es cierto —y constituye un ejemplo notabilísimo— que en Francia no ha proliferado la teología de la liberación, ya que el gran público francés ha requerido, para estar informado en este problema, la traducción de obras extranjeras. Pero las revistas del catolicismo progresista francés en la posguerra, algunas de las cuales hemos citado ya en nuestro primer libro, y en éste, desde Esprit, la plataforma cristiano-marxista de Emmanuel Mounier, a las revistas evidentemente influidas por la estrategia soviética, como Informations Catholiques Internationales, han influido poderosamente en las desviaciones doctrinales y las líneas estratégicas del liberacionismo. Sin embargo, esta influencia no se ha ejercido desde fuentes del catolicismo y la teología francesa, sino desde inspiraciones del marxismo europeo concentrado en Francia. Porque, como acabamos de ver, la irradiación del pensamiento teológico y católico de Francia a partir de 1945 es positiva y digna de los mejores momentos de la historia francesa.