El doctor Robert Jastrow, profesor de la Universidad de Columbia y del Darthmouth College, famoso astrofísico que en el primer capítulo del libro Dios y los astrónomos se confiesa agnóstico («Warner Books», 1978) describe, al final del libro, la posibilidad de que los científicos lleguen por fin a explicarse el origen del Cosmos. Y concluye: «Para el científico que ha vivido por su fe en el poder de la razón, la Historia puede terminar como un mal sueño. Ha escalado las montañas de la ignorancia; se ve a punto de conquistar el pico más alto; y cuando se arrastra sobre la roca final, recibe el saludo de una caterva de teólogos que estaban allí desde varios siglos antes». Otro científico, esta vez católico”, el doctor O’Keefe, de la NASA, escribe un luminoso epílogo a este libro sobre el impacto teológico de la nueva cosmología. Inesperadamente, después del siglo de Voltaire y del siglo de Marx, resulta que el siglo de Planck, de Einstein y de Heisenberg alumbra un primer parpadeo de entendimiento entre la Teología y la Ciencia; aunque algunos científicos todavía se aferren a racionalismos trasnochados y algunos teólogos no acaben de creerse que la reconciliación entre la Ciencia y la Teología puede venir sorprendentemente, en nuestro tiempo, de la propia Ciencia que la Ilustración arrancaba de la fe.
Me impresionó tanto la frase de Jastrow que utilizo aquí una de sus expresiones, la caterva de teólogos en el mismo sentido simpático que aquel gran teólogo jesuita del Concilio de Trento, el padre Diego Laínez, decía Timeo plebem, etiam episcoporum; que también el autor de este libro, desde su modestia, teme a la plebe aunque sea de teólogos. Pero venturosamente todo hace pensar que la Teología, descartada durante dos larguísimos siglos por los esprits forts de las dos Ilustraciones, vuelve a estar en cierto sentido de moda entre nosotros. Resulta que las modestas clases de Religión que se imparten, con escasa asistencia de alumnos, en algunos de nuestros centros universitarios —más bien privados— se llaman ahora rimbombantemente de Teología. Resulta que hay un señor socialista, químico y empresario de profesión documentada, que cuando la Televisión Española del PSOE quiere corroborar sus curiosas actitudes religiosas le saca a pantalla con la indocumentada pretensión de teólogo. Resulta que un Grupo XIV organizado por el Ministerio socialista de Educación y Ciencia para la reforma de los planes universitarios de estudio propone una revisión de los cursos de Letras con la curiosísima inclusión, en la Universidad estatal de la España socialista, de la carrera civil de Teología, nada menos, propósito que algunos enterados atribuyen al mismísimo vicepresidente del Gobierno don Alfonso Guerra, quizá porque sus preocupaciones y conocimientos teológicos son notorios, y tal vez se deducen de su celebérrima explicación del funcionamiento de los semáforos a través del segundo principio de la termodinámica, según sus declaraciones al señor Fernández Braso. La citada Televisión Socialista concede extraordinaria importancia y resonancia a la Teología siempre y cuando se presente como teología disidente de Roma, por ejemplo los congresos rebeldes que suele organizar la Asociación Juan XXIII para animar el decaimiento final de los veranos.
Una caterva de teólogos. Los teólogos de la liberación no operan solamente desde sus confortables gabinetes ni sólo mediante su red logística de editoriales y librerías; han aprendido el recurso a los medios de comunicación, y los medios del llamado y presunto progresismo les brindan generosamente sus pantallas, sus antenas y sus rotativas como pudimos comprobar cuando el Vaticano examinó a la luz de la doctrina de la fe los casos Gutiérrez y Boff; cuando la Santa Sede llama la atención, en cumplimiento de su misión sagrada, a algún miembro de la caterva que saca demasiado los pies del plato.
En nuestro primer libro trazábamos ya algún panorama elemental de la situación teológica, refiriéndonos casi exclusivamente a España, y apoyándonos en evaluaciones y análisis del campo progresista. Un lector mal informado podría suponer que la Teología está hoy dominada exclusivamente por progresistas y liberacionistas, que tendrían cercada a la Santa Sede con sus disidencias sistemáticas. No es así. Puede que liberacionistas y progresistas hagan más ruido y encuentren mayor y más interesado eco en determinado sector de los medios de comunicación. Pero el interés que ha suscitado mi primer libro entre campos muy extensos de lectores me exige presentar en este capítulo un panorama teológico mucho más profundo y completo, sin que naturalmente agotemos el tema. Vamos a hablar de métodos y de líneas teológicas desde un punto de vista no profesional sino cultural; ante el evidente impacto cultural que las disputas teológicas han alcanzado hoy en nuestra época, gracias en gran parte a la teología de la liberación. Para esta incursión cultural entre las diversas mesnadas de la caterva de teólogos vamos a guiarnos, naturalmente, por la detección de las preferencias del Magisterio y por la orientación de eximios teólogos que gozan de la confianza del Magisterio. En todo caso, al citar con detalle nuestras fuentes, ofrecemos al lector la oportunidad de contrastar directamente nuestras valoraciones. Y por si algún teólogo progresista o liberacionista discute nuestro derecho a esta aproximación cultural a la teología de nuestro tiempo, le diríamos que también ellos organizan constantemente incursiones a campos ajenos como el filosófico, el social y sobre todo el político. Planteamos pues el problema de la teología actual a una luz interdisciplinar.
Partimos de la base de que la Teología es una ciencia. Una ciencia que presupone la fe •—aunque existe también, teórica e históricamente, una teología natural, que brota de la razón, y se conoce como teodicea—, pero que aplica a los hechos y las verdades de la fe los análisis y los métodos de la razón humana iluminada por esa fe. Si la Teología es una ciencia y un saber, debe, naturalmente, definirse a través de un método. En esta sección intentamos una aproximación cultural a la evolución del método teológico a través de los tiempos. Un apunte: no un tratado exhaustivo que estaría fuera de lugar. Como guía para esta sección tomamos el trabajo Presente y futuro de la Teología posconciliar, del profesor Cándido Pozo, S.J., miembro de la Comisión Teológica Internacional (el único español y uno de los dos jesuitas que han quedado en la Comisión después de la poda de jesuitas y de españoles que ha realizado en ella el Papa Juan Pablo II en 1986), dentro del libro que escribió en colaboración con el cardenal Daniélou Iglesia y secularización (Madrid, «BAC», 1973).
El Concilio Vaticano II, según el profesor Pozo, «ha trazado las líneas fundamentales de un nuevo método teológico». Es un proyecto ambicioso y difícil que puede explicar, por estas características, la actual crisis de la Teología. Y es que la Teología existe desde los primeros tiempos de la Iglesia, en cuanto a su función como inteligencia de la je, la bellísima definición de san Anselmo. El cristiano utiliza, para comprender su fe, todos los recursos culturales que están a su alcance; que como son múltiples explican la floración de diversos métodos teológicos a lo largo de la Historia. El profesor Pozo examina, con criterio de aparición cronológica, algunos de estos métodos, sin pretensión exhaustiva.
El método de san Agustín, que aparece con toda su claridad en el tratado De Trinitate, consiste en tratar de comprender el misterio a partir de su analogía con una realidad creada. Para comprender la Trinidad, san Agustín aduce la analogía del alma humana, que se conoce a sí misma y forma así su propia imagen; y luego ama a esa imagen que se ha formado de sí misma. Para que este método de la analogía sea legítimo y no arbitrario requiere siempre —como hace, desde luego, san Agustín— un fundamento bíblico.
San Anselmo, que acaba de definirnos la Teología, expone en el mismo título de una de sus grandes obras, Cur Deus homo (Por qué Dios hombre) un método teológico nuevo, «preguntarse —dice Pozo— la razón —el porqué— de un misterio, contribuye… a hacernos entender el misterio mismo de un modo más profundo» (op. cit., p. 150).
Santo Tomás de Aquino, esa mente clarísima tan alevosamente tratada por Umberto Eco en El nombre de la rosa —anacrónica venganza de los nominalistas arrumbados por Tomás— describió genialmente la inteligencia como «aquello que más ama Dios entre todas las cosas humanas» y, como tantas cosas, revolucionó también el método teológico. Hasta él la Teología se concibió siempre «como un intento de penetración en el dato revelado…, es decir, como inteligencia de la fe» (Pozo, p. 150), pero santo Tomás, imbuido por el concepto aristotélico de ciencia, puso gran fuerza en atribuir a la ciencia teológica el esfuerzo de deducir conclusiones, basándose en las verdades de la fe como principios. De ahí que la Teología sea, sobre todo, la ciencia de la fe; pero aunque las escuelas tomistas tomaron demasiado exclusivamente esta directriz, el propio santo Tomás, al esforzarse en la ciencia de las conclusiones, no descuidó la inteligencia de la fe, es decir, la penetración en los principios.
Y precisamente en medio de la escuela tomista española en el Siglo de Oro, y a impulsos de Melchor Cano, rebrotó con enorme fuerza la necesidad de estudiar teológicamente los principios de la fe, mediante la descripción y análisis de los lugares teológicos donde puede encontrar el teólogo tales principios.
Al conjuro de la modernidad surge un nuevo método teológico durante el barroco, aunque con precedentes en el siglo XVI; es la teología positiva que se distingue por su gran aparato de erudición patrística. Este método, de hecho, ha sacrificado al estudio histórico la capacidad especulativa.
El método de la Teología positiva permitía, sin embargo, una apertura cultural que, desgraciadamente, no cuajó para la Teología ni para la Iglesia durante los siglos XVIII y XIX, que no interfecundaron las relaciones entre la Teología y las dos Ilustraciones sino que alienaron a la Teología, sumida en la rutina y el complejo de inferioridad ante la Ciencia, la Filosofía y la Cultura. El profesor Pozo no habla de tan triste período, en el que no cabe detectar innovaciones en la historia del método teológico, y salta al siglo XX para describirnos —tras la renovación de la ciencia sagrada que impulsó el Papa León XIII— el método teológico propuesto por el Papa Pío XII en la encíclica Humani Generis. León XIII impulsó el renacimiento teológico mediante una revitalización de la teología de santo Tomás, recomendada después expresamente, aunque sin exclusivismos seudodogmáticos, por los Papas siguientes.
Con intensidad y clarividencia que hoy nos parecen enteramente vigentes, el Papa Pío XII recuerda a los teólogos su dependencia del Magisterio, incluso del no infalible, justo en tiempos en que el pluralismo cultural suscitaba ya amplios movimientos de independencia y aun de rebeldía teológica por razones aparentemente modernas y culturales. Oído el Magisterio, el teólogo deberá retornar a las fuentes de la revelación. No solamente para justificar apologéticamente las posiciones del Magisterio, sino para rejuvenecer el depósito de la doctrina revelada con el contacto y la profundización directa. Hay tres momentos, pues, en el método teológico propuesto por el Papa Pío XII: la referencia al Magisterio, como inspiración y factor de seguridad; la investigación directa de las fuentes de la revelación; y el esfuerzo especulativo, en cualquiera de los sentidos convalidados por la historia de la Teología, por ejemplo el de san Anselmo y el de santo Tomás. Los jesuitas españoles utilizaron a fondo el método de Pío XII en su magna Sacrae Theologiae Summa, publicada por la «BAC» a partir del año 1950, en cuatro volúmenes, y que ha sido texto en innumerables seminarios y facultades de Teología hasta el Concilio Vaticano II. Este espléndido trabajo, que constituye una de las cumbres culturales de la teología universal en nuestro siglo, y que en gran parte sigue plenamente vigente, suele menospreciarse y descartarse por los medios liberacionistas y progresistas muchas veces desde una posición teológica endeble e iconoclasta. (Expresiones del autor, y no de su guía para esta sección, el profesor Pozo, cuyas apreciaciones críticas no resultan, por supuesto, tan directas).
El Concilio Vaticano II propuso expresamente un nuevo método teológico en su decreto Optatam totius, que se dedica a la formación del clero. Como era lógico, el Concilio se inscribe, para fundamentar su método, en la tradición de la Iglesia que acabamos de ver confirmada en la propuesta de Pío XII. «Las disciplinas teológicas —dice el Concilio— han de enseñarse a la luz de la fe y bajo la dirección del Magisterio de la Iglesia». No rompe por tanto el Concilio con la tradición teológica de la Iglesia; lo que hace es tratar de enriquecerla.
El método que propone el Concilio Vaticano II no parte del Magisterio para remontarse, desde él, a las fuentes; sino que «parte del dato en su forma más primitiva —dice el profesor Pozo—, a veces en su forma germinal, para ir siguiendo su crecimiento y desarrollo a través de la Historia». Se trata por tanto de un método eminentemente histórico, descrito así por el decreto conciliar; «Dispóngase la enseñanza de la Teología dogmática de manera que en primer lugar se propongan los temas bíblicos; explíquense a los alumnos la contribución de los Padres de la Iglesia de Oriente y de Occidente a la transmisión fiel y al desarrollo de cada una de las verdades de la revelación, así como la historia posterior del dogma, considerada también su relación con la historia general de la Iglesia» (Iglesia y secularización, p. 156). La historia del dato desemboca, a veces, en una definición dogmática, a veces en doctrina del Magisterio auténtico, a veces en doctrina vigente en la Iglesia. Pero no basta con esta investigación histórica fundamental. Pide el Concilio, además, una profundización especulativa tras el trabajo histórico-positivo; en la que estudie la coordinación con otras verdades, se tenga en cuenta, expresamente, el magisterio de santo Tomás, se reconozcan los misterios en las acciones litúrgicas y en la vida de la Iglesia y, como nota muy original, se aproximen a la realidad humana concreta: «Y aprendan a buscar, a la luz de la revelación, la solución de los problemas humanos, a aplicar sus eternas verdades a la mudable condición de la vida humana, y a comunicarlas de modo apropiado a sus contemporáneos» (Decreto Optatam totius, n.° 16). Es decir, que el proyecto metodológico del Vaticano II para la Teología sintetiza los más importantes métodos teológicos que han aflorado en la historia de la Iglesia y además trata de acercar en medio de los problemas de nuestro tiempo la Teología a la vida real.
Para lograr este fin, que parece realmente muy complicado y difícil, se hace necesario un trabajo en equipo entre biblistas, patrólogos y dogmáticos, y quienes cultivamos la investigación histórica conocemos b en las dificultades tremendas que comporta este tipo de trabajo. Existe en nuestros días un claro divorcio entre los dogmáticos y los biblistas, quienes, por su necesaria vinculación a la filología, han devaluado de hecho la contribución de la patrística, mucho menos preocupada en su tiempo por los problemas técnicos.
Pero hay, según el profesor Pozo, algo más grave. El Concilio propone un método de tan inmenso alcance justo cuando la Teología se acaba de sumir en otra de sus grandes crisis históricas, tras su renacimiento iniciado bajo el impulso de León XIII. Lo realmente grave es que la Teología, en medio de esa crisis, ve cuestionado su propio carácter científico. Y no sólo por el desprecio que se le dedica desde ámbitos de la ciencia natural y experimental, que todavía no han asimilado la nueva humildad de la auténtica ciencia contemporánea después del hundimiento del absolutismo científico de las dos Ilustraciones. Un primer síntoma de la descientificación teológica es la obsesión por colgar etiquetas de progresistas o reaccionarios a los teólogos por sus actitudes personales al margen de la validez y hondura de sus producciones; esas etiquetas podrían tener cierto sentido en el campo político o social (donde también se utilizan arbitraria e infundadamente muchas veces), pero carecen de base en el campo teológico, a no ser que se pretenda condicionar la Teología desde la práctica social y política.
La irrupción de ciertos medios de comunicación —religiosos o profanos— en el campo teológico, donde suelen dogmatizar con inconcebible superficialidad y desfachatez, es una circunstancia de la profunda crisis teológica de nuestro tiempo. La misma profesión de teólogo se ha devaluado cuando ciertos medios de comunicación —tan escasamente teológicos como la Televisión socialista o el diario gubernamental de España— se la atribuyen a personajes distinguidos por su superficialidad o su situación límite en materias religiosas. El exclusivismo teológico suele delimitar también arbitrariamente campos cerrados dentro de la Teología, lo que implica una descalificación de quienes no piensan igual en materias no teológicas, sino políticas. Así, la Teología, antaño reina de los saberes humanos, se ha convertido demasiadas veces en ancilla politicae. No cabe mayor degradación.
El método teológico propuesto por Pío XII y el del Concilio Vaticano II coinciden, naturalmente, en el respeto y la referencia al Magisterio de la Iglesia. Pero hoy se hace muchas veces algo que se quiere hacer pasar por Teología desde una sistemática oposición al Magisterio, e incluso desde un sistemático rechazo de verdades infalibles. En su obra sobre el pecado original, Herbert Haag se ha atrevido a proponer; «El método que hay que seguir parece consistir en explicar no la Biblia a la luz del dogma sino el dogma a la luz de la Biblia» (Pozo, op. cit., p. 168), lo que introduce en la Teología un revisionismo incompatible con la tradición católica, un auténtico libre examen que de católico conserva el nombre. La gran ventaja de la teología católica frente a la protestante era que podía confrontar sus hallazgos con la luz del Magisterio vivo que con tales criterios se pretende cegar. La primera regla de la hermenéutica tradicional, universalmente aceptada por la teología católica, es que «toda definición es la expresión de la mente de la persona o personas que definen; y es esa mente la que determina el sentido infalible de la definición» (Pozo, op. cit., p. 170). Saltarse esa norma es incidir en el relativismo y la arbitrariedad personal.
Semejantes pretensiones, que se insertan en actitudes heterodoxas, se hacen a veces en nombre de un presunto pluralismo teológico. Pero es que en la Iglesia católica y dentro de la ortodoxia, siempre ha existido ese pluralismo manifestado en las opiniones divergentes de las distintas escuelas teológicas, que sin embargo coincidían en lo que la Iglesia consideraba como esencial. Pero hay un pluralismo rechazable en una Iglesia tradicional y jerárquica por su misma esencia, donde los dogmas no se establecen por simple voluntad de una mayoría compuesta por iguales; no se puede admitir, en frase de Von Balthasar, el «pluralismo de opinión dentro de la sustancia del dogma», tal y como se da, por ejemplo, entre los protestantes. «Un pluralismo —explica Pozo— que permitiera al católico interpretar la resurrección de Cristo como real o como simbólica, o la concepción virginal como realidad incluso biológica o sólo como una expresión de que Jesús es el regalo hecho por Dios a los hombres como símbolo de que Él es superior a lo que las fuerzas humanas pueden producir» (ibíd., p, 173).
Por desgracia numerosos teólogos, y muchos seudoteólogos, parecen haber confundido el debate teológico no ya con la democracia, sino sobre todo con la anarquía. El necesario y conveniente conocimiento de las posiciones filosóficas y culturales de nuestro tiempo, recomendado por el Concilio para envolver más convincente y actualizadamente al mensaje teológico, se convierte muchas veces de medio en fin y parece cultivarse por ciertos teólogos como medio de subordinar la Teología al cambiante modo de la Filosofía, la Sociología o la política contemporánea, con lo que la Teología primero se trivializa y luego se prostituye. No está mal defender la autonomía de las ciencias humanas, pero tampoco defender la autonomía de lo teológico frente a esas ciencias humanas.
La teología de la liberación ha derivado muchas veces a una conversión del saber teológico en pretexto para la actividad política y social; se trata, en tales casos, de una perversión de la Teología. Por eso me ha asombrado tanto que una magna obra teológica posconciliar, la summa Mysterium salutis compuesta por notables teólogos germánicos de nuestro tiempo, y presentada por su editorial española de lanzamiento, la Cristiandad de los jesuitas progresistas, como el corpus teológico que viene a sustituir a la Summa de santo Tomás (no en cuanto a la modestia legendaria del santo, por supuesto) se haya permitido un excursus tan deleznable sobre la teología de la liberación como el que figura al desgaire del tomo quinto, página 261. No es este libro el lugar idóneo para enjuiciar este notable intento teológico, que ha alcanzado una gran aceptación en la enseñanza de la Iglesia en nuestros días. Pero tan lamentable enjuiciamiento sobre la teología de la liberación, que además se concibe simplemente como una digresión metodológica, nos pone en guardia contra tan clarísimo y cansino acceso de superficialidad. Para decir eso, mejor hubiera sido no tocar tan candente problema. En la summa Mysterium salutis colaboran, sin embargo, destacados y fiables teólogos que en varios casos pertenecen o han pertenecido a la Comisión Teológica Internacional, que cuenta con el refrendo de la Santa Sede para su selección y actividades. Precisamente esa Comisión ha dedicado un interesante volumen al problema del pluralismo teológico (Madrid, «BAC», 1976), en el que no podemos entrar dada la finalidad de este libro.
La summa Mysterium salutis resulta, en opinión de otros expertos de la Comisión Teológica Internacional y otros relevantes teólogos, muy desigual. Pese a su aceptación inicial del Magisterio como norma, luego se desliza en lamentables equívocos. Es un conjunto de monografías sin demasiado sentido de la síntesis y con valor de orientación muy escaso; expone, no valora ni critica, como hemos subrayado en su insuficiente tratamiento sobre la teología de la liberación. Esta visión germánica y parcial de la Teología obedece más a un reduccionismo y a una moda que a una verdadera decantación posconciliar. Se trata de un grandioso y muy noble intento fallido.
Como remate de su luminoso estudio sobre el método, el profesor Pozo apunta las líneas de solución de la crisis teológica para el futuro. En primer lugar la vuelta al Magisterio tras abandonar esa actitud contestataria sistemática que para los observadores culturales del actual quehacer teológico equivale a una actitud infantil, un sarampión de falsa modernidad. Es lo que reclama el Concilio Vaticano II. En segundo lugar el teólogo tendría que convertir mucho más su saber en vida mediante el ejercicio de las virtudes y los valores espirituales; la conexión entre Teología y vida es tradicional en la Iglesia y debe recuperarse urgentemente. Siempre se han unido la investigación teológica y la oración, sustituida ahora a veces por la expresión de la soberbia. La Teología es, además de un saber, un testimonio, un martirio. Y desgraciadamente no son hoy excepción los testigos cuya conducta tiene bien poco de martirial.
Desde la Historia, que es tan antigua como la Teología, estamos ya curados de espanto: desde mediados del siglo XIX las modas han invadido el territorio histórico y han tratado de sustituir al método con un agravante: la historia de moda intenta descalificar a toda la Historia anterior como obsoleta e inservible. Como los métodos de las ciencias sociales, que son las principales casas de modas para la Historia, varían tan vertiginosamente, apenas caen los historiadores en la trampa de aceptarlos se ven descalificados por una moda nueva. Algunos, hartos de tanto vaivén, regresan a la Historia que nunca debieron abandonar entre tanto espejismo.
Que una cosa tan seria como la Teología se haya visto sometida también, en nuestro siglo, al vaivén de las modas, parece inconcebible al profano, pero es un hecho real. En nuestro tiempo la Teología se deja penetrar y manipular por las modas culturales al intentar expresarse según las categorías de la Filosofía, la Sociología y la cultura contemporánea; y lo malo no es que busque tal expresión —lo cual es legítimo y deseable— sino que deja sustituir a veces, por esa expresión cambiante, su propia esencia. Para poner un ejemplo detonante, el hecho de que la Teología, que es la ciencia de Dios, haya aceptado por algunos sectores radicales titularse Teología de la muerte de Dios es algo peor que una contradicción: es una cobardía y una memez. Hace a nuestro propósito enfocar y explicar a la teología de la liberación como un producto híbrido de preocupaciones político-sociales y modas teológicas. Por eso agradecerá el lector que intentemos un breve repaso a las principales modas teológicas de nuestro tiempo, varias de las cuales —como la propia teología de la liberación, que es una persistente moda teológica también— brotan simultáneamente en el campo católico y en el protestante, en un curioso alarde de ecumenismo negativo.
Durante la primera Ilustración —el movimiento cultural del siglo XVIII— y la segunda —el movimiento cultural del siglo XIX— la Teología, y su pedestal filosófico católico se divorciaron del mundo cultural y cayeron en una fase de auténtica alienación, de la que no fueron ajenas las preocupaciones políticas de la Santa Sede que para luchar contra el liberalismo radical regresó al absolutismo. Como la evolución de la ciencia moderna, convertida durante el siglo XIX en el nuevo Absoluto, es el auténtico espejo común para los dos movimientos de la Ilustración, resulta que la Teología alienada de la doble Ilustración se situó absurdamente en posición antitética respecto de la Ciencia y la cultura. Y retrasó mucho su toma de posiciones en el campo social, mientras el marxismo, esa doctrina esencialmente decimonónica y apoyada en los dos movimientos de la Ilustración (nació precisamente en el seno de la izquierda hegeliana) le tomaba claramente la delantera.
El Papa León XIII (1878-1903), que era un gran ilustrado, sacó a la Iglesia de esa doble postración, cultural y social, e inició un movimiento profundo por el cual la Iglesia católica buscó, como en sus mejores tiempos históricos, un nuevo entronque con la cultura y con la sociedad. Este movimiento se ha condensado y ahondado, tras el impulso de todos los Papas intermedios, en el pontificado de Juan Pablo II, que por ello es ya, ante la Historia, un Papa netamente progresista en el sentido más auténtico de la palabra.
Pero justo durante el año en que moría León XIII, 1903, estallaba en la Iglesia la primera moda teológica del siglo XX: el modernismo. León XIII había pretendido sacar a la Teología de su marasmo mediante un decidido impulso a los estudios bíblicos y mediante el recurso, quizás un tanto exclusivista, al magisterio de santo Tomás; así brotó la neoescolástica, que pese a sus restricciones y defectos logró su propósito y destacó culturalmente a la Iglesia católica.
La crisis modernista retrasó este resultado. Era un movimiento teológico que se extendió sobre todo en Francia y en Italia cuyo promotor fue el exegeta Alfred Loisy, quien presentó su enfoque en dos resonantes libros de 1902-1903. Luego le siguió el influjo predominante del ex jesuita George Tyrrell. El modernismo se inscribe en la onda racionalista con que suele identificarse el movimiento filosófico de la doble Ilustración, y consiste formalmente en aceptar que los dogmas de la fe están sujetos a la dinámica de la evolución; y que la autoridad científica, extendida incluso al campo teológico, es autónoma plenamente respecto del magisterio de la Iglesia. Más o menos vinculados al modernismo están el simbolismo, para el que los dogmas no expresan realidades objetivas, sino símbolos de la vida moral y religiosa; el pragmatismo como criterio práctico para la interpretación del dogma; el reformismo católico, para el que una expresión de la Teología según las categorías del idealismo filosófico llega a afectar a la propia entraña teológica; y el inmanentismo, que desvincula al hombre de la trascendencia divina, primero como método, luego como realidad.
La Santa Sede, regida ahora por san Pío X, condenó al modernismo en la encíclica de 1970, Pascendi, sin que la moda teológica hubiera calado irreversiblemente en el clero, aunque hubiese contagiado a amplios sectores de sacerdotes jóvenes. La reacción pontificia fue muy enérgica, y en ella se impuso un juramento antimodernista muy estricto, que de hecho actuó como freno para la investigación positiva y dogmática en la Teología. Al calor de la firmeza papal se produjo un movimiento teológico de reacción integrista, luego descalificado también por la Iglesia, y que repercutió en las doctrinas políticas del catolicismo europeo, concretamente en España. Reseñamos aquí esta primera moda teológica del siglo XIX, el modernismo, porque contiene en embrión varías otras modas posteriores, a las que podría aplicarse el nihil novum sub solé, incluida, por ejemplo, la reacción integrista que se ha desencadenado con motivo de las descalificaciones pontificias contra el liberacionismo.
En principio cabe plenamente dentro de la ortodoxia católica un humanismo teológico, como cabe un humanismo cristiano en el pensamiento social y político contemporáneo, tras las huellas del humanismo cristiano cultural y primigenio en los albores del Renacimiento. El propio Dios se hizo hombre; esta verdad central de la fe es también la expresión de un supremo humanismo, que puede y debe reflejarse en la actitud y en el método de la Teología. También es lícita y conveniente la atención teológica a los problemas del hombre, como recomienda para su propuesta de método teológico el Concilio Vaticano II; y el propio Concilio predicó con el más alto ejemplo. Lo malo es que muchas veces el humanismo teológico se convierte en antropocentrismo, lo cual puede ser válido para la antropología o para la política; pero nunca para la Teología que por definición tiene por centro a Dios, y por eje a la relación trascendental entre el hombre y Dios.
El humanismo teológico tiene un precedente en el siglo XIX: Felicité Robert de Lamennais (1787-1834) que puede también considerarse como uno de los fundadores del liberalismo cristiano y uno de los precursores de lo que hoy se llama teología política; en unas circunstancias en que las relaciones entre religión y política discurrían por cauces muy lejanos al suyo, es decir, al socaire del absolutismo. Precisamente ése fue el primer cauce de Lamennais, que arrancó del ultramontanismo y arremetió contra los galicanos. Pero luego fundó un periódico célebre, L’Avenir, con Montalembert y Lacordaire; y defendió desde él un humanismo cristiano liberal que le llevó al enfrentamiento con Roma. Poco a poco se deslizó hacia el mundo de las creencias —fundadas en una razón universal— interpretado según el método del sentido común, y cada vez más separado del plano sobrenatural y de la autoridad del Magisterio. En un momento en que la Iglesia repudiaba al liberalismo como herencia de la Revolución, Lamennais piensa que la Revolución es hija legítima e irreversible del Progreso, aceptado como nuevo dogma para la religión, y trata de asimilarlo desde el catolicismo. Para ello asume la dogmática de las libertades (que la Revolución y el liberalismo habían conculcado sistemáticamente en la práctica) y se ganó la condena del Papa Gregorio XVI en la encíclica Mirari Vos, de 1832. La teología de Lamennais, fundada en un confuso sistema de creencias, es muy endeble; su intento de armonizar las libertades revolucionarias con un nuevo humanismo cristiano liberal acabaría por ser tolerado primero, luego aceptado y luego recomendado por la Iglesia del siglo y medio siguiente. Al evocar la figura de Maritain en el próximo capítulo volveremos a ocuparnos, inevitablemente, de Lamennais que en más de un sentido es su predecesor, pero no en la plena fidelidad a la Iglesia, que desde su conversión nunca desmintió Maritain.
Si ha de resumirse en una palabra el influjo de las dos Ilustraciones sobre el pensamiento teológico, esa palabra es antropología. Con fuentes en el Humanismo y el Renacimiento, los movimientos culturales de los siglos XVIII y XIX, prolongados a lo largo del nuestro, han intentado de nuevo coronar al Hombre como medida de todas las cosas, lo que implica, como consecuencia negativa, el avance implacable del proceso que conocemos como secularización y que tendrá también una contradictoria repercusión como moda teológica, según veremos. Para el profesor Pozo, cuyo estudio Teología humanista y crisis actual en la Iglesia (en la citada obra con Daniélou, Iglesia y secularización, pp. 61 y ss.) seguimos muy de cerca en estas páginas, la crisis actual de la Iglesia depende, sobre todo, del choque profundo de dos ideologías teológicas: «una teocéntrica de dirección vertical, y otra antropocéntrica de dirección horizontal» (p. 64). Para la teología humanista o antropocéntrica, entre cuyos representantes figuran J. A. T. Robinson (Honest in God, Londres, 1963) y otros teólogos que cultivan también otras modas, como Harvey Cox (protestante) y J. B. Metz (católico), los principios básicos son:
1. Dios no es objeto directo de la Teología: está tan alejado de nuestra mentalidad que cuando pensamos en él construimos un ídolo.
2. Sólo la encarnación nos da la posibilidad de amar a Dios; el intento de amar a Dios directamente es idolatría, porque ese Dios es ficticio.
3. El amor humano a Cristo se convierte en el acto cristiano fundamental.
En consecuencia:
1. El acto religioso dirigido a Dios directamente carece de sentido.
2. La desacralización se convierte en programa; los sacramentos son inútiles.
3. Al quedar Dios fuera del horizonte, el cristianismo se convierte en temporalismo; las actividades socio-políticas sustituyen a la vida cristiana tradicional; entra en crisis la idea del sacerdocio, y carecen de sentido las diferencias entre las diversas Iglesias y confesiones cristianas.
4. «Si la esencia del cristianismo es el auténtico amor humano, dondequiera que se dé tal amor allí está el verdadero cristianismo. Surge la teoría de los cristianos anónimos» (Pozo, ibíd., p. 72). La conversión de los paganos es inútil; las Misiones no sirven para nada, con todos los enormes sacrificios que comportan.
Basta con el resumen descarnado de estas ideas para que el lector detecte muchas pistas que se encuentran en la ideología de los liberacionistas, como ya expusimos en el primer libro; y es que la teología de la liberación siente una auténtica debilidad por revestirse de cuantas modas teológicas caen, con escasa crítica y reflexión, al alcance de sus promotores.
En otro volumen de la misma colección otro notable teólogo, Alejandro de Villalmonte, O. F. M. C, estudia muy profundamente El giro antropológico en la teología moderna (J. A. de Aldama et al. Los movimientos teológicos secularizantes, pp. 77 y ss. Madrid, «BAC», 1973), obra que tiene un singular valor de detección y de orientación, porque, como la citada de los jesuitas Daniélou y Pozo, aparece precisamente en 1973, el año en que ya se iniciaban con fuerza los movimientos de liberación en Occidente. El trabajo del padre Villalmonte es de una claridad y densidad filosófica y teológica que honran al pensamiento religioso español de nuestra época.
El doctor Pozo se acaba de referir, como hemos visto, a la teoría de los cristianos anónimos, como uno de los desarrollos del humanismo teológico. No cita a su autor, que es el profesor Karl Rahner, S.J., maestro de toda una generación de teólogos de la política, entre los que descuella su discípulo predilecto y gran rival del cardenal Ratzinger, J. B. Metz, a quien sí que cita Pozo. Pero Villalmonte no tiene reparo alguno en señalar a los autores principales del nuevo antropocentrismo teológico —que son Rahner y Metz— ni en analizar con enorme comprensión y hondura sus principales posiciones.
En nuestro primer libro, y ante una de las más sugestivas obras de Rahner, declarábamos que nos parecían enteramente exageradas las acusaciones de heterodoxia que se le habían dirigido. Ahora, con mayor conocimiento de sus obras, seguimos pensando que Rahner, uno de los grandes inspiradores teológicos del Vaticano II, es un gran teólogo de la Iglesia católica. Como reconoce Villalmonte, el intento de Rahner, con todos sus riesgos, resulta discutible en varios aspectos, pero ha impreso un dinamismo a la teología contemporánea que no se puede desconocer; quizá más que incluirle en un capítulo sobre modas, deberíamos estudiarle en uno sobre métodos. Pero de hecho varios de sus discípulos —como el propio Metz y algunos jesuitas progresistas españoles— han degradado el método de Rahner en sentido de moda, y por ejemplo en el Instituto Fe y Secularidad se han dedicado sistemáticamente, casi lúdicamente, a captar, bajo la presunta autoridad de Rahner, cualquier moda teológica en circulación para darle después resonancia en España y en América. Puede que la prudencia docente del gran teólogo alemán no haya rayado a la misma altura que su angustiada ortodoxia.
Rahner ha intentado durante toda su fecunda vida imprimir un giro antropológico (mejor que antropocéntrico) a la teología católica y al método teológico. Siente y comunica vivísimamente la necesidad de que la Teología se reconcilie con la cultura contemporánea, y trata de expresarla sistemáticamente a través de categorías tomadas del pensamiento de la doble Ilustración, prolongada hasta la filosofía y la cultura del siglo XX. Como fundamento de la nueva Teología, Rahner propone una filosofía que consiste en la síntesis de tres grandes corrientes del pensamiento moderno: el subjetivismo trascendental de Kant, el idealismo alemán del siglo XIX y la filosofía de la existencia o existencialismo cuyo máximo exponente es Martín Heidegger, a quien Rahner considera como su principal maestro. Pero este conjunto filosófico no se acepta en bruto, sino purgado de su subjetivismo y de su autonomismo; así se hace compatible con la trascendencia y puede expresar mediante categorías inteligibles para el hombre actual las verdades teológicas y religiosas. El intento titánico de Rahner tiene poderosos acentos tomasianos; es el proyecto de traducir a la Teología el pensamiento filosófico moderno, de la misma manera que santo Tomás bautizó a Aristóteles. Ni a esta actitud de Rahner, ni al insuperable conocimiento directo y profundidad con que analiza las categorías del pensamiento moderno cabe hacer la menor objeción; porque en todo caso se trata de mantenerse fiel a la Tradición y al Magisterio. Alguna vez “ha tenido sus agarradas con Ratzinger entre peleas por una cátedra para su discípulo Metz, como sucede en las mejores familias académicas; alguna vez se pasó al protestar con escasa elegancia histórica por la decisión de Juan Pablo II al declarar en estado de excepción a la Compañía de Jesús. Pero desde el mal humor del sabio; nunca desde la rebeldía sistemática del hereje. Y por supuesto sin la menor contaminación de otras corrientes de pensamiento moderno más comprometidas con la heterodoxia radical, como es el caso del positivismo y el marxismo, cuyas categorías Rahner no utiliza para fundamentar su teología.
Para Rahner, como dice Villalmonte, «un conocimiento humano no logra la condición de científico sino en la medida en que lleva consigo, inherente, la determinación de las condiciones de posibilidad a priori existentes en el sujeto en orden al conocimiento del objeto en cuestión» (p. 85). Esto significa que la teología dogmática ha de cultivarse según las pautas de una antropología trascendental. Además, la Teología, interpretada preferentemente como ciencia de salvación (lo cual supone un fuerte influjo de la orientación protestante), sólo cobra sentido pleno cuando se refiere a la salvación del hombre; las condiciones de receptividad teológica que hay en el hombre dependen de su posibilidad a priori para recibir la salvación. De esta forma el mensaje revelado se haría más creíble, mediante una exposición pastoral —kerigmática— acorde con la cultura de nuestro tiempo. De esta forma se liberaría la Teología de planos mitológicos y formulaciones excesivamente abstractas.
Los enunciados dogmáticos han de proyectarse sobre su capacidad para iluminar la vocación del hombre llamado por Dios a la vida eterna. Pero Rahner se defiende de las acusaciones de relativismo y modernismo; porque para ellos los dogmas evolucionan a través de consideraciones meramente filosóficas, mientras que para Rahner —y éste es un punto central de su doctrina teológico-antropológica— el espíritu humano está dotado de un a priori donado por Dios, el existencial sobrenatural que puede ser reconocido por nosotros como fruto de la reflexión teológica. Esta siembra divina en el espíritu humano no contradice para nada el necesario teocentrismo de la Teología que es la ciencia sobre Dios en cuando comprendida y realizada en el hombre. El cristianocentrismo de la Teología queda así revalorizado, por la dimensión humana de Cristo que se reconoce mejor en la dimensión humana de la Teología.
Insistamos: la base filosófica necesaria para este montaje teológico se organiza sobre la depuración cristiana de tres directrices culturales de nuestro tiempo: el subjetivismo trascendental inspirado en Kant, el idealismo cuya cumbre es Hegel, el existencialismo de Heidegger. El Rahner temprano desarrolla esta sistemática filosófica preteológica en sus libros Epíritu en el mundo y Oyente de la palabra. Su gran discípulo J. B. Metz publica en 1962 su obra clave (tesis doctoral) Antropocentrtsmo cristiano. Frente al cosmocentrismo de la filosofía griega, asumido por los grandes teólogos clásicos, se propone ahora un antropocentrismo para fundamentar culturalmente la Teología sobre bases de pensamiento ilustrado y moderno. Rahner y Metz reconocen como predecesores de esta tendencia en el campo católico a Maréchal, que trataba de interpretar santo Tomás en la línea kantiana de subjetivismo trascendental; a Blondel; y al propio santo Tomás en quien pueden detectarse, según Metz (y no sin razón) directrices antropológicas por encima de su cosmocentrismo medieval. Las relaciones entre naturaleza y gracia constituyen un ejemplo privilegiado para pulsar la eficacia de la nueva teoría, en contraste (no en contradicción) con la explicación teológica clásica de la potencia obediencial, mejorada y sustituida por el existencial sobrenatural de Rahner. «Este estar ordenado por libre voluntad de Dios (a la vida eterna) implica en el hombre un poder recibir la gracia y la visión beata, una permanente orientación hacia ellas» (pp. cit., p. 93). Antropocentrismo cristiano, en su edición española (1971), está presentado con cierto descaro por el agitador liberacionista y marxista Reyes Mate.
Pero una vez establecida esta teoría, Metz desborda los postulados de su maestro Rahner y propone un nuevo giro dentro del giro antropocéntrico; porque para Metz —y para varios jesuitas españoles discípulos también de Rahner, y fascinados inicialmente por él— la posición del gran teólogo resulta demasiado conservadora y timorata, demasiado volcada al interiorismo y la subjetividad. Conviene por tanto «pasar de una consideración idealista-subjetivista del hombre a una consideración más histórica, concreta; del individualismo a la consideración de la dimensión social-comunitaria; de la interioridad del espíritu al hombre integral de carne y hueso, ligado y condicionado por las leyes materiales, económicas y culturales; de la teoría a la praxis. En Teología del mundo (ed. esp. Salamanca, «Sigúeme», 1971) Metz se distancia en este sentido de su maestro Rahner; de su nueva posición tomaron buena nota los promotores de la teología de la liberación. Porque de hecho, en teoría y en práctica, el giro dentro del giro antropológico que Metz propone equivale al descenso del idealismo al colectivismo: de Hegel a Marx. Nótese que este giro de Metz acontece justo en vísperas de la concreción y lanzamiento de la teología de la liberación. Para Metz su nuevo plano teológico se concreta, como ya vimos en el primer libro, en la llamada teología política, que es una de las más claras fuentes europeas de la teología de la liberación. Era muy importante señalar aquí el brote filosófico-cultural de esa teología progresista.
En ella el centro de atención se desplaza de la ortodoxia a la ortopraxis (Villalmonte, p. 96). La nueva caridad deja en segundo plano a Dios y se transforma preponderantemente en acto de servicio a los hombres, «inmerso en el aquí y ahora de las luchas terrenales». Ya estamos en el ambiente del liberacionismo, aunque luego Metz y otros teólogos progresistas se quejen de que los liberacionistas han derivado netamente al marxismo desde el antropocentrismo teológico. Les han desbordado por la izquierda, como ellos habían hecho con Rahner.
Desde su mismo terreno, y por supuesto desde el terreno teológico, pueden y deben hacerse varias críticas de fondo al antropocentrismo de Rahner y Metz, aparte de señalar este deslizamiento inevitable hacia el marxismo, que ellos, sobre todo Rahner, no apuntaron ni pretendieron. La base filosófica del antropocentrismo teológico está elaborada muy insuficientemente; y la presunta depuración de sus tres corrientes culturales originarias no se ha propuesto de forma convincente. Se trata, además, de una base demasiado restringida. Dentro de la configuración global del pensamiento moderno hay sectores inmensos fuera de la consideración rahneriana, como el empirismo y el positivismo, aspectos de la fenomenología, campos intelectuales no subjetivistas como los de M. F. Sciacca, Julián Marías o Javier Zubiri. El coto filosófico de Rahner es demasiado germánico, es decir provinciano. Las raíces y desarrollos profundos de la ciencia y el pensamiento científico contemporáneo, y en especial la quiebra de la ciencia absoluta de las dos Ilustraciones a partir de un triple impacto —discontinuidad planckiana, relativismo de Einstein e indeterminismo de Heisenberg— escapan casi por completo a la captación filosófica de Rahner y de Metz. Estas carencias se ponen de manifiesto en la insuficiente amplitud y comprensión científica que muestra Rahner en uno de sus más ambiciosos intentos culturales, la investigación que publicó en colaboración con P. Overhage, El problema de la hominización (Madrid, «Cristiandad», 1965), donde resalta en la concepción de los dos jesuitas una aceptación acrítica del evolucionismo; la posición teológica de Rahner no engrana bien con el enfoque más científico de su colaborador, lo que nos sugiere que Rahner, en general, no busca tanto una profundización antropológica real y objetiva sino un modo de expresión para comunicar los desarrollos teológicos; es decir, que concede más a la moda que al método.
Se ha criticado mucho en Rahner y Metz su pretensión de traer a su molino al propio santo Tomás; deberían haber buscado precedentes clásicos más bien en la línea de san Agustín. Tampoco queda muy clara la fundamentación heideggeriana del antropocentrismo teológico; ¿de qué Heidegger se trata? Da la impresión de que Rahner-Metz buscan un nuevo universo de expresiones —la pedantería progresista hablaría aquí de un nuevo discurso— en que lo importante serían las formas y no el fondo del pensamiento ilustrado-moderno; una vez más estaríamos ante una mimesis y una moda más que ante una verdadera comunicación conceptual entre lo filosófico y lo teológico. ¿Implica el antropocentrismo teológico, en el fondo, una repulsa a la metafísica?
Desde el punto de vista teológico las objeciones se agravan. No es verdad que el hombre sea el centro de la revelación; ese centro es el propio Dios que habla sobre sí mismo, y es el principal objeto de su propia palabra que destina, eso sí, al hombre. Dios no pretende solamente presentarse en función del hombre, sino manifestarse ante el hombre: ésa es toda la Biblia. ¿No se trata, en el fondo, de una coincidencia rahneriana con el necesario alejamiento de Dios que proponía Robinson? Por otra parte el existencia sobrenatural que Rahner propone como clave para su doctrina de la gracia parece un deus ex machina, una entelequia más o menos mágica, un invento arbitrario, aunque muy sugestivo y conveniente. Se trata desde luego de una estupenda traducción católica del subjetivismo trascendental kantiano; pero ¿cómo se prueba? ¿En qué dato real o teológico se funda? Y es la clave, insistamos. Puede, como concluye duramente Villalmonte, que «la teología antropocéntrica abandona cualquier fundamentación metafísica y toma parte por una fenomenología trascendental a la hora de elaborar una teología científica» (op. cit., p. 105).
Estas consideraciones críticas no invalidan el enorme esfuerzo de actualización teológica, abordado por Karl Rahner. Pero si por sus frutos los conoceréis, vemos cómo la mayoría de los discípulos de Rahner (por lo menos los más notorios y espectaculares) han tendido tras él los puentes del progresismo al liberacionismo. Y aunque hemos considerado como una manipulación la carta de Rahner, poco antes de morir, en defensa de Gustavo Gutiérrez durante el año más crítico para la teología de la liberación, esa presunta carta demuestra al menos que los discípulos de Rahner pretendían etiquetarle definitivamente con los lemas que ellos habían deducido de la doctrina del maestro.
Muy relacionada con la moda-método del humanismo teológico, la secularización es la moda teológica principal de nuestro tiempo; y más que moda parece haberse convertido entre nosotros en una manía, en una obsesión. Para comprenderla —porque además la teología de la liberación está inmersa de lleno en la moda de la secularización, que para el liberalismo es una auténtica trama vital y un presupuesto teórico absoluto— debemos, ante todo, precisar los términos.
Y lo haremos de la mano del Papa Pablo VI en la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (n.° 56, ed. «PPC», Madrid, 1980, pp. 45 y s.), que distingue secularización de secularismo. La secularización —que puede ser legítima— consiste en una legítima autonomía de lo temporal: la política, la sociedad, la cultura, para la que el Concilio (Gaudium et spes, 59) reconoció una autonomía propia, especialmente en el campo de las ciencias. Metodológicamente tal vez convenga llamar a esta autonomía secularidad y reservar el término secularización para el proceso histórico en que se ha ido forjando esta autonomía de lo temporal. Así lo haremos desde ahora.
En cambio, secularismo quiere decir, según Pablo VI, «una concepción del mundo según la cual éste se explica por sí mismo sin que sea necesario recurrir a Dios; Dios resultará, pues, superfluo y hasta un obstáculo. Y sigue el Papa: «Nuevas formas de ateísmo —un ateísmo antropocéntrico, no ya abstracto y metafísico, sino pragmático y militante— parecen desprenderse de él». Quedan pues establecidos los términos. Secularidad es la autonomía —legítima— del orden temporal en la política, la economía, la sociedad, la ciencia y la cultura. Secularización es el proceso histórico por el que se ha llegado —desde el Renacimiento— a la situación de secularidad, que caracteriza al mundo actual. Secularismo es la ruptura de relaciones entre el hombre y la sociedad, por una parte, y Dios por otra; equivale a prescindir de Dios como algo innecesario y superfluo, un estorbo. Creo que Pablo VI ha tomado estas distinciones de un eminente teólogo, el cardenal Daniélou, cuya orientación para este punto crítico de la teología contemporánea y sus modas vamos a examinar inmediatamente.
Todo el mundo está de acuerdo en que la secularización es el proceso histórico que, con raíces en la Baja Edad Media, se desencadena en la época del Humanismo y el Renacimiento, y se prolonga durante el Barroco a través del racionalismo filosófico y científico para acelerarse durante la primera Ilustración (siglo XVIII) y la segunda (siglo XIX) hasta desembocar en nuestro siglo; y que consiste básicamente en reclamar, implícita o explícitamente según los casos y los momentos, la autonomía del hombre y de la sociedad humana respecto de la religión, la Teología y la autoridad eclesiástica, que gradualmente van quedando marginadas y arrinconadas en cuanto a su influencia en todos los aspectos del orden temporal. Ha existido, con diversos ritmos, un proceso de secularización en todas las religiones —el caso del sintoísmo en el Japón ha resultado particularmente radical en nuestro tiempo—, pero como estamos hablando de la secularización como moda teológica claro está que nos referimos sobre todo al desarrollo de este proceso en el Occidente cristiano. La secularización puede haber abocado a una situación legítima de secularidad; pero de hecho se ha desarrollado históricamente en antítesis contra la Iglesia, contra el poder y la autoridad de la Iglesia; y ha tendido y tiende no solamente a conseguir pacíficamente esa autonomía de lo temporal en la política, la vida, la sociedad y la cultura, sino también a despojar a la Iglesia de sus propios derechos como colectividad, a anular e incluso arrancar sus posibilidades de influjo en la sociedad. El despojo a la Iglesia de sus Estados se emprendió en nombre de la secularización; la prohibición a la Iglesia de enseñar por parte del Estado republicano español en 1931-1933 fue un ejemplo típico de secularización agresiva. Gustará o no a la sensibilidad contemporánea, pero la Masonería, como secta de militancia ilustrada, ha sido muchas veces en los siglos XVIII, XIX y XX un agente de secularización agresiva muy distinto de su actual y aparente moderación respecto de la Iglesia católica.
Todo esto significa que la secularización no ha sido una evolución pacífica y armónica sino un proceso depredador y muchas veces violento; la Iglesia ha aceptado —entre otras cosas porque no le quedaba más remedio— el hecho de la secularidad, pero de ahí a considerar la secularización globalmente como una bienandanza va un abismo. Por supuesto que la antigua preponderancia de la Iglesia en régimen de cristiandad no resulta hoy sostenible; pero ello no indica que en determinadas épocas esa cristiandad fuese un mal absoluto, como sostienen muchos adeptos a la moda teológica de la secularización, implicada muchas veces con el más grosero de los anacronismos.
En la II Semana de Estudios sobre problemas teológicos actuales, celebrada en Burgos a fines de agosto de 1969, el cardenal Jean Daniélou pronunció una lección sobre Secularismo, secularización y secularidad, que después se incluyó en el libro de Daniélou-Pozo Iglesia y secularización, que ya hemos citado y que se publicó por la «BAC» en 1973 (2.a ed.). Daniélou toma como ejemplo de secularismo dentro de la Teología la postura de un teólogo radical norteamericano, T. J. J. Al-tizar, para quien la religión, al caracterizarse por su entraña mítica, ritual y mística, se ve sustituida con ventaja por la ciencia, la técnica (que arrincona a la magia ritual) y el humanismo. En tiempos logró el cristianismo la destrucción del factor religioso antiguo afectado por esos caracteres; pero esa tarea, no lograda del todo por el cristianismo, corresponde en nuestros tiempos al marxismo, que es para este original teólogo un cristianismo consecuente, ya que el cristianismo de hoy debe hacerse no religioso. Para sobrevivir —este paladín del secularismo no teme despeñarse en el absurdo— el cristianismo debe hacerse ateo.
Una versión atenuada del secularismo consiste, según Daniélou, en negar la distinción de campos entre lo sagrado y lo profano. El cristianismo sería solamente una forma de vivir la existencia profana, puesto que debe rechazarse lo «sagrado institucional», es decir los sacramentos y el culto. Las iglesias deben convertirse en museos; el sacerdocio resulta discriminatorio e inútil, como el celibato. La Teología debería transformarse en una simple filosofía sobre problemas religiosos. Si el actual vicepresidente del Gobierno socialista en España, don Alfonso Guerra, tiene algo que pueda considerarse como pensamiento religioso, ésta debe de ser precisamente su posición a juzgar por su patrocinio de un extraño plan de estudios (1987) que pretende instaurar en las Facultades civiles de Filosofía una carrera teológica secularizada, según se dijo de fuentes serias en el Consejo de Universidades durante el citado curso.
Una tercera forma, más clásica, de secularismo consiste en la separación radical y absoluta entre el dominio de la religión y el dominio de la civilización. Se confunde autonomía de lo temporal con separación total respecto de lo religioso, que se reduce al ámbito intimista, sin proyección social alguna. Ésta es la posición secularista de los totalitarismos de izquierda o de derecha cuando no se enfrentan más directamente con la religión.
Casi no hace falta comentar lo inviable de estas tres versiones del secularismo. Negar la dimensión religiosa del hombre y la sociedad equivale a truncar al hombre y privar a la sociedad no sólo de un derecho sino de una realidad. La separación absoluta de los dominios sagrado y profano es antinatural y atenta a la unidad del hombre. La Iglesia no puede desinteresarse de las realidades y los problemas humanos, aunque ahora no pueda ni deba condicionarlos como en otras épocas. No se puede privar a la Iglesia de los derechos humanos elementales, ni de sus derechos sociales, al menos los que le corresponden como colectividad histórica y real. La Iglesia no se va a resignar a convertirse en un coto cerrado, en un pequeño rebaño tras abandonar a sus masas. La Iglesia mantiene su vocación de universalidad y no puede considerar como deseable su reducción al estado de diáspora. La fe no es normalmente posible más que si está sustentada por el medio ambiente, y la Iglesia no tiene por qué renunciar a su penetración del medio ambiente, con tal que lo haga sin lesionar la libertad y los derechos humanos. Daniélou se pregunta si tenemos que aceptar que la civilización de mañana ha de ser necesariamente una civilización secularizada. Y responde con claridad: «Pienso que absolutamente nada hace inevitable esta previsión, si no es el derrotismo, el abandono, la cobardía de muchos cristianos que aceptan esta situación y que se conforman anticipadamente con una cultura, una moral, una sociedad que serían totalmente ajenas a los valores religiosos» (op. cit., p. 32). No es que propugnemos el retorno a las formas confesionales del Estado y de la sociedad, que son de otros tiempos. Pero «la condición mínima para que siga siendo posible que el conjunto de los hombres tenga acceso a la fe es que la civilización sea una civilización abierta a los valores religiosos, y no una civilización secular, en el sentido de que estuviera totalmente cerrada a ellos (ibíd., p. 33).
Poco después de que los teólogos progresistas de la ortodoxia enjuiciaran tan acertadamente los problemas de la secularización, los jesuitas de Fe y Secularidad, plataforma de oposición eclesial y aproximación al marxismo fundada en 1967, y que se había estrenado con el Encuentro de Deusto (1969) en el que se sembró para España y América la teología de la liberación, como recordábamos y documentábamos en nuestro primer libro, dedicaban a los problemas de la secularización una de sus Semanas innovadoras y contestatarias, bajo la dirección de nuestro antiguo conocido el padre Alfonso Álvarez Bolado. Y reunieron sus contribuciones en un libro, Fe y nueva sensibilidad histórica, publicado en Madrid por «Ediciones Cristiandad» en 1972, el año clave para el desencadenamiento de los movimientos liberacionistas. La Semana tuvo lugar en 1971.
El factor común a todas las comunicaciones encerradas en este libro colectivo es precisamente el que acaba de criticar el cardenal Daniélou: la aceptación resignada, cobarde y acrítica de la secularización —y en algún caso detonante del propio secularismo— como un hecho no solamente irreversible sino además bueno y deseable para la Iglesia. Cornudos y apaleados, podríamos comentar.
El libro es un amasijo de lugares comunes y enunciados pedantes, que seguramente leídos desde la perspectiva de hoy avergonzarán a sus autores. El historiador Casimiro Martí elogia servil y acríticamente las tesis históricas de Álvarez Bolado sobre el llamado nacional-catolicismo español, de las que ya dimos buena cuenta en nuestro primer libro. El propio Álvarez Bolado propone un pretencioso análisis —bajo un título retorcido que parece tomado de una revista de humor— sobre el pluralismo de modelos de secularización, pero no apunta la menor crítica al propio dogma de la secularización. El profesor Fernando Sebastián Aguilar, en un trabajo plúmbeo sobre Discernimiento teológico de la secularización, acumula obviedades y desenfoques que apena reseñar. Afirma que la secularización «es un fenómeno cultural, no directamente religioso» (p. 279) cuando realmente trasciende lo cultural para configurarse como un hecho, no solamente como un fenómeno histórico; naturalmente que no es religioso sino más bien antirreligioso. Cree que la secularidad es «una condición y cualidad del hombre en el mundo» (p. 281) cuando realmente se trata, a propósito de esta discusión, de un término evolutivo más que de una cualidad inherente y natural. El gran desarrollo de la secularización no se inicia en Kant, como cree Sebastián Aguilar, es decir, a caballo entre los dos movimientos de la Ilustración, sino más bien en el racionalismo del siglo XVII y el primer movimiento ilustrado del siglo XVIII (p. 299). (Omito la crítica a la cabalgada filosófica que describe a continuación el arriesgado teólogo, muy progresista en aquella época, y no demasiado bien informado históricamente). En la interpretación teológica de la secularidad, Sebastián Aguilar cae acríticamente en la complacencia por la secularidad, a la que cree un bien-en-sí, y la considera no sólo compatible de lleno con la fe cristiana (lo cual puede aceptarse pero no sin un cuidado fundamento de definiciones y matices), sino además «necesaria para una percepción adecuada de la fe cristiana», lo cual descalifica anacrónicamente a las épocas de fe cristiana que se vivieron fuera de la secularidad. No solamente se acepta la secularidad como término, sino también la secularización como proceso bueno y deseable (página 302), lo cual es una ingenuidad alarmante. Renuncia el teólogo a presentar «una caridad que proporciona una moral que la sociedad no puede descubrir» (p. 309), lo que evidencia un concepto utópico de la moral secularizada. Al analizar estas ideas se comprenden mejor algunas posiciones políticas del profesor Sebastián Aguilar en tiempos posteriores, sobre las que seguramente tendremos ocasión de volver en este libro, como ya hicimos en el primero.
Pero si los anteriores contribuyentes al libro de Fe y Secularidad tratan al menos de guardar las formas, el teólogo Rafael Belda, en su trabajo Promoción humana y evangelización (pp. 317 y ss.), se despeña por las aberraciones del monismo, del preliberacionismo y del marxismo. Que lo haga en fecha tan temprana como la de 1971 es muy sugestivo para nuestra investigación.
Belda no concibe la identidad cristiana de los militantes en los movimientos apostólicos sin asumir de lleno la opción y la ideología de clase en sentido marxista (p. 317). Formula desde los movimientos obreros una dura acusación contra la Iglesia alienada, «como brazo espiritual del colonialismo capitalista occidental» (p. 319). «El sistema socio-económico capitalista —acepta en la página 326— es el culpable del desorden humano y de la descristianización del mundo» (p. 326); por lo visto el sistema marxista-leninista es la causa de la cristianización y el orden; sobre él no apunta Belda una palabra de crítica. La asunción del marxismo es tajante: «Los análisis marxistas relativos al hecho religioso encierran una verdad innegable» (p. 327). Que como sabemos es el ateísmo más radical, según hemos demostrado en nuestro primer libro. Y la utopía cristiano-marxista se propone groseramente en la página 327: «Una vez que haya surgido la sociedad socialista y los cristianos hayan asumido sinceramente y en profundidad sus valores, la Iglesia estará dispuesta para expresarse en las formas de la nueva cultura y atraer así a los nombres a Cristo». Como hace sin duda la Iglesia en Nicaragua, y en Vietnam, y en Cuba, y en la URSS.
Después de una larga (y heroica, porque suelen resultar tan aburridos como pedantes) inmersión en los teóricos de la secularización, he llegado a la conclusión de que casi todos ellos se mueven más o menos al compás de un singular teólogo protestante (de origen baptista) de Harvard, el profesor Harvey Cox, y precisamente en su celebérrimo libro La ciudad secular, cuya publicación en inglés data de 1965. En aquel libro que ejerció una profunda influencia en ambientes protestantes y católicos, Cox aceptaba plenamente la secularización como un hecho irreversible. (Traducción española, Barcelona, 1968). En el luminoso epílogo que Daniélou y Pozo escriben para la segunda edición de su ya citado libro (1973) subrayan como principales promotores del secularismo a Cox en La ciudad secular y al también teólogo protestante Jürgen Moltmann en su famosa Teología de la esperanza (Munich, 1964; Salamanca, 1969), que hemos considerado en nuestro primer libro como una de las obras fundamentales para las inspiraciones de los teólogos de la liberación. Daniélou y Pozo resumen el impacto de estos dos autores sobre la moda teológica de la secularización con estas palabras: «En toda esta literatura se da por supuesta una serie de cosas no siempre igualmente indiscutibles: el hecho de la secularización del mundo, que estaría constatado por una serie de encuestas sociológicas y que además sería irreversible, ya que corresponde a la edad madura a que ha llegado la Humanidad; una valoración positiva del fenómeno (obvia desde el momento que el fenómeno correspondería a la madurez de la Humanidad) y consecuentemente la necesidad de adaptar a la nueva situación todos los términos que esa literatura combina con el concepto de mundo secularizado».
En nuestro primer libro ya expusimos lo esencial de la doctrina preliberacionista de Moltmann, sobre cuya Teología de la esperanza volveremos pronto en nuestro análisis de la teología protestante. Pero lo más notable es que cuando los teólogos católicos progresistas se habían dedicado, tras las huellas de Cox y de Moltmann, al estudio —insuficientemente crítico— de la teología de la secularización y a la moda de la secularización, los dos promotores protestantes, Cox y Moltmann, dieron súbitamente marcha atrás y dejaron a sus imitadores católicos en posición muy desairada.
Quienes primero advirtieron este cambio fueron el cardenal Daniélou y el profesor Pozo en el luminoso epílogo a su citado libro, Iglesia y secularización. De momento señalan que los estudios sociológicos que pretendían haber demostrado la secularización del mundo están cada día más desacreditados (op. cit., p. 183). Pero es que además —y la revelación se hace en 1973— «los grandes teóricos de la secularización (Cox o Moltmann) han abandonado ya sus antiguas posiciones en nombre de las cuales tantos católicos habían creído deber abrazar no pocos cambios en sus vidas (ibíd., p. 184). El viraje de Cox se advierte en La fiesta de los locos (1969); el de Moltmann en Los primeros liberados de la creación (1971). Para uno y otro ha entrado en crisis el tipo del cristiano propuesto por la teología de la secularización, el Homo faber, constructor de la ciudad secular. Moltmann se siente decepcionado ante los peligros que la tecnología desbordante ofrece al mundo contaminado; esta intuición le obliga a retornar a la ortodoxia luterana, mucho más pesimista frente a su anterior alarde de esperanza; y deja de ver evidente el paralelismo entre el cambio de estructuras y la liberación del hombre, al cuartearse la «ilusión idealista, de la que deberían irse despidiendo también los marxistas» (op. cit., p. 193). Moltmann tiende a definir la religión como juego y como fiesta, con predominio de los valores estéticos o contemplativos.
Cox va a llegar a planos parecidos (que constituyen, como veremos, una nueva moda en la que caerán algunos incorregibles teólogos católicos, verdaderos monos de imitación) a través del análisis del fenómeno hippy, que introduce en nuestra sociedad algo tan poco secularizante como la fiesta y el rito. Es alarmante cómo estos grandes teólogos evangélicos derriban sus construcciones teóricas anteriores al conjuro —no muy teológico— de las cambiantes oleadas de moda juvenil en nuestro tiempo. Cox, por su parte, glorifica al misticismo y al monaquismo, que están en los antípodas de la ciudad secular (ibíd., p. 196).
En su todavía más sorprendente libro, La religión en la ciudad secular (Nueva York, «Simón and Schuster», 1984) el profesor de Harvard da un paso todavía más claro: repudia formalmente la teología de la secularización a la vista del inesperado renacimiento religioso y teológico que viene de dos fuentes contrarias actuales: el fundamentalismo conservador norteamericano y la teología de la liberación en Iberoamérica. Su nueva tesis queda clarísima desde la introducción: «La religión retorna a la ciudad secular». Esto sucede a fines de los años setenta, cuando la religión, que parecía desahuciada, inicia su retorno. Cox, el gran teólogo protestante, identifica esta epifanía con el viaje de Juan Pablo II a México en enero de 1979, para abrir el gran encuentro episcopal de Puebla; Cox fue testigo asombrado de la llegada del Papa. También se impresionó en 1982 al contacto con el baptista fundamentalista Jerry Falwell, fundador de la «Mayoría moral». Le afecta profundamente que tanto el liberacionismo como el fundamentalismo desarrollen inmensas fuerzas sociales y políticas que sacuden los cimientos de la ciudad secular (ibíd., p. 20). Fundamentalismo y liberacionismo arrasan con su crítica convergente —desde posiciones contrarias— los postulados y las rutinas de la teología moderna. En la página 59 arriesga Cox una profecía enormemente intuitiva, con la que nos sentimos muy de acuerdo desde nuestros recientes estudios en la zona límite de la ciencia y la fe: «Yo predigo que en el mundo posmoderno, en el cual la Ciencia, la Filosofía y la Teología acaban de empezar a intercomunicarse, y en el cual la política y la religión ya no habitan compartimientos diferentes de la empresa humana, la actual separación antinatural de la fe y la inteligencia será también superada». Subraya admirativamente el valor de los fundamentalistas al enfrentarse críticamente a la secularización como causa de la decadencia de Occidente. Cierto que Cox asume por su parte, con escasísimo sentido crítico, los orígenes y el desarrollo de la teología de la liberación, a la que concede un futuro mucho más decisivo que al fundamentalismo; no dice una palabra sobre su entraña marxista, y acepta sin el más mínimo intento de contraste casi todas las pretensiones del liberacionismo. Su libro aparece inmediatamente antes de la contraofensiva del Vaticano contra el liberacionismo, que sin duda habrá inspirado ya a Cox profundas matizaciones en su ingenua aceptación de los fundamentos y los movimientos liberadores. Pero en este momento lo que realmente nos interesa es que los postulados esenciales de la teología de la secularización han quedado reducidos a polvo en las retractaciones de sus dos promotores más importantes, sin que los imitadores católicos se hayan enterado que sepamos. Éste es, abruptamente, el destino de todas las modas teológicas aunque ningún final tan ridículo como en el caso de la teología de la secularización.
Como en nuestros libros nos gusta llamar a las cosas por su nombre, debemos concluir con un ejemplo señero para explicar lo que se entiende por secularización en la práctica actual de nuestra sociedad. En España el diario gubernamental El País, que muestra habitualmente un interés desviado y morboso por los problemas religiosos, es un arquetipo de la secularización. Su asesor y editorialista para temas religiosos, el ex vicario episcopal del cardenal Tarancón, José María Martín Patino, S.J., es el espejo de clérigo actual progresista y secularizante. Pretende el diario gubernamental español una Iglesia española secularizada y de ahí su antológica rabieta, todo un acceso de impotencia infantiloide, ante la elección del cardenal Ángel Suquía como presidente de la Conferencia Episcopal española en febrero de 1987. El cardenal de Madrid, superador de todas las etiquetas superficiales, está en los antípodas de la secularización, que el diario gubernamental veía más fácil con la débil dirección del presidente interior, don Gabino Díaz Merchán. De ahí la cósmica y ridícula rabieta, que ha hecho las delicias de los observadores al final de un invierno implacable.
Nuestra fe admite la muerte de Dios en cuanto hombre: la muerte de Cristo, previa a su resurrección. Pero la ideología —llamarla Teología parece un sarcasmo— de la muerte de Dios se refiere a la desaparición de Dios, en cuanto Dios, de nuestro horizonte; y asume, desde diversos significados, la inexistencia de Dios, el ateísmo, como clave del cristianismo y de la religión. Se trata de una capitulación en regla ante la incredulidad contemporánea; y de un absurdo más que de una contradicción.
Battista Mondin Xav., en su trabajo La teología de la muerte de Dios publicado dentro del volumen Los movimientos teológicos secularizantes, ya citado, describe estupendamente el nacimiento de esta «teología» que entre todos los movimientos contemporáneos es el que mejor cumple la definición de moda. Porque —con oscuras raíces en las intuiciones de Nietzsche— nació en la gran Prensa de los Estados Unidos a lo largo del año 1965, a propósito de un trabajo sobre Robinson y su libro, que ya conocemos, Honest to God. Fueron periodistas los que detectaron la muerte de Dios en el corazón de algunas nuevas teologías, y los que proclamaron la muerte de Dios como un fenómeno publicitario que luego —la típica moda— arrastró a un sector sensacionalista y morboso del mundo teológico. Para el padre Mondin la ideología de la muerte de Dios no es, sin embargo, una improvisación publicitaria; porque brota de la convergencia de varios teólogos protestantes punteros en nuestro tiempo, la desmitilogización de Bultmann, la transmitización de Paul Tillich y el cristianismo arreligioso de Bonhoeffer. Bultmann reduce a la mitología toda la dimensión sobrenatural del cristianismo y trata de interpretarla como conjunto simbólico aplicable a nuestra vida diaria. Tillich vierte la religión en conceptos de la filosofía existencialista; y Bonhoeffer trata de acercarse al hombre irreligioso de hoy desde un cristianismo sin religiosidad. «El núcleo central de esta teología —resume Mondin— es que el Credo cristiano puede y debe ser formulado en el momento actual dejando al margen todo lo que le pertenece; o bien declarando explícitamente que para permitir al hombre alcanzar la plena madurez, Dios está muerto» (op. cit., p. 53). Y cita como representantes de esta moda teológica a Vahanian, los citados Robinson, Altizer y Cox, Paul van Burén y William Hamilton. Algunos de ellos, como Cox, no aceptan formal y objetivamente la muerte de Dios, que sólo introducen como hipótesis de trabajo o aceptación simbólica.
Más que cultivadores masoquistas del ateísmo, estos teólogos tratan de descubrir una huella religiosa situándose junto al hombre moderno que no renuncia al ateísmo; y tratan de explicarle que la religión y el cristianismo tienen para él un cierto sentido personal y cultural y moral, aun sin abandonar su convicción atea. La moda de la muerte de Dios tiene por tanto, en el mejor de los casos, una cierta intención pastoral, pero más que una teología se trata de una nostalgia. Para estos teólogos el mensaje de Cristo es, en algunos casos, el amor; en otros, la libertad; en otros, el vaciamiento de Dios. Naturalmente que al aceptar, para ser comprendidos por el hombre moderno, la posición atea, consideran innecesaria la religión institucional, la Iglesia, la liturgia; la misión del cristianismo es exclusivamente humana, filantrópica e incluso política, y se centra en la plena liberación del hombre frente a las fuerzas maléficas que antes se interpretaban como diabólicas y ahora son estructurales. Puede comprenderse el atractivo que estas posiciones «teológicas» —o mejor, antiteológicas— han ejercido sobre los cultivadores de la teología de la liberación.
En un momento central de su encíclica Dominum et Vivificantem, el Papa Juan Pablo II toma muy en serio la amenaza de lo que él llama la ideología de la muerte de Dios (Eds. Paulinas, p. 53). El párrafo es impresionante y merece que cerremos con él este análisis; porque el Papa, que ni se detiene en la consideración de la muerte de Dios como moda teológica, incluye esa ideología como una forma básica de ateísmo, muy próxima al ateísmo de acusación alienante que condena con durísimas expresiones en la Encíclica.
«Esto —dice en el n.° 38— lo vemos confirmado en nuestros días, en los que las ideologías ateas intentan desarraigar la religión en base al presupuesto de que determina la radical alienación del hombre, como si el hombre fuera expropiado de su humanidad cuando, al aceptar la idea de Dios, le atribuye lo que pertenenece al hombre y exclusivamente al hombre. Surge de aquí una forma de pensamiento y de praxis histórico-sociológica donde el rechazo de Dios ha llegado hasta la declaración de su muerte. Esto es un absurdo conceptual y verbal. Pero la ideología de la muerte de Dios amenaza más bien al hombre, como indica el Vaticano II, cuando, sometiendo a análisis la cuestión de la autonomía de la realidad terrena afirma: “La criatura sin el Creador se esfuma… Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida”. La ideología de la muerte de Dios en sus efectos demuestra fácilmente que es, a nivel teórico y práctico, la ideología de la muerte del hombre».
Cuando Harvey Cox, este notable teólogo protestante que anida —a veces después de crearlas— en casi todas las modas teológicas, declara la superación de la ciudad secular, introduce, como hemos visto, los dos nuevos llamamientos —tremendamente serios— del fundamentalísimo norteamericano y de la teología iberoamericana de la liberación. Esto lo hace en 1983, como hemos visto. Pero como nos decían el cardenal Daniélou y el profesor Pozo, Cox propone antes una superación de la secularidad dogmática en su libro La fiesta de los locos (o mejor de los bufones), cuya versión inglesa es de 1969. Ahí expone como nuevo método teológico nada menos que el juego, la comicidad. Es una nueva moda teológica que, pese a su apariencia ridícula, nos parece muy sugestiva; no ciertamente como método teológico formal, como medio en broma medio en serio pretende Cox, pero sí al menos como benéfico aluvión de humor crítico entre las hirsutas seriedades de muchos teólogos. Por cierto que el propio Cox señala la teología del juego como superación alegre de la teología de la muerte de Dios, en la cual había incidido él mismo dentro de la arquitectura pesimista de La ciudad secular. En la citada obra Los movimientos teológicos secularizantes, el teólogo italiano Mondin nos ilustra, con su característica clarividencia, sobre El juego como categoría teológica. Le seguimos de cerca.
Gracias a Wittgestein el juego ha adquirido categoría filosófica en el mundo contemporáneo, aunque él centró sus sugerencias en el carácter lúdico del lenguaje; y desde entonces toda la actividad filosófica se ha llegado a considerar, hermosa y modestamente, como un juego más que como un intento dogmático de comprensión universal, según se pretendía en tiempos de la sistemática. El juego es una actividad del hombre en busca de la diversión; pero no es una actividad superficial, sino profunda, que comporta una realización personal. El juego es alegría, comunicación, armonía de alma y cuerpo, competición noble y reglada; se relaciona, aunque no se identifica, con la creatividad estética, literaria, científica. Es, dice Mondin, «una anticipación del reino de la libertad, de la alegría, de la serenidad y de la felicidad» (op. cit., página 127).
Ahí está su inserción teológica. Cox recuerda la fiesta medieval de los bufones, en que todo el mundo rompía las conveniencias sociales rígidas; unos se disfrazaban de rey, otros de obispos y papas, otros de nobles. La conjunción de la fiesta y de la fantasía es la comicidad; que permite al hombre aherrojado por el racionalismo y el tecnicismo evadirse y contemplar la realidad suprema de un Dios para quien la creación fue un gran juego; a un Cristo arlequín para quien toda su vida fue un saltarse las conveniencias y las convenciones de su tiempo, desde su nacimiento en Belén hasta su muerte en la Cruz. El culto, los ritos y las imágenes son expresiones lúdicas que contrastan con los efectos mortales de la racionalidad y de la técnica y del progreso: las guerras, las opresiones y los horrores del mundo contemporáneo. La eliminación de la fantasía ha sido una de las principales razones de la muerte de Dios; en la visión alegre, cómica y lúdica del mundo puede el hombre volver a encontrar a Dios creador y redentor.
Jürgen Moltmann, en el protestantismo, y Hugo Rahner en la teología católica, acompañan (y matizan) a Cox en su aventura lúdica por los accesos a la Teología. Como superación crítica de los rigorismos secularizantes, que son cobardía aburrida, la teología lúdica nos parece magnífica; aunque tal vez echemos de menos en Cox (y mucho más en los alemanes que le siguen de lejos) una profundización teológica en el humor junto con la bienvenida explosión de comicidad trascendental que nos proponen. Pero creo que ahí debe detenerse la consideración analítica; una teología del humor y la comicidad puede resultar refrescante ante los disparates de los liberacionistas, los progresistas, los marxistas y los integristas, pero no puede, salvo contradicción in terminis, ser tomada demasiado en serio.
Aquí debe terminar nuestra incursión por ese campo de minas y, a la vez, de fuegos artificiales, que son las modas teológicas de nuestro tiempo. Claro que no hemos agotado el problema. Como veremos en un capítulo siguiente —el séptimo— todas estas modas y las desviaciones que vamos a seguir estudiando en el capítulo presente, vierten su poso en la teología de la liberación, que en el fondo es una moda más, aunque más explosiva y extendida y duradera que las anteriores.
El mandato evangélico que sirve de título a esta sección pretende presidir un remanso. En este libro, como en el anterior, seguramente se sentirá el lector demasiadas veces un poco abrumado y quizás hasta un poco perdido entre los embates y las aberraciones de tantos maestros cosquilleantes, de tantas teorías peregrinas cuando no heterodoxas. Claro que siempre nos referimos al Magisterio de la Iglesia y a otras fuentes seguras de nuestra fe y nuestra actitud cristiana. Pero venimos ahora de repasar algunas modas teológicas y pronto hemos de enfrascarnos en un penoso catálogo de disidencias teológicas, rayanas algunas con la herejía. El lector, entre tanta denuncia, no debe dejarse llevar por el desánimo. Cuando Cristo nos anima a caminar mientras tengamos luz nos está asegurando a la vez que siempre tendremos luz. En esta ocasión vamos a sumergirnos unos momentos en la luz. No estamos solos en la lucha. Las sombras y las tinieblas son, como también dice el Evangelio, exteriores; en la casa del Padre reina la luz, y siempre podremos volver a la luz, o mirarla de lejos como a una referencia segura. No estamos solos. Desde los tiempos de Cristo una sucesión de fe y de fidelidad llega hasta nosotros y se implica en nuestra creencia y en nuestra lucha. Nuestros vasos son frágiles pero llevamos en ellos un tesoro inatacable, mientras no renunciemos a la luz. Puede que a algunos esprits forts y a ciertos fanáticos de la secularidad —que suelen ser paradójicamente críticos incongruentes del fanatismo—, algunas consideraciones de esta sección les parezcan ingenuas y probablemente lo son. Pero es que provienen de un cristiano de filas que necesita recargar su fe y su seguridad en pleno combate, y piensa que tal vez algunas de estas consideraciones pueden resultar útiles a algunos cristianos que se mueven en circunstancias semejantes. Los grandes teólogos y los dogmáticos del progresismo pueden ahorrarse la lectura.
En esta sección vamos a evocar algunos puntos de luz que pueden sernos útiles en medio del análisis del liberacionismo y sus raíces y circunstancias. Vamos a referirnos en concreto a algunos maestros contemporáneos de la fe. A lo largo del primer libro, y en los análisis anteriores del actual, ya hemos citado a varios de estos maestros y ahora no los vamos a repetir. Pensemos por ejemplo en el profesor Olegario González de Cardedal, a quien nos hemos referido a propósito de su libro, muy vigente todavía, España por pensar; al cardenal Alfonso López Trujillo, con cuyo magisterio llenábamos nuestro primer libro sobre los movimientos de liberación; al cardenal Ratzinger, director táctico, a las órdenes directas del Papa, de la contraofensiva del Vaticano contra el progresismo aberrante y contra el liberacionismo, quien a veces baja de su tribuna oficial para jugarse el tipo como un teólogo de choque en obras admirables como el Informe sobre la fe, sin preocuparse lo más mínimo de que le motejen de Gran Inquisidor, porque sabe que opera desde la Iglesia libre en un mundo libre; al profesor Hans Urs von Balthasar, de cuyo Complejo antiromano acabamos de dar intensa noticia; y del cardenal Jean Daniélou, S.J., que acaba de iluminarnos sobre el problema de la secularización. Estos nombres señeros, y otros, han contribuido a jalonar nuestro difícil camino anterior y merecen una mención agradecida en este momento.
¿Cuántos cristianos, incluso los preocupados por los problemas teológicos de nuestro tiempo, leen habitualmente el Evangelio, sienten la lectura del Evangelio como una necesidad vital? En naciones de arraigado cristianismo, pero escasa tradición popular de contactos bíblicos personales, la lectura del Evangelio resulta más bien excepcional, y el autor habla de los sectores sociales que conoce directamente. Una encuesta sobre el número de católicos que tienen en casa los Evangelios arrojaría seguramente resultados desoladores.
Por experiencia y por convicción, el autor cree que para comprender mejor la confusa problemática que tratamos de revelar, analizar y diagnosticar en este libro, la inmersión habitual en el Evangelio resulta esclarecedora, más que mil disquisiciones. En los autores liberacionistas existen referencias constantes a los Evangelios, que muchas veces dan la impresión de rellenos o pretextos, o de citas forzadas para corroborar ante lectores u oyentes ingenuos posiciones preconcebidas. El autor no olvidará nunca la impresión duradera que le produjo, cuando se iniciaba en estos problemas, la lectura del Evangelio precisamente en los lugares geográficos e históricos donde brotó el Evangelio, las calles y los campos y las sinagogas en ruinas de Israel. El Evangelio, además de un convincente testimonio histórico sobre un hombre que se decía hijo de Dios a fines del primer tercio del siglo I, es, en cuanto palabra viva de Cristo, un manantial perenne de vitalidad que se explica por sí mismo, porque está pensado y comunicado para todos los hombres y para todas las épocas. Nada puede suplir a este contacto directo con el Evangelio; nada puede acercarnos mejor a ese Cristo que se definió a sí mismo como signo de contradicción. De ese Cristo profundamente libre en quien Dios se vació pero no en un acto de muerte sino de plenitud eterna, manifestada simultáneamente —si cabe hablar de simultaneidades en la eternidad— mediante el amor mutuo y trascendental del Espíritu. La sencillez absoluta del Evangelio nos impulsa insensiblemente a las cumbres de la realidad suprema sin dejarnos perder el contacto con los problemas de los hombres que nos rodean. En los cuales el Evangelio nos imprime la imagen de Dios, sin que por ello perdamos jamás el sentido de la trascendencia y de la hondura insondable, y sin embargo tangible, de Dios.
Pero el mensaje evangélico, por cuyo contacto directo y personal acabamos de abogar, nos llega además, a través de los siglos, mediante la comunión real, ininterrumpida y vivísima de la Iglesia a la que pertenecemos por tradición familiar y por libre decisión consciente. Y la doctrina de esa Iglesia —es decir de la transmisora del Evangelio— sobre la fe aplicada a las circunstancias de nuestro tiempo se ha concentrado, hace ahora poco más de veinte años, en un Concilio Ecuménico, el Vaticano II. Si Cristo fue signo de contradicción, y era Dios, el Concilio se ha convertido también en signo de contradicción para nuestro tiempo; y ha dado origen —enteramente artificial— a dos interpretaciones contrapuestas que suelen identificarse con las irritantes etiquetas de progresista y conservadora.
Para el autor de este libro no caben dos interpretaciones conciliares, aunque tal vez algunos inspiradores materiales de algunos documentos conciliares lo sigan creyendo así. Para nosotros, que queremos vivir consciente y plenamente dentro de la Iglesia católica según la Iglesia se interpreta a sí misma, no hay más interpretación conciliar que la comunicada por el Papa —Pablo VI, Juan Pablo II— y por eso analizábamos en el primer libro la explicación conciliar del cardenal Wojtyla, en su libro La renovación en sus fuentes; y por eso nos atenemos a la evaluación conciliar que acaba de darnos el Papa en el último Sínodo de 1985 que se centraba sobre la recepción y la vigencia del Concilio.
Pero ahora no tratamos de valorar el Concilio, ni de debatir sus controvertidas interpretaciones, sino de acudir a él con ojos claros; porque muchos discutidores del Concilio no han leído seguramente con esa actitud los documentos del Concilio. Repasémosles por ejemplo lejos de toda polémica en Documentos del Vaticano II, Madrid, «BAC», 1971.
Miles de libros y de artículos se han dedicado ya a la historia y al análisis del Concilio Vaticano II. Pero una cosa es el estudio del Concilio y otra su recepción sencilla y personal, lograda por la lectura serena de sus documentos. En la génesis de cada uno de esos documentos hubo problemas, contradicciones y tormentas que luego, en la votación del texto final, se redujeron a la práctica unanimidad. Después de ríos de tinta y mares de controversia puede resultar muy útil destilar el proceso de una lectura reposada de las constituciones y decretos conciliares. Con una conclusión general evidente. No hay en esos documentos un párrafo, ni una línea, ni una palabra disonante, que pueda justificar el desmadre y la perversión que luego se ha querido intentar desde ciertos sectores sobre el Concilio. El Vaticano II está en completa y perfecta comunión con la historia real y espiritual de la Iglesia. Pide y reclama una profunda reforma que es, ante todo, interior; jamás una ruptura con los siglos anteriores de la Iglesia. No hay en los textos conciliares una sola justificación de la ruptura; ni una sola plataforma, aunque sea mínima, para facilitar la manipulación y la tergiversación que luego han intentado tenazmente, por ejemplo, los movimientos y los teóricos liberacionistas. La interpretación dada por el entonces cardenal Wojtyla en La renovación en sus fuentes, que exponíamos en el primer libro, no solamente debe confirmarse por motivos de la posterior autoridad del autor, sino porque nace como una derivación natural de los documentos conciliares leídos sin prejuicios, con ojos claros.
Desde la constitución de convocatoria, firmada por el Papa Juan XXIII el 25 de diciembre de 1961: «Lo que se exige hoy de la Iglesia es que infunda en las venas de la Humanidad actual la virtud perenne, vital y divina del Evangelio» (Documentos del Vaticano II, p. 8). En el Concilio, la Iglesia quiere seguir a Jesús que nos exhorta a «distinguir claramente los signos de los tiempos»; y la Iglesia «se ha opuesto con decisión contra las ideologías materialistas o las ideologías que niegan los fundamentos de la fe católica» (ibíd., p. 11). La convocatoria de Juan XXIII marca claramente el programa conciliar: «Aunque la Iglesia no tiene una finalidad primordialmente terrena, no puede sin embargo desinteresarse, en su camino, de los problemas relativos a las cosas temporales» (ibíd., p. 12).
Los Padres conciliares, en su mensaje inicial a todos los hombres, el 20 de octubre de 1962, proponen como problemas primordiales la paz entre los pueblos y la justicia social (ibíd., p. 19).
«El documento fundamental del Concilio Vaticano II —dicen los certeros comentaristas de la “BAC”— es la Constitución dogmática Lumen Gentium promulgada el 21 de noviembre de 1964, que completa la doctrina sobre la Iglesia fijada ya por el Concilio Vaticano I, que se interrumpió bruscamente en 1869». La discusión del documento alcanzó instantes de fuerte tensión, que requirieron notas explicativas de la Secretaría General conciliar. Se introduce un término —tradicional en la Iglesia, pero a la vez específico de este Concilio— que es el Pueblo de Dios identificado con la Iglesia. Se ratifica la distinción esencial entre «el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico» (ibíd., p. 45). El Pueblo de Dios es uno y único (ibíd., p. 48). Se subraya la importancia del Colegio de los Obispos, que sin embargo «no tiene autoridad a no ser que se considere, junto con el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, como cabeza del mismo, quedando totalmente a salvo el poder primacial de éste sobre todos» (ibíd., p. 59). «No hay Concilio ecuménico si no es aprobado o al menos aceptado como tal por el sucesor de Pedro» (ibíd., p. 60). Las grandes cuestiones que dividieron a la cristiandad bajomedieval en torno al Gran Cisma quedan zanjadas inequívocamente por el Vaticano II. Que fija así la misión de los obispos: «Deben pues todos los obispos promover y defender la unidad de la fe y la disciplina común de toda la Iglesia, instruir a los fieles en el amor de todo el Cuerpo Místico de Cristo, especialmente de los miembros pobres, de los que sufren y de los que son perseguidos por la justicia» (ibíd., p. 60). El Colegio Episcopal, en comunión con el Papa, goza de la prerrogativa de la infalibilidad, lo mismo que el Romano Pontífice (ibíd., p. 64), con lo que se ratifica plenamente el punto más polémico del Vaticano I. La Constitución dedica un capítulo a los laicos, a quienes «corresponde iluminar y ordenar las realidades temporales» (ibíd., p. 73). «Ha de reconocerse que la ciudad terrena, justamente entregada a las preocupaciones del siglo, se rige por principios propios; con la misma razón se debe rechazar la funesta doctrina que pretende construir la sociedad prescindiendo en absoluto de la religión y que ataca y elimina la libertad religiosa de los ciudadanos» (ibíd., p. 79). Queda pues claramente establecida la distinción entre secularidad aceptable y secularismo condenable.
Los Pastores deben dar a los laicos en la Iglesia «libertad y oportunidad para actuar» (ibíd., p. 79).
La Iglesia no se circunscribe a este mundo: «no alcanzará su consumada plenitud sino en la gloria celeste» (ibíd., p. 92). Dedica la Constitución el capítulo VIII a la Virgen María en el misterio de Cristo y de la Iglesia.
La segunda Constitución dogmática conciliar, Dei Verbum, fue «la de gestación más dramática» (ibíd., p. 113). Tras un claro enfrentamiento de dos tendencias, el texto fue retirado del debate y el Papa nombró al cardenal Bea para flanquear en la presidencia de la Comisión al conservador cardenal Ottaviani; poco a poco se serenaron las tormentas y la constitución sobre la divina revelación llegó a buen puerto. La Constitución invoca las huellas de los Concilios de Trento y Vaticano II; pretende insertarse en la misma tradición. «El plan de la revelación —dice— se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas: las obras que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras significan» (ibíd., p. 119). El hombre puede conocer a Dios con la razón natural, por medio de las cosas creadas, como determinó san Pablo; pero ese conocimiento se facilita y robustece hasta la certeza por la fe. La interpretación auténtica de la palabra de Dios se ha encomendado únicamente al Magisterio de la Iglesia (p. 123). Al interpretar la Escritura deben tenerse en cuenta los géneros literarios en que se vierte el mensaje de la Revelación; y detectar así el sentido del mensaje según las circunstancias culturales e históricas del transmisor (ibíd., p. 125). «La Teología se apoya, como en cimiento perdurable, en la Sagrada Escritura unida a la Tradición» (p. 130).
La Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la renovación litúrgica, fue la primera en aprobarse —el 4 de diciembre de 1963—, la menos polémica y la que, pese a ciertos desbordamientos y abusos, mejor y más pronto cumplió sus fines en la Iglesia. Está compuesta con un equilibrio admirable de tradición y renovación; y promueve la mayor participación de los fieles en la celebración de los misterios. Establece la conservación del uso de la lengua latina, pero deja a la autoridad territorial la posibilidad de adoptar la lengua vulgar, lo que la autoridad territorial permitió masivamente, con el resultado de que el latín litúrgico quedó, desgraciadamente, arrinconado en la Iglesia católica, así como el canto gregoriano, pese a que la Constitución trató de preservarle, lo mismo que al latín. Se hace una mención expresa y favorable para el órgano de tubos (p. 172) y se reivindica la función histórica de la Iglesia como «arbitro de las artes» (ibíd.)
Probablemente el documento conciliar más resonante y específico fue la Constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual, promulgada al final del Concilio, el 7 de diciembre de 1965, y espectacularmente entregada por Pablo VI a su maestro Jacques Maritain en plena plaza de San Pedro al día siguiente. La Constitución fue discutiéndose y elaborándose a lo largo de casi todo el tiempo del Concilio; conoció varias redacciones, como la de la Comisión Suenens, la del grupo de Malinas, la de la subcomisión Guano, en francés, y la cuarta redacción o «esquema 13». Se trata por tanto de un documento con predominante influencia europea en su concepción y elaboración.
«La Iglesia se siente solidaria del género humano y de su historia» (p. 197). «Es deber permanente de la Iglesia —roto el poder del demonio, se acababa de decir— escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio» (ibíd., p. 199). Y desde luego jamás había intentado la Iglesia, desde san Agustín y desde la Alta Edad Media al menos, una aproximación teórica de esta envergadura al mundo real. Admite el Concilio el hecho de una «verdadera metamorfosis social y cultural» en nuestro tiempo; y subraya «la creciente importancia, en la formación del pensamiento, de las ciencias matemáticas y naturales y las que tratan del propio hombre» (ibíd., p. 200). Reconoce que la Humanidad está pasando de una concesión estática a otra dinámica y evolutiva; pero «la negación de Dios o de la religión no constituyen, como en épocas pasadas, un hecho insólito e individual; hoy día se presentan no rara vez como exigencia del progreso científico y de un cierto humanismo nuevo» (ibíd., p. 202).
El capítulo sobre la dignidad de la persona humana se abre con una intuición de Ignacio de Loyola: «Todos los bienes de la Tierra deben ordenarse en función del hombre» (ibíd., p. 207). Y con una concepción de lucha cósmica, infinitamente alejada del irenismo con que se ha querido interpretar falsamente el espíritu de la Gaudium et Spes: «Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas» (ibíd., p. 208). La orientación del nombre hacia el bien «sólo se logra con el uso de la libertad» (p. 211), principio que no siempre ha seguido la Iglesia en su complicada historia humana. Se dedica un importante tracto de la Constitución pastoral al problema del ateísmo, considerado como central. Es «uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo». Reviste con frecuencia una forma sistemática, que «lleva el afán de autonomía humana hasta negar toda dependencia del hombre respecto de Dios» (ibíd., p. 213). Conecta el ateísmo con la falsa liberación en un párrafo clave para el propósito de este libro: «Entre las formas del ateísmo moderno debe mencionarse la que pone la liberación del hombre principalmente en su liberación económica y social. Pretende este ateísmo que la religión, por su propia naturaleza, es un obstáculo para esta liberación, porque al orientar al espíritu humano hacia una vida futura ilusoria, apartaría al hombre del esfuerzo por levantar la ciudad temporal. Por eso, cuando los defensores de esta doctrina logran alcanzar el dominio político del Estado, atacan violentamente a la religión, difundiendo el ateísmo, sobre todo en materia educativa, con el uso de todos los medios de presión que tiene a su alcance el poder público» (ibíd., p. 214).
La Iglesia se opone al ateísmo. «La esperanza escatológica no merma la importancia de las tareas temporales». Es cierto que «todos los hombres, creyentes y no creyentes, deben colaborar en la edificación de este mundo, en el que viven en común. Esto no puede hacerse sin un prudente y sincero diálogo» (ibíd., p. 215). Y el diálogo debe montarse desde la comprensión; pero «esta caridad y benignidad en modo alguno deben convertirse en indiferencia hacia la verdad y el bien» (ibíd., página 222).
Las desigualdades económicas y sociales en la familia humana son escandalosas. Debe superarse la ética meramente individualista. El Concilio santifica la idea del progreso: «La actividad humana individual y colectiva o el conjunto ingente de esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de vida, considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios» (ibíd., p. 227). Se ratifica la legitimidad de la autonomía de la realidad terrena (p. 229) y la imposibilidad de que la ciencia choque con la fe cuando la investigación es auténtica. «Pero si la autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le escape la falsedad envuelta en tales palabras». Y lamenta el Concilio, expresamente, los malos entendidos que provocaron la polémica sobre Galileo.
Insiste la Constitución en la batalla cósmica a lo largo de la Historia: «A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que iniciada en los orígenes del mundo, durará como dice el Señor hasta el día final» (ibíd., p. 130). Cierto que la esperanza de una vida futura no debe apartarnos del trabajo por mejorar la vida presente; pero «hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo» (p. 232), aunque el primero interese mucho al segundo.
«La Iglesia reconoce cuanto de bueno se halla en el actual dinamismo social; sobre todo la evolución hacia la unidad, el proceso de una sana socialización civil y económica» (ibíd., p. 236). La Iglesia, no vinculada a sistema político alguno, reconoce lo que debe al mundo moderno y pretende acercarse a él.
Considera luego la Constitución pastoral algunos problemas más urgentes. Insiste en la dignidad del matrimonio y de la familia. Combate la poligamia, «la epidemia del divorcio, el llamado amor libre» (página 243). «El aborto y el infanticidio son crímenes abominables» (página 249). Dedica un famoso capítulo al «sano fomento del progreso cultural». Defiende el fomento de la cultura básica y del acceso de todos a los bienes culturales. Pide a los teólogos que expongan su verdad de forma inteligible para los hombres de nuestro tiempo. Recomienda que los laicos se dediquen a fondo al estudio de la Teología.
Propone un desarrollo económico al servicio del hombre. «Hay que calificar de falsas las doctrinas que se oponen a las reformas indispensables en nombre de una falsa libertad como las que sacrifican los derechos fundamentales de la persona y de los grupos en aras de la organización colectiva de la producción» (ibíd., p. 265). La dignidad del trabajo humano depende de la dignidad de la persona. Defiende enérgicamente el Concilio el derecho de propiedad, «que contribuye a la expresión de la persona» (ibíd., p. 271). Y que «asegura a cada cual una zona absolutamente necesaria para la autonomía personal». El derecho de propiedad privada no es incompatible con las diversas formas de propiedad pública. La posesión de tierras extensas insuficientemente cultivadas y atendidas es reprobable y postula una reforma profunda.
El Concilio defiende un orden político-jurídico que proteja los derechos de la persona: el de reunión, el de asociación, el de expresión y la plena libertad religiosa. Reprueba los sistemas dictatoriales. Fomenta la participación de todos en la vida pública mediante elecciones. «Es inhumano que la autoridad política caiga en formas totalitarias o en formas dictatoriales que lesionen los derechos de la persona o de los grupos sociales» (ibíd., p. 277). Se alinea por tanto la Iglesia con la democracia; ha recorrido un largo camino desde sus condenas contra el liberalismo desde el absolutismo del siglo XIX. La Iglesia no pone su esperanza en privilegios dados por el poder civil; y se reserva el derecho de dar su juicio moral sobre el orden político. El Concilio se declara en contra de la guerra y no ve clara la eficacia de la disuasión. Se opone a la regulación de la natalidad por el Estado; es competencia de los padres.
El 28 de octubre de 1965 se aprobó el decreto Christus Dominus sobre el oficio pastoral de los obispos, en el que ratifica de nuevo el Primado total del Papa. Atendiendo a numerosas reclamaciones —que nacieron en la Baja Edad Media—, el decreto insta a la reforma de la Curia romana. Reclama la libertad completa de Roma en la elección de los obispos y provisión de las sedes, y pide a los gobernantes —caso de España entonces muy claro— que renuncien a sus privilegios históricos en este sentido.
El decreto Presbyterorum ordinis, aprobado al final del Concilio, trata sobre el ministerio y la vida de los sacerdotes. Su esquema había sido modificado profundamente después de una votación desfavorable el año anterior. Estos decretos desarrollan la Constitución dogmática sobre la Iglesia, que ya había fijado los puntos esenciales de cada tema. El decreto confirma y razona la necesidad del celibato en la Iglesia latina. Ya hemos señalado anteriormente lo principal del decreto sobre la formación sacerdotal, Optatam totius, al tratar del método teológico.
Uno de los documentos conciliares destinado a mayores repercusiones prácticas en la vida posterior de la Iglesia fue Perfectae caritatis sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, que atravesó una complicada trayectoria en el Concilio y acarreó nada menos que catorce mil enmiendas a uno solo de sus capítulos. Fue aprobado al final del Concilio y su aplicación se ha combinado de tal modo con la crisis contemporánea de las órdenes y Congregaciones religiosas, que el resultado ha sido, en muchos casos, literalmente revolucionario. Pero nada hay en el decreto que justifique semejante perversión práctica; para la cual el decreto ha sido utilizado como plataforma para la justificación y el despliegue de fuerzas centrífugas entre los Institutos, como vimos en nuestro primer libro al referirnos a la Compañía de Jesús. El decreto trata solamente de posponer los principios generales de la renovación, que luego serán aplicados en cada caso por la autoridad competente.
Entre los principios generales está «un retorno constante a las fuentes de toda vida cristiana y a la primigenia inspiración de los Institutos y una adaptación de éstos a las cambiadas condiciones de los tiempos» (ibíd., p. 408). Debe ahondarse la vinculación evangélica y mantenerse el espíritu fundacional y las tradiciones de cada colectividad. Esto supuesto, y tras un hondo análisis de las nuevas circunstancias, «se revisarán las constituciones, directorios, libros de costumbres, preces, ceremonias y otros códigos por el estilo, y suprimidas las ordenaciones que resulten anticuadas» (ibíd., p. 409). Este párrafo interpretado como una compuerta que se abre fue la señal para una verdadera revolución religiosa.
De poco sirvieron otros frenos y recomendaciones, como el mandato de cultivar preferentemente la vida espiritual; la confirmación total de los votos, especialmente el de la castidad y la obediencia; el resultado concreto de algunas «renovaciones» lo examinaremos en los capítulos finales de este libro.
También se aprobó al final del Concilio, después de una asendereada trayectoria, el decreto Apostolicam actuositatem sobre el apostolado de los seglares, para cuya votación fallaron estrepitosamente además las computadoras de votos. «El plan de Dios sobre el mundo es que los hombres instauren con espíritu de concordia el orden temporal y lo perfeccionen sin cesar» (ibíd., p. 435). El decreto menciona las diversas comunidades cristianas en que debe desplegarse el apostolado seglar y entre ellas no figuran las famosas comunidades de base que ya entonces proliferaban. Vuelve a recomendar el fomento de la Acción Católica, sumida entonces en plena crisis a lo largo de toda la Iglesia.
El 21 de noviembre de 1964 se había aprobado el decreto Orientalium ecclesiarum sobre las Iglesias orientales católicas, documento muy respetuoso con sus tradiciones. Mucho más complicada fue la gestación del decreto sobre misiones, Ad gentes divinitus, promulgado al final del Concilio. El decreto sobre ecumenismo, Unitatis redintegratio es también de 1964, muy comprensivo con los «hermanos separados». Resultó también muy polémico el decreto ínter mirifica, sobre la Iglesia en relación con los medios de comunicación social, promulgado en diciembre de 1963 con el mínimo de votos favorables y el máximo de negativos de todo el Concilio. En él se da importancia primordial a la Prensa escrita en la Era de la Radio y la Televisión; y se pide la formación y mantenimiento de una Prensa estrictamente católica, bien dependiente de la Jerarquía, bien de grupos católicos (ibíd., p. 569). En la declaración sobre la libertad religiosa, Dignitatis humanae, aprobada al final del Concilio, la Iglesia adoptaba una posición original ante su propia historia —en la que no habían faltado las noches de intolerancia— y lo hace solemnemente: «Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa» (ibíd., p. 580). Esta libertad —expresamente en el caso de la enseñanza— radica en la familia como grupo de decisión religiosa y educativa; y se opone a la práctica de los regímenes cuyas autoridades se empeñan «en apartar a los ciudadanos de profesar la religión» (p. 593). La declaración Gravissimum educationis sobre educación cristiana de la juventud se promulgó al final; insiste en el derecho de los padres para elegir el tipo de educación de sus hijos, recomienda la escuela católica. Llamó poderosamente la atención la declaración Nostra aetate sobre relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, promulgada el 28 de octubre de 1965. Alaba el Concilio los aspectos espirituales y positivos del hinduismo y el budismo. Considera muy positivas algunas creencias de la tradición islámica. Subraya el patrimonio común de cristianos y judíos, declara que no ha de señalarse a los judíos como réprobos y malditos por las circunstancias históricas de la muerte de Cristo y en un gesto realmente histórico deplora los excesos de las persecuciones contra los judíos en el mundo cristiano. Antes de cerrar sus sesiones, el Concilio dirigió un emotivo y profundo mensaje a todos los hombres, «peregrinos en marcha hacia la luz». El Concilio se cerró con un Breve de clausura firmado por Pablo VI.
Éstas han sido las reflexiones que inspira la lectura serena de los textos conciliares a un cristiano de filas centrado ahora intelectualmente en los problemas de la liberación. Nada hay en esos textos que pueda tomarse como pretexto para el arranque de los movimientos liberacionistas que estallan, como sabemos, en la primera estela del Concilio. El cual tampoco menciona expresamente al marxismo (ya veremos por qué; se trata de un punto oscuro del Concilio que conviene revelar ya), aunque en sus sesiones sí que habló seria y profundamente de marxismo, por ejemplo en el celebrado discurso del joven obispo español don José Guerra Campos. Pero las alusiones al ateísmo militante y gobernante, las condenas al secularismo, las cautelas sobre la preservación de los valores tradicionales al fomentar la renovación, nos confirman en el camino emprendido en nuestro primer libro, y nos facilitan nuevas razones para seguir ese camino y completar nuestra tarea.
Como ya hemos insistido, nuestro difícil camino en el mundo de hoy está guiado y jalonado por una serie de grandes maestros en la fe y en la Iglesia, sobre algunos de los cuales ya hemos hablado más de una vez. En este epígrafe seleccionamos a varios maestros más, cuya importancia creemos decisiva sobre todo para el gran público de habla española; por la seguridad de su doctrina, por la accesibilidad de sus obras, por la comunicación de su estilo. Venturosamente no son los únicos; pero para quien se ha acercado a estos problemas de la Iglesia contemporánea desde la reflexión histórica y la experiencia política, esta selección nos parece enormemente sugestiva y digna de darse a conocer a nuestros compañeros de ruta.
El primer gran maestro de esta serie es el hoy cardenal primado de España, arzobispo de Toledo, don Marcelo González Martín, a quien todo el mundo conoce como don Marcelo, en prueba simultánea de respeto y confianza. No es costumbre del autor exaltar de forma desbordante a personas vivas, pero si alguien merece tal reconocimiento es don Marcelo, a quien ya conocen los lectores de mi primer libro por su oportunísima y temprana alerta sobre la teología de la liberación en las citadas Conversaciones de Toledo (Burgos, «Aldecoa», 1973), justo cuando los movimientos liberacionistas acababan de arrancar a uno y otro lado del Atlántico. Nacido en Villanubla (Valladolid) el 16 de enero de 1918, don Marcelo fue un sacerdote ejemplar, profundamente formado en la cultura eclesiástica y humana, comunicador social nato en la línea de los grandes apóstoles sociales de la Iglesia contemporánea española, europeísta convencido y hombre del Concilio Vaticano II, al que aportó luminosas sugerencias en el campo del debate sobre los obispos. Ya era él entonces un joven obispo, que ha desplegado su vocación de la palabra y la obra en la diócesis de Astorga, donde sus actuaciones tuvieron relieve nacional, en la dificilísima misión de la archidiócesis barcelonesa, que fue su calvario; y en la sede primada de Toledo, donde hoy es uno de los cardenales más apreciados por el Papa Juan Pablo II y toda la Iglesia. Asombra su actividad intelectual, su capacidad para la predicación, con millares de homilías, su sentido de alerta ante las realidades de nuestro tiempo, su conocimiento de la Iglesia, sus realizaciones pastorales que incluyen la construcción de cientos de viviendas, la elevación del nivel académico de los estudios eclesiásticos, la vigilancia y fomento de la vida religiosa en toda España, la creación de centros de enseñanza de todas clases, con especial interés en el servicio de las clases humildes, la fundación de escuelas profesionales y de emisoras de radio y hasta de museos, la conexión permanente con el mundo de la cultura, la participación de altos foros de comunicación nacional e internacional. Su intervención en momentos decisivos de la vida española ha sido firmísima pero nunca agresiva; como en la despedida funeral de la plaza de Oriente a Francisco Franco, la prohibición a ministros equívocos de participar en la procesión del Corpus en Toledo —el famoso episodio en que envió a una ventana de la procesión al ministro entonces de UCD Fernández Ordóñez, quien pensó que jugar con don Marcelo era tan fácil como con Suárez— y sus serenas críticas a la Constitución de 1978 por su exclusión de Dios y sus ambigüedades en puntos clave —educación, divorcio, familia, aborto— que luego se han comprobado desgraciadamente como muy certeras.
Don Marcelo González Martín ha reeditado en 1983, después de treinta años, su espléndida biografía del beato Enrique de Ossó, un gran sacerdote catalán de la estirpe apostólica de los Claret, los Balmes y los Domingo y Sol —recién beatificado ahora por Roma— fundador de la Compañía de Santa Teresa, apóstol de la enseñanza y de la publicística frente a las desviaciones radicales del siglo XIX. En cierto sentido esta biografía tiene rasgos de autorretrato.
En 1972 y en la «BAC», el cardenal de Toledo publicó un libro revelador, Creo en la Iglesia, que reúne varias de sus contribuciones pastorales más sugestivas en Astorga, Barcelona y Toledo. Allí vemos una comunicación de primera mano sobre el verdadero sentido de la renovación conciliar, con la advertencia de que los frutos del Concilio pueden pervertirse. Se aducen varias consideraciones sobre la Iglesia en el mundo y sobre todo en España. Se repasan los grandes temas de la fe: Cristo, María, el sacerdocio. Hace poco, un grupo de católicos ha emprendido con acierto total la edición de las obras de don Marcelo, dispersas en millares de homilías, artículos, conferencias y actuaciones. Tenemos delante el primer tomo, El valor de lo sagrado (Estudio Teológico de Toledo, 1986), prologado por el cardenal de Colonia Joseph Hoffner, quien subraya, además de los valores teológicos y pastorales de don Marcelo, el «valor de su prosa» y es que a veces, como sucedió en el caso de Calderón, tienen que ser los grandes observadores germánicos quienes nos descubran las calidades literarias de los escritores españoles. Destacan en este primer volumen algunos trabajos sin los que no puede describirse la realidad de la Iglesia en la España contemporánea: Presencia de un misterio, discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas; el estudio sobre el movimiento Cristianos por el Socialismo, con trazado de sus orígenes en el progresismo francés de la posguerra mundial; la tesis sobre La falta de interioridad, drama de la cultura actual y de la Iglesia; el estudio sobre la pérdida de lo sagrado como clave para comprender la decadencia de nuestra sociedad religiosa y civil; la ponencia, hondísima, Presencia de la religión y de la Iglesia en la ciudad, comunicada en la reunión del Valle de los Caídos en 1979, donde frente a la corriente taranconiana de la Iglesia española se postulaban «partidos políticos que se confiesen cristianos abiertamente»; la dura admonición sobre el comportamiento de los católicos ante el referéndum constitucional de 1978, en que se dejaba libertad de voto en conciencia, pero se justificaba el no a la Constitución por las críticas citadas anteriormente.
El efecto de la clara posición de don Marcelo González Martín ha sido un excepcional florecimiento de vocaciones en el Seminario de Toledo, cuyo nivel académico y cultural ha elevado de forma ejemplar. En medio de las confusiones y los titubeos de otros pastores, la figura gigantesca de don Marcelo se ha convertido en un punto de referencia para toda España y para toda la Iglesia. Ha sabido superar desde la fe, sin alardes tremendistas, la hostilidad exterior y el desvío interior. Los jenízaros del liberacionismo, y sus perros de presa —por ejemplo el gozosamente citado Depurador— han ladrado repetidamente a su paso. Pero cuando se escriben estas líneas la orientación de don Marcelo, que es la de Juan Pablo II, se ha impuesto felizmente en la Iglesia de España con la elección del cardenal Suquía, otro hombre de Juan Pablo II, para la presidencia de la Conferencia Episcopal española. Quedan aún muchos años, esperémoslo, para que el magisterio de don Marcelo ilumine el difícil camino de la Iglesia española entre desiertos de arena agresiva y de sal inutilizada. Desde una roca de Toledo, entre Roma y el mundo.
Henri de Lubac, S.J., nos ofrece, como el cardenal de Toledo, la seguridad de su doctrina avalada por un ejemplo personal de trayectoria que tuvo también en algunos momentos caracteres de martirio. Este prócer de la Iglesia de Francia había nacido en 1896, y entró muy joven en la Compañía de Jesús que le destinó en 1929 a la docencia de la Teología en Lyon. Allí se sumergió en un profundo estudio de la patrística y la teología medieval, con permanente contacto con la Filosofía y la literatura de nuestro tiempo.
Durante la ocupación alemana de Francia preparó su gran libro —colección de ensayos sobre varios escritores contemporáneos en torno a Dios y la negación de Dios— que apareció a poco de la liberación de París: El drama del humanismo ateo, mejorada después en innumerables ediciones y traducciones. No es una obra sistemática, sino un conjunto coherente y armónico de ensayos sobre el ateísmo contemporáneo, centrados en el humanismo de Feuerbach heredado por Carlos Marx, el humanismo agresivo de Nietzsche y el positivismo de Augusto Compte, con incursiones igualmente profundas en las figuras de Kierkegaard, Heidegger y Dostoievski; el análisis salta además de uno a otro de estos autores, entre los que se establecen originales relaciones de perspectiva. (Citamos por la ed. 7.a, París, «Cerf», 1983). El ateísmo moderno se define genialmente como «humanismo absoluto» (ibíd., p. 21). El estudio sobre Feuerbach, creador de la izquierda hegeliana sobre el pivote de un ateísmo radical, y enlace esencial para el quiebro de Hegel a Marx es clarísimo. Feuerbach aplica a su teoría del ateísmo el concepto hegeliano de alienación, y lo transmite a Marx íntegramente. La aparición de la Esencia del cristianismo en 1841, diez años tras la muerte de Hegel, conmocionó a los jóvenes hegelianos, especialmente a Engels. Marx asume la clave de las enseñanzas de Feuerbach de forma definitiva en cuanto al problema de Dios.
Níetzsche publica su primer libro el año en que muere Feuerbach. Su aversión contra Dios y contra el cristianismo tiene algo de instintivo, según confesó él mismo. Su postulado sobre la muerte de Dios nace de una agresividad, de un odio inexplicable. Es el creador de la expresión los sin Dios que haría fortuna en la Rusia soviética. A raíz de la guerra franco-prusiana de 1870 publica El nacimiento de la tragedia con su famosísima antítesis entre lo apolíneo y lo dionisíaco. De Lubac contrapone al delirio ateo de Nietzsche, precursor del absolutismo nazi, el protoexistencialismo de Sóren Kierkegaard, el danés ensimismado que se aproximó al catolicismo desde la crítica del luteranismo, y que «en un siglo arrastrado por el inmanentismo fue el heraldo de la trascendencia» (ibíd., p. 113). Mientras Nietzsche concretaba su odio a Dios en la figura de Cristo crucificado en el «árbol más venenoso de todos» y se atrevía a llamar a quien se definió como fuente de vida «maldición para la vida».
El tratado del padre De Lubac sobre Augusto Compte es una maravilla de comprensión y de penetración. En 1842 Compte acababa su vasto Curso de filosofía positiva el mismo año en que Feuerbach publicaba su Esencia del cristianismo. Con su positivismo que remata en la fundación de una ciencia nueva, la Sociología, Compte aspiraba a sustituir al cristianismo incluso como religión; lo que le llevó a consecuencias personales aberrantes, al considerarse como el nuevo Papa de una religión diferente. Desde 1822 había formulado su famosa ley de los tres estados, clave de su doctrina: «Por la naturaleza misma del espíritu humano, cada rama de nuestros conocimientos se ve obligada a pasar sucesivamente por tres estados teóricos diferentes: el estado teológico o ficticio, el estado metafísico o abstracto, el estado científico o positivo» (ibíd., p. 142). Se trata del apogeo de la secularización cultural en aras de la ciencia absoluta que reinaba en el corazón del siglo XIX. Compte no ataca directamente a Dios; le rebasa, prescinde de él. Trata de contraponer, absurdamente, el catolicismo (que dice admirar) al cristianismo, que odia por antisocial. Aborrece a Jesús «esencialmente charlatán» para extasiarse antinaturalmente, antihistóricamente, con san Pablo. Establecido ya como pontífice del positivismo trató de aliarse con la Compañía de Jesús en un episodio demencial que De Lubac no trata, quizá con la suficiente dosis de ironía: propuso solemnemente al General de los jesuitas que se declarara Papa y uniese sus fuerzas con él (ibíd., pp. 218 y ss.).
No se había extinguido aún el enorme éxito de este libro singular cuando el padre De Lubac, en 1946, publicó otra obra resonante, Surnaturel, sobre el misterio de la gracia en relación con la persona humana. Como un eco de las luchas de auxiliis que enfrentaron a los jesuitas y los dominicos del barroco, el filósofo y teólogo dominico Garrigou Lagrange, acérrimo neotomista, arremetió de forma implacable contra De Lubac, y arrastró al propio Papa Pío XII, que forzó al General de los jesuitas a que privase de su cátedra en Lyon al teólogo francés, contra quien dirigió en parte su encíclica de 1950 Humani Generis. Fue el momento del martirio para el padre De Lubac, que aceptó su silenciamiento sin un gesto de protesta, pese a que ni se le acusó de nada concreto ni se le abrió proceso, ni se le concedió la posibilidad de defenderse. Se sumió de nuevo en la meditación y el estudio; y en 1953 sorprendió al mundo católico, y al propio Papa, con su maravillosa Meditación sobre la Iglesia, que fue el principio de su plena rehabilitación. El propio Pío XII leyó con mayor detenimiento las obras del teólogo, y se convirtió en admirador suyo; Juan XXIII le nombró miembro de la comisión preparatoria del Concilio; Pablo VI le mantuvo como teólogo del Concilio, del que De Lubac fue uno de los principales mentores e inspiradores teológicos. En el espléndido y orientador tratado de Vorgrimler y Vander Guch La teología del siglo XX, publicado en tres grandes tomos en Madrid por la «BAC», el padre De Lubac es uno de los teólogos más citados y estimados.
Meditación sobre la Iglesia, editada en español en 1959 y reeditada por «Ediciones Encuentro» en 1980 con un luminoso prólogo de Ricardo Blázquez, no es solamente un ejemplo de fe y de coherencia interior en el plano personal; es uno de los libros más importantes que se hayan escrito sobre la Iglesia católica en nuestro tiempo. Más que un tratado, es un desbordamiento de ciencia teológica, de historia eclesiástica y de sentido filial. Al presentar ante todo a la Iglesia como misterio, aventura De Lubac que «pudiera ser que el siglo XX esté destinado a ser en la historia del desarrollo doctrinal el siglo de la Iglesia» (ibíd., p. 32). Al establecer «las dimensiones del misterio».-nos ofrece la imagen de una Iglesia eterna, anterior incluso a la venida de Cristo, extendida a todo el Cosmos, con inclusión del mundo angélico (ibíd., página 51). Al conjuro de Cristo, los cristianos de todos los tiempos y los Padres en la fe se convierten en contemporáneos nuestros (p. 55). No se puede reducir la Iglesia a una comunidad interior diferente de una estructura exterior plagada de defectos humanos; la Iglesia es una y única. La expresión Místico con que desde el siglo XII se adjetiva a la Iglesia como cuerpo de Cristo, la distingue bien del cuerpo eucarístico de Cristo, que es el corazón de la propia Iglesia. Todo el libro es una sinfonía sobre el dogma de la Comunión de los Santos; que se remansa en el capítulo V, sobre la Iglesia en medio mundo —clara anticipación de las aproximaciones conciliares—, critica con agudeza las exageraciones proferidas en nuestro tiempo contra el llamado constantinismo (p. 143), subraya la dimensión colectiva de la Iglesia por encima de las restricciones de la soledad (p. 190), supera las tentaciones de identificar la causa de la Iglesia con la causa propia (p. 221), describe algunas actitudes hipercríticas como «hastío secreto de la tradición de la Iglesia» (ibíd., p. 231) y desemboca en un capítulo admirable sobre la Iglesia y la Virgen, en el que establece que las mismas dudas —por ejemplo desde la Reforma— formuladas contra la Iglesia se han dirigido desde los mismos campos sobre la figura y la misión de María en la Iglesia y en la economía de la salvación (ibíd., p. 247).
Hemos seleccionado estos dos libros, como más accesibles para la orientación de los católicos no especialistas, sin tiempo ni ocasión aquí para resumir siquiera la inmensa contribución del padre De Lubac al desarrollo de la Teología en nuestro tiempo. Pero lo expuesto parece más que suficiente para subrayar su condición de maestro en el camino. Así lo reconoció la Iglesia al designarle el Papa como miembro del Colegio de Cardenales.
Acabamos de presentar el magisterio de un jesuita, Henri de Lubac. El profesor Cándido Pozo es también miembro de la Compañía de Jesús. Después de la dura reducción de jesuitas y españoles en la Comisión Teológica Internacional, decidida recientemente por el Papa Juan Pablo II, la permanencia en tan alto cuerpo consultivo del profesor Pozo, español y jesuita, es algo más que una simple coincidencia; en ella está desde 1980. Cacereño de 1925, doctor en Teología por la Gregoriana en 1956, el autor de este libro es testigo, desde los tiempos del Colegio de Areneros, en que Cándido Pozo le precedía en un curso, de su profunda inteligencia, su asombrosa formación cultural, su perfecto dominio de las lenguas bíblicas y modernas, su legendaria capacidad de trabajo y, sobre todo, la claridad serena de su mente y su fidelidad absoluta al espíritu ignaciano y a las orientaciones de Roma. Ha sido profesor de Teología en la Gregoriana, actualmente enseña Teología Dogmática en la Facultad de la Compañía de Jesús en Granada y es profesor visitante en centros teológicos de todo el mundo. Sus obras se han traducido a varias lenguas. Pero su ejecutoria podría quizá resumirse en esta expresión: un teólogo del Papa.
Ya hemos citado sus luminosas intervenciones, durante los últimos años sesenta, reunidas en el libro que firma conjuntamente con su amigo y compañero de Orden, el cardenal Jean Daniélou, Iglesia y secularización (Madrid, «BAC», 1973), en que critica definitivamente algunos fundamentos de la llamada teología progresista, clave de la teología de la liberación. Pero entre toda su vasta producción teológica quizá destaquen dos aspectos muy sugestivos, en los que se ha revelado como el gran especialista: la escatología, sobre la que publicó en la serie Historia salutia, de la «BAC», un libro sobre el misterio de la muerte y la vida después de la muerte —Teología del más allá— y la mariología, de la que es reconocido especialista mundial, a la que ha dedicado, además de innumerables artículos, dos libros: María en la obra de salvación (Madrid, «BAC», 1974, también en esa colección teológica) y una presentación no por popular menos profunda, María en la Escritura y en la fe de la Iglesia (Madrid, «BAC» popular, 1985). Completa por ahora el profesor Pozo el ciclo de los grandes mariólogos científicos de la Iglesia católica, que abrió en pleno barroco su hermano en religión el doctor eximio, Francisco Suárez.
María en la obra de la salvación —escrita, además, en una prosa de primer orden, como toda la del autor, tanto cuando usa el castellano como el latín— es un planteamiento definitivo de la mariología sin el menor complejo ante las aberraciones protestantes, que comenzaron cuando Lutero ordenó suprimir la segunda parte del Ave María y se han recrudecido hoy con la brutal expresión de Karl Barth, que considera a la mariología «una tumoración del pensamiento teológico». El papel central de María en la vida, la historia y la doctrina de la Iglesia queda descrito magistralmente por el profesor Pozo, quien saluda a la vez, con esperanza, la apertura mariológica de algunos teólogos protestantes en nuestro tiempo, frente al endurecimiento de otros. Señala Pozo las dos tendencias, cristológica y eclesiológica, de la mariología actual, ante las que el Concilio Vaticano II, donde Pablo VI proclamó a María Madre de la Iglesia, quiso mantenerse neutral. La serie de capítulos del profesor Pozo sobre la exégesis mariológica del Antiguo Testamento y la huella de María en el Nuevo son una maravilla de amplitud teológica, patrística y magisterial, y pueden ser tan útiles, por su claridad, al lector normal como necesarios al teólogo. Como la parte final sobre la historia y la entraña de los cuatro grandes dogmas marianos.
Ha desplegado además el profesor Pozo su saber teológico en numerosos artículos, entre los que me han llamado más la atención El discurso de S. S. Juan Pablo II en el acto mariano nacional de Zaragoza el 6 de noviembre de 1982 (Scripta de Maria, 1982, pp. 15 y s.), en el que ofrece una panorámica mariana de España y alude al disparate de algún teólogo español incurso en opiniones heréticas sobre la virginidad de María. En Perfil teológico de santo Tomás (Burgense, 23/1, 1982, 343 y s.) demuestra un conocimiento cabal de las circunstancias históricas y el método teológico tomasiano, como ejemplo para el teólogo de nuestro tiempo. En Magisterio y Teología (Madrid, Centro de Estudios de Teología Espiritual, 1984) glosa el discurso del Papa a los teólogos españoles en Salamanca, maestros de creatividad dentro de la fidelidad. En Resucitó de entre los muertos (Madrid, «BAC», 1985) presenta con claridad para el hombre moderno el dogma y la realidad histórica de la resurrección de Cristo. Y en Sacramentalidad y temporalismo (Estudios de Misionología, Burgos 1985) critica determinados aspectos de la teología progresista, la secularización teológica y la teología de la liberación desde el mismo corazón de la Teología.
Con todas sus admirables cualidades en plenitud, el profesor Cándido Pozo es hoy, en opinión de relevantes personalidades de la Iglesia española y universal a quienes hemos planteado un tanto descaradamente el ranking, y por la resonancia y autenticidad de sus obras y su magisterio, el primer teólogo de España. No parece muy lejos de tal apreciación la propia Santa Sede cuando acaba de confirmarle como miembro de la Comisión Teológica Internacional al lado de los grandes maestros de la Teología universal. Pero su magisterio no se pierde en las nubes, sino que en sus obras citadas y en toda su vasta producción teológica se hace accesible al gran público, que mantuvo por ejemplo durante meses en la lista de best-sellers al más conocido de sus libros: El Credo del Pueblo de Dios (comentario teológico a la profesión de fe de Pablo VI, Madrid, «BAC», 1968), una de las grandes obras de orientación publicadas en Europa durante el posconcilio; en la que la armónica convergencia de la reflexión teológica, la exégesis bíblica y la erudición patrística y magisterial consiguen una síntesis cuajada de lo que con un dejo de pesimismo preguntaba el padre Rahner: Qué debemos creer todavía. En esta misma línea de servicio a la fe el profesor Pozo ha publicado dos tratados breves con alto poder de comunicación: La Fe (Madrid, «Edapor», 1986) y ¿Qué es creer? (Madrid, «Cuadernos BAC», 1987).
La teología progresista y la teología de la liberación coinciden, más o menos expresamente, en un anatema negativo: descartar y eliminar a todos los maestros actuales que se mueven en el ámbito de la teología tradicional. Muchos seguidores acráticos entran por tan discutible aro, con lo que anulan de un plumazo millares de páginas, centenares de autores beneméritos que prefieren seguir exponiendo la verdad de la fe con categorías recibidas de la propia Tradición y el Magisterio, mientras progresistas y liberacionistas sustituyen demasiadas veces a la Tradición y al Magisterio por autores modernos y contemporáneos, como si la referencia cultural adquiriera de repente valor patrístico. En los casos anteriores —don Marcelo, el padre De Lubac, el profesor Pozo— el profundo y desbordante conocimiento de la cultura moderna y contemporánea que demuestran en sus exposiciones teológicas y pastorales les deja a cubierto de acusaciones de intemporalidad o debería dejarles; lo que desde luego no hacen, afortunadamente, es incidir en la sustitución de credibilidades tan grata a los progresistas y liberacionistas. Pero debemos presentar aquí a un teólogo ejemplar de nuestro tiempo, el dominico Antonio Royo Marín, que conoce perfectamente —sin alardear teológicamente de ello— las fuentes y circunstancias culturales de nuestro tiempo, pero que prefiere atenerse con firmeza a las categorías tradicionales para exponer al gran público las verdades de la fe y los hitos históricos de la espiritualidad cristiana. Royo Marín suele finalizar sus exposiciones histórico-teológicas con un remanso de reflexión sobre el Concilio Vaticano II. Asentado con hondura en la tradición de la Iglesia, su recepción del Concilio es enteramente natural. Su estilo es directo, austero, esquemático; posee un notable sentido de la síntesis y escribe expresamente sus obras para dar seguridad a tantos lectores vacilantes entre tanta niebla y tanto cosquilleo de los falsos maestros, de las modas efímeras.
Una de las obras más conocidas de este dominico que no deja traslucir en ellas el más mínimo rasgo biográfico —como si quisiera confrontar al lector con sus líneas doctrinales, directamente— es La fe de la Iglesia (Madrid, «BAC», 1973), en la que después de definir la fe como sobrenatural, oscura y cierta, propone, también a la luz de la profesión de Pablo VI, un luminoso y conciso resumen de las verdades que todo católico debe conocer y creer. Se trata de un compendio teológico cuya fuente principal de apoyo es el Magisterio oficial de la Iglesia.
Del mismo año y la misma editorial es otro de los grandes libros del padre Royo Marín, Los grandes maestros de la vida espiritual, una historia de la espiritualidad cristiana, en que santos, Padres de la Iglesia, ascetas, místicos y teólogos se agrupan por edades históricas y, dentro de cada una de ellas, por familias y escuelas religiosas. No se trata de un simple catálogo de nombres, sino de una armónica riada de hombres y mujeres que han ido conformando, desde los días de Cristo —con cuyo Evangelio se abre la historia de la espiritualidad católica— la tradición vivida de la Iglesia. Es un gran libro sinfónico, que se lee con enorme interés humano, porque está esmaltado-de rasgos humanos; y que resume con aparente facilidad, nacida de una profundización de muchos años, la fantástica corriente de la espiritualidad cristiana a través de los tiempos. Cuando ante una historia así oímos a algún teólogo progresista contemporáneo que la Iglesia hasta él no ha hecho sino desbarrar y equivocarse, comprendemos toda la magnitud del despropósito. Este libro es la historia de la huella del Espíritu Santo a través de la comunión sucesiva de los creyentes. Se cierra en la consideración de la espiritualidad del Concilio Vaticano II y constituye una invitación a que profundicemos, con las excelentes guías bibliográficas que nos deja el autor, en capítulos y personajes que él deja, por urgencias de la brevedad, simplemente esbozados. Por más que los grandes nombres y los grandes momentos —Agustín, Tomás de Aquino, Francisco de Asís, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz— constituyen cortas monografías de notable riqueza.
Por último, en la «BAC» también, el padre Royo Marín ha publicado en 1976 Teología de la esperanza: la respuesta cristiana a la angustia existencialista. Con una metodología paralela a La fe de la Iglesia, el autor extrae del tesoro de la Tradición y de la fe las líneas fundamentales para construir y acrecentar la esperanza en medio de nuestras tormentas. Sin embargo, el teólogo no aduce una perspectiva que podría resultar interesante y complementaria: la posibilidad, de Kierkegaard a Gabriel Marcel, de un existencialismo de raíz cristiana que templa los exclusivismos ateos de otras líneas más radicales; y subraya la interpretación del existencialismo no solamente como negación airada contra Dios sino como vacío angustioso de Dios.
Era, hasta su muerte ayer mismo, el primer pensador vivo de Occidente. Nacido en San Sebastián en 1898, estudió Filosofía y Teología en Madrid, Lovaina y Roma. Se ordenó sacerdote y ganó en 1926 la cátedra de Historia de la Filosofía en la Universidad de Madrid. Sus grandes maestros, a través de un contacto personal profundo, fueron don Juan Zaragüeta, José Ortega y Gasset, Husserl y Heidegger. Humanista integral, cultivó además las Ciencias físicas, matemáticas, biológicas y neurológicas; las lenguas clásicas y orientales. Consiguió un equilibrio asombroso entre la exposición oral, que discurría por varios cauces simultáneos hasta confluir en verdaderos acordes de la inteligencia y la estética; y la claridad desnuda —aunque complicadísima a veces— de su expresión escrita, depuración acabada de su pensamiento. Se ausentó de España durante la guerra civil, volvió después brevemente a la cátedra de Barcelona, que dejó en 1942 para exponer su doctrina, desde 1945, en sesiones privadas a las que concurrían afanosos discípulos y señoras de la alta sociedad, que no entendían una sola palabra con sus bocas abiertas en vacuos elogios. Los medios del progresismo cultural bancario financiaron generosamente —dicho sea en su honor— su vida y su obra. Tras una etapa de angustia interior, elegantemente silenciada, abandonó el ejercicio del sacerdocio y estuvo casado, ejemplarmente, con una dama que fue su gran apoyo personal, Carmen, hija del gran Américo Castro. Su penetrante inteligencia le mantuvo en permanente conjunción con una fe altísima, hasta la muerte. Hasta después de la muerte; porque El hombre y Dios, su obra cumbre, es también su obra póstuma.
Desde los años cincuenta algunos jesuitas jóvenes se pegaron a su costado y consiguieron erigirse en discípulos oficiales. El más afortunado de ellos fue el padre Ignacio Ellacuría, que preparó —magistralmente— la edición de su citada obra póstuma, y pese a sus actuales funciones como estratega del Liberacionismo en España y Centroamérica suele presentarse como discípulo predilecto de Zubiri, sin que sus actuaciones concretas tengan demasiado que ver con las enseñanzas filosóficas y teológicas de Zubiri, situado en otra galaxia respecto del Liberacionismo. Javier Zubiri es un don de Dios al siglo XX por medio de España. Al repasar sus obras uno siente inevitablemente la necesidad de evocar la definición tomasiana de inteligencia: «Id quod magis amatur a Deo inter omnes res humanas» (aquello que más ama Dios entre todas las cosas humanas).
Algunos ensayos esenciales del primer Zubiri se reunieron en un libro decisivo, Naturaleza, Historia, Dios, publicado por la «Editora Nacional» de Dionisio Ridruejo y Pedro Laín Entralgo en 1944 y reeditado hoy. Allí estaba el más famoso de todos, compuesto durante las convulsiones de España en 1934/35: En torno al problema de Dios. Dios había sido para Zubiri, desde la infancia, uno de los grandes problemas; que se convirtió en leit motiv de toda su trayectoria como pensador. Cuando el autor de este libro entró en contacto con los escritos de Zubiri en 1949 quedó sorprendido ante las coincidencias evidentes entre En torno al problema de Dios y la colosal intuición del primer metafísico del barroco, Francisco Suárez, S.J., sobre la relación trascendental que sostiene al hombre en la existencia gracias a la realidad desbordante de Dios, Ser Supremo. Parecía claro que la religación de Zubiri era una expresión moderna de la relación trascendental suareciana, identificada metafísicamente con el propio ser personal humano. Esta intuición primordial de Zubiri floreció definitivamente al final de su vida con la publicación de uno de los grandes libros de nuestro siglo, el citado El hombre y Dios (Madrid, «Alianza Editorial-Sociedad de Estudios y Publicaciones», 1984).
A la vez que iba perfilando su sistema de grandes ideas, Zubiri preparaba, curso a curso, el conjunto de sus grandes tratados, que arrancaron al fin en 1963 con la sensacional publicación de Sobre la esencia (Madrid, «Sociedad de Estudios y Publicaciones») que abre la serie de los Estudios filosóficos. Se trata de una disputado metaphysica tan honda como difícil, puente entre el aristotelismo y la modernidad, que los mismos especialistas (Ferrater Mora, Julián Marías) comentan con respeto distante y difícil, y que adornó inmediatamente los anaqueles, pero nunca las estrecheces intelectuales de muchos asiduos y asiduas oyentes de Zubiri. Siguieron Cinco lecciones de filosofía (1963), Inteligencia semiente (1980), Inteligencia y logos (1982), Inteligencia y razón (1983) y por fin El hombre y Dios.
Creemos que este libro-acorde final de Zubiri puede ser bien comprendido, tal es su claridad en medio de su profundidad, por el lector culto de nuestro tiempo. Trata «de Dios en el sentido de la realidad divina» (p. 11) y arranca precisamente de la realidad humana, pero no es un estudio antropocéntrico sino, como la misma realidad, teocéntrico. Establece las notas de la realidad del hombre: la vida, el sentimiento, la inteligencia. «Vida es posesión de sí mismo» (p. 47). La vida es «realización personal» (p. 75). La realidad humana, «relativamente absoluta», descansa sobre «el fundamento último, posibilitante e impelente de mi realidad personal», dominada desde un «apoderamiento» en el que consiste la religación que es «la realidad apoderándose de mí» (p. 109) y la conexión metafísica del hombre con Dios, el gran concepto de los años treinta que Zubiri retoma con mucha mayor altura y hondura en su obra final. «Hacerse persona es búsqueda. Es en definitiva buscar el fundamento de mi relativo ser absoluto». «Lo que la religación manifiesta experiencial pero enigmáticamente es Dios como problema» (p. 110). El problema de Dios no es propiamente el problema de más allá sino el problema de la profunda realidad presente. «Es un problema que afecta radical y formalmente a la constitución de la persona humana» (p. 111). «Llamaremos Dios al fundamento último posibilitante e impelente de la articulación, digámoslo así, de las cosas reales en la realidad» (p. 111).
Y así entra Zubiri en la segunda parte de su investigación, sobre la realidad divina. «Dios no es un problema teorético sino personal» (página 116). Critica las cinco vías tomasianas por la inadecuación del punto de partida y la del punto de llegada; y propone su propia vía que no discurre de las cosas a Dios, sino del propio Dios hacia las cosas, y singularmente hacia el hombre. «La realidad absolutamente absoluta, esto es Dios, está presente formalmente en las cosas constituyéndolas como reales» (p. 148). Descarta dos errores graves: el panteísmo, que identifica a las cosas con Dios, y el agnosticismo, que considera a Dios como ausente del mundo. Dios es una realidad accesible por sí misma; lo quiera o no el hombre. Uno de los momentos más elevados del libro es el que establece las diferencias y las relaciones del conocimiento y la fe. El conocimiento de Dios es un paso anterior a la fe, que consiste en la entrega. «Entregarse a Dios es hacer la vida en función de Dios» (p. 233). El conocimiento y la fe pueden y deben unirse en la voluntad de verdad (p. 244). Y «una misma verdad, la existencia de Dios, puede ser a la vez verdad de razón y verdad de fe» (página 258).
A ello se opone el ateísmo, que no es simplemente una negación, sino una opción positiva por la simple facticidad. «El ateísmo es justo la fe del ateo» (p. 284). Y «no es menos opcional que el teísmo».
En la tercera parte de su libro, Zubiri presenta al hombre como experiencia de Dios. Introduce la figura divina y humana de Cristo como ejemplo supremo —el secreto mesiánico— de esta experiencia (p. 332). «En 1936 escribía estando en Roma: Es necesario probablemente apurar aún más la experiencia. Llegará seguramente la hora en que el nombre, en su íntimo y radical fracaso, despierte como de un sueño, encontrándose en Dios y cayendo en la cuenta de que en su ateísmo no ha hecho sino estar en Dios» (p. 344). Y añade un párrafo que el padre Ellacuría no ha meditado, sin duda, suficientemente, porque descalifica de forma expresa todo el montaje del liberacionismo: «El hombre no encuentra a Dios primariamente en la dialéctica de las necesidades y de las indigencias. El hombre encuentra a Dios precisamente en la plenitud de su ser y de su vida» (p. 344). Insiste: «El hombre no va a Dios en la experiencia individual, social e histórica de su indigencia: esto interviene secundariamente. Va a Dios y debe ir sobre todo en lo que es más plenario, en la plenitud misma de la vida, a saber, en hacerse persona» (ibíd.).
En la conclusión general del libro Zubiri propone al cristianismo como suprema experiencia teologal. «Antes que ser religión de salvación —dice— (según se repite hoy como si fuera algo evidente) y precisamente para poder serlo, el cristianismo es religión de deiformidad. De ahí que el carácter experiencial del cristianismo sea suprema experiencia teologal, porque no cabe mayor forma de ser real en Dios que serlo deiformemente. En su virtud, el cristianismo no es sólo religión verdadera en sí misma, sino que es verdad radical, pero además formal de todas las religiones. Es, a mi modo de ver, la trascendencia, no sólo histórica, sino teologal del cristianismo. La experiencia teologal de la Humanidad es así la experiencia de la deiformidad en su triple dimensión individual, social e histórica: es cristianismo en tanteo» (ibíd., página 381).
En los párrafos finales de su libro, Zubiri descarta duramente al antropocentrismo teológico. «En este punto —dice— conviene, para terminar, volver sobre lo que ya se indicaba al comienzo de estas páginas: evitar un penoso equívoco que ha llegado a convertirse en una especie de tesis solemne, a saber, que la Teología es esencialmente antropología, o cuando menos antropocéntrica. Esto me parece absolutamente insostenible. La Teología es esencial y constitutivamente teocéntrica» (ibíd., página 382).
Divinas palabras, que el discípulo de Zubiri, Ignacio Ellacuría, debería quizá repetir insistentemente a su colega liberacionista en la UCA de San Salvador, Jon Sobrino, S.J., teólogo antropocéntrico de la liberación, y a la mesnada de antropólogos de la Teología que añaden cada día más leña al volcán de Centroamérica.
No es de ahora mi admiración por don José Guerra Campos, obispo de Cuenca. Antes de la muerte de Franco le edité un libro doctrinal en mis tiempos de director de la «Editora Nacional» (El octavo día, 1972). En mi libro, ya en avanzada preparación, Historia de la Iglesia de España en la transición, dedicaré a don José Guerra Campos el estudio monográfico que merecen su vida y su obra. Pero ahora no puede faltar su mención entre los maestros del camino.
Precisamente porque éste es un libro contracorriente y el obispo de Cuenca es un pensador y un maestro contracorriente. Su imagen pública ha sido deformada, arrastrada y embarrada de todas las formas posibles desde los ámbitos falsamente progresistas y desde los espíritus fuertes que sólo son capaces de actuar en manada.
Era, en el Concilio Vaticano II, uno de los prelados más jóvenes y más abiertos. Su intervención conciliar sobre el marxismo demostró tal conocimiento del problema que llamó poderosamente la atención en el aula conciliar y alcanzó repercusiones internacionales. Actuó eficazmente como secretario de la Conferencia Episcopal española, y todo el mundo le consideraba —y le sigue considerando— como una de las cabezas más claras y mejor equipadas del Episcopado.
Pero cuando el oportunismo posconciliar, alentado desde el Vaticano, impuso en España una transición anticipada en la Iglesia que fue después clave para los vacíos y las aberraciones de la transición política e histórica, don José Guerra Campos no se dejó avasallar ni engatusar. Echó en buena parte sobre sus hombros toda la carga histórica de las últimas etapas —heroicas y constructivas— de la Iglesia española. Jamás se negó a la apertura del Concilio, ni a la apertura histórica de la nación. Pero no quiso sacrificar a la frivolidad ni al interesado despegue político de la nueva mayoría episcopal los principios y los logros de la más reciente historia española. Se negó a repudiar, desde la Iglesia, la figura de Franco, que había salvado en 1936-39 a la Iglesia de España de la persecución más atroz de todos los tiempos. Se negó a renegar. El premio fue la marginación, el abandono, el silenciamiento, el estancamiento de su carrera eclesiástica que era la más brillante del Episcopado, y el intento constante de sepultarle en el olvido y el anacronismo.
No se arredró. Consagrado al gobierno de su diócesis, no se ha enfrentado ni una sola vez con su conciencia pastoral y profética. Desde la izquierda cultural y clerical se le ha identificado obsesivamente con la extrema derecha, y debe reconocerse que la extrema derecha ha contribuido a acentuar esta imagen tan falsa como dominante. Durante las tensiones eclesiásticas de la transición, y con motivo de la muerte de Francisco Franco, don José Guerra demostró una coherencia absoluta, interpretada por muchos como nostalgia estéril. Para los historiadores el Boletín Oficial de su Obispado es una referencia permanente, y un acervo documental formidable, cuya importancia se reconocerá alguna vez. Muy pronto.
Ha ido dejando, como jalones de su vida pastoral, obras importantes sobre las que ha recaído inmediatamente una masa impenetrable de silencio. Por ejemplo, su tratado Cristo y el progreso humano, editado en 1977 por la «Asociación de Universitarias Españolas». O su espléndida síntesis histórica La Iglesia en España (1936-1975) (Separata del Boletín Oficial del Obispado de Cuenca, mayo 1986), que de llamar la atención de algún editor avispado y sin prejuicios se convertiría inmediatamente en best-seller sin más que desarrollar algunos puntos esbozados en su imponente aparato crítico-documental.
En los grandes momentos de la controversia nacional sobre puntos oscuros de nuestra convivencia en relación con la fe y las costumbres —divorcio, aborto, Constitución— no ha faltado nunca la luz del profeta de Cuenca desde su soledad. Su tremenda llamada de atención a la Corona a propósito de la sanción a la ley del aborto tuvo consecuencias no por secretas menos importantes en Roma, como algún día revelará la Historia. Otros teólogos y pastores más complacientes dejaron hacer.
«Tras la sanción de la ley del aborto —dijo oficialmente el obispo en su Boletín a mediados de julio de 1986— la Corona queda especialmente herida… Tradicional amparadora de los débiles y del derecho natural, es lamentable que ese amparo se haya interrumpido a costa de los más indefensos, tanto si la Institución quiere y no puede como si puede y no quiere». Son también palabras para la Historia. El periodista Abel Hernández insinuó que la Santa Sede había reprendido a don José Guerra por esta denuncia. El obispo de Cuenca replicó enérgicamente que eso era falso: y que en todo caso la opinión de la Santa Sede más bien le alentaba.
La marginación absoluta a que se ve sometido el profeta de Cuenca desde la sociedad y desde sectores de la propia Iglesia española no ha quebrado su decisión apostólica, pero seguramente ha influido en acentuar por su propia parte el aislamiento. Don José Guerra Campos no suele asistir a las reuniones de la Conferencia Episcopal, y su esfuerzo de comunicación, del que nunca ha abdicado, se resiente por ello de forma indebida y nada conveniente para la colectividad católica española. Puede que algunas de sus actitudes resulten discutibles, pero desde la actual trayectoria de la Iglesia su posición resulta necesaria y ejemplar. Su nombre y su ejemplo no podían faltar en este breve catálogo de maestros para el camino.
El ruido y la furia liberacionista, voceados por el sistema liberal-radical de comunicación atlántica, y por la formidable red de apoyo logístico cuyos pivotes editoriales y propagandísticos están firmemente asentados en España y en los Estados Unidos, dan demasiadas veces la impresión falsísima de que las teologías y antropologías progresistas y liberacionistas dominan hoy el panorama de la Iglesia. Basta salir a una nación —Francia— donde el catolicismo ha pasado ya, a fuerza de raíces y conexiones culturales, el sarampión de las modas seudoteológicas para convencernos de que tal imagen es pura distorsión; por ejemplo, si nos damos una vuelta por la librería de temas religiosos «La Procure», de París, junto a San Sulpicio, o por la «Librería Paulina», de Ciudad de México en la calle Madero. El contraste con algunas librerías religiosas de España, por ejemplo las «Paulinas» de Madrid, estremece; porque aquí se despliega toda la panoplia progresista y liberacionista con exclusión flagrante de la literatura religiosa de signo contrario; ésa es la libertad de los liberacionistas. Pero insistamos: no estamos solos. Además de los grandes maestros citados en los epígrafes anteriores, una pléyade de notabilísimos teólogos difunden sus investigaciones hoy en España —y lo mismo ocurre en todas partes— en plena comunión con el Magisterio de la Iglesia, con plena seguridad para los católicos. Por ejemplo, y sin que pretendamos agotar la lista, hay maestros de primera línea en el Episcopado español, desde el arzobispo de Santiago, monseñor Rouco Várela al obispo de Córdoba y relevante historiador de la Ilustración, don José Antonio Infantes Florido, para no citar más que dos ejemplos, ya que al cardenal de Madrid y actual —gracias a Dios— presidente de la Conferencia Episcopal española, don Ángel Suquía, ya nos hemos referido en nuestro primer libro a propósito de sus excepcionales y luminosas cartas sobre la teología de la liberación. El doctor Domingo Muñoz, miembro español de la Pontificia Comisión Bíblica, es un escriturista de primera magnitud en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas. El joven obispo auxiliar de Madrid, doctor Javier Martínez es un gran patrólogo en cuya Bula de nombramiento episcopal se incluye un expreso mandato pontificio de que no abandone la investigación patrológica en medio de sus ocupaciones pastorales. Otro obispo auxiliar de Madrid, el doctor García Gaseo, dirige el Instituto de Teología a distancia, que con el de San Dámaso ha mejorado enormemente en los últimos tiempos la irradiación teológica de Madrid. Varios alumnos de la Gregoriana trabajan con fecundidad en el campo teológico español, como el patrólogo Eugenio Romero Posse, rector del Instituto de Teología de Santiago; José Arturo Domínguez, profesor de Dogmática en Sevilla, y el también dogmático José Antonio Sayés. Eminente dogmático e historiador de nuestro tiempo es el doctor Nicolás López Martínez, que enseña en la Facultad de Teología de Burgos. Y el teólogo de Salamanca Ricardo Blázquez, que proviene de climas teológicos menos seguros, pero que ahora ha reencontrado plenamente su camino en Salamanca. Varios teólogos españoles brillan en la Universidad Gregoriana de Roma: el patrólogo Orbe, especialista en el siglo II; el eclesiólogo Antón; el escriturista Caba; el dogmático Ladaria. Se ha acusado al Opus Dei de que carece de teólogos por concentrarse en el Derecho Canónico. No es verdad; ahí están los nombres de José Luis Illanes, Pedro Rodríguez, Francisco Mateo Seco, especialista en teología de la liberación, como el chileno Ibáñez Langlois, experto también en el estudio del marxismo. Ya hemos indicado que el Seminario de Toledo eleva cada vez más su cotización teológica ante toda España y ante el mundo católico; y debemos añadir que el cabildo de canónigos de la Catedral de Madrid, con el impulso de don Salvador Muñoz Iglesias, don Carlos Escartín y don Jorge Molinero, ha organizado ya dos encuentros de muy alto nivel teológico y gran resonancia entre el clero y los religiosos de Madrid durante los años 1985 y 1986. Por último, y para no hacer interminable este epígrafe, deseo llamar la atención del lector sobre dos maestros seglares que han profundizado ejemplarmente en varios problemas religiosos y teológicos con reconocida autoridad: los profesores Julián Marías, filósofo, y Baltasar Rodríguez Salinas, matemático. A las reflexiones de uno y otro me he referido en diversos artículos; ahora sólo queda mencionar sus nombres, que no pueden faltar en un elenco de maestros para el camino de los cristianos en nuestro tiempo.
El profesor Melquíades Andrés ha publicado una espléndida síntesis sobre diversos aspectos de la historia de la espiritualidad y la teología contemporánea en Historia de la Teología Española (Madrid, «Fundación Universitaria Española», 1987).
El propósito de las anteriores secciones de este capítulo «teológico» está claro ya para el lector: exponer, en primer término, la evolución del método teológico y la eclosión de las modas teológicas en nuestro tiempo para comprender mejor el caldo de cultivo donde ha brotado inconteniblemente la teología de la liberación precedida y seguida por los demás movimientos liberacionistas; y remansarnos después ante el lector junto a las doctrinas serenas y seguras de las fuentes y los maestros en la fe, para evitar distorsiones y desánimos ante la necesaria inmersión en las aberraciones que integran ese caldo de cultivo, y cuyo estudio reanudamos ahora con el análisis de diversos casos oscilantes entre la disidencia y la herejía, por el valor comunicativo que han alcanzado en la inspiración y apoyo de los movimientos liberacionistas, tanto en la teoría como en la práctica.
La desviación teológica y pastoral de la Iglesia holandesa, una de las más florecientes de todo el mundo hasta los años cincuenta del siglo XX, es uno de los desgarramientos más patéticos en la historia de la Iglesia universal. En el libro de M. Schmaus y cois., La nueva teología holandesa (Madrid, «BAC», 1974), están los datos y consideraciones más importantes sobre este pavoroso problema histórico que ha conducido a la Iglesia de Holanda, con la complicidad de su anterior generación episcopal, a la degradación y a una virtual situación cismática.
Hasta los años cincuenta, en efecto, la Iglesia holandesa había participado vivamente en el proceso de identidad de su nación y a lo largo del siglo XX, mientras aumentaba el compromiso de los católicos de Holanda con la vida social y política, su Iglesia, vinculada teológicamente al neotomismo, desplegaba lo que se ha llamado una «fecunda vida romana» sin apenas problemas teóricos, y con dedicación casi total a los pastorales. Durante la ocupación nazi en la Segunda Guerra Mundial el Episcopado holandés se alineó contra el nazismo y los católicos holandeses por una parte se vincularon al ideal fascista; y por otra rompieron su anterior aislamiento y entraron en íntima comunicación con marxistas, izquierdistas y protestantes, lo que introdujo de forma irresistible fermentos críticos demoledores en el seno del catolicismo holandés, que desde comienzos de los años cincuenta parece haberse convertido en un laboratorio para la disidencia y la subversión teórica y práctica, teológica y pastoral. De momento el clero joven se adscribió casi en masa a la Nouvelle Théologie de Francia —De Lubac, Congar— y a la teología progresista alemana. Sin embargo, la encíclica Humani generis, enérgico tirón de riendas de Pío XII al comenzar la década de los cincuenta, se aceptó sin demasiada oposición. Pero a partir de entonces se abrieron las compuertas.
Durante el Concilio la Iglesia holandesa sirvió de matriz para la creación del IDO-C fecundado, como vimos en el primer libro, por el movimiento estratégico PAX, de inspiración soviética. Teólogos holandeses progresistas entre los que destacaba el dominico Schillebeeckx, entraron en conjunción prerrevolucionaria con los teólogos progresistas europeos y los protestantes. En la citada obra dice un teólogo holandés, J. M. Gijsen, dentro de un estudio documentadísimo sobre la historia de la Iglesia holandesa, al anotar que la nueva moda teológica progresista invadió los medios católicos de comunicación: «No puede extrañar que todo esto cambiara casi como una revolución la vida de la Iglesia: la asistencia al culto disminuyó rápidamente, la confesión se consideró superflua y se sustituyó por celebraciones penitenciales comunes, la piedad perdió su fondo y se extinguía; apenas se veía ya el valor de las adquisiciones católicas» (La nueva…, p. 40). Se hundió la moral de los sacerdotes y muchos abandonaron. En este contexto se produjo, con enorme resonancia en toda la Iglesia europea y mundial, un doble acontecimiento: la publicación escandalosa del Catecismo holandés y la celebración del Concilio Pastoral de la provincia eclesiástica holandesa en 1986/1970. Uno y otro acontecimientos ejercieron influencia decisiva en la inspiración y planteamiento de los movimientos liberacionistas tanto en Europa como en América.
Para la historia y el contenido del Catecismo holandés —ante el que reaccionó con eficacia admirable la Conferencia Episcopal española de entonces, presidida por el arzobispo de Madrid monseñor Casimiro Morcillo— disponemos de dos fuentes básicas: la versión íntegra, Nuevo Catecismo para adultos (Barcelona, «Herder», 1969), en el que don Casimiro Morcillo impuso la inclusión de las instrucciones y correcciones de Roma sobre el equívoco texto de Holanda; y Las correcciones al catecismo holandés (Madrid, «BAC», 1969), edición impulsada por la Comisión Episcopal española para la Doctrina de la Fe, y vertebrada por unos comentarios acertadísimos del profesor Cándido Pozo, S.J.
El presidente de esa Comisión, monseñor Castán Lacoma, advierte con claridad en el prólogo que los autores del Catecismo holandés «han convertido su obra en un peligro para la fe del pueblo de Dios». El Catecismo se publicaba en Holanda inmediatamente a raíz del Concilio, en octubre de 1966, elaborado por el Instituto Catequético de Nimega y avalado por un prólogo aprobatorio de los obispos holandeses; en esto consistía principalmente su gravedad. Protestó un importante sector del catolicismo holandés ante la Santa Sede, la cual organizó un diálogo, en Gazzada, entre tres teólogos del Papa y tres del Episcopado holandés entre los que figuraba Schillebeeckx. El diálogo, mantenido en abril de 1967, terminó en desacuerdo estéril; los holandeses no cedían. Entonces el Papa nombró una comisión de cardenales, que a su vez designó consultores a teólogos de siete naciones. La comisión cardenalicia emitió informe a fines de 1967 —resultan claras las urgencias de la Santa Sede ante el escándalo— y en febrero de 1968 se llegó a un acuerdo entre dos teólogos delegados de la comisión cardenalicia y uno delegado por el episcopado holandés. Los obispos por Holanda, duramente presionados por Roma, aceptaron el acuerdo; pero los redactores del Catecismo se rebelaron el 10 de junio y el 30 replicó el Papa con su famosa profesión de fe, que ya hemos comentado a fondo. Publicaron después los autores del Catecismo un libro blanco en que nuevamente rechazaban las correcciones de Roma, con lo que se colocaban en posición cismática y neoprotestante. El asunto, desde entonces, entró en putrefacción, aunque los obispos de Holanda se sometieron, como acabamos de ver, a la orientación romana.
El Catecismo holandés, escrito en lenguaje directo y sugestivo, se explaya en grandes síntesis, revela una clara preocupación ecuménica —a la que sacrifica, sin embargo, jirones de ortodoxia— y se inscribe en el antropocentrismo teológico de los progresistas. Sus autores han tratado de descalificar al Magisterio supremo de la Iglesia como «teología romana». Los errores fundamentales criticados por la comisión cardenalicia son de extrema gravedad; porque inciden en puntos esenciales de la doctrina católica. En resumen son éstos:
Duda sobre la existencia real de ángeles y el demonio (Correcciones…, p. 5).
Duda sobre la creación inmediata del alma humana y negación de su separabilidad del cuerpo (ibíd., p. 9).
Dilución del pecado original en un confuso «pecado del mundo» (página 13).
Prescinde de la virginidad perpetua de María y de la concepción virginal de Jesús, relegando uno y otro dogma al terreno de los símbolos (p. 51). Supone que María no se dio cuenta de quién era su hijo.
Confusión en la satisfacción dada por Jesús al Padre (p. 63).
Oscurecimiento del sacrificio de la cruz y el sacrificio eucarístico (p. 74).
Dudosa presentación de la presencia real de Cristo en la Eucaristía (p. 81).
Relativismo e inconcreción en el dogma de la infalibilidad de la Iglesia (p. 96).
Imprecisión en la doctrina del sacerdocio ministerial (p. 103).
Disminución de la capacidad magisterial y de la primacía del Papa (página 115).
Reserva negativa sobre el dogma de la Trinidad (p. 125).
Imprecisa formulación de nuestra posibilidad de conocimiento de Dios (p. 130).
Disminución de la conciencia de Jesús sobre su misión (p. 132).
Imprecisiones en la descripción del sacramento del bautismo (página 140), y de la penitencia (p. 143).
Oscuridad sobre la naturaleza del milagro (p. 143).
Confusiones sobre la muerte y la resurrección (p. 148), y en general sobre la escatología.
Relativismo moral que prescinde de leyes (p. 160).
Debilidad en la indisolubilidad del matrimonio (p. 165).
Confusión sobre las diferencias de pecados graves y leves.
Se trata, pues, de un impresionante catálogo de disidencias, que en tiempos de mayor claridad se hubieran calificado simplemente como herejías en muchos casos. Se trata también de una antología del progresismo teológico andante, que se convirtió en arsenal para imitadores baratos, por ejemplo en España y América.
A esta confusión doctrinal corresponde exactamente la confusión pastoral que se desbordó en el Concilio de la Iglesia holandesa entre 1968 y 1970. En él pontificaba Schillebeeckx, cuando al plantearse un posible conflicto entre el Magisterio de la Iglesia y la experiencia de los fieles, dijo: «Sólo Jesucristo tiene la última palabra» (M. Schmaus, op. cit., p. 53). «La divinidad de Jesucristo, que proclamaron los antiguos Concilios de la Iglesia tras largas polémicas, se ignora en los textos del Concilio» (ibíd., p. 141). Ni siquiera la existencia de Dios y el contenido inmutable de los dogmas merecieron la consideración del Concilio holandés como objeto invariable de la fe católica (ibíd., p. 140). Entre clamores por la adopción de la democracia en la Iglesia —pese a que la Iglesia es constitutivamente jerárquica— «los obispos participantes en el Concilio, prescindiendo de pocas excepciones, no han abandonado en sus alocuciones y votos la tradición católica, aunque apenas criticaron tal cosa en otros» (ibíd., p. 163). El Concilio holandés adoptó la idea de la revolución para realizar los deseables cambios estructurales en la sociedad, y los obispos trataron de frenar tímidamente el apoyo de la Iglesia holandesa a la «posibilidad de una revolución violenta en América Latina» en 1969 (ibíd., p. 257). El Concilio se movió por «el entusiasmo como principio de conocimiento» (ibíd., p. 318), rompió abiertamente con el pasado de la Iglesia católica al considerarlo simplemente como anticuado (p. 322) y se circunscribió al hombre, frente a la plena inscripción en la trascendencia que alentó al Concilio Vaticano II (ibíd., p. 323). Entregado ingenuamente al progresismo más radical, el Concilio holandés conectó íntimamente con la filosofía marxista de la esperanza, exaltó en numerosas actas y documentos a Marx y el marxismo, postuló la sociedad sin clases, y aceptó el concepto de alienación como resultado de la estructura social burguesa (ibíd., p. 330). Una de sus tesis fue ésta: «La Humanidad comienza —desde Marx más conscientemente— a proyectar su propio futuro y a realizarlo» (ibíd., página 330). Los promotores del Concilio holandés cayeron bajo la fascinación de la teoría de Cox sobre la ciudad secular sin advertir las profundas correcciones que el teólogo de Harvard había realizado ya en su diagnóstico de la secularización. Alguno de sus teólogos, al ser interpelado sobre su posición rebelde, manifestó que su combate por la demolición de la Iglesia tradicional se hacía mucho mejor desde dentro de ella. «Todo el que quiera llamarse católico en el futuro —se dijo en las actas del Concilio— debe ser bienvenido, incluso aunque no crea en nada» (ibíd., p. 303).
El doble impacto del Catecismo y el Concilio de Holanda a fines de los años sesenta se dejó sentir con enorme fuerza expansiva en el nacimiento desviado de la teología de la liberación y demás movimientos contestatarios que habían brotado en el seno de la Iglesia. Holanda fue el gran laboratorio para el formidable experimento de demolición emprendido a uno y otro lado del Atlántico en el posconcilio. El Concilio holandés es contemporáneo de la Conferencia de Medellín. Todas sus aberraciones, como las del Catecismo, aflorarán inmediatamente en las posiciones liberacionistas de España y América.
Juan Pablo II, apoyándose en la Iglesia alemana, mucho más madura y con mucho mayor poso teórico que la holandesa, ha emprendido desde los primeros momentos de su pontificado una durísima labor para la restauración del catolicismo en Holanda, desde ese vertedero de degradaciones. Ha cambiado ya la composición y el talante del Episcopado, tras la cobarde entrega de la mayoría episcopal holandesa al proceso de desintegración. El resultado ha sido una situación de cisma virtual en la Iglesia de Holanda. Hoy los obispos de esa nación hablan un lenguaje y la masa progresista, dirigida por varios arciprestes y buena parte del clero que sobrevive, mantiene sus posiciones aberrantes. La Iglesia de Holanda, tras haberse desangrado en el apoyo teórico y práctico al progresismo radical y el liberacionismo, parece agotada y exánime. A través del libro de G. C. Zizola, La Restauración del Papa Wojtyla (Madrid, «Cristiandad», 1985) puede seguirse, pese a su interpretación sesgada y lacrimosa, el enérgico cambio de rumbo impuesto por el Papa a la desviada Iglesia de Holanda desde su reunión con los obispos holandeses en 1980, en la que les impuso una auténtica capitulación. La clave de ella ha sido la restitución del ministerio a los sacerdotes y la sustitución de casi todo el Episcopado progresista en 1982 y 1983. Valerosamente, el Papa se enfrentó a la resaca de estas decisiones en su viaje a Holanda en mayo de 1985. Ha habido decepciones y deserciones; pero es que aquello antes de 1980 ya no era la Iglesia católica.
En el fondo del Catecismo holandés —fue su principal inspirador y redactor— y del Concilio pastoral de la Iglesia neerlandesa está el dominico Edward Schillebeeckx, nacido en Amberes y profesor de Teología en la Universidad católica de Nimega hasta su jubilación en 1982, cuando cumplió 68 años. Asesor del Episcopado holandés en el Concilio, era el teólogo de confianza del ingenuo cardenal Bernard Alfrink, el gran responsable del caos en que se sumió la Iglesia holandesa en el inmediato posconcilio. Jefe de filas del progresismo teológico europeo, fue uno de los fundadores de la revista Concilium. Teólogo muy vivo, dotado de gran sentido de la comunicación, conocedor profundo de la exégesis bíblica y menos profundo, aunque muy pretencioso, de la teoría historiográfica, sus problemas serios con Roma, después de la polémica del Catecismo, resurgieron en 1974 (y no en 1980 como afirma erróneamente Martín Descalzo en ABC el 24 de setiembre de 1986, sin tener evidentemente delante el libro en cuestión) con motivo de la publicación en la editorial «Nelissen» del libro Jesús, la historia de un viviente, cuya traducción española se hizo en «Ediciones Cristiandad», controlada por los jesuitas progresistas, en 1981. Toda la cristología liberacionista se ha inspirado en esta obra, en la que Schillebeeckx proclama que «más vale cometer errores siguiendo el camino correcto que emprender alegremente —tal vez sin mancha ni defecto— un camino que sólo conduce a la ideología» (ibíd., pp. 31 y s.). Para el teólogo holandés la fidelidad plena al Magisterio es un deslizamiento a la ideología, peyorativamente considerada. Así va Holanda.
El montaje historiológico de este libro resulta bastante anticuado, y casi no se tienen en cuenta los métodos recientes de la historia global, que Schillebeeckx considera mucho menos que las teorías fósiles del gran Ranke, por ejemplo. Al intentar verter la doctrina cristológica en fórmulas aptas para los incrédulos de nuestro tiempo, el dominico holandés incurre en oscuridades y ambigüedades acerca de la divinidad de Cristo y la conciencia de Cristo sobre las que Roma le exigió explicaciones, que fueron juzgadas insuficientes. Schillebeeckx reafirmó sin embargo en todo momento su fe en la divinidad de Jesús, y nunca ha desmentido su condición de teólogo católico. En su libro de 1977 traducido en la misma editorial española (1982) con el título Cristo y los cristianos, el dominico tuvo más cuidado, pero no logró eludir la sensación de riesgo en sus expresiones. Roma, sin embargo, no actuó contra él en esta ocasión.
Pero sí lo hizo a raíz de su nuevo libro, El ministerio en la Iglesia, publicado en pleno combate del Vaticano con el liberacionismo. Allí formuló una tesis revolucionaria, esbozada ya en el Catecismo holandés, sobre el sacerdocio. «Además de la vía ordinaria para llegar al sacerdocio —dice— que es la de la ordenación, puede existir otra vía extraordinaria por la que, en determinadas circunstancias, la comunidad puede elegir ministros especiales capaces de realizar todas las funciones sacerdotales incluida la consagración de la Eucaristía sin previa ordenación de manos del obispo». La Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe (y no el Santo Oficio como escribe Martín Descalzo) descalificó esta tesis en el documento Sacerdotium ministeriale (13 de junio de 1984) en que sin citar a Schillebeeckx se describía tal planteamiento como ajeno al catolicismo.
Un año después, Schillebeeckx reincidía en una nueva publicación, Peroración en favor de los hombres de la Iglesia. Identidad cristiana en los ministerios de la Iglesia, sobre la que se pronunció la Congregación para la Doctrina de la Fe á fines de setiembre de 1986 (cfr. Ya, Madrid, 24 de setiembre de 1986, p. 37). «El autor —dice la Santa Sede en nota pública— continúa concibiendo y presentando la apostolicidad de la Iglesia de modo que la sucesión apostólica por medio de la ordenación sacramental representa un dato no esencial para el ejercicio del Ministerio y en consecuencia para conferir el poder de consagrar la Eucaristía. Ello está en oposición con la doctrina de la Iglesia». Martín Descalzo transmite a continuación (ABC, ut supra) unos datos estremecedores sobre la situación de fe de la Iglesia holandesa en 1980. Menos de la mitad de los católicos —un 45%— creían en la divinidad de Cristo (luego más de la mitad no eran católicos) y de los increyentes muchos se apoyaban en las tesis de Schillebeeckx, auténtico pervertidor de su Iglesia nacional. La tesis del dominico sobre el sacerdocio no es pura teoría y se aplica frecuentemente en Holanda, por la penuria de sacerdotes. La influencia de Schillebeeckx en la teología de la liberación, tanto en sus aspectos cristológicos como sacramentales es enorme. En España tiene un discípulo de excepción, el jesuita Castillo, padre de la «teología popular». Que no ha conseguido, pese a su tenacidad heterodoxa, la resonancia nacional de su maestro.
Hans Küng, el teólogo disidente más famoso de nuestro tiempo, nació el 19 de marzo de 1928 en el cantón suizo de Lucerna. Al haberse convertido en una especie de jefe de la oposición teológica contra el Vaticano dentro de la Iglesia católica, puesto que comparte con Edward Schillebeeckx, no debe extrañarnos que los jesuitas progresistas, que hoy forman el cuadro principal de esa oposición frente a la Santa Sede, se hayan convertido —por lo menos en España— en los principales voceros de Küng, editen sus obras rebeldes en una editorial que controlan —«Cristiandad»—, donde también han publicado una exaltación biográfica del personaje que nos es ahora muy útil: Hermann Háring y Karl-Joseph Kuschel, Hans Küng, itinerario y obra, Madrid, 1978. Entre las diversas obras de Küng, la que más se presta para el análisis dentro del objeto de nuestro libro es El desafío cristiano (Madrid, «Cristiandad», 1982), que es una condensación realizada por el propio autor con el título Christ sein— Kurzfassung de su obra extensa Ser cristiano, cuya primera edición es de 1974.
Debemos reconocer, ante todo, que el profesor Küng es un teólogo de envergadura y un comunicador de primerísima magnitud. Sus obras están escritas con rigor científico, pasión comunicativa e interés profundo para el gran público. Es, ciertamente, un provocador, casi en el mismo sentido con que él aplica esta palabra al propio Cristo de la realidad histórica. Frente a ciertos discípulos españoles de Küng, por vía estrecha, de quienes nos ocuparemos penosamente en el capítulo de este libro dedicado a España, el maestro suizo se remonta con vuelo de águila. Casi todas las páginas de su citado libro, que trata de ofrecerse como una summa de la fe católica para el hombre de hoy, pueden asumirse desde la más estricta ortodoxia. Los deslices heterodoxos que le ha señalado claramente la Santa Sede se refieren más, nos parece, a formas de expresión que a contenidos profundos. Incluso esas formas de expresión nacen, nos parece también, de un deseo desbordante de acercarse a sus amigos protestantes —los hermanos separados— hacia los que ha tendido puentes efectivos de aproximación teológica y humana; y a fortalecer, en tierra de nadie, los difíciles avances del ecumenismo, que nadie quiere lograr, en el fondo, sacrificando posiciones propias. Donde falla Küng, creemos, más que en la ortodoxia formal es en la rebeldía personal frente al Magisterio y la autoridad concreta de la Iglesia. Su inteligencia, que a veces sugiere reflejos angélicos, su innegable amor al Cristo real, su sentido de la comunión interna de la Iglesia católica en medio del mundo a través de los siglos, y por encima de las miserias y las aberraciones humanas, no le han impedido la reacción personal de enfrentamiento agresivo frente a los requerimientos doctrinales de Roma, que él encaja con mentalidad que parece luterana. Hay una diferencia insondable entre esta actitud de Küng, que por ello amenaza con convertirle en un rebelde sin causa, y el heroico aguante del padre De Lubac, o incluso la ejemplar reacción de Leonardo Boff en 1985, cuando manifestó, ante el silenciamiento que le impuso Roma, que prefería seguir callado en la Iglesia que seguir a solas con su teología al margen de la Iglesia. (Claro que ésta fue una reacción verbal y táctica; pero no deja de ser hermosa). Hans Küng no ha seguido ese camino ejemplar. Ha respondido a la guerra con la guerra, como los ángeles de la prueba. Puede convertirse definitivamente en un ángel caído si sus profundas raíces cristianas no le impulsan a superar su lamentable complejo antiromano. Bien jaleado por liberacionistas, jesuitas progresistas y demás caterva de interesados admiradores a quienes Küng a veces concede el don de su presencia, pero jamás el apoyo de su teología, en la que no puede encontrarse el menor rastro de liberacionismo andante ni menos complaciente.
Se formó —Filosofía y Teología— en la Gregoriana de Roma, dentro de la plenitud del neotomismo, pero con intensos contactos con la filosofía moderna: su tesis de licenciatura en Filosofía versó sobre el humanismo ateo de J. P. Sartre. Contempló con aprensión la destitución por Pío XII, en 1953, de varios portavoces de la Nouvelle Théologie. Dedicó buena parte de su vida al estudio del gran teólogo protestante Karl Barth, que le consideró personalmente como su intérprete autorizado dentro del catolicismo y del diálogo ecuménico. Celebró su primera misa en 1954, en la basílica de San Pedro. Su tesis de Teología, leída en París, sobre la teoría de la justificación en Karl Barth en honda aproximación a las tesis del Concilio de Trento, le dio notoriedad teológica universal; de esa tesis datan sus primeros problemas con la Santa Sede, que no llega a condenar el libro. Inicia sus conversaciones en 1959 con los cardenales Dópfner y Montini sobre Concilio y justificación. Dedica a la teología del próximo Concilio su primera lección como profesor ordinario de Teología en la Universidad de Tubinga, 1960. Publica en 1962 Estructuras de la Iglesia, que la Santa Sede somete a proceso, después sobreseído. No obstante, Juan XXIII le nombra en 1962 perito del Concilio Vaticano II. En pleno Concilio (1963) participa en la fundación de la revista progresista Concilium junto con Congar, Rahner, Metz y Schillebeeckx. Acentúa su actitud de oposición, dentro de la Iglesia, en 1967: publica La Iglesia (prohibida su difusión por Roma, de lo que Küng no hace caso), protesta por la forma de elección episcopal en Basilea, y contra las posiciones de Pablo VI sobre el celibato, primero; y después contra la Humanae vitae.
En 1970 Küng es censurado por primera vez por la Conferencia Episcopal alemana. Publica su polémico libro ¿Infalible?, en que de hecho cuestiona la infalibilidad pontificia, lo que le acarreará un nuevo proceso romano, contra el que se levanta una oleada internacional progresista en solidaridad con Küng, durante los años próximos. Ser cristiano se publica en 1974; Küng lo presenta en varias naciones, por ejemplo en Madrid (1977). La Conferencia Episcopal alemana se opone a este libro capital de Küng, seguido por ¿Existe Dios? en 1978.
En diciembre de 1979, como anticipábamos en nuestro primer libro, la Santa Sede condenó formalmente a Küng, «quien no puede considerarse —dijo— como teólogo católico». Privado de su cátedra en Tubinga en virtud del Concordato, la misma Universidad le acogió como director de un instituto teológico. Un enjambre de jesuitas progresistas con numerosos sputniks saltó a la palestra pública en defensa de Küng (El País, 23 de diciembre de 1979), y el propio teólogo reprobado por Roma trató de defenderse torpemente en la misma tribuna (23-1-1980). Los jesuitas progresistas siguieron promoviendo la edición de las obras de Küng en España y su difusión, para la que se aprovechan con sentido comercial, tal vez no muy apostólico, los sucesivos escándalos que protagoniza el rebelde. El cual, a partir del 4 de octubre de 1985, escogió su tribuna habitual en El País para insultar flagrantemente a la Iglesia católica en unos artículos detonantes, brotados de una actitud radical y soberbia, que le descalifican para todo lector católico de nuestro tiempo.
En medio de toda esta confrontación de Hans Küng con la Santa Sede se publica en España la citada obra, fundamental desde el punto de vista de la comunicación, El desafío cristiano. Un libro ligeramente retrasado en su noticia sobre los vaivenes de la secularización, que ha pasado recientemente de dogma de la modernidad a intuición reversible (op. cit., p. 20). Al principio del libro aparecen ya algunas puntadas contra la Iglesia y el Vaticano calificados como reaccionarios (ibíd., pp. 22-23), aunque luego las contrarresta con la «omnipresencia del cristianismo en la civilización occidental» (p. 25). Está claro que Küng no comprende el auténtico sentido de Harvey Cox en su propuesta inicial de la ciudad secular (p. 29), que ya conocen nuestros lectores desde fuentes directas. En cambio Küng descalifica brillantemente al marxismo como único camino al humanismo en unas páginas intuitivas y certeras, en las que tal vez concede demasiadas ventajas parciales al marxismo, por esa manía compensatoria tan extendida entre los teólogos católicos de talante centrista, y no le arrincona lo suficiente desde el punto de vista de la nueva ciencia; pero básicamente se trata de una descalificación que los liberacionistas rebasan cuidadosamente en sus admirables lecturas de Küng (ibíd., pp. 31 y ss.). Que concluye: «Hay que desistir del marxismo como explicación total de la realidad, como visión del mundo; y de la revolución como nueva religión que todo lo salva» (ibíd., p. 37).
La presentación sobre la realidad de Dios desde el ángulo de la problemática humana es magnífica; así como la crítica al ateísmo desde supuestos parecidos a los utilizados por el ateísmo para sus ataques a la creencia en Dios (p. 55).
La presentación —arrebatadora— de Cristo es el movimiento central de este libro. Küng deja perfectamente en claro que Jesús no fue de manera alguna un revolucionario social y quienes así le presentan tienen para ello que tergiversar las fuentes cristológicas de forma sistemática (ibíd., p. 99). «Cristo no predicó la revolución…, ninguna propagación de la lucha de clases» (ibíd., p. 103). El reinado de Dios «no llega por evolución social (espiritual o técnica) ni por revolución social (de derechas o de izquierdas)» (ibíd., p. 147). «Su cumplimiento sobreviene exclusivamente por acción de Dios» (p. 146). Realmente a lo largo de las primeras doscientas páginas de este libro no encontramos reparos esenciales a la doctrina de Küng. Las cosas se complican después, cuando el teólogo suizo, por su buen deseo de presentar a Jesús en forma comprensible para el hombre no creyente, difumina la idea de Jesús como Hijo de Dios, y prescinde enteramente del Magisterio y la Tradición a la hora de analizar un título que resulta esencial para la fe católica (ibíd., pp. 209 y ss.). Reparos parecidos cabría hacer sobre la interpretación küngiana de la resurrección de Cristo (pp. 260 y ss.). La contraposición de fe y buenas obras a la hora de la justificación nace, para Küng, de su deseo de tender puentes hacia los protestantes, y en el fondo revela que el teólogo, como en los casos anteriores, no está exponiendo sus propias creencias profundas, que son positivas, sino rebajando aristas para el diálogo ecuménico (ibíd., p. 301). ¿Por qué se habrá negado a dejarlo así de claro en el diálogo que Roma le pedía?
La crítica a la Iglesia contenida en las páginas 322 y ss. es intolerable; no por radical sino por superficial y en algunos casos antihistórica y gratuita. Las propuestas sobre elección episcopal y pontificia adolecen de ingenuidad. Las normas y fundamentos de la moralidad se explican de forma poco digna del rigor que el teólogo exhibe en otros puntos (ibíd., p. 330). Los liberacionistas quedarán sin duda decepcionados cuando en el epígrafe Liberados para la libertad y dentro de una parte general titulada La praxis no observen una sola justificación teórica ni práctica a sus radicalismos (ibíd., p. 344), fuera de una genérica alusión a las opresiones de las estructuras que no es liberacionista sino simplemente anarquista, tendencia en que suelen caer los teólogos cuando cortan sus amarras con el Magisterio.
Éste es un boceto del que creemos más significativo libro de Hans Küng, el profeta de la disidencia en la actual Iglesia católica; muy superior a la pléyade de imitadores baratos. Muy superior, también, en su rebeldía. Hans Küng se convirtió en la estrella del VI Congreso de Teología organizado por la Asociación de Teólogos (liberacionistas) Juan XXIII en Madrid, el mes de setiembre de 1986, y fue descalificado en una dura nota de la Conferencia Episcopal española. Reincidió en Florencia, durante una reunión de las comunidades de base italianas, donde se atrevió a decir: «Yo estoy con vosotros y no con Wojtyla», a propósito del viaje papal a Alemania; y abogó porque los seglares puedan presidir la Eucaristía. Le escuchaban dignatarios comunistas y sacerdotes contestatarios entre el público rebelde. Arremetió contra el Opus Dei, «sociedad clandestina», e ironizó sobre el misterio de la Iglesia expresado por «el misterio de los escándalos financieros de Marcinckus». Luego se quejó de que a los niños se les enseñara (no dijo quién lo enseñaba) que «las otras religiones proceden del diablo». Tal vez no haya que irse muy lejos de la nuestra para rastrear esas procedencias.
¿Un comentario a Umberto Eco —El nombre de la rosa, 1982— en un libro sobre los movimientos de liberación? Sí, rotundamente sí. No exactamente porque en la fabulosa reconstrucción bajomedieval de Eco se exalta una rebeldía teológica franciscana, el nominalismo radical, que podemos considerar irónicamente como precedente lejano de otra rebeldía franciscana del siglo XX, la de Leonardo Boff, que se emprende y consuma, como aquélla, en torno a bibliotecas de monasterio. Sobre todo porque en torno al éxito mundial de Umberto Eco conviene profundizar algo sobre el sistema progresista de comunicación.
¿Le llamaremos, como hacían nuestros padres, Una poderosa fuerza secreta? No sé si se lo llamaremos; pero lo es. El nombre de la rosa es —aparentemente— una gran novela histórica, convertida durante un bienio en evangelio de la progresía universal. El presidente del Gobierno socialista español, don Felipe González, se declaró lector entusiasta de Umberto Eco. Si a la mayoría de los lectores de la progresía hispana se les preguntara por la controversia de nominalismo y realismo que subyace (con bastante superficialidad, por cierto) a la novela, confesarían no saber nada, es decir, no haber entendido la clave filosófica de la novela. Si se les preguntase, además, por qué una disputa filosófica se convirtió, en la Baja Edad Media, en guerra teológica, y por lo tanto en combate político para la Cristiandad, la confesión de ignorancia sería más palmaria. Vamos a ver.
El siglo XIV fue una explosión de fe en medio de un abismo de miseria humana y eclesial. Era el siglo del gran Cisma de Occidente, que ilumina con algunas ráfagas, insuficientes y distorsionadas, el horizonte de Umberto Eco, el escritor cristiano que ha cometido un pecado histórico imperdonable: renegar del siglo XIII —insultar cobardemente a Tomás de Aquino, por ejemplo— para sumirse en las confusiones del XIV. Pero el cineasta protestante sueco Ingmar Bergman comprende al siglo XIV mucho mejor que el católico titubeante Umberto Eco, experto en teoría de la comunicación que se ha entregado al sistema progresista de comunicación. Como el escritor católico James Joyce, como el escritor católico Manuel Azaña. El sistema progresista de comunicación es una red fantástica de editoriales, periódicos, ideologías, famas y autobombos fulgurantes montada por los liberales-radicales, con la colaboración de la intelligentsia de la Internacional Socialista (de ahí el entusiasmo de don Felipe González, vicepresidente de la Internacional Socialista) y de lo que antes, ingenuamente, se llamaba más o menos groseramente masonería, que se revela por una serie de directrices ideológicas —en el centro de las cuales está la secularización implacable— y que acoge con entusiasmo y enorme provecho para los afectados a cuantos intelectuales se distinguen por su capacidad demoledora contra la Iglesia católica y los ideales conservadores, populistas y antimarxistas; sin que la decisiva influencia del sistema judío de interacciones internacionales parezca ajena al juego. «Ya tenemos —dirá algún lector avisado— una resurrección de la vieja conspiración judeo-masónico-marxista». No, no rememoramos ni revitalizamos las obsesiones del general Franco y el almirante Carrero Blanco, por más que uno y otro expresaban de forma defectuosa una intuición con mucho más fondo del que se cree. Estamos plasmando una intuición fundada en innumerables hechos y relaciones, que no renunciamos a exponer algún día seriamente, aunque a algunos esprits forts la idea “as aterrará y les desconcertará.
Umberto Eco y el enorme éxito de su novela es un ejemplo típico para corroborar esa intuición. Como descripción de fondo sobre el siglo XIV resulta lamentable; era un siglo infinitamente más rico y complejo, que sobre sus aberraciones de todo tipo fue, por encima de todo, una colosal implosión de fe. Pero es que la novela de Eco no es sobre la Iglesia del siglo XIV sino contra la Iglesia católica del siglo XX. Lo dije en mi página cultural del diario católico Ya en 1983, porque el diario católico había alabado sin reservas la novela de Eco, sin la más mínima idea de su trama profunda ni del sistema de comunicaciones en que se integraba. Acogerse a estas alturas a la idea nominalista de los universales no es una cuestión intelectual trasnochada sino un ataque de contramina sobre la teología católica tradicional —es decir, católica— en nuestro tiempo. La alusión de la página 187 (2.a ed. española, 1983) es un respaldo completo al marxismo liberacionista; las claves de la obra, que ahora no tenemos tiempo de desarrollar están en las páginas 155, 163, 247 y 251 —la Iglesia contradictoria, corrompida, identificada con el poder total, succionadora de disidencias en provecho de su poder— en medio de una alegoría de monopolio intelectual —la biblioteca, el libro prohibido— pedantemente gratísima al progresismo profesional, y con el fondo de una Iglesia podrida, sexualmente obsesa, homosexual, incrédula; no se ponen en duda solamente las reliquias (página 514) sino la misma existencia de Dios en un punto clave de la obra (p. 597).
El tratamiento comunicativo dado por el sistema progresista al libro de Eco que naturalmente rompe una lanza por los judíos (hablando del siglo XIV, el de máxima exacerbación antijudía en Occidente) en la página 234 es significativamente similar al que se utilizó y se sigue utilizando con James Joyce, el renegado católico irlandés formado en la Iglesia por la Compañía de Jesús. Y esto lo digo como escritor católico nada hostil a los judíos, como demostré al colaborar en la fundación de la Amistad España-Israel. La caricatura de los franciscanos bajomedievales —ese movimiento admirable que revitalizó a la Iglesia— se emprende sólo desde el lado negativo de sus deslices teológico-sociales, que fueron, además, mil veces más complejos. En fin, el éxito de Eco, y la culpable desinformación con que lo han tratado los medios informativos y culturales católicos y conservadores, emperrados en abandonar la lucha ideológico-cultural al enemigo, se ha convertido en una piedra de toque para el verdadero trasfondo de esa lucha, guiada por el espectro de Gramsci en el bando marxista, contra la soledad incomprendida de quienes no queremos ceder, en los reductos del otro bando, al entreguismo total. Debíamos terminar inexorablemente con la mención de Eco este capítulo sobre la caterva de teólogos. Porque como dice Eco en la última frase de la última página de su libro,
stat rosa prístina nomine, nomina nuda tenemus.
Daría cualquier cosa porque don Alfonso Guerra, el eximio intelectual del marxismo español contemporáneo, me dijera lo que significa, de verdad, la rosa prístina; y por qué nomine —le doy la pista— está en ablativo. Ya que se atreve a fijar etimologías latinas militantes en la tribuna del Congreso, y por supuesto lamentablemente mal.