II. EL MAGISTERIO: EL MARXISMO COMO PECADO CONTRA EL ESPÍRITU SANTO

La polémica sobre el Concilio

La recepción del Concilio Vaticano II ha dividido a la Iglesia católica; y negarlo o envolverlo en eufemismos sólo sirve para enmascarar una realidad. Los contestatarios profesionales, y en medio de ellos los liberacionistas en pleno, asumen el Concilio como plataforma de rebeldía, que disimulan como innovación cuando es pura y simplemente un intento revolucionario. Agrupados en torno a la Santa Sede, los demás católicos —que son la inmensa mayoría, aunque gritan menos— han asumido el Concilio según las interpretaciones y las directrices de la Santa Sede, no faltaba más. Un Papa tan profundo y equilibrado como Pablo VI se desahogaba públicamente en 1972 —ya lo vimos en el primer libro— y atribuía nada menos que al humo del infierno la evidente perversión del Concilio; y acabamos de ver en el capítulo primero que reservadamente, ante un grupo de obispos españoles, adelantó esa terrible impresión al año 1968. La flor y nata del progresismo teológico español, también lo vimos, desbarraba unilateralmente sobre su propia versión del Concilio en el volumen colectivo de «Ediciones Cristiandad» (vinculada a la Compañía de Jesús) El Vaticano II veinte años después, dirigido por Casiano Floristán y J. J. Tamayo (Madrid, 1985). La mejor y más auténtica interpretación del Concilio ha sido, naturalmente, el Sínodo de los Obispos de 1985.

Dos revistas de pensamiento católico y teológico, Concilium y Communio representan las posiciones progresista y moderada, respectivamente, en torno a la interpretación del Concilio Vaticano II; aunque ninguna de las dos puede calificarse abiertamente de extremista. Los lectores españoles de Communio se sentirán defraudados porque también en este caso Spain is different: la Communio española ha sido ocupada por un comando progresista, y quienes pretendan una orientación más seria deben acudir a la Communio iberoamericana.

Satisfechos, sin duda, por la claridad y la serenidad del Sínodo de 1985, que intentó y logró una verdadera reconducción doctrinal de la Iglesia a la luz —auténtica— del Concilio, los católicos normales y los equipos teológicos que se mantienen al servicio fiel de la Santa Sede no han prodigado tanto sus intervenciones sobre el Concilio como los progresistas y los liberacionistas. Para el público de España ya daba la voz de alerta el ex sacerdote Juan Arias, descocado corresponsal romano del conocido diario teológico El País, quien a toda plana del domingo 11 de noviembre de 1984 —y en plena efervescencia de la ofensiva liberacionista centrada en los correctivos a los portavoces Gustavo Gutiérrez y Leonardo Boff— clamaba contra «la contrarreforma del Vaticano II» y subtitulaba: «Las últimas declaraciones del cardenal Ratzinger (se refería a las que publicó poco antes el semanario Jesús) interpretan como una ofensiva para preparar un nuevo Concilio», cuando en realidad se trataba, como sabemos, de un nuevo paso para la reconducción del Concilio a los cauces de donde jamás debieron salir sus aguas para ser realmente fecundas. La revista católica El Ciervo, escorada netamente a babor del progresismo pero que siempre (dígase en su honor) procura mantener el diálogo con los demás sectores de la Iglesia, se había anticipado ya con un número monográfico para los veinte años del comienzo conciliar [380 (octubre 1982)]. Entre los contribuyentes figuraban Alfonso Álvarez Bolado, promotor del Instituto Fe y secularidad de los jesuitas liberacionistas; el presidente internacional de Pax Christi y obispo de Ivrea, Luigi Betazzi, promarxista decidido; el obispo catalán de Brasil, poeta del liberacionismo, Pedro Casaldáliga, el dominico francés Chenu; el detonante profesor José María Diez Alegría que exalta «el fin de la era piana»; y denuncia, como otros, la «congelación» del Concilio; el doctor José Gómez Caffarena que define al Concilio como el de la liberación; el canónigo (descamisado en la revista) González Ruiz, para quien el Concilio supera la época de la Cristiandad; el jesuita comunista José María de Llanos, contrarrestados por algunas opiniones moderadas y la extremista de monseñor Lefebvre. Pero como cabía esperar, el comentario colectivo más sectario y partidista a la conmemoración del Concilio Vaticano II fue el número monográfico de la revista rebelde de los claretianos Misión abierta titulado «Veinte años de posconcilio» (núm. 2, abril 1985). Anuncian los compiladores que van a presentar la perspectiva conciliar de la Iglesia de base, y así les sale el número. Felipe Bermúdez hace separatismo canario de base religiosa, exalta «la conciencia de canariedad» y al describir las acciones de dos nuevos grupos cristianos revolucionarios, se extasía ante el gesto del presidente del cabildo de Fuerteventura, Lalo Mesa, miembro de uno de esos grupos cristianos de acción, quien dio altísimo ejemplo con un gesto que «se me antoja profético y altamente significativo». Lo que hizo el presidente fue simplemente un gesto de buena educación; «cede el sillón a una señora anciana», lo cual debe de resultar tan insólito en esos medios que lo convierten en clamor de profecía. Y es que los progresistas cristianos y su descabellado portavoz claretiano desconocen algo tan elemental como el sentido del ridículo. (Noten mis críticos que ya utilicé una vez el adjetivo descocado y otra el de descabellado; pero los adjetivos son para colgarlos de los sustantivos cuando éstos se descocan y se descabellan).

Un señor, José Chao, se lanza a metáfora abierta desde Galicia y espeta una formidable definición conciliar: «El Concilio fue un estallido muy semejante al de una botella de lo que hoy llaman cava, antes champaña, que se destapa, comprimida como estaba la ferviente y ambiental religiosidad hispana» (op. cit., pág. 15). Pensábamos que el Concilio era el Vaticano II; pero según el señor Chao «Roma no había hecho el Concilio; se lo hicieron manos ajenas en su propia casa» (op. cit., pág. 16). Según un señor Pérez Tapias, «la realidad fáctica del pluralismo se da en la Iglesia a pesar de la institución eclesial» (pág. 24), dice poco antes de exaltar a la teología de la liberación, y denostar la «fiebre restauracionista» (pág. 27). Como ya no tienen más perspectivas de base, los claretianos rebeldes seleccionan algunas opiniones de altos teólogos, fustigan como es de rigor las declaraciones del cardenal Ratzinger (ellos dicen sólo Ratzinger) a una revista italiana, y acuden a sus teólogos cómplices para redondear el número. Entre ellos figura un señor Juan Carmelo García, que presenta cum laude las desviaciones del liberacionismo en todas sus facetas, y comparece también, quién lo dijera, el jesuita (que oculta su condición de tal) Joaquín Losada, en un pretencioso y vacuo artículo sobre la transformación en la Iglesia que nos hace comprender un poco más sus calificaciones para dirigir la famosa tesis del padre Pérez sobre Umbral, como ya hemos visto.

Menos mal —insistamos— que para valorar el Concilio según la Santa Sede que lo convocó y presidió podemos apoyarnos en los documentos del Sínodo de 1985, al que vamos a referirnos inmediatamente.

El Sínodo de 1985 y la reconducción de la Iglesia

El día de Cristo Rey, 24 de noviembre de 1985, Juan Pablo II inauguraba solemnemente la II Asamblea General Extraordinaria del Sínodo de los Obispos, convocada por él con motivo del XX aniversario de la conclusión del Vaticano II. El Sínodo de los Obispos, institución con venerables antecedentes parciales en la Iglesia, fue formalmente creado por el Papa Pablo VI a raíz precisamente del Concilio como «camino abierto al ejercicio de la colegialidad episcopal», según la presentación que hace PPC a su publicación sobre los documentos del Sínodo, El Vaticano II, don de Dios, Madrid, 1986, a la que vamos a referirnos en este capítulo. Según el Código de Derecho Canónico, el Sínodo depende directa e inmediatamente del Papa, y tiene naturaleza consultiva, salvo cuando el Papa le concede facultad deliberante. El Sínodo se reúne en asamblea ordinaria cada tres años; en el extraordinario de 1985 se congregaron 165 miembros con derecho a voto, la mayoría (102) presidentes de las Conferencias Episcopales; los demás eran 14 patriarcas, 24 miembros de la Curia romana, 3 religiosos y 21 designados directamente por el Papa (como el arzobispo de Madrid, cardenal Suquía). Asistieron diez delegados-observadores de diversas confesiones cristianas y un representante del Consejo Ecuménico de las Iglesias. No fue posible que el Sínodo aceptase en su aula al obispo secretario de la Conferencia Episcopal española, profesor Sebastián Aguilar, que acudía como teólogo del presidente de la Conferencia, don Gabino Díaz Merchán. El rechazo a don Fernando, muy comentado en Roma, le dejó en posición muy desairada, que vanamente trató de cubrir el que entonces era su órgano, el decadente diario católico Ya.

En nuestro primer libro, con plena improvisación de perspectiva, relatamos ya lo esencial del Sínodo y describimos su ambiente romano y su recepción en España a través de los medios de comunicación, que utilizaron muchas veces, como suelen en temas de Iglesia, técnicas de lucha política e incluso de película del Oeste. Ahora, con más reposo, vayamos en primer término al análisis de los documentos sinodales.

En su saludo a los padres, el cardenal Krol expuso los fines de la asamblea extraordinaria: «El Papa —dijo— no nos ha llamado a celebrar un mini-concilio o a cambiar o corregir el Vaticano II, sino a revivir la extraordinaria experiencia de comunión eclesial que caracterizó al Vaticano II, para ofrecernos la ocasión de intercambiar juntos experiencias sobre el modo como habíamos traducido los decretos del Vaticano II en la vida de la Iglesia». (Documentos…, pág. 20). Del resto de la documentación queda claro que el Sínodo, presidido personalmente —y silenciosamente— por un Papa atentísimo, dedicado a tomar notas en medio de los obispos y articulado por un eficaz secretariado teológico, que no permitió desviaciones ni veleidades ni exhibicionismo, se configuró como una palanca decisiva para la recta interpretación del Concilio según el propio Papa; y para la reconducción de algunos desbordamientos ocurridos después del Concilio, palabra que nos parece mucho más adecuada que la peyorativa restauración tan aborrecida por los liberacionistas y los progresistas.

El cardenal Gabriel Garrone, en su evocación del Vaticano II, definió al Concilio con un término que haría fortuna en los documentos definitivos: don de Dios. Aunque el cardenal Joseph Ratzinger era la roca sobre la que descansaba el proyecto papal de reconducción, el titán del Sínodo fue el cardenal Godfried Danneels, encargado de las tres relaciones sucesivas que articularon los trabajos del Sínodo; de ellas solamente la tercera y definitiva se convirtió en documento sinodal al ser votada favorablemente por la gran mayoría de los prelados. Las otras dos fueron simplemente documentos preparatorios y de trabajo.

En la primera relación, el cardenal Danneels expuso «una visión fiel y lo más completa posible de las respuestas de los obispos orientales, de las conferencias episcopales y de las órdenes religiosas, a los cuestionarios del Secretariado. Resume, además, sus sugerencias». (Documentos…, p. 37.) Es un documento muy claro y conciso que consta básicamente de un balance y una propuesta. El Concilio no se acoge con triunfalismo; se analiza con serenidad y sentido crítico. Está claro que «la recepción del Concilio —que no se ha terminado completamente— ha sido obra del Espíritu Santo para su Iglesia». (Documentos…, p. 39.) Entre los resultados positivos se enumeran: la renovación litúrgica, la entrada de la Palabra de Dios en la conciencia de los fieles, la comprensión más profunda de la Iglesia, la percepción más profunda de la relación Iglesia-mundo, los decretos sobre los obispos y el ministerio, el renovador decreto sobre la vida religiosa adaptada a los nuevos tiempos, los progresos en la dimensión ecuménica y en la conciencia misionera.

Pero se han dado también «fenómenos negativos en la Iglesia posconciliar» que, como dijo el cardenal Danneels y recalcaron los dos prelados sinodales de España, han ocurrido después, del Concilio, no necesariamente por su causa. Son: el subjetivismo y la superficialidad en la reforma litúrgica, y en la comunicación de la palabra de Dios; la dificultad de aceptar normas en el campo de la moral, sobre todo en la moral sexual; «el núcleo de la crisis, en el campo de la eclesiología». (Documentos, pág. 43); la insuficiente penetración de la idea Iglesia-comunión; los fallos en la misión de la Iglesia en relación con un mundo en que dominan el secularismo, el ateísmo, el materialismo práctico, el indiferentismo, el aumento de la pobreza y la miseria en los países en vías de desarrollo (es decir subdesarrollados) y la situación de las Iglesias perseguidas.

La propuesta principal es «conocer el Concilio y profundizar en él». Superar la decepción que se advierte. Ahondar en el misterio de la Iglesia y en la misión de una Iglesia que no se puede replegar sobre sus problemas internos.

La segunda relación del cardenal Danneels es un clásico documento de trabajo; sintetiza las intervenciones de los padres en el Sínodo, cataloga los temas sobre los que conviene mayor debate en círculos menores y apunta varias cuestiones prácticas. No merece la pena detallar aquí esta relación; los puntos más importantes se recogen en la tercera y definitiva.

Esta tercera relación del cardenal Danneels se convirtió, tras la votación favorable de los padres y la ratificación por el Papa, en el documento fundamental de la Asamblea Extraordinaria. El argumento central del Sínodo ha sido la celebración, la verificación y la promoción del Concilio Vaticano II. Se ha logrado el fin del Sínodo, que era precisamente ése. Se reconocen sinceramente las luces, pero también las sombras en la recepción del Concilio; las sombras «en parte han procedido de la comprensión y la aplicación defectuosa del Concilio, en parte de otras causas». (Documentos…, p. 69.) «Principalmente, en el llamado primer mundo hay que preguntarse por qué, después de una doctrina sobre la Iglesia explicada tan amplia y profundamente, aparezca con bastante frecuencia una desafección hacia la Iglesia… En los países en que la Iglesia es suprimida por una ideología totalitaria (clara y valiente alusión del Sínodo a las dictaduras marxistas que encolerizó a los presuntos progresistas) o en los sitios en que eleva su voz contra la injusticia social parece que se acepta a la Iglesia de modo más positivo» (ibíd., p. 69). Aunque ni aun allí se da en todos los fieles «una plena y total identificación con la Iglesia y su misión primaria».

Entre las causas externas e internas de las dificultades señala el Sínodo falta de medios, idolatría de la comodidad material, «fuerzas que operan y que gozan de gran influjo, las cuales actúan con ánimo hostil hacia la Iglesia». Y una frase tomada de las enseñanzas del Papa, que causó la indignación despectiva de la progresía: «Todas estas cosas muestran que el príncipe de este mundo y el misterio de la iniquidad operan también en nuestros tiempos» (p. 69).

Critica el Sínodo «la lectura parcial y selectiva del Concilio», y «la interpretación superficial de su doctrina en uno u otro sentido». «Por otra parte, por una lectura parcial del Concilio se ha hecho una presentación unilateral de la Iglesia como una estructura meramente institucional, privada de su misterio».

Se ha desarrollado mucho el secularismo, que no es una legítima secularización —autonomía de lo temporal— sino «una visión autonomistica del hombre y del mundo que prescinde de la dimensión del misterio» (p. 72). El Sínodo insiste en la dimensión del misterio y en la formación espiritual para asumir el misterio de la Iglesia y de la fe. Sugiere que se «escriba un catecismo o compendio de toda la doctrina católica tanto sobre fe como sobre moral». Insiste en la necesidad de una adecuada instrucción filosófica y teológica para los candidatos al sacerdocio. Se recomienda que los manuales de Teología tengan «verdadero sentido de Iglesia» (p. 77). Se había debatido mucho en el Sínodo el problema de las Conferencias Episcopales, muy criticadas por el cardenal Ratzinger en algunos casos; el Sínodo recomienda que sirvan a la unidad de la Iglesia y que no ahoguen la responsabilidad personal de los obispos que las componen (p. 81). Para ello se recomienda profundizar en el estatuto teológico de las Conferencias Episcopales, y en la explicación de su autoridad doctrinal. También se recomienda estudiar la aplicación a la Iglesia del principio de subsidiariedad (que había fomentado ciertas líneas de independencia regional en problemas de repercusión general para la Iglesia).

Insiste el Sínodo en la prioridad de la teología de la cruz, y en la distinción entre la verdadera y la falsa adaptación al mundo real o aggiornamento. Pero para el propósito de este libro los rasgos más importantes del Sínodo se contienen precisamente en sus párrafos finales.

El Sínodo no trató sobre la teología de la liberación. Ya vimos en el primer libro cómo los sinodales de Iberoamérica criticaron duramente los excesos de tal teología. El Sínodo asume, sí, la llamada opción preferencial por los pobres, pero advierte expresamente que «no debe entenderse como exclusiva» (Documentos…, p. 86). La pobreza no se refiere sólo a las cosas materiales, como pretenden los liberacionistas, sino que además «se da la falta de libertad y de bienes espirituales, que de alguna manera puede llamarse una forma de pobreza y es especialmente grave cuando se suprime la libertad religiosa por la fuerza» (ibíd., p. 86). Realmente esta sección final de la relación del Sínodo equivale a un desmantelamiento de las tesis liberacionistas una por una. Y sigue:

«La Iglesia debe denunciar, de manera profética, toda forma de pobreza y de opresión, y defender y fomentar en todas partes los derechos fundamentales e inalienables de la persona humana que debe ser defendida desde el principio, protegida en todas las circunstancias contra los agresores y promovida verdaderamente en todos sus aspectos» (ibíd.). Y desde luego «el Sínodo expresa su comunión con los hermanos y hermanas que padecen persecución por la fe y por la promoción de la justicia, y ruega a Dios por ellos».

El Sínodo, por tanto, desmonta el exclusivismo de los liberacionistas; denuncia también la opresión de los regímenes marxistas; asume el concepto de liberación integral, no clasista ni menos partidista. Rechaza la tesis liberacionista del monismo (p. 87) de forma expresa; subraya la misión espiritual de la Iglesia, que tampoco debe desentenderse de la promoción humana incluso en el campo temporal. «Las falsas e inútiles oposiciones, como por ejemplo entre la misión espiritual y la diaconía a favor del mundo deben ser apartadas y superadas». Y entre las sugerencias, se pide mayor definición acerca de la «opción preferencial por los pobres» y se recomienda la aplicación —tabú para los liberacionistas— de la «doctrina social de la Iglesia con respecto a la promoción humana en circunstancias siempre nuevas» (Documentos…, p. 87).

La revista progresista clerical española Vida Nueva señaló sectariamente la aparición de una mano negra entre la primera y la segunda relación sinodal. Pero no hubo tal mano negra, sino simplemente el retraso en la llegada a Roma de muchas respuestas episcopales. El obispo colombiano monseñor Castrillón lamentó en plena aula la acción de «los francotiradores» que no apoyan a la Santa Sede. El obispo liberacionista brasileño Ivo Lorscheiter no se atrevió a introducir en el aula el tema de la teología de la liberación; lo hizo por escrito y encontró fuerte repulsa, entre otros del propio monseñor Castrillón, el cual tuvo un incidente público con el jesuita español Lamet, director de Vida Nueva, a quien dijo textualmente: «Me alegro conocerle porque ahora comprendo el tono de Vida Nueva». Un testigo se lo ha relatado al autor de este libro; desmiéntalo el padre Lamet si se atreve.

El Sínodo no creyó necesario intervenir sobre el problema de la teología de la liberación porque se celebraba precisamente entre las dos resonantes Instrucciones de la Santa Sede preparadas por la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe. Pero la interpretación profunda —por lo demás obvia— de sus párrafos finales nos entrega, como acabamos de ver, una doctrina de primera magnitud sobre ese problema. Una reafirmada posición del Magisterio con intenso refuerzo colegial entre Instrucción e Instrucción.

El Mensaje final —segundo documento del Sínodo que requirió la previa aprobación de los padres y del Papa— es una exhortación pastoral al pueblo cristiano. Expresa la convicción de que el Concilio Vaticano II es un don de Dios. Propone, en el espíritu del Concilio, profundizar en el Misterio de Cristo. Anuncia la celebración para 1987 de un Sínodo sobre la vocación y misión de los laicos en la Iglesia.

Y sin embargo, pese a que el Sínodo estuvo personalmente presidido y aprobado por el Papa Juan Pablo II y que sus conclusiones habían merecido antes la aprobación abrumadora de los padres sinodales, un equipo de teólogos que se dicen católicos —entre ellos varios jesuitas— montaron a raíz del Sínodo un ataque en tromba, por el procedimiento de minas y contraminas, contra el Sínodo y sus principales conclusiones. Es uno de los grandes escándalos de esta temporada, que cualquier lector puede comprobar en las librerías y bibliotecas religiosas de España, aunque tiene difusión mundial; y que vamos a desenmascarar con serenidad y decisión en el epígrafe siguiente.

«Concilium» 1986: la oposición «progresista» contra el Sínodo

Concilium es la revista internacional, con centro de coordinación en Holanda, que actúa como órgano de la teología progresista y que en noviembre de 1986 publicó un número especial sobre El Sínodo 1985, una valoración. Forman parte de su consejo de dirección teólogos protestantes como Jürgen Moltmann, católicos declarados oficialmente heterodoxos como Hans Küng, liberacionistas profesionales como Gustavo Gutiérrez y Leonardo Boff, teólogos en el límite como Edward Schillebeeckx, portavoces reconocidos de la teología progresista europea como Johannes Baptist Metz y el teólogo español Casiano Floristán, muy inclinado al liberacionismo, y se mantiene a título póstumo el gran teólogo de la Compañía de Jesús Karl Rahner. El número de Concilium que comentamos puede considerarse como la summa oficiosa de la oposición teológica contra la Santa Sede, y participan en él tres miembros de la Compañía de Jesús: los padres Avery Dulles, Jan Kerkhofs y Peter Huizing. Pese a ciertas concesiones formales, el conjunto de este número monográfico es una crítica negativa e implacable contra el Sínodo de 1985, aunque sus documentos se aprobaron por una gran mayoría y se convirtieron en plena doctrina del Magisterio después de la aprobación pontificia. No conoce el autor de este libro, católico de filas, que ni en el Episcopado ni entre los católicos españoles se hayan producido denuncias sobre este hecho que debería considerarse como insólito. Pero vayamos al análisis del número monográfico.

Que comienza con dos contribuciones moderadas para abrir, con un trabajo de A. Melloni sobre las respuestas de las Conferencias Episcopales, el fuego graneado contra la orientación pontificia del Sínodo. Melloni afirma que «la tesis de Ratzinger —que en su conjunto ha conseguido escasas adhesiones— consistía en afirmar que los últimos veinte años han sido para la Iglesia los años de la desilusión y del desorden, de la crisis y de la progresiva decadencia», tesis que coincide con la observación del sentido común sobre el posconcilio; y que Melloni, venenosamente, trata de yuxtaponer a las críticas del obispo disidente Lefebvre (Concilium, p. 340). Melloni trata de exaltar las respuestas de las Conferencias contra el pesimismo de las relaciones sinodales; y afirma que «escribiendo a los pocos meses de la clausura el Sínodo aparece descolorido, incluso da la impresión de consummatum en la atención de los máximos vértices de la Iglesia… Pienso más bien que las respuestas de los obispos constituyen, paradójicamente, el fruto más duradero del Sínodo» (ibíd., p. 351).

J. Provost presenta una interesante serie de notas sobre la reforma de la Curia romana y cree que el colegio cardenalicio, la Curia y el Sínodo solapan sus funciones y desaprovechan sus recursos, con la consiguiente pérdida del sentido de la realidad. El liberacionista Rolando Muñoz contrapone la eclesiología de la Comisión teológica internacional y el pueblo de Dios en América latina (pp. 367 y ss.) en un trabajo escrito desde la soberbia representativa, y en nombre del pueblo de Dios iberoamericano, por las buenas; critica con dureza un documento presinodal de la Comisión Teológica, cuyos miembros son elegidos directamente por el Papa entre los primeros teólogos de la Iglesia, como fruto del «particularismo europeo y jerarcocéntrico de la eclesiología» frente a la concepción anarquista más que descentralizada de la Iglesia que propone el articulista. Incide Rolando Muñoz en las habituales tesis monistas del liberacionismo: la identificación de la historia de salvación con la historia humana, de la actividad eclesial con la actividad humana incluso en los aspectos materiales. Como el documento de la Comisión Teológica resalta la estructura esencial de la Eucaristía, Muñoz se opone: «Este principio esencial está convertido en letra muerta por el mantenimiento excluyente de una figura histórica del ministerio presbiteral con la disciplina del celibato y la formación de modelo conventual y universitario, que no corresponde a la cultura de nuestras mayorías populares» (p. 372). Una cultura que por cierto es más bien analfabeta, como nos dice Rolando Muñoz, quien debería mirar a las mayorías populares de la Iglesia en Nicaragua, por ejemplo, para comprobar lo gratuito de su pretensión representativa.

Afirma tranquilamente en la página 372 que «el clero y culto sacerdotal, tan importante en la religión del Antiguo Testamento, fueron abolidos por el Nuevo»; la Ultima Cena fue, por lo visto, un episodio sin importancia para la vida de la Iglesia. Y propone la habitual tesis liberacionista sobre la posibilidad plena de la liturgia sin ministro ordenado. Las posiciones anarquistas de Rolando Muñoz inciden no sólo en la rebeldía sino en la herejía. Parece increíble que las acoja una revista teológica de la Iglesia católica.

J. A. Komonchak cree que el desafío de la inculturación «tan vigorosamente defendido antes y durante el Sínodo, quedó deformado en el informe final» (ibíd., p. 391). Y afirma que las apelaciones a la colegialidad, al misterio y a la comunión no son más que cortinas de humo para prescindir de los verdaderos problemas y desafíos. «Este Sínodo extraordinario de 1985 —concluye— no resolvió ni los aspectos teóricos ni los prácticos» del desafío principal (ibíd., p. 392).

Un poco más optimista y respetuoso con el Sínodo parece J. M. Tillard que sin embargo atribuye al Sínodo una entonación renovadora inferior a la del Concilio; pero el informe final se ocupa «más de la obligación contra las diversas alienaciones que de la colaboración con las fuerzas vivas que edifican la Humanidad» (p. 396), aunque por fortuna no las detalla. Cree Tillard que el informe final refleja una obsesión sinodal por enfrascarse en los problemas internos de la Iglesia «en sus problemas, en la influencia en ella de fuerzas nefastas que vienen del exterior y que tienen el peligro de hacerle perder la fidelidad 1 al Evangelio» (ibíd., p. 399). La línea del Sínodo nace de la antítesis de dos corrientes, «una más negativa ante los efectos del Concilio, otra más optimista y más impaciente de avanzar cada día» (ibíd., p. 406).

El cardenal liberacionista Aloisio Lorscheider, arzobispo de Fortaleza y expresidente del CELAM, insiste en que en el Sínodo «predomina la preocupación por los problemas internos de la Iglesia, comenzando por la propia noción de Iglesia» (ibíd., p. 412) y cree que «los esfuerzos que se hicieron para llamar la atención sobre la injusticia institucionalizada y el fenómeno creciente de la dominación en el mundo de hoy fueron inútiles. La propia opción preferencial por los pobres se introdujo muy matizada y sin el necesario mordiente. Nos quedamos muy lejos de un interés real por una Iglesia de los pobres y una Iglesia pobre, en la que los pobres tengan voz y sitio… Hubo hasta cuidado de evitar la palabra liberación que aparece una vez solamente en el informe final. Se prefirió utilizar la expresión salus integralis» (ibíd., p. 413). El arzobispo oriental Elías Zoghby arremete contra la decisión del Sínodo (endosada y aprobada por el Papa) de componer un catecismo universal; cree que «el afán de uniformidad ha sido el destructor de la unidad cristiana» (ibíd., p. 415) y que bloquea al Vaticano II; y concluye que serán las Iglesias jóvenes del tercer mundo «quienes podrían tener un día que evangelizar a Occidente, en plena crisis de fe y de costumbres» (p. 421).

H. Pottmeyer critica muy duramente la fundamental apelación del Sínodo al Misterio de la Iglesia como un efugio y una evasión. Se refiere muy elogiosamente en este contexto al nacimiento de la teología de la liberación (ibíd., p. 442).

H. Teissier estudia la función de las conferencias episcopales en la Iglesia. Critica la posición negativa del cardenal Ratzinger sobre las conferencias a través de una serie de ejemplos históricos de colegialidad regional, en los que se apoya para subrayar la importancia doctrinal y pastoral de las Conferencias por encima de sus problemas burocráticos.

El padre Huizing expone el debate sinodal sobre la subsidiariedad, lo centra precisamente en torno a la aprobación de las jerarquías locales —en Brasil— a la teología de la liberación, y se muestra favorable a los obispos brasileños liberacionistas, como si el problema no afectase por su misma esencia a toda la Iglesia universal, y al supremo magisterio pontificio que se ha pronunciado sobre él.

El obispo francés de Evreux, J. Gaillot, diserta demagógicamente y con escaso sentido de la desinformación sobre un tema capital: la opción por los pobres. Acepta una enorme rueda de molino: la actuación «pastoral» del CCFD (Comité Católico contra el Hambre y por el Desarrollo) que después del demoledor estudio de Jean-Pierre Moreau se ha mostrado a su verdadera luz como centro cristiano-socialista de subversión mundial, según veremos detenidamente en otro lugar de este libro (ibíd., p. 468). Llega al colmo de la imprudencia cuando dice: «Si hay un lugar donde se encuentre la mayor parte de las fuerzas vivas de la Iglesia es sin duda el CCFD» (ibíd., p. 468).

En fin, el profesor G. Alberigo critica las anomalías del Sínodo, y especialmente el tono de las preguntas enviadas a los sinodales, que «parecían inspiradas a juicio de muchos en una visión estática del Vaticano II y de la vida de la Iglesia… e incluso orientadas previamente hacia una lectura negativa de la situación eclesial» (ibíd., p. 481). Acusa de autoritarismo a la Secretaría de Estado al prohibir a las Conferencias Episcopales que se intercambiasen las relaciones preparadas para el Sínodo y que las hiciesen públicas; acusa al cardenal Ratzinger de presionar sobre la opinión pública dentro y fuera de la Iglesia; cita a Juan Luis Segundo, S.J., en su deslenguada respuesta a Ratzinger (ibíd., p. 483), y descalifica en conjunto al Sínodo de 1985 como un viraje «en la breve historia de esta institución de la Iglesia católica, como permite imaginarlo el hecho inédito de conclusiones sinodales propiamente dichas, es decir, sometidas al voto de la asamblea y sustraídas a la reelaboración discrecional por parte de la Santa Sede» (ibíd., pág. 483). Señala una divergencia de ritmo en la evolución política y en la evolución eclesial del Tercer Mundo: «En el plano político, en efecto, a una prometedora primavera en los años sesenta, ha seguido un estancamiento y un declive; en el plano eclesial, por el contrario, y sobre todo en las Iglesias católicas, se da Un crecimiento ininterrumpido cuya importancia está ya en el umbral de la hegemonía» (p. 485), lo cual equivale a sugerir discretamente que el crecimiento del peso específico de las iglesias del Tercer Mundo puede actuar como compensación política e incluso revolucionaria.

Éstas han sido, a nuestro juicio, las principales ideas del número extraordinario monográfico de Concilium sobre el Sínodo de la Reconducción. Un muestrario de críticas y rebeldías, con escasas pruebas de respeto y casi ninguna devoción a la Santa Sede y al Papa como supremo exponente del Magisterio. Por supuesto que casi todos los críticos ignoran la naturaleza teológica y pastoral del Sínodo de los Obispos, al que consideran como una asamblea no sólo democrática, sino constituyente dentro de la Iglesia. Y forman conjuntamente un frente de oposición doctrinal al Magisterio que nos trae irresistiblemente a la memoria una sentencia del político anticlerical español Manuel Azaña en los años treinta: «Los católicos, cuando disienten, dejan de serlo».

De la Instrucción «Libertatis nuntius» a la Instrucción «Libertatis conscientia»:
¿Viraje o ratificación?

Para la Santa Sede el problema de la teología de la liberación alcanza tal importancia que le ha dedicado dos Instrucciones casi seguidas de la Congregación para la Doctrina de la Fe, debidas en gran parte a la inspiración de su prefecto, el cardenal Joseph Ratzinger; pero asumidas y hechas suyas por el propio Papa Juan Pablo II, por lo que se trata de documentos del Magisterio supremo de la Iglesia.

Estos dos importantes documentos, que fijan la posición de la Iglesia ante la teología de la liberación, son la Instrucción Libertatis nuntius, sobre algunos aspectos de la teología de la liberación, fechada el 6 de agosto de 1984, cuando la ofensiva liberacionista cobraba su máxima fuerza; y la Instrucción Libertatis conscientia, del 22 de marzo de 1986. La primera se publicó efectivamente a comienzos de setiembre de 1984; la segunda, a comienzos de abril de 1986. De una y otra hicimos en nuestro libro anterior, Jesuitas, Iglesia y marxismo, un comentario amplio que ahora ratificamos plenamente, con mayor perspectiva; y que hace innecesario un retorno sobre el contenido y el alcance de los dos documentos.

Sin embargo, esa mayor perspectiva que ahora ya podemos utilizar nos permite comparar la repercusión de uno y otro documento en el ámbito de la Iglesia y en el mundo de la comunicación. La diferencia de repercusiones es sorprendente, sobre todo si se tiene en cuenta que para la Santa Sede, como expresamente declaró en la segunda Instrucción, los dos documentos forman un todo a efectos doctrinales e interpretativos; de ninguna manera se trata de un viraje del segundo documento respecto del primero ni mucho menos, como se ha querido insinuar desde ambientes liberacionistas, de una retractación. Cada una de las Instrucciones, dice la Santa Sede, ha de interpretarse en función de la otra, y en conexión con la otra. También resulta desviada una opinión muy difundida en medios católicos (por ejemplo en el diario Ya de Madrid, órgano oficioso de la Conferencia Episcopal española, que era su propietaria, hasta 1986) que consiste en contraponer el segundo documento, como más positivo, al primero, considerado más negativo. No hay tal, como de las citadas reseñas se deduce para quienes lean uno y otro con ojos claros.

Pero ahora vemos con toda nitidez que la reacción del frente liberacionista ha sido enteramente diversa para cada documento. Ya registramos el formidable guirigay que suscitó en ese campo la primera Instrucción, Libertatis nuntius: los liberacionistas dijeron al unísono que la Instrucción no iba con ellos, que la Santa Sede cantaba extra chorum, que no se sentían aludidos… El jesuita Juan Luis Segundo casi se quedó solo al reconocer que la Instrucción sí que iba con él, lo cual aceptó también en un momento particularmente delicado para él el sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez, padre de la teología de la liberación. Todos los demás siguieron a Leonardo Boff en su pretensión díscola de que la Instrucción no les afectaba, ni les aludía siquiera. Los jesuitas progresistas se distinguieron, como vimos, en este general encogimiento de hombros que pretendía descalificar al cardenal Ratzinger, a la Instrucción y a la Santa Sede.

Pero la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe no se inmutó. Los episcopados brasileño y peruano recibieron en Roma muy serias admoniciones desde 1984. Gustavo Gutiérrez y Leonardo Boff hubieron de plegarse a los criterios de la Santa Sede que invocaba su misión y su competencia en graves problemas que atañían a la propia fe católica y al ser de la Iglesia. La expectación en torno al segundo documento crecía por semanas y cuando por fin se publicó en abril de 1986 la reacción de los liberacionistas fue sintomática.

En el número de la revista clerical y progresista española Vida Nueva publicado a raíz de la segunda Instrucción (cfr. El País, 18-IV1986) los teólogos punteros de la liberación, Gustavo Gutiérrez, Leonardo Boff y Jon Sobrino y el estratega del liberacionismo en Centroamérica, Ignacio Ellacuría (los dos últimos son miembros del sector progresista y liberacionista de la Compañía de Jesús) trataron de arrimar el ascua a su sardina, con sospechosa coincidencia de valoraciones. Leonardo Boff, recién salido de la cura de silencio que le había impuesto durante casi un año la Santa Sede, cree que el segundo documento «fue acogido en primer lugar como una legitimación de todo lo que es la pastoral como práctica y la teología como resurrección que venía siendo en los últimos 20 años en Brasil», lo cual es una falsedad evidente: el segundo documento mantiene todas las reservas del primero sobre las desviaciones marxistas de la teología y de la praxis de la liberación, pero Leonardo Boff es un experto sofista. «Este nuevo texto —sigue mintiendo Boff— viene a reforzar todas aquellas iniciativas ahora abiertas en la línea de la liberación con la lucha de los campesinos por sus tierras, de los indígenas defendiendo su vida, de los favelados, los pobres, los leprosos, las prostitutas, de todos esos marginados que empiezan a reunirse y a la luz de la fe a pensar y repensar su situación de opresión, indicio de la liberación. Ahora ese documento de la Santa Sede más general apoya todas las luchas, incluso esas más específicas pequeñas, las luchas que intentan la liberación». Tras esta solemne mentira —porque es evidente que Boff ha leído la Instrucción y la comprende, aunque ha decidido tergiversarla— anuncia el sofista franciscano que la nueva Instrucción ha sido acogida «con gran alegría y con desahogo». Boff utiliza aquí la misma técnica desinformadora que la televisión sandinista en 1983, cuando interpretaba la severa admonición de Juan Pablo II al ministro-sacerdote Ernesto Cardenal como «paternal gesto de aprobación».

Menos detonante, el peruano Gustavo Gutiérrez cree que «comienza un nuevo momento en una discusión que, si bien tuvo aspectos dolorosos, supuso también una experiencia espiritual». Gutiérrez dice exactamente lo contrario de la realidad; la discusión no volvía a empezar, simplemente terminaba.

Los dos jesuitas liberacionistas son, en el fondo, mucho más críticos con Roma. Jon Sobrino canta victoria: «Lo más significativo de la Instrucción es que se haya escrito y se haya tenido que escribir. Libertad y liberación, alienación y opresión son realidades de tal magnitud que no pueden ser ya ignoradas». Ellacuría avanza aún más en la descalificación del segundo documento. La nueva Instrucción «no es propiamente una teología de la liberación, sino más bien una nueva formulación de la doctrina social de la Iglesia, obligada a desarrollarse más por alguno de los problemas que ha planeado la teología de la liberación». La doctrina social de la Iglesia es, como sabe el lector, una de las bestias negras de los liberacionistas. Ellacuría termina intensificando su descalificación: «El documento pretende universalizar el tema de la libertad y de la liberación. Pero el intento se ha hecho, una vez más, desde la cultura europea». Por lo visto el vasco liberacionista Ellacuría habla para Centroamérica desde la cultura precolombina.

De esta interesante yuxtaposición de opiniones liberacionistas se deduce claramente que los portavoces trataban de dar una impresión engañosamente positiva sobre el documento en sus reacciones, pero mantienen alta la guardia contra la Santa Sede, a la que se atribuye una concesión esencial a los postulados del liberacionismo, lo cual es una falsedad. Pero ni ellos mismos han sido capaces de mantener la coherencia táctica. En el National Catholic Repórter de 25 de mayo de 1986, el propio Jon Sobrino, S.J., asume ya una posición mucho más crítica sobre la segunda Instrucción. Analiza conjuntamente las dos Instrucciones para descalificarlas; no las atribuye a la Santa Sede sino a unos innominados autores y dice que «esos autores de la segunda Instrucción, y del precedente documento de 1984, entienden la realidad de América Latina; pero el problema está en la interpretación».

«Yo no sé si hay realmente en ellos una comprensión de que lo que se encuentra en juego es la fe en Dios», dice Sobrino a la Congregación llamada precisamente para la Doctrina de la Fe. «Hay mucha gente en el continente que cree en Dios, pero si la Iglesia no da un testimonio claro y fuerte de que está presta para luchar contra los ídolos que causan la muerte, entonces quizás en el futuro se creará una atmósfera en la que la fe en Dios será más difícil». Sobrino dijo que el documento emanado en abril del Vaticano tenía «sabor europeo». Y declaró: «Arguye por la liberación deductivamente, a partir de algunos conceptos tomados de la Escritura, lo que es muy correcto, pero no argumenta inductivamente, a partir de los signos de los tiempos, de lo que Dios está diciendo en el Tercer Mundo sobre la liberación». No es la Santa Sede, sino el padre Sobrino quien sabe de verdad lo que Dios está diciendo en el Tercer Mundo. «Es muy diferente —continúa— hablar sobre la liberación en un país que está en paz, donde hay vida y alimentos y habitación, en un país donde no hay riesgos en escribir sobre liberación». «En estos lugares del Tercer Mundo, el lenguaje sobre la liberación es un lenguaje de sangre y torturas, aunque también, desde luego, es un lenguaje de esperanza, de solidaridad y de alegría».

La carta del Papa en 1986 a los obispos del Brasil

En su número de 9 de noviembre de 1986, el diario oficioso de la Santa Sede, L’Osservatore romano, reproducía un histórico artículo del cardenal Alfonso López Trujillo, cargado de documentación valiosísima y titulado El mensaje liberador de Jesucristo en las enseñanzas del Papa. El extenso artículo del cardenal de Medellín estaba escrito y publicado a los pocos meses de la segunda Instrucción de la Santa Sede sobre la teología de la liberación; la inserción del artículo del cardenal en el diario del Papa le confiere una autoridad extraordinaria como interpretación aprobada por la Santa Sede. Es uno de los documentos más importantes y autorizados sobre la teología de la liberación después de las dos Instrucciones de 1984 y 1986.

El cardenal López Trujillo, que habla desde su excepcional observatorio colombiano, recuerda los primeros tiempos del liberacionismo, en los que tanto pudo orientar a la Iglesia la exhortación de Pablo VI Evangelii nuntiandi a raíz del complicado Sínodo de 1974. «Quizá nunca la Iglesia de América Latina había pasado por una amenaza semejante». Porque el frente enemigo había establecido «una estrategia para que el ataque se diera por todos los flancos, con la colaboración también de algunos de adentro». A éstos aludió el Papa en su siguiente Carta al Episcopado de Nicaragua en contra de la llamada Iglesia popular. «Había brechas —recuerda el cardenal—. Y era preciso taparlas para evitar la ruina del conjunto».

En ese contexto de alerta roja publican los obispos de Colombia, el 21 de noviembre de 1976, su decisiva carta Identidad cristiana en la acción por la justicia. En cuyo número 84 se daba «la voz de alarma: El análisis marxista se ha convertido, en algunos casos, en el instrumento corriente de concientización que llega a identificar sus características y proyecciones de una concientización cristiana con la que proviene de la ideología marxista, y que además de provocar alteraciones en la objetividad del diagnóstico, condiciona psicológicamente para proceder tan sólo en el esquema de la lucha de clases». Y continuaba el documento: «Causa preocupación, no extrañeza, comprobar cómo cristianos que asumen globalmente el análisis marxista terminan por ver debilitada o destruida su fe bajo la presión de la nueva ideología que, consciente o inconscientemente, ha suplantado su visión cristiana del hombre y de la sociedad. Esta metodología termina imponiendo una mentalidad». Los obispos de Colombia rechazan que la llamada Iglesia tradicional no se haya ocupado de los pobres, cuando ése es el principal timbre de gloria de la Iglesia colombiana.

El Papa Juan Pablo II aprobó después expresamente el histórico documento en que los obispos de Colombia anunciaban el intento, de raíz marxista, de romper en dos la Iglesia, al dividirla artificialmente en Iglesia institucional e Iglesia popular. En su documentado artículo de 1986 el cardenal López Trujillo señala la difusión mundial del documento de los obispos colombianos y su plena confirmación en las dos Instrucciones de la Santa Sede sobre la teología de la liberación. Y rebate el efugio habitual en los liberacionistas, según los cuales la segunda Instrucción admitiría lo que rechazó la primera.

Muy al contrario, la segunda Instrucción confirma plenamente a la primera. «Lejos de estar superadas las advertencias hechas —dice la segunda Instrucción— parecen cada vez más oportunas y pertinentes».

Del 13 al 15 de marzo de 1986, recuerda el cardenal López Trujillo, el Papa anunciaba la segunda Instrucción a un grupo de obispos brasileños. Y a poco enviaba por medio del cardenal Gantin una famosa carta a los obispos del Brasil en la que todo el frente liberacionista, mediante una gigantesca tergiversación, ha querido ver poco menos que una retractación formal de la Santa Sede y una aceptación completa de la teología de la liberación antes condenada.

Éste es un enorme sofisma, que conviene desbaratar urgentemente. El Papa no rectifica nada, ni menos acepta la teología de la liberación en sus aspectos rechazables. Vamos a comprobarlo en las palabras y las citas del cardenal López Trujillo, reproducidas en el número citado del diario pontificio:

«¿Qué escribe el Santo Padre a los obispos del Brasil después de la reunión mencionada? En el número 5 de la carta se lee: “Manifestación y prueba de la atención con que compartimos dichos esfuerzos son los numerosos documentos publicados últimamente, entre ellos las dos recientes Instrucciones por la Congregación para la Doctrina de la Fe, con mi explícita aprobación. La teología de la liberación, en la medida en que se esfuerza por encontrar esas respuestas justas —penetradas de comprensión para con la rica experiencia de la Iglesia en este país, tan eficaces y constructivas cuanto sea posible, y al mismo tiempo en armonía y coherencia con las enseñanzas del Evangelio, de la tradición viva y del perenne Magisterio de la Iglesia—, estamos convencidos tanto vosotros como yo, de que la teología de la liberación es no sólo oportuna, sino útil y necesaria. Debe constituir una etapa nueva —en estrecha conexión con las anteriores— de esa reflexión teológica iniciada con la tradición apostólica y continuada con los grandes padres y doctores, con el Magisterio ordinario y extraordinario y en época más reciente, con el rico patrimonio de la doctrina social de la Iglesia”. Añade: “La liberación es ante todo soteriológica (un aspecto de la salvación realizada por Jesucristo, Hijo de Dios) y después ético-social (o ético-política). Reducir una dimensión a otra —suprimiendo prácticamente ambas— o anteponer la segunda a la primera, es subvertir y desnaturalizar la verdadera liberación cristiana”. Más aún: “Dios os ayude a velar incesantemente para que esa correcta y necesaria teología de la liberación se desarrolle en Brasil y en América Latina de modo homogéneo y no heterogéneo, respecto a la teología de todos los tiempos, en plena fidelidad a la doctrina de la Iglesia”.

»He preferido —continúa el cardenal— transcribir estos textos, a fin de que no quede la menor duda acerca de la real intención del Santo Padre: purificar una teología de la liberación que sea digna de llamarse cristiana. Tarea no fácil, cuando a los oídos de la gente menos informada, “teología de la liberación” puede ya tener una connotación negativa. En otras palabras, como bien ha anotado el secretario del CELAM, monseñor Castrillón, en la “hermosa carta del Santo Padre a los obispos del Brasil se rescata para la Iglesia el término teología de la liberación, que algunas se habrán apropiado”. No ha habido, pues, una alteración en la enseñanza del Papa».

El Papa confirmó estas posiciones, recuerda López Trujillo, durante su viaje de 1986 a Colombia ante los líderes de parroquias pobres y obreras en Medellín. Y ante los sacerdotes de Colombia; y en su discurso Cristo ante el mundo del trabajo, en el parque El Tunal el 3 de julio, durante el mismo viaje. Y en el discurso de Barranquilla, el 7 de julio, con toda claridad. En su largo artículo, el cardenal de Medellín apunta la siguiente conclusión básica: «En Colombia, el Papa ha profundizado en la doctrina de la verdadera liberación, que nos viene de Cristo; y ha rechazado nuevamente otras formas de liberación confundidas con las ideologías, y concretamente con la ideología marxista».

Como en otros tiempos la Iglesia asumía festividades y conmemoraciones de mundos ajenos para infundirlas, sin romper su atractivo popular, el nuevo espíritu cristiano —las Témporas son un ejemplo claro—, ahora la Iglesia recuerda que fue ella quien se adelantó al formular el mensaje de la liberación humana que debe conservarse íntegramente y aplicarse a las nuevas necesidades sociales y pastorales de nuestro tiempo. A esta luz hay que interpretar, según el Magisterio, los dos documentos —la doble Instrucción— de la Doctrina de la Fe sobre la teología de la liberación. Fuera de esta luz se incurre en la desviación y en el sofisma. En este mismo sentido aludió el Papa a la ortodoxia de una teología de la liberación vinculada al Magisterio y a la tradición después de su viaje apostólico a Australia (cfr. ABC, 3-XII-1986, p. 58). No hay pues contradicción, ni viraje entre Instrucción e Instrucción; sólo complementariedad y ratificación.

Ante este hecho firmemente sostenido por Roma la ofensiva liberacionista de los años ochenta se ha detenido aparentemente. Los liberadores de Occidente han frenado su campaña contra la Santa Sede y parecen haber aceptado en cierto sentido la mano tendida de Roma. Por supuesto que se trata solamente de una táctica mientras tratan de avanzar, más discretamente, por los caminos de la praxis hacia una nueva confrontación abierta cuando crean que el terreno y las circunstancias les favorecen.

Hemos preferido explicar lo esencial del viaje del Papa a Colombia a través de la interpretación de un cardenal colombiano profundamente implicado, junto al Papa, en los combates de la liberación. De todos son conocidas las anécdotas —tan reveladoras— del Papa ante los restos enterrados de la catástrofe volcánica en Armero, o del Papa que insistió en que se dejase hablar libremente a un indio de Popoyán que expresaba las quejas de sus hermanos. En un desgraciado editorial, el diario Ya de Madrid, todavía bajo la propiedad y control de la Conferencia Episcopal española (8 de julio, p. 4), explicaba de forma muy diferente al cardenal López Trujillo, y desde luego mucho más superficial, los mensajes colombianos del Papa sobre la teología de la liberación; la explicación era acorde con la flojera y la ambigüedad de la dirección de los obispos españoles sobre temas vitales para la orientación de los católicos. Lo mismo sucedería, como vamos a ver inmediatamente, ante la trascendental encíclica del Papa sobre el Espíritu Santo.

DOMINVM ET VIVIFICANTEM

El 18 de mayo de 1986, cuando aún no habían transcurrido dos meses desde la segunda Instrucción de la Santa Sede sobre la teología de la liberación, el Papa Juan Pablo II firmaba su quinta carta encíclica Dominum et Vivificantem, «sobre el Espíritu Santo en la vida de la Iglesia y del mundo». La Prensa de todo el mundo reflejó con respetuosa atención este documento trascendental. El ABC de Madrid anticipaba en titulares el 29 de mayo: «JUAN PABLO II: EL MARXISMO EXCLUYE RADICALMENTE LA EXISTENCIA DE DIOS» y luego presentaba la Encíclica, el 31 de mayo, con un equilibrado juego de titulares entre el que destaca éste: «La resistencia al Espíritu encuentra, en la época moderna, su máxima expresión en el materialismo». El redactor religioso de ABC, José Luis Martín Descalzo, presentaba cabalmente los puntos esenciales de la encíclica en un breve comentario que es una maravilla de síntesis, y criticaba a Televisión Socialista por un «inefable» comentario, al que mejor cabría llamar estúpido, por acusar al Papa de catastrofismo sin haber leído una línea del documento. (Al autor de este libro le encanta coincidir con el padre Martín Descalzo, que se debate entre sus resabios progresistas no eliminados aún y su certera visión sacerdotal). El ex padre Juan Arias, en su amplia crónica de El País (31 de mayo de 1986) presenta también la Encíclica de forma respetuosa y equilibrada y titula con acierto: «Juan Pablo II define al marxismo como una forma de “resistencia al Espíritu Santo”. Paradójicamente la peor presentación de la Prensa madrileña corrió a cargo del diario Ya, todavía entonces propiedad de la Conferencia Episcopal, que publicó, eso sí, un amplio extracto, pero que en un editorial desgraciadísimo e intolerable no hace mención expresa del marxismo, elude la descripción teológica del documento (que logra con breves pinceladas, magistralmente, Martín Descalzo) y reitera la dificultad de comprensión de la encíclica para el pueblo, sin molestarse en aclarar esa dificultad. Una vez más el diario de monseñores Sebastián y Montero escamoteó a sus lectores católicos de España una orientación que ante este documento resultaba particularmente necesaria; y quienes piensen que este comentario del autor se debe a inquina personal contra el diario, repasen, por favor, el citado y malhadado editorial.

La encíclica Dominum et Vivificantem, cuidadosamente traducida por la Políglota Vaticana y republicada por «Ediciones Paulinas» de Madrid (ésta es la versión que seguimos en nuestro comentario) es una hondísima exposición bíblica y teológica sobre la realidad y la revelación del Espíritu Santo, y un análisis del pecado contra el Espíritu Santo, en que incurre el hombre bajo la presión del «príncipe de este mundo» al cerrarse a la luz de Dios. El Papa presenta esta meditación —que como informa Juan Arias escribió personalmente en polaco para una primera redacción— como una proclama a todo el mundo al aproximarse el tercer milenio de la Iglesia, cuya celebración desea preparar en honor a Cristo hecho hombre va a hacer ya dos mil años, y al Espíritu Santo que cubrió con su sombra eficiente el misterio de la Encarnación del Hijo en María la Virgen. El Papa presenta su doctrina sobre el Espíritu Santo como un efecto del impulso del Concilio Vaticano II. No tenemos ni la autoridad ni la posibilidad de glosar a fondo esta Encíclica sobrecogedora; sobre la que apuntamos los rasgos que más convengan, a nuestro entender, al propósito de esta investigación informativa.

Cristo, en la víspera solemne de su Pasión, prometió la venida del Espíritu Santo que «os guiará hasta la verdad completa». (Dominum…, p. 14). La obra de la redención «es realizada constantemente en los corazones y en las conciencias humanas —en la historia del mundo— por el Espíritu Santo, que es “otro Paráclito”» (ibíd., p. 32).

«Con la venida del Espíritu Santo empezó la era de la Iglesia» (ibíd., p. 35). Que perdura hoy, y ha florecido en el Concilio Vaticano II, el cual «ha dado una especial ratificación a la presencia del Espíritu Santo» (p. 36). A lo largo de la Encíclica Juan Pablo II contrapone la acción salvífica del Espíritu a la acción destructora del demonio, «príncipe de este mundo» cuyos frutos deben ser distinguidos claramente de los frutos del Espíritu (ibíd., p. 36), sobre todo en cuanto a la realización de la obra del Concilio.

Hay un texto del Evangelio de san Juan que resulta capital para toda la Encíclica: «Si me voy os lo enviaré (al Espíritu)… y cuando él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado» (p. 38). Concreta Cristo: «en lo referente al pecado, porque no creen en mí». Es decir, que el pecado fundamental consiste en que los hombres —algunos— no creen en el mensaje de Cristo y se cierran a él. Por impulso de Satanás, «el cual desde el principio —dice el Papa— explota la obra de la creación contra la de salvación, contra la alianza del hombre con Dios: él está ya juzgado desde el principio» (ibíd., p. 40). El pecado contra el Espíritu Santo no es un punto más de la encíclica sino su clave; por eso hemos criticado como superficial y anodino el editorial del diario católico, que margina este problema irresponsablemente. «Esta desobediencia —dice el Papa— significa también dar la espalda a Dios y en cierto modo el cerrarse de la libertad humana ante él. Significa también una determinada apertura de esa libertad —del conocimiento y la voluntad humana— hacia el que es “el padre de la mentira”» (p. 52). La pugna entre el Espíritu Santo y Satán en torno al corazón del hombre es el tema central de la encíclica. «El espíritu de las tinieblas es capaz de mostrar a Dios como enemigo de la propia criatura y ante todo como enemigo del hombre, como fuente de peligro y amenaza para el hombre. De esta manera Satanás inserta en el ánimo del hombre el germen de la oposición a aquel que “desde el principio” debe ser considerado como enemigo del hombre y no como Padre» (ibíd., p. 53).

En este contexto se produce la primera de las dos grandes alusiones de la Encíclica al totalitarismo materialista:

«El análisis del pecado en su dimensión originaria indica que, por parte del “padre de la mentira” se dará a lo largo de la historia de la humanidad una constante presión al rechazo de Dios por parte del hombre, hasta llegar al odio: “Amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios”, como se expresa san Agustín. El hombre será propenso a ver en Dios ante todo su propia limitación y no la fuente de su liberación y la plenitud del bien. Esto lo vemos confirmado en nuestros días, en los que las ideologías ateas intentan desarraigar la religión en base al presupuesto de que determina la radical alienación del hombre, como si el hombre fuera expropiado de su humanidad cuando, al aceptar la idea de Dios, le atribuye lo que pertenece al hombre y exclusivamente al hombre» (p. 53). Aplica el Papa esta alienación —formulada netamente por Marx como recuerdan bien, en sus contextos, los lectores de nuestro primer libro— a la absurda ideología, con pretensiones teológicas, llamada «de la muerte de Dios» que acarrea la muerte del hombre (páginas 53-54).

Formula entonces el Papa, apoyado en los Evangelios sinópticos, el llamado pecado contra el Espíritu Santo que «no se perdonará ni en este mundo ni en el otro» y que consiste «en el rechazo de aceptar la salvación que Dios ofrece al hombre por medio del Espíritu Santo» (ibíd., p. 68). Y hace una primera aplicación general al mundo de hoy: «En nuestro tiempo, a esta actitud de mente y corazón corresponde quizá la pérdida de sentido del pecado» (ibíd., p. 69). Y tras la nueva y más profunda alusión —casi es ya una convocatoria— al jubileo del año 2000, entra el Papa en su punto clave: «El Espíritu Santo en el drama interno del hombre», donde formulará su máxima denuncia, que algunos comentaristas, desde fuera de contexto, han pretendido desvirtuar.

Insiste el Papa en que «a través de la historia de la salvación resulta que la cercanía y presencia de Dios en el hombre y en el mundo, aquella admirable condescendencia del Espíritu, encuentra resistencia y oposición en nuestra realidad humana» (ibíd., p. 81). Cita la carta de san Pablo a los Gálatas, con la oposición entre carne y espíritu; y en el párrafo 56 de la encíclica concreta a fondo: «Por desgracia, la resistencia al Espíritu Santo, que san Pablo subraya en la dimensión interior y subjetiva como tensión, lucha y rebelión que tiene lugar en el corazón humano, encuentra en las diversas épocas históricas, y especialmente en la época moderna, su dimensión externa, concentrándose como contenido de la cultura y la civilización, como sistema filosófico, como ideología, como programa de acción y formación de los comportamientos humanos. Encuentra su máxima expresión en el materialismo, ya sea en su forma teórica —como sistema de pensamiento— ya sea en su forma práctica —como método de lectura y de valoración de los hechos— y además como programa de conducta correspondiente. El sistema que ha dado el máximo desarrollo y ha llevado a sus extremas consecuencias prácticas esta forma de pensamiento, de ideología y de praxis es el materialismo dialéctico e histórico reconocido hoy como núcleo vital del marxismo» (ibíd., p. 84).

Marx llamó a las cosas por su nombre: la religión como opio del pueblo, el hombre religioso como sometido a una enajenación. Juan Pablo II llama también a las cosas por su nombre. Y frente a quienes —como Helder Cámara y tantos ingenuos o cómplices— tratan de sugerir la compatibilidad de cristianismo y marxismo, dice:

«Por principio y de hecho, el materialismo excluye radicalmente la presencia y la acción de Dios, que es espíritu, en el mundo, y sobre todo en el hombre, por la razón fundamental de que no acepta su existencia, al ser un sistema esencial y programáticamente ateo. Es el fenómeno impresionante de nuestro tiempo al que el Vaticano II ha dedicado algunas páginas significativas: el ateísmo. Aunque no se puede hablar de ateísmo de modo unívoco ni se le puede reducir exclusivamente a la filosofía materialista, dado que existen varias especies de ateísmo —y quizá puede decirse que a menudo se usa esta palabra de modo equívoco— sin embargo es cierto que un materialismo verdadero y propio, entendido como teoría que explica la realidad y tomado como principio clave de la acción personal y social, tiene carácter ateo. El horizonte de los valores y los fines de la praxis, que él delimita, está íntimamente unido a la interpretación de toda la realidad como materia»(ibíd., p. 85).

Sale entonces el Papa al paso de un efugio marxista muy común, donde se trata de admitir dentro del esquema marxista ciertas realidades espirituales en el plano de la superestructura. El Papa no se llama a engaño:

«Si a veces habla también del espíritu y de las cuestiones del espíritu, por ejemplo, en el campo de la cultura o de la moral, lo hace solamente porque considera algunos hechos como derivados (epifenómenos) de la materia, la cual según este sistema es la forma única y exclusiva del ser. De aquí se sigue que, según esta interpretación, la religión puede ser entendida solamente como una especie de ilusión idealista que ha de ser combatida con los modos y métodos más oportunos, según los lugares y circunstancias históricas, para eliminarla de la sociedad y del corazón mismo del hombre» (ibíd., p. 85). ¿Qué dirán ahora observadores como el jesuita Carlos Valverde, empeñados en disminuir la importancia actual del marxismo en el mundo, al ver que el Papa dedica varias páginas esenciales de su Encíclica a denunciar el materialismo marxista como pecado contra el Espíritu Santo en versión moderna y actual, nada menos? ¿Tacharán a un Papa que conoce especialísimamente la realidad del bloque marxista de exagerado o distorsionador de la verdad?

La identificación papal viene inmediatamente ahora: «Se puede decir, por tanto, que el materialismo es el desarrollo sistemático y coherente de aquella resistencia y oposición denunciadas por san Pablo con estas palabras: “La carne tiene apetencias contrarias al espíritu”. Este conflicto es, sin embargo, recíproco, como lo pone de manifiesto el apóstol en la segunda parte de su máxima: “El espíritu tiene apetencias contrarias a la carne”. El que quiere vivir según el Espíritu, aceptando y correspondiendo a su acción salvífica, no puede dejar de rechazar las tendencias y pretensiones internas y externas de la “carne” incluso en su expresión ideológica e histórica de “materialismo” antireligioso» (ibíd., p. 85).

Para el Papa «el materialismo, como sistema de pensamiento en cualquiera de sus versiones, significa la aceptación de la muerte como final definitivo de la existencia humana»… Entonces se entiende el que pueda decirse que la vida humana es exclusivamente un “existir para morir”» (ibíd., p. 86).

Protesta el Papa en favor de la vida contra los signos y señales de muerte que invaden nuestra época: la carrera armamentista, la «grave situación de extensas regiones del planeta, marcadas por la indigencia y el hambre que llevan a la muerte; el aborto institucionalizado; la eutanasia; las guerras y el terrorismo, organizado incluso a escala internacional» (ibíd., p. 87).

Frente a las acusaciones materialistas de enajenación, la antropología cristiana comprende mejor la dignidad del hombre al descubrir en el hombre su pertenencia a Cristo (ibíd., p. 92). Y bajo el influjo del Espíritu Santo, los hombres «son capaces de liberarse de los diversos determinismos derivados principalmente de las bases materialistas del pensamiento, de la praxis y de su respectiva metodología» (ibíd., p. 92). El gran jubileo del año 2000 «contiene por tanto un mensaje de liberación por obra del Espíritu, que es el único que puede ayudar a las personas y a las comunidades a liberarse de los viejos y los nuevos determinismos» (ibíd., p. 93).

Creemos sinceramente que ésta es la trama esencial de la Encíclica Dominum et vivificantem. Es comprensible que el frente liberacionista la haya marginado, y que en ciertos sectores de la Iglesia se la haya querido pasar por alto como una meditación aislada y personal del Papa Juan Pablo II. Pero desde nuestra perspectiva se trata de un remate profundo y armónico de toda la contraofensiva pontificia contra las desviaciones del liberacionismo, que consiste esencialmente en una infiltración multiforme del materialismo en el reino del Espíritu; del marxismo en la Iglesia Católica. Los liberacionistas, en efecto, suelen contraponer despectivamente a su teología la que denominan teología espiritual. Los cultivadores de esta teología espiritual hacen bien en aceptar el reto y el nombre; porque ésa es la Teología del Espíritu.

El documento sobre bioética y el cardenal Tarancón

El 10 de marzo de 1987 la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe comunicó un esperado documento sobre la dimensión moral de varias técnicas genéticas ordenadas a la procreación humana con apoyo artificial, entre las que destaca la manipulación de embriones y la fecundación in vitro. El documento suscitó, como era de esperar, una tormenta de opiniones, pero antes de referirnos a las consecuencias debemos analizar directamente la doctrina. Aunque no se dedique específicamente, pero sí genéricamente, al objeto de nuestro estudio; si bien el documento alude en este plano bioético a la misión de la Iglesia en orden a la liberación humana.

El documento es un nuevo clamor de la Iglesia en defensa simultánea de la vida y de la dignidad de la persona humana. Se trata de una proclamación eclesiástica y espiritual, no de un tratado técnico. Su principio básico es que Dios Creador ha hecho al hombre el don de la vida, que el hombre debe transmitir y administrar, pero no dominar al margen de Dios. La ciencia y la técnica, que están al servicio del hombre para el dominio de la Naturaleza, son instrumentos, no fines en sí; y «no pueden indicar por sí solas el sentido de la existencia y del progreso humano». En virtud de su unión espiritual con el alma, el cuerpo humano no es un conjunto de tejidos, órganos y funciones; cualquier intervención sobre él afecta a la persona misma. «Ningún biólogo ni médico puede pretender razonablemente decidir el origen y el destino de los hombres». Ratifica el documento la inviolabilidad de la vida humana y la condena del aborto como acto criminal.

El embrión humano debe tratarse como persona desde el instante de la concepción. Puede estudiarse en él el diagnóstico prenatal, y efectuarse sobre él las operaciones terapéuticas necesarias, como en todo ser humano vivo. Pero no pueden utilizarse los embriones humanos como objeto de experimentación, en el mismo plano que otros seres vegetales o animales no revestidos de la dignidad de persona. Las técnicas de fecundación in vitro, la construcción de úteros artificiales para el desarrollo de embriones fecundados artificialmente, las intervenciones sobre el patrimonio cromosómico y genético en orden a la selección del sexo u otras condiciones «son contrarias a la dignidad personal del ser humano… y no pueden justificarse de modo alguno a causa de posibles consecuencias beneficiosas para la Humanidad entera». La fecundación debe realizarse por medios naturales y en el seno del matrimonio. La fecundación heteróloga, en que se utilizan elementos sexuales de otra persona ajena al matrimonio para procrear un hijo de la pareja que no lo puede engendrar naturalmente, es reprobable, por «contraria a la unidad del matrimonio, a la dignidad de los esposos, a la vocación propia de los padres y al derecho de los hijos». Es igualmente rechazable la «maternidad sustitutiva».

Tampoco debe admitirse por la Iglesia —aunque con calificación de menor gravedad en la prohibición— la fecundación artificial homologa, es decir, mediante las células sexuales del marido y la mujer, pero in vitro, es decir, para lograr lo que suele denominarse el «bebé probeta». La Santa Sede renueva aquí sus expresiones de comprensión, pero se muestra firme en la negativa, por atenerse al principio de que el acto conyugal posee dos significados indisolubles; el unitivo y el procreador. Es, sin duda alguna, el punto más duro del documento, el que ha suscitado mayores discusiones y rechazos incluso dentro del campo católico. «No se pueden ignorar las legítimas aspiraciones de los esposos estériles», pero la Iglesia no puede acceder a la fecundación in vitro ni siquiera entre esposos. Y apela al sentido de sacrificio de los matrimonios cristianos a la hora de orientarles. Por último, la Santa Sede insta a los católicos a que procuren que estas enseñanzas afloren en la legislación civil sobre la materia.

En general la respuesta de la jerarquía católica a esta Instrucción ha sido positiva en todo el mundo, con algunas reticencias excepcionales. En España, antaño más papista que el Papa, algunos obispos, como los cardenales de Madrid y Toledo, han expresado su endoso sin reservas a la instrucción papal, mientras que otros, como el presidente de la Comisión para la Doctrina de la Fe, monseñor Palenzuela, de procedencia izquierdista algo dulcificada después, ha devaluado la Instrucción del Vaticano al declarar (ABC, 11-III-1987) que la Instrucción «no es una definición de fe sino una contribución al debate para tratar de ganarse las conciencias». No, señor presidente; una solemne Instrucción de la Santa Sede expresamente ratificada y mandada publicar por el Papa, no es una simple contribución al debate, por favor. Erigido ya abiertamente en cabeza —entre bastidores— de la oposición a Juan Pablo II en la Iglesia de España, el cardenal dimisionario don Vicente Enrique y Tarancón ha cometido un nuevo desliz que sin duda justifica la celeridad con que Roma procedió a aceptarle la dimisión cuando cumplió los 75 años. «Sólo una instrucción de una Sagrada Congregación pero no una palabra definitiva» (ABC, 14-III-1987), declaró al diario católico Hoy de Badajoz en un gesto desorientador de la opinión católica, y escasamente respetuoso para con la Santa Sede. Si así han procedido algunos pastores enrabiados de progresismo, calcule el lector lo que habrán dicho algunos medios de comunicación radicales. El diario Ya, por fortuna, se alineó esta vez con Roma, y aunque reaccionó a la defensiva, no desbarró, e incluso defendió al Vaticano en una acertadísima crónica de su corresponsal Antonio Pelayo (8 de marzo). De otros medios radicales-detonantes nada hay que decir porque además influyen cada vez menos en la opinión pública. El diario El País, que cada vez parece más obseso con los problemas religiosos, batió todas las marcas del despropósito. El 9 de marzo destacó la oposición al documento dentro de ciertos medios de teología católica; y en un editorial —particularmente estúpido— de la misma fecha, acusó a la Iglesia de ignorar «la historia general, su propia historia y hasta la capacidad de mansedumbre de sus feligreses». Nadie comprende cómo el inspirador y editorialista religioso de El País, el jesuita progresista Martín Patino, se atreve a amenazar, entre citas a la violeta, con el abandono de la Iglesia por muchos católicos si la Santa Sede persiste en estas actitudes «reaccionarias». Este comportamiento contrasta con la reacción, crítica pero llena de respeto hacia el Vaticano, con que la gran Prensa liberal norteamericana ha recibido el documento de Roma.

«Redemptoris Mater»: María y la liberación

Juan Pablo II está evidentemente decidido a no perder la iniciativa ni del Magisterio ni de la comunicación. Cuando aún no se han apagado los ecos del documento sobre bioética, y se habla ya del nuevo viaje a América, el Papa comunica, el 25 de marzo de 1987, su carta encíclica Redemptoris Mater sobre el papel de la Virgen María en la vida de la Iglesia peregrina. ABC de Madrid publicaba el texto íntegro al día siguiente.

El Papa inscribe su enseñanza mariana en la perspectiva del año dos mil; y anuncia el bimilenario de la redención con el bimilenario —impreciso pero cierto— del nacimiento de María, que se cumple uno de estos años. Su encíclica continúa la línea mariológica del Concilio Vaticano II, en el que Pablo VI proclamó a María Madre de la Iglesia. «María, madre del Verbo encarnado, está situada en el centro mismo de esa enemistad, de esa lucha que acompaña la historia misma de la Humanidad en la Tierra y la historia de la salvación» (n.° 11). Sitúa el Papa a la Virgen María en el centro del diálogo ecuménico, sobre todo con las Iglesias orientales separadas; y muy especialmente en relación con la Iglesia de Rusia, al celebrarse ahora el milenario de la conversión del príncipe Vladimir que introdujo el cristianismo en la gran nación de Europa oriental. Cita en primer término a Guadalupe entre los santuarios marianos del mundo.

Reproduce íntegramente Juan Pablo II el cántico del Magníficat, donde destaca el amor preferencial por los pobres que el ejemplo y el reconocimiento de María han infundido en la Iglesia. «Se trata —dice— de temas y problemas orgánicamente relacionados con el sentido cristiano de la libertad y la liberación». Dedica la tercera parte de la encíclica a la mediación materna de María, junto a Cristo. Y proclama el nuevo Año Mariano desde la fiesta de Pentecostés, el 7 de junio de 1987, cuando ya la Humanidad se acerca «al confín de los dos milenios».

Un apunte sobre la actividad de la Santa Sede

Entre los grandes viajes —Colombia, Oriente meridional y Oceanía—, los grandes combates por la fe, las grandes orientaciones verbales y documentales, un apunte sobre la actividad reciente de la Santa Sede —magisterio ordinario y cotidiano, actos y decisiones de gobierno— puede resultar clarificador para comprender la trayectoria del Papa en su contexto real. Sin el menor ánimo de recuento exhaustivo, que dejamos para los biógrafos —que serán legión— de Juan Pablo II, y reservando para epígrafes posteriores el importante problema de las censuras teológicas y los ataques sistemáticos contra la Santa Sede, destacaríamos entre la primavera de 1986 y la de 1987, que es el ámbito específico de este libro, los hechos siguientes:

A fines de abril el Papa habló con descarnada sinceridad a la Acción Católica italiana y de forma crítica para las orientaciones de su dirección. La Prensa sensacionalista (cfr. El País, 30-IV-1986, p. 25) presentó unilateralmente la actuación del Papa ante la Acción Católica italiana como autoritaria y reaccionaria, calificativos que al Papa no suelen importar mucho cuando chocan contra la seguridad de su misión. El 20 de mayo Juan Pablo II afirmaba ante la Conferencia Episcopal italiana que «la ética es cada vez más la cuestión central de nuestro tiempo» (Ya, 21-V-1986, p. 42). Sin inmutarse por las críticas negativas extrasinodales contra el proyecto de Catecismo católico recomendado en el último Sínodo, el Papa nombró a principios de junio de 1986 la Comisión encargada de redactarlo, si bien el proyecto será sometido a todos los obispos de la Iglesia (ABC, 11-VI-1986, p. 58). La Comisión redactora actuará bajo la presidencia del cardenal Ratzinger. Durante el mes de julio el Papa insistió, para sus catequesis, en la realidad y el problema del demonio. Por ejemplo el miércoles 23 de julio definió al demonio como «un ángel que se ha vuelto ciego» al rechazar a Dios en vez de aceptarlo. Explicaba el pecado de los ángeles por haberles querido Dios dotar de libertad (El País, 24-VII-1986).

A primeros de octubre se conoció una importante noticia: la remodelación de la Comisión Teológica Internacional. La remodelación de la Comisión Teológica Internacional por el Papa Juan Pablo II ha pasado casi inadvertida en los medios de comunicación, pese a que se trata de una importante noticia interna de la Iglesia católica. La Comisión es el más alto órgano de consulta del Papa, el Colegio de Cardenales y el Sínodo de los Obispos para asuntos teológicos. El Papa nombra y separa personalmente a sus miembros.

En la reciente remodelación se advierten rasgos muy significativos. Ha quedado un solo miembro español, el profesor Cándido Pozo, S.J., y el número de jesuitas, que era de seis en la Comisión, se ha reducido a dos. Han aumentado los dominicos. Ha sido eliminado de la Comisión el jesuita español doctor Alfaro, proclive al liberacionismo. Se ha nombrado nuevo miembro al profesor Ibáñez Langlois, chileno del Opus Dei, autor de un libro reciente sobre el fundamento marxista de la teología de la liberación («Ediciones Palabra», Madrid). Así se ha reforzado el frente antiliberacionista en la Comisión, del que forman parte, además de los doctores Pozo e Ibáñez Langlois, el obispo brasileño fray Boaventura Kloppenburg, OSB, y otros.

Con esta reducción en dos tercios del número de jesuitas en la Comisión Teológica, el Papa Juan Pablo II ha dado un nuevo aviso a la Compañía, casi simultáneo a la dura carta entregada en Lyon al Padre General Kolvenbach sobre el error de abandonar tradiciones de la Orden, como el culto al Corazón de Jesús, repudiado abiertamente por los jesuitas «progresistas». Han cesado también en la Comisión el teólogo francés Yves Congar, O. P., y el ex rector del Instituí Catholique de París monseñor Fierre Eyt. Permanecen los doctores Hans Urs von Balthasar, el secretario del Sínodo profesor Kasper y otros. Acceden por primera vez a la Comisión dos seglares. (Cfr. Ya, 2 de octubre de 1986, p. 40).

La Santa Sede ante la dramática escisión de la JOCI

Durante el año 1986 se ha producido —sin el menor reflejo en los medios de comunicación españoles— un grave acontecimiento en la Juventud Obrera Católica Internacional, la obra predilecta de un apóstol social de la Iglesia, el cardenal Cardijn. El problema, y la dura solución adoptada por la Santa Sede —que consiste en fomentar la escisión del movimiento obrero juvenil católico en favor de una Coordinación Internacional de la JOC— se describen en un dossier reservado que se envió el 4 de agosto de 1986 a los presidentes de las Conferencias Episcopales por el Pontificium Consilium pro Laicis, y que nos han hecho llegar fuentes seguras del Episcopado español. Este importante conjunto de documentos se publica ahora por primera vez y demuestra el alto grado de infiltración de los movimientos marxistas en el seno de los movimientos católicos, hasta desvirtuarles por entero.

La carta en que el Pontificium Consilium pro Laicis notifica la situación al presidente de la Conferencia Episcopal española —a quien pedimos disculpas por esta revelación, que nuestro deber informativo juzga necesaria— es la siguiente:

PONTIFICIUM CONSILIUM
PRO LAICIS

Vaticano, 4 de agosto de 1986



A LOS PRESIDENTES DE LAS

CONFERENCIAS EPISCOPALES

Excelencia:

Varias veces ya tuvimos la ocasión de comunicarle las graves preocupaciones de la Santa Sede acerca de la Juventud Obrera Católica Internacional (JOCI).

La situación crítica en que estaba viviendo esta Organización Internacional desde muchos años acabó suscitando, dentro de la misma JOCI, una fuerte reacción por parte de muchos movimientos nacionales: ocho de ellos (GIOC de Italia, ZHN de Malta, JOC France, JOCF France, YCW de Inglaterra, JOC de España (no reconocida por la JOCI), JOC de Portugal, VKAJ de Bélgica Flamenca), sabiendo ya que otros Movimientos les seguirán, decidieron dejar la JOCI y crearon la «Coordinación Internacional de la JOC» (CIJOC).

Recibimos esta información a principios del mes de Julio y ahora hemos determinado nuestra postura: sostenemos esta Coordinación Internacional de la JOC y confiamos en ella para la reconstrucción de una JOC fiel a sus intuiciones originarias. Le hacemos llegar la copia de la carta que dirigimos a la JOCI, adjunta, en la que Usted encontrará nuestras reflexiones al respecto.

Lamentamos que a los Movimientos antes mencionados, y a todos aquellos que coinciden en el mismo punto de vista, no haya sido posible llegar a una aclaración y lograr un acuerdo mediante las estructuras de diálogo y confrontación normalmente previstas para ello dentro de la misma Organización. Por esta razón, consideramos que dicha iniciativa era necesaria y urgente.

La creación de una nueva estructura internacional llevará a los distintos Movimientos nacionales a discernir y afirmar su propia postura. Esperamos que juntos, en un próximo futuro, podamos ser testigos de una nueva JOCI dinámica, comprometida en la causa de los trabajadores, preocupada por proponerles a Jesucristo y su Evangelio, como lo quería su Fundador el cardenal J. Cardijn.

Compartiendo con Usted esta esperanza, me es grato saludarlo atentamente en Cristo.

PAUL J. CORDES
Vicepresidente

Con la misma fecha de 4 de agosto, el cardenal Pironio, presidente del Pontificium Consilium pro Laicis, dirige al Equipo Internacional de la JOCI la siguiente carta, en que se detalla el alcance y la profundidad de la crisis, iniciada en 1976.

Lo más grave, en juicio de la Santa Sede, es la desaparición de toda referencia explícita a Cristo y al Evangelio de los actos de un movimiento católico.

PONTIFICIUM CONSILIUM
PRO LAICIS

Vaticano, 4 de agosto de 1986



Original en francés

EQUIPO INTERNACIONAL DE LA JOCI

Rué Plantin, 11 1070

BRUSELLES (Bélgica)

Estimados amigos:

La decisión que tomaron algunos movimientos nacionales de dejar la JOCI, el 22 de junio pasado, hace pública la profunda crisis en la que se encuentra vuestro Movimiento.

Dicha crisis, que existe desde hace casi diez años, ha ido agravándose cada vez más. El Consejo Mundial de Madrid (1983) fue un nuevo motivo de tensiones internas y de dificultades con la Santa Sede. Las causas de esa crisis han sido, por una parte, vuestras orientaciones y, por otra, el no respeto del Protocolo Adicional a vuestros Estatutos que la JOCI ha firmado y presentado a la Santa Sede.

De hecho, en los documentos del Consejo Mundial de Madrid (VI Consejo internacional de la JOC, Análisis de la realidad, Síntesis sobre la Religión) y en todas las siguientes publicaciones dirigidas a los Movimientos nacionales (Info, Manifiesto internacional de la Juventud obrera) no se encuentra ninguna referencia explícita a Cristo y a su Evangelio. La Iglesia, cuando por casualidad es mencionada, está considerada como un organismo con el que se mantienen «relaciones exteriores» o bien está analizada como fuerza de apoyo (o no) que permite la realización de los objetivos perseguidos.

Por otra parte, han sido ignoradas las exigencias contenidas en el «Documento de orientación referente a los criterios de definición de las Organizaciones Internacionales Católicas» respecto de la elección de los dirigentes internacionales. Por lo tanto, vuestro presidente, elegido de manera irregular en 1983, no ha sido reconocido. Además, se hicieron cambios en los Estatutos del Movimiento sin que se solicitara la relativa aprobación de la Santa Sede, como lo exige el Documento ya mencionado y el Protocolo Adicional.

A esto debe añadirse la celebración en Madrid del último Consejo Mundial, no obstante las graves reservas planteadas por la Conferencia Episcopal española y por el Pontificio Consejo para los Laicos, que se relacionaban, por otra parte, a graves dificultades internas de la JOC en ese país.

Una correspondencia abundante e informes de los numerosos encuentros habidos, demuestran la atención y la preocupación pastorales del Pontificio Consejo para los Laicos para con la JOCI, desde los principios de la crisis (1976). En muy numerosas ocasiones, señalamos los peligros de las orientaciones tomadas, advertimos sobre las consecuencias que éstas podrían causar para el futuro del Movimiento, requerimos los elementos complementarios necesarios sobre el carácter cristiano del Movimiento y esperamos que los mismos, una vez comunicados (especificidad cristiana y eclesial de la JOC-1977), fuesen tomados en consideración.

Pero dado que todos esos esfuerzos no aportaron los resultados positivos que se esperaban y por los motivos arriba mencionados, hemos tenido que interrumpir la relación de diálogo que habíamos establecido con vuestro Movimiento desde hace muchos años (cfr. nuestra carta del 11-V-1985). Por las mismas razones, hemos suspendido el nombramiento de un Consiliario internacional de la JOCI.

Sabemos que, al mismo tiempo, algunos Movimientos nacionales de diferentes continentes os han comunicado sus interpelaciones y cuestiones acerca de la manera de concebir el carácter obrero del Movimiento, su identidad cristiana y los métodos empleados para llevar a cabo la orientación escogida.

No habiendo sido escuchados, estos Movimientos acaban de informarnos acerca de su decisión de retirarse de la instancia internacional de la JOC y de su organización bajo la denominación «Coordinación Internacional de la JOC», con la sigla «CIJOC».

Constatamos, con interés, que algunos Movimientos nacionales asumen la iniciativa de reconstruir el Movimiento internacional del que son miembros. Quieren trabajar para que la JOCI sea fiel a todas las necesidades de todos los trabajadores y trabajadoras, que les permita suscitar una transformación en la vida de las personas y en sus ambientes de convivencia, que sea un verdadero instrumento de justicia en conexión con el mundo obrero, que tome en consideración el derecho de los jóvenes trabajadores y trabajadoras de conocer el Evangelio que les está destinado y que proponga esta buena nueva mediante una acción educadora y liberadora, y esto en el respeto de las distintas culturas y religiones a las que los jóvenes pertenecen. Quieren una JOC que manifieste claramente su pertenencia, a la vez, al mundo obrero y a la Iglesia universal.

Compartimos la esperanza que tienen dichos Movimientos en ver renacer una JOCI con esta fisionomía, en la que otros Movimientos nacionales, fieles a las intuiciones originarias y a la juventud obrera de hoy, sabrán reconocerse.

Atribuimos suma importancia al hecho de que estos Movimientos se organicen «entre ellos, por ellos y para ellos» en orden a mantener vivos los valores humanos, obreros, evangélicos y apostólicos que definen la JOC de Cardijn.

En el respeto de la naturaleza propia del Movimiento, damos nuestro apoyo a esta tarea de reconstrucción de una JOC sobre los fundamentos que habrían tenido que permanecer siempre en su vida.

Os notificamos oficialmente que entraremos en contacto con esta Coordinación Internacional de la JOC (CIJOC), considerándola como la nueva estructura provisoria de esta Organización Internacional Católica.

Con el propósito de informar a las Conferencias Episcopales sobre nuestra postura y sobre las medidas que estimamos necesarias que se tomen, les comunicamos, a ellas también, la presente correspondencia.

Lamentamos que se concluya de esta forma una página de la historia de la JOC de Cardijn y les presentamos nuestros sinceros saludos.

PAUL J. CORDES

Vicepresidente

EDUARDO CARD. PIRONIO

Presidente

Ante esta posición de la Santa Sede, el Secretariado Internacional de la JOCI descristianizada e infiltrada de marxismo, hizo público un documento el 27 de agosto siguiente en que critica con dureza la decisión del Vaticano y se defiende en sus posiciones liberacionistas —que reconoce en-primer término— con una serie de efugios formales muy propios de la táctica cristiano-marxista. He aquí el documento:

JEUNESSE OUVRIÉRE CHRÉTIENNE INTERNATIONALE
INTERNATIONAL YOUNG CHRISTIAN WORKERS
JUVENTUD OBRERA CRISTIANA INTERNACIONAL

SECRETARIAT INTERNATIONAL - INTERNATIONAL SECRETARIAT - SECRETARIADO INTERNACIONAL

Bruselas, el 21 de agosto de 1986

Excelencia,

Estimados amigos,

Seguramente han sido informados sobre los problemas internos que hoy sacuden la JOC Internacional y sobre la creación, a finales de junio de 1986, de una organización internacional disidente, la CIJOC. Ésta ha sido creada por iniciativa de responsables y asesores de los Movimientos de Francia, Italia e Inglaterra. Estos tres Movimientos (y no varios M/N, como lo afirma el Consejo Pontifical para los Laicos) eran miembros de la JOCI y presentaron su dimisión a ésta.

Un Movimiento JOC de Malta, que no es miembro de la JOCI, aparece igualmente como Movimiento fundador de esa nueva coordinación internacional.

Además, un responsable de la JOC de Portugal, Movimiento miembro de la JOCI y que no presenta su dimisión a ella, asistió, como «observador», a la creación de esa nueva coordinación.

Por fin, otros Movimientos que no tienen ningún tipo de afiliación a la JOCI parecen haber solicitado un estatuto de observador en la CIJOC:

—Una JOC femenina de Bélgica Flamenca.

—Un Movimiento «JOC» en España, distinto de la JOC reconocida por la JOCI.

La creación de esa nueva coordinación se hizo sin que hubiera ninguna solicitud de diálogo con la JOCI sobre los posibles puntos de divergencia y sin esperar al Consejo Internacional de la JOCI previsto para octubre de 1987, espacio que concentra cada cuatro años al conjunto de los Movimientos Nacionales y momento privilegiado para el debate y la decisión sobre la orientación del Movimiento.

Es más aún: dicha coordinación paralela toma la decisión de realizar un consejo internacional constitutivo en octubre de 1987.

En todo este proceso aparece claramente el protagonismo de la JOC-JOCF de Francia.

No se han tomado en cuenta las llamadas al diálogo hechas por Movimientos Nacionales de distintos continentes, y en particular de Europa (véase la declaración adjunta, anexo 1, realizada por las JOC de Alemania, Austria, Bélgica flamenca, Bélgica francófona, España, Luxemburgo, Suiza romanda, Suiza alemánica, Irlanda, inmigrantes en Alemania e inmigrantes en Suiza), y tampoco han sido tomadas en cuenta las llamadas hechas por otras OIC (JECI, JICI, FIMARC, MIAMSI, MIDADEN, MIJAR, MMTC, véase anexo 2).

Este acto deliberado para dividir una organización constituye una ofensa grave; en nuestro caso, dicho acto perjudica a los jóvenes trabajadores, a la clase obrera y a la Iglesia.

A mediados de setiembre les enviaremos un informe más completo sobre la situación de la JOC y una primera reflexión del conjunto del Movimiento.

Y estaremos dispuestos a encontrarles, si ustedes lo desean, para discutir sobre ello.

Excelencia, estimados amigos, sin duda habrán recibido también una carta del Consejo Pontifical para los Laicos (CPPL) expresando diversas críticas fundamentales hacia la JOCI y su apoyo a la coordinación disidente, la CIJOC.

Esperamos una reflexión más profunda del conjunto del Movimiento sobre dicho posicionamiento, pero sin embargo queremos presentarles ya algunas reflexiones.

Con referencia a las críticas formuladas hacia el IV Consejo Internacional en Madrid en octubre de 1983, nos gustaría aclarar lo siguiente:

Excelencia, estimados amigos, creemos que la situación actual vivida por la JOCI es significativa de la crisis general que vive la sociedad e incluye una serie de aspectos importantes que están en juego en el futuro de la Juventud Trabajadora, del Movimiento Obrero y de la Iglesia.

Nuestra intención es proponerles una reflexión más elaborada sobre esos aspectos en setiembre próximo, esperando que el VII Consejo Internacional de octubre de 1987 los profundice aún más.

Nuestro deseo profundo es que se dé prioridad en nuestras preocupaciones a la realidad vivida y sufrida por la juventud trabajadora en el mundo, y a la acción realizada por los militantes y el Movimiento para darle respuesta, con sus debilidades, límites y también sus logros y avances.

Deseamos igualmente que en este período de preparación del Sínodo sobre los laicos se realice un esfuerzo particular en el diálogo con las organizaciones que les representan, de modo que la realidad vivida y la acción de los jóvenes trabajadores encuentren en la Iglesia el espacio que les corresponde.

Nuevamente reiteramos nuestra disponibilidad total por establecer un diálogo directo. Estamos muy convencidos de que un diálogo establecido en el respeto mutuo es un medio cuerdo para resolver el problema que hoy se plantea.

Mientras tanto, quedamos a vuestra disposición para cualquier información complementaria que fuera necesaria.

Expresando nuestra dedicación por la Iglesia y por la Juventud Trabajadora, les saluda atentamente,

Por la JOC Internacional

JUANITO PENEQUITO

Presidente Internacional

Cuando la crisis llegaba a su punto de no-retorno, la «Comisión europea alargada de la JOCI» había publicado un manifiesto netamente liberacionista, el 14 de junio de 1986, en el que el horizonte cristiano quedaba completamente desdibujado ante la prioridad de la lucha marxista de clases, y de la conjunción e identificación con los movimientos marxistas que la defienden. Este documento explica por sí mismo el apoyo de la Santa Sede a la escisión de las partes no contaminadas de la JOCI respecto de un movimiento contaminado y esterilizado:

DECLARACIÓN DE LA COMISIÓN EUROPEA ALARGADA DE LA JOCI

Reunidos en Rixensart, Bélgica, del 11 al 14 de junio de 1986, los Movimientos JOC en Europa, que firmamos la presente, hemos reflexionado sobre la forma de asumir nuestra responsabilidad al interior de la JOCI, frente a la situación que se viene produciendo cuando algunos responsables nacionales de los Movimientos JOC miembros de Francia, Italia, Inglaterra deciden retirarse de la JOCI y crear una nueva organización de estructura Internacional.

Este encuentro nos permite llegar a algunas conclusiones, que recogemos en parte en la presente declaración.

1. ALGUNOS HECHOS

Sin retomar todos los hechos, es importante señalar algunos que dejan ver clara la situación actual, y son:

2. LAS CARACTERÍSTICAS DE LA JOC

Nuestra orientación está definida en la Declaración de Principios de la JOC. Para realizarla, el movimiento opta por la tarea de educación de la juventud trabajadora y adopta el método de la Revisión de Vida y Acción Obrera (RVAO). A partir de estos contenidos se puede entender cómo la JOC quiere desarrollarse en los diferentes países.

Es difícil entender al Movimiento si se consideran de manera aislada sus seis características (obrera, joven, cristiana, de masa, internacional, de autonomía).

Como Movimiento internacional necesitamos unos puntos comunes de referencia y un mínimo de criterios comunes para asegurar la existencia y la identidad de la JOC. Por esto, la Declaración de Principios presenta lo que es la JOC, como un todo. Ninguna de las partes por separado puede interpretarse como la JOC. No se puede juzgar si se es JOC o no solamente a partir de un punto; todos los puntos de cada capítulo expresan juntos el contenido del capítulo y todos los capítulos juntos explican la JOC.

La JOC somos un Movimiento organizado de jóvenes trabajadores y jóvenes trabajadoras. La realidad de la juventud trabajadora es el punto de partida de nuestro análisis y acción. Ambos (análisis y acción) se convierten en aspectos integrados a la tarea de educación. Comenzar y desarrollar progresivamente el «VER» de nuestra metodología son los primeros pasos para desarrollar la toma de conciencia, acción y organización de los jóvenes trabajadores frente a las situaciones que viven allí dondequiera que estén.

La característica de «autonomía» exige al Movimiento de hacer su propio análisis de la realidad de la juventud trabajadora, incluyendo en este análisis la realidad del Movimiento obrero y de la Iglesia.

La Revisión de Vida y de Acción Obrera (RVAO) es un MÉTODO y como tal es el principal instrumento de FORMACIÓN que tiene la JOCI, un instrumento de análisis objetivo de la realidad en que estamos integrados a nivel local e internacional, análisis de, por, con los jóvenes trabajadores; es un análisis que crece en la medida que crece la acción y el compromiso militante de los jóvenes trabajadores.

Queremos hacer un proceso educativo y organizativo con los jóvenes trabajadores que les permita responsabilizarse individual y colectivamente en la sociedad, para lograr la realización de las aspiraciones que tenemos. Esto pasa por analizar, cambiar estructuras, cambiar personas. Esto hace referencia al Evangelio, pero no es un proceso dogmático.

Las expresiones de fe son diversas, pero nuestros objetivos son comunes y esta unidad también manifiesta nuestra comprensión de la característica cristiana en el Movimiento.

Queremos que todos los jóvenes trabajadores descubran el sentido más profundo de su vida y vivan de acuerdo a su dignidad personal y colectiva, asumiendo la responsabilidad de solucionar las situaciones que vivimos a nivel local, nacional e internacional.

La JOC ofrece a todos los jóvenes trabajadores, sin distinción de creencia o religión, la oportunidad de descubrir, de profundizar y compartir su fe y convicciones.

En el respeto total de su libertad, la JOC quiere aportar a los jóvenes trabajadores, la POSIBILIDAD de descubrir a Jesucristo.

La JOC es un movimiento de y para la masa de jóvenes trabajadores, que quiere llegar a todos y cada uno de estos jóvenes trabajadores, dondequiera que estén.

Los militantes de la JOC tienen la preocupación de extender a toda la masa de jóvenes el Movimiento y para ello es necesario la multiplicidad de los militantes.

La JOC Internacional es el conjunto de los grupos de militantes organizados en Movimientos nacionales (estatutos de la JOCI).

La JOC somos una alternativa para la juventud trabajadora. No pretendemos ser alternativa a las demás organizaciones obreras; tampoco somos ni queremos ser la rama de un sindicato o de una corriente pastoral determinada.

«La tarea de la JOC se sitúa al interior del proceso de luchas por la liberación realizado por todos. Sin pretender hacerlo todo, pero sin estar al margen».

En este encuentro de Rixensart hemos reflexionado haciendo referencia particular al ya citado «Documento de Tormo», que se reproduce básicamente en la carta enviada a otras organizaciones. Dicho documento hace una presentación de divergencias entre los responsables de los Movimientos firmantes y los demás Movimientos de la JOC Internacional. Los puntos mencionados son: El concepto y rol de un Movimiento internacional y las características obrera, cristiana y de masa.

A partir de éstos, otros aspectos se desprenden, presentando deformadamente lo que plantea la JOCI.

3. CONSECUENCIAS O IMPLICACIONES DE UNA DECISIÓN COMO ÉSTA

El objetivo de esta decisión es que el Movimiento no siga existiendo y desarrollándose tal como él lo hace hoy. Creando otra estructura internacional, los Movimientos mencionados esperan la adhesión de otros Movimientos JOC.

Por el momento, esto implica desconocer totalmente las reglas de funcionamiento que el Movimiento se ha dado y que vienen haciendo proceso/experiencia desde hace unos 30 años.

En definitiva, es ignorar la estructura que el Movimiento adoptó, es ignorar las personas elegidas como responsables de la JOCI (elegidas en el Consejo Internacional), es ignorar los estatutos y reglamento de orden interno en su totalidad, es ignorar las definiciones que hemos logrado hacer como conjunto de movimientos JOC sobre nuestra propia identidad y características (Declaración de Principios, Tarea de Educación, Revisión de Vida y Acción Obrera).

El establecimiento de otra estructura internacional significa romper la unidad del Movimiento. Esto tendría implicaciones a diversos niveles, no sólo para la JOC como tal.

Para la Juventud Trabajadora esto significaría un debilitamiento en su organización. Si el Movimiento pierde fuerza, posibilidades de implantación y extensión a nivel local e internacional, la juventud trabajadora pierde la posibilidad de organización, participación, expresión y defensa de sus intereses y aspiraciones, a nivel internacional.

El debilitamiento de la JOC Internacional significaría también un debilitamiento del Movimiento obrero. Todos estamos de acuerdo en que hace falta formar militantes comprometidos permanentemente en la lucha de liberación de la clase obrera. Nuestro aporte específico dentro del Movimiento obrero nos desafía a tener un análisis objetivo y crítico de las diversas organizaciones obreras, incluidos nosotros mismos.

Por sus ideales y experiencia a nivel internacional, la JOC también aporta una referencia de cómo vivir la SOLIDARIDAD INTERNACIONAL entre los trabajadores (y especialmente los jóvenes). Es importante sostener este aporte.

La Iglesia ha sido interpelada (su jerarquía, su funcionamiento…) a partir de experiencias de base, de laicos, de Movimientos que como nosotros hemos ido entendiendo y extendiendo un mensaje cristiano inseparable de la acción por cambiar las condiciones de explotación en las que vivimos la mayoría del pueblo, de la clase obrera. Nos parece que renunciar a este papel en la Iglesia no ayudará a la Iglesia, sino que favorecerá una Iglesia que se distancia de las necesidades del pueblo.

4. POR TODO LO ANTERIOR

Es necesario frenar este proceso de división de la JOC Internacional, antes de que la situación sea irreversible. Y esto es lo primero que queremos plantear a las JOC de Italia, de Francia, de Inglaterra.

Para llevar esto a cabo, será necesario un trabajo de información conveniente al exterior sobre lo que viene sucediendo. Aclarar informaciones que no corresponden (o que son parciales). Nosotros mismos, como responsables nacionales y coordinadamente asumimos el llevar a cabo esta tarea, junto con el equipo internacional.

El movimiento tiene medios/estructuras a nivel continental (Conferencia Europea, Comisión Europea y/o Equipo Europeo) como internacional (Consejo Internacional, Equipo Internacional) que son los lugares adecuados para evaluar, confrontar, decidir juntos en los diferentes niveles, queremos que el debate de aspectos divergentes o que no estén claros, se haga en estas instancias. Particularmente, las decisiones fundamentales deben encontrarse en el Consejo Internacional, máximo órgano de decisión de la JOC Internacional y el lugar privilegiado de debate.

Terminamos esta declaración expresando a las JOC de Italia, de Inglaterra y de Francia que estamos abiertos al diálogo, y que esperamos que tomen contacto con nosotros de aquí a la Conferencia Europea (setiembre de 1986).

Rixensart, el 14 de junio de 1986

FIRMAN:

CAJ de Alemania

KAJ de Austria

KAJ de Bélgica

JOC de Bélgica

JOC de España (una)

JOC de Luxemburgo

JOC Suiza romanda

JOC Suiza alemánica

JOC Emigrante de Alemania

JOC Emigrante de Suiza

YCW de Irlanda

El Equipo Internacional para Europa

La JOCI infiltrada y marxista promovió un movimiento de protesta universal contra la escisión de los núcleos nacionales realmente católicos. Merece la pena referir algunas adhesiones que muestran hasta qué grado había llegado la infiltración y la identificación marxista en el Movimiento católico obrero juvenil. Así, por ejemplo, la JOC de Japón dice el 20 de julio:

TRADUCCIÓN DE LA CARTA DE LA JOC DE JAPÓN

El 20 de julio de 1986

A todos los Movimientos Nacionales de la JOCI

Estimados amigos,

Dirigimos nuestros saludos solidarios y sinceros a todos los Movimientos que luchan por la libertad de los trabajadores y contra la explotación, la pobreza, la discriminación, la violencia y demás injusticias que oprimen a la Humanidad.

El motivo de esta carta a todos los M/N es ante todo para expresar nuestro descontento con el contenido de las cartas enviadas por la JOC de Francia en fecha de 4 de abril de 1986, y del Secretariado Internacional, en fecha de 30 de abril de 1986; por otra parte, creemos que es nuestro deber como país miembro de la JOC Internacional estar preocupados por esta situación.

Nos sentimos realmente afligidos por la decisión de la JOC de Francia, de Italia, de Inglaterra y de Malta de dejar la JOC Internacional. Huelga insistir sobre la importancia del diálogo para lograr una solución y la solidaridad, para los que, como nosotros, trabajamos de modo permanente en la formación de jóvenes trabajadores y deseamos vivir en una sociedad sin clases. Además, es imposible juzgar hasta qué punto esa división resultará nefasta para los jóvenes trabajadores y la JOC. ¿Por qué motivo los jóvenes trabajadores y los militantes, que deben luchar en un contexto de explotación, de discriminación y de condiciones inhumanas, han de vivir la división dentro de su propio Movimiento, en lugar de la esperanza y la solidaridad?

Francia, Italia, Inglaterra y Malta no nos han consultado; simplemente hemos sido informados de su decisión. Si estamos de acuerdo en aceptar un hecho consumado por parte de la JOC de Francia, entonces no hay Solidaridad Internacional ni Organización Internacional.

Porque ¿no significa la Solidaridad Internacional un proceso de reflexión y discusión juntos? ¿No se construye la Solidaridad *; Internacional a través de un proceso de comprensión mutua?

Creemos que Movimientos como el nuestro, que anhela una solidaridad que venga del fondo de nuestro corazón, merece más consideración.

Así pues, el Equipo Nacional de la JOC de Japón propone a los otros M/N lo siguiente:

Proponemos que las cuestiones sentidas como problema por Francia, Italia, Inglaterra y Malta, sean discutidas en el próximo Consejo Internacional previsto en 1987.

Esperamos que todos los Movimientos, inclusive Francia, Italia, Inglaterra y Malta, harán el esfuerzo necesario para resolver este problema.

En solidaridad,

KATO NOBUYASU

Presidente Nacional

La escisión de los núcleos católicos en plena comunión con la Santa Sede fue promovida, sobre todo, por la Asesoría Nacional de JOC/ JOCF en París. Un activista católico-marxista en Iberoamérica, Juan Luis Genoud, escribe desde Uruguay en carne viva, al ver cómo se ha detectado y denunciado la entrega de la JOCI al marxismo. La carta de Genoud es un extraordinario documento para comprender la profundidad de la infiltración marxista-liberacionista en los Movimientos cristianos de Iberoamérica y merece la transcripción íntegra:

(ORIGINAL: FRANCÉS)

Juan Luis GENOUD

Casilla de Correos 14,066

Distrito 4

MONTEVIDEO - URUGUAY

El 26 de junio de 1986

Asesoría Nacional JOC/JOCF

23, rué Jean de Beauvais

75 005 PARÍS

Señores,

Vuestra carta de 4 de abril que he podido leer hace sólo diez días me ha llenado de tristeza e indignación.

Debo mucho a la JOC, primero como asesor de equipos base en Francia, en Blois, y es el espíritu del Movimiento que me ha inducido a marcharme a América Latina hace dieciocho años.

Les escribo tanto más libremente cuanto no desempeño ya ninguna función directa en el Movimiento. Después de asumir la función de asesor nacional en México, y después de Linz 75, la corresponsabilidad con las JOC de Venezuela y México de la extensión en Centroamérica, trato vivir hoy en el marco más amplio de la construcción del Movimiento popular en Uruguay las riquezas que la JOC me ha aportado, quedando a su disposición para servicios ocasionales.

Desde hace dieciocho años, soy testigo de búsquedas, avances, retrocesos, esfuerzos y sacrificios de muchos jóvenes trabajadores y militantes. Para la extensión de la JOC en América, nuestros pequeños Movimientos han liberado a sus mejores militantes. Son pequeños Movimientos cuya riqueza ha sido de no encerrarse dentro de sus propias fronteras, de situar su acción local en un contexto y un análisis global para lograr juntos una acción común continental y que, debido a ello, les ha revelado a los jóvenes trabajadores la vocación salvadora universal de la clase de los oprimidos. Cuántos militantes aquí han sacrificado su empleo, su salud y los pocos medios que tenían para la JOC. La extensión de la JOC ha costado sangre. Gracias a la JOC, jóvenes han optado por dar su vida para su pueblo. Y como asesor, no puedo olvidar a mis compañeros mártires, desde Rodolfo Escamilla, asesinado en México, hasta Pepe Palacios «desaparecido» en Buenos Aires.

¿Entenderán ustedes que su decisión de dimitir por estar «preocupados por la extensión» es para mí y para los militantes de América una decisión totalmente indecente?

Lo mismo vale para su preocupación «apostólica». No tenemos la misma manera de evangelizar, no estamos hablando constantemente de Jesucristo y no colocamos una celebración o una referencia bíblica en cada uno de nuestros encuentros. Pero tenemos el desafío de volver a escribir con nuestras propias palabras la Buena Nueva y de admirar la obra del Espíritu, de captar sus desafíos en nuestros movimientos de Liberación para siempre ir más allá.

Ya no seguimos los esquemas de una pastoral a la francesa, tributaria de una ideología que no pone en cuestión las relaciones de fuerza en el mundo entre dominadores y dominados. Creo que precisamente es el papel de una JOCI de ser portadora de ese desafío y cuestionamiento evangélico desde los pobres hacia los que en los movimientos obreros de los países del Norte quedan fácilmente engañados y utilizados por el sistema que nos oprime. Eso también es apostólico. Es nuestro apostolado. Pero ustedes se encierran en su hexágono y en su verdad; y pretendéis que hagamos aquí la JOC que les conviene a ustedes.

No cabe duda de que las «estructuras actuales de la JOCI» deben ser transformadas. Pero, en los últimos años, tal y como era, la JOCI ha permitido que se oyera la voz de los jóvenes trabajadores del Tercer Mundo a todos aquellos que han querido oírla y de transmitir otras voces. La experiencia de nuestra JOC continental, que reúne movimientos de América Latina y del Caribe en un intercambio con Quebec, con solidaridad, desafíos y una búsqueda común, es la prueba de que esa JOCI sí desempeña su papel.

En América, todos los grupos de base han participado en la elaboración de la Declaración de Principios adoptada en Linz 75. Seguimos viviéndolo y no es vano creer que la JOC es fundamentalmente un movimiento de jóvenes trabajadores, totalmente dirigido y orientado por los jóvenes trabajadores. Por lo tanto, rehusamos la constitución de cualquier Comité Central que, como el de ustedes, se otorga el derecho de tomar decisiones tan graves en nombre de los jóvenes trabajadores.

Nos escriben ustedes «debido a los vínculos que nos unen». ¿Creen ustedes que haya algún vínculo que pueda unirnos ahora? No se equivocan al decir que su decisión será mal recibida. Y no es porque Francia sea un país rico (¡vaya eufemismo!), sino porque Francia, tal como la vemos, es un instrumento esencial del imperialismo que nos mata. Y sobre todo, porque la JOC de ustedes, al encerrarse en sí misma, no será capaz de verlo, denunciarlo y proponer a los jóvenes trabajadores franceses la opción de liberación de toda la clase obrera del mundo.

No me gusta su insinuación, que por supuesto niegan, de tener un peso sobre las decisiones de nuestros países. ¿No se dan cuenta de que la era colonial ya se ha terminado? ¡Qué política más sucia! Y en cuanto al deseo de ustedes de que esto quede a nivel confidencial, yo os digo que prefiero la claridad del Evangelio: «Lo que te susurren al oído, ¡pregónalo a voz en grito!»

Y por último, no les puedo transmitir mi amistad. Deseo y espero, eso sí, que antes de la Parusía, volvamos a vernos en la verdad, hermanos. Ése es también el objetivo de nuestra lucha aquí.

JEAN LOUIS GENOUD

En fin, el Secretariado Internacional de la JOC —liberacionista— envió varias cartas a las agrupaciones JOC que habían comunicado ya su decisión de configurar una nueva JOC en comunión con la Iglesia. En estas respuestas aparecen algunos rasgos interesantes de la clarividente protesta de los auténticos jocistas contra el movimiento católico pervertido. Éstas son las cartas:

TRADUCCIÓN DE LA CARTA ENVIADA POR EL SECRETARIADO INTERNACIONAL A LOS M/N DE FRANCIA (JOC/JOCF) E ITALIA

Bruselas, el 13 de agosto de 1986

Estimados amigos,

Acusamos recibo de vuestra carta de 22 de junio de 1986 en la que se nos informa de vuestra decisión de dejar la JOC Internacional.

De hecho, es triste ver cómo la situación haya podido alcanzar tal nivel. También lamentamos que hayáis decidido con tanta prontitud de dejar la JOCI por motivos que no consideran las decisiones y el deseo de la mayoría de los movimientos nacionales.

La JOC hoy, en sus orientaciones y en su estructura, es el resultado de la decisión adoptada por la mayoría de los Movimientos Nacionales en los últimos Consejos Internacionales (Linz y Madrid).

Sin embargo, el Equipo Internacional ha visto la necesidad de profundizar nuestra comprensión y puesta en práctica de esa orientación en base a nuestras experiencias de acción militante y a un proceso constante de reflexión, evaluación y confrontación en los Movimientos Nacionales y entre ellos. Con este objeto, varios medios fueron puestos en marcha. Tal y como lo han expresado los Movimientos Nacionales europeos, «el Movimiento posee medios/ estructuras a nivel continental (Conferencia Europea, Comisión Europea y/o Equipo Europeo) e internacional (Consejo Mundial, visitas del Equipo Internacional, etc.) que son espacios adecuados para evaluar, confrontar y decidir juntos a los distintos niveles».

De hecho, ha habido una serie de encuentros e iniciativas comunes de los Movimientos Nacionales a nivel europeo e internacional (intercambios, sesiones de formación) en los que vosotros también estabais invitados para compartir vuestras preocupaciones, confrontar y evaluar experiencias.

Además, el año próximo vamos a celebrar un Consejo Internacional. Y éste será un momento adecuado para compartir, reflexionar y evaluar preocupaciones tan importantes como las vuestras, cuando todos los Movimientos Nacionales estén reunidos y tengan el poder de tomar decisiones al respecto.

En un Movimiento como la JOC, en que se da importancia al compartir, a la reflexión y a la confrontación a partir de experiencias —en lo que vosotros también creéis— no es fácil entender vuestras quejas hacia la JOCI y las razones por las que os salís de ella.

Si pudierais darnos explicaciones más completas sobre vuestra decisión, eso nos ahorraría dudas y serviría los intereses de cada uno.

Creemos que si seguimos este proceso abierto, los Movimientos Nacionales no dudarán en oír y reflexionar en un espíritu de diálogo y solidaridad.

Saludos cordiales,

JUANITO PENEQUITO

Presidente Internacional de la JOC

CARTA ENVIADA POR EL SECRETARIADO INTERNACIONAL A LA JOC DE INGLATERRA

Bruselas, 26 de agosto de 1986

JOC INGLATERRA Y GALES

Estimados amigos,

Lamentamos haber recibido carta vuestra informándonos de vuestra dimisión de la JOCI. Nos sorprende también que no deis ninguna razón por retirar vuestra afiliación del Movimiento. Si bien nos habéis indicado que pronto enviaríais vuestras razones, hasta la fecha no hemos recibido nada. De hecho, nos sorprende la decisión de vuestro Consejo Nacional, porque apenas hemos recibido cartas vuestras (sólo recuerdo una sobre INFO) y la última es ya para anunciar vuestra retirada del Movimiento.

Somos conscientes de que estáis estrechamente asociados a la JOC de Francia, pero no queremos adelantarnos en decir que tenéis las mismas razones que ellos, dada la falta de información y porque no ha habido una comunicación como ésta anteriormente.

Reconocemos vuestro derecho a dimitir voluntariamente de la JOCI. No obstante, nos parece que, por interés para todos, se nos debería informar sobre las razones por dejar la JOCI.

Esperando vuestra pronta respuesta, os saluda atentamente,

JUANITO PENEQUITO

Presidente Internacional

TRADUCCIÓN DE LA CARTA DE LA JOC DE SUIZA ROMANDA ENVIADA A LA JOC/JOCF DE FRANCIA

Ginebra, 18 de junio de 1986

Estimados amigos de la JOC/JOCF de Francia,

Acusamos recibo de vuestra carta de 4 de abril de 1986 y hemos de reconocer que ha sido una gran sorpresa para nosotros.

En efecto, la única carta que hemos recibido de parte vuestra ha sido una carta de dimisión. Nunca habéis escrito otras cartas a los Movimientos Nacionales, para explicar, por ejemplo, vuestros posicionamientos, para expresaros frente al hecho de que no se os presta atención, etc…

Además, en vuestra carta no hay elementos concretos, sino tan sólo afirmaciones:

Creemos que, al contrario, ha permitido:

Afirmáis haber tomado la decisión de dejar la JOCI en un «Comité reducido». ¿Quién lo compone? ¿De qué es representativo? ¿Cómo son elegidos sus miembros? ¿Cómo los militantes franceses se han expresado frente a esta decisión? ¿Cuáles han sido las cuestiones de debate? ¿Cuáles han sido los elementos decisivos para tomar esa decisión? ¿Han votado los militantes?

Con referencia a la JOC de Malta, en la última Conferencia Europea de 12 y 13 de setiembre de 1985, la cuestión de la carta enviada al Consejo Pontifical para los Laicos en el Vaticano ha sido planteada al delegado maltés, pero éste no estaba al corriente de esa carta.

No entendemos vuestra postura. El Equipo Internacional ha sido elegido democráticamente. Vosotros erais parte de la minoría opuesta y decidís dejar la JOCI. ¿Es porque no aceptáis la decisión de una mayoría cuando esta decisión no os conviene?

¿No pensáis que el hecho de dejar la JOCI va a llevar a su debilitamiento y que esto no lo desea ninguna JOC nacional?

Afirmáis que Jesucristo os da la fuerza. ¿Qué reflexiones os permiten decir eso? 0, dicho de otra forma, ¿en qué se basa vuestra fe en Jesucristo?

Disculpadnos por abrumaros con tantas preguntas, pero una decisión tan grave como la que habéis tomado merece toda nuestra atención.

Saludos.

Por la Comisión Internacional de Suiza romanda

JOSEPH CRISAFULLI, permanente

cc: Secretariado Europeo

Secretariado Internacional

No es fácil que un corpus documental en que se implica tan a fondo la Santa Sede vea la luz tan pronto, casi a raíz de los hechos. Seguramente el lector valorará la calidad y la oportunidad de esta información, una de las claves para comprender que el Vaticano de Juan Pablo II no se limita a la pasividad en sus esfuerzos para la reconducción de la Iglesia después de las inundaciones y desviaciones progresistas del posconcilio.

Audacias y disidencias: la Santa Sede en defensa de la fe y de la moral

Una de las misiones fundamentales e irrenunciables de la Santa Sede es la defensa del depósito de la fe y la vigilancia sobre la normativa que a partir de la palabra divina, la tradición y el Magisterio se conoce como moral cristiana. Esa defensa se comprende mal desde el mundo de nuestros días, donde el relativismo se ha convertido en factor cultural dominante; donde la fe se rechaza fácilmente como imposición de una mitología anacrónica; donde la moral se sustituye con las concesiones generalizadas y anárquicas a la permisividad confundida con la tolerancia. Pero la Iglesia, que es por su propia naturaleza una institución jerárquica, no puede aceptar presuntas reglas de una presunta mayoría para acomodar a ellas el depósito de su fe, que no proviene de este mundo; ni el tesoro de su moral, que no se basa en el hedonismo sino en el sacrificio; porque tanto la fe como la moral cristianas sólo se pueden explicar en un contexto que no es irracional, pero que posee también una dimensión sobrenatural. Esto explica que cuando la Santa Sede ha adoptado, en los últimos tiempos, decisiones que chocan con el sistema de valores y permisividades contemporáneas, broten las acusaciones y las protestas fundadas en criterios enteramente ajenos a las fuentes de la fe y de la moral católicas.

El caso de las monjas abortistas

Estas protestas suelen formularse de forma sospechosamente coincidente en el sistema liberal-radical de comunicación. Por ejemplo en el caso de las veinticuatro monjas abortistas que estalló en Norteamérica al comenzar el año 1985, y que se refleja, muy negativamente para la Santa Sede, en la revista Time del 7 de enero (p. 40) y en el diario español El País del día siguiente, nada menos que en página editorial.

Las veinticuatro monjas firmaban, entre un grupo de 97 católicos (que incluía también a tres religiosos varones) un anuncio-manifiesto que se había publicado en el New York Times el anterior mes de octubre, en el que contradecían la enseñanza de varios obispos y desafiaban «la posición de los últimos Papas y de la jerarquía católica que han condenado la interrupción directa de la vida prenatal como moralmente mala en todos los casos. La sociedad americana cree equivocadamente que ésta es la única posición legítima dentro del catolicismo. De hecho, entre los católicos militantes existe una diversidad de posiciones a este respecto». La Santa Sede rechazó tal dislate y exigió a los superiores de las congregaciones a que pertenecían las monjas abortistas que las expulsasen si no se retractaban. Una de ellas, Donna Quinn de Chicago, mantuvo su derecho a disentir, aunque «algunos hombres de Europa no lo comprendan». La mayoría de las firmantes se reunieron para publicar un segundo manifiesto más desafiante que el primero. La revista liberal norteamericana expone objetivamente el problema; pero el diario gubernamental español editorializa con su habitual capacidad tergiversadora para presentar el asunto como un caso de libertad política y constitucional, con la amenaza de que la rebelión de las monjas abortistas y la justísima reacción de Roma «puede renovar la vieja imagen de que la comunidad católica es incompatible con un auténtico sistema democrático». Tremenda manipulación que se profirió con —por lo menos— la complicidad del consejero del diario para asuntos religiosos, el jesuita político y progresista José María Martín Patino.

La rebeldía del profesor Curran

Pero el caso más resonante de los últimos tiempos en el terreno de la moral católica es el del teólogo norteamericano Charles Curran, profesor de Teología Moral en la Universidad Católica de Washington, cuyas disidencias se resumían así por el citado diario español el 8 de junio de 1986 al anunciar que la condena romana contra él era inminente: «Considera en varias de sus obras que pueden estar justificados algunos casos de aborto y esterilización, aboga por la admisión de relaciones prematrimoniales en algunas circunstancias, sostiene que las relaciones homosexuales pueden ser moralmente lícitas si se entienden como un compromiso de amor permanente y considera que la Iglesia debería admitir a los divorciados a un segundo matrimonio religioso».

Al mantenerse Curran firme en sus disidencias, que arrasan evidentemente todo el sentido de la moral católica en materia sexual, el Vaticano le convocó tras expedientarle mientras treinta mil firmas de protesta llegaban a la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, la cual le pidió una retractación formal en su doctrina sobre el divorcio, los anticonceptivos, la eutanasia, la masturbación y la inseminación artificial además de los campos morales ya citados. Curran se negó obstinadamente y entonces la Santa Sede le prohibió la enseñanza de la teología moral a mediados de agosto de 1986 (ABC, 20-VIII). En una durísima y razonada carta a Curran, el cardenal Ratzinger hace historia de su disidencia y muestra a sus obras como principales acusadoras; el problema se venía arrastrando desde veinte años atrás. La opinión pública de la Iglesia norteamericana, y entre los mismos alumnos de la Universidad Católica en que Curran enseña, se ha decantado sensiblemente en favor del Vaticano. Curran, en un rapto de soberbia, declaró que era la Iglesia y no él quien debía rectificar (Miami Herald, 21-VIII1986, p. 8). Una semana después, en el diario de Oviedo La Nueva España, el sacerdote Ceferino de Blas, que goza notoriamente de la confianza de don Gabino Díaz Merchán entonces presidente de la Conferencia Episcopal española, defendió insensatamente a Curran y atacó burdamente al cardenal Ratzinger mientras pedía la supresión de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, «antiguo Santo Oficio que tantas tropelías intelectuales ha cometido»; dice luego que las doctrinas de Curran, a quien dedica el artículo-tropelía, «no encajan en el mundo cerrado del Magisterio de la Iglesia». Leonard Swidler, en el Miami Heral del 24 de agosto, interpretaba que el objetivo real del Vaticano con la condena a Curran es «restablecer el poder imperial interno del papado»: es decir, con más elegancia, la misma tesis que sustenta a lo bestia el padre de Blas en Oviedo. Por supuesto que la progresía universal, y en primer término los homosexuales, pusieron el grito en el cielo ante la condena vaticana, y en general ante la renovada posición del Vaticano frente al fenómeno de la homosexualidad, como cierto, presunto teólogo Gianni Gennari, que se sacó de la manga el diario gubernamental español el 6 de noviembre siguiente (p. 13).

La moral liberacionista del padre Forcano

Las peregrinas teorías de Curran han encontrado en España no solamente un ambiguo defensor como el clérigo ovetense de las tropelías, sino un discípulo de campanillas: el teólogo liberacionista Benjamín Forcano, codirector de la revista claretiana rebelde Misión abierta. que publicaba en 1981 en «Ediciones Paulinas», sin asomos de censura eclesiástica, un sorprendente libro titulado Nueva ética sexual, del que tengo delante la tercera edición de 1983. La Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe le llamó seriamente la atención sobre sus errores en casi los mismos campos en que resbalaba sistemáticamente Charles Curran (cfr. ABC, 28-IV-1986, p. 40).

Forcano, visitante emocionado de los centros liberacionistas en El Salvador y otros puntos de Centroamérica, responsable de primera magnitud en las desviaciones de la revista claretiana tan conocida por nuestros asombrados lectores, descubre desde la primera página de su libro, con regocijo, que la moral de Jesús es una moral liberadora (p. 7); lo que sucede es que, como acaba de advertirle la Santa Sede, no se trata de la moral de Jesús.

El libro de Forcano, que resulta en ocasiones enormemente divertido, parece, en algunas páginas, un tratado de pornografía intelectual católica; y en otras una antología de la permisividad. Desde luego muchos católicos no confiaríamos la orientación moral de nuestros hijos a quienes hayan formado su conciencia moral por este bodrio, donde muchas veces la exposición —con aprobación expresa o subliminal— sustituye a la orientación, y se citan muchas más veces las enseñanzas de pensadores laicos e incluso marxistas que la doctrina del Magisterio, que trae evidentemente sin cuidado a Forcano; el cual no se molesta en aducir una bibliografía crítica, ni mucho menos un análisis y valoración de fuentes. Para Forcano el Magisterio no ha dado seguridad alguna en cuanto al control de natalidad (p. 167). «Soy —dice— partidario del divorcio y me explico» (p. 200). La explicación parece tomada de la doctrina de don Francisco Fernández Ordóñez, el conocido moralista político español del siglo XX. Forcano muestra sobre temas tan vitales como el aborto y la familia una posición blanda y equívoca (pp. 225 y ss.) y opina que «el celibato obligatorio propicia una escisión peligrosa, antievangélica, dentro de la Iglesia» (p. 326). Se muestra partidario de las relaciones sexuales prematrimoniales, tema que aprovecha para tirar un viaje a la «enajenación de la persona y del amor en la sociedad capitalista» (p. 349), porque ya sabe el lector que en la sociedad marxista se rinde culto admirable y espiritual a la persona y al amor. El libro se cierra con unos capítulos deliciosos sobre la homosexualidad y la masturbación; como diría el padre de Blas, pocas veces se han visto juntas en un presunto tratado de moral tamañas tropelías.

El español que va a destruir a Ratzinger

Al hablar, en un capítulo siguiente, de las desviaciones teológicas recientes citaremos la condena del Vaticano en 1986 sobre un nuevo libro del teólogo progresista holandés Schillebeeckx (cfr. Ya y ABC, 24 de septiembre de 1986). Poco después la Santa Sede sancionaba públicamente al arzobispo norteamericano de Seattle por sus interpretaciones sobre la moral; por haber defendido los métodos de esterilización en los hospitales de la Iglesia, por admitir a los Sacramentos a los católicos divorciados, por marginar la confesión individual y otros comportamientos desviados (ABC, 30 de octubre de 1986).

Durante los años 1983-1986 la Santa Sede, en plena lucha contra la teología de la liberación, atendió preferentemente a la defensa de la fe en cuestiones dogmáticas, eclesiológicas y sociales. En 1986, sin bajar la guardia en el terreno de la fe, se ha volcado en la clarificación y defensa de la moral católica. Pero contra esta ejemplar dedicación de la Santa Sede a la custodia de tan sagrados depósitos, se ha alzado cómicamente un oscuro profesor español que por lo visto ejerce en los Estados Unidos, don Antonio Márquez, a quien el diario gubernamental contrapone en un alarde ridículo nada menos que con el cardenal Ratzinger el 27 de mayo de 1986 (p. 35). Este curioso personaje de esperpento progresista se atreve a calificar al profesor Ratzinger de «teólogo mediocre e inquisidor mayor»; y declara su intención de «destruir la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe con los medios rigurosos que le son permitidos a un científico», sin que hasta ahora sepamos que haya muerto por un acceso de hilaridad objetiva. Dice cosas peregrinas sobre los teólogos de la liberación: «Lo que hacen es traducir a Marx al cristianismo, como en otros tiempos hizo santo Tomás con Aristóteles». En nuestro duro combate ideológico y cristiano donde tantas veces se reciben ráfagas por la espalda, opiniones como las del señor Márquez equivalen a un descanso inesperado y refrescante. Y es que la izquierda cultural carece casi por completo de sentido del ridículo; éste ya parece ser un Leit motiv para mi libro.

La Santa Sede como objetivo estratégico: las ofensivas contra el Papa

Un enano desconocido quiere destruir «por medios científicos», acabamos de verlo, a la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe; pero, en el mundo de las cosas serias, la figura y la obra de Juan Pablo II ha suscitado un recrudecimiento de la ofensiva perenne que, desde el fondo de los tiempos, se viene desencadenando contra la Santa Sede. Para quienes creemos en el mensaje de Cristo tal ofensiva nace de lo que Cristo llamó las puertas del infierno; pero sin remontarnos a explicaciones metahistóricas (aunque profundamente reales, sin duda) cabe detectar las últimas oleadas de esa ofensiva a través del análisis histórico. Cerraremos este capítulo sobre el Magisterio con este análisis.

El atentado de 1981 y su enmascaramiento

En 1979 el Papa Juan Pablo II realizó su histórico viaje a Polonia, su patria. La visita del Papa actuó como un revulsivo formidable en todas las naciones sometidas a la dictadura soviética y el sindicato independiente Solidaridad se convirtió durante 1980 en el máximo quebradero de cabeza para los dirigentes de Moscú. Bajo el mando supremo de Leónidas Breznev, era entonces jefe de la KGB, el omnipotente y omnipresente servicio secreto de la URSS para problemas internos y estratégicos, el hombre que había elevado a la KGB a su más alto rendimiento: Yuri Andropov.

El 13 de mayo de 1981 un terrorista turco, Alí Agca, abatía al Papa en plena plaza de San Pedro con varios disparos. La heroica decisión de una monja que se colgó de su brazo asesino provocó su inmediata detención. Una genial periodista norteamericana experta en investigaciones sobre el terrorismo, Claire Sterling, se puso inmediatamente a profundizar en el caso y nos ha entregado en su libro La hora de los asesinos (Barcelona, «Planeta», 1984) la más convincente versión de los hechos. Ella fue quien en el aniversario del atentado, 1982, demostró ante la opinión pública mundial la trama de la conjura internacional contra el Papa, confirmada de lleno por indagación de la justicia italiana y ratificada por los gobernantes de Italia en pleno Parlamento.

Muy poco después de esta revelación, Yuri Andropov sustituía a Breznev al frente de la URSS y los Estados Unidos, con casi todos los Gobiernos occidentales detrás, decidieron echar tierra encima de la pista búlgara. El asesino del Papa, Alí Agca, había actuado en la plaza de San Pedro con la complicidad de otro turco —Oral Celik— y tres funcionarios búlgaros pertenecientes a los servicios secretos de su país, férreamente controlados por la KGB. Resultaba muy claro de todo el conjunto de las investigaciones que la KGB había pretendido eliminar al Papa polaco para cortar la fuente principal de la agitación antisoviética en Polonia y la Europa oriental sometida. Al cumplirse el quinto aniversario del atentado, ABC publicaba un excelente resumen de su equipo romano (13-V-1986, pp. 30 y ss.) en que se confirmaba que, pese a que el juicio italiano exoneró a los acusados búlgaros por falta de pruebas, la pista búlgara y la responsabilidad de la KGB quedaban establecidas por indicios más que suficientes. A poco de revelarse la trama de la conjura, el diario El País (en su editorial del lunes 29 de noviembre de 1982, p. 10) había tratado de lanzar cortinas de humo que terminaban con una ominosa advertencia: «Pero puede que las informaciones reales del último móvil del intento de asesinato hayan podido dar a la Iglesia polaca y al mismo Papa la sensación de que la URSS está dispuesta absolutamente a todo antes que permitir la pérdida de Polonia y que es más prudente, sabio y realista tratar de buscar formas de negociación que adoptar una actitud suicida». Pocas veces puede justificarse con mayor claridad el calificativo de prosoviético que se atribuye al diario gubernamental español como en esta advertencia en nombre de la estrategia soviética.

En diciembre de 1982 el Kremlin de Yuri Andropov decidió que la mejor defensa es el ataque y desencadenó una campaña contra la Santa Sede, a la que acusó de actividades subversivas en Polonia; lo que provocó una clara respuesta del Vaticano (cfr. El País, 31-XII-1982, p. 2). A mediados de ese mismo mes de diciembre el Primer Ministro italiano Amintore Fanfani declaraba ante el Parlamento que «la conexión búlgara no era una hipótesis sino un hecho». Y que «el atentado contra el Papa era el más grave acto de desestabilización que el mundo ha conocido en sesenta años» (C. Sterling, op. cit., p. 150). ABC de Madrid, en sus números de 7 de enero y 21 de enero de 1983 subrayaba con nuevos enfoques la realidad de la pista búlgaro-soviética, que Claire Sterling traza de forma irresistible en su citado libro de investigación. Los grandes medios liberales de comunicación hubieron, al fin, de rendirse a la evidencia: la revista Time, en su reportaje del 5 de noviembre de 1984, p. 20, acoge las conclusiones del informe del juez Martella; y el 10 de junio del mismo año el New York Times publicaba un largo y detallado artículo de la propia Claire Sterling que puede considerarse ya como la principal fuente histórica para el establecimiento del caso y que se incluye en el libro citado. En este artículo se cita una reveladora conclusión del informe del fiscal Antonio Albano, al describir la angustiosa situación de Polonia en 1980-81: «Algún personaje político de relevante poder advirtió esta gravísima situación y teniendo en cuenta las necesidades esenciales del bloque oriental decidió que era necesario matar al Papa Wojtyla».

Pero la ofensiva estratégica contra el Papa y la Santa Sede no ha consistido solamente en decidir y planificar la eliminación física del Papa. Se ha desarrollado en todo un complejo frente desinformativo, alguna de cuyas tramas vamos a describir.

«El complejo antiromano»

Las agresiones más profundas a la Santa Sede no han provenido de las tramas terroristas sino de la subversión interior en el seno de la Iglesia católica. En el fondo de la teología de la liberación —por ejemplo en la obra cumbre de L. Boff, Iglesia, carisma y poder, cap. 8— late un rechazo al Pontificado como cumbre jerárquica de la Iglesia; por eso no deben extrañarnos los ataques recientes a un dogma de fe declarado por el Concilio Vaticano I, el dogma de la infalibilidad pontificia.

El teólogo disidente Hans Küng, recientemente descalificado por la Santa Sede como teólogo católico, lanzó el primer ataque contra la infalibilidad en su obra de 1970 —la década en que se desencadenaban los movimientos liberacionistas— ¿Infalible? Después, en 1979, es el propio Küng quien pone un rebelde prólogo a un nuevo ataque todavía más duro, el del teólogo católico August Bernard Hassler, Cómo llegó el Papa a ser infalible (ed. esp., Barcelona, «Planeta», 1980). La respuesta queda clara: por una manipulación coactiva de una minoría de obispos ultras que impusieron a los demás un dogma que por tanto no es válido y debe ser revisado por la Iglesia. En la descalificación romana de Küng el prólogo laudatorio a este libro de Hassler se cita como uno de los determinantes.

La Compañía de Jesús es la Orden diseñada constitucionalmente como milicia del Papa para la defensa del Papa y la especial obediencia al Papa. Eso era hasta la crisis de los años sesenta a ochenta de nuestro siglo, en la que la Compañía de Jesús se ha transformado en cabeza de la oposición al Papa dentro de la Iglesia católica. No debe extrañar, por ello, que en una editorial de la Compañía de Jesús, Sal Terrae, se acabe de publicar un estudio del dominico Jean-Marie-René Tillard, profesor en Canadá, El obispo de Roma, que trata de recortar cuidadosamente los «excesos» del poder pontificio en la Iglesia actual. El objetivo del libro es «hacer una relectura, a la luz de la gran Tradición, de las afirmaciones de los dos Concilios del Vaticano acerca de la función del obispo de Roma» (p. 243). La conclusión principal de la relectura se cifra en una pregunta: «¿No se habrá convertido el obispo de Roma en algo más que un Papa?» El autor acepta el primado papal, pero vuelve a preguntar si «la realización de dicho primado no sigue haciéndose a costa de otro atentado, esta vez contra el Episcopado» (ibíd.). Y la conclusión principal es ésta: «El obispo de Roma es el centinela que vela sobre el pueblo de Dios —y en esto consiste su función propia—, pero que muchas veces, en lugar de poner sobre aviso a los obispos, los auténticos pastores de la Iglesia de Dios, prefiere actuar como si él fuera el único verdaderamente responsable» (ibíd., p. 244). No cabe una acusación más gratuita, más superficial, menos documentada.

Desde la perspectiva de la fidelidad católica al Papado el gran teólogo Hans Urs von Balthasar ha publicado una obra magistral y valerosa, El complejo antiromano (Madrid, «BAC», 1981). Se trata del rechazo a Pedro a lo largo de la historia de la Iglesia, que alcanzó su máxima concentración en la consigna de Lutero: «Guardad esta sola cosa, cuando yo muera: el odio al Pontífice romano» (p. 10). Pero se trata de un fenómeno mucho más antiguo: «El complejo antiromano es tan antiguo como el Imperio romano y la reivindicación del primado por el obispo de Roma» (p. 25). La versión actual del complejo se describe descarnadamente: «El catolicismo crítico le hace blanco preferido de sus sarcasmos. Basta que venga algo de Roma aunque sea de una comisión casualmente congregada en Roma y no cuente un solo romano entre sus miembros —por ejemplo en el caso de la Comisión Internacional de Teología— para descartarlo por baladí y desfasado. Quizá por esto ha tenido tan poca audiencia hasta el momento el Club de Roma a despecho de todas sus amonestaciones apocalípticas» (p. 45).

Hans Urs von Balthasar investiga las raíces y la trayectoria del complejo antiromano a lo largo de toda la Historia, pero se centra en la vida contemporánea de la Iglesia. Cree que el no al Papado de Lamennais «es el acontecimiento más trágico de la historia de la Iglesia en el siglo XIX» (p. 102). Estudia con brillantez el paso hasta Roma del cardenal Newman. Ilustra su investigación con el rechazo antiromano de san Agustín al producirse el hundimiento del Imperio y de la Antigüedad. Y concluye: «En el decurso de la historia eclesiástica y en nuestros días, todo cuanto se presenta, en términos más formales, como contestación dentro de la Iglesia, se dirige casi siempre contra el principio petrino» (p. 321). Entre el dominio de la historia eclesiástica y el recurso a la ironía, el gran teólogo contemporáneo deja constancia de un hecho continuado que en nuestro tiempo, con la marea liberacionista y sobre todo con la teología progresista, parece haber degenerado en una obsesión.

«Las cavernas del Vaticano»

La literatura contemporánea se ha cebado muchas veces en la Santa Sede dentro de sus ataques a la religión católica. A veces esos ataques a la religión, en sus fundamentos más hondos, han provenido de escritores católicos, que sospechosamente han encontrado un eco universal en el sistema de comunicaciones liberal-radical, no dirigido precisamente por católicos, y en el que la masonería contemporánea ha desempeñado siempre un papel de primer orden, aunque no se conozca bien casi nunca. Las agresiones anticatólicas de dos católicos de origen, James Joyce en Ulises y Umberto Eco en El nombre de la rosa, esa fantástica novela nominalista que la progresía universal elogia coralmente sin entenderla casi nunca, son todo un ejemplo. Pero prefiero comentar cuatro casos concretos que me parecen especialmente significativos como síndromes ambientales.

Creo que ha sido André Gide, el escritor francés que pasó por un intenso sarampión favorable a la Tercera Internacional, quien inauguró la oleada contemporánea de ataques literarios a la Santa Sede con su obra Las cavernas del Vaticano que cito por la edición «Gallimard-Livre de Poche» de 1962. La novela se abre con la abjuración de un masón tras una aparición de la Virgen; y consiste en una intriga francesa sobre el fondo de la suplantación del Papa León XIII por un impostor, tras una maniobra urdida por la masonería más o menos en combinación con la Compañía de Jesús. Mientras León XIII yacía en las mazmorras del castillo de Sant’Angelo, el usurpador dirigía a la Iglesia hacia una posición progresista, desanimaba a los monárquicos franceses y favorecía a la República. Gide demostraba así su incomprensión absoluta por el gran Pontífice que reconcilió a la Iglesia alienada del siglo XIX con el mundo de la cultura y con el mundo del trabajo; y suscitaba ya los temas principales de la novelería antivaticana contemporánea.

Que llevó al paroxismo el conocido escritor homosexual francés Roger Peyrefitte en su difundida y delirante obra La sotana roja, publicada en España en 1983, donde se agitan todos los ingredientes antirromanos de nuestro tiempo. El protagonista es un obispo financiero y guardaespaldas, Larvenkus, agente doble de la CÍA y de la KGB, que dirige entre bastidores la más alta política del Vaticano, asesina ante la mismísima Pietá en la basílica de San Pedro, con aditamentos sacrílegos que la más elemental dignidad humana se resiste a sugerir, y ayuda a un nuevo Papa polaco, el cardenal Ajtyla, a excitar al catolicismo polaco para mejor aplastarle. Todos los grandes hombres de la Iglesia y la política italiana en los años setenta y ochenta, impúdicamente encubiertos, van desfilando por este aluvión de memeces pornográficas sin el más mínimo destello de imaginación, sin una brizna de ímpetu creador; Peyrefitte no se está vengando del Vaticano sino de sus propias frustraciones que deben de ser insondables. El hecho de que este amasijo de asquerosidades haya resultado un éxito mundial, sugiere el grado de podredumbre y degeneración a que ha llegado el gusto literario mundial en nuestro tiempo.

En la estela escandalosa de Peyrefitte, pero con pretensiones de investigación informativa, apareció en 1984 el libro de un escritor sensacionalista nacido en el seno de la Iglesia católica como tantos enemigos intelectuales de la Iglesia católica, David A. Yallop, En nombre de Dios, editado entre nosotros por «Planeta». El homosexual francés había pisado el tema a Yallop, cuyo libro, sin embargo, resulta infinitamente más peligroso porque se monta con pretensiones de reportaje-denuncia, no de esperpento decadente y orgiástico; y porque trata de explicar con aparente seguridad un conjunto alucinante de puntos y momentos oscuros de la burocracia y las finanzas del Vaticano, que como estructura humana no están inmunes, ni mucho menos, a las infiltraciones y las degradaciones de la política, de la estrategia y hasta de la mafia.

La tesis fundamental de Yallop es que la muerte súbita del Papa Juan Pablo I fue un asesinato en regla tramado desde el interior del Vaticano con altísimos inspiradores y no menos altas complicidades. La decisión del gobierno cardenalicio de no permitir que se realizase la autopsia en el cadáver del Papa es el motivo principal que desencadena todas las acusaciones de Yallop, a las que el Vaticano, según su costumbre rarísimas veces quebrantada, no ha prestado la menor atención pública ni ha concedido la menor respuesta, lo que ha motivado una dura carta de denuncia por parte del autor, difundida naturalmente por el departamento de relaciones públicas de la editorial; en ella se queja Yallop de que Juan Pablo II se preocupe tanto por confirmar la veracidad de la pista búlgaro-soviética sobre su atentado de 1981 y en cambio evite toda investigación sobre el presunto asesinato de su predecesor.

Por lo pronto Yallop desliza en su libro numerosos errores de hecho comprobables por el análisis histórico. No aduce sus fuentes documentales ni testimoniales; se trata de una investigación sin notas ni referencias, compuesta exclusivamente de aserciones que muchas veces parecen simples desahogos subjetivos. «Los Papas —dice, para los que siguieron a Pío XI— anhelaban un retorno imposible a los antiguos Estados Pontificios» (p. 24), lo cual es una falsedad clara e indemostrable. Llama «novicio» al seminarista Luciani (p. 25), lo cual para un presunto experto en problemas íntimos de la Iglesia constituye toda una descalificación. Se le ve el plumero prosemítico en varias alusiones extemporáneas (p. 26). Cree que Pío X —un santo canonizado por la Iglesia de nuestro tiempo— fue «un verdadero desastre» (p. 27) y que como resultado de sus medidas pastoral-docentes «muchos seminarios fueron clausurados», lo cual es falso (p. 27). Afirma que el patriarca Luciani recomendó a Pablo VI la píldora anticonceptiva de Pincus, sin la menor prueba (p. 43) y encima atribuye a esta actitud un factor de su futuro asesinato. Cree que la heroica Encíclica de Pablo VI, Humanae vitae es para la Iglesia «un desastre peor que el caso Galileo» (p. 45). Un presunto diálogo Benelli-Luciani sobre el nombre de Dios y el nombre del dividendo es una burda caricatura imposible (p. 54). Afirma sin la menor comprobación que Luciani defendía el divorcio e incluso el aborto, otro absurdo (p. 67). Al referirse a los escándalos financieros del Vaticano —que son desgraciadamente ciertos— titula, exageradamente, «El Vaticano, S. A». (p. 101). Refiere con notoria imprecisión el paso de Licio Gelli, patrón de la logia P-2, por «la división de camisas negras» en la guerra civil española (p. 122) cuando hubo tres. Interpreta el inexistente «Manifiesto de Medellín» de 1968 como el nacimiento de la teología de la liberación y como un «llamamiento a las armas» (p. 180), que son dos falsedades evidentes; y transcribe sin pruebas la famosa lista del periodista Pecorelli sobre los cardenales y dignatarios masones del Vaticano, emanada de la propaganda integrista de monseñor Lefebvre (p. 185), si bien es verdad que Pecorelli fue después asesinado por un procedimiento ritual de la mafia.

«Establecida» la tesis de que Juan Pablo I fue asesinado en la noche del 28 al 29 de setiembre, seguramente con digital, y a través de un visitante que penetró por una escalera secreta en sus aposentos, arremete Yallop, contra toda razón y equilibrio, contra Juan Pablo II, cuyo pontificado «no ha dejado de ser el habitual asunto de negocios» (p. 269). Más aún: «El papado de Juan Pablo II ha supuesto el triunfo de los bribones, de los corruptos, de los ladrones internacionales» (p. 270), cuando es notoria la delicadeza y la eficacia con que el Papa ha conseguido el saneamiento de las turbias finanzas vaticanas que encontró al ser elegido. Llama al Papa «maníaco besacemento» (página 270), fustiga su aprecio al Opus Dei, institución a la que equipara a la logia P-2 (p. 271) y cree que el asesino de Juan Pablo I se encuentra en esta lista de masones: los cardenales Villot y Cody; el arzobispo Marcinkus; los financieros mañosos Sindona, Gelli y Calvi.

Creo sinceramente que este análisis descalifica como pieza histórica al libro, ya celebérrimo, de Yallop. Creo también que en su fondo hay puntos y tramas de oscura verdad, y que la Iglesia debería haber tomado ya alguna medida, por lo menos indirecta, para anular sus efectos perniciosos a golpe de luz. Es lo que ha intentado, con sus escasos medios personales, el historiador católico que suscribe.

Creo que el libro de Yallop resulta suficiente para comprender y resumir toda una serie de ataques al Vaticano en esta época, que se basan en los graves problemas financieros en torno al Instituto para las Obras de Religión, la Banca del Vaticano, el Banco Ambrosiano y las implicaciones e infiltraciones mañosas de Gelli y Sindona, que no han dejado en buen lugar, desde luego, a la figura del arzobispo-guardaespaldas Marcinkus, quien por cierto tiene en las mucho más modestas finanzas de la Iglesia española un curioso imitador de vía estrecha. Las campañas que ha montado el diario gubernamental español (ver El País, 4-VII-1982, 21-XI-1982, 23-X-1986) y otra Prensa tan mal informada como superficial y sensacionalista, así como diversos libros, por ejemplo el de Luigi DiFonzo Michele Sindona, el banquero de San Pedro («Planeta», 1984) y el de Larry Gurwin, El caso Calvi («Versal», 1984), precedidos, en vía estrecha y doméstica, por el de J. Castellá Gassol, El dinero de la Iglesia («Dirosa», 1975), constan de un amasijo de datos probables, medias verdades y pretensiones reveladoras que eluden demasiadas veces la cuestión esencial. Es evidente que en los bajos fondos del Vaticano se necesitaba una intensa limpieza en dique seco, que es precisamente la que ha emprendido, desde posiciones tan limpias como objetivas, el Papa Juan Pablo II. Si entre los discípulos seleccionados personalmente por el mismo Cristo saltó un traidor, nada tiene de extraño que en las estructuras humanas de la Iglesia por él fundada se infiltren demasiadas veces los trepadores, los estafadores y los mañosos. La vida de la Santa Sede está demasiado implicada con la realidad, la política y el submundo de Italia, esa nación admirable adonde también florece una justicia capaz de dar a todo el mundo tan altos ejemplos de imparcialidad y valor como hemos visto en el caso Alí Agca. Quien ante lamentables fallos humanos como los que subyacen bajo las aberraciones y exageraciones que hemos tratado de desenmascarar sienta vacilar su fe, es que no tiene suficiente fe, o se deja llevar por los turbiones de la desinformación.

Las agresiones del frente intelectual «progresista»

Junto a las agresiones contra la Santa Sede por motivos específicos relacionados más o menos con actitudes estratégicas, como las que acabamos de reseñar, aparecen aquí y allá, casi continuamente, otras agresiones que suelen provenir del frente intelectual progresista. Algunas nacen de la pervivencia, cada vez más desacreditada en nuestros días, de un anticlericalismo soez y coprofágico, como por ejemplo la que revienta, desde la portada, en el número 561 de la revista El Papus, que para la ocasión imita las delicadas técnicas de sus antecesores republicanos La Traca y el Fray-Lazo y que solamente merece el más compasivo de los desprecios por el abismo de degradación que revelan sus páginas. Esto, con ser asqueroso, no es grave; parece en cambio más lamentable que el frente intelectual progresista, o la izquierda cultural como la hemos llamado otras veces, abdique de la condición primaria del intelectual —el sentido crítico— para incurrir en desviaciones de propaganda difíciles de calificar.

Así algunos intelectuales italianos, como Giordano Bruno Guerri, desencadenaron un debate de injurias y calumnias contra la Santa Sede a propósito de santa María Goretti, a la que uno de ellos, Francesco Alberoni, denominó «Un mito que se tambalea» en plenas páginas del diario gubernamental español (El País, 21-XI-1985) Todo partió del libro de Guerri Pobre santa, pobre asesino a cuyo paso salió certeramente la Congregación Romana para los Santos en una merecida nota en que reivindicaba a la admirable memoria de la niña mártir y sumía en el ridículo la obsesión antivaticana de tan turbio autor (cfr. ABC, 26-111-1986). El presunto teólogo español Enrique Miret Magdalena, típico ejemplar de la falta de rigor con que proceden los Cristianos por el Socialismo, se atrevió a aceptar globalmente en el mismo diario gubernamental los disparates de Peyrefitte como cosa seria, donde también exalta sin la menor crítica el libro de Hassler sobre la infalibilidad del Papa que ya hemos presentado (cfr. El País, 27-VII1983). El artículo de Miret, al que sólo cabe calificar de baboso, discurre por una cabalgata insólita de presuntas disidencias sólo por él imaginables; trata de apoyarse en nombres señeros de la tradición católica crítica española, que le repudiarían indignados si hubieran podido leer sus disparates. La conclusión es digna del exegeta: «La latinidad no se identifica con el catolicismo». Nunca Miret ha rayado muy alto; pero casi nunca había caído tan bajo como con este artículo.

Desde su descocada ignorancia, nuestro admirado Francisco Umbral tercia frecuentemente en la campaña antivaticana. Véase por ejemplo su encantador artículo Poderes eclesiales (4-III-1983) en el diario gubernamental, naturalmente, donde dice que «sería pueril y blasfemo denunciar las columnas del Vaticano desde esta columna tipográfica»; después de leer el artículo concluye el lector que, en efecto, acaba de asistir a una puerilidad y una blasfemia. Es una verdadera lástima que el profesor Francisco Javier Yuste Grijalba no entendiera nada del maravilloso discurso del Papa en la Complutense con motivo de su viaje a España en 1982; de lo contrario no hubiera escrito su lamentable trabajo Impresiones personales sobre un acto protocolario: la visita del Papa a la Universidad en la revista Ecos Universitarios, increíblemente editada por la Delegación Episcopal de Pastoral Universitaria, núm. 8, diciembre de 1982; no transcribo el artículo para evitar, cinco años después, la vergüenza del autor y del delegado episcopal. Rafael Sánchez Ferlosio se desahogaba en el diario gubernamental español el 25 de enero de 1983 con un bodrio Wojtyla ataca de nuevo, en que trata de acusar al Papa de valorar con diferentes balanzas el armamentismo americano y el soviético. Y Elisa Lamas critica la doctrina papal en materias sexuales como alienada, en otro tristísimo trabajo publicado en Diario-16 el día de Nochebuena de 1983.

En ocasiones la crítica (es decir, la falta de crítica) contra Juan Pablo II asume caracteres más sistemáticos y por lo mismo menos justificables en el campo católico; por ejemplo, en el libro de Giancarlo Zizola La Restauración del Papa Wojtyla, publicado en su versión española en 1985 por la editorial «Cristiandad», vinculada, cómo no, a los jesuitas progresistas.

El libro es una especie de summa antiwojtyliana que resulta muy útil como repertorio de la actual oposición contra la figura y la orientación de Juan Pablo II. Se trata de un periodista con amplísima información sobre la Iglesia y sobre el Vaticano; y que recubre su fanatismo progresista con una capa de moderación aparente. Por ello este libro, muy adecuadamente editado por los jesuitas progresistas, me parece el más desorientador y peligroso de cuantos se han dedicado a la crítica radical contra las orientaciones de Juan Pablo II.

La bestia negra de Zizola es, naturalmente, el cardenal Ratzinger, al que trata inútilmente de presentar con rasgos de un pasado equívoco y obsesiones de pesimismo agustiniano. Ataca la obsesión demoníaca de los restauradores (p. 27) y descalifica la manía viajera del Papa, que según él entrega mientras tanto el gobierno de la Iglesia a un clan reaccionario en que intervienen los teólogos alemanes y el Opus Dei, a quien se dedican en este libro páginas especialmente sectarias. Intenta demoler Zizola la reconducción pastoral del Papa en Holanda, y tergiversa, con datos muy insuficientes, la intervención del Papa en la crisis de la Compañía de Jesús a la que no sabe conectar con los movimientos de liberación; precisamente la exposición del nacimiento y desarrollo del liberacionismo es uno de los puntos más flojos de la obra. Que trata de explicar el proyecto papal a través de oscuras raíces nacionales de historia polaca, con notoria injusticia y arbitrariedad, pero de forma, insistamos, muy sugestiva y sobre una información nada desdeñable, aunque sistemáticamente manipulada.

Los ataques desde la extrema derecha católica: el caso Lefebvre

Precisamente en el recién reseñado libro de Zízola se encuentran algunas claves —lúcidamente expuestas en cuanto a los datos, tergiversadas en cuanto a las interpretaciones— sobre la disidencia integrista y anticonciliar del arzobispo francés Marcel Lefebvre. Que apareció al final del pontificado de Pablo VI, y se dirigió contra el espíritu de diálogo con los no católicos y sobre todo con los comunistas y marxistas, en el que surgían por desgracia muchos motivos para la crítica, aunque no para romper, como hizo Lefebvre, la baraja. Cuando en 1977 el Papa Montini nombra simultáneamente cardenales a los arzobispos Benelli y Ratzinger, Lefebvre responde en su sede helvética de Econe con la ordenación sacerdotal de catorce de sus seguidores, pese a que el Papa se lo había prohibido expresamente.

Ante la presencia en el Vaticano de Juan Pablo II, el arzobispo disidente no ha renunciado a su actitud cismática. Antiguo arzobispo de Dakar, que hoy cuenta ya con ochenta y dos años, insiste en el mantenimiento de su obra cuasi cismática, la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X, y amenaza con la consagración de nuevos obispos que perpetuarían su movimiento (ABC, 30-1-1987). No se inmuta ante la posibilidad de una excomunión papal y mantiene su negativa a aceptar plenamente el Concilio Vaticano II, pese a que en una entrevista personal se lo había prometido al actual Papa. En una dura conferencia dictada en Madrid el 27 de octubre de 1986, cuyo texto completo ha llegado hasta nosotros, Lefebvre agradece a don Blas Pinar su fidelidad a la fe y a la Iglesia; ratifica las conclusiones de Sarda y Salvany en El Liberalismo es pecado; y acusa al Vaticano de influencias masónicas a través de la secta judeo-masónica B’nai Brith.

Lefebvre está suspendido a divinis desde 1976, por la ordenación sacerdotal —anterior a la citada— de sus primeros seguidores, y tiene en España un centro adicto de la Hermandad de San Pío X en El Álamo, provincia de Madrid. Posee en Madrid una capilla con el rito tradicional en Pueblo Nuevo. Según el resumen de su conferencia citada que se publicó en ABC el 29 de octubre, dijo que el Papa está al servicio de la masonería, lo cual concuerda con la difusión de listas masónicas del Vaticano por los seguidores de Lefebvre, sin aducir la menor prueba. La disidencia del arzobispo francés le está llevando a una sucesión de aberraciones y a una situación insostenible, paradójica y absurda. Luego nos referiremos a su encuentro de 1987 con el cardenal Ratzinger, del que afortunadamente parece apuntarse un camino de sumisión y de reconciliación.