I. POR QUÉ UN SEGUNDO COMBATE: DE LA TESIS DE COMILLAS A LA REVELACIÓN INÉDITA DE PABLO VI EN 1968

La tesis de Comillas

La noticia del año —o del siglo— en la Universidad española ha sido, a fines del curso 1985-86, una tesis, sobre la que, sin embargo, no ha informado la Prensa. Resonaron como una convulsión histórica, en la Cristiandad de 1517, las tesis que fijó Lutero en la Schlosskirche de Wittenberg; y la Europa de 1845 ya no sería la misma después de la undécima tesis sobre Feuerbach que entonces propuso Carlos Marx. Pero la España de los años ochenta puede alegar ya otro acontecimiento decisivo para la historia de la Iglesia: la tesis de Comillas.

Dirigía la tesis, que espero y deseo hacer famosa con esta presentación, un competente teólogo, el padre Joaquín Losada, S.J., distinguido por sus actitudes moderadas en la crisis que desde los años sesenta divide a su Orden. Actuaba como segundo censor, y máxima autoridad teológica del Tribunal, un teólogo eminente, curtido en las mil y una luchas del progresismo andante, y encargado antaño por los Superiores de su Orden de interpretar, en un momento crítico, nada menos que el mandato papal contra el ateísmo, que se había dirigido a toda la Compañía: se trata del doctor José Gómez Caffarena, quien declaró en la defensa que se trataba de «una tesis audaz». El marco era la Universidad Pontificia Comillas que los jesuitas habían trasplantado de la apacible costa cántabra a los aledaños del tráfago madrileño. El doctorando era también jesuita; y se llamaba nada menos que Antonio Pérez. La tesis se propuso y defendió en la Facultad de Teología, muy adecuadamente: porque su título era UNIVERSO RELIGIOSO EN LA OBRA DE FRANCISCO UMBRAL: DIOS (1965-1985). Por si alguno de mis lectores piensa que he querido iniciar este libro con un rapto de humor negro, voy a citarle la fuente de donde tomo la información: Noticias de la Provincia de Castilla, S.J., Valladolid, diciembre 1986, pág. 8. Admirativamente comenta la publicación interna de la Orden: «Actual e interesante trabajo el que Antonio Pérez ha realizado al estudiar la personalidad de este escritor tras la lectura de más de 55 libros y miles de artículos. El estudio —dice en el prólogo— no se ocupa de la actitud religiosa de Francisco Umbral. Lo que se investiga es la idea o imagen de Dios y de la religión, contenidas en los textos umbralianos». Y detallan con orgullo las Noticias de la Provincia que la tesis consta de dos grandes tomos mecanografiados «con un total de 1531 páginas». Al confirmar esta noticia, y conocer la alta calificación que mereció la tesis, decidí inmediatamente adelantar con urgencia la publicación de este libro; para recomendar a mis amigos editores que no dejen pasar más meses inédito tan colosal best seller. Y además comprendí la misteriosa alusión del propio Umbral el 14 de octubre de 1985, cuando la tesis llegaba a su apogeo, y Umbral, según su costumbre, combinaba la blasfemia con la desinformación: «Bien hizo la Iglesia trilaterando a Dios, pero esto lo dejo para mi teólogo jesuita de cámara y Comillas, el padre Pérez». (El País, loc. cit.) Más de una vez se habían sentado los teólogos jesuitas con otros teólogos contemporáneos tan relevantes como Ramón Tamames, Carlos Castilla del Pino y Ángel Viñas, en los edificantes Congresos de teología liberacionista que organiza la Asociación Juan XXIII; pero pocas veces había caído tan bajo en su gloriosa historia cultural una Orden española que fue luz de Trento como cuando uno de sus hombres, el doctor Pérez, se convertía en teólogo de cámara de Francisco Umbral.

Para que las supremas autoridades de la Compañía de Jesús —las que no sean de nacionalidad española, porque me consta que los Superiores españoles andan muertos de vergüenza y temen que tan detonante noticia salte a la opinión pública, como sucede hoy— comprendan el acierto histórico de la Universidad Comillas en Madrid, quisiera contribuir con algunos frutos de mi propia investigación umbraliana a las conclusiones de la tesis, que sin duda revolucionará la teología trinitaria durante la próxima generación. Durante una serie de artículos sobre Umbral, que remataron en un resonante encuentro con Fernando Sánchez Dragó y conmigo en la Complutense, del que Umbral huyó despavorido, ya demostré la hondura de sus saberes clásicos (la confusión de Orfeo con Perseo, de los fenicios con los feacios, de la cicuta socrática con las circunstancias del garrote vil) por lo que ahora voy a limitarme, en honor a los jesuitas de Comillas, a resaltar documentalmente los saberes teológicos que sin duda han suscitado la tesis del licenciado Pérez. Saberes que se han manifestado con especial hondura y brillantez en 1986, el año de la histórica tesis doctoral.

El 8 de febrero, y en su habitual tribuna de El País, donde otro jesuita, el padre Martín Patino, se cuida de encauzar y a veces inspirar los notorios fervores teológicos del periódico, Umbral define a la Trinidad, el más alto dogma cristiano: «La secular injusticia es cogerle las aceitunas a otro, o sea el señorito, que suele estar en el Casino de Sevilla o Madrid disertando vagamente sobre la Santísima Trinidad y otras gaseosas». Una tesis sobre el concepto de Dios tendrá sin duda en cuenta la descripción de Umbral el 2 de setiembre: «Que Dios no admite términos medios ni viaja en papamóvil». La religiosidad española queda perfectamente descrita el 16 de setiembre del mismo año 86: «El español a quien adora de verdad es al monstruo, y por eso ha procurado monstruizar sus religiones, hacer de Cristo una pieza de caza y del Espíritu Santo un pichón del tiro de pichón».

Son los materiales para una gran tesis doctoral según Comillas y no, como habrá imaginado el lector indocto, una simple antología de la blasfemia. La alta teología umbraliana se hace especialmente delicada cuando habla de la Virgen María, como el 2 de junio de 1986, al referirse a las «Vírgenes montaraces que están entre la diosa y el ovni» o a la Madre de Dios como «divinidad hembra». Y compromete al jesuita comunista Llanos, antaño distinguido por su devoción a María, al hacerle decir que «la Virgen tiene difícil encaje teológico» después de definir a María como «el fetiche portátil de don Pelayo». O a la Macarena como «la madre vagamente incestuosa de la multitud».

Umbral tiene una obsesión cancerosa por los ángeles. Suele referirse a ellos en clave pornográfica, como el 22 de diciembre: «Uno, durante la adolescencia cristiana, siempre soñó con que su ángel custodio fuese hembra y con beneficiársela». Estupenda prueba de la hondura teológica de Umbral tanto en el Dogma como en la Moral; y es que a los ángeles «los crea Dios sin duda para introducir confusión entre los hombres. Son un tercer sexo teológico». Está convencido tan eximio teólogo de que los Concilios de Nicea y de Trento debatieron de verdad el sexo de los ángeles (27 de octubre de 1985) y por eso convierte su repugnante libro Pío XII, la escolta mora y un general con un ojo, que prostituyó la serie de los premios Planeta, por más que sólo alcanzó un accésit antes de fracasar en las librerías, en una orgía blasfema contra los ángeles. De la página 20 a la 234 del libelo tengo al menos catorce asombros subrayados, y eso que ya me resulta difícil asombrarme con los excesos de este coprófago de nuestra literatura contemporánea. «Vi a mi ángel de la guarda —dice en la p. 233— según Murillo, jodiendo con otro moro de turbante». Es una de las descripciones teológicas más hondas.

Otra sentina de las obsesiones umbralianas es la figura del Papa actual, lo cual sin duda justifica los elogios que el diario católico español, el Ya, ha dedicado a Umbral cuando el autor de este libro fue, naturalmente, expulsado de sus páginas a principios de 1985 tras haber puesto a Umbral en su sitio, entre otras causas coherentes. Wojtyla es caro, titula Umbral el 18 de julio de 1982 antes de insultar de manera soez a Juan Pablo II. El 9 de diciembre de 1985 atribuye, claro está, El Vicario, ese panfleto escénico contra Pío XII, a Peter Weiss. Los Papas renacentistas, nos informó el 6 de mayo de 1983, se permitían algunas licencias, pero inventaron los primeros Viernes; un espléndido Renacimiento más de un siglo después. La baba contra el Papa se extiende a toda la Iglesia, y trata de salpicar sobre todo a los cardenales, por quienes el blasfemo de Valladolid siente especial predilección; don Marcelo, don Ángel Suquía y monseñor Jubany son sus predilectos. Pero no olvidemos que la tesis del padre Pérez es teológica más que pastoral; por eso trata en ella tan a fondo —sin duda— la formidable síntesis de Umbral el 17 de junio de 1983: «Los frisos neoclásicos (dice, a propósito de un edificio de otra época), las pinturas al fresco y los bajorrelieves vivos se confunden en una común filosofía del bocadillo, como en los Concilios se confundían ángeles y cardenales especularizando (sic) sobre la virginidad de la Virgen, que sólo Pío XII la dio por norma, en los cuarenta, ya que los nazis iban perdiendo la guerra y había que contrarrestar». El padre Pérez glosará profundamente en su tesis este texto incomparable en que Umbral atribuye la virginidad de María no al Evangelio y al Credo, sino a Pío XII, que naturalmente jamás definió la Virginidad sino la Asunción y en 1950, cinco años después que terminase la Segunda Guerra Mundial. Claro que en el fondo la intención del Depurador (prefiero este calificativo al de Autodidacta, porque es evidente que nada ha aprendido por sí mismo el blasfemo) es la que expresa el 23 de noviembre de 1983: «La Iglesia, la fe, la cosa, que salvo subvenciones y cepillos de ánimas pertenecen al mundo de lo opinable —dice tras insultar a don Gabino Díaz Merchán— se van borrando esmeriladamente del paisaje sociológico español».

El 8 de febrero de 1987 el Depurador trata de intervenir en el proceso electoral para la presidencia del Episcopado español. «La línea Lefebvre —desbarra— llega hasta monseñor Suquía pasando por el vidente Clemente». Cristo dijo algo sobre la vida: pero para Umbral «la religión, como los toros, es un ritual en torno de la muerte y los obispos han decidido volver a vestirse de luces». El padre Pérez podrá añadir, antes de publicar su tesis, un apéndice sobre la eclesiología umbraliana.

Redactada ya nuestra reseña sobre la famosa tesis de Comillas, el inspirado Francisco Umbral vuelve a ofrecernos una notable investigación teológica que recomiendo al padre Pérez para que la tenga en cuenta en la publicación de la tesis. El domingo 1 de marzo de 1987, y en la última página de El País, Umbral titula un artículo nada menos que así: Dios. No tiene desperdicio. «Moscú y el Vaticano —son sus primeras palabras— parecen dispuestos a negociar la muerte de Dios. El deicidio sería en Leningrado, según Juan Arias». Acumula Umbral citas de profunda teología como ésta: «En la Rota tiene lugar la muerte de Dios todos los días». Y otra: «Dios muere en las máquinas tragaperras, según monseñor Suquía». Penetra el Depurador en los campos de la Escritura con su habitual competencia: «¿Acaso —dice— no son la Biblia y el Evangelio libros de anécdotas, fascinantes por lo narrativos, con tías buenísimas que se vuelven de sal?» Abunda también en la eclesiología mediante esta amable cita de Camus: «Si existiese Dios no serían necesarios los curas». Porque, acaba de recordarnos con otra cita, «Dios no es cura». La exégesis del doctor Pérez tiene por tanto nuevos campos teológicos en que ejercitarse. En fin, allá el padre Pérez, el padre Losada y el padre Caffarena con su tesis. Yo acabo de mostrar que Umbral se ha dedicado tenazmente a insultar con su boca sucia a las personas en quienes yo creo, a las cosas que yo quiero. Ha insultado, sobre todo, a mi Madre. Y como no soy un santo, sino simplemente un escritor, no me queda otra solución que felicitar a Umbral por la gran suerte de que nadie será capaz, en cambio, de insultar a su padre. Y es que sus oponentes somos mejor educados.

Con mis especiales enhorabuenas para que el padre Pérez, el padre Losada y el padre Caffarena, y para la prestigiosa Universidad Comillas de los jesuitas en Madrid.

Una metralleta en el ofertorio

Naturalmente que la esquizofrenia liberacionista no ha afectado solamente a la Compañía de Jesús. En este libro ampliamos el análisis a otras familias religiosas, como los franciscanos, los marianistas y las carmelitas descalzas, entre otras. Pero la Compañía tiene mayor responsabilidad histórica en esta oscura rebelión de la Iglesia católica contemporánea, por su especial preparación, por su gloriosa ejecutoria y por su voto específico de obediencia al Papa. En la dedicatoria de este libro me refiero a un jesuita de Centroamérica que ha decidido permanecer en la Orden ignaciana, de la que ya se iba, al leer mi primer libro sobre este problema. Pero en su carta del 29 de octubre de 1986, en la que me comunicaba esa decisión, de la que me alegro enormemente, me confiaba noticias realmente estremecedoras, que se convirtieron también, inmediatamente, en estímulos para acelerar la publicación de este segundo libro. Mejor que cualquier comentario transcribiré el párrafo más dramático del testimonio, uno más entre los innumerables que me han enviado, al ver mi primer libro, tantos jesuitas de Europa y América:

«En fin, que no veo solución próxima ni remota a la Compañía de Jesús en Centroamérica. La semana pasada fue a San Salvador, con ocasión del terremoto, el Fernando Cardenal. Llevaba ayuda rusa a los damnificados. Pero los jesuitas de la UCA (Universidad Centroamericana J. Simeón Cañas) le recibieron con honores de mesías; y el apóstata Fernando les habló a los teólogos S.J. que estudian en El Salvador. Ya se puede imaginar qué bellezas les diría de la dictadura soviética criminal nicaragüense. A este Fernando los jesuitas de su calaña (casi todos) le adoran como a réplica de Marx. Hace dos meses hubo una ordenación sacerdotal de un tal Napoleón Alvarado, nicaragüense, en Managua. Le ordenó el jesuita Luis Manresa, que fue obispo de Quetzaltenango y ahora es rector de la Universidad Landívar de la ciudad de Guatemala, foco de liberacionismo activo. Al ofertorio, en la misa de ordenación, el Napoleón ofreció una ametralladora; habló laudes de primera clase al sandinismo y al Fernando Cardenal lo elevó más allá de la constelación del Centauro, y dijo que lo escogía como norte y modelo de su sacerdocio al servicio del soviet». Este disparate de la metralleta no es un caso aislado; en su momento comprobaremos que se trata de un rito del liberacionismo centroamericano. Pero merece la pena adelantarlo en este capítulo introductorio, para que el lector se ponga cuanto antes en situación. La Prensa gubernamental de Managua sitúa la ordenación en la «iglesia capitalina de la Cruz Grande, en Ciudad Sandino» y añade que la misa fue concelebrada por varios sacerdotes, jesuitas, dominicos, franciscanos y diocesanos el día de San Ignacio. Nada dice de la metralleta, pero añade una oración de acción de gracias entonada por el padre Alvarado a los hermanos Cardenal y a Miguel d’Escoto.

El segundo combate

Como hemos dicho, este libro es el segundo combate de Jesuitas, Iglesia y marxismo, que vio la luz en mayo de 1986. Pero el lector puede iniciar su lectura por este segundo libro, que constituye un relato independiente. Para facilitar la lectura a quienes no conozcan el primero, resumo las conclusiones esenciales de aquél, brevemente, para que también los lectores del primer libro fijen sus ideas ante el segundo:

En torno al Concilio Vaticano II (1962-1965) surgen en la Iglesia católica intensos movimientos de renovación (muchas veces positiva) combinados, como el trigo con la cizaña, con movimientos heterodoxos de contestación y protesta que gustan llamarse movimientos de liberación, cuyas raíces cabe detectar en las convulsiones de la posguerra mundial segunda, en la que comenzó su difícil andadura el confuso conjunto de pueblos que conocemos como el Tercer Mundo, situado en medio de la antítesis de los otros dos mundos, convertidos desde los mismos años cuarenta en bloques estratégicos enfrentados: el Primer Mundo, occidental y desarrollado, que es el mundo de la libertad política, económica y cultural; el Segundo Mundo, marxista-leninista, totalitario y expansivo. Los movimientos de liberación nacen con una componente estratégica más o menos oculta, que en algunos casos se ha podido revelar y comprobar fehacientemente, como para el movimiento PAX y su derivación IDO-C, invenciones del marxismo-leninismo para introducir la confusión y la lucha de clases en el seno de la Iglesia católica. Hemos aducido, en su momento, la documentación que sentencia esta tesis.

Los movimientos de liberación surgen sobre un conjunto de problemas reales y trágicos: el hambre, la miseria, la opresión y el subdesarrollo del Tercer Mundo, víctima del egoísmo y el imperialismo del Primero (y del Segundo), pero también víctima de la incompetencia y el egoísmo, todavía más feroz, de sus propias clases rectoras, incapaces de imitar el ejemplo de las clases rectoras del Extremo Oriente Libre —Japón, Corea del Sur, Hong Kong, Taiwán, Singapur— que han logrado sacar a sus pueblos del Tercer Mundo a fuerza de dedicación, imaginación y trabajo. Pero el remedio que proponen los movimientos de liberación, implicados con el bloque marxista-leninista, es peor que la enfermedad: encerrar a los pobres del mundo en campos de concentración de ámbito nacional, como puede verse en los casos de Cuba y Nicaragua con pruebas abrumadoras y diarias, que sólo dejan de reconocer quienes viendo no ven y oyendo no oyen, por ejemplo la televisión socialista española.

Los movimientos de liberación son tres, profundamente interconectados entre sí. Por orden cronológico de aparición en escena son éstos:

Primero, el movimiento Comunidades de base-Iglesia popular, que surgió en Brasil antes del Concilio, y en diversos puntos de Europa; el origen fue apostólico en América, pero en Europa (y pronto en América) este primer movimiento fue articulado por grupos de sacerdotes contestatarios y antijerárquicos. La desembocadura de este movimiento —fortísimo en Brasil— está muy clara: Nicaragua y su Iglesia popular rebelde.

Segundo, la teología de la liberación, que nace a finales de los años sesenta, en la estela de la Conferencia del Episcopado Iberoamericano en Medellín, Colombia, y se propone como pasto intelectual y doctrinal para consumo de las comunidades revolucionarias de base.

El origen de la teología de la liberación es doble: surge ante las circunstancias tercermundistas de América, pero con fortísimo influjo doctrinal de la llamada teología progresista europea, y también de las corrientes marxistas y neomarxistas, influyentes además en los promotores de esa teología. La teología de la liberación, tal y como se ha desarrollado en los años setenta y ochenta, posee una componente específica marxista, más o menos acusada según los autores. Sus portavoces más célebres son el sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez, el franciscano brasileño Leonardo Boff y el jesuita vasco, naturalizado en El Salvador, Jon Sobrino.

El tercer movimiento liberacionista es el de Cristianos por el Socialismo. Se trata de una organización de cuadros para la militancia cristiano-marxista que brotó en 1971-72, durante la época Allende en Chile, principalmente a impulsos del jesuita chileno Gonzalo Arroyo.

Desde los primeros momentos la Santa Sede, así como las Iglesias de Europa y América, reaccionaron contra la trama liberacionista. Pablo VI marcó el camino con su encíclica Evangelii Nuntiandi en 1975 y Juan Pablo II fijó definitivamente la posición de la Iglesia contra el liberacionismo marxista en la Conferencia del Episcopado iberoamericano de Puebla, México, en 1979, precisamente el año en que la estrategia cristiano-marxista, alentada desde Cuba a partir de 1959, lograba su resonante triunfo de Nicaragua, cabeza de puente de la estrategia soviética en Centroamérica.

El viaje martirial de Juan Pablo II a Centroamérica, incluida Nicaragua, en 1983, marcó el comienzo de una eficaz contraofensiva doctrinal de la Santa Sede, que señaló las aberraciones marxistas de Gustavo Gutiérrez en ese mismo año y frenó en seco los desbordamientos de Leonardo Boff —que introducía teórica y prácticamente la lucha de clases en el seno de la Iglesia— mediante duras actuaciones en 1985. El año anterior la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe repudiaba la teología de la liberación en un documento clarísimo que los liberacionistas rechazaron unánimemente como si no les concerniese. Variaron su actitud ante el segundo documento, que surgió en la primavera de 1986, al que pretendieron interpretar como una concesión de Roma cuando se trataba de una confirmación en regla del primer documento.

Nuestra tesis más discutida, y para nosotros cada vez más clara, es que la Compañía de Jesús ha sido un factor esencial de promoción y coordinación para los movimientos liberacionistas, gracias a una hondísima crisis interna que la ha sacudido durante el generalato del padre Arrupe que coincide con la etapa posconciliar de la Iglesia. Los jesuitas progresistas, prácticamente escindidos de los ignacianos, a quienes oprimen férreamente después de haber tomado el poder en la Orden, han animado el movimiento Comunidades de base, han situado a uno de sus miembros en el gobierno marxista-leninista de Nicaragua, han abierto el camino de Cristianos por el Socialismo, dirigen la estrategia liberacionista en Centroamérica a través de su Universidad Centroamericana en San Salvador, y han establecido tupidas redes de apoyo logístico al liberacionismo en Estados Unidos y en España. Para esta actividad que desdice de su ejecutoria secular, la Compañía de Jesús, sector progresista, se ha convertido en la oposición a la Santa Sede, con una auténtica prostitución histórica de su cuarto voto de obediencia especial. La Santa Sede —los tres últimos Papas— ha reaccionado durísimamente contra esta actitud, como hemos demostrado con documentos a veces inéditos en nuestro primer libro, y seguiremos demostrando en el actual.

Éste es el resumen de las principales tesis expuestas y probadas en Jesuitas, Iglesia y marxismo. El lector que me haya hecho el honor de leerlo las recuerda bien. El lector que ahora se incorpore al debate conoce ya perfectamente nuestro punto de partida, que en este libro se va a ampliar y ahondar.

Insistamos en una advertencia que ya expusimos en el primer libro: abordamos esta investigación no desde posiciones integristas y extremistas (en las que tanto inciden los liberadores), sino desde un plano democrático y constitucional, y tras haber contribuido modesta pero decididamente a la implantación en España de un régimen de libertades; tras haber desempeñado en la nueva democracia española el Ministerio de Cultura y las funciones de senador y diputado en las dos primeras legislaturas de 1977 y 1979. Ahórrense pues sus insultos quienes desde posiciones de integrismo liberacionista patente pretenden acusarme de integrismo político-religioso. Precisamente lo que más les duele es la imposibilidad de que nadie tome en serio tal dislate; los ataques desde el integrismo o la extrema derecha no les preocupan, pero las denuncias desde la libertad les desatan los nervios. Sólo recordaré a los tales que al comenzar la transición acuñé una frase oportuna que se difundió mucho: «La extrema derecha se quita leyendo». Y, naturalmente, la extrema izquierda.

Los acontecimientos de 1986-1987

La historia, acabamos de decir, continúa; porque la lucha continúa. Entre nuestro primer libro y la aparición de este segundo debemos registrar los hechos siguientes, que comentaremos con mayor profundidad en el cuerpo de la obra, y que justifican, por su trascendencia, este nuevo combate:

Primero, la tergiversación colectiva, evidentemente concertada, ante el segundo documento sobre la teología de la liberación, publicado por la Santa Sede al comenzar abril de 1986, y que llegamos a tiempo para incluir, tras detener materialmente las máquinas, en nuestro primer libro. Aterrados por la reacción del Vaticano desde 1983, los liberacionistas decidieron, con sospechosa unanimidad, recoger velas, capear el temporal y no enfrentarse abiertamente con una Roma que no cedía un ápice en su alta misión orientadora y doctrinal. Un libro (ilegal y anticanónico, como veremos) de los hermanos Boff publicado por entonces muestra claramente este cambio de rumbo, que convendrá analizar despacio.

Segundo, la identificación del marxismo como forma moderna del pecado contra el Espíritu Santo, propuesta por el Papa Juan Pablo II en su encíclica Dominum et vivificantem, comentada editorialmente con culpable sordina por el entonces órgano de prensa de la Conferencia Episcopal española. Los silencios del diario y de la Conferencia siguen manteniendo a los católicos españoles sin orientación específica de ámbito nacional sobre los movimientos de liberación. Algunos obispos son la gran excepción que confirma la regla; pero colectivamente conviene insistir en que el Episcopado español ha mantenido en este período su actitud de inhibición ante el fondo del asunto, aunque haya asumido, ¡por fin!, ciertas actitudes más decididas en casos de flagrante provocación liberacionista.

Tercero, el VI Congreso de Teología liberacionista —que es precisamente uno de esos momentos excepcionales de decisión episcopal colectiva en España— que se planteó en setiembre de 1986 como un desafío atrabiliario contra la Iglesia jerárquica. El VI Congreso ofreció su plataforma —resonante gracias a la colaboración de la Televisión socialista— al teólogo disidente Hans Küng, autor de los disparates más intolerables contra la Iglesia católica que no hace mucho le había privado de su cátedra y le descalificaba como teólogo católico. El padre Ignacio Armada, S.J. se permitió atacar a los obispos españoles desde la televisión, y en mangas de camisa; al poco perecía en extrañas circunstancias durante un accidente de automóvil cuando, acompañado por una religiosa, caminaba hacia el Sur. Su funeral alcanzó visos de aquelarre.

Cuarto, el nuevo aluvión de noticias de índole estratégica que nos han llegado desde la primavera de 1986 con origen en Nicaragua, Centroamérica, México, Cuba y la Unión Soviética.

Y quinto, la evidente impotencia del general de los jesuitas, padre Kolvenbach, para mitigar y reconducir la paranoia de los jesuitas progresistas en todo el mundo, precisamente cuando algunos de ellos se empeñan ahora en la extensión del movimiento liberacionista a otros continentes, gravísimo problema con el que ahora se enfrenta, cada vez con mayor preocupación, la Iglesia de Roma.

Todas estas noticias, todos estos cambios, todos estos hechos aconsejaban un nuevo tratamiento del problema y una profundización. Esta profundización nace, sobre todo, de la autocrítica emprendida por el autor después de la publicación del primer libro, el cual, a lo largo de las sucesivas ediciones, se mantiene prácticamente idéntico al original ya que nadie, pese a numerosas invectivas y algunos torpes intentos de descalificación, ha señalado un solo error documental o fáctico. Ha sido el autor quien ha corregido algunos leves errores y desenfoques a partir de la segunda edición, y quien se ha replanteado una profundización en varias encrucijadas del libro. Hacía falta penetrar todavía más en el despliegue doctrinal del Magisterio sobre el liberacionismo. La presentación elemental del panorama teológico en España, Europa y América, correcta pero muy insuficiente, necesitaba ampliarse para enmarcar con más fuerza los fenómenos liberacionistas, y en este segundo libro intentamos a fondo esa ampliación, sin pretensiones de autoridad teológica, pero con una exposición intensa del marco teológico contemporáneo enfocado desde una profunda preocupación cultural y católica. La influencia francesa en las circunstancias y comunicaciones del liberacionismo, ya esbozada en el primer libro, recibe en éste un tratamiento mucho más a fondo, que resaltará ante el lector esa influencia, que consideramos determinante y decisiva, en los planos doctrinal y estratégico. Concedemos en este segundo libro mucho mayor peso a la dimensión protestante del liberacionismo, que como ya indicábamos en el primero puede y debe considerarse como un nuevo protestantismo sobre todo en las regiones del mundo que, gracias a España, quedaron inmunes del protestantismo en la Edad Moderna; y sobre todo en la propia España. Las relaciones entre liberacionismo y marxismo, que ya calificábamos en el primer libro como constituyentes, quedan ahora más perfiladas y completas, al examinar de cerca los intentos (algunos posteriores al primer libro) de aproximación marxista teórica por parte de los liberacionistas, conscientes ya sin duda, ante las críticas romanas, de que su marxismo es muchas veces mimético, superficial y precario. Ante la condición capital de la Conferencia de Puebla en las luchas de la liberación dedicamos un análisis a profundizar en su génesis. Comunicamos los resultados de nuevas investigaciones sobre las Iglesias de España y América en torno al liberacionismo, y al profundizar en las implicaciones estratégicas de la alianza cristiano-marxista resaltamos como se merecen las nuevas posiciones de Fidel Castro ante la religión y los nuevos datos sobre el cerco liberacionista a la nación mexicana, gran objetivo estratégico para el año 2000. Aportamos nuevos datos sobre la crisis de la Compañía de Jesús en relación con los movimientos de liberación, pero, como ya hemos anunciado, ampliamos la información a la crisis de otras Órdenes y Congregaciones religiosas muy afectadas por las convulsiones posconciliares.

El fracaso de un silenciamiento

Jesuitas, Iglesia y marxismo apareció durante la última semana de mayo de 1986. La época no era muy propicia para la difusión del libro en España; pasada ya la efervescencia de las Ferias del Libro y de cara a un verano sin más noticias que la enésima crisis de la derecha española en la Edad Contemporánea, que analizamos en nuestro libro siguiente La derecha sin remedio. Pese a todo, el libro saltó inmediatamente a las listas de best sellers, donde continúa un año después, cuando se escriben estas líneas; y en su breve trayectoria cuenta ya con un apretado historial, que resumo brevemente para ilustración de los lectores, no exenta quizá de regocijo.

A los pocos días de la publicación, el autor tuvo noticia múltiple, directa y fidedigna de que uno de los principales implicados en las denuncias del libro, el entonces Provincial de España de la Compañía de Jesús, padre Ignacio Iglesias, comunicó una orden tajante de silenciamiento. Ningún jesuita, bajo ningún pretexto ni motivo, podía comentar positiva o negativamente mi libro. Escarmentado sin duda por el lamentable resultado de la polémica suscitada por los jesuitas progresistas sobre los artículos de ABC en la Semana Santa de 1985, de los que nació precisamente el libro, el Provincial de España trataba de encerrarle en una muralla de silencio, de la que me llegaron inmediatamente varias pruebas seguras. Posteriormente fuentes de la Compañía de Jesús han revelado al autor que la orden de silenciamiento comunicada por el padre Iglesias partió del propio padre General Kolvenbach, quien se refirió —durante una reunión interna en Pamplona con jesuitas españoles— al libro como un «libelo». El padre Kolvenbach, cuyo fracaso en la reconducción de la Compañía es ya notorio, no conoce el español como para comprender el libro y ha opinado sin leerlo, basándose en la valoración de sus consejeros españoles proliberacionistas. Seguramente a estas alturas ya habrá advertido su desenfoque.

No sirvió de nada. El padre Iglesias —y el padre General— desconocen que los decretos de silencio y los cordones sanitarios suelen convertirse en el mejor estímulo para la difusión de los libros prohibidos. Pronto veinte mil ejemplares en la calle perforaron por todas partes el muro del padre Iglesias, que algunas provincias de la Compañía, como la de México, trataron de reforzar. El padre Iglesias desconoce también que el procedimiento más eficaz para la propagación de un libro no consiste en solemnes actos de presentación y comentarios a través de la red de bombos mutuos, tan inútiles como gratos a la izquierda cultural; sino en la comunicación interna y silenciosa entre el cuerpo de lectores, que se llama boca-oído en el argot editorial y librero. Por otra parte los libreros de España, que son comunicadores culturales y no simples comerciantes del libro, leyeron el libro y lo recomendaron vivamente, desde la propia convicción, a sus clientes; el autor se enorgullece especialmente ante ese gesto, por su condición de librero de honor. Una riada de libros salió para Roma, donde, como me decía uno de los más influyentes cardenales de la Iglesia, «tu libro llegó a donde tenía que llegar»; precisamente el 16 de junio de 1986, fecha que señalé con piedra blanca en mi ejecutoria cultural íntima. Agrupaciones y entidades católicas de España y América difundieron el libro por toda América, especialmente en Nicaragua, donde circulan más de doscientos ejemplares. El muro del padre Iglesias se había convertido en un colador; prácticamente todos los jesuitas de España han leído el libro, y muchos de ellos, docenas de ellos, han hecho llegar al autor su aliento y su colaboración efectiva para este segundo libro, como comprobará el lector a lo largo de estas páginas, si bien velamos, en casi todos los casos, la identidad de tan beneméritos colaboradores para evitarles represalias. Entresacamos, de momento, algunas expresiones de esas cartas de jesuitas, con indicación de la fecha:

«Se ha lucido usted con este libro que denuncia todas las barbaridades que desde hace más de quince años venimos sufriendo. Yo le aseguro a usted que lo que dice usted y yo conozco es la pura verdad, la descarnada verdad» (Centroamérica, 25 de agosto de 1986).

«Te leo desde hace mucho tiempo y comparto tus ideas sobre la Compañía de Jesús a la que tanto amo y que considero se encuentra en el momento más bajo de su historia; la relajación (sobre todo en España) en ideas y vida es, desgraciadamente, muy profunda» (Aragón, 21 de julio de 1986).

«Con mi sincera gratitud y la más efusiva felicitación por su libro,-que viene a remediar la necesidad de la opinión pública en la Iglesia, enseñada por Pío XII» (Santander, 30 de octubre de 1986).

«Le envío mi más cordial felicitación por su obra. Ha tenido usted el valor de pasarse al tercer binario para “mejor poder servir a Dios Nuestro Señor”. En el primer y segundo binario quedan algunos canónigos que le han contestado con calificaciones rotundas, y quedan también algunos fariseos que se rasgan las vestiduras ante la Verdad; es la historia del tiempo de Jesús que se repite inexorablemente en esta pobre geografía humana. Que el Señor le recompense y no haga caso de los ladridos ni de los silencios que se puedan orquestar alrededor de su magnífica obra» (Aragón, 8 de agosto de 1986).

«Nos ha interesado tanto la recensión del libro Jesuitas, Iglesia y marxismo hecha por Eduardo Torra de Arana que ardemos en ansias de tener pronto el libro. Yo creo muy difícil que se vaya a vender en México pues además de lo que significaría la salida de divisas, no dudo de que el Provincial de México hará todo lo posible para que se prohíba la entrada del libro al país, como quisieran suprimirlo los Provinciales de España» (México, 17 de setiembre de 1986).

«El libro del profesor De la Cierva es el primer intento de utilizar la masiva documentación que existe para probar la complicidad de los jesuitas en el liberacionismo y el primer desafío serio y genuino al dominio de la mentalidad liberacionista en las provincias españolas de la Compañía. El libro representa la documentación de centenares de sacerdotes y hermanos; y refleja la oposición de los jesuitas de filas contra un plan de extensión marxista en Iberoamérica, que los teólogos españoles de la liberación, miembros de la Compañía de Jesús, ya tienen en marcha en Centroamérica… Éste es un libro importante para todos los que desean entender no solamente a España, sino también a los problemas de nuestro hemisferio» (Carta de un jesuita norteamericano a la revista Commentary, 16 de octubre de 1986).

«Ante todo quiero cumplimentarle por su gran libro. Yo lo considero como un gran sonido de trompeta para los que todavía están algo dormidos. Creo que este libro suyo va a hacer gran bien a la Iglesia» (USA, 5 de noviembre de 1986).

El aldabonazo de «El Pilar»

La revista católica El Pilar, de Zaragoza, es una de las más influyentes en España y América dentro del plano religioso; se difunde en más de cincuenta naciones, y llega a todos los rincones y centros neurálgicos de la vida cristiana. El autor recibió una de las más gratas sorpresas de su vida cuando en el número de El Pilar correspondiente al 24 de julio de 1986, vio un amplio comentario a toda página debido a la pluma del director de la revista, don Eduardo Torra de Arana, gran organizador de movimientos y congresos marianos en todo el mundo. Poco después, el 26 de agosto, el diario ABC de Madrid reprodujo la presentación de don Eduardo Torra, que rompió definitivamente el muro de silencio y consiguió que «se disparase» el libro, como dijeron los libreros y distribuidores. El autor tiene el honor de reproducir aquí tan alto comentario, como prueba de suprema gratitud. Su título es «Un libro excepcional».

«Un viaje de ida y vuelta de Zaragoza a Gijón —diecinueve horas— me ha proporcionado el hueco necesario para leer de dos tirones un libro excepcional, sorprendente para muchos, coincidente con lo que muchísimos sabíamos y revelador para todos; es el libro que acaba de editar “Plaza & Janes” Jesuitas, Iglesia y marxismo, del que es autor ese gran historiador de la España contemporánea, excelente escritor y periodista, e insobornable católico que es Ricardo de la Cierva. Se trata, a mi parecer, del libro más importante y esclarecedor que se ha escrito en muchos años y que en sus más de quinientas páginas describe la historia de los movimientos de vanguardia surgidos en el seno de la Iglesia católica, Comunidades de base o Iglesia popular, Cristianos para el Socialismo y Teología de la Liberación. El origen, filosofía, organización, publicaciones, bases logísticas, protagonistas mayores y menores, conexiones internacionales y actividades de estos movimientos junto con sus conexiones con las instituciones marxistas de inspiración y apoyo son descritos, analizados e historiados por La Cierva, del modo más riguroso, serio y documentado, aportando una abrumadora documentación, en algunos casos inédita, sobre las instituciones, sobre cada una de sus estrategias y sobre los propiciadores en España, Hispanoamérica y el mundo entero, con toda suerte de detalles, nombres y apellidos, publicaciones, auténtico rostro de sus inspiradores, idas y venidas, congresos, simposios, entrevistas, adoctrinamientos y coartadas.

El trabajo de La Cierva ofrece, además de la historia de estos movimientos avalada —repetimos— con una documentación apabullante, la radiografía de la Iglesia, especialmente en España y en Hispanoamérica, evidentemente infiltrada de marxismo y de marxistas en instituciones, publicaciones y toda suerte de mecanismos de influencia. Veinte años de historia se asemejan a veinte siglos de actividades más o menos camufladamente subversivas cuyas ramificaciones e influencias se han colado hasta instancias jamás imaginables.

El libro está escrito desde el apasionamiento y la indignación de un hombre mil por mil católico que contempla desde la evidencia de sus estudios científicos el desquiciamiento de instituciones tan venerables como la propia Compañía de Jesús, escindida hoy claramente en dos Compañías, ya no sólo distintas sino antagónicas, y el consiguiente desquiciamiento de las congregaciones, especialmente femeninas, dedicadas a la enseñanza que han vivido durante décadas en la órbita de influencia de la Compañía. Pero, como ya hemos indicado, el libro está escrito desde la objetividad del historiador que raramente hace afirmaciones sin el aval correspondiente de una cita documentada. Por estas razones la lectura de este trabajo resulta apasionante y en muchos casos estremecedora. No podía ser menos cuando lo que se nos demuestra es la infiltración del marxismo, con todas sus consecuencias, en la mente de teólogos de la Iglesia, en las tesis de centenares de publicaciones divulgadas sagazmente y en los comportamientos de muchos agentes de pastoral, los cuales a veces con buenísima voluntad pareja con su ingenuidad suicida y otras veces sabiendo el porqué y el para qué de sus actuaciones han hecho el juego y hecho la cama a los enemigos radicales de la Iglesia. Todo ello ha hecho tambalear la Iglesia hasta no sabemos bien qué grado y, sobre todo, ha creado la confusión, la decepción y, lo que es peor, la división entre sacerdotes, comunidades, militantes cristianos y movimientos apostólicos. Un verdadero desastre, en una palabra.

El autor, a pesar de su despliegue documental, ha sido muy discreto y ha sabido escribir desde la calidad al prójimo y el amor a la Iglesia. Es decir, que ha callado algunas cosas, ha silenciado algunas actitudes y ha tratado con benignidad los comportamientos de altísimos personajes de la Iglesia todavía en activo. Con todo, se adivinan sus silencios y se comprende su bondad para con muchos dirigentes cristianos, españoles e hispanoamericanos. Bondad y silencios que entendemos y agradecemos en nombre de la dignidad de las personas y sobre todo de la dignidad de la Iglesia.

El libro de Ricardo de la Cierva explica por sí solo muchas, casi todas, las penas y sinsabores que ha tenido que sufrir la comunidad eclesial en estos últimos años, los disgustos de muchos pastores de la Iglesia, como los que experimentó en sus últimos años en la Iglesia zaragozana aquel hombre de Dios y excelente prelado que fue don Pedro Cantero Cuadrado, arzobispo de Zaragoza, zarandeado sin piedad por hombres de baja estatura, de crueldad increíble y de siniestra actividad seudoapostólica. Ellos amargaron los años de plenitud de este buenísimo prelado, le robaron la salud y la alegría, y contribuyeron a la creación de una cada vez más acusada división en el clero zaragozano. Todo se explica ahora leyendo el libro que comentamos. Como se explican las tragedias vividas por muchos sacerdotes que trabajaron en Hispanoamérica y fueron descalificados por quienes menos podía uno figurarse, por nuncios de Su Santidad, por el gravísimo pecado de oponerse en cuerpo y alma a la Teología de la Liberación, que ya en sus orígenes quería instalarse, bien avalada por cierto, en el corazón de la América hispana. Todo se ve ahora con mayor claridad y desde la perspectiva de los años se comprende lo que pudiera haber sido la Iglesia que reza en español sin la decidida postura del Santo Padre Juan Pablo, el auténtico desenmascarador de la gran insidia de la segunda mitad del siglo XX.

Estamos seguros que el libro de Ricardo de la Cierva va a ser sometido a una campaña de silencio bien orquestada y planificada. La verdad es que no hemos leído por ahora en los medios de difusión una recensión y crítica del libro. Por ello, El Pilar no ha dudado en dedicar una página entera y una bien destacada fotografía de la portada al libro más esclarecedor, apasionante y peligroso de estos últimos años. Por lo menos van a ser 56 países, todos los hispanoamericanos, los que al recibir nuestro semanario van a encontrarse con la noticia del libro. Y por eso mismo rogamos a “Plaza & Janes” que despliegue todos sus sistemas de distribución y publicidad para hacer llegar la obra a la última y más recóndita trinchera apostólica de España y de Hispanoamérica. Con ello se habrán conseguido muchas cosas positivas: por de pronto poner en guardia a muchos católicos confiados y predispuestos a todo lo que suene a vanguardia y modernidad, explicar la actitud de muchos miembros de la Compañía de Jesús que no han tolerado comulgar con ruedas de molino y que disculpando con amor a sus hermanos de Orden se han cerrado en el espíritu ignaciano y no han querido saber nada del liberacionismo a ultranza, sacudir a los ingenuos y despistados que todavía creen en la bondad del diálogo cristianismo-marxismo y reciben los goles desde todos los ángulos de su portería, poner en ridículo a los snobs clericales que se mueren de gusto presidiendo una conferencia de élite sobre las bondades del marxismo y, lo que es más importante, devolver a los buenos católicos, a los cristianos de a pie, la seguridad de su je y de esperanza a través de la información veraz y objetiva, sacándoles de ese mundo de babia en que se les ha tenido y se les quiere seguir teniendo.

Vaya pues desde las páginas de El Pilar nuestra felicitación más cordial y nuestro más cálido agradecimiento al autor, por su esfuerzo, su tesón, su coraje y su amor a la verdad. Debe creer firmemente que acaba de prestar un servicio impagable a la Iglesia que Dios se lo pagará con creces, y que lógicamente los desenmascarados por su intrepidez no van a olvidar nunca.

Y para nuestros lectores, el ruego de que compren y lean este libro. Van a entender de una vez por todas todo o casi todo lo que ha pasado y sigue pasando. Pero léanlo sin escándalo y con una gran esperanza. Son muchos más los que permanecen fieles al Magisterio de la Iglesia y del Papa que los que de un modo o de otro, por una razón o por otra, han caído en las trampas de aquellos que “se las saben todas” desde 1917.

Porque la Iglesia no es de ahora. Avanza imparable hacia el tercer milenio de su historia, de la mano de un hombre providencial, el Papa Juan Pablo II, que nos hace recordar con su palabra y su gesto y de un modo constante “que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”, nuestra Iglesia de Cristo».

Las reacciones del Episcopado

El autor asume sus propias responsabilidades al empeñarse en este combate de la liberación, en el que ha procurado mantenerse, como escritor católico, en la línea del Magisterio. Agradece enormemente los alientos y estímulos que ha recibido de numerosos obispos de Europa y América, entre ellos varios cardenales de la Iglesia. Atendería inmediatamente, por esa condición de escritor católico, cualquier indicación de quienes reconoce por sus pastores en este difícil empeño. Y, sin comprometer en absoluto a obispo alguno, tiene el derecho de mostrar su satisfacción por las voces de aliento que le han llegado desde la misma cumbre de la Iglesia católica.

La pequeña historia del primer libro en los pasillos y despachos del Vaticano es, para el autor, sorprendente y emocionante, pero debe mantenerla, por razones de respeto y discreción, en su propia intimidad agradecida. Entre las cartas y comunicaciones de varias clases recibidas del Episcopado de España y América, el autor va a citar solamente unos párrafos de las cartas de dos de los varios cardenales que le han escrito espontáneamente al conocer el libro. Una de las cartas es traducida.

Roma, junio de 1986. «Su libro es fruto de un largo esfuerzo y de un amor profundo, sin duda, a la Iglesia. El Señor lo tendrá en cuenta, en su haber.

Cada seglar y hombre de ciencia, como es usted, debe actuar con la libertad fuerte y delicada de los hijos de Dios.

Roma, julio de 1986. «He ido leyendo el libro en horas robadas a la noche. Me ha producido muy honda impresión, a pesar de que conocía muchos hechos aislados de los que en el mismo se recogen. Nunca se había hecho una exposición ordenada y sistemática de los mismos, atendiendo a la lógica interna que preside las diversas actuaciones y a las consecuencias que de ellas han ido brotando.

El peso de los datos aducidos es abrumador, y será imposible rebatirlos eficazmente, aunque lo intentarán. Porque uno de los grandes aciertos en la construcción del libro está en haber sabido presentar, con claridad que hace sufrir al que lo lee, la actitud de esos sectores de la Compañía y de las Congregaciones Generales…

Las impugnaciones, pues, vendrán. Prepárese. Van a decir que son hechos aislados, que la índole del problema exige adoptar posiciones de vanguardia en las que algunos tienen que sucumbir, que se toma la parte por el todo, que es antievangélico no situarse en la praxis del diálogo con el ateísmo y el marxismo, que la teología de la liberación tiene muchas cosas buenas, que no se captan los motivos fundamentales que les guían, que se mezclan debilidades personales de índole moral con posturas pastorales arriesgadas y generosas, etc…

Por lo pronto el servicio de clarificación prestado con este libro es inmenso. Era muy necesario. La Compañía de Jesús tiene todavía fuerzas para purificarse y seguir trabajando, si quiere, en estos campos tan difíciles, sin caer en las desviaciones a que algunos le han llevado».

El 6 de setiembre de 1986 un gran obispo de América, que venía de Roma, llamó al autor para felicitarle por el libro. El obispo pertenece, por cierto, a la Compañía de Jesús. Venía de mantener, en Roma, una alta conversación sobre los problemas de la Iglesia en América, en su nación y en su diócesis. Él y su interlocutor conocían el libro por el que me felicitaba. El obispo había preguntado expresamente a su interlocutor sobre la conveniencia de que quienes nos alineamos con el Magisterio en el combate de la liberación siguiéramos en la brecha después de las recientes tomas de posición por parte de la Santa Sede.

Recibió esta respuesta, que me transmitió literalmente:

«Canes debent latrare». Los perros están para ladrar. Fue otro de los momentos en que confirmé mi decisión de escribir este segundo libro.

Un canónigo rompe el fuego

Las consignas de silencio sobre Jesuitas, Iglesia y marxismo estaban pulverizadas a fines del verano de 1986. Pero si desde el campo romano había roto ya ese silencio don Eduardo Torra de Arana, en el campo liberacionista se encargó de romperlo un canónigo famoso por sus actitudes progresistas en la Iglesia posconciliar, el doctor José María González Ruiz, a quien estoy sincera y profundamente agradecido (sin ironías) por haberme dado una gran ocasión para explicar la verdadera intención del libro; y sobre todo porque su acratismo cristiano, que me resulta especialmente simpático en esta ocasión, prevaleció sobre la cobardía general y silenciadora del campo liberacionista. En El País del 3 de julio de 1986, don José María publicó esta crítica sobre mi libro, con el título ¿Se hace marxista la Iglesia?

«Algo de esto parece indicar, en un angustioso SOS, el profesor Ricardo de la Cierva en su reciente y voluminoso libro Jesuitas, Iglesia, 1965-1985. La teología de la liberación, desenmascarada. Y me parece que es útil decir algo sobre este grueso panfleto desde las páginas de este diario, al que De la Cierva califica constantemente de promarxista.

Al señor De la Cierva, todos los dedos se le hacen huéspedes. Y así descubrimos “los disparates del profeta de Olinda-Recife” (monseñor Hélder Cámara); el peligroso progresismo del padre José Luis Martín Descalzo (¿será también promarxista ABC?); el abandonismo del secretario de la Conferencia Episcopal, monseñor Fernando Sebastián, y de su presidente, monseñor Díaz Merchán, al que además se le acusa de “pacifismo radical” en connivencia con “progresistas radicales”; la condición de movimiento comunista y ateo de la revista religiosa IDO-C, editada en Roma; la peligrosidad herética de la inmensa mayoría de las editoriales religiosas de España, etc. El espectáculo, pues, es abracadabrante. La Iglesia española sería un montón de ruinas, de las que se salvaría un puñadito de obispos, de teólogos y de fieles.

En esta dolorosa selectividad, el profesor De la Cierva pone, de un lado, a un par de teólogos, y del otro, a la inmensa mayoría. Aquéllos serían los únicos que en este período por él estudiado habrían producido obras teológicas sustanciales. Los otros se habrían dedicado a la confección de inmundos y frívolos panfletos. Yo no puedo ahora responder aquí por todos, pero sí lo puedo hacer por mí mismo. En efecto, en ese período, yo he publicado un extenso comentario a la Epístola a los Gálatas, una traducción y comentario de todo el Nuevo Testamento, libros como El Evangelio de Pablo, El poder popular, tentación de Jesús, los comentarios del Nuevo Testamento en el Misal de la comunidad y cinco artículos en la magna obra Fundamentos de pastoral. Esto sin contar los no pocos artículos monográficos publicados en diversas revistas teológicas españolas y extranjeras. Para el resto de mis compañeros recomiendo al señor De la Cierva que por lo menos ojee los catálogos de las “malditas” editoriales “Sigúeme”, “Sal Terrae”, “Paulinas”, “Verbo Divino”, “Marova”, “PPC”, etc.

Pero lo peor del profesor De la Cierva es que reconoce que las actitudes de los anatematizados teólogos están respaldadas por amplias mayorías de la “institución” eclesial; y así, por ejemplo, admite que el teólogo brasileño Leonardo Boff estaba respaldado por dos cardenales brasileños y por la mayor parte de la Orden franciscana a la que pertenece.

A nuestro autor parece que le alarma el que los teólogos de la liberación admitan como legítima la defensa de los injustamente atacados. A mí también me alarma. Por eso no puedo menos que deplorar que en el documento vaticano sobre Libertad cristiana y liberación se siga la línea de la encíclica de Pablo VI Populorum progressio, según la cual se considera lícita la violencia en legítima defensa y aun se deja abierta la puerta para la licitud del tiranicidio. Yo pertenezco a los que creen que la utopía evangélica es absolutamente contraria a toda clase de violencia. Pero, en todo caso, si se condena a algunos teólogos de la liberación por admitir como lícita la legítima defensa de los oprimidos, se está también condenando al propio magisterio católico, al menos en la fase en la que actualmente se encuentra, fase que ojalá sea pronto superada. En este sentido, el señor De la Cierva no está bien informado, pues ¿qué diría si supiera que yo siempre me opuse, desde el principio, a Cristianos por el Socialismo, por miedo a que surgiera de ahí un nuevo partido confesional, como nació en su tiempo del Movimiento de Cristianos por la Democracia?

Habría muchas más cosas que decir, pero basten estas dos:

1. Que no hay miedo por ahora de que la KGB soviética ande financiando teologías cristianas por el Occidente.

2. Que el fenómeno mismo de la existencia de la teología de la liberación es un rotundo mentís a la esencia del marxismo, según el cual la religión es solamente una “superestructura”, un reflejo de las condiciones económicas de la sociedad, mientras que, por el contrario, en América Latina es la religión, a través de la teología de la liberación, la que está influyendo poderosamente en la estructura económica de aquel subcontinente.

Y si no que se lo pregunten al señor Rockefeller, a la CÍA y al mismísimo señor Ronald Reagan».

A vuelta de correo respondí en ABC, el 6 de julio, con el artículo o se hace, señor canónigo:

«El canónigo don José María González Ruiz se ocupa de mi reciente libro Jesuitas, Iglesia y marxismo, la teología de la liberación desenmascarada en El País con esta pregunta en el título: “¿Se hace marxista la iglesia?” Le agradezco la atención, pero deseo tranquilizarle totalmente. Don José María me atribuye una respuesta positiva a esa pregunta, pero de mi libro se deduce precisamente lo contrario: “No se hace marxista la Iglesia, señor canónigo, no se hace”. Tampoco se responde a quinientas páginas de documentos y argumentos con un ramillete de descalificaciones. No me he limitado a criticar genéricamente los “disparates de algunos presuntos profetas”; los he enumerado uno por uno, con sus citas y sus contextos. No he condenado el “peligroso progresismo” de algunos encubridores del liberacionismo, sino que he detectado, en sus textos y actitudes documentadas, la objetividad de su encubrimiento. No he acusado, faltaría más, de veleidades promarxistas al diario ABC, válgame Dios, en el que precisamente nació mi libro el año pasado en forma de artículos de anticipación. Mi análisis sobre el comportamiento de algunos obispos españoles en torno al liberacionismo, el pacifismo y el marxismo es infinitamente más complejo y matizado que la caricatura que gratuitamente me atribuye el señor canónigo; y se compone de luces y sombras, con los documentos a pie de página, no de simples boutades como hace mi muy ilustre crítico. Jamás he llamado “movimiento comunista y ateo” a la revista IDO-C, sino a su fuente y origen, el movimiento PAX, de acuerdo con un informe del cardenal Wyszynski comunicado al Episcopado francés por el Vaticano el 6 de junio de 1963; en vez de entrecomillar calificativos el señor González Ruiz debería decir si ese documento es auténtico o apócrifo, ante la múltiple cita de fuentes que hago en mi libro. Es absolutamente falso decir que “el profesor De la Cierva pone de un lado a un par de teólogos y de otro a la inmensa mayoría”. Al dedicarse el libro a la teología de la liberación cito nominalmente a 8ó teólogos e intelectuales de la liberación; pero las citas del campo opuesto no son “un par de teólogos”, sino todo el Magisterio reciente de la Iglesia y sesenta y siete nombres concretos de teólogos e intelectuales que le respaldan, entre otros muchísimos.

No solamente he “ojeado los catálogos” de las editoriales que forman la red logística del liberacionismo en España; he analizado a fondo sus libros principales, cita por cita, tesis por tesis. Jamás he reconocido que los teólogos liberacionistas estén respaldados por “amplias mayorías” de la institución eclesial, sino por netas minorías, aunque muy activas; y si dos cardenales brasileños apoyaban a Leonardo Boff, la gran mayoría de la Conferencia Episcopal de Brasil, con más de trescientos obispos, le rechaza; en el libro doy los detalles y los nombres. Jamás he dicho que “se condena a algunos teólogos de la liberación por admitir como lícita la defensa de los oprimidos” que yo también admito plenamente, sino por intentar nacerlo desde posiciones marxistas que demuestro documentalmente en cada caso. Me alegra saber que el doctor González Ruiz “siempre se opuso, desde el principio, a Cristianos por el Socialismo”; pero su presencia en el acto de constitución de Cristianos por el Socialismo en España, en Calafell, marzo de 1973, revelada por Reyes Mate en El País, 18-XII1981, página 37, ¿era para oponerse a esa asociación cristiano-marxista que nacía precisamente entonces? O bien, ¿es falsa la cita de Reyes Mate?

“No hay miedo por ahora —dice el señor González Ruiz— que la KGB soviética ande financiando teologías cristianas por el Occidente”. Claro que no hay miedo; hay certeza moral, y en mi libro lo demuestro documentalmente, desde fuentes soviéticas citadas con rigor. “El fenómeno mismo de la existencia de la teología de la liberación es un rotundo mentís a la esencia del marxismo”, concluye González Ruiz, en un salto paradójico que hubiera asombrado a Unamuno. González Ruiz dice eso; pero Leonardo Boff, teólogo puntero de la liberación, dice en el Jornal do Brasil el 6 de abril de 1980: “Lo que proponemos no es teología en el marxismo, sino marxismo en la teología”. ¿A quién hacemos caso, al protagonista o al compañero de viaje?

Por tanto, doctor González Ruiz, a su pregunta titular “¿Se hace marxista la Iglesia?”, mi libro responde tajantemente que no; por la decidida actitud del Magisterio, sobre todo el Papa Juan Pablo II que en las dos grandes Instituciones de 1984 y de 1986 sobre la liberación y la libertad, y en su admirable encíclica Dominum et Vivificantem, de la que usted no dice una palabra, ha marcado definitivamente la antítesis del marxismo y el cristianismo… como desde su campo había hecho constitutivamente el propio Carlos Marx en los Anales franco-alemanes de 1843, según analizo a fondo en mi libro. La alusión final que hace usted en el artículo “al señor Rockefeller, a la CÍA y al mismísimo señor Ronald Reagan” es un encantador desahogo que descubre cabalmente su juego, y le agradezco muy especialmente, no faltaba más».

Los esquimales y la liberación

No quedó satisfecho el diario prosoviético (así le llamo porque lo es) con este cruce (amistoso, pese a todo) de lanzas con el doctor González Ruiz, y el 21 de agosto de 1986, cuando ya el libro se disparaba en las librerías, su crítico de temas religiosos, Francesc Valls, insertó un comentario peyorativo y superficial Nubes, vacilaciones y prosoviéticos en la Iglesia que, a lo largo de cuatro columnas, trataba inútilmente de descalificar a mi libro, pero logró el resultado contrario: los entrecomillados irónicos fueron asumidos como objetivos —porque lo eran— por muchos lectores. No merece la pena reproducir la crítica del señor Valls; es demasiado barata. Pero el frente liberacionista inició, con ella, una costumbre muy alentadora para el autor: las descalificaciones no se concretaban jamás en puntos precisos; no se negaba la autenticidad de un solo documento, ni se discutía racionalmente la improcedencia de tesis alguna. Lo mismo sucedió con la alusión de mi antiguo amigo proliberacionista Antonio Marzal en La Vanguardia del 12 de setiembre. Después ha reincidido: y llama panfleto a mi libro sin atreverse a formular una sola objeción concreta, ni a descalificar una sola prueba por ser así ya de joven le llamábamos familiarmente Fantolin.

El 25 de octubre, y en el número 1552 de la revista clerical y proliberacionista Vida Nueva, el padre Bernardino M. Hernando publicó una crítica contra mi primer libro. Esto introducía ya un nuevo factor. Dirige la revista un jesuita, el padre Lamet, quien de esta forma rompía la consigna de silencio dada por el padre Ignacio Iglesias —de quien él depende— ante la difusión creciente del libro en España y América. La crítica del padre Hernando incidió en un error gravísimo de atribución, que me permitió una réplica fulminante. Bajo el título Así se escriben historias, pero no la Historia, disertaba así don Bernardino:

«Ya desde la portada del libro (subtitulado “La teología de la liberación desenmascarada” y apostillado “Los movimientos de la liberación y la demolición de la Compañía de Jesús en todo el mundo, conseguida en veinte años”) entra uno en sospecha de no encontrarse ante un libro de Historia sino de historias. Sospecha que queda perfectamente confirmada después de doblar la última página. Hay que elogiar el enorme trabajo de acopio de materiales que el autor ha hecho. Pero con muchos y dispares materiales puede hacerse cualquier cosa: un gran libro de historia sólida o un conjunto de historietas de desigual valor, empañadas todas por el apasionamiento que a veces raya en lo cerril y otras no pasa de desahogo. Cuando los materiales son muchos y dispares o existe una fuerte dosis de orden, concierto, frialdad científica, gran conocimiento del asunto y agudo discernimiento o el resultado puede ser un galimatías como este libro. Lleno de “fuentes”, lleno de “datos”, pero todo sin digerir y sin discernir. Es una pena porque podría haber sido un gran libro si ya, de antemano, no se fuera a “desenmascarar” no sé qué o a vapulear a no sé quién.

Ir señalando una a una las distorsiones históricas sería como escribir otro libro para lo que carezco de tiempo y humor. Ya el comienzo mismo, con el vapuleo al padre Sicre y al padre Martín Descalzo, convida más a la sonrisa incrédula que a la ira reivindicatoría. No hay quien pare las iras del autor subido al caballo de sus furores, pero fijémonos, por lo que pueden tener de significativas y definitorias, en las páginas 182, 183 y 184 en que trae a colación unas listas de organismos y personas “sospechosas” de intentar demoler la Iglesia, sobre poco más o menos. Entre los organismos o instituciones o entidades figuran: la “Editorial Don Bosco”, como filocomunista y los marianistas, las revistas El Ciervo, Marova, Sígueme, Edicusa, Montserrat, etc. y, por supuesto, la revista Vida Nueva. Entre las personas más peligrosas figuran ¡Quico Arguello!, nuestra Mary Salas, los obispos Torija y Dorado, Tomás Malagón (por lo visto el autor ignora que ha muerto hace veintisiete meses), Marzal (a quien hace “exiliado” en Francia cuando vive y escribe en Barcelona tan campante), etc.

En fin, esto no se puede tomar en serio. Es una plaga de juicios de valor, de reiteraciones acusatorias infantiles, de apasionamientos que no son de recibo y menos en un estudio pretendidamente histórico, como obra que es de un historiador.

No todo es así en el libro. Ya he dicho que hay buen acopio de materiales y eso es de agradecer. La pena es que todo esté tan deformado y revuelto

B. M. HERNANDO

Nunca me habían puesto un gol al alcance con tantas facilidades y decidí apuntármelo con el artículo de ABC (11 de noviembre de 1986) titulado Por el honor de un libro:

«Según la “profecía de Malaquías”, que como todo el mundo sabe es una patraña todavía más delirante que la de Nostradamus —recientemente hundida por el viaje del Papa a Lyon—, el último cónclave elige como Papa a un esquimal, Wajku. “Acostumbrado a las nevadas estepas, Wajku no aguanta la estrechez de las paredes vaticanas y sale a la calle a vivir con las gentes, como lo hiciera su lejano predecesor Pedro I, san Pedro”. Esta fría humorada se publica en la revista clerical Vida Nueva como anuncio del libro de “humor religioso” Wajku, el último Papa, joya de la literatura contemporánea traducida al español por don Bernardino M. Hernando.

Creo que don Bernardino utiliza, en la misma revista, la misma clave de humor helado para comentar mi libro reciente Jesuitas, Iglesia y marxismo. Le agradezco vivamente sus palabras cuando reconoce que “hay que elogiar el enorme trabajo de acopio de materiales que el autor ha hecho”, pero debo romper una lanza por el honor del libro ante la única acusación concreta, entre mucha fraseología abstracta, que formula el señor Hernando a las 544 páginas de datos, documentos y testimonios que he acumulado y ordenado en esa obra. Porque los libros, que son cosas vivas, tienen también honor.

Dice el señor Hernando que el autor, “subido al caballo de sus furores” profiere una serie de opiniones erróneas y datos falsos en determinadas páginas del libro. Pero si el señor Hernando, durante los ratos libres que le deja la comparación profética entre Groenlandia y el Vaticano, hubiese tenido tiempo de leer mi libro antes de comentarlo, hubiera visto que las páginas 182 y 184, únicas sobre las que concreta sus críticas, no son mías, sino, como se explica en el título de la página 169, se incluyen en un informe universitario de 1974 sobre el cual afirmo en la página citada: “Por eso resulta tan apasionante este informe de los católicos universitarios, que vamos a reproducir íntegramente, pese a que encontramos en él, junto a una mayoría de aciertos innegables, también algunas proposiciones que creemos difíciles de probar hoy”. Así se explica que el informe —emitido en 1974— cite las actividades de don Tomás Malagón, sobre quien apostilla el crítico: “Por lo visto el autor ignora que ha muerto hace veintisiete meses”. Es decir, unos ciento veinte meses después del informe, comunicado cuando aún le quedaban diez años de vida.

Todas las demás observaciones que el señor Hernando trata increíblemente de aplicar al autor del libro se refieren al informe de 1974, aceptado por el autor con la salvedad indicada. Por lo tanto, o el señor Hernando no ha tenido tiempo de leer detenidamente mi libro, o le aplica métodos descalificadores propios de la escolástica decadente, que no merece mayor comentario una vez detectados. En el diario gubernamental, el señor Francesc Valls utiliza el mismo argumento retorcido con éxito semejante.

Claro que en mi libro desenmascaro determinadas actitudes de la revista clerical Vida Nueva. Pero no con generalidades vacías, sino con citas concretas, como cuando se atrevió el año pasado a dirigir un ataque inconcebible (escrito además por un superior religioso felizmente cesado ya en su cargo de entonces) contra el cardenal primado de España, cuya serena y contundente respuesta puso en ridículo al “denunciante”; cfr. Vida Nueva, número 1479 del 18 de mayo de 1985, página 21. O cuando transcribí las duras quejas contra esa revista que me formularon personalmente varios cardenales y prelados de Hispanoamérica, que protestaron además oficialmente contra algunas deformaciones.

Por lo tanto me atrevo a pedir públicamente a don Bernardino M. Hernando que si tiene objeciones o acusaciones concretas que hacer sobre mi libro, si detecta en mi libro algún documento falso (se reseñan en el libro más de dos mil) o alguna deducción errónea, diga dónde y cómo, en qué página, en qué línea. Mientras tanto, agotada ya la primera edición, he mantenido íntegramente el texto, sin una sola corrección de concepto o de dato, para la segunda, que aparece en estos días. Cientos de lectores, algunos situados muy alto en la Iglesia, me han enviado no solamente ánimos y acuerdos, sino sobre todo documentos y testimonios valiosísimos con los que preparo para muy pronto un segundo libro de profundización, en el que, para tranquilidad del señor Hernando, incluyo un análisis sorprendente sobre los orígenes y la trayectoria de la revista donde me ataca, y en la cual (número 1549 del 4 de octubre de 1986) una reverenda monja se permite decir que “estos obispos (los de España) son no ya tridentinos, sino antediluvianos” en carta al teólogo heterodoxo Hans Küng, cuya comunicación publicada en Vida Nueva ha provocado un acre comentario del obispo-secretario de la Conferencia, en que comenta donosamente que Vida Nueva “ha preferido nadar y guardar la ropa”. Menos cuando expresa, en el título de un colaborador distinguido (número 1552 de 25 de octubre de 1986, página 15) su devoción por Nicaragua o cuando dedica (número 1551 del 18 de octubre, página 17) un considerable espacio a informar sobre las actividades y proyectos de los Comités de Solidaridad Óscar Romero, sin aclarar que se trata de una red marxista de penetración en la Iglesia, como demostraré puntualmente en mi segundo libro, cuya credibilidad se asienta sobre el honor del primero. Últimamente Vida Nueva ha recibido una severa admonición del Nuncio en Madrid por su falta de sintonía con la Santa Sede (ABC, 21-X-1987, p. 68).

Recibo casi diariamente, para este combate religioso-cultural, estímulos a veces altísimos, junto a golpes a veces, como en este caso, bajísimos, que convierto inmediatamente en estímulos nuevos. Vuelva, pues, mi distinguido acusador a los esquimales, que allí, por la condición del paisaje, los resbalones se notan menos, y quedo atentamente a la espera de su lista razonada y documentada de disentimientos a no ser que, como otros audaces predecesores, prefiera prudentemente el silencio».

El silencio anegado

Entablada ya la polémica en varios frentes, la consigna de silencio impartida por el Provincial jesuita de España quedó completamente anegada. ABC dedicó excepcionalmente dos de sus resonantes «Caras de la noticia» al impacto del libro en España (31 de mayo de 1986) y a la penetración del libro en América según los corresponsales del gran diario español (14 de junio). También publicó ABC, a cuyo director, Luis María Ansón, jamás agradeceré bastante su interés por el libro, una crítica muy favorable de Juan Forner (31 de mayo) cuando el libro apenas había alcanzado los escaparates, así como una incitación a la polémica por don Miguel Rivilla San Martín el 22 de noviembre. El diario católico Ya ha incluido al libro (donde se critica duramente su etapa anterior) en su lista de best sellers, semana tras semana; todo un ejemplo de juego limpio, no mantenido después desgraciadamente. Una de las más célebres librerías de Europa, «Rubiños-1860», destacó al libro entre los grandes éxitos del año en su boletín de mayo-junio, por encima de Michael Ende, Umberto Eco, Carlos Fisas e Isak Dinesen, entre otros grandes best sellers de 1986. El penetrante comentarista Carlos Fernández informó sobre el libro en «Antena-3» el 21 de junio. El gran hispanista Burnett Bolloten, autor del más famoso libro sobre la guerra civil española publicado en el extranjero, La revolución española, escribía el 29 de agosto: «Debo decir que el libro es absolutamente estupendo en la claridad de su presentación y en la profundidad de su investigación». Correo Gallego se ocupó elogiosamente del libro el 8 de noviembre; la primera revista de información general en España, la Época, de Jaime Campmany, le dedicó una atención permanente; Fernando Vizcaíno Casas, el escritor más leído de España, endosó mi obra varias veces desde el 16 de setiembre en su influyente Retablo; El Periódico de Barcelona publicó una incitante noticia sobre el libro el 9 de setiembre; la Asociación «Libro Libre» de Costa Rica gestionó la difusión en toda Centroamérica; el respetado publicista italiano Giovanni Gozzer escribió una larga recensión en la Gatzetta Ticinese; el especialista en información religiosa y política Abel Hernández resaltó la aparición del libro de forma espectacular en Diario-16 el 8 de junio, y el primer periodista de Ibiza, Juan Manuel Sánchez Ferreiro prodigó sus citas sobre el libro a lo largo del verano.

Numerosas asociaciones, como «TFP-Covadonga» y el Consejo Internacional de Seguridad, con base en Nueva York, han contribuido a la difusión de Jesuitas, Iglesia y marxismo en España y América. Otra organización, cuyo nombre velo para no comprometerla, ha situado centenares de ejemplares en los puntos prohibidos de América. La consigna de silencio dictada por el padre General y el padre Ignacio Iglesias ha quedado reducida a polvo por oponerse ciegamente a la libertad de expresión.

Los jesuitas rompen el silencio: el reconocimiento de «Sillar»

Arrinconada, pues, la consigna del padre Ignacio Iglesias, la oleada de opinión interna favorable a Jesuitas, Iglesia y marxismo dentro de la Compañía de Jesús saltó por fin al público en las comunicaciones de dos miembros de la Orden. El padre Carlos Valverde, distinguido especialista en marxismo, publicó en la revista católica Sillar (24, oct. dic. 1986, pp. 506 s) un comentario sorprendente, que en el fondo resulta un reconocimiento de la objetividad, la documentación y el impacto del libro en España y América. El padre Valverde, que vivía en la misma residencia del padre Ignacio Iglesias, ha utilizado el patente seudónimo de Juan del Campo para su comentario, que resulta un tanto contradictorio; porque después de reconocer al libro esos méritos fundamentales, trata de apuntar algunas descalificaciones sobre el autor. Pero en el fondo la crítica del padre Valverde, profesor en la Universidad Comillas de los jesuitas en Madrid resulta muy sintomática y muy favorable para el libro, pese a ciertas apariencias que revisten más bien la forma de pataleo. Merece la pena reproducirla íntegramente:

«Pocas veces se encuentra uno en una situación tan embarazosa, como la que se presenta al querer ofrecer a los lectores una valoración correcta de este libro del profesor Ricardo de La Cierva. El autor se presenta repetidamente como historiador y periodista. Es las dos cosas efectivamente y el libro que juzgamos está afectado por las virtudes y por los defectos de quien quiere conjugar dos géneros literarios tan diversos como el de historiador y el de periodista.

Como historiador La Cierva posee y aduce multitud de documentos fehacientes y valiosos muchos de ellos, de menor importancia o interés otros. Su manera de hacer periodismo rebaja en muchos momentos su calidad de historiador.

Es demasiado pronto para hacer verdadera historia de un acontecimiento vivo y palpitante como es la Teología de la Liberación con sus múltiples variantes e implicaciones, Cristianos para el Socialismo, Comunidades de Base, etc. La historia requiere perspectiva y distancia que es lo que facilita un juicio sereno y objetivo, histórico. Porque le falta esa perspectiva y esa distancia, el autor toma partido desde el principio y no hace historia rigurosamente dicha: es un periodista antiliberacionista furibundo que ha almacenado un arsenal de datos grandes, pequeños y dudosos y los lanza todos como proyectiles deletéreos contra todos aquellos a los que él juzga como “liberacionistas”, “proliberacionistas”, “encubridores”, etc. En las últimas líneas de sus 538 páginas confiesa el autor que ha querido “lucha y no diálogo”, “denuncia y no entrega”. Y promete con metáfora bélica que “el autor y el libro seguirán en la brecha”. Es eso el libro, un libro de lucha y de denuncia.

Al acabar de leer tan larguísimo alegato uno se siente perplejo y asombrado. En el libro se aducen datos y testimonios preocupantes y hasta estremecedores. No cabe duda de que la Iglesia posconciliar alberga dentro de su seno personajes, movimientos e instituciones que le han producido gravísimos daños. La frivolidad, la insensatez, el “vedetismo”, están corroyendo los cimientos de la Santa Iglesia de Cristo que sufre por ello en sus miembros el desconcierto, el escepticismo, la escisión o la herejía. El libro de La Cierva confirma abundantemente esa impresión que tenemos todos cuantos amamos a nuestra Iglesia. El libro causa un tremendo dolor. No provoca la desesperanza, al menos a los que sabemos que junto a tantos males como acumula La Cierva, existen incontables bienes y factores positivos que contrarrestan y superan los males. Además de la certeza de que JESÚS, el Salvador, camina siempre con su Iglesia. Sí creará angustia o desencanto en aquellos que lean este libro y no tengan otros conocimientos, o tengan poca fe.

La Cierva está obsesionado con la infiltración marxista en la Iglesia y esa obsesión le lleva a ver marxismo, marxistas y promarxistas por todas partes. El libro abunda en juicios generalizados, apasionados e irrespetuosos; descalifica globalmente a personas que podrán estar equivocadas, pero que deben ser tratadas con más respeto; no concede nada a sus adversarios porque no matiza; el libro es un complejo de datos, informes y latigazos en una amalgama agitada y vertiginosa en la que uno experimenta, al mismo tiempo, el dolor de muchas verdades y el malestar del apasionamiento.

El doctor La Cierva ha perdido una gran ocasión. Hubiera podido hacer un excelente servicio a la Iglesia si hubiera sido mucho menos agresivo, mucho más imparcial, mucho menos reiterativo, mucho más respetuoso con las personas. Denunciar no es lo mismo que insultar.

Uno no puede menos de tener la impresión de que está ante un libro “integrista” en el sentido peyorativo de esta palabra. Si es verdad, como lo es, que el diálogo mal entendido, el irenismo a ultranza, el miedo a parecer retrógrados ha llevado a muchos teólogos, pastoralistas y aun a algunos obispos, a una cobardía en proclamar el mensaje íntegro de Cristo, o a un relativismo práctico, o a un compromiso ingenuo con los enemigos de la Iglesia, también lo es que actitudes tan polémicas y radicalizadas como las de La Cierva no contribuyen a un acercamiento a la Iglesia de los que están fuera de ella o en sus fronteras. También el integrismo ha perjudicado y perjudica a la Iglesia.

Es increíble que muchos superiores religiosos hayan sido tan débiles y tan cobardes, o tan ciegos, que no hayan querido o sabido atajar a tiempo editoriales, libros, revistas, reuniones, etc., en las que se ha conculcado la doctrina de la Iglesia y a veces la fe misma. Pero tampoco es bueno anatematizar, sin distinguir y sin ponderar, a todos y a todo lo que al autor le suene a liberación o a marxismo, o a lucha de clases, etc. La Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe no ha actuado así.

Parece que se da una excesiva importancia al marxismo, o mejor a la influencia del marxismo en la Iglesia. Que la ha tenido y que ha sido perjudicial es evidente. Pero, si no juzgamos mal, el marxismo está tan desprestigiado como teoría y como praxis que podemos pensar que esa influencia irá cada vez a menos y que los “liberacionistas” se van a quedar sin sucesores. Al menos en Europa eso parece cierto. Nadie entre los jóvenes cristianos sigue a los maestros del liberacionismo marxista o marxistoide que envejecen sin sucesión. Además de que ellos mismos empiezan a estar desencantados. Y América camina tras Europa, aunque vaya rezagada. Si los Gobiernos americanos tomaran en serio promover una mayor justicia social, el marxismo y su influencia se desvanecerían pronto.

En cambio el autor no cae en la cuenta de que buena parte de los males de la Iglesia de hoy —relativismo teológico y moral, escepticismo ante las verdades doctrinales, el desencanto, la inconstancia, la huida de la cruz, etc.— provienen no del marxismo sino del hedonismo y del positivismo capitalista y burgués. Ése es el peor enemigo de la Iglesia de hoy.

Capítulo aparte merece la parte undécima del libro dedicada toda ella a la crisis de la Compañía de Jesús. Ya en múltiples pasajes de las diez partes anteriores el autor ataca de manera obsesiva a los jesuitas que él considera “liberacionistas”, pero esta última parte es también un tremendo alegato contra la moderna Compañía de Jesús dirigida por el padre Arrupe. Hay que reconocer también aquí, que en medio de diatribas y apasionamientos, en medio de ataques irrespetuosos y excesivos a personas que viven y que sin duda no son tan perversas como en el libro aparecen, el autor aduce datos y documentos graves y algunos gravísimos, que deberían hacer reflexionar seriamente a los superiores de la Compañía de Jesús. Se llega a la conclusión de que la dirección de la Compañía en los veinte últimos años ha sido poco acertada y que debe cambiar su política de gobierno para recuperar su verdadera identidad religiosa y servir a Dios y a la Iglesia como quiso san Ignacio.

Pero no podemos evitar la pregunta que nos brota del alma: ¿Qué objeto tiene, qué provecho se sigue de dar a luz pública toda esa mezcla amarga de datos, documentos, ataques, insultos, acusaciones contra los jesuitas que el autor llama sin matización “liberacionistas”? No se conseguirá otra cosa que el escándalo del pueblo de Dios, el desprestigio de una Orden religiosa, el aumento de la división y del enfrentamiento, la desconfianza de los cristianos, la desilusión. Que todo ese larguísimo alegato se hubiera enviado a quienes pueden y deben poner remedio a los males, hubiera constituido un buen servicio a la Iglesia. Que se publique en un libro de amplia tirada lo consideramos una gravísima irresponsabilidad y un gravísimo perjuicio para la Iglesia y para la Compañía de Jesús.

El autor que se profesa “ignaciano” y que conoce bien los escritos de san Ignacio debería haber recordado la regla décima para sentir con la Iglesia del libro de los Ejercicios en la que san Ignacio dice: “…dado que algunas [de las costumbres de los mayores] no fuesen tales, [como deberían ser] hablar contra ellas, quier predicando en público, quier platicando delante del pueblo menudo, engendrarían más murmuración y escándalo que provecho”.

Libros como éste contribuyen más a la destrucción que a la edificación de la Iglesia. El autor debería retractar su propósito anunciado de hacer nuevas y más amplias ediciones».

La sorprendente crítica del padre Valverde provocó una verdadera conmoción en los Consejos de Dirección y de Redacción de la acreditada revista católica. Prácticamente todos los miembros de esos Consejos, que desconocían totalmente la crítica, escribieron al padre Val-verde, director de la revista, en términos, a veces muy duros, de discrepancia y reprobación; no publico esas cartas para no lesionar la confianza de quienes me enviaron copia indignada de ellas. Sin embargo mantengo mi idea de que la crítica del padre Valverde —que contrarió profundamente al padre Iglesias por su reconocimiento del desastroso gobierno de la Compañía en estos años— resulta en el fondo muy favorable a mi libro. Sobre todo porque ha provocado una réplica magistral y firmada de otro ilustre jesuita, el padre Alberto Basabe Martín, que envió desde San Sebastián a Sillar, para su publicación, el detallado comentario que transcribo a continuación. Y que tiene el notabilísimo valor de ser la primera toma de posición pública, sin tapujos ni seudónimos, de un jesuita, rodeado además de gran autoridad y prestigio, acerca de mi libro. Por lo demás la posición del padre Valverde es donosa. Por una parte reconoce la profunda verdad de mis denuncias. Pero me pide que me las calle y las remita secretamente a los superiores de la Compañía, para que las echen al cesto de los papeles. Y un cuerno. Como un símbolo Sillar se hundía con ese número. Sus lectores y promotores no soportaron la ambigüedad.

Los jesuitas a favor de «Jesuitas, Iglesia y marxismo»

Por las mismas fechas —enero de 1987— varios jesuitas de la provincia matriz de Loyola comunicaban al autor su acuerdo pleno con la intención, los datos y la documentación del libro. Pero nadie con la claridad y la valentía del padre Alberto Basabe, en un artículo titulado Réplica a una crítica del libro de Ricardo de la Cierva, que dice así:

«Juan del Campo publica en la revista Sillar, n.° 24, oct.-dic. 1986, una crítica al reciente libro de Ricardo de la Cierva, en que admite que la Iglesia posconciliar padece “gravísimos daños”, que “la frivolidad, la insensatez, el ‘vedetismo’, están corroyendo los cimientos de la Santa Iglesia de Cristo que sufre por ello en sus miembros el desconcierto, el escepticismo, la escisión o la herejía”, “que el diálogo mal entendido, el irenismo a ultranza, el miedo a parecer retrógados ha llevado a muchos teólogos, pastora-listas y aun a algunos obispos, a una cobardía en proclamar el mensaje íntegro de Cristo”, que “es increíble que muchos superiores religiosos hayan sido tan débiles y tan cobardes, o tan ciegos, que no hayan querido o sabido atajar a tiempo editoriales, libros, revistas, reuniones, etc., en las que se ha conculcado la doctrina de la Iglesia y a veces la fe misma”, que es evidente la influencia del marxismo en la Iglesia y el perjuicio que le ha hecho. Admite también “relativismo teológico y moral, escepticismo ante las verdades doctrinales, desencanto, inconstancia, huida de la cruz, etc”.. Y respecto al libro, admite que “La Cierva posee y aduce multitud de documentos fehacientes y valiosos muchos de ellos”, que “el autor aduce datos y documentos graves y algunos gravísimos”, que “en el libro se aducen datos y testimonios preocupantes y hasta estremecedores”, que “el autor aduce datos y documentos graves y algunos gravísimos, que deberían hacer reflexionar seriamente a los superiores de la Compañía de Jesús”.

Por lo tanto, según el mismo Juan del Campo, Ricardo de la Cierva, con su libro, denuncia con documentos auténticos una situación gravísima de la Iglesia actual. El libro y su autor están, por lo tanto, plenamente salvados por Juan del Campo, al menos en su esencia.

Pero le parece a Del Campo que “es demasiado pronto para hacer verdadera historia de un acontecimiento vivo y palpitante como es la Teología de la Liberación”. Por lo visto hay que esperar a que la casa quede reducida a cenizas, y dejar pasar todavía el tiempo hasta que se enfríen bien, para dar la voz de alarma y que, al menos, se salve el que pueda. Además, no sé cómo no es verdadera una historia documentada con documentos valiosos y auténticos, aunque junto a ellos hubiera otros “de menor importancia o interés” o incluso “dudosos”. Y el recurso a los periódicos como fuente, lejos de mermar el valor histórico del libro, es necesario en quien quiere hacer historia contemporánea. No todo lo que dicen los periódicos es falso. Ni afectan tampoco a la verdadera historia los juicios de valor que incluye el autor sobre personas y acontecimientos. Esos juicios nunca afectan a lo estrictamente documental, y el lector, si quiere, puede prescindir de ellos con toda facilidad.

Achaca Juan del Campo al autor que toma postura ante la Teología de la Liberación. Pero hay que preguntarse si, una vez demostrado que es, al menos, una herejía, aunque no sea precisamente la mayor, puede un cristiano, obligado a confesar a Cristo delante de los hombres, dejar de tomar partido, y tanto más decidido y claro cuanto más actual y presente es la herejía. Este tipo de parcialidad, consecuente al juicio recto, no sólo no es viciosa, sino obligatoria. El vicio está en el prejuicio parcial que se enfrenta con la luz, no en el juicio claro y decidido que la sigue y respeta. Y si la teología de la liberación es mayor o menor herejía que “el hedonismo y el positivismo capitalista y burgués” es, ante la gravedad extrema de cualquiera de ellas, un problema como el de las liebres que discutían si los animales que les estaban dando alcance eran galgos o podencos.

Le acusa también Del Campo a La Cierva de insultar a algunas personas. Por mi parte al menos, no he leído ningún insulto. Sí que he leído calificativos peyorativos, que por lo general son mucho más tenues que los que se pueden leer en el Evangelio en boca del mismo Jesús. A los lobos con piel de cordero hay que denunciarles como lobos, y no tratarles como corderos. Y la ignaciana regla de sentir con la Iglesia, que aduce Del Campo, se refiere a costumbres privadas, y supone una situación doctrinal normal en la Iglesia. Por desgracia, como él mismo lo reconoce, no es ésa la situación actual. Está en juego la salvación eterna de muchísimas personas y hay que hablar claro. Así es como se han comportado siempre la Iglesia y los santos todos.

Diagnostica Del Campo que La Cierva “está obsesionado con la infiltración marxista en la Iglesia y esa obsesión le lleva a ver marxismo, marxistas y promarxistas en todas partes”. Pero lo que se deduce de la documentación del libro es que efectivamente el marxismo, los marxistas y los promarxistas están en todas partes. Y para verlo así no hace falta padecer ninguna obsesión, sino simplemente salir a la calle, o ni eso, sino sólo abrir el televisor. Dice el autor de la crítica que replicamos que “el libro abunda en juicios generalizados, apasionados e irrespetuosos”. Pero, como en todas sus restantes objeciones, no muestra ninguno, ni siquiera citando simplemente la página. Por mi parte no he visto generalizaciones que vayan más allá de su fundamento, ni apasionamientos que desfiguren la lógica y la razón (el apasionamiento que las deja intactas y es consecuencia de ellas, no sólo no es defecto, sino que puede ser positiva virtud), ni tipo alguno de juicio irrespetuoso.

“No concede nada a sus adversarios, porque no matiza”. A un lector medianamente atento no le cuesta demasiado encontrar concesiones y matices, y abundantes.

“El libro es un complejo de datos, informes y latigazos en una amalgama agitada y vertiginosa”. Esa amalgama es la abundancia imponente de datos e informes, que precisamente por su claridad meridiana provoca vértigo y rechazo en quien esté a priori decidido a no aceptarla.

Confiesa que “uno no puede menos de tener la impresión de que está ante un libro ‘integrista’ en el sentido peyorativo de esta palabra”. Sin embargo, él mismo, en el mismo párrafo, se lamenta de la cobardía actual “en proclamar el mensaje íntegro de Cristo”. Así que si “integrista” viene de “íntegro”, Juan del Campo también es integrista; salvo que se considere integrista en el buen sentido de la palabra, y reserve el peyorativo para La Cierva. Pero entonces, que nos explique cuál es el buen sentido y cuál el peyorativo, y en qué se funda para encajarle a La Cierva este último.

A Del Campo le parece que el marxismo y su influencia en la Iglesia no tiene tanta importancia como La Cierva le atribuye, y que el marxismo está desprestigiado, que los liberacionistas se van a quedar sin sucesores, etc. Son apreciaciones personales que valen en tanto en cuanto se demuestren. Mientras tanto carecen de valor como argumento contra el libro y su autor. Además con el mismo derecho, al menos, con que le supone a La Cierva obseso por el marxismo, se le podía achacar a él ceguera ante la gravedad del problema.

“Pero tampoco es bueno anatematizar sin ponderar”. Y como siempre, sin cita que respalde su afirmación y nos refresque la memoria. Porque tampoco recuerdo haber leído anatema alguno, ni ponderado ni sin ponderar: a no ser que Del Campo llame “anatema” a las apreciaciones con que en el libro se califican los dichos o los hechos de determinadas personas. Tales apreciaciones siempre están perfectamente ponderadas, si es que “ponderar” significa demostrar con documentos y no adscribirse por sistema a la mediocridad como ideal supremo de todo lo que se piensa, se dice o se hace.

Y por fin, gracias al autor de la crítica por hacernos sonreír cuando nos dice: “Que todo ese larguísimo alegato se hubiera enviado a quienes pueden y deben poner remedio a los males, hubiera constituido un buen servicio a la Iglesia”. Si ese servicio además de bueno fuera eficaz, hace tiempo que estarían remediados los males de la Iglesia. Porque somos muchas, muchas, las personas que hemos enviado, por conducto privado, escritos largos o cortos a quienes deben y pueden poner remedio a los males. Todo se ha resuelto o bien en el silencio, o bien en un educado acuse de recibo, que ha puesto el punto final a nuestro servicio. Por eso, somos también muchos los que agradecemos a Ricardo de la Cierva que alce, y bien en público, su autorizada y documentada voz de denuncia grave y demostración paladina».

Recibía el autor el lúcido alegato del padre Basabe inmediatamente antes de un viaje a Valencia, donde, caso insólito tras ocho meses desde la aparición del libro, dedicaría una jornada entera a la firma de más de doscientos ejemplares en la primera librería de la ciudad —«El Corte Inglés»— y luego presentaría la obra en uno de los centros culturales de mayor prestigio, el «Conferencia Club». Desde la salida del libro a fines de mayo de 1986 el autor lo ha presentado en Bogotá (ante los obispos de Colombia) y en Cartagena de Indias, ante el pleno de la Asociación para la Unidad Latinoamericana; en Puerto Rico, con motivo de una visita académica a la Universidad Interamericana; en Salamanca, durante un ciclo de dieciocho conferencias sobre el liberacionismo ante un selecto auditorio religioso; en París, a mediados de enero de 1987; en varios ambientes de Madrid, como el «Club ADEPS» y la «Gran Peña», por invitación de la Comunión Tradicionalista Carlista en este segundo caso; en México, durante el primer Fórum del Empresariado de Iberoamérica. El autor presentó en este importantísimo Fórum empresarial el primer libro durante un panel de comunicación que transcurrió con gran interés. En México conoció nuevos detalles sobre la repercusión del libro en América. El gran diario mexicano Excelsior le había dedicado dos comentarios editoriales muy favorables. En algunos países, como en Guatemala, se habían dedicado varios debates de televisión al libro, y el autor fue invitado en México a presentarlo con motivo del II Fórum Iberoamericano de Empresarios en Guatemala, programado para fines de 1987.

Ya en prensa este libro me llega un generoso comentario de F. J. Fernández de la Cigoña sobre Jesuitas, Iglesia y marxismo, publicado en Razón Española 24 (julio-agosto 1987), págs. 115 y ss.

«El autor, y el libro, seguirán en la brecha», prometíamos al final de Jesuitas, Iglesia y marxismo, como acabamos de recordar al iniciar este segundo libro. Así lo hemos hecho, así lo seguiremos haciendo si Dios quiere. Pero antes de entrar a fondo en el nuevo debate debemos rematar este primer capítulo introductorio con uno de los más impresionantes documentos que hayan llegado estos años a la mesa de un historiador.

Una confidencia secreta de Pablo VI:
el documento número 52

El autor tiene siempre varios libros en el telar. Preocupado por las insuficiencias y las manipulaciones con que (por ejemplo a manos del insuficiente y partidista profesor Javier Tusell que hace poco se ha atribuido en TVE socialista nada menos que haber logrado el final definitivo de la guerra civil española por devolvernos el Guernica de Picasso, lo cual es la falsedad más cómica y estúpida de toda la transición) se ha abordado la historia reciente de la Iglesia en España —esencial para comprender la evolución profunda de la historia de España— reúne desde hace años una documentación copiosa sobre la vida interna de la Iglesia y sobre las relaciones de la Iglesia con la comunidad política y social española. Esta documentación se va coordinando lentamente, y tras este doble combate sobre los movimientos de liberación aflorará en un libro que ahora avanza cada noche en su fase de preparación remota; y que seguramente se publicará en dos tomos, uno de texto y otro de documentos articulados. Algunos de los documentos que componen el corpus de fuentes para esa historia de nuestra Iglesia contemporánea se refieren de forma directa a la problemática de estos libros sobre los movimientos de liberación. Por eso los vamos a adelantar en este segundo libro, aunque reservamos la inmensa mayoría de esa documentación española para la proyectada historia de la Iglesia española contemporánea. Mi oficio de historiador, y la colaboración de distinguidos amigos situados en puntos informativos clave —en España y en Roma— me han facilitado algunos elencos documentales que normalmente (como acaba de verse en la documentadísima obra romana del jesuita Franco Díaz de Cerio sobre las comunicaciones de los obispos españoles en el siglo XIX según los archivos del Vaticano) tardan al menos un siglo en revelarse.

Entre esos documentos hay uno, señalado en mi proyecto con el número 52, que me parece muy apto para concluir este capítulo introductorio. Se trata de la detalladísima minuta de una audiencia del Papa Pablo VI a un cardenal, un arzobispo y dos obispos españoles. Solamente uno de ellos vive. La audiencia se celebró el jueves 5 de diciembre de 1968, «de las doce cincuenta y cinco a las trece cincuenta y tres circiter», dice la puntual referencia.

La conversación versaba sobre los problemas del Concordato y la carta del Papa al Jefe del Estado español, para la que no se había consultado a los obispos de España. Se habló además de otros problemas que trataremos en el proyectado libro, como por ejemplo la rebeldía de la Acción Católica en España. El Papa se refirió también a la presencia de algunos prelados en los organismos políticos del régimen. Terminaba ya la audiencia, y entonces el documento introduce un tema final de la conversación: Jesuitas.

Una de las conclusiones fundamentales de nuestro primer libro sobre los movimientos de liberación es que el sector progresista de la Compañía de Jesús ha influido poderosamente en la gestación, trasplante y coordinación de tales movimientos. Esta tesis, demostrada abrumadoramente en el primer libro, había sido rechazada sin pruebas por algunos comentaristas, como el padre José Luis Martín Descalzo, autor de libros religiosos de éxito notable durante los últimos meses, quien sin duda ya habrá reconocido, ante mi documentación, su apresuramiento. Por otra parte aduje en el primer libro la para muchos desconcertante alusión papal al humo del infierno, a la intervención preternatural, es decir, diabólica en la Iglesia para pervertir los frutos del Concilio Vaticano II. A la luz oscura de esa declaración conviene que el lector valore las líneas finales del documento 52, que transcribo.

«Jesuitas.

Papa: Tocó espontáneamente el tema al comienzo de la audiencia. Se vuelve sobre el mismo al final. (Ya estábamos de pie: nos invita a sentarnos de nuevo).

“Es un fenómeno inexplicable de desobediencia —dice el Papa—, de descomposición del ejército. Verdaderamente hay algo preternatural; inimicus homo… et seminavit zizania.

“Le llegan numerosas reclamaciones, especialmente de España. Alude a su carta al General, para que resuelva… Alude también a una carta que dirigió al congreso de publicaciones de los jesuitas, en Suiza. Inútil.

“¿Qué hacer? ¿Dos Compañías? ¿Son todavía reconquistables los díscolos? El Papa necesita ayuda, que no obtiene, para acertar con el remedio…”

Obispos españoles: Se le insinúa que quizá no sea solución dividir la Compañía, sino más bien mover a los Provinciales a hacer cumplir las normas. Hay muchos padres excelentes. En el peor de los casos, la Compañía se purificará de algunos miembros inasimilables…

Papa: En la misma Curia Generalicia hay quien apoya a los contestantes…

Obispos: Casos estridentes de jesuitas…»

Era el jueves 5 de diciembre de 1968. Cuando se iban a cumplir los tres años de la clausura del Concilio Vaticano II. A los pocos meses de la Conferencia de Medellín, en cuya estela estaba naciendo la teología de la liberación. El año siguiente al de la creación por los jesuitas progresistas del Instituto Fe y Secularidad en España; que organizaría para 1969 el encuentro de Deusto, primera siembra del liberacionismo en el campo hispánico. El año del mayo francés y del apogeo de los movimientos sacerdotales rebeldes en Europa, con fuertes ecos en América. No es un historiador parcial, ni un observador alucinado quien despotrica sobre una imaginaria crisis de la Compañía de Jesús en 1968. Es el Superior supremo de la Compañía de Jesús, el Papa Pablo VI, a quien nadie se ha atrevido a acusar de reaccionario, ni de mal informado sobre la situación de la Iglesia.

«Es un fenómeno inexplicable de desobediencia —repitamos las palabras del Papa cuando se cumplían tres años de la Congregación General XXXI que había elegido General al padre Arrupe—, de descomposición del ejército. Verdaderamente hay algo preternatural; inimicus homo… et seminavit zizania».

Continuemos, por tanto, la tarea.