La reina María tenía un miedo atroz a los perros, todo lo contrario que su nieta, la futura Isabel II.
En una fiesta celebrada en los jardines del Palacio de Buckingham, la princesa Isabel le entregó a su abuela una galleta para perros para que esta se la diese a uno de los corgi galeses que tenía la niña. Eso puso de mal humor a la reina María, que no pensaba darle la galleta al can y no sabía cómo deshacerse de ella.
Junto a ella se encontraba el arzobispo de Canterbury y se la dio a él para que este se la entregase al perro. El arzobispo cogió la galleta para perros, sonrió con gratitud a su majestad y, creyendo que era una pastita de té, se la introdujo en la boca.