Las múltiples fotografías de un Ramón y Cajal ya adulto nos lo muestran como un hombre delgado, algo enclenque y encorvado, debido a largas horas de investigación observando la naturaleza a través de las lentes de un microscopio.
Sin embargo, el ganador del Premio Nobel de Medicina en 1906 había pasado parte de su juventud rodeado de peleas y apuestas con sus camaradas de juergas. En cierta ocasión, siendo aún un estudiante, perdió al echar un pulso con un amigo. Esto le dolió en el orgullo y decidió acudir a entrenarse a un gimnasio. Llegó al acuerdo de enseñar clases de anatomía al propietario a cambio de entrenamiento físico.
Sus progresos en el gimnasio, sumados a la fuerte afición que le cogió al culturismo fue tal, que llegó a describirse a sí mismo como: «ancho de espaldas, con pectorales monstruosos, mi circunferencia torácica excedía de los 112 centímetros, y al andar mostraba esa inelegancia y contoneo rítmico característico de los forzudos o Hércules de feria».