En qué otra ciudad sino en esta, pensé, podría aspirar a reencontrarme con Carelia. Solemne y enigmática, ella también se esconde tras la fachada teatral que bordea sus canales. La intimidad no existe, y el viajero serpentea entre sus aguas, se rinde ante el lujo escenográfico de plazas y palacios, rebusca esencias y recuerdos que no le pertenecen, está en ella, pero no se entrega. Todo es reflejo, testimonio de grandezas, reiteración de historias, mas uno no sabe, no comprende dónde acaba la ficción y comienza lo real. Es muda y perfecta, como una mujer dormida que espera siempre allí, dispuesta al amor del pasajero pero habiendo encerrado para sí sus sentimientos. Poco importa que uno la transite, la admire e incluso la viole, porque siempre será igual, reservada desde hace siglos para orgullo de sí misma y envidia del foráneo.
Debía buscar una mujer en una ciudad que era su reflejo: tácita y provocadora, brindando un espectáculo que no sabe si le aburre o regocija porque la emoción, para un buen artista, es cosa de los otros.
«No sé dónde vive Jetta», me había dicho la anciana, «pero en su última carta me contó que estaba restaurando unas pinturas en La Fenice». Parecía un defecto de familia, todos se conocían y se amaban, pero aparentaban no saber dónde vivían, y hallarlos era uno más de sus enigmas; daban pistas y sembraban sospechas, no sé si deliberadas o por simple instinto de protección. Como un mecanismo genético, el juego y la simulación se habían instaurado en ellos, y su afección al arte parecía mantenerse en un rebullir sin floración, en un marasmo sin salida que cualquiera calificaría de morboso. Porque no podía decir que faltase arte en las imposturas de la Petete, en los cuadros de Carla o Annelise y quizás en los trabajos de Jetta. Pero, como en aquella muchachita que se enamoró de Escher, la frustración se había extendido a sus descendientes, que heredaron del artista nada más que un soplo, una tendencia, una afición que jamás cuajó en genialidad.
Aun así, la familia conservaba el necesario fondo de locura, ese germinar de ideas que buscaban la expresión de forma extravagante y por senderos inusuales. Un aliento diabólico y sensual flotaba en aquellos dibujos y en el diseño de la falla, donde la obra era de otros pero el espíritu de Araceli, plasmado finalmente en un retorcido proyecto de venganza.
No me extrañó que Carla hubiese elegido Venecia para olvidarse de Annelise y de Carelia: es el lugar perfecto para el eclipse, para las imágenes que se difuminan entre esta niebla de invierno que cubre los canales.
Pregunté por ella y me dijeron que estaba a punto de salir. No sabía cómo, pero estaba seguro de que la reconocería: no se puede tener un par de hijos como los suyos sin tener un aire que los una. Y ahí estaba, sin lugar a dudas. La piel de José Luis, la belleza distante de Carla y hasta el cabello de la abuela, recogido en un desordenado moño. Todas en una, y ella resumiendo lo mejor de todos. Charló con otras dos mujeres y después se separó de ellas, caminando hacia un embarcadero de vapporetti. La seguí con cierto terror y, cuando por fin me decidí, estaba levantándose con un escalofrío el cuello del abrigo.
—Jetta… —musité a sus espaldas, como en un ruego.
—¿Sí? —contestó rápidamente, girando la cabeza con una sonrisa. Me miró de cabo a rabo y sin perder el gesto continuó—: No eres de aquí porque nadie me llama Jetta, salvo que vengas de Valencia.
—De allí vengo —mentí, y comencé a explicarle más o menos mi necesidad de hablar con ella.
Su sonrisa se heló, después las comisuras de los labios cayeron hacia abajo, y al final de mi cortísimo discurso su belleza era tan pétrea como la de su hija, pero con un surco de perplejidad que le arrugaba el entrecejo.
—Esto es tan extraño —murmuró, tras un momento de silencio—. Por supuesto que podemos tomar un café y hablar. Pero ahora debo irme, vivo en Burano, ¿sabes?
—No sé cómo pedírselo —le dije—. Puedo esperar, pero le ruego que no mencione este encuentro a su hija. Al menos hasta que hayamos hablado, por favor.
Supongo que puse una cara de verdadera lástima porque me estrechó las manos con cordialidad y volvió a sonreír.
—Estas muchachas… —dijo, meneando la cabeza como su madre—. Descuida, si me has seguido desde el teatro debes saber que acabas de estar a dos pasos de ella.
—¿Acaso una de las que habló con usted era…?
—Carla, por supuesto. Mi hija es un camaleón, además supongo que la viste de espaldas. Ella está aquí, en casa de una amiga. Pero descuida, callaré. Hasta mañana, pues. ¿Conoces el Café Florian?
—No, pero lo encontraré.
—Nos veremos mañana, a las seis. Entretanto pasea por Venecia, aunque con este frío no resulta muy acogedora.
No lo era, pero últimamente estaba acostumbrado a las gélidas recepciones de los Mendes de la Encina. Estaba tan impaciente que deambulé durante horas por una ciudad penumbrosa y desierta, tan apresada en su propio misterio que uno acaba sintiéndose cómodo, a pesar de su hermetismo. Porque en Valencia, Madrid o Barcelona, yo mismo hubiese temido estos recodos sin salida, la amenazante soledad de los sottoporteghi, el silencio lunar de las aceras, apenas roto por el tenue oleaje golpeando en las orillas. Pero acaba dando una seguridad como de útero esta omnisciencia del agua que condiciona desde hace siglos la vida, el espacio y las labores. En Venecia todo crece desde el agua, desde la niebla nocturna a los primeros transeúntes que bostezan, surgiendo de la nada al alba sobre la ceja levantada de los puentes, emergiendo cual muñecos repentinamente vivos de huecos y portales, repoblando una ciudad en la que sólo parecíamos andar el agua y yo.
Desayuné en una cafetería cercana al hotel y dormí hasta el mediodía, un poco después de las cinco de la tarde estaba caminando rumbo a mi cita. Las últimas bandadas de palomas pasaron rasantes sobre San Marcos, antes de cobijarse en las altas balaustradas de la Librería, que ya perdían su albor amarillento con la llegada de las sombras.
Pocas cosas me provocan tanto regocijo como aguardar a una mujer hermosa. Y creo que pocos hombres no se sentirían tan estúpidamente orgullosos como yo cuando una mujer como Jetta avanza hacia nosotros, sorteando las mesas con estudiada parsimonia, segura de la callada admiración que suscita entre hombres y mujeres. Se había quitado el abrigo en la entrada y después contempló el salón, entrecerrando los ojos con ese gesto entre miope y defensivo con el que Carelia me miró sin ver durante tantas tardes de domingo. Estaba realmente espléndida, con un ajustado traje como de serpiente, con reflejos azules y grises, en el que las solapas algo masculinas bordeaban un escote vertiginoso bajo el cual, con algo más que alevosía, dejaba emerger como al descuido el inquietante encaje del sostén.
Levanté la cabeza sobre la gente y me vio, entregó el abrigo al camarero y vino hacia mí, levitando sobre unos tacones de equilibrista, avanzando de tal modo que todos tuvieron tiempo de mirarla, de comprobar con qué rotunda gracia las medias oscuras eran del mismo color que las escamas, con qué perfección la falda se ceñía a sus caderas, lo suficientemente corta como para excitar a los varones y lo necesariamente larga como para evitar la censura femenina. Me levanté y no pude menos que besarle la mano. Iba a decirle que estaba muy hermosa y se adelantó con una sonrisa:
—También tú eres guapo… —dijo, antes de sentarse junto a mí. Se secó la imperceptible humedad sobre los labios, barrió con sus ojos las mesas del café y murmuró como para sí—: ¡Ah!, pocas veces he estado aquí con un hombre como tú. Me ha salido la vena hispana y tengo muchas ganas de lucirme y de lucirte, qué joder… Demos envidia a estas viejas estiradas.
Me reí sorprendido y admiré otra vez la calculada gracia con la que conducía sus movimientos. Acortó distancias con un directo «tutéame», pidió un capuccino y un whisky con agua, entregándose después a un encantador monólogo sobre las similitudes entre Valencia y Venecia. Habló de sus rechazos y añoranzas y pasó de la nostalgia a la ironía con una mordacidad que me recordó a lo mejor de la Petete. Como dije, era la quintaesencia de la familia, sin la dureza de Annelise, sin las reservas de Carelia, y por supuesto a salvo de la burda decadencia de su hijo.
—Me has dicho que estuviste con mi madre. ¿Es cierto?
—Tan cierto como este salvoconducto —contesté, sacando de un bolsillo el botellín de licor.
Quitó el corcho y aspiró con fruición.
—Mandarinas… el licor de mi madre. Gracias, ahora sí que te creo —dijo emocionada, guardó el pequeño envase en su bolso y levantó sus ojos húmedos hacia mí—: Bien, tú dirás…
Le expliqué lo justo, callé lo necesario y mentí lo indispensable. Me presenté como una víctima de «La cinta de Escher», no oculté la verdad de mi oficio y juré que solamente quería hablar con Carla y hacerme perdonar.
—Estoy seguro —le dije— de que ambos metimos la pata, yo más que ella. Sé que la ofendí, pero usted también sabrá que su hija…
—Tutéame… —volvió a decir, apoyando una mano en mi pierna.
—… que tu hija es, como mínimo, bastante impredecible. Creo que llegamos a desearnos de verdad, pero jamás nos lo dijimos con franqueza.
Jetta sacó un cigarrillo y esperó que se lo encendiese. Envió el humo hacia arriba con un gesto pensativo, pero su mano volvió a rozarme bajo la mesa.
—Franqueza… claridad… sencillez… son palabras que desconocemos en la familia. ¿Por qué crees que vine a vivir aquí? Realmente me llegaron a cansar con sus complicaciones. Sólo mi madre fue capaz de soportarlos. ¿Conoces a José Luis?
Asentí. Iba a inventar una mentira convincente pero Jetta dijo con amargura:
—Presentí su homosexualidad desde que era un niño, creció entre mujeres dominantes y no serlo hubiese sido una incongruencia. Annelise es lesbiana y Carla una bisexual insatisfecha. Un cuadro que da para todo…
Habló de cosas que sabía o sospechaba, pero en cuanto a los cuadros fue tajante: fueron siempre de Carla, aunque movida por su feroz autocrítica y por la envidia de Annelise, le cedió a esta la autoría.
—Se intercambiaban seudónimos como si fuesen cromos, o bragas. Annelise se apropió toda su vida de las cosas de mis hijos. Se escudó en su orfandad y abusó de su inteligencia para conseguir siempre lo que quiso, incluso para hacerse amante de mi hija y dominarla a su antojo. No sé si has estado al tanto, pero entre las dos se inventaron una suerte de funeral de circo para acabar a lo grande con la carrera de Carla y con su propia relación. Si has tenido algo que ver con ello, te aseguro que me pareció detestable pero muy propio de Annelise. Pobrecilla, busca la originalidad incluso para ser patética.
Callé otra vez. Jetta no sabría de qué manera me impliqué en la «muerte» de Carelia, ni hasta qué punto Annelise folló conmigo en un lavabo, sólo por tener lo mismo que su prima.
—¿Crees que Carla me dejará hablar con ella? —volví a preguntarle.
La mano de Jetta volvió a posarse sobre mi pierna pero no se retiró. Sentí su tibia vitalidad subiendo en remolinos hacia mi vientre. Me miró y entrecerró los ojos.
—Haré lo posible, te lo aseguro. Sigue tan dura como siempre, aunque por primera vez puedo decir que me siento más cerca de ella. —Hizo una breve presión con sus dedos y continuó, sin dejar de mirarme—: Desde ayer me pregunto qué pudo haber visto Carla en ti. Hago mal en decirlo pero estás tan lejos de ella como…
—… como un centollo de un beduino —completé.
Jetta soltó una carcajada.
—Vale, es una buena diferencia. Es que mi hija es tan… inasible, y en cambio tú tan… real, tan corpóreo. —Hizo una pausa antes de seguir—. Iba a decir vulgar, pero no es cierto, eres sólo un hombre atractivo. Sabes que gustas y no te molestas en ocultarlo. No me negarás que desde que estamos aquí has hecho todo lo posible para seducirme.
Hubiese podido aclararle que hacerme desear formaba parte de mi oficio, pero debía reconocer que aquella mujer también me atraía, probablemente porque era una imagen mejorada de Carelia, tan directa como ella y probablemente más hermosa, pero infinitamente más libre, a salvo de ideas prefijadas, espontánea y ajena a los tratos que condicionaron los encuentros. Puse mi mano sobre la suya y no apartó sus ojos de los míos.
—Tenemos dos opciones —me dijo.
—¿Sí? —pregunté, sospechando a qué se refería.
—Tu hotel o el piso de una amiga.
Le dije que ella no merecía aquel cuartucho, y sonrió, poniéndose de pie.
—Entonces deja que haga una llamada.
Me levanté y caminé detrás de ella, suponiendo lo que todos sospechaban: aquella no podía ser más que una señora rica y elegante, lo suficientemente segura como para hacerse acompañar por un tipo como aquel, basto y atractivo, probablemente un gigoló.
Mas en la discreta alcoba de aquella casa, nuestro encuentro estuvo muy lejos de todo trato comercial. Yo llevaba mucho tiempo sin hacer el amor de aquella manera, sin prisas, sin extravagancias. Y Jetta era una mujer exquisita hasta para eso, sabia en las demoras, dúctil y sensual para la entrega. Dejó que la besara, que la apretara contra mí, envuelta aún en aquella funda de escamas azuladas, dejó que investigase el suave contorno de sus muslos, cercados por la línea sedosa de las medias, y luego más arriba, bajo la cinta elástica que rodeaba la comba poderosa de las nalgas. La busqué bajo la falda, perseguí su piel entre la turbadora rugosidad de los encajes y ansié la libertad para sus senos, que resistieron con firmeza al acoso de mis manos. Me abrió la camisa y me besó el pecho, me acarició la espalda y se apretó otra vez contra mí, haciéndome sentir el tacto frío de aquella tela extraña. Le quité la chaqueta y me quitó la camisa, cayó la falda sobre la alfombra y mi pantalón sobre ella. La conduje a la cama y se dejó acariciar, aceptando el homenaje de mis manos, transitando otra vez desde la tensión sedosa de las telas al tacto tembloroso de su piel.
Amé en ella lo que amé en sus hijos, la piel agitanada del muchacho sobre las formas rotundas de Carelia. Era la boca de su hija, pero esta me besó y lamió con sabiduría, y también con gozo y sin reparos. Era la misma brevedad de la cintura, antes de la curva brutal de las caderas, pero esta no esperaba: se pegó a mi vientre, se acomodó a mis huesos y me envolvió en una nube cálida y magnética. Nos excitamos con lo justo y nos acoplamos sin rodeos, a plena luz, lejos de las penumbras de Carelia. Entré en ella hasta lo más profundo, se empujó hacia mí y así, con sus piernas en mis nalgas, nos entregamos concienzudamente a damos placer el uno al otro. Fuimos durante un tiempo infinito una mujer y un hombre, nada más, encastrados, sudorosos, gozando de una plenitud y una sinceridad que estuvo al borde del amor. No quisimos cambiar de posición y acabamos como empezamos, ella abajo y yo encima, saliendo y entrando uno en el otro hasta que el orgasmo nos nació al unísono y sin preámbulos. Sentí la insoportable crispación de su vulva, empujé hacia lo hondo y me deshice en su interior. Cuando abrí los ojos ella sonreía, fresca y lozana como después de un baño.
La ayudé a enfundarse otra vez en la piel de serpiente. Ella me abrochó la camisa en silencio, cómplice y madura, elegante hasta en la forma de reacomodarse el pelo sin mirarse en el espejo.
Estiramos otra vez las sábanas y colocamos encima el cobertor y los cojines. Después apagó las luces y me cogió del brazo para guiarme hasta la puerta. Atravesamos pasillos en sombras y salas que despedían un olor penetrante a vejez y moho. Me estremecí al recordar fugazmente el pasillo que me condujo tantas tardes hasta el lecho de Carelia. Jetta me apretó el brazo y rio, pero me hizo una pregunta que no tenía gracia alguna.
—¿Alguna vez las viste… juntas?
Iba a contestarle que no, pero ya estábamos junto a la puerta y Jetta no esperó mi respuesta.
—¿Sabrás orientarte para volver?
—Desde el centro, el laberinto se vuelve más fácil.
—Me refiero al hotel —dijo ella con una sonrisa.
—Creo que sí —contesté, aunque me preocupaba otra cosa.
—No temas, te llamaré mañana al hotel o te dejaré un mensaje… Ahora sí creo que Carla debe volver a verte.
La miré y me guiñó un ojo. Me besó en las mejillas y cerró la puerta. Cuando di unos pasos y miré hacia arriba, descubrí que la casa donde habíamos estado era un antiguo palazzo, con un parecido más que inquietante con la «Alhambra» de Araceli. Pero recordé también que era 28 de enero, y los domingos recobraban el aroma de Carelia.
Es que todo en ellas está necesariamente unido, pensé, mientras caminaba hacia el hotel. Mi relación con la familia había dado quizás el último giro, tras el cual sólo faltaba el reencuentro con Carelia.
Nunca conocí la magnitud de su ofensa ni el alcance verdadero de mi agravio. Todo en ella fue como un reflejo en espejos deformantes, una búsqueda a tientas entre las absurdas maquinaciones de su prima, ayudada por una corte de locas como ella. Había transitado por la humillación y el horror gracias a la acción de otros, no de Carelia. Todo encajaba, a pesar de la arbitraria ligazón entre las partes. ¿Acaso eso no es Escher?, me pregunté. ¿Acaso él también, con más genialidad que todos, no jugó a tergiversar las perspectivas, a buscar puntos de fuga que estaban siempre más allá del marco, en la imprecisa zona entre lo real y lo ficticio? Presentí que quizás ahora llegaría por fin hasta Carelia, a la verdadera Carla, ignorado zenit de aquella trama, obligado nadir de mis andanzas, siempre lejos, siempre ajena a los límites del cuadro. Como dijo Celia, me había precipitado finalmente en el enigma porque era la única forma de entenderlo. Araceli me empujó al mundo mágico de Escher sólo para que entendiese las leyes de su juego, un juego pleno de engaños y dualismos, donde nada respondía a su apariencia porque se basaba en la simple sugestión, en la copia de algo imaginado.
Antes de dormirme, recordé el último grabado de Escher, aquel entramado de anillos donde se enroscaban tres serpientes; habían reaparecido en la falla y más tarde las sentí reptar entre mis piernas, mientras yacía casi inconsciente en la bruma del narcótico. Siempre hubo serpientes. El traje de Jetta… ¿Alguna vez las vi… juntas? Soñé que estaba sentado en una escalera, mirando hacia una ventana y esperando con impaciencia la llamada de Carelia.
Sonó el teléfono. «Carla trabajará hasta la noche en La Fenice. Te esperará en el vestíbulo hacia las ocho, junto a la puerta por donde nos viste salir».
Le di las gracias y respiré con alivio, pensando otra vez que en esta historia abundan los paralelismos y las trilogías. Mi desdicha se inició con el incendio de un teatro y acabaría con el resurgir de otro. La venganza de Araceli comenzó a gestarse la misma mañana en que ardió el Liceo, y su último acto también estuvo signado por las llamas de una falla. Fue entonces cuando volví a nacer, desnudo y solo, tras romper una matriz de cartón–piedra.
Los nudos de Escher dan tres vueltas antes de volver al origen, pero como un ciclón en perpetuo movimiento, en su vorágine nos tragaba a uno y soltaba al otro, para luego volver sobre el terreno y encerramos otra vez entre sus redes. Según el capricho de sus giros, pasé de protagonista a figura secundaria, para retomar más tarde del fondo al primer plano, comprobando en carne propia la peligrosa unión de los extremos. Pero ahora, en una fría noche de finales de enero, mientras cruzo por el Rialto el Canal Grande, creo que ha llegado el momento en que, acabados los fuegos y los juegos de «La cinta», debemos sellar entre ella y yo el final de la partida.