Dejé que pasaran las semanas y los meses, mientras recuperaba las fuerzas y renovaba mi clientela. Me hice muchas preguntas y recordé algunas noches a Celia y su pequeña lección sobre el erotismo. Nunca había pensado en ello, puesto que me había limitado a ser siempre «efectivo», palabra que también era de ella. Los juegos, las miradas y las sugerencias fueron simples prolegómenos, una suerte de antesala del trabajo que consistía en esperar el momento justo para provocar un orgasmo, cobrar y aguardar otra llamada. Digamos que nunca pensé en el erotismo de los otros, seguro de que sus deseos se acababan con el trabajo de mi sexo. En otras palabras y volviendo a lo del teatro: jamás me involucré en sus emociones, un poco por cinismo y también por sentido de supervivencia. Pero Carelia rompió el molde y ahí estaban las consecuencias.

No creía, por ejemplo, que los gimnasios fuesen lugares muy eróticos, probablemente porque me propuse que jamás buscaría clientes en ese lugar. Iba allí para trabajar mi cuerpo, como todos, con la diferencia de que lo hacía porque también trabajaba con él, y de ningún modo quería mezclar una cosa con la otra, siguiendo el genial consejo de «no defecar donde se come».

Pero no se trata del erotismo de las películas pornográficas, esas que se ruedan en gimnasios donde jovencitos anabolizados hacen cabriolas imposibles mientras follan sobre aparatos de musculación. Es un erotismo más soterrado, disimulado en el mismo culto al cuerpo y desarrollado en lugares que parecen construidos al efecto. Encerrados entre espejos, reflejados en todas direcciones, los músculos se tensan ante la mirada de los otros, el sudor brilla y se desliza, se pegotea con provocación en las nucas y en las piernas, en los pechos y los pelos, la piel se transparenta bajo las telas y emite vahos animales, mezcla de esfuerzo y de llamada. Hombres y mujeres se aman a sí mismos, desvergonzados y satisfechos ante su imagen, admiran sin tapujos el cuerpo de los demás, comparan músculos y pesos con una libertad que se acaba en la puerta de salida, cuando retoman sus disfraces de abogados, dependientes y maestros.

Hasta entonces me había mantenido en los límites de aquella camaradería algo superflua y transitoria, tan típica de los que se encuentran un par de horas, tres días a la semana y en un lugar preciso. Hablas del tiempo, del fútbol y los precios mientras subes pesos y estiras las poleas, aguantas un par de chistes malos en las duchas, te exhibes un poco y después te vas. La diferencia está en que muchos van allí para poder ligar con más recursos, en tanto que yo tenía el ligue asegurado, aunque abandonase la gimnasia.

No sé si fue porque atravesaba una época de interrogantes y averiguaciones, lo cierto es que comencé a entrar también en el juego de la provocación. Quise sentir el erotismo de los otros, observé gestos y posturas y comencé a buscar no la imagen de los cuerpos sino la dirección de las miradas. Y de entre todas elegí una.

Era la de una mujer común, ni demasiado atractiva ni muy entregada al fragor del culturismo. No intervenía en los corrillos ni en los grupos de aeróbic, transitaba solitaria y desganadamente de aparato en aparato, en los que tampoco parecía esforzarse demasiado. Recordaba haberle explicado el mecanismo de algunos, y desde entonces nos saludábamos con un escueto movimiento de cabeza. Su rostro fue siempre tan serio e impávido, y su actividad tan lenta y mesurada que su presencia podría haber pasado inadvertida, perdida entre el chirriar de las poleas, los bufidos de los gimnastas y el sempiterno cotorrear de las muchachas.

Pero no tardé en saber que el hielo se terminaba en su mirada. No porque brillase de un modo diferente, sino justamente por ser como un cuchillo silencioso: allí donde se clavaba permanecía un tiempo prolongado. Negros, distantes, sus ojos ardían sin llama detrás de las pupilas, como un fuego helado, seco, y sin embargo extrañamente vivo. Hacía sus ejercicios con deliberada lentitud, con una calma pensativa que no despertaba sospecha alguna, pero desplazaba sus ojos con cautela y se detenía en unos pectorales agarrotados por el esfuerzo, en el vaivén de una cintura, permanecía allí ensimismada, imperturbable, hasta que el gimnasta cambiaba de postura.

No sólo me dediqué a observarla sino que comencé a realizar alardes ante ella, poniéndome descaradamente al alcance de sus ojos. Trataba de no mirarla, pero me sentaba de tal modo que me viese, me acomodaba rotundamente los genitales y me entregaba al más puro de los exhibicionismos, al fin y al cabo lo hacían todos. Me esforzaba más que nunca, pero también ensayaba gestos que jamás había hecho, imitando a esos gimnastas cuyas muecas y resoplidos se parecen tanto a los que acompañan al coito. Al final de cada serie, me contemplaba en los espejos a unos centímetros de su imagen, como si no existiese, probaba la dureza de mis brazos o me secaba con las manos el sudor del pecho con la lentitud de una caricia. Después, durante unas milésimas de segundo, mis ojos se encontraban con los suyos sólo para comprobar que estaban exactamente donde yo quería que estuviesen.

Poco a poco comenzamos a cercamos. Usé la ropa más provocativa, combinando la elasticidad de ciertas telas con la suave libertad de otras, ajustando lo necesario y dejando a la vista el resto. A su vez, ella también comenzó a experimentar una suerte de metamorfosis, cambiando los colores de sus mallas y realzando lo poco de agraciado que tenía su figura: unos senos redondos y apretados, unas caderas anchas y una cabellera espesa. Pero por lo demás era una mujer casi vulgar, si no fuese por la estudiada elegancia de sus movimientos. Llegábamos los mismos días y más o menos a la misma hora. A veces ya estaba trabajando cuando la veía emerger de los vestuarios con su toalla al cuello, avanzando lentamente hacia los espejos. Me gustaba verla caminar porque iba casi de puntillas, colocando siempre un pie delante del otro, como si en vez de calzado deportivo llevase zapatos de tacón. Lo hacía con el torso quieto, la espalda recta y los brazos caídos a los lados, mientras todo el movimiento se centraba en las caderas. Un día descubrí que su andar era tan atractivo porque se parecía al de esas mujeres acostumbradas a transportar grandes bultos en la cabeza, meneando la cintura y las nalgas con una elegancia inimitable. Se situaba frente a un espejo, se aferraba a la barra y hacía unos breves estiramientos. Desde allí su daga oscura me buscaba hasta encontrarme en la selva de cuerpos y metales, después se dedicaba a hacer ejercicios con un par de pesas o en la más sencilla de las poleas. Esperaba, simplemente dejaba que yo encontrase el modo de ponerme a tiro de sus ojos. Yo repetía entonces el saludo silencioso y me entregaba a su mirada, estirando y contrayendo cada músculo, inflando el torso como un gorila en celo, exagerando las posturas sólo para que ella, ensimismada en apariencia, recorriese a gusto cada palmo de mi piel.

Lo más excitante sucedía cuando se sentaba en la bicicleta. Se alineaban a un costado, y ella solía ser la única porque casi todos las usaban al comienzo de las sesiones. Frente a ellas había un banco con una barra fija. Yo me llevaba hasta allí un par de pesas y le ofrecía un recital de torsiones y sudores, mientras ella pedaleaba como sin ganas, centrando todos sus movimientos en la pelvis, que iniciaba al poco tiempo un imperceptible movimiento sobre el sillín. Era nuestro sitio preferido, el lugar donde nos provocábamos durante un tiempo interminable y del modo más imprudente. Incluso llegué una vez a dejar como al descuido que mis genitales se escapasen por un lado del slip, de modo que sólo ella pudiese verlos cuando yo levantaba las piernas. Ella detuvo entonces el pedaleo, sus muslos se contrajeron varias veces hacia el centro y, por primera vez, se secó la frente con la toalla.

El juego continuó de igual modo durante semanas, pero mientras ella parecía seguir tan serena como siempre, yo comencé a esperarla con una ansiedad irreprimible. Cuando tardaba más de la cuenta, hacía mis ejercicios con desgana y malhumor, como si me faltase su respuesta muda, esa mirada opaca que daba fundamento a mis esfuerzos. Cuando por fin aparecía, un secreto bullicio me nacía en el estómago, y era capaz de reiniciar toda la faena sólo para el instante supremo en que ella, apretada contra el sillín de la bicicleta, enredaba unos segundos sus pestañas entre el vello de mis muslos. Deseaba poseerla, y podía haber extremado cualquiera de mis tretas, pero algo en ella cortaba en seco toda posibilidad de acercamiento.

Creí que lo conseguiría cuando una de las muchachas comenzó a ofrecer en el gimnasio las entradas para una fiesta que se daría junto a la piscina. Iba a decir que no pero levanté la vista y ella estaba de espaldas, con las manos en la barra y mirándome a través del espejo. Hizo un gesto imperceptible y compré dos. Cuando la chica se fue, ella se alejó unos pasos y dejó su toalla sobre el manillar de la bicicleta, puse la tarjeta entre sus pliegues y me fui.

Aquella noche desordené la mitad de mi ropero, excitado como un jovencito ante su primera cita. Elegí finalmente lo que me pareció más idóneo, ya que tenía casi la certeza de que follaríamos allí mismo, en uno de los infinitos rincones del club. La busqué en todos los corrillos, junto a las mesas de comidas y en la barra del bar. Pero pasó la medianoche y ella seguía sin aparecer.

De pronto pensé en algo y tuve deseos de darme un cabezazo contra la pared. Me deslicé con disimulo hacia las escaleras del gimnasio y subí. Todo estaba a oscuras, pero la claridad de la calle entraba por las grandes cristaleras. Me dirigí directamente al sector de las bicicletas y allí estaba, como siempre, con un sencillo vestido negro y unas sandalias de charol, pedaleando distraídamente y aguardando, como cada día, que me sentase frente a ella. Me planté ante la bicicleta y me miró directamente a los ojos, iba a decirle algo pero su mentón se elevó unos centímetros, señalándome el banco. Me senté algo confundido, con el corazón latiéndome con fuerza. Ella comenzó entonces a desabrocharse uno a uno los botones del vestido, la tela negra se abrió a los lados y pude ver que debajo estaba totalmente desnuda, luego comenzó a pedalear otra vez. Supe entonces que el juego continuaría sin espejos, al abrigo de las sombras, los dos solos y en la posición de siempre. Yo llevaba un pantalón claro y una camisa blanca, y tampoco me había puesto ropa interior. Me abrí la camisa y la bragueta, cogí una pequeña pesa y comencé a trabajar con ella, apoyando un codo sobre las piernas. Ella asintió, sus muslos se abrieron un poco y pude ver que su torso se estiraba hacia delante para replegarse otra vez. La zona oscura se apretó contra el sillín. Seguimos así unos minutos, ella con su pausado pedaleo y yo accionando sin mucho esfuerzo sobre el banco. Comencé a sudar y me quité la camisa. Ella soltó el manillar y se acarició el cuello. Yo me eché un poco hacia atrás e hice lo mismo sobre el sexo. Las manos bajaron a los senos y se detuvieron allí, se apretaron sobre las esferas y entre los dedos asomó el oscuro redondel de los pezones. Abandoné las pesas en el suelo y también me acaricié el pecho, transité sin prisas sobre la comba de los pectorales, probé la dureza del estómago y seguí hacia el vientre, hasta palpar la progresiva turgencia de mi polla. Se la enseñé entre mis manos y ella también bajó desde los senos hasta el pubis, se enredó entre el vello y siguió más abajo. Quería poseerla allí mismo, tumbarla sobre el suelo, morderla y penetrarla, pero sabía que no era posible, que seguiría obedeciendo sus deseos. Los dedos subieron a su boca, los lamió uno a uno y otra vez se perdieron en las sombras. Yo hice lo mismo, me escupí las manos y me lubriqué el sexo. Apoyé la nuca contra la barra y abrí las piernas para que me contemplase a gusto. La bicicleta siseó entre sus piernas y ella suspiró, se levantó unos centímetros y volvió a caer. Cuanto más quería poseerla, cuanto más dura sentía mi erección, mayor deseo tenía de exhibirla, de sentir sobre mi piel ardida la fría garra de sus ojos. Pero ella seguía allí, a menos de dos metros, lejana como siempre, diría que impasible si no fuese porque de pronto, como atravesado por corrientes subterráneas, su cuerpo se tensaba, se curvaba brevemente hacia atrás mientras sus manos se incrustaban entre el pubis y el asiento. Luego volvía a su turbador vaivén, al desesperante pedaleo, mientras yo, entregado a su juego, me quitaba el pantalón y seguía con los masajes y caricias, moviéndome sobre el banco de tal modo que me viese en todas las posturas, que gozase por fin con aquello que siempre había deseado: un hombre desnudo, mostrándose ante ella en la plenitud de la virilidad y el esfuerzo. Soy un cínico, lo sé, y probablemente aquella noche esa mujer me obligó a serlo más que nunca. Me excité a mí mismo, mirándola mientras se masturbaba ante mi vista, gozando ambos con lo que ella espió tantas mañanas, perdida en un mar de espejos e imágenes veladas. Elevó sus piernas y ajustó los tacones sobre el manillar, se abrió la vulva y volvió a friccionarla con los dedos. Sentí que el final estaba próximo y me acerqué, quería que tuviese ante sus ojos la enorme turgencia de mi sexo. Lo lubriqué con mi sudor y lo apreté sobre el metal, casi tocando sus sandalias, y en esa posición volví a moverme. Sus dedos trabajaron afanosos entre sus piernas y comenzó a quejarse, primero suavemente, pero después de forma cada vez más entrecortada. Fijó sus ojos entre mis piernas y por primera vez vi que su rostro perdía toda la dureza, sus labios se abrieron y un ronco suspiro pareció nacerle desde el vientre. Me eché hacia delante, deslicé una vez más la polla entre mis manos y tras unos segundos infinitos los chorros salieron disparados hacia ella, me apreté otra vez y las descargas se estrellaron entre sus senos, contra su vientre y entre sus manos, detenidas por fin sobre su sexo. Ella bajó la cabeza, después de unos segundos tocó el esperma con la punta de sus dedos y lo esparció delicadamente sobre su piel, haciendo lentos círculos alrededor del ombligo, con una expresión a medias entre el asombro y la impudicia. Sentí que las piernas no me sostenían, di unos dos pasos atrás y caí otra vez sobre el banco.

Tras unos minutos se puso de pie, se abrochó otra vez el vestido y me miró largamente. No dijo una palabra y comenzó a irse, con los brazos caídos y el torso quieto, un pie delante del otro, cimbreando las caderas como quien lleva sobre la cabeza un gran cántaro de agua.

Me vestí, fumé un cigarrillo y me fui. Aquella noche aprendí algo más sobre el deseo: había estado en la mirada de una mujer de negro que montaba en bicicleta y de la que nunca conocí su voz.

Xenia Fagundes, la Petete o cualquier persona con más lógica que yo me hubiesen aconsejado la búsqueda de Araceli de otro modo, pero hasta las amas de casa conocen algo que se llama el síndrome de Estocolmo. No sé exactamente qué significa, salvo que las víctimas de un secuestro o de una persecución (y yo lo era de ambas cosas) acaban pensando como sus verdugos. Por eso me dediqué a seguir su pista del mismo modo enrevesado y confuso con el que Araceli siguió la mía, acaso porque tampoco tenía muy claro si quería encontrarla o huir de ella.

Pensé que descubrir su escondite me daría cierta ventaja, y con esa sensación ambigua de buscar a una presa que también podía atacarme, comencé un cauteloso rastreo de los sitios donde pudiese haber algo relacionado con aquella «Alhambra» que mencionó la abuela.

Una tarde recorrí de punta a punta la calle Ciudad de Granada, pero se trata de una zona más bien fea de Poblé Nou, llena de naves abandonadas y almacenes de transportistas. Al final, la oscuridad un poco agorera de un cementerio me hizo desistir: aquel no era un barrio adecuado para la sofisticación de Araceli.

En cambio la calle Alfambra alimentó durante unos días mi creencia de que podía estar cerca, simplemente porque se encuentra algo escondida y en un barrio de solera como el de Pedralbes. Es una calle corta, detrás de las facultades, con varios cafés y restaurantes frecuentados por estudiantes durante el día y por pijillos en las noches. Hice amistad con algunos camareros y llegué a interesar a las muchachas de una pastelería enseñándoles la foto del catálogo que me había dado Celia.

Pero a medida que observaba a la gente, más me convencía de que tampoco encontraría en esa calle la «Alhambra» de Araceli, quizás porque yo tampoco viviría allí. Era casi el extremo de la anterior: demasiado bulliciosa, demasiado clara y juvenil como para dar cobijo a unos seres tan oscuros y retorcidos como nosotros dos. La simple deducción de que al fin y al cabo ella y yo éramos iguales me llevó a descartar también ese sitio, sin sospechar que cada día, de ida y vuelta, el autobús que me llevaba hasta la calle Alfambra estuvo pasando por la misma puerta de Araceli. Si una sola vez hubiese levantado la vista hacia el lugar adecuado, habría visto un edificio singularmente hermoso, de aire innegablemente granadino, en cuyo frente se lee desde muy lejos «Edificio Alhambra». Pero, como ya dije, en mi doble condición de verdugo y presa seguí su rastro a la manera de las bestias, con más intuición que inteligencia.

Pero una mañana me llamó Braulio, un colega de los pocos con quienes seguía en contacto.

—Oye —me dijo—, tu amiga la Petete lleva tiempo preguntándome por ti. Dice que si no le devuelves unas fotos va a presentar una denuncia.

—Si la vuelves a ver —respondí—, dile que entonces tendrá que irlas a buscar a Valencia, a casa de su abuela. Gracias, de todos modos.

No pude menos que sonreír, aunque tuve el amargo presentimiento de que la tregua había concluido.

Unos días después se repitió la llamada.

—Soy Braulio otra vez. La Petete quiere verte, me ha dicho que es muy urgente. ¿Qué hago?

Pensé un momento, no podía dar un solo paso en falso.

—Dile que te dé su dirección. Yo mismo iré a verla, pero que ni se le ocurra hacer tonterías porque esta vez la estrangulo.

El otro rio.

—Estamos bien… ¿Tan grave es la historia?

—Más o menos —contesté—. Gracias, te debo una cerveza.

—Que sea pronto. Adiós.

Cuando Braulio me dejó en el contestador la dirección supe que no se había ido muy lejos, apenas unas calles más allá, casi tocando la Ronda de Sant Antoni. Era un edificio bastante más sórdido que el anterior, de esos que tienen una escalera tan estrecha que si te topas con una mujer con un carrito tienes que volver hasta el rellano. La espié varias veces, y cuando estuve seguro que estaba sola subí hasta su piso, no quería darle tiempo a efectuar una sola llamada peligrosa: la Petete se había ganado a pulso toda mi desconfianza.

Llamé a la puerta y tapé con un dedo la mirilla. Entreabrió la puerta y la empujé con firmeza pero sin violencia. Llevaba una bata espantosa de guatiné deshilachado aunque ya estaba perfectamente maquillada para salir. Se tapó las tetas, ensayando un gesto de sorpresa.

—Tranquila —le dije—. Vengo en son de paz, pero por esta noche olvídate del trabajo. ¿Puedo pasar?

—Ya lo has hecho… —dijo ella, encogiéndose de hombros.

Me señaló una pequeña salita e hizo ademán de irse. La sujeté rápidamente de un brazo.

—¿Dónde vas?

—¡A quitarme esto! —dijo con rabia, señalando la bata.

—Estás tan horrible como siempre, así que siéntate y no me hagas perder el tiempo.

Hizo una mueca de reina agraviada, encendió un cigarrillo y lo chupó con avidez. Llevaba mucho tiempo sin verla, y la verdad es que así, maquillada como una Barbie, con los pómulos hinchados de silicona y el cuerpo inconcebiblemente obeso, volví a preguntarme dónde había ido a parar aquel jovencito andrógino que alguna vez llegué a desear.

—Quiero mis fotos —dijo.

—Las tendrás. Todo a su tiempo —contesté—. Pero antes desembucha lo que sabes… y sin mentiras. Sé más de lo que imaginas. De ti y de tu deliciosa familia.

—¡No tenías derecho a meterte con ella! —gritó, golpeando la mesa—. ¿No te das cuenta del daño que puedes hacerme?

—¡Menos derecho teníais vosotras a meteros en mi vida! —repliqué—. Pero no temas, sólo hablé con tu abuela y todavía no sabe en lo que te has convertido…

Sus hombros cayeron y bajó la vista. Tragó saliva antes de preguntar:

—¿Cómo está… mi abuela?

—Formidable y encantadora, pero absolutamente ignorante de vuestras vidas. Aunque no sé cuánto tiempo voy a aguantar. Lo entiendes, ¿no?

Sus ojos se humedecieron de verdad y traté de no compadecerla.

—¿Desde cuándo te extorsiona Annelise? —pregunté.

Levantó sus ojos con verdadero asombro.

—¿Cómo lo sabes?

—Simple deducción… —contesté—. De otro modo no hubieses hecho lo que sabemos.

—Puta desgraciada… —murmuró, meneando la cabeza.

—Desde cuándo… —insistí.

Se encogió de hombros.

—Yo qué sé —dijo—. De toda la vida.

—¿Y por qué se lo permites?

La Petete se echó a llorar con los brazos sobre la mesa. Esperé unos minutos y le alcancé unos kleenex. La dificultosa máscara de altivez se derrumbó de golpe, dando paso a su verdadero rostro, quemado en largos años de miseria y marginación. Se secó con rabia los manchones de rímel y se sonó la nariz.

—Es que la quiero…, fue siempre mi preferida.

Me reí con amargura. La Petete podía pasar de la desvergüenza al patetismo como nadie, pero nadie como yo sabía a qué fondos de humillación y sacrificios tuvo que llegar. Estaba seguro de haberle dado un poco más de comprensión que su adorada prima, por lo que ahora me sentía lo suficientemente traicionado como para dejar de lado todo atisbo de piedad.

—Y ella te quiere tanto como a mí —le dije—. Entiéndelo, Petete, «La cinta de Escher» se acabó, ¿me entiendes? Eso se acabó. Ya no es un juego.

—De modo que lo sabes todo —murmuró.

—Conozco la versión de tu abuela. Ahora quiero la tuya, si es que quieres las fotos.

Hizo un gesto de fastidio.

—De todos modos Annelise tiene otras… Ahora sí que me tienen jodida.

—Tendrás que decidirte. Me importan un carajo tus fotos. Sólo quiero saber qué coño quería Annelise y por qué te obligó a esto.

Miró sin ver el techo con los ojos vidriosos y después recorrió las paredes, el viejo empapelado roto y de mal gusto, tan lejano al de la casona de Valencia. Se puso de pie con un suspiro trabajoso y trajo una botella de whisky y dos vasos, sus gestos me recordaron los de la abuela. Se echó un trago, carraspeó, y continuó con la historia que no me contó la anciana.

Me llevaría algún tiempo el poder armar una historia coherente con los recuerdos de la Petete. Creo que incluso fue deliberado el mismo desorden con el que me los contó, dejando en las sombras los detalles más oscuros y perversos, probablemente porque le resultaban tan humillantes que al removerlos caería sin remedio en la desesperación. Y una reinona como la Petete no podía permitirse esos deslices.

—Pero dime —pregunté—: ¿Cuándo supiste que Carelia, digo, que Carla no estaba muerta?

—Inmediatamente. Cuando bajé a comprar otro periódico en realidad llamé a su casa. Me respondió Annelise.

Se explicaba así su verdadero pánico y el alivio posterior, cuando entró gritando que «estábamos» salvados. Está claro que se refería al trío, no a mí. Un poco después, cuando Annelise llamó para que me enviase a la casa de la señorita Erica, le contó rápidamente el nuevo rumbo del juego, no sin reiterar de algún modo el consabido chantaje.

—¿Y el funeral?

La Petete volvió a encogerse de hombros.

—Formó parte del marketing final de Carelia Mendes. Todo el mundo sabía que pensaba retirarse con gran pompa del mundillo del arte. Había fracasado.

—¿Y me utilizaron para eso? —pregunté, sintiendo otra vez que el odio me cerraba la garganta.

—No lo sé, la verdad. Por mí puedes creerme o no, pero traté de meterme lo menos posible en los tejemanejes de ese par de locas. Hice lo que me pidieron y les pedí que me dejasen en paz. Incluso te rogué que no fueses a Valencia, ¿lo recuerdas? No pensé que te atreverías a ir a mi casa.

Claro que lo recordaba, pero ya dije que esta es la historia de alguien que ignoró que los extremos, además de tocarse, son peligrosos. Saqué de un bolsillo las fotos y las arrojé sobre la mesa. Las cogió con nerviosismo y comprobó si estaba la más antigua, aquella que imitaba la litografía de Escher y en la que, ahora sí, yo sabía lo que esperaba el muchacho sentado en la escalera.

—¡Falta una! —dijo, con un gesto de desolación.

Me sentí tan hijo de puta como Araceli, pero recordé la última noche de las Fallas y me encogí de hombros.

—La tengo —contesté—. Pero antes me harás un favor…

La Petete iba a ensayar una justificada protesta pero no la dejé.

—¡Eres tú quién me metió en esto, ahora te jodes! De modo que escucha bien lo que voy a decirte. No me importa esperar, pero la próxima vez que esa loca te llame dile que necesitas verla.

—No querrá.

—Eso déjalo por mi cuenta. Dile que una amiga tuya vio la lámina que le robé y un catálogo de los dibujos y le interesa exponerlos en un bar de lesbianas. Siempre vivió a la sombra de Carelia, no podrá resistirse.

—No querrá —insistió la Petete.

—Muéstrale esto —dije, y dejé sobre la mesa el catálogo que me dio Celia en Madrid—. Arregla un encuentro en cualquier parte, irá a verla una mujer. El resto es cosa mía, ya te iré llamando.

La Petete suspiró con resignación.

—No te lo recomiendo —insistió varias veces—. Mi prima es peligrosa y está como una chota. Puede llegar a matarte, no la conoces.

—La conozco de sobra —le dije, y omití que incluso tuve sus nalgas a un palmo de mis narices. En cambio, para que me creyese, le dije que sabía que llevaba aquel tatuaje.

—¿Has estado… con ella? —preguntó asombrada.

—Más o menos —respondí. Y no mentía.

Los días sucesivos me ocupé de distribuir las más de mil copias de la tarjeta que me llevaría hasta Araceli. Hice reproducir aquel detalle en el que Carelia imitó las Manos dibujando de Escher, transformándola en una versión femenina, y sólo hice poner debajo dos palabras: Próxima exposición.

Dejé un sobre lleno de tarjetas en el buzón de la señorita Erica y el resto lo distribuí entre las amigas de la Fagundes, para que lo dejasen en los bares que frecuentaban. Si tan solidarias eran, el rumor acabaría llegando hasta Araceli. Por enfado, por orgullo, o simplemente por el deseo nunca satisfecho de apropiarse de la vida de Carelia, ella acabaría por aceptar la cita.

Además, como me había aconsejado Celia, había que jugar con sus mismas armas. Y no se puede abusar de las identidades falsas porque las imágenes en los espejos, a menos que sean las de Escher, acabarán volviéndose tus enemigas.

No tuve que llamar muchas veces a la Petete. Unos días después de poner en circulación las tarjetas, me dijo que Araceli estaba realmente furiosa, y que quería hablar inmediatamente con la misteriosa mujer que pensaba exponer «sus» cuadros.

—¿Y ahora qué le digo? —gimió la Petete—. Dios mío, me matará.

—Que te dé su dirección, o un lugar para el encuentro, nada más.

Tras una larga pausa, dijo por fin lo que yo esperaba hacía tiempo.

—Hay un bar con terraza cerca de su casa, en la plaza de Boston, al final de la calle Berlinés.

—¿Se llama «Alhambra», o algo así?

La Petete carraspeó.

—Bueno, no exactamente. Pero es probable que se encuentre allí. Y ahora déjame en paz y devuélveme la foto. Ya cumplí mi parte.

Supe que volvía a ocultarme algo, pero ya estaba más cerca.

—Mañana, pues —le dije—, en el bar de la plaza de Boston, a las once. Le daré a Braulio tu fotografía.

Esa tarde recorrí palmo a palmo la dichosa calle que me indicó la Petete y no encontré un solo indicio de algo que pudiese relacionarse con la Alhambra. Pregunté a un par de porteras y llegué a la conclusión de que en las grandes ciudades hay mucha gente que no conoce bien la calle donde vive. Pero no podía ser, pensaba, que en aquella, de no más de trescientos metros, nadie hubiese visto un bar, un cartel o algo que se relacionase con lo que yo buscaba. Me parecía francamente imposible haber sido engañado otra vez por la Petete. Llegué al final de la calle Berlinés y cuando ya me volvía, a punto de claudicar, unas grandes escaleras me llamaron la atención al otro lado de la avenida General Mitre. Fue cuando caí en la cuenta de que no había mirado la numeración de los edificios ya que, en efecto, el tramo que había revisado comenzaba desde los números 9 y 14, ¿dónde estaban los restantes?

Crucé al otro lado y comprobé que las escaleras salvaban la altura entre la acera de abajo y la ladera de una pequeña colina, el Turó de Monterols, pero la calle, en efecto, seguía llamándose Berlinés, sólo que allí comenzaba y no se trataba del «final», como dijo la Petete. El número 5 correspondía a una bella casa de fachada morisca, en la que podía leerse perfectamente «Edificio Alhambra». Un poco más allá, una espesa arboleda daba sombra a las mesas de un café, a un lado de la Plaza de Boston. Seguramente Araceli vivía allí, pero debía contener mi impaciencia y esperar.

Al otro día, poco antes de las diez, me senté en una de las mesas más apartadas. Había sol, y por fortuna la terraza se llenó rápidamente, de modo que mi presencia podía pasar inadvertida.

Una hora después había bebido dos cafés y fumado media cajetilla de tabaco, rogando que a las once estuviese libre alguna mesa no muy cercana a la mía. Pasaron unos minutos y la figura inconfundible de Araceli, tan parecida a la de Carelia, se acercó al bar, miró alrededor unos segundos que me parecieron eternos y finalmente se sentó, poniendo a un lado el catálogo que había dejado a la Petete. Pidió un café, consultó el reloj varias veces y comenzó a leer un periódico.

Estaba evidentemente alterada, quizás tanto como yo, con la diferencia de que me sentía, además, aterrorizado y confuso. El objeto de mi búsqueda estaba allí, a pocos metros de mi mesa, y aún me era difícil discernir de qué modo su figura me resultaba tan atractiva como odiosa, probablemente porque durante el tiempo transcurrido su imagen había acabado por superponerse a la de Carelia. Era suya aquella cabellera espesa y lacia, la blancura pétrea de su rostro, el mentón beligerante. Pero esos gestos nerviosos y elegantes no eran los de la mujer de los domingos, tan lenta de ademanes, lejana y densa, envuelta en la niebla mortecina de su alcoba.

Una hora después se levantó, colocándose con furia el cabello detrás de las orejas, como Carelia. Dejó el dinero de la consumición en la mesa y se alejó en dirección opuesta al Edificio Alhambra.

Tuve un acceso de pánico, pensando que otra vez la perdería, pero me resistí a seguirla. En cambio esperé unos minutos, me acerqué a la casa, pulsé varios timbres y me anuncié como «correo comercial». Entré y miré los nombres en los buzones. Unos minutos después estaba frente a la puerta de Araceli.

Me senté unos peldaños más abajo y esperé, fumando un cigarrillo tras otro, meditando cada uno de los pasos que me guiaron hasta ese momento. Me sentía como alguien que sube por primera vez a una montaña rusa, metido en un vagón que lo remonta lentamente hacia la cúspide, tras la cual sabe que caerá indefectiblemente, dando vueltas tan vertiginosas que lo único que se atreve a pensar es que el menor de los fallos significaría el final. Pero a la vez, presionado entre las barras de seguridad, sabe que no hay vuelta atrás posible porque el engranaje ya está en marcha, y que el tiempo de su vida puede acabarse dentro de dos segundos, cuando el carro llegue hasta la punta y caiga cuesta abajo, empujado por la fuerza de su propia inercia.

Aquello me parecía tan irreal y absurdo que estuve tentado de dejarlo todo e irme. Pero mi abandono significaría también el definitivo adiós a Carelia, el mensaje implícito de que reconocía mi error, aceptaba el castigo y dejaba a salvo el orgullo de Araceli. Y no me sentía dispuesto a esa renuncia.

No sé cuánto esperé, saltando como un resorte cada vez que oía el zumbido del ascensor. Por fin, cuando ya sentía la boca como un estropajo de tanto fumar, el chasquido de la puerta me indicó que alguien bajaba en el piso de arriba. Subí en cuatro zancadas. Araceli había dejado en el suelo un par de bolsas mientras abría la puerta. Estaba levantándolas cuando me abalancé sobre ella con tal violencia que rodó hacia el interior, esparciendo latas, verduras y botellas por todas partes. Cerré la puerta de una patada y sin darle tiempo a reaccionar descargué mi furia con un par de bofetadas. Iba a gritar pero la empujé contra el suelo y le tapé la boca.

—¡Cómo grites juro que esta vez te estrangulo! ¡Hija de puta! ¿Lo entiendes? Un solo movimiento y te mato, aunque me pudra en la cárcel. ¿Está claro?

Estaba pálida, y en mis dedos comencé a sentir el chorro caliente que le salía de la nariz. Presioné otra vez sobre su boca y la cogí del cabello.

—¿Has entendido? —volví a preguntar.

Asintió y pareció aflojarse, pero cuando iba a levantarla me dio una patada en el estómago y se abalanzó hacia una de las botellas rotas. Me eché otra vez sobre ella pero sentí un golpe en un hombro, seguido de un dolor ardiente. Rodamos otra vez en el suelo, entre latas y tomates aplastados. El combate fue corto y feroz, consiguió arañarme otra vez pero logré inmovilizarla contra un sillón, doblándole un brazo hacia atrás. Estaba de rodillas y le dije claramente al oído:

—Voy a romperte el brazo si hace falta, muñeca. Esta es una simple pelea entre un chulo y una puta. Tengo un montón de fotos para probarlo. Así que conviene que te tranquilices. ¿Está claro?

No contestó. Lívida y temblorosa, respiraba dificultosamente con la boca abierta.

—¿Está claro? —volví a gritarle al oído, mientras aumentaba la presión sobre su brazo.

—Sí… Suéltame —dijo por fin, con aquella voz nasal y ronca.

Aflojé el brazo y se sentó en el sillón. Miré alrededor y vi la puerta de una pequeña cocina. Mojé dos trapos, le alcancé uno y con el otro traté de limpiarme el hombro. El corte no parecía muy profundo, así que me apreté el lugar con fuerza y esperé que ella tomase aire.

—¿Estás contento ahora? —preguntó por fin, aún agitada y con los ojos vidriosos de rabia—. Lo tuyo es apalear mujeres, ¿no?

Encendí un cigarrillo y le tiré el paquete. Se limpió la sangre con el trapo, mordiéndose otra vez los labios.

Era indudablemente hermosa, incluso más que Carelia, probablemente porque la misma rabia la hacía diferente de la otra, siempre tan impávida y altiva. Pero además, sin los recursos con los que buscaban las semejanzas, las diferencias entre ambas se volvían más notorias. Aun así, y después de tanto tiempo, el recuerdo lejano de una se fundía en el rostro desencajado que tenía por fin ante mis ojos.

Acerqué una silla y me senté frente a ella. Encendió un cigarrillo con dificultad e hizo ademán de levantarse.

—¡Ni se te ocurra! —le dije.

—Necesito… —comenzó a decir.

—¡No te muevas! —volví a amenazarle—. Después traeré agua, si eso es lo que quieres. Pero antes me vas a contestar unas preguntas.

Se encogió de hombros y chupó el cigarrillo, igual que la Petete.

—¿Qué fotos tienes? —preguntó, al borde de las lágrimas.

—Las de Valencia —le dije—. No sé de qué manera montaste aquello, pero yo sé de qué manera las conseguí. Tengo un montón de copias metidas en distintos sobres, una palabra mía y media Valencia, incluida tu abuela, tu madre y tus amigos, te reconocerán vestida de sádica y trempándole la polla a un mulato. Algo demasiado burdo para una artista como Araceli Mesquita, ¿verdad? Pero supongo que chantajear con fotos no es nuevo para ti. Los galeristas de Barcelona también estarán encantados de saber hasta dónde ha llegado tu frustración como pintora. De modo que ten cuidado con lo que dices. No pienso detenerme. Se acabó.

Miró hacia la ventana y tragó saliva.

—Trae agua… —pidió después—. Por favor…

—Así está mejor —contesté.

Dejé que bebiese un par de vasos y se lo quité. Esperé unos minutos antes de preguntar:

—¿Tanto amabas a Carla?

Los ojos se le desbordaron pero no lloró. Se secó la cara y volvió a repetir un gesto de desprecio.

—Tú qué sabes.

—No mucho —le dije—. Salvo que eres lesbiana y la sigues amando, en cambio ella decidió que lo vuestro había terminado y quería hacerlo con un hombre. Y con otras mujeres. No me equivoco, ¿verdad? La Petete…

—¡Se llama José Luis! —saltó ella—. ¡Mierda!

—… O Dorina, y tú, Araceli, la otra Carelia y así hasta el infinito. Todas vais con más «alias» que una banda de ladrones. Pero en fin, José Luis hizo de madama y me tocó la china. Había que darle el gusto a Carla mientras tú espiabas y pagabas, y con eso creías que seguía siendo tuya. Hasta allí era el negocio. ¿Puedo saber ahora en qué momento se jodió el asunto?

Aplastó el cigarrillo en el suelo, me miró a los ojos y comenzó a vomitar los motivos de su odio:

—En el momento en que comenzó a amarte, imbécil. ¿O es que no te habías dado cuenta? ¿Por qué crees que lo aceptó todo, tus chulerías, tus marranadas, la pasividad, las pastillas…? ¡A ti qué te importaba eso! ¡Pero ella comenzó a amarte!

Calló un momento y sacudió la cabeza con rabia, como negando lo que aún le costaba reconocer.

—¡Pequeña estúpida! —siguió—. Terca como una mula. No hubo Dios que la hiciera retroceder. Pero tú seguías tan ciego como siempre. Hasta un chulo de tres al cuarto se da cuenta cuando una mujer está enamorada. Cualquiera menos tú. Tuvo que comprobar lo que hiciste la última noche para darse cuenta. Violaste a una mujer drogada, violaste nuestro secreto, destrozaste los cuadros… ¡Ah! ¡Por qué no te habré matado aquella noche!

—Porque aún podía servirte… —contesté—. Yo no tuve la culpa de que ella se pirase por mí, no estaba en el trato.

—¿Y qué querías? —gritó—. ¿Qué la matase a ella? Has follado con tantas que ya no distingues el amor del sexo. ¡Pero yo sí! Alguien tenía que pagar lo que me ocurrió a mí.

No podía explicarle que yo también, en algún momento, comencé a quererla, pero para un cínico como yo es fácil confundir el amor con el deseo. Iba a decirle que hubiese bastado una palabra, un gesto de Carelia y todo hubiese sido diferente, pero se sonó la nariz y volvió a la carga.

—Nos has hecho demasiado daño, demasiado… A mí, a ella, a José Luis. Porque también eres culpable de que esté así…

—¡Un momento! —salté, interrumpiéndola—. ¡Eso no! Traté de evitar que se metiera en esto, intenté que no se inyectara silicona. Pero lo hizo, y bien que te has aprovechado de su nuevo estado, ¿verdad?

—¡El también te amaba, estúpido! ¡José Luis también te quería! Si habré soportado sus llanteras, sus depresiones… Jamás creíste que se metió a puta por ti, ¿verdad? ¡Hasta te hubiera hecho su macarra! Pero tú, ¡qué va! El señor va por libre y no ama a nadie. Lo del chantaje, como tú dices, fue un juego de siempre entre los tres. Hemos estado toda la vida juntos, tenías que aparecer para joderlo todo…

—Si se jodió, lo siento —dije—. Pero podías suponer que no lo quise hacer de ese modo…

—¡Pero lo has hecho! ¿Crees que no supe que estabas celoso de mí? Es eso lo que no estaba en el trato. Carla y tú comenzasteis a gustaros. Era suficiente motivo como para matarte, da gracias que no lo hice cuando te tuve tantas veces al alcance.

—¿Y qué? A ver si ahora debo estarte agradecido.

Negó con la cabeza y cerró los ojos.

—No entiendes nada. Nunca podrás comprenderlo. Ni tú ni nadie.

—Probablemente —le dije con fastidio—. Eres tú quien se cree demasiado especial, tanto como para apropiarte de lo ajeno, sean cuadros o amantes. ¿Sabes una cosa? Me alegra saber que ahora sí que no la tienes, ni a ella ni a José Luis. Tampoco ellos te quieren. Has follado conmigo para tener lo mismo que Carla, pero sigues siendo una ladrona sin botín. Puedes exponer los cuadros de ella, pero jamás volverás a tenerla sujeta a tus antojos.

Hizo el mismo gesto amargo de la Petete.

—¿Crees que no lo sé? —murmuró como para sí—. Usé mi odio para olvidarla, pero no puedo.

No le dije que el odio puede ser eterno, depende del tiempo y de cada uno, pero todo juego tiene un final. El de «La cinta» se acabó aquella noche de domingo. Lo demás fue una revancha, algo que también suele pactarse, por más odio que se guarde al enemigo. Araceli ofició de juez y parte, condenándome a una serie de sinsentidos que me llevaría tiempo desentrañar. Pero ahora, despojada de su máscara habitual, abandonada por aquella Carla que se prestó a ser Carelia para encubrir sus frustraciones, odiada por José Luis, convertido en la Petete porque también quería parecerse a ellas, reaparecía por fin la auténtica Annelise. Era esa mujer hermosa y derrotada que lloraba sin pudor ante mi vista, mordiendo un trapo de cocina. Supuse que ella también acabaría por entender que los extremos se tocan y que, con el último giro, «La cinta de Escher» había llegado otra vez al punto de partida.

Era inútil seguir el juego porque, al fin de cuentas, todos salimos perdiendo. Mi rencor se deshizo y me encontré como un globo sin aire, repleto de preguntas que se contestaban por sí solas, dueño de un par de certezas que aclaraban sus actos y envilecían los míos. Los inexplicables desórdenes en mis citas, la visita a la señora Erica, el viaje a Madrid, Charly, la sesión de fotos y hasta aquella falla siniestra fueron las etapas de una venganza tan rebuscada como imperfecta. No todo resultó como esperaba, y tampoco fui capaz de percibir con claridad sus objetivos. Las meticulosas venganzas, de final tan perfecto como impune, son materia de libros y películas; las verdaderas son como la de Araceli, en la que agraviados y agraviantes quedamos tan frustrados como siempre. Seguíamos siendo, al fin y al cabo, como el centollo y el beduino.

La dejé en su falsa Alhambra, en aquel palacete dentro del cual había construido otro a su manera, intelectual, laberíntico y lujoso, pero donde no quedaban más que salas vacías pobladas de recuerdos.