Me llevaría mucho tiempo reorganizar mi vida pero lo tenía todo decidido. La noche siguiente a mi regreso, antes de dar los primeros pasos, me armé de la paciencia necesaria y esperé que la Petete estuviese fuera de su casa. Sería la última vez que yo entrase allí, aunque estaba seguro de que después de mi visita ella también huiría como una rata: la conozco bien.

No cometí desorden alguno, pero mi requisa fue absoluta. No dejé rincón sin revisar ni cajón sin revolver. Al fin conseguí lo que buscaba: algunas fotos que mostraban claramente la transformación de José Luis en la Petete; con ellas me llevé otra, mucho más antigua, donde imitaba con Araceli la escena de Arriba y abajo. Pero también, por casualidad, di con algo que no estaba en mis planes aunque tampoco resultó muy sorprendente: el dibujo que arranqué de su marco, aquella noche infame en el piso de Carelia.

Puse las llaves dentro de uno de los sobres con el nudo de Escher, lo dejé en un lugar visible y salí, no sin pensar otra vez que debía de existir algo, un motivo demasiado fuerte como para que la Petete me hubiese traicionado de esa forma. Era evidente que estuvo al tanto de todo desde el principio y, salvo en un momento muy puntual, sabía que su hermana no estaba muerta.

Pero me propuse dejar el rencor y la precipitación para más adelante, quizás para siempre. Antes quería llegar al final, dar con la clave del último juego de «La cinta». Más que una revancha, necesitaba saber el motivo de tanto encono, de tanta crueldad. Y para ello debía mantener la cabeza fría y el cuerpo caliente, como siempre.

Dediqué muchos días a mudarme de casa y de barrio, a cambiar el teléfono y reiniciar el contacto sólo con aquellas personas que consideré absolutamente ajenas a mi historia reciente. Necesitaba tiempo, mucho tiempo, todo el necesario para que los conjurados recobrasen su tranquilidad, el ritmo de sus vidas, hasta que finalmente acabasen por bajar la guardia. Sólo entonces volvería a actuar.

Reorganicé mi agenda y comencé a tachar nombres. Algunos ni siquiera recordaba a quién pertenecían, a pesar del pequeño dato que acostumbraba a escribir junto a sus direcciones para poder identificarlos. Así, por ejemplo, apuntaba «Sra. M.: ¡ponerme desodorante!»; «Amalia S.: ropa suelta y pañuelo»; «Ferrán, dentista: ir por urgencias». Y así sucesivamente. Pero también buscaba entre tantos nombres alguien con quien pudiese aclarar algunas dudas, una persona que supiese algo más que yo sobre ciertas conductas, aunque entre mis clientes no recordaba haberlo hecho con ninguna psicóloga, o algo así. Por fin, casi al final de la agenda, encontré la persona que buscaba. ¿Cómo no pensé en ella? Era la única que podía estar allí, el único nombre en esa letra: Xenia Fagundes, parapsicóloga: Videncia, Tarot, Quiromancia, Carta astral, Horóscopo chino.

La había conocido gracias a Solange, una brasileña como ella, que me llamó por recomendación de no sé quién, ofreciendo una buena suma por mis servicios siempre que pasara antes por la consulta de «la Fagundes», como solía llamarla. Aquellos tiempos no estaban para andar con vueltas, así que fui a ver a Xenia, quien ya estaba al corriente de mi visita.

La pitonisa respondió a todos los clichés posibles, incluso para echarse un polvo conmigo a cambio de una «lectura» antes de que lo hiciera con la señorita Solange. Era una mulatona maravillosa, obesa, desmesurada en todo, tan intuitiva y sabia como carente de cualquier estudio. Casi analfabeta, suplía sus carencias chupando tele como una obsesa, de modo que era capaz de citar de corrido una frase de Luther King o los libros de Cela sin otro recurso que su prodigiosa memoria. Supe así que no sólo la consultaba la nata de Pedralbes, algún facha asustado con la democracia y buena parte del cuerpo diplomático, sino que en otros tiempos habían caído entre sus piernas muchos de esos cuerpos, cosa que, decía, le iba tan bien al cuerpo como a la butxaca, una de las primeras palabras que aprendió en un catalán bárbaro y dulce, cuyo uso justificaba diciendo: «Sóc catalanheira i prou».

En fin, cuando tuve que dejarme «leer» por Xenia antes de visitar a la señorita Solange, ella me miró las manos pero después me acarició el brazo. «Los hombres con un antebrazo como el tuyo tienen la mitad de mi confianza», dijo.

«¿Y la otra mitad?», le pregunté, divertido con lo insólito de la situación.

Me miró pensativamente las palmas y concluyó:

«Podríamos averiguarlo en la cama. En cuanto a Solange no hay problemas, menino, está en buenas manos y en mejores brazos… Pero tú volverás aquí, sé que volverás, después de mucho tiempo. Veo a tres mujeres que aún no conoces pero que te traerán muchos líos».

Me llamó un par de veces más, no para «leerme» sino por hacer el amor. Era teatral en todo, incluso para follar como una diosa. Me rociaba con ramas empapadas en no sé qué mejunjes aromáticos, encendía velas ante imágenes vudú y después se santiguaba ante una Virgen. «¿Por qué lo haces?», le preguntaba, pero sólo para que me contestara lo de siempre: «No les pido nada, sólo les agradezco que estés aquí».

Una vez, tras la algarada de su orgasmo, le pregunté por la causa de su éxito. Hizo un guiño de confianza y me contestó:

«Pura psicología, menino. El santerío me ayuda, pero hay que saber escuchar y observar. Tengo mucha intuición y soy bastante bruja, pero lo demás lo aprendí mirando. Me gano la confianza de la gente acertando cosas en las que jamás me equivoco. A cierta edad todos hemos tenido pérdidas, desamores y más de una amargura. La gente viene porque tiene una duda seria, no acuden a Xenia por xorraítas. Hay que ir largando cosas y observando los ojos, la temperatura de las manos y hasta el pulso de las venas. Las personas son como laberintos, hay que buscarles el centro poco a poco, no es fácil pero tampoco imposible».

«¿Y qué has visto en mí?», le pregunté.

Ella sonrió y me acarició largamente, desde el cuello a las piernas.

«Tú eres demasiado por fuera, menino, y vives de lo que eres por fuera. ¿Por qué te interesa lo que tienes dentro?».

«Algo habrás visto», insistí.

«Es que no hay nada», suspiró, después de una larga pausa. «Ni siquiera sé si alguna vez has amado a alguien. Pero no te preocupes, lo tuyo es dejarte amar. ¿Para qué quieres más?».

La encontré tan gorda como siempre, pero como tantas de su raza, varada en una madurez esplendorosa. Llevaba el pelo largo y suelto de tal modo que parecía brotar como una fuente, creando alrededor de su cabeza una nube oscura surcada por relámpagos de plata.

—¡Menino! —chilló al verme, antes de asfixiarme contra sus tetas, riendo a carcajadas—. ¡Deus de la minha vida!… ¡No puedo creerlo!

Conocía sus desbordes, así que me dejé achuchar y apretar todo lo que quiso, mientras renovaba sus grititos de asombro en medio del perenne tintinear de sus pulseras, amuletos y cadenas, que la perseguían como un enjambre de grillos enloquecidos.

Más tranquilos, frente a una botella de ron de caña que reservaba para los amigos, me miró fijamente a los ojos y dijo:

—No estarías aquí si no tupieses un problema.

Asentí y me largué al cuerpo el primer vaso de una vez, tal como ella me enseñó. Quemaba hasta el alma, pero los otros entraban a gusto.

—Una vez me dijiste que tendría líos con tres mujeres…

—¡Bah! —exclamó riendo—. Fue una simple deducción. Un hombre como tú podría tenerlos hasta con una docena.

—Pero esta vez va en serio y no me aclaro —le dije, para después contarle paso a paso lo ocurrido.

Cuando acabé la historia nos habíamos despachado media botella. Xenia cruzó sus dedos bajo el mentón y se apoyó en ellos.

Menino… —me dijo—, estás cosas sólo se hacen por amor. Y el problema está en que no has sabido lo que es eso en tu puñetera vida. Vives haciendo el amor, pero no lo sientes.

—¿Y qué quieres que haga? —pregunté—. ¿Qué me ponga de novio? Claro que me enamoré…

—… a los quince o dieciséis, ¿verdad? —rio ella—. Pero ¿alguna vez te ocurrió desde que estás en esto?

No tuve que pensar demasiado para contestar que no. Pero cómo explicar a Xenia lo que ella sabía: que en este oficio, especialmente los hombres, estamos más solos que la una. Ya dije que soy un tipo práctico, un cínico de mierda, por lo que me resulta imposible alquilarme para follar y al mismo tiempo estar enamorado. He visto, eso sí, a más de una prostituta hacer horas extra para sacar a su chulo de la cárcel, sólo porque lo amaba. Pero yo voy por libre y esas cosas no entran en mi vida. ¿Amor? ¿Hijos? Quizás cuando sea viejo y no se me levante ni con gingseng.

—Alguna de las tres se habrá enamorado de ti… —insistió ella—. Alguna vez habrás estado deseoso de verla, y las mujeres percibimos esas cosas, están más allá del pago. Sólo esa mínima ansiedad puede despertar en nosotras los sueños más descabellados. Piénsalo, menino, vuelve atrás y medita. En el modo como las conociste puede estar el comienzo de tus líos.

Dije que sí y la miré. Xenia se echó la cascada de pelos hacia atrás y entre el campanilleo de sus pendientes apuró el resto de caña y dijo:

—… Pero mientras lo piensas vamos a la cama. Quiero saber si sigues siendo el mismo.

No supe si lo era, pero Xenia estaba mejor que nunca. Se quitó de un tirón la túnica y me ofreció su cuerpazo de ballena ensortijada.

Porque la Fagundes no se quitaba las joyas ni para hacer el amor, lo que no era un impedimento sino un atractivo: toda ella se convertía en una fiesta, en una celebración del cuerpo llena de brillo y estridencias. Creo que hasta cantaba mientras me poseía.

Y es que no se trataba de amarla, sino de seguir como podía un larguísimo ritual en el que ella era la oficiante y yo su monaguillo. Transitaba sobre mí con ligereza de gacela, chupando, mordiendo y acariciando, no sólo con sus manos sino con sus tetazas de matrona, con sus ancas de yeguariza, suaves y rotundas, y especialmente con el pubis, de pelo duro y ensortijado como su cabellera, como si una esponja oscura se le hubiese pegado al vientre sin haber perdido el olor a sales y marismas. Yo hacía lo que podía, lamiendo lo que me acercaba a la boca, estrujando lo que cazaban mis manos. Xenia imponía lo que le demandaba el cuerpo, y tan pronto me elevaba sobre ella y me abrazaba entre sus piernas para que la penetrase, como se deshacía de mí como un pelele para volver a morderme las tetillas, a meterme el sexo entre sus mamas y acunarlo como un muñeco, hasta que su vagina clamaba por una nueva tanda. Se encaramaba entonces sobre mi vientre, separaba los labios de la vulva y descendía sobre la polla con un largo suspiro, se acomodaba a ella como un guante y se mecía, elevaba y caía otra vez, hecha un carillón de metales y cadenas.

Yo la dejaba hacer, admirado por aquella lujosa celebración de sí misma. Hacía el amor consigo, apretándose las tetas, mojándome los dedos en su boca de mulata para que le lubricase el sexo, o para que le buscase el secreto latir entre sus nalgas. Ese fue siempre el inicio del final.

Xenia me daba la espalda y levantaba hacia mí sus grupas redondas y tostadas. Desde la primera vez quiso que la posición final fuese aquella, penetrándola por el culo y abrazado a su vientre: decía que para correrse quería ver un brazo como el mío sujetándola desde atrás. Así, con mis dedos inmersos en su vagina, terminaba la ceremonia entre bufidos de marsopa mientras yo le lamía la piel de la espalda, de la que brotaban gotas perfumadas como granos de café.

La Fagundes podría haber dado en el clavo, pero su éxito se basaba justamente en que pocas veces sugería algo concreto. Jamás decía «haz esto o aquello», simplemente largaba un comentario, el germen de una pregunta, a partir de lo cual todo crecía y se ramificaba, las respuestas daban paso a otras opciones, hasta llegar, si se podía, a lo que llamaba «el centro del laberinto». No me hallaba tan perdido, y casi diría que estaba muy cercano al mismo, pero después había que recordar cómo salir de él.

Tendría que pensar, por ejemplo, en qué momento de mi vida fui capaz de amar. Estudié poco, leí mucho y en vez de trabajar hacía gimnasia. Todo había sido tan impensado que cuando me di cuenta era dueño de un cuerpo deseable y un sexo que funcionaba incluso a espaldas de mi voluntad. Ponerlos en acción resultaba tan sencillo que no hacerlo por dinero hubiera sido un simple desperdicio. Como en cualquier oficio, sólo debía tener la maquinaria a punto y disposición para el trabajo. Por eso me mataba en el gimnasio y elegía la ropa con cuidado. Según cada cliente, era tan importante una camisa de seda como un tejano desgastado, pero debajo de ellos debía estar siempre en forma, con las ideas cortas, el cuerpo firme y el sexo fácil.

¿Amor? No sé. Ya dije que en este oficio somos puro remedo. Lo nuestro es como el teatro: lo mejor es fingir las emociones para poder repetirlas. En cada función no muere una Julieta, pero cada noche, muchas Julietas y algunos Romeos me pagaron para creer que los amaba, y siempre supe que, durante ese tiempo, estaban menos solos. Algún rico profesor llegó a pagarme el doble sólo para que me quedase a dormir con él, para desayunar una mañana de domingo con algo más que el gato y el periódico. Y yo decía: ¿por qué no? ¿Acaso es más difícil esto que un polvo apresurado en un despacho a oscuras? Todos, ellos y yo, volvíamos después a la inercia de los días, a la soledad acompañada.

¿Pero dónde estuvo el amor? ¿En los domingos con Carelia, en la rabia de Araceli o en el remedo de amistad con la Petete? Un funesto juego de errores y reemplazos nos envolvió a los cuatro en un nudo más retorcido que los de Escher, y también más ilógico y oscuro. El otro inventó las leyes de su mundo y así lo dibujó, nosotros ni siquiera llegamos a entender las que regían en el nuestro, formado por algo más que espejos mentirosos y visiones retorcidas.

Podía suponer que Carelia estaba en Italia, Araceli en una Alhambra desconocida y la Petete mudándose de casa, aterrada por mi visita y furiosa por mi robo. De las tres, era la que menos me costaría encontrar, y probablemente comprender y perdonar. Carelia seguía tan dura e impenetrable como siempre, más lejana aún, después de su inventada muerte. Pero el misterio seguía en Araceli, en aquella Annelise sádica y artera, promotora de acertijos y venganzas por quién sabe qué motivos.

También tuve que reconocer que mi inmersión en el mundo de las lesbianas había sido más bien una caída libre, un accidente. Entré en él por culpa de Carelia, la Petete me dio un paseo entregándome a la señora Erica y Araceli me sacó del mismo con una patada. Pero el coto seguía clausurado. En ese entonces comencé a pensar que en el sexo estábamos tan lejanos como un centollo de un beduino. Mi entendimiento con las mujeres era una simple tendencia física, y mis garbeos entre homosexuales podrían catalogarse como accidentes laborales o «gajes del oficio», como dijo Charly. La experiencia con José Luis, antes de transformarse en la Petete, no fue la excepción sino la reválida: me excitó su androginia antes que su masculinidad, a pesar de su insistencia en que yo era un gay tapado, cosa que me sonaba a simple expresión de sus deseos.

Así que mientras reorganizaba mi vida, entre citas y sesiones de gimnasia, intenté conocer de un modo menos arduo el sentir de una lesbiana: tenía que desmontar pieza a pieza el puzzle de Araceli.

Xenia me hizo hablar con algunas clientas y un buen amigo me presentó otras. «Son muy solidarias», me había dicho la Petete, y supongo que lo son porque no hay otra manera de resistir ante la incomprensión de muchos y el machismo de la mayoría. Una mujer puede llegar a entender a un gay, siempre que no se meta con su marido. Y si a muchos hombres se les acaba la tolerancia cuando una mujer les roba el puesto, me imagino lo que deben de decir cuando esa mujer es lesbiana. Y es que uno siempre tiene ideas prefijadas, y las mías consistían en creer que ellas sólo fuman tabaco negro y se visten de mecánico. Pero comprendí que son más las excepciones que la regla, del mismo modo que los gays no se sintetizan en un marica de plumero, siendo este tan caricaturesco como una «bollera» con ademanes de Gary Cooper. Entre los extremos de un protomacho y una chica Playboy caben tantas variantes como entre un murciélago y un gato persa, pero todos no son, no somos, más que mamíferos que pueden provocar alguna alergia. Lo raro es encontrar las excepciones, como una jirafa con mochila o un elefante con tacones. Al fin y al cabo uno señala lo que quiere como le da la gana, y si a mí me gusta enseñar el paquete y andar con la camisa abierta, algunas lesbianas no se afeitan el sobaco porque están contra el machismo. Allá ellas… y yo y el resto.

Así que cuando pregunté a una lesbiana si podía llegar a ser más mala que un gorila con hemorroides me respondió como Xenia: el amor y el desengaño son iguales para todos. Si una mujer se va con otra y abandona a su marido, este debe de sentir el mismo desconcierto, la misma furia que una lesbiana cuya amada se enamoró de un gigoló.

Pero aquellas mujeres no eran como Araceli. Respondieron a mis preguntas con un asombro teñido de indulgencia, supongo que por las mismas razones del centollo y el beduino: como mucho podríamos llegar a comprendemos, pero jamás a compartir el lecho, lo que nos daba un margen infinito para el diálogo. Lo excepcional fue entonces lo ocurrido con Carelia y Araceli, por lo que debía admitir, aunque me costara, que si en una no presentí el amor, en la otra no sospeché el odio, siendo incapaz de discernir qué correspondía a cada una.

«¿Y ahora qué quieres?», me había preguntado Xenia. «Esta historia se acabó, has metido la pata y ellas se vengaron. ¿Para qué seguir?».

Era una verdad a medias. Al fin y al cabo todo se reducía a que fui contratado para un trabajo, Carelia y yo nos pasamos de la raya y eso enfureció al trío, especialmente a Araceli. Lo que no entendía Xenia es que la batalla se había trasladado al campo del orgullo: pude haber lastimado el de ellas, pero la respuesta fue tan desmesurada que ahora yo necesitaba resarcirme, al menos, con una simple explicación. Había estado implicado en una muerte que no fue tal, me metieron en las maquinaciones de una chiflada que llegó a simular otro asesinato, el mío, y entretanto tuve que conocer a trompicones el mundo mágico de Escher y el real de las lesbianas, mundos que podía haber seguido ignorando sin hacer daño alguno.

Probablemente, me dije, yo mismo abrí sus puertas cuando, en una misma noche, violé el nudo de tres vueltas que representaba a ambos.