Una de aquellas noches, después de la sesión de fotos, decidí visitar con Charly las fallas más alejadas del centro. Me interesaba especialmente una, la que había diseñado el dueño de la galería donde expuso Araceli. A pesar de lo que ya sabía, las «muchachas» seguían llamándose como yo las conocí. «Mis nietas se han cambiado los nombres toda la vida, cosa de locos y de artistas», había dicho la anciana. No le dije que ambas eran las dos cosas.

Había quedado tan fascinado con el espectáculo que olvidé por un rato mi búsqueda, borracho de cervezas y olor a pólvora. Aquellos mamotretos de cartón–piedra me parecieron la quintaesencia del juego y la alegría. En cada una de las fallas se sintetizan las críticas, las afecciones y rechazos de cuanto ocurre en el mundo, desde la política al arte, de la miseria al fasto, de todo lo que terminará, fatalmente, consumido por las llamas del tiempo. Valencia acaba siendo por unos días el paradigma de la época, una particular visión del mundo a la vez burlona y ácida, como si antes de quemarse para dar paso a la regeneración, fuese necesario que todo, incluso la misma ciudad, vuelva a contemplarse por última vez en el espejo de las fallas.

Era la noche anterior a la cremà, el gran incendio final, el comienzo del nuevo ciclo. Charly había intentado con rodeos alejarme del barrio de Mislata, donde estaba la falla diseñada por el galerista de la calle del Mar. Yo había visto un pequeño dibujo de la misma en una de las revistas, y mi curiosidad estaba plenamente justificada. Cuando fue inútil toda excusa, acabó encogiéndose de hombros con una frase que hacía tiempo debía haber hecho mía:

—Tú mismo…, pero ten cuidado.

Hacía un calor inusual para la época, por lo que a la mezcla habitual de pólvora y salchicha asada se añadía un olor a sobaquina y cuerpos apiñados. La fiesta llegaba a su fin, y a medida que crecía el entusiasmo menos importaban la cordura y los reparos. Entre falleras algo despeinadas y peñas de muchachotes hartos de cerveza, nos abrimos paso hasta el cruce de dos calles, en cuyo centro se alzaba la gran falla cuyo tema era algo así como «Ángeles y diablos». Un círculo compacto de curiosos y vecinos rodeaba las vallas, caminando en un doble anillo entremezclado que dificultaba todo intento de hacerlo en orden. Me abrí paso entre codazos y empujones hasta llegar a sus pies. Era tan imponente como todas, pero además de hermosa y sugerente, tuvo para mí un significado especial. No podía decir que fuese una imagen tridimensional de las visiones de Escher, pero indudablemente él estaba allí. Eran suyos aquellos dragones rabiosos mordiéndose su propia cola, esos ángeles hieráticos confundiendo la blancura de sus alas con aletas de murciélagos, y también los reptiles y serpientes, asomando sus ojos de codicia entre pájaros serenos y peces voladores. Subiendo alegremente a la cima de la Fama y el Dinero (una torre inverosímil con aire de Belvedere), una larga procesión de políticos, artistas y personajes notorios reía bajo una lluvia de cheques y monedas, sin percatarse de que la escalera era una sola e infinita, que bajaban y ascendían contando un dinero que de nada serviría, porque allá arriba, más allá de la Fama y el Dinero, un Ojo inmenso los contemplaba, impasible y frío, con una calavera eufórica en el centro mismo de la pupila.

Por fin, a pesar de él, la obra de Maurits Cornelis Escher se volvía sobre sí misma para reproducir, como en un espejo mágico, no la estudiada deformación de los objetos sino la de toda la existencia, la de este cochino mundo en el que los ángeles convivían con los demonios, donde todo ciclo era parte de una gran Metamorfosis, un paseo circular que por más vueltas que diese, como en las cintas de Moebio, volvería al origen antes de extinguirse con el fuego.

Di vueltas y vueltas alrededor de la falla, magnetizado por la perfección de sus detalles, por esa mezcla tan lograda de ironía y amenaza, como si yo también diese un rodeo alrededor de mi propia vida.

Cuando por fin me detuve, acodado en la valla, descendí por última vez desde el ojo de la cúspide a los reptiles de la base. Fue entonces cuando recobré la noción del estrépito y el bullicio, del olor y el griterío. En ese momento, más allá de la falla, al otro lado del círculo de gente, un pequeño grupo me llamó la atención.

Eran tres: una chica, ataviada con el traje típico, escoltada por dos falleros demasiado guapos, diría que engalanados en exceso, con un lujo de detalles que llamaba la atención de todos. Ajenos a las miradas de curiosidad y reproche, se acariciaban y mimaban con un desparpajo poco habitual, como si disfrutasen con la provocación y el escándalo. La muchacha, alta y hermosa, se dejaba besar apasionadamente por uno y otro, pero ellos también lo hacían entre sí, intercambiando bromas y caricias. Los miré con más atención: había algo extraño en los dos hombres, más allá de la procacidad de sus gestos. Descubrirlo y abalanzarme hacia el grupo fue instantáneo. Eran tres mujeres: sin los antifaces y los trajes de charol, transformadas otra vez para el engaño, las tres chicas de la sesión de fotos miraron al unísono hacia donde yo estaba. Y una de ellas, oculto el pelo bajo un pañuelo de seda, disimulados sus rasgos bajo el experto maquillaje, no podía ser otra que Araceli… o Carelia.

Una mano me sujetó con fuerza.

—Por favor, no las sigas —dijo el mulato con un gesto de terror que lo delataba—. Yo también…

Me solté e intenté llegar hasta ellas pero se perdieron con rapidez entre la gente. Me abrí paso otra vez, a codazos y trompicones, superé como pude la muralla de cuerpos apiñados y arribé al otro lado. Miré a todas partes y era imposible divisarlas, empujé a un borracho, subí a un barril de cerveza y sólo alcancé a ver, por un segundo, las tres figuras que doblaban la esquina. Me abalancé otra vez hacia allí. Había menos gente, pero aun así aparté a los viandantes sin reparos, haciendo piruetas entre puestos de buñuelos fritos, tablones con bocadillos y cajas de bebidas. Cuando desemboqué en la esquina volví a perderlas, pero eché a correr otra vez hacia una calle oscura. La última en entrar fue la fallera, y me ayudó el brillo fugaz de sus peinetas, perdiéndose en la entrada de un portalón en sombras.

Llegué jadeante hasta la puerta. Tomé una bocanada de aire y entré. Lo último que alcancé a percibir fue el olor picante de un grueso paño que se apretaba en mis narices.

A partir de allí todo estuvo envuelto en una pesada neblina, y lo ocurrido pudo estar entre el sueño y la realidad. Sólo recuerdo que desperté desnudo sobre una cama, en un cuarto impreciso y poco iluminado, y que tenía la boca seca y pastosa. No estaba atado pero tampoco podía moverme, alguien me levantó la cabeza y me hizo beber un poco de café caliente y amarguísimo. Caí sobre la almohada y oí risas y susurros a mi alrededor. Podía verlas con dificultad, todo el tiempo a mi lado, incluso en algún momento encima, pero era tal la pesadez de mis miembros que no podía mover un solo dedo. Estaban las tres desnudas, y tengo la imagen de una lenta ceremonia de besos y caricias, probablemente menos pausada y más concreta de lo que alcancé a percibir, pero en aquella bruma narcótica perdí muchas veces la conciencia y la noción del tiempo. Alternaban sus bocas y sus manos, tan pronto dedicadas a recorrerse unas a otras como a dejar que fuese una la que recibía el homenaje de las otras. No había prisas, o al menos tengo la sensación de haber pasado horas y horas asistiendo pasivamente a la confusión de frotes y mordiscos, de bocas rojas lamidas por otras bocas rojas, de senos apretados contra otros, de vulvas que se unían a otras vulvas. Estuve allí, pero no puedo recordarlo en todos sus detalles, salvo el picante aroma que emanaba de aquel trío, mezcla de sal marina y rosas maceradas.

Cerraba los ojos y era peor: esperaba dormirme y despertar en mi mundo conocido, pero un enjambre viscoso de peces y serpientes se enroscaba entre mis piernas, impidiendo con sus colas que yo me levantase. Los abría otra vez y la ceremonia continuaba. Una de las mujeres apoyó su cabeza sobre mi pecho, otra cayó encima de ella y la tercera también se inclinó a besarlas, de modo que sus cabezas se juntaron a un palmo de la mía. Pude oír los chasquidos de sus bocas, pude ver el hilo de saliva transitando entre las lenguas, pude oler el hálito a tabaco y flores secas… pero no pude tocarlas. Juntaron sus sexos sobre el mío, inerte como un pájaro sin vida, restregaron sus vellos contra el mío, arañaron mi cuerpo con sus uñas y unas nalgas poderosas se incrustaron sobre mi boca, pero sólo para que viese de cerca aquel tatuaje infame que adornaba los sobres de Carelia. Después se tumbaron a mi costado y reiniciaron lenta, infinitamente, la ronda de besos y caricias. Antes de caer otra vez en la pesadilla de ninots en movimiento, de murciélagos y ángeles, oí cómo los jadeos de las mujeres se mezclaban con el lejano retumbar de cohetes y petardos.

No sé cuánto tiempo transcurrió. Me desperté lentamente, pero esta vez pude recobrar enseguida la lucidez. Estaba en la oscuridad más absoluta, desnudo y encerrado dentro de algo así como una caja de cartón. Oí otra vez los petardos, la gente que gritaba, reía y silbaba, mientras una voz solicitaba a través de la megafonía que diesen paso a los bomberos. Intenté moverme poco a poco hasta comprobar que no estaba atado, y que aquella caja no podía ser muy sólida. «¡Dos minutos para las doce!», gritó la voz y le siguió una algarabía infernal. Me sentí desfallecer de terror: ¿no estaría yo dentro de una falla? «No puede ser», me dije, «esto no me puede suceder a mí». Volvieron a mi mente las imágenes de la falla, la persecución y después, como en un sueño, aquella voluptuosa ceremonia. «¡Un minuto!», y la multitud rugió casi en mi oreja. El pánico me hizo recobrar las fuerzas y comencé a dar gritos y patadas a la caja. Di puñetazos al cartón y me destrocé las uñas y los pies tratando de salir de aquel encierro. «¡Treinta segundos!», chilló la voz, apenas audible entre la algarabía y la rechifla. Grité cada vez más aterrorizado, mientras mis piernas comenzaban a abrirse paso. «¡Tienen que verme!… ¡Tienen que oírme!», rogué desesperadamente. Junté todas mis fuerzas y logré hacer estallar la caja.

Me encontré de pronto en una habitación desierta y abandonada, junto a una ventana abierta y al lado mismo de un altavoz, justo en el momento en que se oía «¡Las doce!». Me asomé a la calle, descompuesto de terror. Allí, cinco pisos más abajo, comenzaba a incendiarse la Torre de la Fama y el Dinero. Ardieron en minutos los ángeles y los demonios, los ninots de políticos y artistas, los peces y los pájaros. Saltaron hacia lo alto miríadas de chispas y bengalas, mientras la multitud rugía, mirando sin ver que más arriba del Ojo con la calavera, otros ojos lloraban de furia e impotencia, definitivamente humillados por el final de una venganza.

Bajé las escaleras como un sonámbulo. Ya en la calle, nadie prestó atención a un borracho que se alejaba de espaldas a las llamas y a los fuegos de artificio. Era inútil buscar a Charly o al dueño de la galería, seguramente eran como yo, víctimas de «La cinta». También era vano permanecer un día más en Valencia: la Fiesta había terminado.