«Mi padre era capitán en la Compagnia Adria, de Fiume», había dicho la anciana. «Hacía cruceros por el Mediterráneo y cuando mi madre conoció esta ciudad decidieron que viviríamos aquí y compraron esta casa. Un día le presentaron en la empresa a un dibujante holandés que había hecho una extraña oferta: pagaría su billete con dibujos y grabados que realizaría durante el viaje. Algún romántico de la dirección dijo que sí y de ese modo comenzó a realizar travesías en los barcos de mi padre. Era el año 36, si mal no recuerdo, y como supondrá, el artista no era otro que Maurits Comelis Escher. En uno de los viajes de Génova a Valencia se embarcó también Jetta, su mujer, y mi padre los invitó a pasar unos días en la ciudad antes de retomar a Génova. Yo tenía entonces dieciocho años y mi hermano doce, y todos nos enamoramos de aquella pareja encantadora, especialmente de Maurits, que nos dejaba espiar mientras hacía veloces bocetos de todo lo que veía. No los volvimos a ver, pero desde entonces, y en años sucesivos, seguimos recibiendo un par de veces al año los dibujos y grabados que conservamos aquí. Si quiere verlos, acompáñeme, pero no se haga ilusiones: mientras yo viva jamás saldrán de esta casa».
Encendió las luces y en efecto, en las paredes de la sala, sobre las consolas y repisas, conté más de treinta cuadros, entre dibujos, bocetos, litografías y grabados. Algunos eran conocidos, pero en cambio otros, casi la mayoría, eran auténticos y valiosísimos originales. Por ejemplo descubrí una inédita vista de Sagunto, un grabado oscuro y misterioso del Turia, reflejando una luna traspasada de aves, y hasta una perspectiva de las Torres de Serrano plasmada en el espejo curvo sostenido por una joven.
«Soy yo», dijo la anciana con una sonrisa arrebolada.
«¿Y estos?», pregunté, señalando una larga serie de bocetos imprecisos pero muy conocidos para mí, al final de los cuales, como si se tratara de la obra terminada, había una copia de la litografía que repetía obsesivamente Araceli. Pero no me inquietaron tanto como lo que había después: tres fotografías que produjeron en mi cerebro una suerte de explosión.
«¡Ah!», exclamó la anciana. «Es mi preferida. Debe de conocerla, porque es muy famosa».
«Sí», contesté. «Se llama Arriba y abajo…».
«… y llegó a nosotros alrededor del… lo pone allí», se acercó al cuadro y leyó: «Del 47, claro, lo había olvidado».
«Verá usted», continuó la anciana, «que hay dos niños en el cuadro. Dijo Escher que somos yo y mi hermano José, que en paz descanse, y si me acompaña a la galería le mostraré la misma escalera que aparece allí: es la que conducía al cuarto de las niñas. El arco y la ventana enrejada de arriba también existen, el resto es de la imaginación de Escher, que acostumbraba a tomar bocetos de todo y ensamblar después los paisajes y las casas como un rompecabezas».
Como Araceli, o Carelia, qué importaba ya, pensé.
«¿Y estas fotografías?», pregunté.
«¡Oh, sí! Todo a su tiempo… No las entendería si no le explico su historia. Acompáñeme».
Fuimos entonces a conocer la dichosa escalera, aunque no era preciso: yo sabía cómo era, acababa de recordarla. Sólo que quería saber por qué motivo, tantos años después, la misma escena pero con los personajes cambiados estaba reproducida en una fotografía del cuarto de la Petete.
«La palmera del cuadro también estaba allí, en el lugar de la fuente», señaló la anciana. «La destrozó una tormenta y nos dio tanta tristeza que no quisimos plantar otra. Mis nietos estaban tan desolados que Mauricio hizo traer esa fuente de Sicilia y allí está, la pobre, sin agua ni pájaros, pero en fin… así es la vida… Entremos». La mujer volvió a servirme una copa de licor y trajo una jarra de agua fresca. «Pero usted querrá saber algo de mis nietas, supongo. De las artistas de la familia».
«Sí, por supuesto», asentí, tratando de dominar mi impaciencia.
«Escher murió en el 72, pero su espíritu siguió para siempre en esta casa. Yo me casé y tuve dos hijos, a quienes llamé, naturalmente, Jetta y Mauricio, en honor a los Escher. Mi hermano tuvo también un hijo pero murió, como su madre, durante el parto, y José los siguió unos años después, destrozado por la pena. Jetta tuvo dos hijos y se hizo pintora, como yo, y creo que el mismo fuego se transmitió a las muchachas, a quienes supongo que usted conoce».
Asentí. La anciana calló unos instantes, sumida en sus recuerdos.
«Fuimos una familia feliz y al mismo tiempo desgraciada», continuó tras un suspiro. «Los hombres murieron jóvenes: mi marido, mi hermano José y su hijo, y finalmente Mauricio, mi propio hijo. Supongo que eso habrá influido para que las muchachas no quieran casarse y se hayan hecho agrias y solteronas. Los hijos de Jetta son Carla, que se hizo pintora y galerista, y José Luis, un vago que se mudó a Barcelona y no volvió más, aunque me envía dinero y unas cartas que me hacen morir de risa. Es el único varón de la familia que aún vive, porque Mauricio tuvo una sola niña, Annelise, que también dibuja».
Supuse que, evidentemente, no sabía que su amado nieto era un varón a medias, un travestí con pene de caballo y tetas de silicona.
«Después de separarse, Jetta se fue a vivir a Venecia y trabaja allí de restauradora. De modo que me tocó criar a mis tres nietos y, que Dios me perdone, fue la época más feliz de mi vida. Crecieron en libertad, llenando esta casa inmensa con sus juegos y sus gritos». La mujer dejó salir un hondo suspiro y continuó. «Los echo en falta pero así es la vida, se hicieron mayores y querían volar…».
«¿Y las fotos?…», insistí. «Las que reproducen la escena de Arriba y abajo…».
«Sí… sí, lo olvidaba», rio la anciana. «Fue una travesura que hicimos con mi hermano y después se convirtió en una tradición. Reproducen la parte inferior del cuadro original y habrá visto que hay tres. En la primera estamos José y yo. En la segunda están mis hijos, Jetta y Mauricio. La tercera corresponde a José Luis mirando a su hermana Carla. Había otra, tomada desde una escalera apoyada en la pared, en la que se reproducía la parte superior del dibujo de Escher. En ella estaba otra vez José Luis mirando a mi nieta Annelise. Jamás supe quién de los tres se la llevó».
Era inútil decirle que aún colgaba como un fetiche en el piso de la Petete.
«Hábleme de las muchachas», pedí, «las artistas de la familia».
«¡Oh, por supuesto! Olvidaba que para eso se ha molestado en venir hasta aquí… y yo lo estoy mareando con mis historias».
«Al contrario…», le dije. «Son muy interesantes, me agrada conocer todo lo que rodea la vida de los artistas y Annelise es una de las pocas que…».
«¡Ay, qué muchacha!», interrumpió la anciana. «Si quiere que le diga la verdad, sus últimos trabajos no me gustaron demasiado. Antes era más… más libre, eso es, más espontánea. Esa muchacha se obsesionó con Escher, como todos nosotros, pero creo que llevó demasiado lejos el juego. Ha perdido originalidad, se repite a sí misma, a Escher, e incluso a…».
«Delvaux…», dije, con un tono de suficiencia.
«¡Diablos!», exclamó la mujer. «Sí que la conoce, es usted un buen observador… Excelente, excelente…».
Sonreí con humildad pero envié un beso mental a Celia, la azafata de Madrid, gracias a quien podía afrontar aquella visita con cierta solvencia.
«¿A qué juego se refería usted?», pregunté.
«Fue uno de los tantos que inventaron aquellos diablillos», siguió la anciana, después de beber un sorbo de agua. «Le dije antes que en esta casa quedó para siempre el espíritu de Escher. Eduqué a Jetta y a mis nietos para que fuesen artistas, aunque al fin y al cabo lo hubiesen sido sin mí. Aprendieron a dibujar antes que a leer. Primero yo, luego mi hija y las muchachas, hacíamos bocetos y dibujos de todo, siguiendo la técnica de Escher. Era un hombre realmente hermoso y fascinante, no me avergüenza decir que me enamoré perdidamente de él, pero yo tenía dieciocho años y cuando se fue me quedó un vacío tan grande que sólo atiné a dibujar y dibujar, como él… En fin, hablábamos de las niñas. Como había hecho con Jetta, las envié a una academia, pero cuando aprendieron un poco de técnica la dejaron y siguieron por su cuenta. La más constante fue Jetta, que estudió mucho, se dedicó a la restauración y con ello se ganó buena fama en Italia. En cuanto a las niñas, no me preocupó tanto que dejaran la academia como que comenzaran a meter a Escher en todo. No me refiero a su técnica, sino a su modo de pensar, a lo que ellas suponían que estaba detrás de sus obras: el juego, el engaño, la extrañeza. En fin, una búsqueda de la sugestión y lo anormal, cuestión que en un artista está justificada, pero que es algo demasiado… diría que demasiado intelectual para unas niñas. Comenzaron por abusar del parecido entre ambas, incluso a exagerarlo: la misma ropa, el mismo corte de pelo, las poses repetidas. Pero después incluyeron en el juego a José Luis, que se llevaba fatal con su hermana pero adoraba a Annelise. Era ella, justamente, quien estaba siempre detrás de todo, el verdadero cerebro. Era complicada y agresiva, los otros vivían dominados por ella. Jugaban permanentemente con acertijos, enigmas, historietas que duraban días, incluso semanas, trastocando la vida de todos. Eran travesuras, simples travesuras, como confabularse para actuar con los nombres cambiados, de modo que cuando preguntaba algo a Carla, contestaba José Luis, o Annelise. Todo consistía en descubrir pronto la clave o nos volvían locos, así que acabábamos entrando en el juego para que volviesen de una buena vez a la normalidad. Pero la calma duraba el tiempo que tardaban en madurar otra idea al estilo Escher: algo que tuviese que ver con espejos invisibles, metamorfosis, repetición de esquemas y cosas por el estilo, leyes que había que descubrir pronto para comprender el juego y acabar con sus payasadas. Eran realmente unos diablillos, pero tan divertidos, tan vivos, tan diferentes a los otros niños… Su juego predilecto se llamaba “La cinta de Escher”, y consistía en algo en lo que siempre intervenían tres cosas, ya fuesen personas, objetos o ideas… pero siempre tres, como ellos. Si algo se perdía, por ejemplo, yo debía encontrarlo a través del reflejo de tres espejos, o con la resolución de tres claves. Los cuentos y acertijos se componían de tres partes, de tal modo que la tercera significaba un retorno a la primera, y así. No me costaba resolverlos, incluso le diré que aquello me divertía mucho, pero hubo momentos en que tuve que darles una tunda y prohibirles el juego por un tiempo. Por ejemplo cuando metieron una gata en algún lugar y no pude darle de comer hasta no dar con tres claves. Estuve una semana desesperada y no hubo extorsión posible. Finalmente la encontré casi famélica dentro de una lavadora en desuso. Los encerré a los tres en un cuarto, comiendo sólo arroz con leche durante tres días, cosa que siempre les repugnó. Fue un buen escarmiento, pero al poco tiempo andaban otra vez haciendo barrabasadas con la dichosa “cinta”…».
«Pero entonces», pregunté, «¿qué es “La cinta de Escher”?».
«Nada…», replicó la mujer. «El hilo, la cinta invisible que une sus actos y sus vidas, la relación oculta que ellos encuentran entre las partes de un todo. A veces pienso que al fin y al cabo es una ventaja, un modo de unión extraña pero inquebrantable entre los tres. Yo puedo morirme, Jetta también, pero ellos se tienen entre sí, y eso me tranquiliza…».
No podía decir lo mismo, ahora que acababa de descubrir que yo no había participado jamás en ese juego, siendo más bien una figura de relleno, un comparsa, pero nunca el protagonista. «La cinta de Escher» me había utilizado en una de sus piruetas, pero los jugadores eran ellos: Carla–Carelia, Annelise–Araceli y José Luis–la Petete.
Me quedaba mucho por saber y preguntar a todos ellos, incluso a la anciana solitaria. Pero quizás había llegado el momento de manifestarme como protagonista de mi propia historia.
Hablamos alrededor de una hora más y, antes de irme, le pregunté:
«¿Sabe usted dónde puedo encontrar a Annelise o a Carla? Es muy importante para mí y no doy con ellas. Incluso me gustaría hablar con su hija Jetta».
«Es que las cartas, los giros y regalos me llegaron siempre a través del hombre de confianza de la familia, un abogado de la ciudad. No sé si es parte de sus juegos, pero al menos es un medio seguro, a veces no puedo moverme por la artritis, ¿sabe? Carla me llamó hace un tiempo diciéndome que pensaba irse a vivir a Italia. En cuanto a la otra no tengo idea, sólo puedo decirle que vive en algo así como… la Alhambra de Barcelona».
La miré extrañado.
«¿No querrá decir usted de… Granada?».
«No, no. En Barcelona, lo sé porque Annelise siempre tuvo tendencia a lo morisco, como cierta etapa de Escher, y una vez me habló de ese lugar. Probablemente se trate de un barrio, una calle o un edificio».
«Un acertijo de tres», opiné.
«¡Oh, no!», sonrió la anciana. «Puede estar seguro de que si tuviese la dirección se la daría gustosamente. Ha sido una charla encantadora. Vuelva usted cuando quiera».
Me regaló un pequeño botellín con licor de mandarinas y después me acompañó hasta la verja. Me despedí de ella y la vi perderse por el sendero de grava, en dirección a la casa. Algo después el perro volvió a ladrarme.