Cambié el billete y llamé desde Barajas a la Petete.
—¿Dónde estás? —me preguntó asustada—. ¿Estás bien?
—¿Y por qué no había de estarlo? Me voy a Valencia.
—¡Santo cielo! —chilló en el teléfono—. Creo que tendrías que volver y aclararlo todo… Te busca la policía.
—¿Cómo que crees? —grité, presa del pánico.
—Vinieron unos tipos con pinta de maderos. Querían hablar contigo, pero no me dijeron de qué.
—Entonces quédate tranquila y hazte la tonta. No he hablado contigo ni sabes dónde estoy. Me voy, ya te llamaré.
La Petete pareció contener un sollozo.
—Ten cuidado, cariño —dijo con voz dramática—. Cuídate, por favor. Ah, oye. Te voy a dar un teléfono que tengo por aquí. Es un viejo amigo y conoce el ambiente como nadie. Llámalo.
—Eres como una madre, muñeca. Te llevaré un traje de fallera.
Apunté el número y colgué, no sin soportar otra retahíla de recomendaciones y advertencias, muy bien matizadas con llantitos entrecortados y expresiones de temor.
Por ahora no podía arrepentirme de mi decisión de cambiar el billete. Araceli, o quien fuera, intentaba estrechar el lazo. Quizás no fuesen policías, la Petete era tan alarmista como retorcida mi perseguidora, pero aun así no quedaban dudas de que estaba detrás de aquellos hombres. Y por alguna razón tenía tanto interés en cercarme como yo de desvelar su identidad y sus propósitos. Ella no me los diría, y por eso creí que cuanto más supiese de ella, mejor podría defenderme de sus maquinaciones. Tenía a mi favor lo aprendido en Madrid. Pero ¿por qué me envió hasta Celia si, justamente, ella la había ignorado y además la despreciaba como una «vulgar ladrona de ideas», «frustrada y neurótica» y otras lindezas por el estilo? ¿Acaso pretendió usarme para castigarla, y por algún motivo el proyecto no salió como esperaba?
Una cosa comenzaba a resultar clara: cada experiencia sexual en la que estaba involucrada aquella chiflada era también un avance en su conocimiento. La última noche con Carelia descubrí su existencia y sus cuadros (además de otras cosas, como el origen de los sobres), Erica me dio su nombre y Celia me hizo conocer mejor a Escher y los dibujos atribuidos ahora a una tal Carelia Mendes.
¿Es que tendría que seguir follando para llegar hasta la verdad? Está claro que soy un amoral, que en mi oficio hay una mezcla de necesidad y ganas, al menos en lo que a mí concierne, pero aquello era distinto. «Descubre las leyes del juego», me había recomendado Celia. Quizás había dado con la primera, además de la relativa tranquilidad de saber que también Araceli era una impostora, y por ese camino también ella podía cometer errores.
En Valencia me alojé en un hotelucho céntrico tan cutre que para usar la ducha había que avisar y pagar una hora antes para que encendiesen el termo eléctrico y me diesen una llave. Tantos prolegómenos no tenían más resultado que unos cinco minutos de agua caliente, tras lo cual comenzaba a enfriarse tanto que debía darme prisa para no acabar tiritando.
Los primeros días me sentí tan cabreado e impotente que no hice otra cosa que pasear por la ciudad y perder el tiempo en cavilaciones, acodado en alguna barra cochambrosa del barrio viejo. No tenía demasiados ahorros y desconocía cuánto tiempo me llevaría averiguar algo que me fuese útil.
En principio no quería llamar al amigo de Celia ni al conocido de la Petete. La verdad es que comencé a desconfiar hasta de mi sombra, y si en mi vida de puterío de alquiler me habían funcionado ese tipo de recomendaciones, a partir de Carelia comencé a temerlas.
Me tomé esos días el trabajo de leer los papeles de Celia y la biografía de Escher. Supe así que, entre otros viajes, había llegado hasta España cuidando niños durante una travesía, y que en el año 36 había estado en Valencia, Granada y Cartagena, datos que, ¡sorpresa!, estaban subrayados por Celia.
Los dibujos del catálogo no me aportaron demasiado. La fijación por Escher y las mujeres con el rostro de Carelia y cuerpo «Delvaux» estaba presente en todos. Incluso descubrí dos detalles notables: en uno de los dibujos, como un cuadro dentro de otro, aparecían a un costado las Manos dibujando de Escher, con la única diferencia de que en este caso eran femeninas. ¿Acaso el mismo que vi fugazmente en el pasillo de Carelia? El otro detalle, que también figuraba como accesorio, reproducía casi exactamente una parte de la litografía Arriba y abajo: el motivo del niño sentado en la escalera mirando a la mujer de la ventana. Me volví a preguntar dónde había visto algo similar, pero lo cierto es que llevaba tantos días mirando los dibujos que toda confusión era probable.
En el listín de teléfonos aparecía una vez el apellido Mesquita, y también unos Mendes de la Encina, cuya dirección correspondía a una calle cercana a los Viveros. Recordé que en la necrológica figuraba como Carelia M. de la Encina, de modo que no podía ser una simple casualidad. Pero un probable asesino rondando la casa de la víctima me pareció, en ese momento, un riesgo innecesario y una soberana tontería. Me propuse visitarla algún día, pues me preocupaban otras cosas.
Por ejemplo mi cuenta bancaria, que estaba bajando estrepitosamente y necesitaba hacer algo. Podía pedirle a la Petete que me ingresara dinero en la tarjeta pero lo consideré un recurso extremo. Me quedaba lo de siempre, prostituirme, lo que también era peligroso: en nuestro oficio solemos respetamos las «zonas» de trabajo y yo estaba, evidentemente, en terreno extraño. El amigo de la Petete era también una posibilidad, pero no quería tener la menor relación, por ahora, con alguno de sus amigos. Lejos estaba de sospechar que lo conocería de un modo totalmente inesperado.
Estaba una mañana tomando el sol en un banco de los jardines del Turia, cerca del Auditorio. Me había abierto la camisa y comenzaba a vencerme la modorra cuando sentí que alguien se sentaba a mi lado. Entreabrí los ojos y vi que un señor más bien maduro me miraba con cierto interés. Me di el consabido apretón en el paquete y me estiré un poco más, presintiendo la posibilidad de un cliente.
—Perdón… ¿tienes fuego? —no tardó en preguntar, poniéndose un cigarrillo en la boca.
—Sí, por supuesto —contesté, con la mejor de mis sonrisas.
Me convidó a uno y mientras los encendíamos me volvió a mirar con insistencia. Dejé que se tomase el tiempo necesario, hablamos de un par de vaguedades, pero le insinué con los giros y ambigüedades de siempre que cobraba por hacer «ciertos trabajos». Pareció tranquilizarse y para el segundo cigarrillo comenzó a largar el rollo.
—Mira, antes de todo quiero que sepas que no soy homosexual —me dijo—. Pero necesito que hagas un trabajo para mí, te pagaré bien.
Al parecer, estaba perdidamente enamorado de una jovencita mucho menor que él, tan retorcida y fogosa que superaba su capacidad amatoria, cuestión en la que, aseguró, aún era bastante idóneo aunque al parecer insuficiente. «Me tiene loco», repitió varias veces, «pero nada le alcanza… y no quiero perderla».
En fin, el cuadro no era una novedad. Muchas veces me tocó completar las apetencias de una pareja cuando el morbo de alguno de los dos tocaba fondo. No me considero un redentor sexual, pero el recurso del chico o la chica de alquiler sigue evitando el fin de muchos matrimonios, y el que no lo crea que lea en las secciones de contactos la diferencia entre la oferta y la demanda.
Lo cierto es que aquel señor maduro y nada despreciable, por cierto, me necesitaba para lo de siempre, aunque no se trataba del consabido trío. Pretendía mantenerse al margen, sólo que, siguiendo el antojo de Pichi (no era su perrita, era el nombre de la chica), quería «obsequiarle» para su cumpleaños con la consecución de un antiguo sueño: hacer el amor con un buen par de sementales, uno blanco y uno negro. Cuando acabamos de pactar se mostró francamente aliviado:
—Me llevó casi una semana conseguir un moreno que me guste, es decir, que se que a ella le gustará. Cuando por fin lo conseguí, me tiré a la caza del otro. Che, pensé que era más fácil, pero qué va… —rio relajado, fumando el tercer cigarrillo—. El negro organizó una especie de casting entre sus conocidos, pero el que no era marica estaba más depilado que una bola de billar, y a mi Pichi le gustan los blancos peludos y los negros… pelados. Caprichos de niña mimada, ya sabes.
Me dio su dirección y quedamos para la noche siguiente. «Espero que no tenga que meterme en una caja con un lazo rojo», pensé. Llegué a la hora indicada y me hizo entrar directamente a un pequeño vestidor, donde conocí al moreno de marras. La verdad es que era un mulatón formidable que me superaba un palmo en altura, con un cuerpo trabajadísimo y, obviamente, sin un pelo, ni siquiera en su lustroso cráneo. Nos dimos la mano pero noté desde el primer momento que me miraba con evidente antipatía. Intuí el origen de la misma y le dije:
—Mira, tío. Estoy sin blanca y el hombre me encontró en la calle. Lo siento, no es mi trabajo habitual pero no tengo más remedio —mentí.
Hizo una mueca incrédula y me tiró a los pies un pequeño slip de cuero negro con cremallera al medio.
—Hay que usar esto… —murmuró con voz cavernosa y acabó de desvestirse. Cuando lo vi desnudo pensé rápidamente que era una suerte que no fuese yo quien debía tragarse semejante picha. ¿Qué comen estos benditos para que les crezca así?
Unos minutos después se asomó el hombre y nos hizo acomodar en una gran sala espejada que hacía las veces, supuse, de dormitorio, ya que al medio había un círculo de nivel más bajo, acolchado y lleno de cojines de distintas formas y colores. El ambiente era demasiado chillón y cursi para mi gusto, como una garçonnière tipo Las Vegas, de esas que aparecen en las películas porno o de serie B.
—Hay de todo, podéis tomar lo que os apetezca —dijo el hombre y desapareció.
Miramos alrededor y, efectivamente, había de todo, desde hielo y bebidas hasta preservativos, cremas y unas cuantas cajitas cuyo contenido sospeché, pero que ni yo ni el otro (recursos del oficio) osamos tocar: más de un porro me dejó con el trabajo a medias. Bebimos un par de botellines de agua y, a pesar de mis esfuerzos, al moreno no le arranqué ni el nombre.
—Hombre, joder… —le dije—. Al fin y al cabo vamos a follar a la misma tía, y Dios sabe qué guarradas tendremos que hacer. Al menos baja la guardia por un rato.
Hizo un amago de sonrisa y eructó. Ya era algo.
Unos minutos después oímos unas risas que se acercaban, al tiempo que las luces decrecían, quedando solamente las que caían sobre el círculo de la gran cama. Miré el rostro inexpresivo de mi coéquipier que, como yo, miraba fijamente hacia la puerta.
—Empieza la función —murmuré, y el otro no cambió el semblante pero me guiñó un ojo.
Por los chillidos y aspavientos de la Pichi sospeché que había entrado con una venda en los ojos, pero aún no podíamos verlos porque estaban en la zona en penumbras.
—¿No lo adivinas? —repetía el hombre—. ¿Qué es lo que quieres desde hace tiempo?
—¡Una Harley–Davidson! —gritó ella, e intercambié una mirada con el negro.
—Frío… frío —dijo el otro—, algo mucho, pero mucho más caliente.
Ella cacareó algo parecido a una risa nerviosa.
—No me lo habrás conseguido al Bertín Osborne, ¿verdad?…
El hombre la acercó hacia nosotros, mientras comenzaba a quitarle la venda.
—No, cariñito, pero algo es algo… ¡Cha chán, Cha chaaan! —tarareó, empujándola hasta el borde.
Por fin la vimos y era realmente asombrosa, y no sólo porque su aspecto no coincidía en absoluto con su voz: la chica era una mezcla imposible de ciberpunkie y patinadora rusa, escapada a medias (en su parte superior) de Mad Max y en la parte inferior de Holliday–on–Ice. Llevaba las sienes rapadas, el pelo rojo y los ojos pintados tipo antifaz. Inútil decir que tenía colgada toda una ferretería de las orejas, la nariz y, luego lo supimos, aritos en el ombligo y los pezones. Vestía la consabida cazadora de piel tachonada de pins, pero debajo de ella emergía una falda corta, azul, totalmente hinchada como un tutu de danza clásica por una nube de volantes y puntillas almidonadas. De ella partían unas largas piernas enfundadas en mallas fucsias que acababan en unas botas de escalar, o algo así, de esas que la suela es tan alta como el zapato.
Fue tal mi asombro que no tuve que reprimir la merecida carcajada, en cambio al moreno se le partió en dos el rostro con una sonrisa que parecía un teclado.
—Feliz cumpleaños, guapísima —le dijo, con una desenvoltura estupenda.
Pichi se volvió hacia su amante con los ojos como platos.
—¿Son para mí?… —chilló—. ¿Es verdad que son toos para mí?
El hombre sonrió y le dio un par de besos. Ella reiteró sus protestas y grititos, insistiendo en que fuese de la partida.
—No, cariño, me voy a descansar. Es mi regalo, haz con ellos lo que quieras, por esta noche… Os dejo tranquilos, cuidadme a la niña. Nos vemos luego…
Pichi nos miró con sus dedos entrelazados y repletos de anillos a la altura del mentón, con una expresión a medias entre el arrobo y la glotonería. Parecía una extraña niña eligiendo dulces ante una pastelería.
—Va, niña —dijo el mulato, dando unos golpecitos en los cojines—. No estarás mirándonos toda la noche, ¿no? Baja al cielo, pequeña.
Eso sí que era tener tablas. A los pocos minutos la Pichi estaba entre los dos, esnifando unas rayas tamaño paso–cebra y bebiendo champán rosado, un verdadero petardo para mi estómago pero que a ella parecía sentarle de maravillas.
Lo que sucedió después juré que no se lo contaría ni a la Petete, a pesar de que todo fue tan rematadamente ambiguo que aún hoy me pregunto si me gustó o no, así que prefiero quedarme con el beneficio de la duda.
La chica se desmadró con rapidez, haciéndose cargo de sus «muñecos» como le dio en llamarnos, bautizando al moreno como Tom y al que suscribe como Jerry. La verdad es que al principio no me sentí motivado: aquel cuadro era digno de una versión porno de Popeye, por lo que iniciamos con Tom la lenta tarea de despojar a la chica de toda su parafernalia. Entre mimos y carcajadas le quitamos tantas cosas que creí que nos quedaríamos con un espárrago, pero en cambio surgió una moza ancha y voluptuosa, con una capacidad erótica que justificaba los esfuerzos de su protector. Era larga y fuerte, con una abundancia de carnes que pronosticaba una lejana obesidad, pero que en ese momento estaba aún en la etapa en la que los músculos son visibles, la piel tensa y las formas redondeadas. En pocos minutos, Pichi pasó de ser una Barbie cibernauta a una extraña muñecona antigua y apetecible, gracias al antiquísimo recurso del desnudo. Conservó, eso sí, la ristra de pendientes en las orejas y los inquietantes aritos en la cumbre de los pezones y en el borde del ombligo.
Pero aún había más. «Adoro las mariposas», dijo maliciosamente mientras le quitábamos las calzas. Y por cierto que tenía dos espléndidos ejemplares tatuados en las «zonas reservadas», como dijo ella misma. La primera extendía sus alas a ambos lados del sexo y por la cara interior de los muslos, la otra reposaba sobre la nevada redondez de sus glúteos. «Quería una más en las tetas pero papi no quiso, me conformé con los pendientes», explicó, y la verdad es que fue un acierto: aquellas redondeces no merecían más adorno que un buen mordisco en cada una.
—¿Y qué desea esta mariposilla? —preguntó el moreno, acariciando el poblado pubis de la muchacha.
Ella se echó de espaldas y abrió las piernas, haciendo aletear el tatuaje. «Tiene sed… mucha sed», murmuró, atrayendo hacia ella la cabeza de Tom, que comenzó a mojar las alas con largos lengüetazos, antes de entregarse de lleno al centro, que tomó en pocos instantes una apariencia de nácar rosado, como esas valvas marinas que recobran el color con la humedad. Entretanto comencé a lamerle las orejas, metí la punta entre cada uno de sus pendientes y después me sumergí en su boca, que conservaba aún, detrás de la coca y el champán, un sabor lejano a caramelo y chicle mentolado. La Pichi tenía una lengua tan experta y viciosa como su cuerpo. Entró en mi boca como una anguila y la recorrió con avidez, haciendo que sus chasquidos fuesen tan sonoros como los que surgían de entre sus piernas, que seguían aleteando sobre la oscura calva de Tom.
Bajé entonces hacia sus pechos, donde se repitió el contacto turbador de mis labios contra el metal, incrustado en la tibia consistencia de la carne. Le di masajes cuidadosos y mordiscos controlados, pero las manos de Pichi me empujaron con fuerza sobre las tetas, haciendo que se me llenara la boca con su turgencia de fruta almibarada.
Desde ese momento, como un veterano director de escena, Tom se hizo cargo de los movimientos de los tres, dirigiéndonos con breves palabras y palmadas en los lugares precisos, hasta lograr que nuestros cuerpos entraran lenta pero definitivamente en una compenetración casi perfecta. No sé si fue gracias a mi experiencia o a su magnetismo, lo cierto es que comencé a intuir en su mirada cada uno de los pasos, aceptando sus órdenes y, tengo que decirlo, presa de una creciente excitación.
Giró a la chica con facilidad y le indicó que colocase su cabeza entre mis piernas. Me quité el slip.
—¿Y qué quiere esta otra mariposilla? —volvió a preguntar, masajeándole las nalgas.
—También tiene sed… —contestó ella.
—Pero esta es más viciosa y creo que antes merece un castigo —dijo Tom, dándole un par de sonoras palmadas en el culo.
La chica chilló complacida y el mulato la castigó otra vez, con más sonoridad que fuerza.
—Te gusta la polla de mi amigo, ¿verdad? —preguntó, mientras la sujetaba con una mano de los cabellos—. Mira lo tiesa que está. Quieres chuparla, ¿verdad?
—¡Sí! —contestó la Pichi, excitada con el castigo.
—Pues comienza a lamerla, muy despacio… muy despacio. Y no te la meterás en la boca hasta que él no te lo pida… ¿Vale, muñeca?
—Sí —suspiró la chica y me cogió el sexo con una mano mientras con la otra me apretaba los testículos.
Las palmadas sonaron otra vez, haciendo que el dibujo temblase sobre la tensión de los glúteos, hasta parecerse de verdad a una enorme mariposa que vibraba, se apretaba y distendía al ritmo de los golpes, hasta cobrar como la vulva una tonalidad de flor silvestre, de esas que atraen a las víctimas con su carnosidad rosácea y asesina.
Entretanto, la lengua de Pichi comenzó un largo e insoportable deambular por mi sexo, desde la punta hasta el escroto, hasta no dejar un milímetro sin lubricar, ni una sola de sus engrosadas venas sin lamer. Después, mientras me mordisqueaba suavemente el glande, inició un vertiginoso masaje de los testículos, que gracias a la saliva se deslizaron entre sus dedos con gomosa facilidad. Sentí unas ganas inmensas de metérsela en la boca y así pareció entenderlo Tom, que se lo indicó con un gesto. Después, separándole las nalgas con delicadeza, sumergió su oscura y abrillantada cabeza en el centro mismo de la mariposa.
Sentí que mi polla entraba con malvada lentitud entre los labios de Pichi. Aprisionó primero todo el contorno de la punta y permaneció unos segundos allí, desesperándome con la tibieza de su lengua. Después, sin ceder en la presión, comenzó a tragarla, imitando la exquisita resistencia de una vagina. «No puede, no podrá bajar más», pensé, pero mi pene siguió entrando, sorbido contra la caliente acuosidad del paladar, hasta desaparecer casi por entero en aquella boca prodigiosa. Jamás, lo juro, una chupada estuvo más cerca de lo que se siente durante una penetración. Permaneció allí un instante, como adaptándose a su forma, para iniciar después un vaivén tan exacto y placentero que tuve que apelar otra vez a toda mi experiencia para no correrme sin remedio en su garganta.
—Ya es hora de que este pobre animalito coma —dijo Tom, sacando su inconmesurable verga a través de la cremallera.
Me hizo una señal y le alcancé un preservativo y la crema. Mientras se lo colocaba, sentí otra vez una mezcla de admiración y envidia: el mulato tenía una polla tan magnífica y dura como su cuerpo. Advirtió mi mirada y, levantando a Pichi de las caderas, sonrió con orgullo mientras le daba con aquella pesada cosa un par de golpes en las nalgas. Después, sin perder la sonrisa, comenzó a penetrarla, milímetro a milímetro, entre las alas del tatuaje.
La muchacha detuvo el movimiento de su boca con un ronco gemido. Sentí que me clavaba las uñas en los testículos y comprendí su dolor. Pero sólo unos segundos después, mientras Tom iniciaba un casi imperceptible movimiento de pelvis, Pichi retornó a su tarea con renovado vigor.
Comenzamos los tres a sudar copiosamente, Tom más que todos. Su enorme cuerpazo estaba surcado por infinidad de hilos brillantes que le daban un aspecto de inmenso dios acuático. El ritmo de sus caderas se hizo más intenso y la boca de la chica siguió el vaivén sobre mi sexo. A cada embestida, no podía apartar mi vista de aquella trompa oscura que salía y entraba en el centro mismo de la mariposa, como queriendo acabar con el temblor constante de sus alas. Multiplicada en la luna de los espejos, nuestra imagen era tan lúbrica y fascinante que comencé a sentir la acuciante sensación de que formábamos un solo cuerpo. Y en muchos momentos lo fuimos, como un extraño y aceitado molusco cuyas vibraciones se iniciaban en las caderas de Tom para acabar entre mis piernas.
Cogí entre mis manos las tetas de Pichi y empujé mi pelvis hacia su boca, justo en el momento en que Tom, tumbándose sobre la chica, la abrazó desde atrás para hacer lo mismo. Nos quedamos así, entregándonos a un cuádruple masaje en el que las manos y las mamas formaron un conjunto increíblemente ágil y sensual. El rostro transpirado de Tom quedó cerca del mío, miré sus labios enormes y carnosos y tuve el irreprimible impulso de besarlos. Se acercó aún más. No creí que lo hiciéramos pero, repito, era imposible sustraerse al clima de pesada sensualidad que se había instalado entre los tres. Empujó un poco más a la chica y, tomándome del cuello, prácticamente enterró su bocaza en la mía. Cerré los ojos y lo dejé hacer, reprimiendo un peligroso espasmo de mi polla. Después empujé suavemente a ambos hacia atrás.
El mulato intuyó la necesidad de un cambio y tendió a Pichi de espaldas. Cogió dos cojines y se secó con desparpajo el torso, colocándolos después bajo las caderas de la chica. Le abrió las piernas y mientras se quitaba el slip de cuero señaló la otra mariposa:
—Tu turno, camarada.
Llevaba tanto tiempo deseando aquello que me encaramé rápidamente sobre la muchacha. Ella se abrazó a mi espalda y levantó sus piernas sobre mis caderas. El pene buscó los labios y penetré entre ellos suave y profundamente, hasta sentir el electrizante contacto de su pubis contra el mío. Lamí otra vez sus orejas tachonadas de pendientes, mordí su cuello grueso y resbaladizo y volvimos a besarnos y lamernos con tanta voracidad que olvidé por unos segundos a Tom. Pero él se hizo notar poco después… y del modo más inesperado. Se lubricó los dedos y me los introdujo con parsimonia en el ano. Aguanté como pude hasta que la cavidad pareció ceder a sus masajes. Me centré en la chica y la abracé con más fuerza. Supe lo que me esperaba y, cosas de la química diría la Petete, no me opuse a que ocurriera. Despaciosa, pero también de forma irrevocable, la enorme polla del mulato comenzó a penetrar en mis profundidades. Grité de dolor, pensando que aquel garrote me partiría en dos, mientras sentía que de mi piel brotaba otra vez un torrente de sudor helado. Me miré en los ojos de la chica y ella sonreía… sí, sonreía comprensivamente, con aquella boquita suya, llena de malicia y glotonería.
—Piensa en otra cosa y fóllame —murmuró, pasándome la lengua por el cuello y apretándome otra vez entre las piernas.
Oscilé con cuidado sobre su vientre y, poco a poco, sentí que mi polla se ensanchaba otra vez, mientras Tom, definitivamente enterrado en mis entrañas, comenzaba con la suya un inacabable vaivén. Fue así como los tres nos encastramos definitivamente, como si las piezas sueltas de aquel puzzle de cuerpos empapados hubiera cobrado por fin su forma definitiva. Imaginé entonces que una enorme polla nos traspasaba a todos y el dolor cedió al deseo. Poco a poco, iniciamos un vibrante bamboleo, un coito tripartito tan lúbrico y desenfrenado que no tardamos en sentir al unísono que llegábamos al final. Los cuerpos se apretaron un poco más y los miembros transitaron, por última vez, sobre una sola piel caliente y resbalosa.
Lo último que vi, antes de desfallecer mientras eyaculaba, fue la magnífica imagen que se repetía en los espejos: una brillante masa de miembros blancos y morenos, un animal tricéfalo y viscoso procreándose a sí mismo, un conjunto indiviso de brazos y piernas emergiendo de un solo cuerpo, como los extraños peces y reptiles de los remolinos de Escher, como los inefables monstruos que poblaron una vez sus sueños.
Ya en la calle, acepté tomar unas cervezas con el mulato. Después de la segunda, eructó ruidosamente y me dijo con una sonrisa:
—A ver, camarada. Ahora sí que tendría que darte un par de hostias. Lo tuyo ha sido trabajo de profesional al cien por cien. No me líes la troca y suelta el rollo. No eres de aquí, ¿verdad?
Contesté que no, que en realidad buscaba al amigo de un travestí de Barcelona para que me ayudase a encontrar a alguien, pero me estaba quedando sin blanca. El moreno abrió la boca en un gesto de incredulidad.
—¿Y quién es, si puedo saberlo?
—Le dicen Charly, Charly Monsegur, por aquí tengo el teléfono…
Al otro se le atragantó la cerveza y soltó una formidable carcajada.
—Pues no busques más, che. Lo acabas de conocer…
Lo miré atónito y no pude más que reír con él, entrechocando sonoramente las botellas.
—La Petete lleva una semana llamando cada día. Parece que te estima. Está como una chota… ¿En qué lío te has metido? ¿Es cierto que te busca la pasma por lo de esa muerta?
Maldije las tonterías de aquel travestí entrometido pero ya era tarde. Le conté más o menos la historia y Charly prometió ayudarme. Me ofreció su casa pero preferí seguir en el hotelucho de la calle San Andrés.
—Puedo comprometerte —le dije—. Pero eso sí, es probable que te acepte una buena ducha… Por si acaso cerraré la puerta del baño con llave, cuando esté en pelotas quiero tenerte a más de dos metros de distancia…
Me dio un manotazo en la espalda y rio otra vez con su enorme boca de teclado:
—Gajes del oficio, camarada. Al fin y al cabo me has encontrado.
Hice un gesto de escepticismo y pensé que hubiese sido mejor llamarlo por teléfono: aún me dolía aquel lugar que algunos finolis llamarían «salva sea la parte», expresión que en aquel momento me sonó como la más puta y malintencionada de las ironías.
La verdad es que Charly no sólo conocía al dedillo el bajo mundo de Valencia, sino el alto también. Sus favores se extendían tanto entre las turistas que rondaban el Miguelete como entre algunas señoras cultas y de vicios secretos que frecuentaban la Chocolatería Santa Catalina.
Me cedió como un caballero algunos servicios y no tardó en saber que Carelia había expuesto años atrás en una galería de la calle del Mar. Cuando me lo dijo, revolví en mi cartera y le mostré la dirección que me había dado Celia.
—No será esta, ¿verdad?
—Pues… ¡Che, si es la misma!
Volví a creer que la trama de Araceli me cercaba otra vez. Podría ser una casualidad que el dueño fuese amigo de ambas, pero tomar contacto directo con aquel galerista era un riesgo. Como antes, con cada dato me acercaba más a ella, pero de forma cada vez más peligrosa.
Resolvimos ir juntos hasta el lugar, pero yo me quedaría esperándolo en un bar. No sé si tardó demasiado en regresar o a mí me consumía la impaciencia, lo cierto es que durante aquel tiempo comencé a preguntarme si Charly no estaría también metido en la historia. Es que, casualmente, en aquella zona abundaban las galerías, pero también los que como Charly y yo trafican con el sexo de alquiler.
Volvió con un gesto de decepción:
—Nada, majo. Cuando Valencia entra en Fallas, ya te puedes ir desesperando si tienes prisa.
—¿Y qué coño tiene que ver este asunto con las fallas?
—Verás… —me explicó Charly mientras daba largos tragos a su cerveza—. Me atendió una secretaria contratada hace poco y que no se entera de la misa la media. Revisamos unos catálogos y unos archivos del ordenador donde están todos los artistas que se relacionan con la galería. Ni Araceli Mesquita ni Carelia Mendes. La única Carelia que apareció es una Carelia de la Encina que…
—¡Es ella! —salté.
—Ya, me lo imaginé —dijo Charly—. Pero expuso hace años y en este momento no tienen nada de ella. Parece que tampoco tuvo mucho éxito.
—Entonces tendré que hablar con el dueño.
—Ahí es donde entran las fallas… —rio Charly—. El tío, además de galerista, es diseñador de fallas. Eso quiere decir que en estos días no lo encontrarás ni bajo tierra. Hasta el 16 de marzo te puedes ir despidiendo.
—¿Y por qué hasta ese día?
—Es la plantà, el día que se montan las fallas. Después comienza la fiesta y dudo mucho que lo encuentres, esto se convierte en un desmadre absoluto.
Supe así que por el momento sería imposible hablar con el amigo de Celia. El hermetismo con el que se acababan de construir las fallas era total, y todo intento de traspasar sus secretos era un desafío que no estaba en condiciones de asumir.
—Lo único que puedes saber es en cuál de ellas está trabajando —dijo Charly, después de un silencio.
Al parecer, cada año se editaban unas revistas con los diseños de las más de quinientas fallas que se montaban en toda la ciudad. Algunas incluso traían datos como el nombre del diseñador, y al menos así podía encontrarlo con cierta facilidad.
Charly me propuso unas opciones mucho más simples pero me negué: era evidente que yo también me estaba convirtiendo en un ser sinuoso y retorcido. Nada debía, porque nada podía ser demasiado fácil.
—Vamos, tío, no te desanimes —me dijo Charly—. Disfrutaremos como cochinos en la fiesta, ya verás…
De regreso, compré un par de aquellas revistas y me fui a descansar al hotel, no sin recomendar por enésima vez a mi amigo que no le dijese una palabra a la Petete. Pero antes de lo previsto volví a tener noticias suyas, por cierto nada divertidas.
Contra todo riesgo, resolví acercarme a la dirección de los Mendes de la Encina, que resultó ser un viejo caserón del barrio de Santa Ana, perdido en una espesa arboleda y cercado por un muro que impedía casi totalmente la visión. Por lo que pude entrever, tenía un aspecto de abandono desolador, pero al fondo divisé ropa colgada y un perro me ladró desde el sendero.
En el segundo día de mi visita al lugar tuve más suerte. Una anciana algo encorvada pero ágil abrió la verja y entró, arrastrando una pequeña bolsa de la compra. Tuve una crisis de pánico y no me atreví a llamarla, pero comencé a elaborar una estrategia para hablar con ella. Era probable que en aquella zona, cercado por construcciones modernas, ese solar hubiera despertado la codicia de más de uno… y por alguna razón la casona seguía en pie. Quizás, si la tentase con el cuento de que estaba haciendo un trabajo sobre mansiones antiguas…
¿Y por qué no recurrir a Escher?, pensé. ¿Qué pasaría si, como dijo Celia, entraba en el juego con las mismas armas? Si alguna vez aquella fue la casa de Carelia (o de Araceli), allí sabrían algo de ellas, y en una de esas descubría algo más.
Resolví arriesgarme y una mañana llamé a la puerta. Tras mucho insistir, y supongo que gracias a los enloquecidos ladridos del perro, la anciana de negro salió al sendero y se acercó lentamente hasta la verja.
—Dígame —dijo secamente, pero antes de que le contestase continuó, con un acento vagamente extranjero—: No compro nada, ni doy limosnas, ni la casa está en venta. Dígame ahora qué desea.
—Verá… —mentí—. Soy licenciado en arte y estoy haciendo un trabajo sobre Escher…
—¡Oh, sí!… Escher… —dijo rápidamente la anciana, pronunciando el nombre de un modo diferente al mío.
—Es que me dijeron que aquí vivió una pintora que se inspiró en él y me gustaría saber más sobre ella. Mire, no voy a tardar mucho. Sólo quiero hacerle unas preguntas, un par de datos, nada más. Es que con esto acabo mi doctorado, ¿sabe?
La mujer me miró largamente, repitiendo como en una letanía: «Escher… Escher…». Traté de poner cara de súplica y la anciana finalmente suspiró e hizo una mueca parecida a una sonrisa, sacó una llave del bolsillo y comenzó a abrir la verja. Se cogió de mi brazo y caminamos hacia la casa, mientras repetía otra vez: «Escher, vaya hombre… Creí que no volvería a saber de él».
Entramos por una puerta lateral y me condujo a una sala con grandes ventanales que daban a un patio de aire morisco. Se veía bastante ruinoso, como todo el resto, incluso la fuente del centro parecía seca desde hacía años. Sacó unos vasitos de cristal y un botellón de licor.
—Mandarinas —explicó—. Lo hago yo misma y aprovecho las pocas visitas para darme el gusto. Sírvanos, jovencito, y no se prive, quizás hasta le regale una botellita.
Se lo agradecí: para alguien que hacía mucho que superó la treintena lo de «jovencito» era todo un cumplido.
—Es que aquí donde me ve, estoy pisando los ochenta. Por lo tanto usted es un jovencito… —aclaró, entre sorbo y sorbo.
Reclinó la cabeza en el respaldo y miró hacia el patio. La sala estaba llena de cuadros pero la luz no llegaba hasta ellos.
—Nunca pensé que volverían a preguntarme sobre Escher. ¿Cómo llegó hasta aquí?
Me sentía absolutamente aterrado pero no había otra salida que seguir la farsa del mejor modo posible.
—Como le dije, conocí a una dibujante que…
—¡Oh, sí, sí! —me interrumpió la anciana y después meneó la cabeza—. Estas muchachas… cómo son. Me juraron que jamás hablarían de él, pero en fin… ¿qué quiere saber?
Suspiré y me lancé de lleno:
—¿Cómo lo conoció?
Cuando volví al hotel, algo más de dos horas después, estaba demasiado confundido para sentirme furioso. La historia de la anciana me había aclarado casi todo, pero aun en ese margen que se mantenía en la penumbra, encontré nuevos interrogantes, cuya solución podía llevarme otra vez a callejones sin salida. Los detalles se engarzaban a la perfección y en las palabras de la mujer no encontré un asomo de malicia. En cambio, si le hubiese contado la continuación de la historia, la que yo conocía, habría pensado que era una absoluta patraña, no sólo por incomprensible sino por la feroz diferencia con la imagen de aquellas «muchachas» suyas, de las que habló con tanta ternura. La maldad, para ella, no estaba incluida en «La cinta de Escher».
Y sobre todo podía tranquilizarme: ahora estaba seguro de que Carelia no estaba muerta.
Pero me quedaba una gran duda: ¿por qué yo? ¿Qué papel me tocó en aquella farsa e, incluso, en qué terminaría?
Tenía unas ganas enormes de gritar. Y lo hice: en la plaza del Ayuntamiento acababa de comenzar una mascletá, y en medio de aquel terremoto de bombas y petardos nadie me escuchó, nadie se asombró de que gritase tantas veces «¡Puta!», mientras se me llenaban los ojos de lágrimas, probablemente por el humo de la pólvora.
Comí algo y me tumbé a dormir durante horas. Cuando alguien llamó a mi puerta ya era de noche, y en el fondo deseé que fuese la policía para acabar con todo de una buena vez. Pero era Charly, aquella suerte de sombra oscura que no se me despegó durante mis días en Valencia.
—Arriba, camarada —dijo con su sonrisa de teclado—. Tenemos trabajo.
Entre la gente de mi oficio todo es ambiguo. Las amistades inquebrantables se quiebran por una simple tontería, y en cambio puedes encontrar la solidaridad más conmovedora en una prostituta a la que acabas de conocer. Nos respetamos por simple sentido de supervivencia, como los perros que orinan marcando el terreno, pero al menor descuido nos damos el tarascón. Entretanto, nos movemos en un mundillo de apariencias y simulaciones que nos permite soportar el mundo verdadero, trasladando a lo cotidiano los mismos recursos que nos dan de comer. Como la Petete (a quien creía conocer tanto y ahora menos), que podía andar por casa hecha un guiñapo con el mismo porte de chica Playboy con el que transitaba las calles de la Zona Franca, repitiendo ante los espejos sus guiños de cortesana y sus mohines de putarraca.
Con Charly sentía lo mismo, no podía negar que su ayuda era enorme, pero aun así no podía evitar una sensación de desconfianza, una luz de alerta que definitivamente se instaló en mi cerebro después de aquel domingo con Carelia.
—¿Has hecho fotos porno alguna vez? —me preguntó, mientras tomábamos un café.
—En mi vida —le contesté—. Pero sé que pagan una mierda.
—Y un churro —replicó—. Depende de adonde vayan. Estos buscan gente selecta para revistas buenas. Se compran poco por aquí, pero en el centro de Europa y en Asia se venden como rosquillas. Pagan un pastón, tío. Y no requiere tanto esfuerzo como un polvo. Sólo hay que mantener la picha tiesa cuando hace falta y punto… y tú sabes mantenerla, qué joder.
Me dijo lo que pagaban y me animé. «Es porno del raro», aclaró, mientras caminábamos hacia el estudio. En el elenco figuraban tres mujeres, Charly y yo, y se trataba de fotografías para sadomasoquistas siguiendo un guión más o menos prefijado, pero que daba amplio margen a las improvisaciones.
—Lo pasaremos pipa con tres tías fenomenales y además cobraremos. ¿Qué más quieres, eh?
Me encogí de hombros. La vida sexual se limitaba en mi caso a un par de polvos diarios, como mucho, y en más de una ocasión ni siquiera llegaba a correrme. Me había metido en ello por simple placer y por la facilidad con la que se me daba, y acabó siendo mi oficio, de modo que tenía una noción poco menos que tradicional del sexo. Tampoco mis clientes buscaban otra cosa que pasárselo bien con un tío que les hacía lo que esperaban y por alguna razón no lo obtenían de otra forma que pagando. Pero lo que se dice rarezas no, y aunque entre nosotros circulaban anécdotas increíbles (mucho más entre mujeres, travestidos y transexuales), las mías se limitaban a un par de historias con voyeurs y algunas palmadas en el culo, pero nada más. Los vibradores y las esposas están tan extendidos que son como el champú y el kleenex: siempre están ahí para cuando uno los necesita. De allí mi desconcierto inicial en aquella memorable sesión de fotos.
El estudio era pequeño, poco ventilado y hacía un calor de mil demonios. Entre reflectores, trípodes y cables, contra una pared que simulaba los azulejos de un hospital o algo así, había un arsenal de instrumentos de tortura, de esos que sólo se ven en algunos sex–shops y en las películas de Boris Karloff. A un lado, charloteando mientras fumaban, estaban listas las tres mujeres con antifaces y capuchas de verdugo.
Al parecer yo era el único novato, puesto que el director, un sujeto bajito y con una enorme mala leche, me hizo desnudar sin más preámbulos y a la vista de todos. Las chicas silbaron y el hombre las miró con odio.
—Bien —dijo después de revisarme hasta los sobacos—, ni granos en la espalda ni cicatrices de apendicitis, ve a vestirte que comenzamos en dos minutos.
Me bastó con eso: mi «vestuario» consistía en el consabido slip con la cremallera, dos muñequeras y otras tantas tobilleras también de cuero negro con anillas a los lados. Mientras lo hacía, el director me endilgó un discurso que vendría repitiendo desde la infancia puesto que lo largó casi sin respirar.
—Las fotos son para revistas sadomaso —dijo—, específicamente para gente que disfruta con la visión de mujeres sodomizando hombres. Recuérdalo bien: eres un esclavo y sólo ellas gozan con tu tortura. El máximo dolor tuyo constituye su mayor placer, me refiero al placer de los clientes de la revista. Nosotros lo simulamos y se lo ponemos al alcance de sus ojos. Por lo tanto quiero mucho músculo en tensión y cara de sufrimiento. Habrás de excitarte, pero eso es también parte de la tortura. ¿Está claro?
Asentí y me dirigí hacia el grupo de artistas, donde Charly se dejaba untar entre risas con un aceite espeso que le dejó el cuerpo charolado y brillante.
—Ahora le toca a Jerry —dijo.
—¡Va! —nos urgió el director.
—Tiene mucho vello —soltó una.
—Tú en la espalda y yo delante —dijo otra, ahuecando la voz bajo la máscara. No le pude ver el rostro, pero me pasó el aceite con demasiado regodeo, hasta quedar pringado desde el cuello hasta las piernas.
—¡Ahora está hecho un pegote! —rio una—. Tiene los pelos pegados al cuerpo.
—Ya lo sé —dijo la de la máscara.
Trajo un peine y me reacomodó el vello con rapidez, pero cuando acabó me lo hincó brevemente en las tetillas y murmuró como para sí unas palabras que me pusieron en alerta. Eran las mismas que dijo una vez Carelia:
—Ya está. Vuelve a parecerse a una palmera…
La miré cuando se alejó hacia las luces: podía ser ella o no. Las tres vestían versiones diferentes de esos trajes de charol negro muy ajustados, típicos del ambiente sadomasoquista. Mostrando más de lo que ocultaban, los arneses sujetaban anillas por donde emergían los pezones, en tanto que sus sexos se enmarcaban en ojales recubiertos de puntas de metal. Las chicas tenían un aspecto verdaderamente imponente, con aquellas botas hasta el muslo y unos tacones de acero que daban frío tan sólo con mirarlos.
El director ordenó silencio y dispuso las primeras tomas. Como un perfecto principiante sentí un asomo de pánico: aquel ambiente de látigos, correas y mujeres enmascaradas imponía una atmósfera de amenaza y crispación desconocidas. Aquello no podía formar parte de la trama, pero Carelia podía ser una de ellas, y la sola idea de pensarlo me producía un sentimiento ambiguo de excitación y miedo. «No me tremparé», pensé mientras me colocaban unas cadenas en las manos y los tobillos, «no se me empinará ni aunque me la menee la Meneítos», una puta que se anuncia como «especialista en masaje glanderiano».
Pero aquel equipo tenía tablas de sobra, y si bien no puedo decir que me haya sentido humillado o dolorido por los supuestos «castigos» de las amas, la excitación llegó por otras vías. Fue como una larga seducción, un alternarse de momentos de violencia detenida y estáticas caricias, de cercanías que no llegaban al contacto, puro deseo postergado una y otra vez, como el que sentirían los voyeurs de la revista. Mas mi compañero y yo sentíamos de verdad, mientras duraban las tomas, el contacto amenazante de los tacones como agujas hincándose en las tetillas, el amago de un látigo blandiendo sobre la espalda pero que, tras el resplandor del flash, caía blandamente sobre el estremecimiento de la piel.
El director nos pedía unos segundos de músculos contraídos por la tensión y el dolor. Obedecíamos, el mulato y yo, hinchándonos como pavos, orgullosos de sentirnos fuertes y deseables, mientras las cámaras buscaban ángulos y claroscuros, plasmando para futuros placeres aquella exaltación del macho derrotado. Y también exigía de las amas los gestos más feroces, las poses más retorcidas e insinuantes. Ellas debían sentir placer sexual con el castigo y con la humillación de los esclavos. Y mientras alguien nos pintaba un rastro sanguinolento atravesándonos el pecho, las luces se centraban en una vulva acariciada por uñas rojas y feroces, en una lengua lamiendo el borde de sus labios, antes de que el mango de una porra se incrustase en ella poco a poco. Nos castigaban con el dolor, pero también con el deseo retenido. Nos masajeaban con aceites hasta tremparnos, pero sólo para que el fogonazo dejase testimonio de dos sexos que no llegaban a tocarse, de una boca que recorría el borde de una anilla sin llegar a los pezones. El vello de las amas, encerrado entre cueros y metales, rozaba apenas el extremo de nuestras bocas y después se retiraba, para dar paso a otro castigo, al tensarse de las cadenas y correajes, mientras ellas se besaban y acariciaban la una a la otra, dejando que los esclavos nos limitásemos a mirarlas, retorcidos de dolor y ansia reprimida.
—Falta poco, un esfuerzo más —exigía el director, desoyendo nuestras protestas—. No quiero perder el clima.
Pero el clima era agobiante. Ensopados de sudor, pegajosos de aceites y sangre simulada, nos entregábamos a repetir las poses una y otra vez, fingiendo sumisiones y castigos que no por falsos tenían el inconveniente del roce verdadero. Una de las muchachas, montada sobre mi cuerpo encadenado a una mesa, tuvo que dejar que hiciesen decenas de tomas de su coño a escasos milímetros de mi boca, tan cerca que podía sentir en las narices su turbador aliento de ultramar. He dicho que soy un profesional del sexo, pero también, como cualquier hombre, hay cosas que me excitan. Y jamás, lo juro, experimenté la acuciante proximidad de un coño al alcance de mi boca sólo para que le sacasen una foto, descansase un momento sobre mi pecho antes de acercarse otra vez para que, enfocado desde otro ángulo, ofertase sin cederme la carnosa hinchazón de sus labios, la jugosa presunción del interior donde ingresaba, sólo para el instantáneo resplandor, la fina garra de sus dedos.
Después le cedió el lugar a la mujer de la capucha, que se instaló sobre mis caderas con unas pinzas en las manos. Debía simular que me apretaba las tetillas mientras se retorcía sobre mi cuerpo, que se sacudía contra su vulva. Repitió los balanceos tantas veces como lo pidió el director, aún más. Yo sentía el roce de las puntas sobre mi pecho, la presión inaguantable de sus carnes sobre mi polla. «Sigue así, muy bien, no te detengas», decía el director. Y ella bajaba, subía, se restregaba y volvía a elevarse, mientras el tableteo de la cámara captaba la copiosidad de su pubis aplastando la vana dureza de mi sexo. Sudábamos. Sudábamos mucho, y todo movimiento era lubricado y fácil, los roces y el resbalar de un sexo sobre el otro nos indujo primero a la cadencia y después a la progresiva audacia. No supe hasta qué punto yo quería que apretase las pinzas sólo para que se restregase un poco más, que prolongase unos instantes el contacto de los sexos. Y no sé si ella, anhelosa y ardiente como un ama de verdad, no encontraba placentera aquella fricción sobre mi cuerpo, sobre la frondosidad de mi pubis, sobre la rudeza de mis muslos, que golpeaban inútilmente en medio de los suyos. «¡Para!… ¡Para un momento!», tuve que suplicar, sintiendo que un solo movimiento más me precipitaría en la humillación de la derrota. Vi un destello de malicia detrás de la máscara y se sentó sobre sus talones, mirando divertida los latidos de mi sexo, como esperando la estampida. Cerré los ojos, en medio de un silencio expectante. «Está bien… seguimos con otra toma», dijo el director y ambos resoplamos, yo con alivio y creo que ella con disgusto. No se molestó en quitarme las correas, pero entrelazó sus dedos entre el vello de mi pecho y me dio un par de palmaditas comprensivas en la cara, como quien premia los esfuerzos de un perrillo amaestrado.
Mientras las tomas se reanudaban con Charly, entré a refrescarme al lavabo. Me eché un poco de agua en la cara y me pasé una toalla húmeda por el cuerpo, que no perdió su fuerte olor a aceites y sudores. Tenía unas ganas tremendas de masturbarme y comencé a hacerlo allí mismo, untándome la polla con la grasa que me brotaba de los poros. Bajé la tapa del inodoro y me apoyé en la frescura de los azulejos. Entonces se abrió la puerta y la mujer de las pinzas se plantó ante mí, indicando que callara con un dedo sobre los labios de la máscara. Miró el sexo entre mis manos y murmuró: «Yo también lo necesito».
Se sentó sobre mí e hicimos el amor allí mismo. Esta vez me dejó morder con rabia sus pezones apresados en las anillas, penetré como un animal hambriento entre los bordes de la hendidura, sin que me importaran las puntas de metal que se clavaban en mis ingles. Cabalgamos uno en el otro con furia, con deseo y sin ternura, besé rabioso su máscara callada, lamí sus arneses y empujé hacia arriba, hasta que ambos, al borde del ahogo, acabamos de vaciarnos mutuamente. Se levantó y no abrí los ojos, sintiendo haber traspuesto uno de aquellos extremos que, a la vez de tocarse, son decididamente peligrosos.
Supongo que follamos sobre la tapa del inodoro porque la otra solución era matarnos, y eso, francamente, era una verdadera indecencia, especialmente durante las Fallas.
Cuando salí del lavabo las luces ya estaban apagadas y los demás terminaban de vestirse. Ella ya no estaba. Llamé aparte al director y le pedí un favor.
—Oye… —le dije—, no quiero ver las fotos…
—Tampoco te las daría —me interrumpió el enano—. Pero puedo conseguirte la revista.
—Sólo te pido algunas, las de las pruebas. Son para mi Book, ya me entiendes.
Quedamos en vemos unos días después. Mientras buscábamos un taxi, le pregunté a Charly dónde se habían ido las chicas y si podríamos encontrarlas.
Al mulato le brillaron los dientes en la penumbra.
—Tranquilo, colega. No te darán ni la hora, te lo dice un amigo. Además, las tres son lesbianas.
Tuve un presentimiento y, otra vez, intenté saber si los extremos se tocaban.
—A ti también te tienen cogido en su jodido juego, ¿no?
—¿En qué juego? —preguntó Charly.
—Nada… Olvídalo.
Pero cómo explicarle que el cuerpo tiene también su propia memoria, como la de las plantas y los animales, una memoria que no está en la cabeza sino en la piel. Cómo decirle que ahora tenía la seguridad de no haber estado con Carelia sino con su imagen deformada, con aquella suerte de copia en negativo que la miraba desde los rincones de sus cuadros.
Pero Araceli se había esfumado otra vez, y en las calles flotaba el mismo olor a pólvora quemada. Valencia seguía en Fallas.