Detesto a las mujeres demasiado eficientes. Mejor dicho a las que constantemente están señalando que lo son. En los hombres eso es suficiencia, pero ellas lo disfrazan de eficiencia. Para mí, las únicas realmente eficientes son las pescaderas y las carniceras del mercado: son capaces de limpiar un lenguado o cortarte media docena de bistecs de hígado mientras hablan del tiempo o de la ciática, y eso sin que se arrugue el almidón de sus pecheras ni dejen de tintinear sus pulseras o se pierda el rebrillar de sus anillos. Eso es eficiencia sin suficiencia. Lo peor son las azafatas de cualquier cosa. Repiten tantas veces y de modo tan eficaz sus peroratas sobre el salvavidas bajo el asiento o las virtudes de un todoterreno que igual te podrían contar el origen de las especies y tú sin enterarte. Para colmo, con esos sombreritos de parvulario inglés y sus cortes «estilo paje» parecen todas iguales. El único modo de regresarlas a la tierra es preguntarles algo fuera del guión: te asestan una mirada asesina y luego responden como si te perdonaran la vida. Es cuando me las comería a besos. Pero antes, lo confieso, me parecen francamente odiables.

Digo esto porque me levanté de malhumor y en la exposición de Escher había azafatas por todos lados. En vez de una muestra retrospectiva aquello parecía la sección de cosméticos de El Corte Inglés.

—¿Prefiere una visita guiada o lo hará por su cuenta? —me preguntó la eficiente de la entrada—. Si es guiada deberá esperar hasta las once, salvo que ya esté apuntado en esta lista.

Estaba apuntado, qué duda cabía: mi ronca extorsionadora estaba en todo, era eficiente pero demasiado inquietante para mi gusto.

De modo que entré con el selecto grupo de las diez. Nos tocó una guía rubia, muy delgada, profesional, eficiente y desabrida, que hablaba con toda rapidez a pesar de su acento nórdico. Dijo llamarse Celia, y con el inicio de su memorizado texto mi corazón dio el primero de los muchos vuelcos que tendría a lo largo de la visita. La chica se plantó ante un pequeño grabado donde se veían dos figuras muy apretadas y otras más imprecisas en el fondo, diciendo:

—Este es uno de los pocos trabajos que conservó Escher de su maestro en el arte del grabado, el profesor Samuel Jesserun de Mesquita, nacido en Portugal y desaparecido junto a su mujer y su hijo en el año 1944 en un campo de concentración nazi. Debemos justamente a Escher la recuperación de muchos trabajos de Mesquita, abandonados en el estudio después de su deportación.

Tendría que dejar para más tarde mi repentina duda de si el nombre de Araceli Mesquita era una casualidad o una impostura, porque siguiendo los pasos de la eficiente nórdica acababa de iniciar mi verdadera inmersión en el mundo de Maurits Cornelis Escher, nacido en 1898 y fallecido en 1972.

A los pocos minutos del recorrido caí en la cuenta de tres cosas: que yo era un absoluto ignorante, ya que se me perdían o no entendía la mitad de las explicaciones; que la rubita tenía el propósito de subrayar para mí ciertos aspectos, puesto que me miraba fijamente cuando repetía algunas palabras que se ajustaban perfectamente a las maquinaciones de Araceli; y finalmente que la citada azafata no llevaba bragas.

«En algunas de las litografías de Escher», dijo, por ejemplo, «hay tal extrañeza, pero al mismo tiempo tanta perfección, que no podemos hacer otra cosa que entregamos al placer de contemplarlas, de disfrutar de ellas, sin tratar de explicarlas con las leyes de la razón. Las figuras y los mundos creados por el artista se basan en la aplicación exhaustiva de las leyes de la perspectiva, la geometría y el cálculo matemático, pero su propósito no se limita a la perfección sino a la sugestión y el engaño. Esa supuesta mentira se produce por el simple deseo de jugar con ella, pero cuidado, tanto el creador como el espectador conocen y se entregan conscientemente a dicho engaño».

Poco a poco, siguiendo los pasos de aquella especie de brujita iniciática, fui pasando de la descalificación al respeto y luego a la admiración por aquel artista. En efecto: no podía quedarme en la simple postura del que dice «me gusta» o «no me gusta». Lo posible y lo imposible parecían fundirse en cada cuadro de una manera casi lógica, si no fuese porque una cascada no puede alimentarse de unas aguas que suben cuesta arriba como si tal cosa, o que unos reptiles se escapen de un dibujo plano para darse un garbeo sobre unos libros y después se sumerjan otra vez en el papel.

En la litografía Arriba y abajo creí descubrir a la doble de Araceli Mesquita, o la modelo que utilizó para sus cuadros. Era casi la misma: la mujer en la ventana, contemplando serena y eternamente a un niño que la mira desde abajo. Lleva el cabello recogido en un pequeño moño, igual que en sus dibujos, y también muy semejante al de un boceto de Jetta, la propia mujer de Escher. Pero ¿dónde había visto yo una casa y unas escaleras similares?

Ante la serie sobre ciclos y metamorfosis Celia me envió sus miradas más intensas. «El objeto representado», dijo más o menos (mientras yo comenzaba a pensar seriamente en el tiempo que llevaba sin follar con una nórdica), «no necesariamente debe tener existencia en nuestro mundo real, las figuras humanas, los peces y los pájaros tienen un lejano referente con la idea que tenemos de ellos, pero aquí son meros elementos de una demostración mayor». (Con la última, ya ni recordaba su nombre, había sido en un hotel de las Ramblas y recordé que tenía el pubis sedoso y casi albino). «Por ello son utilizados de forma reiterada y desde distintos puntos de vista, formando parte de tramas ajenas a toda normalidad, pero que al mismo tiempo ofrecen una lógica interna, propia del juego que propone Escher». (Celia tenía las manos largas, huesudas y rojas, como las pescaderas, y señalaba los cuadros abriendo los dedos en abanico, imitando con las manos los arabescos del dibujo). «Este hombrecillo, por ejemplo, puede ser uno o muchos, lo importante es que cumple una misión en el dibujo. Debe realizar un ciclo, una metamorfosis, someterse a cambios, antes de volver a su estado original, como veréis en esta litografía llamada Encuentros, puesto que se pierde en las sombras y las brumas de arriba y de abajo. De ser un elemento casi ornamental pasa brevemente por una etapa en la que es protagonista, antes de volver a esas sombras de donde salió por un instante». (Con el mismo arabesco de sus dedos acariciaría el vientre de su amante, sujetando con finura y eficacia el sexo que se acerca hacia su boca).

Al parecer, hubo intentos de explicaciones metafísicas y matemáticas de los dibujos de Escher, incluso las interpretaciones que llegó a conocer no le provocaron más que curiosidad, escepticismo o simple fastidio, cosa que me llevó inmediatamente a simpatizar con él y a pensar que, como yo, era un cínico apasionante. No se propuso demostrar teorías, salvo la eterna dualidad de todo: lo blanco podía pasar a ser negro, lo cóncavo era también convexo, no existía el arriba o el abajo, la izquierda o la derecha que todos conocemos, sino la infinita compenetración de mundos dispares, la existencia simultánea de universos imposibles.

Está claro que no presté mucha atención a ciertas explicaciones, perdido en mis propios interrogantes y tratando de adivinar, al mismo tiempo, si bajo la estrecha falda azul el pubis color paja de Celia se apretaría sobre la trama oscura de sus pantis, sin el estorbo de unas braguitas color carne. No obstante, algunos temas como el del dualismo, el error consciente o los espejos que no reflejan exactamente lo que está delante, acabaron por fijarse en mi memoria gracias a la insistencia de Celia, quien repitió, una y otra vez, que «todo dibujo es un engaño. Los espejos mágicos o las perspectivas de vértigo no invitan más que a la contemplación, al placer estético, dejando de lado todo intento de explicación».

¿De modo que no me quedaba otra salida que entregarme a aquel macabro juego?, me pregunté muchas veces, no sólo aquella mañana sino en los días sucesivos. ¿Pero acaso se puede jugar con una muerte, la de esa mujer a quién estaba seguro de no haber matado?

—… pero eran fruto de una investigación sobre las mismas —estaba diciendo uno de los del grupo—. ¿Eso no es una actitud demasiado intelectual para un artista?

Celia levantó las cejas y le endilgó una típica mirada de azafata asesina antes de contestar:

—Desde el punto de vista del artista, sí. Pero al espectador no le queda más remedio que aceptar que en la obra se contradice cualquier concepto a priori —me buscó con los ojos y continuó, mordiendo cada palabra—, como dijo uno de sus críticos: a nosotros nos queda sólo la excitación pasiva de su contemplación.

¡Excitación pasiva!, pensé sobresaltado. Vaya manera más directa y elegante de definir la condición que le impuse a Carelia para hacerle el amor. ¿Era yo el «hombrecillo» del cuadro, el espectador o el causante de la trama? «Todo», pareció contestarme la mirada de Celia, mientras explicaba las manos que salían del dibujo para dibujarse una a la otra. Era el mismo que vi en el pasillo de Carelia. (Ni oscuro, abigarrado o profuso; ni ensortijado, rebelde o desordenado; ni siquiera oloroso… el pubis de Celia sería ordenado, lacio, liso y sin tropiezos, como su larga perorata sobre Escher).

Pero a decir verdad, a lo largo de toda la visita, no dejé de encontrar paralelismos y conexiones entre las obras de Escher, las explicaciones de la guía y mis recientes experiencias. Allí estaba, por ejemplo, mi viejo y conocido «nudo» triangular, junto a otros nudos más complejos, cintas entrelazadas por las que transitaban eternamente hormigas y jinetes, y más cintas, con forma de serpientes o enredadas en un cubo, fingiendo protuberancias que bien miradas podían ser también agujeros apuntando al infinito.

Antes de terminar, confundido y perplejo, contemplé uno de los últimos y más perfectos grabados de Escher: en una estructura circular, formada por incontables eslabones que crecen desde el centro, se agrandan y otra vez se reducen hacia el borde, tres serpientes se enroscan entre los anillos, sacando hacia fuera sus cabezas. No se miran pero se presienten, enredando con perfecta simetría, una en la otra, sus largas y escamadas colas. Odio las serpientes, pero ahí estábamos otra vez, como en diabólica trinidad, Carelia, la pintora y yo. (Definitivamente: tendría que seducir a la azafata).

—Gracias… —le dije, y ella me extendió su mano huesuda y fría—. Entendí poco pero me ha servido.

—¿Es que tenían que servirle mis explicaciones?

Iba a decirle que no se hiciese la mosquita muerta, puesto que para eso me habían mandado hasta ella, pero cambié de táctica.

—Digamos que me han gustado mucho, pero necesito saber más.

Me introduje los dedos entre los pelos del pecho y la miré unos segundos. Tenía los ojos muy claros y me pregunté otra vez si su pubis sería tan rubio como sus pestañas. Ella bajó la mirada y murmuró, levemente sonrojada:

—Si lo desea, puedo explicarle un poco más, pero ahora tengo otro grupo.

—¿Y en tu casa? —pregunté, sin dejar de acariciarme descuidadamente el borde de la camisa abierta. Era un recurso remanido pero aparentemente surtió efecto: Celia miró hacia los lados y me escribió una dirección.

—Te espero a las ocho.

—Allí estaré —le dije, estrechando otra vez su manita de pescado.

A esas alturas no tenía dudas sobre la relación entre mi perseguidora y la azafata nórdica, y por el momento esta era el único modo de saber algo más sobre la otra. Pero la chica no me atraía en absoluto, era como esas chuletas de cordero: poca carne y demasiado hueso para mi gusto.

Tampoco era la primera vez que vendería mi cuerpo para conseguir algo, al fin y al cabo era mi oficio. «Si habré follado sin ganas…», me iba diciendo rumbo a la plaza del Dos de Mayo. Si bien me había hecho de cierta clientela, ni muy estable ni demasiado agradable, al menos podía darme el lujo de elegir. Debe de ser, como dice la Petete, por una cuestión de química sexual de tipo zoológica, esa que te permite aparearte con cualquiera siempre que sea de tu misma especie. Así, había logrado hacerlo con tipas pasadas de la madurez, de esas que dan ganas de darles una ducha de aguarrás para ver si hay algo debajo de tanto maquillaje, pero aún en esa decadencia tenían algo de atractivas. Con los hombres era más difícil, y por eso me ponía más exigente. «Es porque en el fondo eres maricón», insistía la Petete, y yo le contestaba que un coño es siempre un coño, pero dejarte manosear por un seboso lleno de pelos era otra cosa y además agua pasada. Lo hice alguna vez y no pensaba repetirlo, por lo que sólo aceptaba a los más jóvenes, que al menos saben lo que excita a un hombre como ellos.

Me gustó el barrio. Había entrado desde la Gran Vía y fue como volver a mi ambiente de garitos de mala muerte y puterío callejero, por cierto un sector poco elegante para una azafata estirada y experta en arte.

Esperaba encontrarla con sus gafas de miope y el sombrerito de champiñón pero me recibió una hippie de los sesenta, con un vestidito de algodón, el pelo suelto y olor a pachulí. Había mantas patchwork y cojines indios por todas partes y, como corresponde, un insoportable olor a incienso.

—No suelo recibir a mucha gente… —dijo, evidentemente turbada—. Es que yo…

—Tranquila… —le dije, dándole un corto apretón en los hombros—. ¿Bebemos algo?

—¿Cerveza?

—Perfecto.

Me descalcé y me acomodé como pude en un revoltijo que podía ser cama, sofá o alfombra, pero por allí no había otra cosa. Había vivido con su familia entre Berna y Estocolmo, de allí su confuso acento, aunque al parecer había pasado largas temporadas en la India antes de recalar en Valencia y finalmente en Madrid. Le pregunté por qué justamente allí, y en aquel barrio fiero y perdulario.

—¡Oh, nada de feo, nada de feo! —negó con energía—. Me lo dejó una amiga y acabó por gustarme. Me queda cerca de todo, estoy bien, sí, muy bien.

Después de un rato la noté más relajada, y cuando dudaba si sería mejor continuar la tertulia y caer en Escher o dejarlo para después de follar, Celia decidió que sería más o menos todo a la vez.

—¿De verdad te interesa Escher? —me preguntó de sopetón, acariciando uno de mis pies.

—¿Por qué no? —pregunté a mi vez, rozándole el muslo con la planta del mismo pie. Introdujo su mano dentro del pantalón y me acarició la pantorrilla.

—No sabes un pimiento de pintura. Eso se nota —dijo con una sonrisa, mientras seguía investigando dentro de mis tejanos hasta donde le daba la mano. Luego preguntó—: ¿Tienes tanto vello en todas partes?

—En todas y también en las partes —le contesté, pero no entendió el juego—. ¿Y tú?

—Soy licenciada en historia del arte. Estoy preparando justamente una tesis sobre Escher.

—Te preguntaba por el vello… —insistí, dejando caer mi pierna entre las suyas.

Levantó las cejas, sorprendida, pero se deslizó un poco hacia mí y empujó mi pie bajo su falda, justo entre sus muslos. No llevaba bragas, y sentí inmediatamente la algodonosa suavidad del vestido junto a la suavidad algodonosa de su pubis. No pude saber aún si era abundante, pero sí terriblemente suave y cálido. Celia me aferró el pie, delicadamente envuelto en la tela, y se lo restregó en el mismo lugar.

Pero yo no estaba dispuesto a venderme tan pronto ni tan barato.

—¿Conoces a Araceli Mesquita? —pregunté, mientras insistía en rozar con mi dedo gordo su hendidura.

Pareció aceptarlo y trató de facilitarme las cosas.

—¿Quién?… ¿Mesquita?… En mi vida, salvo que… sí… —suspiró, empujando un poco más su pelvis contra mis dedos.

—No me mientas, tontita —insistí, desabrochándome la camisa hasta el ombligo.

Celia inició entonces un movimiento casi magnético hacia mí, pero la contuve con el otro pie. Palpé unas tetitas adolescentes y ella se dejó hacer, luego me lo cogió dulcemente y comenzó a lamerme los dedos, uno a uno.

—Ella me envió hasta ti, ¿no? —insistí, mientras Celia comenzaba a sorberme el dedo gordo con húmeda insistencia. Me acaricié alevosamente el pecho y el paquete—. Háblame de ella.

—No tengo ni idea de quién se trata —murmuró entre dos rápidas chupadas.

Con un pie hurgando bajo su falda y otro en su boca me quedaba poco margen de movimiento. Me acabé de quitar la camisa y me erguí de un salto. La empujé suavemente para que se tendiese y volví a meterle el pie bajo la falda.

—Sólo me mirabas a mí… Déjame ver tus tetas. ¿Por qué me mirabas así?

Se soltó un par de cintas de los hombros y me las mostró. Eran pequeñitas y en punta, con los pezones claros apuntando levemente hacia arriba.

—¡Eras tú quién me miraba! —protestó—. La gente viene a que le expliquen cuadros. En cambio tú… tú no te pareces a ellos.

Tenía unas ganas inmensas de darle un par de bofetones pero por una vez traté de ser menos bestia y trabajar con la cabeza… y con el pie. Se lo hundí un poco más, buscando su sexo.

—Te gusto, ¿eh?… Dímelo, di qué quieres que te haga.

Se agitó sobre el movimiento de mis dedos y me sostuvo la pierna con las dos manos.

—Me gustas. Me gustas mucho. Te vi y sólo pensé en follar contigo.

—Pero yo quiero hablar de Escher y de Araceli Mesquita. Desnúdate.

Celia cerró los ojos y se quitó el vestido por la cabeza. Era escuálida y tenía la escasa floración del pubis dorada y brillante de humedad. Respiró agitadamente y tiró de mis pantalones. Me desprendí el cinturón y abrí la bragueta hasta mostrarle el vello.

—Si quieres más, di lo que sabes —le dije, mientras me lo acariciaba ante su mirada expectante.

—¡No sé qué quieres!… ¡No te entiendo! —dijo nerviosamente, mientras mis dedos seguían haciendo maravillas entre sus piernas abiertas—. No conozco a esa mujer.

—¿Y por qué insistías tanto en ciertas palabras cuando me mirabas, eh? ¿De qué «juego» hablabas? ¿Por qué dijiste que hay «mentiras», «engaños» y no sé qué mierdas más, eh? ¿Qué tiene que ver eso conmigo?

Me afirmé en el pie que estaba entre sus piernas, me apoyé en la pared y comencé a pasarle el otro sobre los senos. Desde allí arriba parecía una larga muñequita indefensa. Pero su ansiedad era cierta. Me acarició las piernas hasta donde permitía la estrechez de los tejanos y gimió:

—Es sólo un guión. Un texto que yo misma hice y aprendí de memoria. No hay nada más. Te miraba porque me gustas. ¡Créeme!

Acabé de sacarme el sexo y se lo enseñé. Estaba pesado pero no definitivamente erecto.

—Quieres esto, ¿verdad? Sólo quieres follar, ¿no es cierto? Pero yo quiero saber mucho más. Venga… ¿así que sabes lo que es la excitación pasiva? Haz algo, entonces, aún no estoy excitado. Mírame y mastúrbate.

Retiré mi pie pero me quedé en la misma posición, con su cuerpo entre mis piernas. Comencé a acariciarme el sexo y su cuerpo se agitó, como traspasado por una descarga.

—La excitación pasiva… —suspiró, acariciándose entre las piernas—. ¡Ah!, son palabras de un crítico, es un sentimiento estético. En Escher no hay que buscar significados absolutos, todo está conectado pero todo es intercambiable…

—Como un amante que se usa y se tira, ¿verdad? Mójate los pezones, acaríciate más. Quiero verte realmente caliente.

Siguió mis órdenes y se lamió las manos, sin dejar de mirar el movimiento de las mías sobre el pene. Elevó la pelvis y se acarició los labios de la vulva, que pareció latir ante mi vista, húmeda y acaramelada.

—No… no —gimió, agitando su cabeza a un lado y al otro—. ¡Fóllame! —volvió a pedir, arañándome los tejanos.

Me los quité de un tirón. Me incliné sobre ella y dejé que me acariciase el sexo unos segundos, pero cuando lo acercó a su boca la empujé otra vez hacia atrás.

—Aún no —le dije—. ¿Por qué Araceli Mesquita me apuntó entonces en tu grupo, eh? Por algo ha de ser, ¿no?

—¡No la conozco! ¡No sé quién es! ¡Me vas a volver loca, déjame tocarte!

Comencé a creerle. Me solté las piernas de sus brazos y busqué un cigarrillo. Celia contuvo un sollozo y se cubrió los ojos con un brazo. Estuvo unos minutos así hasta que pareció relajarse.

—En mi vida me ha pasado esto —dijo con rabia—. En fin, chulo de mierda, ¿a quién buscas realmente?

—A una artista de Barcelona. Una tía que dibujó unos cuadros enormes inspirados en Escher.

—Ven… —dijo con un suspiro resignado.

Entramos en un cuarto que en nada se parecía a la sala anterior. Era un estudio largo, estrecho y ordenado. Había reproducciones de Escher en todas partes y del techo pendían unos pequeños prismas de colores con sus motivos más conocidos: pájaros, peces, lagartos y jinetes.

—Trabajo hace años en esto. Conozco todo sobre Escher y también sobre quienes lo imitan. Dime algo más de esa…

—Mesquita, has dicho que era el apellido de…

—Ya… —me interrumpió—. ¿Qué es lo que dibuja?

Describí como pude el par de cuadros que había visto, omití la historia de Carelia pero le insinué que me sentía «perseguido» por esa desconocida que, casualmente, me había enviado hasta la exposición por algún motivo.

Pareció meditar unos segundos y cogió una carpeta, revolvió unos catálogos hasta dar con uno y me lo alargó. Estaba realmente deliciosa, con aquellas enormes gafas de profesora como única vestimenta.

—¿Es esta?

La foto era deliberadamente difusa pero no cabían dudas. Araceli (o Carelia) de medio perfil, apoyada en un brazo, me miraba con el mismo gesto indolente y estrábico con el que me veía desnudarme en su alcoba.

Celia sacó entonces otra carpeta y me enseñó unas reproducciones. No estaban los dibujos que alcancé a ver en casa de Carelia y tampoco el de la alemana, pero indudablemente provenían de la misma mano. Allí estaban las dos mujeres otra vez, repetidas hasta el cansancio, mirándose sin verse entre geografías de ensueño que, ahora sí, supe que eran una copia imperfecta de las de Escher.

—Su apellido no es Mesquita, está claro, por eso no me sonaba. Es una vulgar ladrona de ideas, una simple y habilidosa copista —dijo Celia con evidente fastidio—. Hay que reconocer que es una buena dibujante, pero sólo eso. Los recibí después de una charla en Valencia, hace dos años, luego me envió un par de catálogos de exposiciones suyas. Sabía que yo estaba trabajando las influencias de Escher y estaba loca por aparecer en mi libro, pero ni me molesté en contestarle. Lo de ella no son versiones sino lo que yo llamo «subversiones», algo demasiado inferior al original para tomarlo en cuenta. Además, no copia solamente a Escher: las mujeres son de Delvaux.

—¿Quién?

—Delvaux. Paul Delvaux —deletreó—. Un contemporáneo de Escher. Mira aquí.

Cogió otro libro de la estantería y comenzó a hojearlo. Me coloqué detrás de Celia y miré sobre su hombro. Me apoyé contra ella y sentí el calor de sus glúteos contra mi sexo. En efecto, salvo los rostros, eran las mujeres que dibujaba Araceli. Impávidas, inexpresivas, y sin embargo demasiado carnales e intensas como para no suponer en ellas un efluvio, una especie de magnetismo definitivamente sexual. «La excitante pasividad», murmuré contra el oído de Celia y ella asintió, dejando que apoyara mi barbilla en su hombro. Pasé un brazo alrededor de su cintura y volví un par de páginas, Celia se apretó contra la mesa y empujó sus caderas hacia atrás.

—¿Y cómo se llama, en realidad?

Giró uno de los dibujos y el nombre de Carelia fue como una bofetada. Sentí que la chica reía.

—Un anagrama lamentable, por cierto.

—¿Un qué…?

—Un anagrama. Las letras de Carelia son también las de Araceli. ¿A quién de las dos conoces? ¿A Carelia Mendes o a Araceli Mesquita?

—¿La verdad? Ahora mismo no lo sé.

Solté el catálogo y encerré entre mis dedos el temblor de sus tetitas de adolescente. Ella se giró con gesto de sorna y me acarició el pecho.

—La verdad… es que creo que estás metido en un lío que no me interesa. Sólo quería…

—¿Me darás los dibujos? —pregunté, quitándole las gafas.

—Son tuyos. Necesito hacer un poco de limpieza.

Me empujó hacia una de las sillas e hicimos el amor allí mismo, encastrados, sudorosos y, por qué no decirlo, con unas ganas largamente contenidas. Huesuda y fibrosa, Celia se partió en dos sobre mi pelvis, moviéndose y golpeándose contra ella con tanta fuerza que yo tenía que realizar malabarismos para que no rodásemos al suelo. Sus largas piernas pivotaban en el suelo y era como si una larga y acuosa funda me sorbiese el sexo cada vez más hacia lo profundo. Me aferré a la silla y aguanté el ritmo como pude. Se elevó varias veces en el aire hasta que mi polla estuvo a punto de zafarse de su abrazo, pero se detenía en el límite para caer de nuevo, incrustándose con tal violencia que me arrancaba gritos de dolor y a ella estampidas de placer.

Arrebatada, abocada por completo a su propio goce, se arqueaba de pronto hacia atrás, hasta que las puntas de sus omóplatos se apoyaban en mis rodillas. Yo la sostenía entonces por la cintura y podía contemplar la espléndida visión de nuestros sexos ensartados, el grueso cuello del mío entre los labios del suyo, la soltaba unos segundos y palpaba con mis dedos su vello dorado contra la abundancia del mío y después la levantaba de los brazos para que siguiese cabalgando como antes, una y otra vez. No sé cómo lo hacía, pero era tan flexible que tan pronto era capaz de lamerme el pecho, mientras yo hacía esfuerzos para no descabalgarme, como de estirarse hasta dejarme al alcance unas tetitas respingonas que me cabían casi enteras en la boca. Estábamos tan excitados que temí que no acabásemos nunca. Pero Celia, dueña absoluta del momento, me cogió una mano y me indicó que le sobase el culo. Lo hice, y al momento comenzó a gemir de modo elocuente. Insistí con un dedo en el ano y después con dos, el borde cedió y los introduje hasta el fondo. Sentí su doble contracción, el sincrónico latido de dos cálidos agujeros que me chupaban hacia dentro, uno de los cuales comenzó a recibir mis chorros como una gran esponja tierna y acuosa que gemía en mis oídos, enroscada alrededor de mi cuerpo y de la silla.

Estuvimos así unos minutos, sin deseos de separamos. La mecí como una niña hasta que mi sexo se retiró del suyo.

Se levantó con una sonrisa, se caló las gafas y comenzó a liar un porro con habilidad de veterana. Me lo alcanzó y se sentó en el suelo, con su cabeza entre mis piernas.

—Tendrías que buscarla en Valencia —me dijo después de una larga calada—. Sus cartas venían de allí.

—Valencia —repetí—. Es muy grande, no sabría por dónde comenzar.

—Te daré una dirección. Es de un anticuario y galerista de arte, siempre anduvo en el mundillo del arte, tal vez sepa algo. No puedo ayudarte más.

Le acaricié el cabello y su tacto me recordó al de Carelia. Desconocía aún de qué forma acabaría todo, por lo que aquel polvo con Celia, ajeno a mis tratos habituales, me pareció realmente agotador y magnífico como pocos. Lejos estaba de sospechar que también habría de recordarlo como uno de los últimos que consumé con verdadero placer.

—¿Sabes qué ha sido lo más erótico de todo esto? —me dijo, después de una calada.

—Ni idea —contesté.

Me alargó el porro.

—Lo que me has hecho en la sala, tu pie entre mis piernas, tu bragueta abierta. Quería hacer el amor pero aquello fue demasiado. Te odio.

Sonreí y le acaricié los hombros, como pidiéndole perdón.

—Eres erótico hasta antes de follar, después eres simplemente efectivo. El erotismo se basa en la sugerencia, en el deseo. El sexo lo destapa. Por eso detesto que descubran mis deseos de ese modo. Aun así lo haría otra vez, pero no sería lo mismo.

Tendría que pensar en ello.

—Pero allí, en la exposición —insistí—, ¿por qué me mirabas tanto? ¿Qué te gustó de mí?

Celia suspiró.

—Deliro con los hombres que tienen la mirada de abajo hacia arriba, como tú. A las mujeres nos da un aire bobalicón, como el de Lady Di, pero en los tíos me fascina. Es un signo de frialdad, pero también de potencia.

«Más en qué pensar», me dije, aunque opinaba lo mismo de las mujeres con nariz grande.

Acabamos el porro y me dispuse a partir. Antes de hacerlo, Celia me regaló una copia del guión de su visita, donde comprobé que, tal como había dicho, no existían los «subrayados» que creí notar durante su exposición. Entre otros papeles que podían serme de utilidad, me obsequió también con una biografía de Escher escrita por Bruno Ernst (donde sí había marcado frases) y un último consejo.

—Recuerda sólo una cosa —me dijo—. Si realmente esa furcia se inspira en Escher para divertirse contigo, trata de descubrir las leyes del propio juego. Haz como él, estúdialas y luego trata de aplicarlas. No creo que se trate más que de eso, del juego de una loca, una neurótica que te eligió para olvidar sus propias frustraciones.