Siempre dijeron que los extremos se tocan, y que además son peligrosos. Si lo primero parece una aseveración, lo segundo tiene el carácter de una advertencia. Jamás pensé, hasta ahora, que estas palabras eran en realidad una amenaza. Pero es sabido que los cínicos como yo, además de hipócritas, somos autosuficientes por tradición… y el que no lo crea que lea a Diógenes. Yo no lo he leído, aunque sé que fue un filósofo de la escuela cínica y vivió en un barril. Yo soy un cínico a secas, por lo que jamás leí filosofía ni creí eso de que los extremos, además de peligrosos, se tocan.
Así, por ejemplo, debí pensar que lo de Carelia fue una advertencia, pero seguí adelante con una obstinación y una soberbia que algunos tildarían de suicidio, aunque para mí fue simple instinto de supervivencia.
Ella era tan obstinada e intensa que podía llegar al insulto con un simple silencio. Llegué a desearla justamente por esos momentos de alterada mudez, y por ello la fui cercando, o encerrando, en episodios en los que su pasividad se acentuaba a medida que crecía mi excitación y mi rabia. Quise hablarlo, pero Carelia miró hacia otro lado y me dijo que para hacer el amor a ella le bastaba con cerrar los ojos y apretar los labios, puesto que el resto corría por mi cuenta. Y que si esas condiciones me daban placer, tanto mejor, no encontrando razón alguna para cambiarlas.
Fue entonces cuando le propuse aquello y creí que lo aceptaba, puesto que fijamos el encuentro, como era habitual, para la semana siguiente. El sobre con el dinero estaba en el lugar de siempre, en una esquina de la repisa de la entrada. No supe jamás en qué momento lo dejaba, pero aparecía, puntualmente, cuando me disponía a salir. Nunca antes. «Recoge eso…», me dijo la primera vez, señalándolo con el mentón. No tuvo que repetir su gesto de desprecio: el dinero siempre estaba allí, en su diminuto sobre blanco, y casi diría que era el único sitio claro en aquel pasillo en sombras.
Uno no sabe, o se niega a entender, en qué momento las cosas comienzan a dar señales de que algo anda mal. Así que no di mucha importancia a los pequeños desórdenes de esa semana y los achaqué simplemente a una mala racha. Las citas canceladas a última hora, las llamadas falsas, los equívocos y mi poca efectividad supuse que podían solucionarse con un aumento en la dosis de vitaminas y un par de flexiones más en el gimnasio. Aún me negaba a reconocer que deseaba enormemente que llegase de una vez el próximo domingo.
Cuando por fin estuve allí, subiendo en el ascensor rumbo a su piso, tuve que confesarme ante el espejo que, por primera vez y en mucho tiempo, estaba realmente excitado. Como tentando a mi propia imagen me apreté un par de veces la entrepierna, en un gesto que no había vuelto a hacer desde mis años de chapero, cuando lo repetía una y otra vez, como un autómata, ante cualquier coche que pasara frente a mi parada. No me había duchado adrede, de manera que mi piel rezumaba un insultante olor a tabaco, sudor y mala noche. Empujé la puerta y avancé en la oscuridad habitual hacia el dormitorio, orientado por el debilísimo resplandor de la luz de su mesilla. Cuando pensé en todo esto, mucho tiempo después, tuve que reconocer la habilidad con la que Carelia había ido simplificándolo todo. Domingo a domingo, a medida que mejor conocía el itinerario hasta su cama, las luces de los pasillos habían ido desapareciendo una a una. Al final, había logrado que yo pudiese hacer aquel trayecto casi con los ojos cerrados. Ella me esperaría a la misma hora, reclinada en sus cojines negros, con todo preparado para que yo cumpliese mi trabajo. Así lo hicimos una y otra vez, cada domingo más compenetrados y al mismo tiempo más concisos y callados. Sus débiles quejidos eran la única evaluación de mi faena, y el hecho de saber que mi efectividad se basaba en su quietud se debió más a su inteligencia que a mi intuición.
Cuando aquella tarde me planté frente a su lecho ni siquiera abrió los ojos. Inmóvil y distante, me ofreció por primera vez en tanto tiempo su cuerpo absolutamente despojado y laxo, con las piernas ligeramente abiertas y una distensión casi de sonrisa en la comisura de los labios. Para un hombre como yo aquello no era una entrega sino una provocación: una mujer como Carelia no espera desnuda a un tipo como yo por simple obediencia o por desprecio a los prolegómenos. El acto de quitarles la ropa, de liberarlas poco a poco de su apretada lencería, es parte del juego que nos da tiempo para ponemos a punto. Pero ella había decidido despreciar mis necesidades para que me abocase a satisfacer las suyas, reiterando de ese modo que lo mío era un simple acto de servicio.
Nunca lo habíamos iniciado de ese modo, al contrario, siempre fue la última en desprenderse de la ropa. A diferencia de otros clientes, tampoco pidió que me desnudase ante ella, acción que yo realizaba con orgullo y complacencia. Así, nuestras uniones acabaron pareciéndose a las de dos amantes, aunque carentes de todo atisbo de cariño.
Acepté aquel cambio desafiante y me desnudé aprisa. Hubiese querido que contemplase mi sexo triunfalmente erecto cuando me acerqué a ella. Lo deslicé lentamente sobre su muslo pero no emitió la menor señal, sólo su vientre pareció detenerse unos segundos, antes de continuar hinchándose suavemente al ritmo de su respiración. «Eres maravillosa», murmuré estúpidamente, antes de ponerme a horcajadas sobre su rostro, sobre el que volví a deslizar el pene, y también sobre sus ojos cerrados, sobre la palidez de sus pómulos, y hasta por el borde nervioso de su cuello, debajo del cual alcancé a sentir el tenue latido de sus venas, mucho menos tumultuosas que las mías. Estaba tan inusualmente excitado que del mismo modo, con el sexo apretado en una mano, lo hubiese frotado entre sus cabellos negros, en la concavidad ligeramente agria de sus axilas, sobre el vello de sus brazos, y hubiese seguido así, resbalando entre sus cojines de raso, entre sus sábanas de antiguo lino, impávido al dolor, restregándolo contra sus frascos, collares y cepillos, contra el óvalo señorial de sus espejos, y otra vez, y muchas veces, contra la terca cerradura de sus labios. Nos besábamos poco, y aquella vez menos. Pero así, montado sobre su rostro, dejé que respirase hasta el ahogo el efluvio soez de mis testículos, que resbalaron rabiosos desde la levísima humedad de su frente hasta el orgulloso desdén de su barbilla. Aquella vez tampoco los lamería, pero mi triunfo estaba en su propia negativa, en saber que se limitaría a respirar mi humor en celo no sé si asqueada o anhelante, definitivamente incapaz de emitir el menor gesto de deseo o de repulsa. Yo tampoco usaría mi boca más que para lo indispensable, quizás para lubricar la vulva que me esperaba más abajo, pero mis besos y mi lengua estuvieron por un tiempo en el extremo de mi sexo, que siguió bajando empujado por mis manos hasta el asombroso valle entre los senos, sobre el doble estremecimiento de las mamas, hasta lograr que la circunferencia de sus pezones estuviese tan dura y tensa como el haz de músculos y venas que se hincaba, se frotaba y reptaba desde la cúspide rosácea hasta el vientre, rozaba el inicio turbulento de su pubis y subía otra vez a las cumbres que esperaban, fieles y sumisas, la repetida caricia de mi polla.
Apretada entre mis piernas, Carelia me ofrecía a la vez su belleza y su pasividad. Hermética y deseable, como todo lo prohibido, sentí que jamás había deseado tanto poseerla y humillarla al mismo tiempo. Quería castigarla con algo más que la turgencia de mi sexo, la ofensa de mis sudores sobre su piel inerte, mis jadeos taladrando su silencio… pero el trato estaba hecho. Desde allí arriba, asomado a la imagen de su cuerpo bajo el mío, claro y quieto entre la oscuridad y el vello de mis piernas, acaricié con orgullo mi pecho sofocado e hice lo que nunca había hecho: junté saliva y la dejé caer en un largo hilo sobre sus pezones. Esperé unos segundos su reacción y volví a escupir al otro lado. Luego, enardecido por su inercia, deslicé otra vez el pene sobre aquellas puntas lubricadas, mientras me esforzaba por pensar en otra cosa: la hubiese regado allí mismo con mi esperma. Era lo que siempre quise: Carelia cumplía a la perfección con mi exigencia y me hacía sentir, por fin, el amo absoluto de su carne. Yo era consciente de mi exceso y también de su deseo, pero no se puede amar y aborrecer al mismo tiempo, porque eso es jugar con los extremos. Le separé las piernas de un manotazo y repetí los gestos entre la turbulencia de su vello, palpé la oscura gruta y volví a ensalivar el glande para comprobar hasta qué imposible límite ella y yo esperábamos lo mismo. Hizo un imperceptible movimiento y creí que intentaría un gesto que destrozaría la magia, así que me eché sobre su vientre y deslicé mis brazos bajo su cintura. Apenas suspiró cuando apreté mi sexo sobre la vellosidad del suyo, deseando que se asqueara bajo la humedad viscosa que me cubría por completo. La estreché con más fuerza y, sin penetrarla, comencé a agitarme sobre su vientre, a moverme sin control alguno, empujándome contra ella con una furia que me desconocía puesto que pocas veces había follado por deseo. No se quejó, pero su cuerpo pareció responder a mis vaivenes y creo que intentó abrazarme. «¡No te muevas!», le grité, antes que la bofetada y mi grito final sonasen a la vez. Sin aviso previo, como si desde la primera vez que apoyé mi sexo sobre sus muslos hubiera comenzado un largo orgasmo, eyaculé sobre su vientre aceitado, sobre su ombligo de niña, sobre su sexo que por primera vez me esperó en vano.
Me levanté y la miré. Iba a intentar una disculpa pero me chocó, como siempre, aquel silencio obstinado, la misma distensión de su boca, casi al límite de una sonrisa. El lento deslizarse del semen desde su vientre hacia la cintura era lo único que se movía en ella. Podía limpiárselo con una toalla, pero hasta eso me pareció un gesto de cariño ajeno al trato, por lo que me sequé con el borde de la sábana, me vestí y salí. Desde la puerta me volví y cometí el último error, cuando murmuré hacia la cama:
—Me ha gustado, pero la próxima vez te quiero más pasiva. ¡Más aún!
Ya en el pasillo, o quizás antes, se me ocurrió que aún podría quedarme un resquicio de orgullo. El sobre blanco estaba allí, tan acusador y silencioso como Carelia, aunque esta vez me asombró que estuviese adornado por un extraño dibujo, una especie de triple nudo cuyo entrelazamiento era infinito, puesto que no mostraba el inicio ni el final. Nunca supe por qué me atrajo. Dejé por primera y única vez el dinero en la repisa y me fui, con el sobre vacío en el bolsillo.
A diferencia de la anterior, la semana siguiente fue un verdadero alud de ofertas de trabajo. Mis clientes, hombres y mujeres, parecían confabulados en no dejarme un momento para pensar en Carelia. Pero era obvio que no podía hacerlo, al contrario, porque la idea de no haberla complacido por primera vez me incitó a cometer auténticas tropelías, más que sexo de alquiler. Hice el amor como nunca con ancianas decadentes y pijillos retorcidos, tanto daba: en mi aparente desafuero, tras la furia y el fingido orgasmo, ellos pagaban satisfechos un servicio y yo me anestesiaba la memoria.
En largos años de macho de alquiler, había creído llegar a ese punto en el que las putas de lujo y los gigolós mejor pagados saben de sobra de qué manera contentar a cualquier cliente, con qué tretas ensayadas en mil camas el otro puede llegar hasta el borde del orgasmo mucho antes del verdadero coito, de tal manera que a veces, tras un par de movimientos bien llevados, la faena se culmina en el menor tiempo posible.
Pero con Carelia me había fallado casi todo. Me había dado su tarjeta «la Petete», un travestí a quien yo mismo había iniciado en el oficio. Era tan marisabidilla que entre nosotros la bautizamos así, puesto que era gorda y sabia, como el Libro de Petete.
«Una tía me dio esto y se fue», me dijo. «Te espera en su casa el domingo a las ocho. Ha de tener pasta porque me dio un talego por el encargo. Si quiere un trío acuérdate de mí, cariño».
«Dalo por hecho», le contesté.
Pero con Carelia, repito, las previsiones eran inútiles. Desde aquellas oscuras salas y pasillos interminables hasta el desdén con el que me trató desde el primer domingo, nada me permitió presagiar de qué manera acabaría todo.
La penumbra era su ambiente natural. Como un ávido murciélago me hizo extremar todas las argucias, mientras crecía entre ambos una suerte de violencia contenida, hecha de estudiados desprecios y fingida indiferencia, episodios de una sorda batalla de dos sexos que jamás podrían, que no debían, quedar satisfechos. Por más profesional que fuese, hasta un puto como yo siente el orgullo de dejar complacida a una mujer como ella. Con Carelia jamás lo supe, salvo que, por razones inimaginables, siempre quedábamos citados para el domingo siguiente. Aunque solía mentir diciendo que era mi único día de descanso, la verdad es que lo dedicaba exclusivamente a estar a punto para ella. Eso también formaba parte del desafío. Y además, pagaba bien.
La Petete me preguntó un par de veces por la mujer de la tarjeta y después pareció olvidarla. Desde la primera cita consideré a Carelia tan especial que evité todo comentario sobre nuestros encuentros.
No recuerdo bien si fue un jueves o un viernes, lo cierto es que después de una de aquellas faenas desaforadas volví a casa con un par de ginebras de más, y aquel sobre introducido bajo mi puerta tuvo el efecto de una bofetada. Llevaba impreso el mismo nudo de tres vueltas y contenía el dinero que había dejado en la repisa. Y además, una llave.
Caí como un saco de patatas en la cama, pero no pude dormir. Había creído que la historia con Carelia había llegado a su fin, que tras la humillación, la bofetada y el desprecio de su dinero estaba todo dicho. Pero esa suerte de invitación me sumió en un vendaval de conjeturas. ¿Acaso le había gustado aquella sucesión de salvajadas? ¿Era posible que hubiese aceptado, por fin, mi oscuro deseo de sumisión completa? ¿O acaso sólo me esperaba su venganza? Y también estaba aquella extraña figura en la que comprobé que, efectivamente, el recorrido de mi dedo sobre el nudo entrelazado en el espacio no tenía fin.
El sábado traté de hacerlo del mismo modo con la mujer de un abogado. Era una clienta habitual, algo acostumbrada a mis fantasías aunque, por supuesto, lo único que le interesaba era aquella descarga semanal de sus hormonas, acumuladas a base de hipertensiones conyugales.
—Abre las piernas y calla —le ordené—. Cierra los ojos y mantente lo más quieta que puedas. Es un juego que te agradará, lo juro.
Intentó hacerlo, mientras yo repetía lo que había ensayado con Carelia. Mas el deseo y la tensión volvieron imposible el experimento.
—¡Es que no puedo! —chillaba entre risas y jadeos, abrazándome entre sus piernas—. Necesito tocarte, quiero besarte…
—Está bien… —murmuré, y comencé a follarla a su manera, no muy original, por cierto.
Aquella reacción me hizo pensar. Podía entender mi capricho de obligar a Carelia a dejarse follar como una especie de muñeca de goma: pudiera tratarse de una parte poco frecuentada de mi retorcido morbo. ¿Pero era posible, en realidad, que una mujer llegase a un grado de pasividad semejante? ¿Acaso coincidían la perversidad de sus deseos y la nueva vertiente de los míos? La idea simplista de la violación no me pareció digna de ella, aunque fuese una fantasía remanida entre los que piden servicios de este tipo.
Pero ahí estaba el maldito sobre, el dinero y la llave, insinuando que no sólo aquello le había gustado sino que podía repetirlo. Y tras permanecer agazapada entre las sombras de aquellos con quienes consumé esos días unos momentos de sexo de alquiler, la imagen inerte de Carelia reapareció de forma violenta y perentoria. Había intentado ignorar que lo ocurrido me produjo una excitación tremenda, siempre con la idea de que es el otro el que debe quedar satisfecho, motivo por el cual le había devuelto su dinero. «No olvides jamás que la puta eres tú», me dijo seriamente una vez, y ahora lo confirmaba.
—¡Puta tú! —grité en la oscuridad, pero mi sexo ya era un objeto tieso que respondía con furia a mis caricias. Me escupí las manos y me masturbé allí mismo, incapaz de apartar de otro modo el recuerdo de sus tetas ensalivadas, de su rostro impávido bajo el rozar de mis testículos, del inquietante olor que despedía su vagina, unos segundos antes de que me corriese sobre su ombligo.
No recuerdo de qué modo transcurrieron las horas que me separaban del domingo, sólo sé que estaba furioso, incapaz de reconocer que en aquella suerte de contienda era Carelia quien lo controlaba todo. Lejos de reconocerme en el sitio que me tocaba, algo en mí se había sublevado: durante mucho tiempo mi cuerpo había sido de otros, ahora quería poseer el suyo. A mi manera.
Abrí su puerta impulsado por una rebelión desconocida. Y como si quisiera comenzar desde allí mismo la violación de todo trato, recorrí a tientas las paredes buscando los interruptores de la luz, encendí una y luego otra, me interné en las salas adyacentes e hice lo mismo. Pero al volver al pasillo que me conducía hacia su cuarto me quedé atónito ante el primero de los enormes cuadros que colgaban de las paredes: era una variación de aquel nudo infinito que adornaba el sobre, pero esta vez formado por una especie de cinta atravesada longitudinalmente por otra, creando en el espacio el triple recorrido que en realidad era uno solo. Frente a él había otro gran dibujo, aparentemente inconcluso, en el que dos manos salían de un papel adherido al fondo con chinchetas y se dibujaban una a la otra: la de arriba estaba dibujando el puño de la camisa de la de abajo, que a su vez dibujaba el puño de la de arriba. Los restantes fueron una auténtica revelación: todos eran dibujos a lápiz, y en ellos, abrazada a extraños objetos, entre peces voladores, pájaros extraños y perspectivas vertiginosas, aparecía Carelia desnuda, con el mismo rictus entre irónico y amargo con el que me recibió tantos domingos. Pero había algo más: en todos, contemplándola desde alguno de los ángulos, asomada a ventanas que flotaban en el aire, otra mujer, siempre la misma, la miraba con dulzura. Era muy parecida a ella, aunque con un aire infinitamente más suave, con un resplandor de serenidad y amor que jamás había visto en Carelia.
Fue entonces cuando mi rabia entró en la peligrosa vertiente de los celos. ¿Quién era esa mujer? ¿Por qué la miraba así? «Es su amante, su verdadera amante», pensé, en el colmo de la estupidez, antes de precipitarme a la habitación de Carelia para hacer lo que nunca debí haber hecho.
Cuando salí otra vez al pasillo iluminado sabía que, definitivamente, jamás volvería a verla. Por eso, con el resto de furia que aún no había saciado, cometí un par de torpezas más: rompí el cristal de un cuadro y arranqué uno de los retratos de Carelia. Me largué con el dinero de la repisa, tiré la llave en una alcantarilla del Barrio Chino y después fui a implorar a la Petete que no me llevase a dormir a su casa hasta que no estuviese absolutamente borracho.
Me desperté con las sirenas de los bomberos: era la mañana del 31 de enero y el Liceo de Barcelona ardía desde las butacas hasta el cielo.
Me acerqué a la ventana, donde la Petete lloraba mirando el humo.
—Vale, nena, no llores —le dije—. En tu puta vida has pisado el Liceo.
—Es por eso —murmuró entre hipidos—. Ahora sé que nunca lo haré.
—Venga. Bajemos a tomar un café —le dije, apartándola del espectáculo—, invito yo. Prometo llevarte hecha una princesa cuando vuelvan a abrirlo. No será para tanto.
—Ya estaré hecha una pasa… —protestó.
—Vale, te llevaré hecha una reina madre, como la inglesa. O búscate otro teatro que no esté quemado, coño. No sabía que te gustaba la ópera.
—Antes de ser travestí fui marica, no lo olvides.
—Y culta… —le dije, poniéndome la camisa que olía a mil demonios. En el pantalón palpé el sobre y se lo di—. Toma, te lo regalo, para que vayas comprándote las joyas.
Le brillaron los ojos y lo abrió.
—Joder, tío. Está lleno de billetes de mil duros. A ver… ¡Hay seis!
—Entonces lo partimos. ¿Conoces el dibujo del sobre?
Lo giró e hizo una mueca irónica.
—Escher…
—¿Qué? ¿La conoces?
—Lo conozco —subrayó—. Es un dibujo de Escher. Un grabador, creo que holandés o búlgaro. Ya murió. Si te interesa, por ahí tengo un libro sobre él, te lo daré después. Vamos a desayunar, estoy vraiment désolée.
Todo el barrio estaba en las Ramblas, así que en el bar fuimos casi los únicos. La Petete se puso a leer un diario y yo a tratar de ordenar entre dos cafés americanos lo sucedido con Carelia. No pude hacerlo mucho tiempo porque de pronto el travestí dio un grito y me miró espantado, con el rostro repentinamente pálido.
—¿Pero qué has hecho? —me dijo teatralmente, con un resto de ensaimada en la boca.
—¿Con qué? —pregunté fastidiado.
No contestó pero me alargó el periódico. En un recuadro negro, debajo del mismo dibujo que acababa de mostrarle, una necrológica poco habitual anunciaba la muerte de Carelia M. de la Encina, e invitaba al funeral que se celebraría un par de días después. «No puede ser. No fui yo…», comencé a repetir como un autómata mientras, ahora sí, trataba de reconstruir angustiosamente todos mis pasos de la noche anterior.
—Vamos a casa, tenemos que hablar —dijo la Petete, que seguía como si le hubiesen dado un puñetazo en el estómago.
Me arrastró otra vez hasta su piso, donde después de vomitar el desayuno me obligó a contarle, paso a paso, lo que había hecho el domingo con Carelia.
—Usarías condón, supongo.
—Cuando la follaba, siempre —contesté—. Salvo ayer…
—¡Mierda! —protestó la Petete—. Tenemos que saber algo más… Bajo a comprar otro periódico.
—Trae cigarrillos. ¿Tienes dinero?
—Tengo el de… de tu amiguita de anoche —contestó, precipitándose a la puerta.
Hasta que volvió sólo atiné a revisar su biblioteca, como si los libros sobre el autor del dibujo pudiesen aclararme algo. Cuando por fin encontré uno, en las primeras páginas descubrí aquel nudo maldito, y un poco más allá el otro, el de las manos que se dibujaban una a la otra, que resultó ser una litografía titulada, obviamente, Manos dibujando. Me estaba preguntando dónde diablos había dejado la lámina que arranqué del marco cuando la Petete reapareció, absolutamente radiante.
—¡Estamos a salvo! —gritó desde la puerta.
En una corta noticia de otro periódico se hablaba de la «lamentable desaparición» de la coleccionista de arte tal y cual, «cuyo tránsito se produjo mientras dormía en su domicilio de la calle Mallorca», aparentemente debido a una parada cardiorrespiratoria. El resto de la nota se limitaba a dar cuenta de las virtudes de Carelia y del «enorme vacío» que seguramente dejaría en el círculo de artistas a quienes protegía y alentaba.
Lo primero que se nos ocurrió fue que, efectivamente, Carelia se había pasado con las pastillas relajantes, cosa que me hizo sentir horriblemente culpable, puesto que había sido yo quien se las propuso para lograr aquella pasividad que me volvía loco.
—Quién sabe si no se las tomó después —insistió la Petete.
—Imposible, ya estaba como dormida cuando llegué, pero respiraba. No… no pensé que fueran tantas.
—Eso es lo que crees. En una de esas follaste con una muerta. Eso se llama necrofilia, cariño —gorjeó la Petete, recobrando su habitual humor negro.
Tuve ganas de pegarle, pero en ese momento sonó el teléfono y ambos dimos un salto. Oí que hablaba unos minutos con alguien antes de reaparecer para preguntarme:
—¿Estás libre mañana por la noche?
—No tengo ganas de tríos ni de nada, Petete, por lo que más quieras.
—Es una clienta un poco rara, mi amor. Hazlo por mí, es que le apetece un semental. No dejes que la pierda, por favor…
—Vale… —suspiré.
—Te gustará, paga bien y te ayudará a olvidar. Me debes la comisión.
Pero yo no tenía ganas de olvidar. Cuando regresó le pregunté por la lámina y dijo que no tenía la menor idea, por lo que deduje que la había perdido en alguno de los bares de la noche anterior.
Me llevé un par de libros del tal Escher y al día siguiente, a la hora de la cita, aún estaba sumergido en aquellos misteriosos dibujos que tanto me recordaban a los del piso de Carelia. Para acceder a su vedado mundo, ahora irremediablemente perdido, tuve la intuición de que en ellos se escondía alguna clave.
La señora Erica resultó ser una alemana algo grotesca pero con un cuerpo y un apetito desbordantes. No necesitaba un semental, como dijo la Petete, sino dos, o tres, y confieso que me tuve que emplear a fondo para seguir el juego de aquella tierna y lúbrica vaquillona que, tiempo después, descubrí que hubiese sido la modelo perfecta de Botero.
Me empujó sin preámbulos hasta una enorme cama y me dijo que no me quitase la ropa. En dos segundos estuvo desnuda y montada sobre mi bragueta.
—Adoro el roce de los tejanos. Deja que lo haga yo, relájate —me ordenó, y la verdad es que poco podía hacer debajo de aquella montaña de carne blanca y, tengo que decirlo, firme y tremendamente suave al tacto. «La Petete me las pagará», pensé, tratando de olvidar a Carelia y concentrarme en la gorda, que había iniciado la faena por su cuenta.
Tenía un sexo pequeñito y el pubis depilado casi por completo, y a pesar de su gordura sus movimientos eran ágiles y exactos, como los de una atleta en decadencia. Una vez más los tejanos ajustados fueron mi salvación: Erica se masturbó sobre ellos haciendo mil cabriolas y hasta me obligó a que le friccionase la vulva con mis rodillas. Me abrió la camisa y me mordió furiosamente las tetillas, me lamió hasta el ombligo y después siguió restregándose sobre mis piernas. Tal como me lo pidió, entré en su juego de forma lenta y relajada. Cuando creo que puedo fallar suelo concentrarme en algún aspecto que me excite, a veces lo logro gracias a la curva abrupta de unas caderas; otras, por las pecas salpicadas en un hombro, o por una línea como de musgo oscuro que baja desde un pequeño ombligo. Pero Erica acabó por excitarme por su totalidad, por aquel cuerpazo noble y duro, en el que las torsiones dibujaban fugaces pliegues en la carne, que recobraba de inmediato una textura de goma maciza, invitando a darle masajes imperiosos, a estrujarla y amasarla a manos llenas, a morderla con la boca entera.
«¡Quieto!…», me decía entre suspiros, apartándome las manos de sus piernas, «no me toques aún». Y seguía dándose caricias en el cuello rollizo y enjoyado, en las tetas diminutas, en el vientre rotundo, empujando su sexo adolescente contra la tela ordinaria de mis tejanos.
En un impulso fetichista me quitó el cinturón, le dio un par de lametazos y también lo deslizó entre sus piernas, que comenzaron a ponerse de un delicioso color rosado. Creí que me castigaría con él, o me pediría que lo hiciese sobre sus nalgas, pero lo arrojó a un lado y me aprisionó la cabeza entre sus muslos. No me dijo lo que esperaba pero fue obvio: comencé a lamer y morder lo que podía, ya que era el único modo de no ahogarme entre sus piernas. Pero Erica, hasta en ese lugar, olía a no sé qué mezcla deliciosa de sudores juveniles y aceite mentolado. Cerré los ojos y pensé en Carelia, tan distante en su provocadora inercia, me abrí la bragueta y comencé a masturbarme. Tenía todo el rostro lubricado, la barbilla y la boca se deslizaron con facilidad por todos los rincones y oquedades de Erica, cuyos distantes suspiros me llegaban amortiguados entre la densidad de sus carnes. De pronto, se echó a un lado y me alargó un enorme vibrador que había aparecido milagrosamente entre sus manos.
—Hazlo con esto —me ordenó, sensiblemente agitada.
Lo puse en marcha y ella abrió las piernas. Iba a decirle que era muy grande, incluso que me gustaría follarla, pero me sujetó la mano y con terca autoridad se lo introdujo limpiamente en la vagina sin una mueca de dolor. «Sigue…», volvió a ordenar. Temiendo hacerle daño, comencé a moverlo con suavidad en aquel sitio diminuto hasta que estuvo perfectamente dilatado y elástico, y los movimientos de Erica comenzaron a adaptarse a los vaivenes de mi mano. Ella me tomó delicadamente de los cabellos y me empujó hacia sus tetas, en un gesto más de madre que de amante. Desde allí, apoyado en la tibia firmeza de su pecho, asistí a uno de los orgasmos más bellos y portentosos de los que tengo memoria. El falo de plástico entraba y salía, siguiendo un ritmo en el que mi mano y sus caderas parecían intuirse una a la otra, mientras el enorme cuerpazo se tensaba y distendía sin otra señal que la leve y repetida flexión de las piernas, acompañada por un súbito endurecimiento de las carnes que volvían a relajarse otra vez, hasta el siguiente orgasmo. Siempre envidié esa capacidad femenina de gozar por etapas cada vez más intensas antes del verdadero clímax, cuando a nosotros sólo nos cabe uno, el final. Mas en Erica esas etapas eran como fulminantes descargas que le recorrían el cuerpo y se transmitían al mío, entregado a la sola tarea de sorberle los pezones y moverle el vibrador en la vagina.
Seguimos un buen rato del mismo modo, hasta que Erica se apoyó en los talones y se elevó unos segundos en el aire, mientras de su pecho comenzaban a brotar unos bramidos largos y profundos. Realicé un par de movimientos perentorios, empujé la polla hasta el borde mientras ella me apretaba vigorosamente contra sus tetas, llegando por fin a un estupendo epílogo que la mantuvo levitando unos instantes, antes de caer con suavidad de pájaro sobre las sábanas mojadas.
Iba a liberarme de su abrazo cuando allá a lo lejos, enmarcado entre las piernas de Erica, el espejo de una sala contigua me devolvió el reflejo de un cuadro decididamente inquietante: Carelia, desnuda, se asomaba a una ventana suspendida en el aire, desde la que contemplaba un enjambre de peces voladores.
Tendría que preguntar a Erica sobre su origen, pero otro hecho atrajo mi atención: sumergido en el fragor de mi adorable gorda, olvidado de mi propia polla, yo también me había corrido como un jovencito sobre las sábanas.
Poco más tarde, espléndidamente recompensado, por cierto, pedí que me mostrase el cuadro. Era un dibujo a lápiz, y sin duda tan bello y extraño como los que había visto en el piso de Carelia. Eran sus rasgos y su cuerpo, pero por el gesto ensimismado y distante con el que miraba sin ver los peces voladores se parecía más bien a la otra, aquella que despertó mis celos en la noche del domingo. En una de sus nalgas, el inequívoco signo del nudo infinito aparentaba ser un tatuaje que yo no había tenido ocasión de ver en Carelia.
La mujer hizo un gesto de tristeza.
—Pobrecilla… —musitó.
—¿La conocía? —pregunté.
—No tanto como a su… —dudó antes de continuar—… a la autora del cuadro. Creo que era una chica fascinante, una pena que se haya ido así. Se murmura que no fue un suicidio.
—Y la artista… ¿quién es? No lleva firma —insistí, tratando de aparentar una tranquilidad inexistente.
—Su firma es esta —dijo Erica, señalándome el pequeño tatuaje—. Aparece en todos sus cuadros. Se llama Araceli Mesquita. Hace años que sus dibujos son versiones de los grabados de…
—Escher. Maurits Cornelis Escher —dije sin titubear.
El rostro de Erica se iluminó:
—¡Bravo! ¿Lo conoces?
—Un poco, gracias a la Petete —dije con fingida indiferencia—. Pero me gustan este tipo de dibujos. ¿Sabe dónde podría adquirir uno?
—En realidad no. Además de ser su modelo preferida, era Carelia quien los vendía. Probablemente pueda saber algo durante sus funerales. Si quieres, te lo haré saber. ¿Quién es la Petete?
Tuve un presentimiento.
—Una colega, un travestí. Nos concertó esta cita.
Erica lanzó una carcajada que sacudió la ristra de cadenas que le rodeaba la papada:
—¡Imposible! Es la primera vez que alquilo a alguien. Además, para que lo sepas, raramente lo hago con… hombres. Esto ha sido un simple capricho. Eso sí, podría intentarlo gustosamente con un travestí.
Después, sin dejar de reírse me acompañó hasta la puerta y me dio un fraternal apretón de manos.
—Creo que de todos modos volveremos a vernos —me dijo, pero supe que mentía.
Ya en la calle, la muerte de Carelia volvió a golpear en mi cerebro. Su turbadora imagen, envuelta en el silencio y la distensión de los somníferos, se me presentaba ahora de un modo tan macabro como insoportablemente hermoso. No podía creer que aquella pasividad que había desatado mis impulsos más salvajes era simplemente un descenso hacia la muerte.
Llegué a mi casa envuelto en conjeturas, deseando echarme un lingotazo de ginebra y olvidar, pero el contestador titilaba en las sombras, anunciándome un mensaje que acabaría por trastornar mi vida de modo irrevocable. Una y otra vez escuché aquella voz nasal y ronca, tan típica entre fumadoras y noctámbulas: «Tengo la lámina que me robaste. Has dejado las huellas de tus hábiles deditos en ella y en toda la casa. Pero no temas, no haré nada… aún. Todo depende de ti. Ahora serás tú quien deba obedecer. No trates de rebelarte y recuerda bien, hijo de puta, que ahora soy yo quien te quiere muy pasivo».
Tenía una llave de su piso, y en medio de mi furia rogué que no estuviese con un cliente. Pero estaba trabajando y no me importó. Entré como una tromba en su habitación, un hombrecillo bajito y calvo se la estaba chupando con la cara manchada de pintalabios. Lo aparté de un empellón y le di a ella tal bofetón que se estrelló contra una mesilla repleta de potingues.
—¡Puta! ¡Puta barata! —le grité, dándole una patada en las costillas—. ¿Cuánto te pagó esa maniática para que me enviases allí? ¿Eh? ¡Hija de puta! ¡Me has vendido!
La Petete comenzó a chillar como una loca, mientras el hombrecillo salía huyendo a medio vestir.
—¿Estás loco? ¡No me pegues! ¡No he dicho nada! Te lo juro. ¡No me pegues más!
Quería seguir dándole golpes pero me contuve. La levanté de los pelos y la arrojé sobre la cama.
—La tal Erica ni te conoce y además es lesbiana, así que no me mientas o te rompo los piños. ¿Quién me mandó allí? ¿Eh? ¿Cómo sabían mi teléfono?
La Petete lloraba y hacía gestos de auténtico terror. Estaba realmente patética, con la cara hecha un pringue de pinturas corridas y sangre de la nariz.
—Te lo juro —hipaba—. Sólo me pidieron que te enviase allí. Después me dieron dos talegos. Nada más, te lo juro.
—Hasta por uno venderías a tu puta madre. ¿Quién te los dio?
—Los encontré ahora mismo, cuando entré con ese. Estaba debajo de la puerta. Míralo.
No tuve que mirar. Sabía en qué tipo de sobre estaría el dinero.
—¿Y la lámina? Anoche yo llevaba una lámina grande y arrugada. ¿Qué has hecho con ella?
—Ya te lo dije esta mañana, cariño. Te juro que no sé de qué lámina me hablas. Cuando vinimos aquí estabas borracho y no llevabas nada. Créeme.
—Vale… ¿Y la cita de hoy?
—Me llamó una mujer…
—¿De voz muy ronca? —la interrumpí.
—S… sí. Me dijo que era una clienta tuya y había perdido tu teléfono. Se lo di, pero después no me contuve y le dije que estabas aquí… y… y…
—¡Sigue!
—Sólo me pidió que te mintiera con eso de que era clienta mía. Me dijo que era una sorpresa. ¡No quería hacerte daño, cariño, debes creerme! Sabes que te quiero.
La Petete siguió llorando, creo que de verdad. Le traje una toalla mojada y un poco de hielo.
—Límpiate. Estás hecha un asco.
Salí a la calle porque si me quedaba volvería a pegarle. Los argumentos de la Petete no me cuadraban demasiado, pero al fin y al cabo era muy probable que la hubiesen engañado tanto o más que a mí, con la diferenciare que yo me sentía, además de culpable, verdaderamente amenazado.
Todos los detalles me bailaban en la cabeza. ¿La cita con la gorda había sido una treta para alejarme de casa o simplemente para que yo me topase con ese cuadro y supiese que el rumor de asesinato ya estaba circulando? ¡Y además para hacerlo con una lesbiana!… Bueno, aparentemente no lo pasó nada mal, y además me pagó con exceso. ¿No era esa la técnica de Carelia, la de pagar siempre de más? Pero también estaba la reacción de la Petete cuando leyó el periódico: ¿cómo dedujo que yo había estado con Carelia el día anterior a su muerte? ¿Por qué recordaba con tanta exactitud su nombre, escrito en aquella tarjeta que me entregó como al descuido tanto tiempo atrás?
La idea de estar metido en las maquinaciones de la loca de voz ronca era inevitable. No podía ser otra que la tal Araceli Mesquita. ¿De qué otro modo hubiese dicho que recuperó «su» dibujo? En todo caso se lo robé a Carelia. Y además debía contar con su amenaza de que a partir de entonces era yo quien debía mantenerme «pasivo». Eso podía significar dos cosas: en primer lugar que conocía mis citas con Carelia, y después que nos espiaba en su alcoba, hecho que siempre sospeché en muchos de mis clientes aunque, la verdad, era un detalle que me excitaba. Ambas posibilidades eran probables y no se descartaban la una a la otra. Además, si todo debía girar alrededor de aquel maldito dibujo, era muy fácil deducir que en el triple nudo interveníamos las dos mujeres y yo. Quizás mi error fundamental había consistido en inducir a una al suicidio, mientras la otra me extorsionaría con su asesinato.
¿Y si fuese Araceli la culpable? Cualquiera entendería, entonces, el ahínco con el que me entregué a buscarla por todas partes. Y para ello debía, ante todo, hacerme perdonar por la Petete, aunque tuviese que hacerle el amor como hace años.
Nos conocimos cuando yo hacía la calle en los aledaños de la Rambla de Cataluña y él aún se llamaba José Luis. Había algo demasiado tierno en aquel jovenzuelo espigadísimo y por eso me lo traje al piso por el precio de una mamada. Se desnudó con timidez pero acabó dejándose follar de tal manera que hasta tuve ganas de ser yo quien le pagase el servicio. No digo que me enamoré de él, pero sería muy cretino de mi parte si no dijese que su cuerpo llegó a excitarme más que el de muchas mujeres. Y quien diga que un macho hecho y derecho jamás se acostará con otro hombre es porque jamás pudo acariciar la cintura o el culo de un jovencito como José Luis, ni correrse con una mamada de quien aprendió conmigo a ganarse la vida como la Petete.
Acepté que me pagase, siempre, y para siempre las cuestiones de dinero fueron algo sagrado entre nosotros. Al menos hasta ese momento. Lo cierto es que lo convertí en una suerte de cliente–amante fijo, y confieso que los días que teníamos que vernos yo apuraba de mal modo mis tareas con la sola intención de descargarme larga y concienzudamente con él. Me gustaba cómo hablaba y el modo amanerado pero decididamente culto con el que me contaba sus historias. Y sobre todo me volvía loco con su piel, con la textura sedosa y agitanada de su cuerpo, prieto y ágil bajo aquella suavidad tan femenina. Era lampiño, y se quitaba con rabia el poco vello que le brotaba de las axilas, aunque sus espaldas anchas y la estrechez de las caderas eran irrevocablemente masculinas. Y qué decir de su enorme polla, absolutamente disonante en aquellas formas de doncel… con su culito redondo y respingón… y sus tetillas, santo cielo, antes de meterse silicona hasta en el culo José Luis tenía los pezones más bellos y rosados que vi en mi vida. Creo que por eso jamás se los lamí a otro hombre. «¿Cómo puedes tener unas tetillas tan rosadas con una piel oscura?», solía preguntarle, sólo para que me dijese lo de siempre: «Es que son tetas de reina, cariño». Por la misma causa, y después de hacer el amor, corría a evacuar al lavabo diciendo: «Voy a abortar, cariño, conmigo se acaba el linaje».
Su familia pertenecía a la rica burguesía de Valencia, y para escapar definitivamente de ella comenzó a madurar la idea de prostituirse. Traté de convencerlo de todos los modos posibles pero fue inútil, juró que no sabía hacer otra cosa y que lo haría sólo por seguir a mi lado. No le creí: está claro que soy incapaz de querer a alguien, pero creo saber lo que es amar. Lo de él era simple puterío y lo mejor que pude hacer fue evitar que le hicieran daño. Lo introduje en el oficio y cuando tuvo bastante pasta comenzó con la mierda de la silicona hasta convertirse en un mamarracho al que no reconocería ni su propia madre, a quien, por cierto, jamás volvió a ver.
«Soy un travestí con tetas o un transexual con picha, así que no soy nada», solía decir. «Pero incremento la oferta: sirvo para todo».
«Con tanta química en el cuerpo lo que lograrás es convertirte en un androide», insistía yo, «te derretirás como un helado y saldrás en Expediente X».
Pero la cordura y la cultura de José Luis se habían ido a la porra hacía tiempo para dar paso a la triunfal Dorina, nombre de guerra que le duró un suspiro desde que comenzamos a llamarla la Petete.
Aún seguía con hielo en la cara y en las costillas cuando entré. Tuvo otro acceso de llanto y me dio trabajo calmarla a base de mimos, promesas y caricias. «Debes ayudarme, Petete», le dije una y otra vez, «cometí un error pero aún sigo en peligro». Le hice el amor con bastante asco y mucho esfuerzo, tras lo cual le arranqué alguna promesa.
—Lo primero es averiguar algo entre la gente de las galerías de arte. Seguramente la conocen —me aconsejó.
—¿Y si voy al funeral de Carelia?
—¡Ni se te ocurra! —saltó—. Si realmente estás metido en un lío de bolleras es mejor que te cuides. No sabes lo solidarias que son.
—No tengo nada contra las lesbianas, lo sabes.
—Pero ellas sí tienen algo contra ti, no lo olvides. ¿Acaso sabes lo que ellas creen saber de ti? Te arrancarán los ojos como te reconozcan.
—Puedo ir disfrazado.
—No te veo de tacón, cariño.
Así que comencé con un discreto e infructuoso deambular por exposiciones y galerías. La Petete me consiguió citas con un par de marchands pero resultaron ser unos maricones extravagantes que sólo apartaron los ojos de mi paquete cuando les pregunté por algún dibujo de Araceli Mesquita. Por lo demás, una semana después de los funerales de Carelia, recibí un sobre con un billete de ida y vuelta para el puente aéreo. Con él venía un folleto sobre la exposición «El mundo de M. C. Escher», que se realizaba en la Fundación Príncipe de Amberes, de Madrid.
No lo pensé dos veces, metí un poco de ropa en un bolso y desde el aeropuerto dejé un mensaje en el contestador de la Petete. Estaba involucrado, qué duda cabía, en una muerte extraña y en un juego retorcido, y obedecer aquella orden podría ser menos estúpido que ignorarla, escapar o contratar a un investigador privado. La Petete lo llamaría «huir hacia adelante», pero no se me ocurría otro modo de llegar al fondo del asunto. Además, como ya dije, los cínicos solemos ser autosuficientes hasta el suicidio.
Me alojé en un aparthotel de la calle Lagasca porque había estado un par de veces allí y distaba casualmente pocas calles de la Fundación Amberes. Compré un par de cervezas, un poco de jamón y queso y me eché a descansar. Había llevado un libro de Escher, pero estaba francamente harto de mirar y remirar esos dibujos incomprensibles. Muy decorativos por cierto, las cosas como son, pero no veía razón alguna para matarse por representar escaleras boca abajo con hombrecillos que subían eternamente sin llegar a ninguna parte, pajarracos que se convertían en peces o las dichosas cintas de Moebio, que por más vueltas que diesen no eran más que eso: unas cintas dibujadas por un maniático.
En cambio los dibujos de Araceli Mesquita, los pocos que vi, me gustaron. Era cierto que tenían muchos elementos copiados de Escher, pero no eran tan extraños y, además, en casi todos estaba Carelia y aquella suerte de doble suya de mirada dulce, voz de puta y Dios sabe qué intenciones. Por eso traté de relajarme recordando a la primera y olvidando por un rato a la segunda.
Cuando nos conocimos, supe de inmediato que Carelia era una mujer dura que acabaría por gustarme: es más provocadora la posible claudicación que la simple entrega. Tenía una cabellera negra y corta, muy espesa y dócil, y me gustaba esa manera suya de colocársela a cada instante detrás de las orejas, con más fastidio que coquetería. A decir verdad, nada en ella parecía tener la mínima intención de atraer, pero aun esa dejadez me cautivaba. Desnuda parecía partirse en dos, seca y delgada hasta la estrechez de la cintura, pero ampulosa de caderas, muslos gruesos y pantorrillas de atleta. Por eso me gustaba transitarla de punta a punta, yendo con besos y mordiscos desde su altura adolescente hacia las caderas de matrona, tras las cuales me esperaba el largo camino de sus piernas. Hablaba poco y nunca me miró de frente, y cuando lo hacía, aquella leve miopía que tanto la acomplejaba, esa manera de mirar sin ver, era justamente lo que me provocaba deseos de darle un par de cachetes cariñosos y pedirle que me mirase de verdad. Pero la ausencia de castigos o agresiones (salvo las verbales) formaba parte de sus condiciones.
«Ni se te ocurra», me había dicho. «Conmigo no cuelan esas cosas. Follamos y te vas. No te pido nada más».
Jamás me había contratado una mujer tan sensual y al mismo tiempo tan poco abocada al sexo. Creo que quien alquila a alguien para un trabajo como el mío es porque tiene ganas, como mínimo, de echarse un polvo con algo más que sus propias manos, un artículo de goma o su imagen solitaria en un espejo. Las pocas veces que me acarició fue más por curiosidad anatómica que por apetito sensual, lo justo, diría, como para que en alguna parte de su cuerpo algo la invitase a que se dejase amar. Acostumbrado a la rapacidad descarada de tantos clientes, apoderándose de mi cuerpo con hambruna y sin reservas, con aquella actitud de desapego Carelia llegó a excitarme como pocas. Y más que nadie ella me hizo sentir que estaba a su servicio, por lo que mi orgullo de macho herido estuvo doblemente motivado para hacer lo que hice.
Vivía en un piso de la calle Mallorca y siempre me recibió de la misma forma, vestida de un modo discreto y elegante, como si aquel momento fuese una simple pausa en sus tareas habituales, las que obviamente fueron un misterio para mí hasta leer su necrológica.
«¡Ah!, sí… Pasa, pasa», me decía cada domingo, como si yo fuese la última persona que pudiese esperar.
La primera vez estuve algo cohibido ante la profusión de espejos y de salas. Ya en su alcoba, intenté conversar sobre el lujo de la misma, la nobleza de los muebles y hasta del tiempo y la cercanía de las vacaciones, pero Carelia se limitó a responder con frases de mera cortesía, expuso los términos del trato y después se me plantó delante, mirándome sin ver. Iba a besarla, pero me contuvo con un gesto y comenzó a quitarme la camisa. No encuentro nada más sensual que una mujer me desabroche los botones de la camisa. Sé lo que busca y también lo que va a encontrar. Siempre estuve orgulloso de mi pecho, del dibujo simétrico de mi vello, de la trabajada turgencia de mis músculos. Me sé deseable y trafico con ello, y quien diga que los halagos no excitan es porque no entiende un pepino de estas cosas. Pero Carelia acabó de abrirme la camisa y, sin tocarme aún, cogió un peine y comenzó a peinarme el vello. «Es como una palmera», murmuró, y es cierto. Sube en una sola línea de pequeños rizos desde el ombligo hacia arriba, a la altura del esternón comienza a espesarse y se hace más tupido al centro, desde donde se abre en dirección a los lados, formando un remolino alrededor de las tetillas. Una palmera o un arabesco, lo cierto es que mi vello pareció interesarle profundamente, ya que siguió peinándolo casi sin tocar la carne, excepto cuando llegaba a las tetillas, donde lo hincaba con perversa delectación. Y siguió así un buen rato rozándome con el peine, con el que fue bajando hasta el ombligo, me desprendió el cinto y me bajó los pantalones. Contempló con algo de extrañeza mi semierección y continuó como si tal cosa, peinándome el vello del pubis con movimientos lentos y certeros, como una niña acicalando a una muñeca. Estaba de rodillas junto a mí y casi podía sentir su aliento contra mi polla que crecía y crecía buscando, como una enredadera, un lugar donde aferrarse. Dejé que mi camisa cayese hacia atrás y ella se sobresaltó, levantando sus ojos. Nos miramos, quizás como pocas veces, y sentí el deseo inaudito de pasarle el sexo sobre su cara impávida, sobre las venas del cuello que, ahora sí, parecían latir con más urgencia. Luego bajó los ojos, se colocó el cabello detrás de las orejas y sin el menor preámbulo se introdujo la polla hasta la garganta. Tuvo una pequeña arcada y traté de tomarle de la cabeza mientras le pedía: «Despacio… despacio», pero me apartó con brusquedad las manos y se dedicó a chupar y lamer con aplicación, recorriendo con la lengua el contorno del glande, presionando y tensando los labios con una experiencia desusada. Desde entonces comencé a descreer de sus poses distantes y sus frases de cimitarra. Nadie chupa una polla de ese modo si no está verdaderamente caliente y si no conoce exactamente lo que gusta a un hombre. Y eso, por más que lo digan, no se aprende en los magazines del corazón. Carelia me sorbió el sexo hasta el límite de lo imposible, se aferró a mis piernas para facilitar sus movimientos y sólo se soltaba de vez en cuando para colocarse el cabello detrás de las orejas. Quería acariciar ese oleaje oscuro que no cesaba de moverse. No soportaría otro rechazo, así que comencé a tocárselo suavemente, conquisté su cabeza pelo a pelo hasta que se acostumbró a mi mano y pude sentir por fin la cálida densidad bajo la seda, en la que mis dedos se enredaron y desenredaron sin dificultad alguna. Hubiera seguido así hasta llenar de semen su boca hambrienta, pero me detuve justo al límite. La levanté de las axilas y me quité los pantalones. Miró mi sexo que latía apuntando al cielo, brillante y lubricado, se quitó de dos manotazos la ropa y se echó en la cama con las bragas puestas y los ojos cerrados.
Intuí sus temores, había algo de desesperado retardo en aquella mamada. No era virgen, seguro, pero se le notaba el miedo. Hice lo de siempre, le besé los senos, acaricié su vientre y la puse boca abajo con suavidad, encabalgándome sobre ella. Dejó que la masajeara sin decir una palabra, pero seguramente consciente de que con cada uno de mis movimientos el pene se deslizaba pesadamente sobre el apretado canal entre sus nalgas. Quería decirle que no temiese, que sólo haría lo que ella deseara pero callé, respetando su silencio y la quietud de su cabeza oscura, hundida en la otra oscuridad de los cojines. En la misma posición le quité las bragas y me entretuve en la potencia de sus glúteos, lamiéndole con docilidad de perro faldero la pequeña circunferencia del ano y luego más abajo, pujando con la cabeza para que se abriese más, hacia el salado inicio de los labios. Fue entonces cuando se giró, pasando una pierna sobre mi cabeza, y me ofreció la turbadora humedad de su vagina. Le separé las piernas, me puse un preservativo y me introduje en ella con toda la suavidad posible. No encontré resistencia. Su pelvis empujó hacia arriba y en la misma posición y con los ojos cerrados, inició un rato después un orgasmo apenas perceptible. Se abrazó a mi espalda, gimió con la boca algo entreabierta y se relajó casi al instante. Yo también me había corrido sofocando mis jadeos, temiendo interrumpir aquella ceremonia que Carelia consumó como en privado, con un hermetismo cercano al sueño.