Marlon Brando
Harry estaba boca arriba y flotando. Flotaba a la deriva. Se hundía en el lago Kivu mientras la sangre, la suya y la de los demás, se mezclaba con la del lago, entraba a formar parte del todo, se fundía en el gran sueño del universo mientras las estrellas desaparecían en las aguas negras y frías. La paz del abismo, el silencio, el vacío. Hasta que volvió a emerger a la superficie en una burbuja de gas metano, un cadáver azulado con la carne podrida de gusanos de Guinea que se arrastraban burbujeantes bajo la piel. Y tenía que salir del lago Kivu para seguir viviendo. Para esperar.
Harry abrió los ojos. Podía ver el balcón del hotel allá arriba. Se puso boca abajo y nadó los pocos metros que lo separaban de la orilla. Salió del agua.
Dentro de poco, empezaría a amanecer. Dentro de poco estaría en el avión de vuelta a Oslo. Dentro de poco estaría en el despacho de Gunnar Hagen, diciéndole que había terminado, que todo aquello había terminado para siempre. Que habían fracasado. Y luego, trataría de desaparecer otra vez.
Harry se envolvió temblando en la amplia toalla y se dirigió a la escalera que subía hasta la habitación.
Cuando la nube siguió su camino y se alejó, ya no había nadie en el borde del cráter.
La mira de Harry buscó automáticamente al tirador. Lo encontró; y estuvo a punto de disparar. Pero se dio cuenta de que lo que le veía era la espalda, de que iba camino del coche. Luego, el Range Rover se puso en marcha, pasó por delante de ellos y se largó.
Dirigió otra vez la mira al lugar en el que había visto a Kaja, Tony y Lene. Ajustó la lente. Vio unas suelas de calzado. Tres pares.
Luego tiró el rifle, salió del coche de un salto y echó a correr alrededor del cráter, empuñando el revólver. Corrió rezando. Se arrodilló junto a los tres. Y, sin necesidad de mirarlos bien, supo que había perdido.
Harry abrió la puerta de la habitación del hotel. Fue al cuarto de baño, se quitó el vendaje mojado de la cabeza y se puso uno nuevo que le habían dado en recepción. Los puntos de sutura le mantenían pegada la mejilla, lo de la mandíbula era peor. Tenía la maleta hecha junto a la cama. Y la ropa que iba a ponerse para el viaje, colgada en el respaldo de la silla. Cogió el paquete de tabaco del bolsillo del pantalón, salió al balcón y se sentó en una de las sillas de plástico. El frío mitigaba el dolor de la mandíbula y la mejilla. Contempló la superficie plateada de aquel lago que no volvería a ver jamás mientras viviera.
Estaba muerta. La bala de plomo de un centímetro y medio de diámetro le había atravesado el ojo derecho, se había llevado por delante la mitad derecha de la cabeza, se había llevado por delante los dientes blancos y enormes de Tony Leike, los había arrastrado al interior del cráneo, había abierto un cráter en la parte trasera y lo había esparcido todo por una superficie de cien metros cuadrados de roca volcánica.
Harry se dobló, vomitó encima de ellos una flema verde y retrocedió tambaleándose.
Sacó del paquete dos cigarrillos. Se los puso entre los labios y notó cómo le saltaban entre los dientes. El avión saldría dentro de cuatro horas. Había quedado con Saul en que lo llevaría al aeropuerto. Estaba tan extenuado que apenas conseguía mantener los ojos abiertos y, de todos modos, ni podía ni quería dormir. Los fantasmas tenían prohibido el paso la primera noche.
—Marlon Brando —dijo ella.
—¿Qué? —dijo Harry, encendió los cigarrillos y le dio uno.
—El actor machote cuyo nombre no lograba recordar. Él tiene la voz más femenina de todos. Y boca de mujer. Por cierto, ¿te has dado cuenta de que cecea? No se oye claramente, pero ahí está el ceceo, como uno de esos armónicos que el oído no percibe como un sonido, pero que el cerebro registra de todos modos.
—Comprendo —dijo Harry, inspiró aire y la miró.
Estaba toda salpicada de sangre, trozos de carne, restos de huesos, materia cerebral. Le llevó un buen rato cortar las cintas de plástico que le sujetaban las manos a la espalda; sencillamente, los dedos no respondían. Cuando por fin la liberó, ella se levantó mientras él seguía a cuatro patas.
Y él no hizo nada por detenerla cuando la vio agarrar a Tony por el cuello de la cazadora y el cinturón y empujar el cadáver para arrojarlo al cráter. Harry no oyó el menor ruido, solo el susurro del viento, y vio cómo ella se quedaba mirando al fondo del cráter hasta que se volvió hacia él.
Harry le hizo un gesto de asentimiento. No tenía que explicarle nada. Era lo que había que hacer.
Ella lo interrogó con la mirada señalando el cadáver de Lene Galtung, pero Harry negó con la cabeza. Lo había sopesado todo. El aspecto práctico frente al aspecto moral. Las consecuencias diplomáticas frente al hecho de que una madre tuviera una tumba que visitar. La verdad frente a una mentira que tal vez hiciera la vida más soportable. Al cabo de un rato se incorporó. Cogió el cadáver de Lene Galtung, estuvo a punto de desplomarse con el peso de aquella mujer joven y menuda. Se acercó al borde del abismo, cerró los ojos, sintió la tentación, vaciló un instante. Y luego la soltó. Abrió los ojos y la vio caer. Ya no era más que un punto. Luego la engulló el humo.
—En el Congo desaparece gente todos los días —dijo Kaja mientras Saul los llevaba montaña abajo y él la abrazaba en el asiento trasero.
Harry sabía que el informe sería breve. Ni rastro. Desaparecidos. Que podían estar en cualquier parte. Y que la respuesta a todas las preguntas que les hicieran sería, necesariamente, esa: en el Congo desaparece gente todos los días. Incluso cuando preguntara ella, la mujer de los ojos turquesa. Porque para ellos sería lo más sencillo. Sin cadáver, no hay investigación interna, que era lo protocolario cuando un policía efectuaba disparos. Ningún incidente internacional que los pusiera en un aprieto. El caso seguiría abierto, al menos oficialmente, pero la búsqueda de Leike continuaría para guardar las apariencias; y se denunciaría la desaparición de Lene Galtung. No tenía billete para el Congo, ni figuraba en los registros de las autoridades de inmigración del país. Era lo mejor, diría Hagen. Para todos los implicados. Al menos, para los implicados que contaban.
Y la mujer de los ojos turquesa no diría nada. Aceptaría lo que él le dijera. Pero comprendería, quizá, si prestaba atención a lo que él no dijera. Podría elegir. Podría elegir entre oír cómo le contaba que su hija estaba muerta. Que él había apuntado entre los ojos de Lene, en lugar de apuntar a lo que suponía que iba a ser lo acertado, un poco más a la derecha. Pero que quería estar seguro de que no se desviara hacia la derecha tanto como para herir a su colega, la que fue con él a hacer aquel trabajo. Podría elegir esa versión, o la mentira que transmitían las ondas sonoras, que le daban esperanza en lugar de una tumba.
Hicieron transbordo en Kampala.
En aquellos asientos de plástico duro junto a la puerta de embarque, contemplaban los aviones que iban y venían, hasta que Kaja se durmió y apoyó la cabeza en el hombro de Harry.
La despertó algo que acababa de suceder. No sabía qué, pero algo había cambiado. La temperatura de la sala. El ritmo de los latidos del corazón de Harry. O las líneas de su cara pálida por la falta de sueño. Vio cómo guardaba el móvil en el bolsillo.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Era del Rikshospitalet —dijo Harry, y su mirada vagó sin verla a ella, se alejó, desapareció por los grandes ventanales, hacia el horizonte de nubes gris cemento y de un cielo azul claro—. Ha muerto.