La iglesia
Kinzonzi estaba tumbado, en silencio. Aquel hombre blanco tan alto había colocado la linterna de modo que la luz daba en el techo. Kinzonzi vio cómo hacía jirones su camiseta y se la enrollaba alrededor de la cabeza y la barbilla para tapar la boca abierta por la herida que subía desde la comisura del labio hasta la oreja. Y la tensó lo suficiente como para que la mandíbula inferior no le quedase colgando. La sangre chorreaba a través de la camiseta de algodón bajo la mirada de Kinzonzi.
Había respondido a las preguntas que le hizo el hombre. Dónde. Cuántos. Qué armas tenían.
El blanco se acercó a la estantería y sacó una maleta negra, la abrió e inspeccionó el contenido.
Kinzonzi sabía que iba a morir. Joven y de una muerte violenta. Pero puede que todavía no, esa noche no. El estómago le escocía como si le hubieran echado ácido, pero eso podía soportarlo.
El hombre blanco se levantó y cogió el Kalashnikov de Oudry. Se acercó a Kinzonzi y se plantó de pie delante de él, con la luz en la espalda. Una figura enorme con la cabeza envuelta en tiras blancas, igual que cuando vendaban la barbilla de los muertos antes de enterrarlos. Si iba a morir de un tiro, sería ahora. El hombre le soltó encima los jirones de la camiseta que no había utilizado.
—Help yourself.
Kinzonzi lo oyó quejarse cuando subió la escalera.
Cerró los ojos. Si no lo dejaba mucho, podría detener un poco la hemorragia antes de desmayarse por la pérdida de sangre. Levantarse, arrastrarse hasta la carretera, ver a alguien. Y si tenía suerte, pudiera ser que la persona con la que se cruzara no perteneciera a la especie «buitres de Goma», pudiera ser que se cruzara con Alma. Y podría hacerla suya. Porque ya no tenía marido. Ni Kinzonzi tenía ningún patrón. Porque había visto lo que contenía la maleta que se había llevado el hombretón blanco.
Harry frenó con el Range Rover delante del muro no demasiado alto de la iglesia, de cara al Hyundai abollado que seguía allí.
En el interior del coche se veía el resplandor de un cigarro encendido.
Harry apagó las luces, bajó la ventanilla y asomó la cabeza.
—¡Saul!
Harry vio que el cigarro se movía. El taxista salió del coche.
—Harry. ¿Qué te ha pasado? Tienes la cara…
—La cosa no salió según lo previsto. No contaba con que siguieras aquí.
—¿Por qué no? Me has pagado el día entero. —Saul pasó la mano por la carrocería del Range Rover—. Buen coche. ¿Robado?
—Prestado.
—Coche prestado. ¿La ropa también prestada?
—Sí.
—Manchada de sangre. ¿Del propietario anterior?
—Vamos a dejar que descanse tu coche, Saul.
—¿Tú crees que yo quiero hacer esta carrera, Harry?
—Seguramente no. ¿Te sirve de algo si te digo que yo soy uno de los buenos?
—Perdona, pero en Goma se nos ha olvidado lo que significa eso.
—Ya. ¿Y si te doy cien dólares?
—Doscientos —dijo Saul.
Harry asintió.
—… cincuenta —dijo Saul.
Harry salió del coche y le cedió el volante a Saul.
—¿Estás seguro de que están ahí? —dijo Saul antes de salir a la carretera.
—Sí —dijo Harry desde el asiento trasero—. Me han dicho que es el único lugar de Goma desde el que se puede llegar al cielo.
—Pues a mí no me gusta ese lugar, Harry.
—¿Ah, no? —dijo Harry, y abrió la maleta que tenía al lado.
El Märklin. Las instrucciones para montar el rifle estaban pegadas a la parte interior de la tapa de la maleta. Harry se puso manos a la obra.
—Espíritus malignos. Ba-Toye.
—¿No decías que habías estudiado en Oxford?
Se oían los chasquidos débiles de las piezas, que se dejaban encajar sin resistencia.
—Ya veo, no conoces al espíritu del fuego.
—No, pero sí conozco a estos —dijo Harry, y sacó uno de los cartuchos, que estaban en un departamento separado dentro de la maleta—. Y, contra Ba-Toye, yo apuesto por ellos.
La luz débil y amarillenta del interior del coche le arrancó un destello al dorado del cartucho. La bala de plomo que llevaba en el interior tenía dieciséis milímetros de diámetro. El mayor calibre del mundo. Cuando estuvo redactando el informe después del caso del Petirrojo, un experto en balística le dijo que el calibre del Märklin sobrepasaba con mucho la frontera de lo sensato. Incluso para matar elefantes. Y que era más apropiado para derribar árboles.
Harry ajustó en su sitio la mira telescópica.
—Acelera, Saul.
Apoyó el cañón en el respaldo del asiento vacío del copiloto y probó el gatillo mientras mantenía el ojo a unos centímetros de la mira, por el traqueteo del coche. Tendría que mejorar la precisión, calibrarla, ajustarla más. Pero no habría ocasión de hacerlo.
Habían llegado. Kaja miró por la ventanilla del coche. Las luces dispersas que tenían a sus pies eran Goma. Más allá vio la luz de la planta petrolífera del lago Kivu. La luna se reflejaba en las aguas verdinegras. La última parte del camino no era más que un sendero que se enroscaba alrededor de la cima, y los faros del coche fueron barriendo la negra desnudez del paisaje lunar. Cuando llegaron a la meseta más alta, un disco de piedra totalmente liso, de unos cien metros de diámetro, el conductor se dirigió al otro lado de la planicie a través de nubes flotantes de humo blanco que se coloreaban de rojo al acercarse al cráter del Nyiragongo.
El conductor apagó el motor.
—¿Puedo preguntarte una cosa? —dijo Tony—. Es que estas semanas lo he estado pensando mucho. ¿Qué se siente al saber que vas a morir? O sea, no lo de tener miedo cuando estás en peligro, eso lo he sentido yo más de una vez, sino la certeza absoluta de que tu vida se va a acabar aquí y ahora. ¿Eres capaz de… formular una respuesta? —Tony se inclinó un poco para mirarla a los ojos—. Tómate el tiempo que necesites para encontrar las palabras.
Kaja se lo quedó mirando. Esperaba verse presa del pánico, pero no fue así. Estaba tan petrificada como el paisaje.
—No siento nada —respondió.
—Venga ya —dijo Tony—. Los otros tenían tanto miedo que ni siquiera pudieron articular palabra, solo fueron capaces de balbucir. Charlotte Lolles me miraba como conmocionada. Elias Skog no era capaz de hablar. Mi padre lloraba. ¿Solo hay caos, o también reflexión? ¿Sientes pena? ¿Arrepentimiento? ¿O alivio, al ver que no tienes que resistirte más? Mira a Lene, por ejemplo, ella se ha rendido, se enfrenta a esto como el dócil cordero que es. ¿Qué me dices de ti, Kaja? ¿Hasta qué punto estás deseando dejar de ejercer el control?
Kaja comprendió que la curiosidad que le veía en la mirada era sincera.
—En realidad, lo que me gustaría saber es hasta qué punto tú estás deseando tener el control, Tony —dijo, y se pasó la lengua por los labios en busca de algo de humedad—. Cuando te viste abocado a matar a una persona tras otra, bajo la guía de un ser invisible que resultó ser un chico al que le cortaste la lengua. ¿Por qué no me lo cuentas?
Tony miró al infinito y meneó despacio la cabeza, como si la pregunta fuera otra.
—Ni siquiera se me había ocurrido la idea hasta que leí en la red que el bueno de Skai había detenido a una persona de mi pueblo. El bueno de Ole. ¿Quién iba a pensar que tuviera tantas agallas?
—Querrás decir tanto odio.
Tony sacó una pistola del bolsillo de la chaqueta. Miró el reloj.
—Harry está tardando.
—Vendrá, no te quepa duda.
Tony se echó a reír.
—Pero, por desgracia para ti, vendrá sin pulso. Por cierto, me gustaba Harry. De verdad. Me lo he pasado bien jugando con él. Lo llamé desde Ustaoset, me había dado su número. Y el mensaje del contestador me dijo que iba a estar unos días fuera de cobertura. No tuve más remedio que echarme a reír. Naturalmente, el muy pillo estaba en la cabaña Håvass. —Tony dejó la pistola en la palma de la mano y empezó a acariciar el acero negro con la otra—. Lo estuve observando cuando hablaba con él en la comisaría. Y es como yo.
—Lo dudo.
—Por supuesto que sí. Un hombre curtido. Un drogadicto. Un hombre que hace lo que haga falta por conseguir lo que quiere, que pasa por encima de cadáveres si es necesario. ¿Me equivoco?
Kaja no respondió.
Tony miró el reloj.
—Estoy pensando que casi podemos empezar sin él.
Va a venir, pensó Kaja. Tengo que darle un poco de tiempo.
—Así que te largaste —dijo—. Con el pasaporte y la prótesis de tu padre.
Tony la observó en silencio.
Kaja sabía que él sabía lo que intentaba hacer, pero también que le gustaba. Contarlo. Contar cómo los había engañado. A todos les pasaba lo mismo.
—¿Sabes qué, Kaja? Me gustaría que mi padre pudiera verme ahora. Aquí, en la cima de mi montaña. Que me viera y comprendiera. Antes de matarlo. Igual que Lene comprende que tiene que morir. E igual que espero que lo comprendas tú, Kaja.
Kaja ya empezaba a sentirlo. La angustia. Más como un dolor físico que como el pánico que te colapsa el pensamiento racional. Veía con claridad, oía con claridad, pensaba con claridad. Sí, con más claridad que nunca, se decía.
—Empezaste a matar para ocultar que habías sido infiel —dijo, ahora con la voz más ronca—. Para asegurarte los millones de la familia Galtung. Pero ¿qué me dices de los millones que acabas de quitar a Lene? ¿De verdad crees que serán suficientes para salvar tu proyecto en este país?
—No lo sé —dijo Tony con una sonrisa, y apretó el cañón entre las manos—. Ya lo veremos. Fuera del coche.
—¿Vale la pena, Tony? ¿De verdad crees que esto vale las vidas de todas esas personas?
Kaja empezó a jadear cuando notó el cañón de la pistola entre las costillas. La voz de Tony le susurró al oído:
—Mira a tu alrededor, Kaja. Esta es la cuna de la humanidad. Mira lo que vale la vida de un ser humano. Algunos mueren, y nacen muchos más, en una pura competición desbocada, una y otra vez, y ninguna tiene más sentido que la anterior. Pero el juego sí que tiene sentido. La pasión, el sufrimiento. El demonio del juego, como lo llaman algunos idiotas. Eso lo es todo. Es como el Nyiragongo. Todo se lo traga, todo lo borra, pero también es la condición de la vida. Sin pasión no hay sentido, sin la lava hirviendo de ahí dentro, todo lo que hay fuera estaría muerto, petrificado. La pasión, Kaja, ¿sientes la pasión? ¿O eres un volcán muerto, un despojo humano que resumir en tres renglones en tu entierro?
Kaja se apartó y Tony soltó una risotada cortante.
—¿Estás lista para el enlace, Kaja? ¿Estás lista para derretirte?
Kaja sentía el hedor a azufre. El conductor le había abierto la puerta, la miró con indiferencia, la señaló con un rifle de cañón corto. Incluso allí, dentro del coche, a diez metros del borde del cráter, podía notar el calor. Kaja no se movía. El hombre negro se inclinó y la cogió del brazo. Ella dejó que la sacara sin oponer demasiada resistencia, solo lo justo para resultar más pesada y desequilibrarlo un poco, de modo que, cuando, de repente, salió de un salto, él retrocedió sorprendido. El hombre era más delgado de lo que esperaba y, probablemente, más bajo que ella. Kaja le dio con el codo. Sabía que con él se consigue un golpe más potente que con el puño. Sabía que el cuello, la sien, la nariz eran una buena diana. El codo dio en algo que se quebró, el hombre cayó al suelo, se le escapó el arma. Kaja levantó el pie. Había aprendido que la forma más eficaz de neutralizar a una persona que está en el suelo es patearle el muslo. La combinación de un golpe con todo el peso del cuerpo en la parte superior del muslo y la presión de la tierra por debajo provoca inmediatamente una hemorragia tan abundante en todo el músculo que la persona en cuestión queda incapacitada para levantarse y perseguirte. La otra opción era darle una patada en el pecho y el cuello, con un posible resultado fatal. Vio el cuello desnudo del hombre bajo la luz de la luna que le iluminaba la cara. Dudó una fracción de segundo. No podía ser mayor que Even cuando murió.
Luego sintió los brazos que la rodearon por detrás, sus brazos aplastados contra los costados y el aire que salía expelido de los pulmones mientras la levantaban del suelo y ella pataleaba impotente. La voz de Tony le resonó alegre al oído:
—Bien, Kaja. Pasión. Quieres vivir. Ya me encargaré yo de descontárselo al chico del sueldo, te lo prometo.
El joven que tenía delante tendido en el suelo se levantó. Ya no quedaba ni rastro de indiferencia: en su mirada resplandecía una furia cristalina.
Tony le sujetó las manos a la espalda y Kaja notó que le ataba las muñecas con unas tiras delgadas de plástico.
—Eso es —dijo Tony—. ¿Puedo pedirle que sea testigo de mi boda con Lene, señorita Solness?
Y entonces, al fin, apareció. El pánico. Le extrajo del cerebro todo lo demás, lo dejó todo vacío, limpio, terrible. Sencillo. Kaja gritó.