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Kalashnikov

—Aquí no habría carretera si no nos hubiéramos dedicado a la explotación de las minas —dijo Tony Leike mientras el coche traqueteaba por el estrecho carril—. Los empresarios como yo somos la única esperanza para que la gente de países como el Congo se levante, avance, se civilice. La alternativa es abandonarlos a su suerte y dejar que sigan dedicándose a lo de siempre: matarse unos a otros. Todos los habitantes de este continente son cazador y presa al mismo tiempo. No olvides esta verdad cuando mires a los ojos de un niño africano hambriento: si le das un poco de comida, esos ojos te mirarán un día desde detrás de una ametralladora. Y entonces, no habrá compasión.

Kaja no respondió. Iba concentrada en el pelo rojo de la mujer del asiento del copiloto. Lene Galtung no se había movido ni había pronunciado una palabra, iba con la espalda bien recta y los hombros hacia atrás.

—En África todo va por ciclos —continuó Tony—. Las lluvias y la sequía, la noche y el día, comer o que te coman, nadar con la corriente, sobrevivir mientras puedas, coger lo que se te ofrece, es lo único que puedes hacer. Porque tu vida es la vida de tus antepasados, no puedes cambiar nada, el desarrollo es un imposible. No es filosofía africana, solo la visión de las generaciones. Y esa visión es lo que tenemos que cambiar. La visión es lo que cambia el modo de pensar, no al contrario.

—¿Y si su única visión es que los blancos los explotan? —dijo Kaja.

—La idea de la explotación la han implantado los blancos —dijo Tony—. Pero el concepto ha resultado de utilidad para los líderes africanos que quieren señalar a un enemigo común para poder unir al pueblo y que este los apoye. Desde el desmantelamiento del régimen colonial de los años sesenta, han utilizado el cargo de conciencia de los blancos para adquirir el poder que les permitiera dar comienzo a la verdadera explotación del pueblo. El cargo de conciencia de los blancos por la colonización de África es patético. El verdadero delito fue abandonar a los africanos a su naturaleza destructiva y asesina. Créeme, Kaja, la mayoría de los congoleños nunca han vivido mejor que bajo la dominación belga. Las rebeliones nunca tuvieron raigambre en la voluntad del pueblo, sino solo en el ansia de poder de algunas personas. Grupos menores que arrasaban las casas de los belgas aquí, en la costa del lago Kivu, porque eran tan bonitas que daban por hecho que encontrarían algo que les gustaría tener. Así era y así es. Por eso las parcelas siempre tienen dos verjas por lo menos, una en cada extremo. La una, para que entren los ladrones; la otra, para que puedan huir los dueños.

—O sea que así fue como huisteis por la parte de atrás sin que yo os viera, ¿verdad?

Tony se echó a reír.

—¿En serio llegaste a creer que eras tú la que nos vigilaba a nosotros? Llevo controlándoos desde que llegasteis. Goma es una ciudad pequeña con muy poco dinero y un aparato de poder fácilmente abarcable. Harry y tú habéis sido de lo más ingenuos viniendo solos.

—¿Quién es ingenuo? —dijo Kaja—. ¿Tú qué crees que pasará cuando se descubra que han desaparecido dos policías noruegos en Goma?

Tony se encogió de hombros.

—Los secuestros son muy frecuentes en esta ciudad. No me sorprendería nada que la policía local recibiera muy pronto una carta de una guerrilla separatista que exigiera una suma desproporcionada de dinero a cambio de vuestras vidas. Y la liberación de presos conocidos por su oposición al régimen del presidente Kabila. Tras varios días de negociaciones, no se llegaría a nada, dada la magnitud de las exigencias, que serían imposibles de cumplir. Y luego nadie volvería a veros. El pan nuestro, Kaja.

Kaja trataba de captar la mirada de Lene Galtung en el retrovisor, pero la joven miraba hacia otro lado.

—¿Y ella? —dijo Kaja en voz alta—. ¿Sabe que has matado a todas esas personas, Tony?

—Ahora sí —dijo Tony—. Y me comprende. Así es el amor verdadero, Kaja. Por eso vamos a casarnos esta tarde. Estáis invitados. —Soltó una carcajada—. Vamos camino de la iglesia. Yo creo que resultará una ceremonia muy emotiva cuando nos juremos fidelidad eterna, ¿verdad, Lene?

En ese momento, Lene se inclinó en el asiento, y Kaja comprendió la razón de que tuviera los hombros tan derechos: llevaba las manos atadas a la espalda con unas esposas de color rosa. Tony se inclinó, cogió a Lene del hombro y la devolvió bruscamente a la posición inicial. Al mismo tiempo, Lene se volvió hacia ellos y Kaja se quedó estupefacta. Lene Galtung estaba irreconocible. Tenía la cara estragada por el llanto, un ojo hinchado y la boca cerrada con los labios formando la letra O. Dentro de la O se atisbaba un destello metálico. De la bola dorada colgaba un hilo corto de color rojo.

Y las palabras que pronunció Tony le sonaron a Kaja como el eco de otra declaración de amor en el umbral de la muerte, una tumba en la nieve:

—Hasta que la muerte nos separe.

Harry se escurrió detrás de la estantería de las máscaras cuando la primera persona llegó al final de la escalera, se dio la vuelta y giró la linterna. No había dónde esconderse, solo la cuenta atrás hasta que lo descubrieran. Cerró los ojos para que no lo deslumbrara la luz mientras abría la caja de cartuchos con la mano izquierda. Cogió cuatro, sus dedos sabían exactamente cuántos eran cuatro. Sacó el tambor hacia la izquierda con la mano derecha, trató de dejar que el instinto realizase los movimientos, como cuando estaba solo en Cabrini Green y hacía prácticas de cargar con rapidez por puro aburrimiento. Pero ahora no estaba lo bastante solo. Y tampoco lo bastante aburrido. Le temblaban los dedos. Cuando la luz le dio en la cara, vio el interior rojo de sus propios párpados. Se armó de valor. Pero no se produjo ningún disparo. Desapareció la luz. No estaba muerto; todavía no. Sus dedos obedecían. Metieron cuatro cartuchos en otros tantos agujeros vacíos; lo hicieron relajadamente, con rapidez, solo con una mano. El tambor se encajó en su sitio. Harry abrió los ojos cuando la luz volvió a darle en la cara. Cegado, disparó al centro del sol.

La luz se desplazó hacia el techo y desapareció. El eco de los disparos siguió flotando en el aire mientras se oía el ruido de la linterna al rodar sobre su propio eje y arrojar como un faro el haz de luz por los bajos de las paredes.

—¡Kinzonzi! ¡Kinzonzi!

La linterna se detuvo enfocando la estantería. Harry se abalanzó sobre ella, la cogió y se tumbó boca arriba en el suelo. Sujetó la linterna con el brazo extendido hacia un lado, tan alejado del cuerpo como podía, tomó impulso apoyándose en la estantería con las piernas y se propulsó hacia la escalera hasta que tuvo la trampilla abierta justo encima. Entonces llegaron los disparos. Sonaban como latigazos, y Harry notaba el cemento salpicándole en el brazo y en el pecho cuando las balas perforaron el suelo alrededor de la linterna. Apuntó y disparó hacia arriba, hacia la figura iluminada que se veía agachada sobre la abertura. Tres disparos rápidos.

Primero cayó el Kalashnikov. Dio en el suelo con estrépito, al lado de la cabeza de Harry. Luego, el hombre. Harry apenas había terminado de girarse cuando el cadáver se estampó contra el suelo. Sin resistencia. Carne. Peso muerto.

Hubo un silencio de varios segundos. Luego oyó a Kinzonzi —si es que se llamaba así—, que se quejaba débilmente. Harry se levantó, aún con la linterna alejada del cuerpo, vio una Glock en el suelo, al lado de Kinzonzi, y la apartó de una patada. Cogió el Kalashnikov.

Luego arrastró al otro hombre hasta la pared, tan lejos como pudo de Kinzonzi, y lo enfocó con la linterna. Tal y como podía preverse, él había reaccionado como Harry, disparando a ciegas contra el foco de luz. La mirada experta de Harry registró en el acto que el hombre tenía el abdomen lleno de sangre, que seguramente la bala había continuado su trayectoria hasta el estómago, pero que no lo habría matado. Sangre en el hombro, ergo una bala lo habría alcanzado en la axila. Lo que explicaría que el Kalashnikov hubiese caído en primer lugar. Harry se sentó en cuclillas. Pero no que el hombre no respirase.

Le iluminó la cara. Bueno…, que el niño no respirase.

La bala le había entrado por debajo de la barbilla. Teniendo en cuenta el ángulo en que se encontraban el uno respecto del otro, el plomo habría continuado hacia la boca, a través del paladar y hasta el cerebro. Harry tomó aire. Aquel muchacho no podía tener más de dieciséis o diecisiete años. Un chico muy guapo. Una belleza desperdiciada. Harry se levantó, apretó el cañón del rifle contra la cabeza del muerto y gritó:

Where are they? Mister Leike. Tony? Where?

Esperó un poco.

What? Louder! I can’t hear you. Where? Three seconds. One, two…

Harry apretó el gatillo. Al parecer, el arma estaba en auto total, porque disparó al menos cuatro proyectiles antes de que tuviera tiempo de soltarlo. Harry había cerrado los ojos cuando notó la ducha en la cara; y cuando volvió a abrirlos, vio que la cara tan guapa del muchacho había desaparecido. Notó cómo algo cálido y húmedo le corría por el cuerpo desnudo.

Se acercó a Kinzonzi. Se colocó sobre él, le apuntó a la cara con la linterna y a la frente con el cañón del rifle, y repitió la pregunta palabra por palabra:

Where are they? Mister Leike. Tony? Where? Three seconds…

Kinzonzi abrió los ojos. Harry vio el temblor en el blanco ocular. El miedo a morir es una condición para querer vivir. Tenía que serlo. Al menos aquí, en Goma.

Kinzonzi respondió, despacio y claro.