86

Calibre

Kinzonzi señaló la casa de piedra de Van Boorst y le dijo a Oudry que llevara el Range Rover hasta la puerta. Veía luz a través de la cortina y recordó que mister Tony había dicho que la luz se quedaría encendida cuando se fueran. Para que el hombre blanco pudiera ver lo que le esperaba. Kinzonzi salió y esperó a que Oudry quitara la llave del contacto y lo siguiera. Era una orden muy simple: matarlo y traerlo. No despertaba en él ningún sentimiento. Ni miedo, ni alegría, ni siquiera emoción. Era un trabajo sin más.

Kinzonzi tenía diecinueve años. Llevaba combatiendo desde los once. Fue cuando el PDLA, People’s Democratic Liberation Army, arrasó su poblado. Le aplastaron la cabeza a su hermano con la culata de un Kalashnikov y violaron a sus dos hermanas mientras obligaban al padre a mirar. Luego, el comandante dijo que si el padre no se acostaba con la hija pequeña mientras ellos miraban, matarían a Kinzonzi y a la hija mayor. Pero antes de que el comandante terminara la frase, su padre se abalanzó sobre el machete de uno de los soldados. Las risotadas resonaron en todo el pueblo.

Cuando se fueron de allí, Kinzonzi había probado por primera vez en varios meses una comida en condiciones y le dieron una gorra militar que, según el comandante, sería su uniforme. Dos meses después llevaba un Kalashnikov y mató a su primera víctima: a una madre de familia de un poblado que se negó a entregarle al PDLA las dos mantas de lana que tenía. Había cumplido doce años cuando formó parte de la fila de soldados que violaron a una niña no muy lejos del lugar donde lo habían reclutado a él. Cuando le tocó el turno, se le ocurrió pensar que la niña podía ser su hermana, que tendría más o menos la misma edad. Pero al mirarla a la cara comprendió que ya no los recordaba. La cara de su madre, su padre, sus hermanas. Se habían esfumado, erradicadas de la memoria.

Cuatro meses después, él y otros dos compañeros le cortaron los brazos al comandante y lo vieron desangrarse, pero no por venganza, sino porque el CFF, Congo Freedom Front, había prometido que les pagaría mejor. Durante cinco años vivió de lo que daban los raids del CFF en la selva, pero tenían que protegerse de las otras guerrillas, y los poblados estaban ya tan saqueados por otros que apenas podían alimentarlos a ellos. El CFF estuvo negociando un tiempo con el ejército gubernamental, que les proponía deponer las armas a cambio de ofrecerles la amnistía y de contratarlos, pero la cosa se fue a pique en la negociación salarial.

Impulsado por el hambre y la desesperación, el CFF atacó una de las compañías mineras de extracción de coltán, aunque sabían que tenían mejores armas y mejores soldados. Kinzonzi nunca se había hecho ilusiones de que viviría muchos años ni de que moriría de otro modo que en combate. Por eso ni pestañeó al despertarse con el cañón del rifle con el que le apuntaba un hombre blanco que le hablaba en una lengua extraña. Kinzonzi asintió sin más, para indicar que lo único que le interesaba era acabar cuanto antes. Dos meses más tarde, curada la herida, la compañía minera se había convertido en su nuevo empleador.

El hombre blanco era mister Tony. Le pagaba bien, pero se mostraba implacable ante el menor indicio de deslealtad. Él hablaba con ellos y era el mejor jefe que Kinzonzi había tenido jamás. No habría dudado ni un segundo en matarlo si hubiera sido rentable. Pero no lo era.

—Date prisa —le dijo Kinzonzi a Oudry, y le quitó el seguro a la pistola.

Sabía que la bola de metal que se activaría en la boca del policía blanco en cuanto abrieran la puerta podía tardar en liquidarlo, por eso quería rematarlo enseguida para ir al Nyiragongo, donde los esperaban mister Tony y las mujeres.

Un hombre que estaba fumando sentado delante de la tienda que había pared con pared se levantó, murmuró entre dientes y se perdió en la oscuridad.

Kinzonzi miró el picaporte. La primera vez que estuvo allí fue el día en que fueron a buscar a Van Boorst. Fue, además, la primera vez que vio a la celebérrima Alma. Van Boorst se había gastado todo su dinero en Singapore Slings, en pagar protección y en Alma, que no era precisamente barata de mantener. Desesperado, cometió el último error de su vida cuando trató de chantajear a mister Tony amenazándolo con contarle a la policía todo lo que sabía. El belga pareció más resignado que sorprendido al verlos llegar y se apresuró a apurar el vaso. Lo descuartizaron en trozos de un tamaño razonable con los que dieron de comer a los cerdos, paradójicamente bien alimentados, que había en el campo de refugiados. Mister Tony se quedó con Alma. Alma, la de las caderas, el diente de oro y esa mirada cachonda de sonámbula que podría haber dado a Kinzonzi una razón más para meterle una bala en la frente a mister Tony. Si hubiera sido rentable.

Kinzonzi bajó el picaporte. Y tiró de la puerta. Se abrió, pero la paró a medio camino un cable de acero sujeto a la cara interior de la puerta. En el mismo momento en que se tensó el cable, se oyó alto y claro un clic y luego el sonido del metal al dar en el metal, como el ruido que hace una bayoneta al sacarla de la funda de hierro. La puerta se cerró otra vez con un ruido sordo.

Kinzonzi entró, tiró de Oudry y cerró la puerta. Un olor ácido a vómito le inundó la nariz.

—Enciende la luz.

Oudry obedeció.

Kinzonzi se quedó mirando perplejo el fondo de la habitación. De un clavo mondo y lirondo que había en la pared colgaba un billete lleno de sangre, que había chorreado pared abajo. En la cama, en una charca de vomitonas amarillas, había una bola de metal ensangrentada cubierta de largas agujas que sobresalían como los rayos del sol. Pero del policía blanco, ni rastro.

La puerta. Kinzonzi se giró pistola en mano.

No había nadie.

Se puso de rodillas y miró debajo de la cama. Nadie.

Oudry abrió la puerta del único armario. Vacío.

—Se ha largado —le dijo Oudry a Kinzonzi, que estaba junto a la cama clavando un dedo en el colchón—. ¿Qué pasa? —preguntó Oudry, que se le había acercado.

—Sangre.

Cogió la linterna que llevaba Oudry. Enfocó hacia abajo. Siguió el rastro de sangre, que terminaba en medio del suelo. Una trampilla con una anilla de hierro. Se acercó a la trampilla, la abrió e iluminó la oscuridad.

—Ve a buscar tu rifle, Oudry.

El compañero salió y volvió con un AK-47.

—Cúbreme —dijo Kinzonzi, y bajó la escalera.

Llegó abajo y cogió la pistola y la linterna con la misma mano mientras recorría la habitación. El haz de luz barría los armarios y los estantes de la pared. Continuó por una sección aparte de estanterías que había en el centro, llena de máscaras grotescas de color blanco. Una con uñas por cejas; otra muy vívida, con la boca asimétrica pintada de rojo que le llegaba hasta la oreja por un lado; otra con los ojos vacíos y una lanza tatuada en cada mejilla. El haz de luz iluminó la estantería de la pared opuesta. Y se detuvo enseguida. Kinzonzi se quedó helado. Armas. Rifles. Munición. El cerebro es un ordenador maravilloso. En una fracción de segundo, puede registrar toneladas de datos, combinar y razonar hasta obtener la respuesta correcta. De modo que cuando Kinzonzi se giró otra vez hacia las máscaras, su cerebro ya tenía la respuesta correcta. La luz dio en la máscara blanca de la boca asimétrica. Se veían las muelas en la cavidad bucal. Con destellos rojos. Del mismo modo en que lanzaba destellos la sangre de la pared, debajo del clavo.

Kinzonzi nunca se había hecho ilusiones de que viviría muchos años ni de que moriría de otro modo que en combate.

El cerebro le ordenó al dedo que apretara el gatillo de la pistola. El cerebro es un ordenador maravilloso.

Durante un nanosegundo, el dedo apretó. Al mismo tiempo que el cerebro terminaba de razonar. Obtenía la respuesta. Sabía cuál sería el desenlace.

Harry sabía que solo existía una solución. Y que era imposible seguir esperando. Por eso, la siguiente vez, dio con la cabeza en el clavo un poco más arriba. Apenas notó cuando le perforó la mejilla y dio en la bola metálica que tenía dentro. Luego se arrastró en la cama, pegó la cabeza a la pared y se echó hacia atrás con todo el peso de su cuerpo, mientras trataba de tensar los músculos de la cara. Al principio no pasó nada; luego, sintió las náuseas. Y el pánico. Si vomitaba en ese momento, se ahogaría con la manzana de Leopoldo en la boca. Pero no podía aguantarse, ya notaba cómo se le encogía el estómago para enviar la primera carga por el esófago. Harry levantó la cabeza y las caderas, desesperado. Se dejó caer con fuerza. Y sintió cómo la carne de la mejilla cedía con el clavo, cómo se le rasgaba, se rajaba. Sintió que la sangre le corría de la boca al esófago, activaba el reflejo de la tos, sintió que el clavo le daba en los dientes. Harry se tocó la boca, pero la bola estaba resbaladiza por la sangre y el metal se le escapaba de entre los dedos. Metió la mano por detrás de la bola y empujó hacia fuera al tiempo que, con la otra, tiraba hacia abajo de la mandíbula. Oyó el roce con los dientes. Y entonces, con una presión tremenda, salió el vómito.

Quizá fue eso lo que impulsó hacia fuera la manzana metálica. Harry quedó tumbado, con la cabeza pegada a la pared y la mortal invención, reluciente y bañada en su vómito, en el colchón bajo el clavo.

Luego se levantó desnudo, las piernas apenas lo sostenían. Era libre.

Se dirigió a la puerta tambaleándose cuando recordó por qué había ido allí. Consiguió abrir la trampilla al tercer intento. Avanzó deslizándose sobre su propia sangre al bajar la escalera y se precipitó a una oscuridad sobrecogedora. Mientras respiraba tumbado en el suelo de cemento, oyó un coche que se acercaba y se detenía ante la casa. Oyó voces y puertas que se cerraban. Se puso de pie, avanzó a tientas en la oscuridad, subió la escalera de dos zancadas, echó mano a la trampilla y la cerró en el mismo instante en que oyó el ruido de la puerta al abrirse y el clic bronco de la manzana.

Harry bajó otra vez, sigiloso, hasta que notó el cemento frío del suelo bajo sus pies. Luego cerró los ojos y trató de hacer memoria. Rescató la imagen de la última vez que estuvo allí. La estantería de la izquierda. Kalashnikov. Munición. En ese orden. Avanzó a tientas. Deslizó los dedos por los cañones de los rifles. El acero liso de una Glock. Y la forma tan familiar de un Smith & Wesson del calibre 38, el mismo revólver que era su arma reglamentaria. Lo cogió y continuó a oscuras hasta las cajas de munición. Notó la madera en las yemas de los dedos. Oyó arriba pasos y voces indignadas. No tenía más que tirar de la tapa. Un poco de suerte, venga. Alargó la mano y agarró una de las cajas. Palpó el contorno de los cartuchos. ¡Mierda, demasiado grandes! Quitó la tapa de la siguiente caja de madera cuando se abrió la trampilla. Cogió rápidamente una caja, tendría que correr el riesgo de que no fuera del calibre que necesitaba. En ese instante entró en el sótano un haz de luz; un círculo, como de un foco, iluminó el suelo alrededor de la escalera. Y también dio la luz suficiente como para que Harry pudiera leer la etiqueta de la caja: 7,62 milímetros. ¡Mierda, mierda! Harry miró la estantería. Allí. La caja de al lado. Calibre 38. La luz desapareció del suelo e iluminó el techo temblando. Harry vio la silueta de un Kalashnikov en la abertura de la trampilla y un hombre que bajaba la escalera.

El cerebro es un ordenador maravilloso.

En el preciso momento en que Harry abrió la tapa de la caja y cogió la munición, ya lo había calculado: era demasiado tarde.