Munch
Era como si alguien le hubiera dejado caer un témpano en el cráneo. Aun así, mantuvo los ojos cerrados.
—¿Tú… tú la mataste? ¿A una mujer con la que… te acostaste cuando estuviste en la montaña?
—Mi libido es más fuerte que la tuya, Lene. Cuando no consigo que tú hagas lo que quiero, lo consigo de otras.
—Pero es que querías que yo… —El llanto le estrangulaba las cuerdas vocales—. ¡Es antinatural!
Tony soltó una risita.
—Pues ella no tuvo nada en contra. Ni Juliana tampoco. Claro que se lo cobró bien.
—¿Juliana? Pero ¿de qué hablas, Tony? ¿Tony?
Lene tanteaba torpemente con la mano hacia delante, como un ciego.
—Una puta de Leipzig a la que veía con regularidad. Hace lo que sea por dinero. O lo hacía.
Lene notó las lágrimas en las mejillas. Él le hablaba con muchísima calma, por eso se le antojaba todo tan irreal.
—Dime… dime que no es verdad, Tony. Por favor…
—Chsss… Recibí otra carta. Con una foto. Te puedes figurar la impresión que me llevé al ver que contenía una foto de Adele en mi coche con mi navaja clavada en el cuello. Firmaba la carta Borgny Stem-Myhre. Decía que, si no quería que me denunciara por el asesinato de Adele Vetlesen, tenía que pagarle. Y comprendí que tenía que quitarla de en medio. Pero también que necesitaba una coartada para el asesinato, por si la policía terminaba por relacionarme con Borgny y el intento de chantaje. En realidad, había pensado enviar la postalita de Adele la próxima vez que viniera a África, pero entonces se me ocurrió una idea mejor. Me puse en contacto con Juliana y la mandé a Goma. Viajó en nombre de Adele, envió la postal desde Kigali, fue a ver a Van Boorst y le compró una manzana, que yo había pensado servirle a Borgny. Cuando Juliana volvió, nos vimos en Leipzig. Allí le di la oportunidad de ser la primera en probar la manzana. —Tony se echó a reír—. La pobre pensaba que era un juguetito sexual nuevo.
—¿Quieres decir… que a ella también la mataste?
—Sí. Y luego a Borgny. La seguí. Estaba abriendo la puerta del bloque de apartamentos en que vivía cuando me acerqué a ella con el cuchillo. Me la llevé al sótano, donde ya lo tenía todo preparado. El candado. La manzana. Le puse en el cuello una inyección de ketamina, luego me fui a Skien, a una reunión con inversores, donde me esperaba todo un grupo de testigos. La coartada. Sabía que, mientras estaba brindando con vino blanco, Borgny haría ella solita el trabajo con la manzana. Al final, siempre pasa. Luego volví, entré por el sótano, me llevé el candado con el que había encadenado a Borgny, puesto que era mío, le saqué la manzana de la boca y me largué a casa. Contigo. Nos acostamos. Fingiste que te corrías. ¿Te acuerdas?
Lene negó con la cabeza, era incapaz de hablar.
—Que te he dicho que cierres los ojos.
Lene notó que le deslizaba los dedos por la frente y le cerraba suavemente los párpados, como si fuera el empleado de una funeraria. Lo oyó salmodiando como para sí mismo.
—A él le gustaba azotarme. Ahora lo comprendo. La sensación de poder que infunde infligir dolor, ver a otro ser humano doblegarse, permitir que se cumpla tu voluntad, así en la tierra como en el cielo.
Lene notó el olor que despedía, un olor a sexo. A sexo de mujer. Luego volvió a resonar su voz, ahora al oído:
—A medida que las iba matando, fue sucediendo algo. Era como si su sangre regara una semilla que había estado ahí latente todo el tiempo. Empecé a comprender lo que vi aquel día en la mirada de mi padre. Me reconocí. Porque tal y como él se veía a sí mismo en mí, yo empezaba a verme en él cuando me miraba al espejo. Me gustaba el poder. Y también la impotencia. Me gustaba el juego, el riesgo, el abismo y el vértigo, todo al mismo tiempo. Porque cuando te ves en la montaña con la cabeza entre las nubes y oyes el coro angelical del paraíso, también tienes que oír el crepitar del fuego del infierno a tus pies: de lo contrario, no tiene ninguna gracia. Mi padre lo sabía. Y ahora, lo sé yo también.
Lene veía en la cara interior de los párpados una danza de manchas rojizas.
—No tomé conciencia de cuánto lo odiaba hasta un par de años después, un día que estaba con una chica en un bosquecillo, delante de un local de baile. Un chico se me abalanzó. Le vi los celos en los ojos. Vi a mi padre amenazarnos con la pala a mi madre y a mí. Le corté la lengua a aquel chico. Me cogieron y me condenaron. Y descubrí lo que hace la cárcel con nosotros. Y por qué mi padre nunca mencionó el tiempo que estuvo cumpliendo condena. La mía fue una condena corta. Aun así, estuve a punto de volverme loco. Y fue precisamente allí, mientras estaba encerrado, cuando comprendí lo que tenía que hacer. Tenía que conseguir que lo encarcelaran por el asesinato de mi madre. No matarlo, sino que lo metieran entre rejas, que lo enterraran vivo. Claro que antes debía encontrar la prueba, por eso me construí una casa en la montaña, lejos de la gente, para que nadie reconociera al muchacho que se fue a la edad de quince años. Todos los años recorría la zona buscando, kilómetro cuadrado tras kilómetro cuadrado, empezaba en cuanto desaparecía la mayor parte de la nieve, preferiblemente de noche, cuando no había gente fuera, rebuscando entre despeñaderos y zonas de descanso. Si no me quedaba más remedio, pasaba la noche en las cabañas turísticas, donde solo había gente de paso. Pero alguien de la zona debió de verme, a pesar de todo; por lo menos, empezaron a circular rumores sobre el fantasma del chico de Utmo.
Tony soltó una carcajada. Lene abrió los ojos, Tony no se dio cuenta, estaba observando una boquilla de cigarrillo que acababa de sacar del bolsillo de la bata. Lene cerró otra vez los ojos corriendo.
—Después de matar a Borgny, recibí una carta que firmaba Charlotte. En la que decía que la anterior la había escrito ella. Comprendí que estaba atrapado en un juego. Que podía tratarse de otro bluf, que podía ser cualquiera de los que estuvieron en la cabaña Håvass aquella noche. Así que fui a buscar el libro de visitas, pero habían arrancado la hoja correspondiente. Entonces maté a Charlotte. Y esperé a recibir la siguiente carta. Llegó. Y maté a Marit. Y luego a Elias. Luego, se hizo el silencio. Entonces leí en el periódico que la policía pedía a las personas que hubieran pasado en la cabaña la misma noche que las víctimas que se pusieran en contacto con ellos. Naturalmente, sabía que nadie podía imaginarse que yo había estado allí, pero también que, si llamaba a la policía, ellos me dirían quiénes habían pasado allí aquella noche. Quién era la persona que iba tras de mí. Quién me faltaba por matar. Por eso me puse en contacto con quien me figuraba que más sabía del asunto. El investigador ese, Harry Hole. Traté de sonsacarle los nombres de los demás huéspedes, pero no saqué mucho en claro. Poco después, apareció el tal Mikael Bellman de Kripos y me detuvo. Alguien había llamado a Elias Skog desde mi teléfono, me dijo. Y entonces lo comprendí. Vi que no se trataba de dinero, sino que alguien quería pillarme. Que me metieran en la cárcel. ¿Quién era capaz de ver morir a tanta gente por continuar aquella… aquella cruzada contra mí? ¿Quién me odiaba tanto? Luego llegó la última carta. En esta ocasión, el remitente no desvelaba su identidad. Simplemente decía que había estado en la cabaña Håvass aquella noche, invisible como un espectro. Que yo lo conocía bien. Y que iba por mí. Entonces no me cupo ninguna duda. Por fin había dado conmigo. Mi padre.
Tony respiró hondo.
—Había planeado contra mí lo mismo que yo contra él. Enterrarme vivo, emparedarme de por vida. Pero ¿cómo lo había conseguido? Pensé que tendría vigilada la cabaña Håvass y que, seguramente, habría averiguado lo que ocurrió allí. Quizá sabía que yo estaba vivo y me habría estado siguiendo un tiempo. Cuando tú y yo nos prometimos, la prensa rosa empezó a sacar fotos mías; y hasta mi padre vería esas revistas alguna vez. Pero debía tener algún colaborador. Él no podía ir a Oslo y robar en mi casa y hacer la foto de Adele con la navaja clavada en la garganta. ¿O sí? Descubrí que había dejado la granja, el muy cerdo. Lo que él no sabía era que, después de tantos años buscando el cadáver de mi madre, yo conocía la zona mucho mejor que él. Lo encontré en la cabaña Kjeften. Me puse más contento que un niño. Pero se produjo un anticlímax.
El rumor de la seda.
—Torturarlo me produjo menos placer del que esperaba. Aquel imbécil cegato ni siquiera me reconocía. Y, bueno, mejor así. Yo quería que me viera como el hombre que él nunca logró ser. Un hombre con éxito. Quería humillarlo. Pero lo que vio en mí fue a sí mismo. Al asesino. —Tony dejó escapar un suspiro—. Y empecé a comprender que no había tenido ningún cómplice. Y que no tenía capacidad para hacer todo aquello él solo, estaba demasiado torpe, tenía demasiado miedo, era demasiado cobarde. Provoqué el alud en las proximidades de la cabaña Håvass casi en un ataque de pánico. Porque, para entonces, lo tenía clarísimo: había otra persona. Un cazador invisible y sigiloso que, agazapado en la oscuridad, acompasaba su respiración a la mía. Tenía que largarme. Fuera del país. A un lugar donde nadie me encontrara. Por eso estamos aquí, cariño. En la frontera de una selva tan grande como Europa occidental.
A Lene le temblaba sin control todo el cuerpo.
—¿Por qué haces esto, Tony? ¿Por qué me has contado todo eso… a mí?
Notó su mano en la mejilla.
—Porque te lo mereces, cariño. Porque te llamas Galtung y, cuando mueras, te harán un panegírico bien largo. Porque considero de justicia que lo sepas todo de mí antes de darme una respuesta.
—¿Una respuesta a qué?
—A la pregunta de si quieres casarte conmigo.
La cabeza le daba vueltas.
—Si quiero…, si quiero…
—Abre los ojos, Lene.
—Pero es que…
—Te digo que los abras.
Ella obedeció.
—Te he traído esto —dijo Tony.
Lene Galtung se quedó sin respiración.
—Es de oro —dijo Tony. La luz del sol se reflejaba mate en el metal dorado que había sobre un papel, encima de la mesa que los separaba—. Quiero que lo lleves.
—¿Que lo lleve?
—Después de haber firmado nuestro contrato matrimonial, por supuesto.
Lene parpadeaba atónita, como tratando de despertar de aquella pesadilla. Aquella mano de dedos torcidos se acercó y se posó sobre la suya. Ella bajó la vista, observó el estampado de la seda rojiza de la bata.
—Sé lo que estás pensando —dijo Tony—. Que el dinero que has traído solo durará un tiempo, pero que el matrimonio me dará ciertos derechos de herencia cuando mueras. Y te estás preguntando si he pensado matarte, ¿verdad?
—¿Y lo has pensado?
Tony soltó una risita y le apretó la mano.
—¿Y tú, has pensado interponerte en mi camino, Lene?
Ella negó con la cabeza. Lo único que ella quería era estar ahí a disposición de alguien. A su disposición. Como si estuviera en trance, cogió el bolígrafo que él le ofrecía. Lo llevó hasta el documento. Las lágrimas cayeron encima de la firma y emborronaron la tinta. Tony cogió el papel enseguida.
—Así vale —dijo, sopló sobre la hoja, y señaló la mesa—. Pues vamos a ponértelo.
—Pero ¿qué quieres decir, Tony? Si no es un anillo…
—Quiero decir que abras la boca, Lene.
Harry parpadeó. Del techo colgaba una simple bombilla encendida. Estaba boca arriba en un colchón. Estaba desnudo. Era el mismo sueño, solo que no estaba soñando. En la pared, encima de él, había un clavo, y en el clavo estaba ensartada la cabeza de Edvard Munch. Un billete noruego. Tenía la boca tan abierta que creyó que la mandíbula destrozada se le haría pedazos y, aun así, sentía la presión, como si fuera a estallarle la cabeza. No estaba soñando. La ketamina había dejado de surtir efecto y el dolor le impedía todo sueño. ¿Cuánto tiempo llevaba así? ¿Cuánto tardaría el dolor en volverlo loco? Giró despacio la cabeza e inspeccionó la habitación. Seguía en casa de Van Boorst y estaba solo. No lo habían atado; si quería, podía levantarse.
Siguió con la mirada el hilo que estaba amarrado al picaporte de la puerta y que atravesaba tenso la habitación hasta la pared que tenía detrás. Giró cuidadosamente la cabeza hacia el otro lado. El hilo pasaba por el aro del cáncamo que había en la pared de piedra, justo detrás de su cabeza. Y de allí, hasta la boca. La manzana de Leopoldo. Estaba atrapado. La puerta se abría hacia fuera, de modo que el primero que tirase del picaporte activaría las agujas que le ensartarían la cabeza por dentro. Y lo mismo ocurriría si se movía demasiado.
Metió el pulgar y el índice por la comisura de los labios para tocar las agujas. Trató en vano de empujar por debajo de una de ellas. Le sobrevino un ataque de tos y se le nubló la vista al ver que no podía respirar. Comprendió que las agujas habían hecho que se le inflamara la carne alrededor de la tráquea, que no tardaría en asfixiarse. El picaporte de la puerta. El dedo seccionado. ¿Era solo casualidad, o conocería Tony Leike al Muñeco de Nieve? ¿No estaría intentando superarlo?
Harry pateó contra la pared y tensó las cuerdas vocales, pero la bola de metal ahogó el grito. Se dio por vencido. Se apoyó en la pared, se preparó para aguantar el dolor y cerró fuerte la boca. Había leído en algún lugar que el mordisco de un ser humano es apenas más débil que el de un tiburón blanco. Aun así, los músculos de las mandíbulas solo podían empujar las agujas hacia el interior de la bola a duras penas, y enseguida volvían a salir presionándole la boca. Era como si estuviera latiendo, como si tuviera un corazón de hierro vivo en la boca. Tocó el hilo que salía de los labios. Todos sus instintos le decían que tirase de él, que sacara la bola; pero había visto la demostración de lo que ocurriría entonces, había visto las fotos de la escena del crimen. De no haberlo visto…
Y entonces cayó en la cuenta. No solo de cómo iba a morir él, sino de cómo habían muerto los demás. Y por qué se habían ejecutado así los asesinatos. Sintió un deseo absurdo de reír. Era tan diabólicamente sencillo que solo podía habérsele ocurrido a un diablo.
La coartada de Tony Leike. No tuvo cómplice. Es decir, los cómplices fueron las propias víctimas. Cuando Borgny y Charlotte se despertaron bajo el efecto de la droga, no sabían qué tenían en la boca. Borgny estaba encerrada en un sótano. Charlotte, en la calle. Pero el hilo que le salía de la boca entraba en el maletero del coche viejo que tenía delante. Por más que lo intentó, por más que tiraba y forzaba la puerta del maletero, no pudo abrirlo. Ninguna de las dos tuvo la menor posibilidad de salir de donde se encontraba y, cuando el dolor fue ya insoportable, hicieron lo previsible. Tiraron del hilo. ¿Intuyeron en algún momento lo que iba a suceder? ¿Hizo el dolor que la sospecha cediera a la esperanza de que, si tiraban del hilo, las agujas entrarían de nuevo en aquella bola misteriosa? Y mientras las dos jóvenes empezaban a dudar y terminaban por confiar en aquella acción inevitable, Tony Leike se encontraba a varios kilómetros de allí, en una cena de negocios o en un congreso, con la certeza de que las dos mujeres terminarían el trabajo sin ayuda de nadie. Y, al mismo tiempo, le darían la mejor de las coartadas imaginables para la hora de la muerte. En realidad, él ni siquiera las había matado propiamente.
Harry giró la cabeza para comprobar cuánto podía moverse sin tirar del picaporte.
Tenía que hacer algo. Se le escapó un gemido, le pareció que el hilo se tensaba; dejó de respirar, se quedó mirando la puerta fijamente. Esperando a que se abriera, a que…
No pasó nada.
Trató de recordar la demostración que le hizo Van Boorst de cómo funcionaba la manzana, y cuánto sobresalían las agujas cuando no hallaban resistencia. Si hubiera podido abrir la boca más aún, si las mandíbulas…
Harry cerró los ojos. Lo más sorprendente era lo extraordinariamente normal y lógica que le pareció la idea, lo poco que se resistía a ella; al contrario, se sintió aliviado. Y se sintió aliviado al pensar que iba a infligirse más dolor aún, que llegaría incluso a quitarse la vida en su intento por sobrevivir. Era lógico, sencillo; una idea luminosa, brillante y loca había despejado la sombra de la duda. Se puso boca abajo y acercó la boca al cáncamo para que el hilo se aflojara un poco. Luego se puso de rodillas. Se tocó el hueso. Halló el punto. Ese punto en el que se concentraba todo: el dolor, la mandíbula, el nudo, el manojo de nervios y músculos que apenas sujetaban los maxilares después del incidente de Hong Kong. No lograría golpearse lo bastante fuerte, tendría que añadir el peso del cuerpo por detrás. Pasó el dedo índice por el clavo. Sobresalía de la pared casi cuatro centímetros. Un clavo de hierro normal y corriente con una cabeza grande y ancha. Rompería cualquier cosa que se interpusiera en su camino, siempre y cuando hubiera suficiente peso en el empuje. Harry apuntó bien, apoyó despacio la mandíbula en la cabeza del clavo, se levantó para calcular el ángulo en el que debía caer. Hasta dónde debía clavarse el clavo. Y hasta dónde no debía clavárselo. La nuca, los nervios, parálisis. Calculó. No con calma y frialdad. Pero calculó. Se obligó a hacerlo. La cabeza del clavo no estaba recta como la de una te, sino que se inclinaba hacia el vástago del clavo, de modo que no se llevaría consigo lo que encontrara al salir. Al final, trató de averiguar si se le había pasado por alto algún detalle. Hasta que se dio cuenta de que su cerebro intentaba conseguir un aplazamiento.
Harry respiró hondo.
El cuerpo se negaba. Protestaba, se resistía. No quería dejar que cayera la cabeza.
—¡Imbécil! —trató de gritar Harry, pero solo le salió un sonido sibilante.
Notó el calor de una lágrima que se abría camino por la mejilla.
Ya has llorado bastante, pensó. Ha llegado la hora de morir un poco.
Luego, dejó caer la cabeza.
El clavo la recibió con un hondo suspiro.
Kaja tanteaba en busca del teléfono. Los Carpenters acababan de gritar, los tres a una, «Stop!», y Karen Carpenter respondió «Oh, yeah, wait a minute». La señal de un mensaje corto.
Al otro lado de la ventanilla del coche, la oscuridad había caído con brutal rapidez. Le había mandado a Harry tres mensajes. Le había contado lo ocurrido, que estaba aparcada en la calle de la casa en la que había entrado Lene Galtung, que esperaba instrucciones, que le diera señales de vida.
«Buen trabajo. Ven a buscarme a la calle que hay al sur de la iglesia. Fácil de encontrar, es la única casa de piedra. Entra sin más, está abierto. Harry.»
Kaja le dio la dirección al taxista, que asintió, dejó escapar un bostezo y arrancó el coche.
Kaja escribió «Voy para allá» mientras se dirigían al norte por calles iluminadas. El volcán alumbraba el cielo nocturno como una bombilla, borraba las estrellas y otorgaba al cielo un resplandor rojo sangre apenas perceptible.
Un cuarto de hora después, se encontraban en una calle que parecía el cráter oscuro que deja una bomba. Unos candiles relucían colgados en la fachada de una tienda. O se había vuelto a ir la luz o no había electricidad en aquel barrio.
El taxista se detuvo y señaló la casa de Van Boorst. En efecto, era una casa de piedra. Kaja echó una ojeada a su alrededor. Más abajo, en la calle, había dos Range Rover. Dos motocicletas pasaron rugiendo; los faros trepidaban. De la puerta de una casa salían ruidosos acordes de música disco africana. Aquí y allá veía el resplandor de cigarrillos encendidos y del blanco de ojos que observaban.
—Wait here —dijo Kaja, ocultó el pelo bajo la gorra e hizo caso omiso de la advertencia del taxista cuando abrió la puerta y salió a la calle.
Se acercó a la casa a buen paso. No era ingenua respecto a las posibilidades de una mujer blanca después de ponerse el sol en una ciudad como Goma, pero en aquellos momentos la oscuridad era su mejor aliado.
Atisbó la puerta enmarcada por bloques de lava negra a ambos lados, sintió que debía darse prisa, que estaba a punto de pasarle, que tenía que adelantarse a ello. Casi se cae, pero continuó avanzando, respirando por la boca. Y llegó por fin. Puso la mano en el picaporte. A pesar de que la temperatura había descendido con una rapidez sorprendente después de la puesta de sol, estaba sudando a mares por la espalda y el pecho. Obligó a la mano a bajar el picaporte. Aguzó el oído. Reinaba un silencio extraordinario. Exactamente igual que aquella vez…
Notaba el llanto como una densa mezcla de cemento en la garganta.
—Venga —susurró—. Ahora no.
Cerró los ojos. Se concentró en respirar. Vació la cabeza de todo pensamiento. Tenía que superar aquello. La idea empezó a desvanecerse. Delete, delete. Eso es. Ya solo quedaba otro pensamiento, luego podría abrir la puerta.
Harry se despertó al notar un tirón en la comisura de los labios. Abrió los ojos. Había oscurecido. Seguramente se había desmayado. Luego notó que tiraban del hilo metálico de la bola que aún tenía en la boca. Se le activó el corazón, se le aceleró, se le desbocó, martilleándole. Pegó la boca al cáncamo, consciente de que no serviría de nada si alguien abría la puerta.
Un haz de luz procedente de la calle dio en la pared, por encima de él, e iluminó la sangre. Se metió los dedos en la boca, los pegó a los dientes inferiores y empujó hacia abajo. Casi se desmaya de dolor, pero notó que la mandíbula cedía. ¡Se le había dislocado! Mientras empujaba la mandíbula con una mano, cogió la bola con la otra y trató de sacarla.
Oyó un ruido fuera. ¡Mierda, mierda! No conseguía que la bola pasara por entre los dientes. Empujó la mandíbula más abajo todavía. El sonido de huesos y tejidos que se rompían y rasgaban resonó como si procediera del oído. Puede que consiguiera bajar la mandíbula tanto como para poder sacar la bola por el lado, pero le estorbaba el carrillo. Vio que se movía el picaporte. No había tiempo. Nada de tiempo. El tiempo se acababa ahí mismo.
El último pensamiento: mensajes. Kaja abrió los ojos. ¿Qué fue lo que le dijo aquel día en la terraza cuando hablaban del título del libro de Fante? Que él nunca enviaba mensajes. Porque no quería perder el alma, porque prefería no dejar el menor rastro tras de sí cuando desapareciera. Nunca le había mandado un solo mensaje. Hasta ahora. Podría haberla llamado. Aquello no encajaba, aquello no era que su cerebro estuviera buscando excusas para no abrir la puerta. Aquello era una trampa.
Kaja soltó el picaporte con cuidado. Sintió una corriente de aire cálido en la nuca. Como si alguien estuviese respirando pegado a ella. Borró aquel «como si», y se dio la vuelta.
Eran dos. Sus caras se confundían con la oscuridad.
—Looking for someone, lady?
La sensación de déjà vu la invadió antes de responder:
—Wrong door, that’s all.
En ese instante oyó un coche que arrancaba, se volvió y vio las luces traseras de su taxi, que se alejaba por la calle dando tumbos.
—Don’t worry, lady —dijo la voz—. We paid him.
Kaja miró hacia abajo, a la pistola que le apuntaba.
—Let’s go.
Sopesó las posibilidades. No tardó mucho. No había ninguna.
Echó a andar delante de ellos hacia los Range Rover. La puerta trasera de uno de ellos se abrió cuando se acercaron. Kaja se sentó dentro. Había un olor especiado a loción para después del afeitado y a piel nueva. La puerta se cerró. Él le sonrió. Tenía los dientes grandes y blancos y la voz suave, alegre:
—Hola, Kaja.
Tony Leike llevaba un uniforme de camuflaje de color amarillo grisáceo. Llevaba en la mano un móvil de color rojo. El de Harry.
—Tenías instrucciones de abrir y entrar sin más. ¿Qué te lo ha impedido?
Ella se encogió de hombros.
—Fascinante —dijo Tony ladeando la cabeza.
—¿El qué?
—No parece que tengas miedo.
—¿Por qué iba a tener miedo?
—Porque vas a morir dentro de poco. ¿Es que no lo has comprendido todavía?
Kaja notó que se le encogía la garganta. A pesar de que una parte de su cerebro le gritaba que era una vana amenaza, que ella era policía, que, lógicamente, él no iba a arriesgarse, esa voz no podía acallar a la otra, la que le decía que Tony Leike sabía perfectamente cuál era la situación. Que Harry y ella eran dos idiotas kamikazes que se encontraban muy lejos de casa sin autorización, sin apoyo, sin posibilidad de huida. Sin salida.
Leike pulsó un botón y bajó la ventanilla trasera.
—Go finish him and bring him up there —dijo a los dos hombres, y subió otra vez la ventanilla—. Si hubieras abierto la puerta, le habría dado a todo un toque de mucha clase —dijo—. Es que creo que Harry se merece una muerte poética. Pero, dadas las circunstancias, tendremos que apostar por una despedida poética. —Se inclinó hacia delante y miró el cielo—. Un rojo precioso, ¿verdad?
Kaja se lo vio en la cara. Lo oyó en el tono de voz. Y su propia voz —la que le decía la verdad— se lo anunció. Que era verdad que iba a morir.