La reencuentro
Kaja se mordía el labio. Allí pasaba algo.
Marcó otra vez el número de Harry.
Y, una vez más, le respondió el contestador automático.
Llevaba cerca de tres horas en la terminal de llegadas —que también era la de salidas— y aquella silla de plástico le mordisqueaba todas las partes del cuerpo con las que entraba en contacto.
Oyó el zumbido de un avión. Poco después pudo leer en el único monitor de la terminal, un trasto abollado que colgaba de dos cables oxidados fijados al techo, que el vuelo KJ337 procedente de Zurich había aterrizado.
Ella había escaneado a las personas que esperaban en la terminal y había llegado a la conclusión de que ninguna de ellas era Tony Leike.
Llamó otra vez, pero colgó al darse cuenta de que llamaba solo para hacer algo, que no era acción, sino apatía.
Las puertas de la recogida de equipajes se abrieron y dieron paso a los primeros pasajeros con equipaje de mano. Kaja se levantó y se dirigió a la pared, junto a las puertas, para ver los nombres de los carteles y los folios que los conductores sostenían a la espera de los viajeros. Nada de Juliana Verni ni de Lene Galtung.
Volvió a su puesto de vigilancia en la silla. Se sentó sobre las palmas de las manos y las notó mojadas de sudor. ¿Qué podía hacer? Se bajó las gafas de sol grandes que llevaba y observó la puerta.
Los segundos pasaban. Nada sucedía.
Lene Galtung iba casi oculta detrás de unas gafas de sol color lila y un hombre negro muy corpulento que caminaba delante de ella. Tenía el pelo rojo y rizado y llevaba una cazadora vaquera, pantalón caqui y unas botas recias de montaña. Arrastraba una maleta de ruedas con la medida máxima permitida para el equipaje de mano. No llevaba más maletas, pero sí un maletín pequeño de metal reluciente.
Nada sucedía. Sucedía todo. Paralela y simultáneamente, el pasado y el presente, y, por no se sabía qué extraño derrotero, Kaja comprendió que por fin se le presentaba la oportunidad. La oportunidad que esperaba. La posibilidad de hacer lo correcto.
No miró a Lene Galtung a la cara, solo la veía de soslayo, por el lado izquierdo del campo de visión. Se levantó despacio después de que pasara, cogió la bolsa y echó a andar tras ella. Salió al sol deslumbrante de la calle. Nadie le había dirigido la palabra a Lene todavía y, teniendo en cuenta que caminaba con rapidez y seguridad, Kaja supuso que le habían dado instrucciones detalladas de lo que tenía que hacer. Pasó por delante de los taxis, cruzó la calle y entró en la parte trasera de un Range Rover de color azul oscuro. Un hombre negro vestido de traje le abrió la puerta. Luego la cerró, rodeó el coche y se sentó al volante. Kaja se subió al primer taxi de la cola, se inclinó entre los asientos y pensó rápidamente hasta que comprendió que no existía otro modo de formular aquello:
—Follow that car.
Vio en el retrovisor el asombro en la mirada y las cejas enarcadas del taxista. Señaló el coche que tenían delante y el taxista asintió dándole a entender que la había comprendido, pero sin arrancar el coche.
—Double pay —dijo Kaja.
El taxista asintió otra vez y soltó el embrague.
Kaja llamó a Harry. Seguía sin responder.
Fueron recorriendo la calle principal rumbo al oeste. Estaba llena de camiones, carretas y coches con maletas atadas al techo. A cada lado de la calle había gente que portaba en la cabeza grandes fardos de ropa y enseres. A veces, el tráfico se detenía por completo. El taxista había entendido perfectamente y dejaba un coche por lo menos entre el suyo y el de Lene Galtung
—¿Adónde va todo el mundo? —preguntó Kaja.
El taxista negó sonriente con la cabeza, indicándole que no la entendía. Kaja repitió la pregunta en francés, sin respuesta. Finalmente, señaló extrañada a todas las personas que pasaban por delante del taxi y se alejaban indolentes.
—Re-fu-gee —dijo el taxista—. Go away. Bad people coming.
Kaja asintió.
Le envió un SMS a Harry. Tratando de mantener el pánico a raya.
En pleno centro de Goma, la calle principal se bifurcaba. El Range Rover giró a la izquierda. Algo más allá, volvió a girar a la izquierda, en dirección al lago. Habían llegado a una parte de la ciudad totalmente distinta, con grandes chalets que se erguían detrás de altas vallas, rodeados de jardines espléndidos con árboles que daban sombra e impedían la vista a los curiosos.
—Old —dijo el taxista—. The Bel-gium. Co-lo-nist.
En la zona residencial no había tráfico y Kaja le indicó que aumentara la distancia, aunque dudaba de que Lene Galtung estuviera entrenada para detectar si la seguían. Cuando el Range Rover se detuvo a cien metros del taxi, Kaja le dijo al taxista que parase.
Un hombre con uniforme gris abrió una verja de hierro, el coche entró y la verja volvió a cerrarse.
Lene Galtung notaba el latir acelerado del corazón. Le latía así desde que sonó el teléfono y oyó su voz. Le dijo que estaba en África. Y que fuera con él. Que la necesitaba. Que solo ella podía ayudarle. Salvar ese proyecto maravilloso que no solo era de él, sino que ahora se convertiría también en el suyo. Así él tendría trabajo. Los hombres necesitaban un trabajo. Un futuro. Una vida segura en un lugar donde pudieran crecer sus hijos.
El chófer le abrió la puerta y Lene Galtung se apeó. El sol no era tan fuerte como se había temido. El chalet que tenía delante era fastuoso. Antiguo, laboriosamente construido. Piedra a piedra. Con una fortuna de las de antes. Exactamente igual que harían ellos. Cuando ella y Tony se conocieron él se interesó mucho por su árbol genealógico. Los Galtung pertenecían a la nobleza noruega, uno de los pocos linajes que no era importado, algo que Tony no paraba de repetir. Tal vez por eso Lene decidió esperar a contarle que ella era como él: de origen sencillo y humilde, una piedra gris en el despeñadero, una advenediza.
Como fuera, ahora iban a crear su propia nobleza, y brillarían entre todas las piedras. Iban a construir.
El chófer la precedió por la escalinata hasta la puerta, donde un hombre armado y con uniforme de camuflaje les abrió la puerta. Una araña de cristal gigantesca colgaba del techo del vestíbulo en el que entraron. La mano de Lene se aferraba sudorosa al asa del maletín que contenía el dinero. Sentía como si el corazón fuera a estallarle y a salírsele del pecho. ¿Cómo tendría el pelo? ¿Habrían hecho mella en su aspecto la falta de sueño y el largo viaje? Alguien bajaba desde la primera planta por la amplia escalera. No, era una mujer negra, seguramente una de las sirvientas. Lene le dedicó una sonrisa amable, pero sin pasarse. Vio el destello de un diente de oro cuando la mujer le correspondió con otra sonrisa desinhibida, casi insolente, y se esfumó por la puerta que Lene había dejado atrás.
Y allí estaba él.
Junto a la barandilla de la primera planta, mirando hacia abajo.
Alto y moreno, con un batín de seda. Lene pudo divisar la protuberancia de la hermosa cicatriz del pecho reluciendo blanca sobre la piel. Y entonces le sonrió. Lene oyó que se le aceleraba la respiración. Aquella sonrisa. A él le iluminaba la cara, a ella, el corazón; iluminaba la habitación más de lo que podría ninguna araña de cristal.
Fue bajando las escaleras.
Ella dejó la maleta y echó a correr a su encuentro. Él la recibió con los brazos abiertos. Allí estaba, por fin. Sintió su olor más intenso que nunca. Mezclado con otro, más fuerte y especiado. Debía de ser del batín, porque en ese momento se dio cuenta de que las mangas le quedaban cortas, y de que no era nuevo. Notó que él trataba de apartarse, entonces se dio cuenta de lo fuerte que lo estaba agarrando y lo soltó rápidamente.
—Pero, cariño, ¡si estás llorando! —dijo él riendo, y le pasó el dedo por la mejilla.
—¿Ah, sí? —dijo ella riendo también, y se enjugó las lágrimas con la esperanza de que no se le corriera el rímel.
—Tengo una sorpresa para ti —dijo él, y le cogió la mano—. Ven.
—Pero… —vaciló ella, se dio la vuelta y vio que el maletín ya no estaba.
Subieron la escalera y entraron en un dormitorio grande y luminoso. Unas finísimas cortinas largas se mecían despacio en la brisa que entraba por la puerta de la terraza.
—¿Estabas durmiendo? —preguntó ella señalando la cama deshecha.
—No —respondió él sonriendo—. Siéntate aquí. Y cierra los ojos.
—Pero…
—Tú haz lo que te digo, Lene.
Creyó detectar cierta irritación en su voz y se apresuró a obedecer.
—Pronto llegarán con el champán, y entonces te haré una pregunta. Pero antes quiero contarte una historia. ¿Estás lista?
—Sí —dijo ella, y lo supo.
Supo que había llegado el momento. El que tanto tiempo llevaba esperando. Un momento que recordaría el resto de su vida.
—La historia que voy a contarte trata de mí. Y es que hay una serie de cosas que debes saber antes de responder a mi pregunta.
—Ah…
Era como si ya sintiera en la sangre las burbujas del champán y tuviera que concentrarse para no romper a reír.
—Ya te había dicho que me crié con mi abuelo, que mis padres habían muerto. Lo que no te había contado es que viví con ellos hasta los quince años.
—Sí, sí lo sabía —dijo ella.
Tony enarcó una ceja perfecta.
—Siempre he sabido que tenías un secreto, Tony —dijo ella riendo—. Pero yo también tengo el mío. Y quiero que lo sepamos todo, ¡todo!, el uno del otro.
Tony sonrió a medias.
—Deja que continúe sin interrupciones, querida Lene. Mi madre era muy religiosa, y conoció a mi padre en la casa de oración. Acababa de salir de la cárcel, donde había cumplido condena por un crimen pasional, y donde había conocido a Jesús. Para mi madre, aquella era una historia como salida de la Biblia, un pecador arrepentido, un hombre al que podía conducir a la salvación y a la vida eterna, al mismo tiempo que ella también se redimía de sus pecados. Así fue como me explicó por qué se había casado con aquel cerdo.
—¿Qué…?
—¡Chsss…! Mi padre compensaba el asesinato que había cometido tildando de pecado todo lo que no era estrictamente alabar a Dios. Yo no podía hacer nada de lo que solían hacer los demás niños. Si le llevaba la contraria, me daba a probar su cinturón. Siempre andaba provocándome, decía que el sol giraba alrededor de la tierra, que así lo decía la Biblia. Si respondía, me azotaba. Un día, cuando tenía doce años, salí de la casa con mi madre para ir a la letrina. Solíamos ir juntos. Cuando volvíamos, me golpeó con una pala puntiaguda, porque consideraba que era pecado, que yo ya era demasiado mayor para ir al váter con mi madre. Me dejó marcado para siempre.
Lene tragó saliva mientras Tony se pasaba el índice agarrotado y reumático por la parte superior de la cicatriz del pecho. Y en ese momento, Lene se dio cuenta de que le faltaba el dedo corazón.
—¡Tony! ¿Qué te ha…?
—¡Chsss! La última vez que mi padre me pegó, yo tenía quince años, y se pasó veintitrés minutos arreándome con el cinturón. Mil trescientos noventa y dos segundos. Los conté. Golpeaba cada cuatro segundos, como una máquina. Atizaba y volvía a atizar, cada vez más furioso al ver que yo no lloraba. Al final se le cansó tanto el brazo que tuvo que parar. Trescientos cuarenta y ocho azotes. Aquella noche esperé hasta que lo oí roncar, me deslicé en el dormitorio de mis padres y le eché una gota de ácido en el ojo. Él empezó a gritar más y más mientras yo lo sujetaba y le susurraba al oído que, la próxima vez que me tocara, lo mataría. Y noté que se quedaba de piedra, supe que se había dado cuenta de que yo ya era más fuerte que él. Y comprendió que lo llevaba dentro.
—¿El qué, Tony?
—A él. Al asesino.
A Lene se le paró el corazón. No era verdad. No podía ser verdad. Él le había dicho que era inocente, que estaban equivocados.
—A partir de aquel día, nos vigilamos como animales. Y mi madre lo sabía, que era él o yo. Y un día vino y me dijo que mi padre había ido a Geilo y que había comprado munición para la escopeta. Que tenía que irme, que lo había acordado con mi abuelo, que era viudo y vivía en Lyseren, y que sabía que debía tenerme escondido; que, de lo contrario, mi padre vendría por mí. Así que me fui. Mi madre hizo que pareciera que me había arrastrado un alud. Mi padre detestaba a la gente, siempre era mi madre la que se encargaba de todo lo que exigía contacto con extraños. Creyó que había ido a denunciar mi desaparición, pero en realidad solo había informado de lo que había hecho y del porqué a una persona. Ella y el inspector Roy Stille…, bueno, se conocían muy bien. Stille era lo bastante listo como para saber que la policía no movería un dedo para protegerme de mi padre, y viceversa, así que ayudó a ocultar mi rastro. Yo estaba bien con el abuelo. Hasta que me llegó el mensaje de que mi madre había desaparecido en la montaña.
Lene alargó el brazo.
—Pobre Tony, pobrecillo.
—¡Los ojos cerrados, te he dicho!
Ella se sobresaltó al oír la agresividad en su voz, retiró la mano y volvió a cerrar los ojos.
—Yo no podía ir al entierro, me dijo el abuelo. Nadie debía enterarse de que estaba vivo. Cuando llegó a casa me refirió palabra por palabra lo que había dicho el pastor en el entierro. Tres líneas. Tres líneas sobre la mujer más guapa y más fuerte del mundo. Lo último fue «Karen pasó por el mundo sin hacer ruido». El resto trataba de Jesús y del perdón de los pecados. Tres renglones y el perdón de los pecados que ella nunca cometió.
Lene oía que a Tony le costaba respirar.
—Pasó sin hacer ruido. El puto pastor tuvo el valor de decir en el púlpito que mi madre no había dejado huella en este mundo. Que había desaparecido tan discretamente como vivió. Y luego, al siguiente versículo de la Biblia. Mi abuelo me lo contó sin ceremonia, ¿y sabes qué, Lene? Aquel fue el día más importante de mi vida. ¿Comprendes?
—Pues… no, Tony.
—Yo sabía que él estaba allí, el cerdo que había matado a mi madre. Y juré que me vengaría. Que se iban a enterar. Que se iban a enterar todos. Y ese fue el día en que decidí que, pasara lo que pasara, yo no acabaría como él. Ni como ella. Con tres renglones. Y ni yo ni aquel hijo de perra necesitábamos el perdón de los pecados, los dos arderíamos en el infierno. Y más valía eso que compartir el paraíso con alguien como Dios. —Bajó la voz—. Nadie, nadie se interpondría en mi camino. ¿Lo comprendes ahora, Lene?
—Sí —sonrió Lene—. Y te lo mereces, Tony. Todo. Has trabajado tanto…
—Me alegro de que seas tan comprensiva, querida, porque ahora viene el resto. ¿Preparada?
—Sí —dijo Lene, y juntó las manos.
También ella se iba a enterar, aquella envidiosa que se había quedado en casa sola y amargada, incapaz de consentir que su propia hija experimentara lo que era el amor.
—Ya lo tenía en mis manos —dijo Tony, y Lene sintió su palma en la rodilla—. A ti, el dinero de tu padre, este proyecto. No creía que pudiera haber ningún fallo. Hasta que me follé a aquella mujer cachonda en la cabaña Håvass. Ni siquiera recordaba su nombre, hasta que un día recibí una carta suya en la que me decía que estaba embarazada y que quería dinero. Se interpuso en mi camino, Lene. Lo calculé todo al milímetro. Forré el coche con un plástico. Me llevé una postal del Congo que tenía por allí sin escribir, la obligué a escribir unas líneas que explicaran su desaparición. Luego le clavé la navaja en la garganta. El sonido de la sangre al estrellarse contra el plástico, Lene… Es algo único.