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El fin del mundo

Soñó que se encontraba ante una puerta cerrada y oía chillar a un pájaro solitario en el bosque, y que sonaba tan raro porque el sol brillaba y brillaba sin parar. Abrió la puerta…

Se despertó con la cabeza en el hombro de Harry y con restos de saliva reseca en la comisura de los labios. La voz del capitán anunció que estaban preparándose para aterrizar en Goma.

Kaja miró por la ventanilla del avión. Una franja de luz gris por el este advertía de la llegada del nuevo día. Habían salido de Oslo hacía doce horas. Al cabo de seis aterrizaría el avión procedente de Zurich, en cuya lista de pasajeros figuraba Juliana Verni.

—Me pregunto por qué Hagen ha aceptado que vigilemos a Lene —dijo Harry.

—Supongo que tus argumentos le parecieron razonables —dijo Kaja bostezando.

—Ya. Se le veía más relajado de la cuenta. Creo que tiene algo oculto en la recámara. Algo que le permite sentirse seguro de que no se lo van a recriminar.

—Puede que sepa algo de alguien del ministerio —dijo Kaja.

—O de Bellman. ¿No sabrá que Bellman y tú manteníais una relación?

—Lo dudo —dijo Kaja, y entornó los ojos en la oscuridad—. Aquí apenas hay luces.

—Parece que ha habido un corte eléctrico —dijo Harry—. El aeropuerto tendrá un generador, supongo.

—Allí sí hay luces —dijo ella señalando un resplandor rojo al norte de la ciudad—. ¿Qué es?

—El Nyiragongo —dijo Harry—. Lo que ilumina el cielo es la lava.

—¿De verdad? —dijo Kaja, y pegó la nariz a la ventanilla.

Harry apuró el vaso de agua.

—¿Repasamos el plan otra vez?

Ella asintió y enderezó el respaldo del asiento.

—Tú te quedas en el vestíbulo de llegadas y compruebas que el horario se cumple. Entre tanto, yo me voy de compras. De aquí al centro no se tardan más de quince minutos, así que me dará tiempo de volver antes de que aterrice el avión de Lene. Tú estás alerta, controlas si alguien viene a recogerla y la sigues de cerca. Lene me reconocería, así que yo estaré fuera esperando en un taxi. Y si sucede algo inesperado, me llamas enseguida, ¿vale?

—Vale. ¿Y estás seguro de que va a pasar la noche en Goma?

—No estoy seguro de nada. En Goma solo hay dos hoteles que siguen abiertos y, según Katrine, no ha reservado en ninguno, ni a nombre de Verni ni de Galtung. Por otro lado, la guerrilla tiene el control de la carretera hacia el oeste y hacia el norte, y, al sur, la ciudad más próxima está a ocho horas en coche.

—¿Tú crees de verdad que la única razón por la que Tony ha traído aquí a Lene es para sacarle dinero?

—Según Jens Rath, el proyecto se encuentra en una situación crítica. ¿A ti te parece que puede haber otra razón?

Kaja se encogió de hombros.

—Imagínate que incluso los asesinos sean capaces de querer tanto a alguien que, sencillamente, solo quieran estar con esa persona. ¿Tan impensable te parece?

Harry asintió. Como diciendo: «Sí, tienes razón». O como diciendo: «Sí, es impensable».

Se oyó un zumbido y un clic, como a cámara lenta, cuando bajaron las ruedas.

Kaja miraba por la ventana.

—Y que sepas que no me gustan esas compras, Harry. No me gustan las armas.

—Leike es un hombre peligroso.

—Y tampoco me gusta ir de incógnito. Soy consciente de que no podemos entrar en el Congo con nuestras armas, pero podríamos haber pedido ayuda a la policía congoleña a la hora de la detención.

—Ya te lo he dicho, no tenemos ningún acuerdo de extradición con el Congo. Y no es nada improbable que un tío rico como Leike tenga a unos cuantos policías locales en su lista de asalariados, para que lo mantengan al corriente.

—Teoría de la conspiración.

—Pues sí. Y simples matemáticas básicas. El sueldo de un policía en el Congo no basta para mantener a una familia. Relájate, Van Boorst tiene una ferretería pequeña pero estupenda, y es lo bastante profesional como para mantener la boca cerrada.

Las ruedas emitieron un chirrido cuando se posaron en la pista de aterrizaje.

Kaja miró por la ventanilla.

—¿Por qué hay tantos soldados aquí?

—Es la ONU, que envía refuerzos por avión. La guerrilla ha avanzado en sus posiciones estos últimos días.

—¿Qué guerrilla?

—La de los hutus, la de los tutsis, la de los mai, ¿quién sabe?

—¿Harry?

—Sí.

—Vamos a terminar este trabajo cuanto antes y volvemos a casa.

Harry asintió.

Ya había amanecido cuando Harry se acercó a la hilera de taxis aparcados fuera. Cruzó unas palabras con varios de ellos, hasta que dio con uno que tenía un buen inglés. Un inglés excelente, la verdad. Era un hombre bajito de ojos despiertos, pelo cano y unas venas gruesas que le cubrían las sienes y parte de la ancha frente. Era un inglés muy original, sin duda, una especie de variante estirada de Oxford con un marcadísimo acento congolés. Harry le explicó que quería contratarlo para todo el día, acordaron rápidamente un precio, se dieron la mano e intercambiaron un tercio de la cantidad pactada en dólares y los nombres: Harry y doctor Duigame.

—Literatura inglesa —dijo el hombre mientras contaba el dinero—. Pero dado que vamos a pasar juntos todo el día, puedes llamarme Saul.

Abrió la puerta de un Hyundai abollado. Harry le dijo a Saul adónde tenía que llevarlo, a la carretera que discurría por debajo de la iglesia quemada.

—Parece que ya habías estado aquí —dijo Saul, y tomó una recta de asfalto bastante lisa que se convirtió en un paisaje lunar de cráteres y grietas en cuanto alcanzaron la carretera principal.

—Una vez.

—Pues deberías tener cuidado —dijo sonriendo—. Hemingway escribió que, una vez que le abres tu alma a África, no quieres ir a ningún otro sitio.

—¿Eso lo escribió Hemingway? —preguntó Harry sin creérselo del todo.

—Por supuesto, Hemingway escribía ese tipo de basura romántica continuamente. Mataba leones cuando estaba borracho y meaba aquel pis dulzón del whisky sobre los cadáveres. La verdad es que nadie vuelve al Congo a menos que no tenga más remedio.

—Yo tenía que venir. —Harry rió—. Oye, he intentado localizar al taxista al que contraté la vez anterior, Joe, de la organización de ayuda a los refugiados. Pero no contestaba al teléfono.

—Joe se ha largado —dijo Saul.

—¿Que se ha largado?

—Cogió a su familia, robó el taxi y se fue a Uganda. Goma está sitiada. Los matarán a todos. Yo también pienso irme. Joe tenía un buen coche, puede que lo consiga.

Harry reconoció la aguja de la iglesia que se elevaba por encima de las ruinas de lo que se había tragado el Nyiragongo. Iba agarrándose bien mientras el Hyundai avanzaba tambaleándose para esquivar los baches. Se oyeron varias veces crujidos y golpes en los bajos del coche.

—Espera aquí —dijo Harry—. Iré andando el resto del camino. No tardo.

Harry se bajó del coche y un aire gris y el olor a especias y a pescado podrido le llenaron los pulmones.

Echó a andar. Un hombre claramente borracho trató de darle un empujón con el hombro, pero falló y siguió tambaleándose por la calle. Harry oyó que le decía algo y continuó su camino. No demasiado rápido, ni demasiado despacio. Cuando llegó a la única casa de piedra que había en el tramo de tiendas, se acercó a la puerta, llamó fuerte y esperó. Oyó pasos rápidos en el interior. Demasiado rápidos para ser Van Boorst. La puerta se entreabrió y dejó ver media cara y un ojo.

Van Boorst home? —preguntó Harry.

No.

Un gran diente de oro despidió un destello en la mandíbula superior.

I want to buy some handguns, miss Van Boorst. ¿Puedes ayudarme?

Ella negó con la cabeza.

Sorry. Goodbye.

Harry se apresuró a poner el pie en la puerta.

—Pago bien.

No guns. Van Boorst not here.

—¿Cuándo volverá, miss Van Boorst?

—No lo sé. Ahora no tengo tiempo.

—Estoy buscando a un hombre noruego. Tony. Tall. Handsome. You’ve seen him around?

La mujer volvió a negar sin decir nada.

—¿Van Boorst vendrá a casa esta noche? Es importante, miss.

Ella lo miró. Lo evaluó con la vista. Despacio, de arriba abajo. Y otra vez. La mujer separó los suaves labios y dejó ver los dientes.

You a rich man?

Harry no respondió. Ella parpadeó somnolienta y sus ojos negros lanzaron un destello. Luego sonrió sin ganas.

Thirty minutes. Come back then.

Harry volvió al coche, se sentó en el asiento del copiloto, le pidió a Saul que fuera al banco y llamó a Kaja.

—Estoy en el vestíbulo —dijo—. Sin novedad, solo que el avión de Zurich llegará a su hora.

—Voy a coger habitación en el hotel antes de volver a casa de Van Boorst a comprar lo que necesitamos.

El hotel estaba al este del centro, camino de la frontera con Ruanda. Enfrente de la recepción había un aparcamiento cubierto de lava solidificada y rodeado de árboles.

—Los plantaron después de la última erupción —dijo Saul, como si le hubiera leído el pensamiento: en Goma apenas había árboles.

La habitación doble estaba en la segunda planta de un edificio bajo junto al lago, y tenía un balcón suspendido sobre las aguas. Harry se fumó un cigarro mientras veía el sol de la mañana centelleando en la superficie del lago y el parpadeo de las luces de la planta petrolífera a lo lejos. Miró el reloj y volvió al aparcamiento.

Era como si la forma de ser de Saul se hubiera adaptado al lento fluir del tráfico en el que se desplazaba: conducía despacio, hablaba despacio, movía las manos despacio. Aparcó delante del muro de la iglesia, a un buen trecho de la casa de Van Boorst. Apagó el motor, se volvió hacia Harry y le pidió con tono amable pero firme que le diera el segundo tercio del pago.

—¿No te fías de mí? —preguntó Harry enarcando una ceja.

—Confío en tu voluntad sincera de pagar —dijo Saul—. Pero en Goma, el dinero estará más seguro en mi bolsillo que en el tuyo, mister Harry. Una pena, pero así es.

Harry aceptó el razonamiento, contó el dinero y le preguntó a Saul si tenía en el coche algo pesado y compacto del tamaño de una pistola, una linterna, por ejemplo. Saul asintió y abrió la guantera. Harry cogió la linterna, se la guardó en el bolsillo interior de la cazadora y miró el reloj. Habían pasado veinticinco minutos.

Recorrió la calle con rapidez, mirando al frente. Pero con el rabillo del ojo veía a hombres que se volvían y lo miraban calculadores al verlo pasar. Sopesaban el peso y la estatura. La agilidad de sus movimientos. La cazadora, que colgaba un tanto ladeada, y el bulto que se adivinaba por dentro. Y entonces se olvidaban de él.

Llegó a la puerta y llamó.

Los mismos pasos ligeros.

Se abrió la puerta. Ella lanzó una mirada rápida a la calle.

—Rápido, pasa —dijo, lo cogió del brazo y lo metió dentro de un tirón.

Harry cruzó el umbral y se quedó quieto en la semipenumbra. Todas las cortinas estaban echadas, salvo la de la ventana de encima de la cama, donde la vio medio desnuda la primera vez que estuvo allí.

—No ha llegado todavía —dijo la mujer en su inglés simple pero eficaz—. Pero pronto.

Harry asintió y miró la cama. Trató de imaginársela con la colcha sobre las caderas. La luz iluminándole la piel. Pero no lo consiguió. Porque había otra cosa que trataba de captar su atención, algo que no encajaba, que faltaba, o que estaba allí aunque no debería.

—¿Has venido solo? —preguntó la mujer, lo rodeó y se sentó en la cama.

Al apoyar la mano derecha en el colchón, se le bajó el tirante.

Harry recorrió la habitación con la mirada en busca del fallo. Y lo encontró. El señor colonial, el explotador, el rey Leopoldo.

—Sí —dijo Harry automáticamente, sin saber muy bien por qué—. Alone.

La foto del rey Leopoldo que había colgada en la pared, sobre la cama, había desaparecido. Y enseguida se le encendió la bombilla: Van Boorst no iba a venir. Él también había desaparecido.

Harry se acercó un poco a la mujer. Ella levantó la vista, se humedeció los labios color rojo oscuro. Y él estaba tan cerca que pudo verlo; pudo ver lo que había reemplazado la foto del rey belga. El clavo del que antes colgaba la foto atravesaba ahora un billete. Y en él había una cara sensible y un bigote bien recortado. Edvard Munch.

Harry comprendió lo que estaba a punto de suceder, estaba a punto de darse media vuelta, pero algo le dijo que también para eso era demasiado tarde, que se encontraba exactamente donde el director de escena lo había colocado.

Más que verlo, intuyó el movimiento a su espalda y notó la punzada exacta en la garganta, solo el aliento en la sien. Que la nuca se le convertía en hielo, que la parálisis se extendía por la espalda y hasta el cuero cabelludo, que las piernas se le doblaban cuando la sustancia alcanzó el cerebro y que perdía la conciencia. Lo último que pensó antes de que lo engullera la oscuridad fue en la rapidez espectacular con la que hacía efecto la ketamina.