Rojo
Todavía estaba oscuro cuando Harry se sentó junto al lecho de su padre. Una enfermera entró con una taza de café, le preguntó si había desayunado y le dejó en el regazo una revista de sociedad.
—Tienes que pensar en otra cosa de vez en cuando —dijo, ladeando la cabeza con cara que querer acariciarle la mejilla.
Harry hojeó solícito la revista mientras ella se ocupaba de su padre. Pero tampoco se libraba en la prensa de los famosos. Fotos de Lene Galtung en estrenos, banquetes, en su nuevo Porsche… «Echo de menos a Tony», era el titular, y apoyaban la afirmación no en declaraciones de la propia Lene, sino de amigos suyos que eran famosos. Había fotos del portal de la casa de Londres, pero nadie había visto a Lene allí. O, por lo menos, nadie la había reconocido. Había una foto muy pixelada, tomada a cierta distancia, en la que se veía a una mujer pelirroja delante del Crédit Suisse, en Zurich, y que, según el periódico, era Lene Galtung, aseguraba la estilista de Lene, que, con toda probabilidad, habría cobrado una buena suma por aquella declaración: «Me pidió que le rizara el pelo y se lo tiñera de rojo ladrillo». Se referían a Tony como «sospechoso» de algo que presentaban como un vulgar escándalo de sociedad, y no como uno de los casos de asesinato más graves de la historia del país.
Harry se levantó y salió al pasillo para llamar a Katrine Bratt. Todavía no eran las siete, pero ella ya se había levantado. Le daban el alta ese día y podría empezar a trabajar en las oficinas de la policía de Bergen después del fin de semana. Harry esperaba que se lo tomara con calma al principio, aunque era difícil imaginar a Katrine Bratt tomándose algo con calma.
—¿Un último trabajo? —preguntó Harry.
—¿Y luego? —dijo ella.
—Luego me esfumo.
—Nadie te echará de menos.
—¿«… más que yo»?
—Puedes apuntarte una, querido.
—Se trata del Crédit Suisse de Zurich. Averigua si Lene Galtung tiene cuenta allí. Se supone que ha recibido anticipadamente parte de la herencia. Los bancos suizos son difíciles, seguro que te lleva algo de tiempo.
—Vale, pues me pongo a ello ahora mismo.
—Estupendo. Y hay una mujer cuyos movimientos quiero que compruebes.
—¿Lene Galtung?
—No.
—Ajá. ¿Pues cómo se llama el bicho?
Harry le deletreó el nombre.
A las ocho y cuarto, Harry aparcó delante de la casa de cuentos del parque de Voksenkollen. Había un par de coches estacionados, y al otro lado de las gotas de lluvia de las ventanas, atisbó las caras cansadas y los largos teleobjetivos de los paparazzi. Se diría que hubieran estado allí toda la noche. Harry tocó el timbre de la verja y entró.
La mujer de los ojos turquesa estaba en la puerta, esperando.
—Lene no está —dijo.
—¿Dónde está?
—Donde ellos no puedan localizarla —dijo señalando los coches al otro lado de la verja—. Y prometisteis que la dejaríais en paz después del último interrogatorio. Que duró tres horas.
—Lo sé —mintió Harry—. Pero yo quería hablar contigo.
—¿Conmigo?
—¿Puedo pasar?
La siguió hasta la cocina. Ella le señaló una silla, le dio la espalda y sirvió café de la jarra que había en la encimera.
—¿Cuál es la historia? —preguntó Harry.
—¿Qué historia?
—La de que tú eres la madre de Lene.
La taza se estrelló contra el suelo y se hizo añicos. Ella se precipitó hacia el banco de madera. Harry la vio jadear, dudó un instante, pero luego se armó de valor y le dijo lo que había planeado decirle:
—Hemos hecho la prueba del ADN.
Ella se volvió iracunda.
—¿Cómo? No tenéis…
Se interrumpió al momento.
Harry clavó la mirada en sus ojos turquesa. La mujer se había tragado el engaño y él sintió un ligero malestar. Quizá provocado por la vergüenza. Pero se le pasó enseguida.
—¡Fuera de aquí!
—¿Con ellos? —dijo Harry señalando a los paparazzi—. Voy a dejar la policía, me voy de viaje. Necesito algo de capital. Si a la estilista le dieron veinte mil coronas por contar de qué color le pidió Lene que le tiñera el pelo, ¿cuánto crees que me darán por contarles quién es su verdadera madre?
La mujer dio un paso al frente, levantó la mano derecha como para abofetearlo, pero entonces vinieron las lágrimas a apagar la furia luminosa de sus ojos, y se derrumbó sin fuerzas en la silla. Harry soltó un taco para sus adentros, sabía que había sido más cruel de lo necesario, pero la falta de tiempo no le permitía usar medios más refinados.
—Lo siento —dijo—. Pero lo que intento es salvar a tu hija. Y para conseguirlo, necesito que me ayudes, ¿comprendes?
Le puso la mano sobre la de ella, pero la mujer la retiró enseguida.
—Es un asesino —dijo Harry—, pero a ella le da igual, ¿verdad? Lene lo hará de todos modos.
—¿Que hará qué? —sollozó la mujer.
—Seguirlo hasta el fin del mundo.
Ella no respondió, meneó la cabeza y lloró en silencio.
Harry esperó. Se levantó, se sirvió un café, cogió una servilleta del rollo de cocina y se lo puso delante, se sentó y siguió esperando. Dio un sorbo. Y siguió esperando.
—Le dije que no hiciera lo mismo que yo —dijo entre hipidos—. No debía enamorarse de un hombre solo porque… Solo porque la hiciera sentirse guapa. Más guapa de lo que es. Cuando eso sucede, una cree que es una bendición, pero es todo lo contrario.
Harry seguía esperando.
—Cuando te has visto guapa a sus ojos aunque sea una vez, es como… como magia. Y por eso te quedas. Te quedas y no te vas, porque crees que volverás a ver lo mismo otra vez.
Harry seguía esperando.
—Yo me crié en una caravana. Nos trasladábamos sin parar y no podía ir al colegio. Cuando cumplí ocho años, me recogieron los de protección de menores. Al cumplir los dieciséis, empecé a fregar suelos para los astilleros Galtung. Anders estaba prometido cuando me dejó embarazada. El dinero no lo tenía él, sino ella. Él había invertido en el mercado, pero los precios del barril de crudo habían bajado y no le quedó otro remedio que casarse. Me echó. Pero ella lo descubrió. Y fue ella quien decidió que tuviera el niño, que me convirtiera en su doncella, que mi hija se criara como si fuera suya. Ella no podía tener hijos, así que Lene se convirtió en una especie de hija adoptiva. Me la arrebataron. Me preguntaron qué clase de vida podía ofrecerle a Lene, yo, madre soltera, sin estudios y sin familia. ¿Iba a tener el valor de privarla de la posibilidad de llevar una buena vida? Yo era tan joven y estaba tan asustada que creí que tenían razón, que eso era lo mejor.
—¿Y nadie lo sabía?
Ella cogió la servilleta y se sonó la nariz.
—Es curioso lo fácil que resulta engañar a la gente cuando la gente quiere dejarse engañar. Y cuando no se dejaban engañar, tampoco les interesaba. No era para tanto. Simplemente, yo había servido de útero a la heredera de los Galtung, ¿y qué?
—¿Y ya está?
Ella se encogió de hombros.
—No. Después de todo, yo tenía a Lene. Le daba de mamar, le daba el biberón, le cambiaba los pañales, dormía con ella. Le enseñé a hablar, la eduqué. Pero todos sabíamos que era temporal, que un día tendría que dejarla.
—¿Y lo hiciste?
Ella se rió amargamente.
—¿Acaso puede una madre dejar a su hija? Una hija sí puede. Lene me desprecia por lo que hice. Por lo que soy. Pero resulta que ahora ella está haciendo lo mismo.
—¿Seguir al fin del mundo al hombre equivocado?
La mujer se encogió de hombros.
—¿Sabes dónde está?
—No. Solo que se ha ido para estar con él.
Harry tomó otro sorbo de café.
—Yo sé dónde está el fin del mundo —dijo.
Ella no respondió.
—Si quieres, puedo ir y traértela.
—Ella no quiere que la traigan.
—Puedo intentarlo. Con tu ayuda. —Harry sacó un papel y se lo puso delante—. ¿Qué me dices?
Ella leyó la nota. Luego levantó la vista. Se le había corrido el rímel de los ojos turquesa por las mejillas hundidas.
—Jura que traerás a mi niña a casa, Hole. Júralo. Si lo haces, firmaré.
Harry se la quedó mirando unos instantes.
—Lo juro —dijo.
Ya fuera de la casa, encendió un cigarro y pensó en lo que la mujer le había dicho. «¿Acaso puede una madre dejar a su hija?» Pensó en Odd Utmo, que se llevó una fotografía de su hijo. «¿Pero una hija sí puede?» ¿De verdad que puede? Expulsó el humo del tabaco. Y él, ¿podía?
Gunnar Hagen estaba en el puesto de verduras de su tienda paquistaní favorita. Miró a su comisario con escepticismo.
—¿Que vas a volver al Congo? ¿Para buscar a Lene Galtung? ¿Y no tiene nada que ver con el caso?
—Lo mismo que la otra vez —dijo Harry, y cogió una verdura que ni siquiera reconocía—. Estamos buscando a una persona desaparecida.
—Que yo sepa, nadie ha denunciado la desaparición de Lene Galtung, salvo la prensa amarilla.
—Ahora sí. —Harry sacó un papel del bolsillo del abrigo y le enseñó la firma—. Lo ha hecho su madre biológica.
—Ya. ¿Y cómo voy a explicarle al ministerio el hecho de que empecemos a buscar en el Congo?
—Tenemos una pista.
—¿Y cuál es?
—En la revista Se og Hør decían que Lene Galtung había pedido que le tiñeran el pelo de rojo ladrillo. Ni siquiera sé si es un color normal en este país, seguramente por eso me acordé.
—¿De qué te acordaste, Harry?
—De que ese era el color que figuraba en el pasaporte de Juliana Verni, la mujer de Leipzig, en el apartado «Color de pelo». En aquel momento le pedí a Günther que comprobara si había en el pasaporte algún sello de Kigali. Pero la policía no lo encontró, el pasaporte había desaparecido, y estoy seguro de que se lo llevó Tony Leike.
—¿El pasaporte? Ya, ¿y qué?
—Que ahora lo tiene Lene Galtung.
Hagen cogió un manojo de bok choy y lo puso en la cesta mientras meneaba despacio la cabeza.
—¿Y justificas un viaje al Congo por lo que has leído en una revista de cotilleos?
—Lo justifico porque yo, o, mejor dicho, Katrine Bratt, ha comprobado lo que ha estado haciendo Juliana Verni últimamente.
Hagen echó a andar hacia el hombre de la caja, que estaba sobre una tarima en la pared de la derecha.
—Verni está muerta, Harry.
—Últimamente, los muertos cogen aviones. Resulta que Juliana Verni, una mujer pelirroja con el pelo rizado, compró un billete de Zurich al fin del mundo.
—¿Al fin del mundo?
—Goma, en el Congo. Mañana a primera hora.
—Pues la cogerán en cuanto descubran que viaja con el pasaporte de una persona que lleva muerta más de dos meses.
—He hablado con ICAO. Dicen que puede pasar hasta un año antes de que se elimine del registro el número de pasaporte de un fallecido. Lo que también quiere decir que alguien ha podido viajar al Congo con el pasaporte de Odd Utmo. En cualquier caso, no tenemos ningún acuerdo de colaboración con el Congo. Y no creo que sea un problema insuperable pagar para que te dejen libre si te detienen.
Mientras el cajero le envolvía la compra, Hagen se dio un masaje en las sienes para evitar el inevitable dolor de cabeza.
—Pues búscala en Zurich. Manda a la policía suiza al aeropuerto.
—Vamos a seguirla. Lene Galtung nos llevará hasta Tony Leike.
—Lene Galtung nos llevará a la ruina, Harry.
Hagen pagó, cogió sus cosas y salió a la calle de Grønlandsleiret, mojada por la lluvia y azotada por el viento, donde la gente caminaba con prisa, con el cuello del abrigo levantado y la mirada en el suelo.
—No lo comprendes. Bratt ha averiguado que Lene Galtung vació su cuenta de Suiza hace unos días. Dos millones de euros. No es una suma astronómica y, desde luego, no es suficiente para financiar un proyecto de minas. Pero sí para rescatarlo de una fase crítica.
—Especulaciones.
—¿Qué coño iba a hacer si no con dos millones al contado? Venga, jefe, no tendremos más oportunidades. —Harry apretó el paso para ir al ritmo de su jefe—. En el Congo no se puede encontrar a quien no quiere ser encontrado. Ese país es tan grande como toda Europa occidental, y se compone casi exclusivamente de bosques que ningún hombre blanco ha visto jamás. Hay que actuar ahora. O Leike se te aparecerá en pesadillas, jefe.
—A mí no me pasa lo que a ti, Harry, no tengo pesadillas.
—¿Le has contado a tu familia lo bien que duermes por las noches, jefe?
Gunnar Hagen se paró en seco.
—Sorry, jefe —dijo Harry—. Ha sido un golpe bajo.
—Sí, un golpe bajo. Y, en realidad, no me explico por qué te empeñas en que te dé permiso, cuando nunca te ha importado.
—He pensado que te haría bien tener la sensación de que eres tú quien decide, jefe.
Hagen le lanzó una mirada de advertencia. Harry se encogió de hombros.
—Deja que lo haga, jefe. Luego puedes decir que me has despedido por insubordinación. Asumiré toda la culpa, no pasa nada.
—¿No pasa nada?
—De todos modos, pensaba presentar la dimisión.
Hagen se lo quedó mirando.
—Vale —dijo—. Lárgate.
Y echó a andar otra vez.
Harry se apresuró a alcanzarlo.
—¿Vale?
—Sí. En realidad, era «Vale» desde el principio.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué no lo has dicho desde el principio?
—Me parecía divertido tener la sensación de que soy yo quien decide.