78

El acuerdo

—Cuando vi a Adele y a Tony follando como perros delante de la letrina, me vino todo de nuevo a la memoria. Todo aquello que había logrado soterrar. Todo aquello que el psicólogo me aseguró que había dejado atrás. Pero no era así. Era como un animal al que hubiesen encadenado pero al que habían seguido alimentando, había seguido creciendo y era más fuerte que nunca. Y ahora se había liberado. Harry tenía toda la razón. Ideé una venganza que consistía en humillar a Tony Leike exactamente igual que él me había humillado a mí.

Sigurd Altman se miró las manos y sonrió.

—Pero, de ahí en adelante, Harry se equivoca. No entraba en mis planes que Adele muriera. Solo quería avergonzar a Tony delante de todo el mundo. Especialmente delante de aquellos que, según esperaba, se convertirían en sus suegros, la vaca lechera Galtung, que iba a financiar su aventura congoleña. ¿Por qué si no iba a casarse alguien como Tony con una persona tan gris como Lene Galtung?

—Muy cierto —dijo Mikael Bellman sonriendo, para indicarle que él estaba de su parte.

—Así que le escribí a Tony una carta en la que me hacía pasar por Adele. Le decía que me había dejado embarazada y que pensaba tener el niño. Pero que, como futura madre soltera, tenía que pensar en la economía, y que por eso quería dinero para mantener la boca cerrada y no contar que era suyo. Cuatrocientas mil, para empezar. Que acudiera con el dinero al aparcamiento de detrás de Lefdal, en Sandvika, hacia medianoche, dos días más tarde. Luego le escribí una carta a Adele, haciéndome pasar por Tony, y le propuse un encuentro amoroso en el mismo lugar y a la misma hora. Yo ya sabía que el sitio sería del agrado de Adele, y contaba con que no se habían dado los nombres ni los números de teléfono, claro. Con que el engaño no se descubriría hasta que no fuera demasiado tarde, cuando yo hubiera conseguido mi propósito. A las once, ya estaba en el sitio, sentado en el coche con la cámara preparada. El plan era inmortalizar el momento, ya terminara en una discusión o en un polvo, y enviárselo a Anders Galtung, junto con un relato de la historia. Eso era todo.

Sigurd se dirigió a Bellman y repitió:

—Eso era todo.

Bellman asintió, y Sigurd Altman continuó:

—Tony llegó un poco antes de la hora. Aparcó, salió del coche y echó un vistazo a su alrededor, para luego perderse entre las sombras de los árboles en dirección al río. Yo me encogí detrás del volante. Entonces llegó Adele. Bajé la ventanilla para oír mejor. Ella se quedó allí esperándolo, mirando la hora con nerviosismo. Vi que Tony estaba detrás de ella, tan cerca que resultaba increíble que Adele no se hubiera dado cuenta. Vi que sacaba una navaja sami muy grande y la sujetaba por el cuello con el brazo. Ella empezó a patalear mientras él la arrastraba hasta su coche. Cuando abrió la puerta, vi que tenía los asientos forrados de plástico. No oí lo que le decía Tony, pero saqué la cámara y acerqué la imagen. Vi que le daba un bolígrafo y le dictaba algo que ella fue escribiendo en una postal.

—La postal de Kigali —dijo Bellman—. Lo había planeado todo con antelación. Adele tenía que desaparecer.

—Yo iba sacando fotos sin pensar en nada más. Hasta que, de pronto, vi cómo levantaba la mano y le clavaba la navaja en el cuello. No creía lo que estaba viendo. La sangre brotó en un chorro y salpicó el interior de la ventanilla.

Los dos hombres no prestaban la menor atención a Krohn, que se había quedado sin aliento.

—Esperó un instante así, con la navaja clavada en el cuello, como si quisiera dejarla seca, sin sangre. Luego, la sacó del coche y la metió en el maletero. Antes de sentarse al volante otra vez, se paró y se puso como a olfatear el aire. Estaba bajo la luz de una farola y lo vi: los mismos ojos desorbitados, la misma sonrisa socarrona que le vi cuando se me echó encima delante del local de baile y me metió la navaja en la boca. Mucho después de que Tony se hubiera marchado con Adele, yo seguía allí sentado, muerto de miedo, sin poder moverme. Comprendí que no podía enviar ninguna carta delatora a Anders Galtung. Ni a ninguna otra persona. Puesto que acababa de convertirme en cómplice de un asesinato.

Sigurd bebió con moderación del vaso de agua que tenía delante y miró hacia Johan Krohn, que lo animó con un gesto.

Bellman carraspeó un poco.

—Técnicamente, no se te puede considerar cómplice de asesinato. En el peor de los casos, culpable de extorsión o de estafa. Podrías haberlo detenido. Naturalmente, habría sido muy desagradable para ti, pero podrías haber acudido a la policía. Incluso tenías fotos que podían servir de prueba.

—No quería que me acusaran y me condenaran. Habrían argumentado que yo, mejor que nadie, sabía que Tony reaccionaba de forma violenta cuando estaba bajo presión, que yo había provocado todo aquello conscientemente y con alevosía.

—¿No se te pasó por la cabeza lo que podía ocurrir? —preguntó Bellman, haciendo caso omiso del gesto de censura de Johan Krohn.

Sigurd Altman sonrió.

—¿No es extraño, comisario, que nuestras propias reflexiones sean, por lo general, tan difíciles de seguir? ¿O de recordar? Sinceramente, no recuerdo qué pensé que podía ocurrir.

Porque no quieres recordar, se dijo Bellman, y asintió con un «Hummm», como si quisiera agradecerle a Altman aquella nueva información sobre el alma humana.

—Me pasé varios días pensando —dijo Altman—. Luego, volví a la cabaña Håvass y arranqué la página del libro de visitas en la que figuraba el nombre y la dirección de todos los que estuvieron allí aquella noche. Luego, le escribí otra carta a Tony. Le decía que sabía lo que había hecho. Que lo había visto follar con Adele Vetlesen en la cabaña y que sabía por qué. Que quería dinero. Firmado: Borgny Stem-Myhre. Cinco días después, leí en los periódicos que la habían encontrado muerta en un sótano. Y ahí debería haber terminado. La policía debería haber investigado el caso y haber descubierto a Tony. Eso deberíais haber hecho. Cogerlo.

Sigurd Altman había levantado la voz y Bellman podría haber jurado que vio cómo las lágrimas le afloraban a los ojos tras las lentes redondas de las gafas.

—Pero no teníais la menor pista, andabais como entre bancos de bruma. Así que tuve que seguir alimentándolo con más víctimas, amenazarlo con otros nombres de la lista de la cabaña Håvass. Recorté de los periódicos las fotos de las víctimas y las clavé en la pared de la sala de recortes de la fábrica Kadok, junto con las copias de las cartas que había escrito con los nombres de las víctimas. En cuanto Tony mataba a alguien, le llegaba la carta de otra persona que decía que era él o ella quien había enviado la anterior, que él o ella sabía que tenía dos, tres, cuatro vidas sobre su conciencia. Y que el precio del silencio iba en aumento. —Altman se inclinó hacia Bellman, la voz le sonaba atormentada—. Lo hice para facilitaros que lo cogierais. Todo asesino comete errores, ¿no? A más asesinatos, más posibilidades de atraparlo.

—Y más perfecciona lo que hace —dijo Bellman—. Recuerda que Tony Leike no era ningún principiante en el terreno de la violencia. Y nadie que haya trabajado de mercenario en África tanto tiempo como él sale sin haberse manchado las manos de sangre. Igual que tú.

—¿Las manos manchadas de sangre? —gritó Altman con una furia repentina—. Entré en casa de Tony y llamé a Elias Skog para que tuvierais una pista a través del registro de llamadas. Vosotros no hicisteis vuestro trabajo y tenéis las manos manchadas de sangre. Las putas como Adele y Mia, los asesinos como Tony. Si no…

—Ni una palabra más, Sigurd. —Johan Krohn se levantó—. Vamos a tomarnos un descanso, ¿de acuerdo?

Altman cerró los ojos, alzó las manos y negó con la cabeza.

—Estoy bien, estoy bien. Más vale terminar cuanto antes.

Johan Krohn observó a su cliente, miró a Bellman y volvió a sentarse.

Altman respiró hondo, temblando. Luego continuó:

—Después del tercer asesinato más o menos, Tony se dio cuenta de que la próxima carta no tenía por qué ser de quien decía que firmaba. Aun así, él continuó matándolos, cada vez de un modo más horrible. Era como si quisiera asustarme, obligarme a la retirada, demostrarme que podía matarlo todo y a todos y, al final, a mí también.

—O quería deshacerse de testigos potenciales que lo hubieran visto con Adele —dijo Bellman—. Él sabía que, en la cabaña, había siete personas, solo que no tenía posibilidad de saber quiénes eran.

Altman se echó a reír.

—¡Fíjate! Podría jurar que fue a la cabaña Håvass para leer el libro de visitas. Pero no encontró más que el rastro de una página arrancada. ¡Tony el longui!

—¿Y cuál fue tu móvil para seguir?

—¿A qué te refieres? —preguntó Altman con repentina alerta.

—Podrías haber dado un soplo anónimo a la policía muy al principio. ¿O es que tú también querías que desaparecieran todos los testigos?

Altman ladeó tanto la cabeza que casi daba con la oreja en el hombro.

—Ya se lo he dicho, comisario. A veces es difícil conocer todas las razones, saber por qué uno hace lo que hace. El subconsciente se guía por el instinto de supervivencia, y por eso, muchas veces, es más racional que el pensamiento consciente. Puede que mi subconsciente comprendiera que también para mí era más seguro que Tony eliminara a los testigos. Así, nadie podría revelar que yo estuve allí, o reconocerme un día por la calle. Pero esa es una pregunta cuya respuesta jamás llegaremos a conocer, ¿verdad?

La estufa crujía y crepitaba.

—Pero ¿por qué demonios iba a cortarse Tony Leike el dedo corazón? —preguntó Bjørn Holm.

Se había sentado en el diván, mientras Harry revisaba la caja de medicamentos que había encontrado en uno de los cajones de la cocina. Contenía varios rollos de gasa. Y pomada para cortar las hemorragias, para acelerar la coagulación de la sangre. Según la fecha de fabricación del tubo, solo tenía dos meses.

—Altman lo obligó —dijo Harry, y miró el reverso de un frasco marrón pequeño y sin etiqueta—. Su objetivo era humillar a Leike.

—Parece que ni tú mismo te lo crees mucho.

—Coño, pues claro que me lo creo —dijo Harry, desenroscó el tapón del frasco y olió el contenido.

—O sea, aquí no hay ni una sola huella que no sea de Leike, ni un cabello que no sea negro como el de Leike, ni una pisada que no sea el cuarenta y cinco de Leike. Sigurd Altman es rubísimo y calza un cuarenta y dos, Harry.

—Lo ha limpiado todo a fondo. Recuérdame que tenemos que analizar esto.

Harry se deslizó el frasco en el bolsillo.

—¿Que ha limpiado? ¿En un sitio que, seguramente, ni siquiera es la escena de un crimen? ¿El mismo hombre que no tuvo problemas para dejar un puñado de hermosas huellas grasientas en el escritorio de Leike en la calle de Holmenveien? ¿Del que tú mismo dijiste que no se había molestado en limpiar bien en la cabaña turística donde mató a Utmo? No lo creo, Harry. Y tú, tampoco.

—¡Joder! —gritó Harry—. Joder, joder.

Apoyó la frente entre las manos y clavó la vista en la mesa.

Bjørn Holm sostenía en la mano uno de los trozos de metal del fregadero y estaba raspando la pátina amarilla con la uña del dedo índice.

—Por cierto, creo que sé lo que es esto.

—¿Ah, sí? —dijo Harry sin levantar la cabeza.

—Hierro, cromo, níquel y titanio.

—¿Qué?

—Yo tuve corrector dental de pequeño. Cuando iban a ponerme uno nuevo, había que doblar y cortar el antiguo.

Harry levantó la cabeza rápidamente y miró el mapa de África; los países que se adentraban unos en otros, como piezas de un rompecabezas. Y Madagascar, que estaba aparte, como una pieza que no encajara.

—En el dentista…

—¡Chsss! —dijo Harry con una mano en alto.

Lo sentía. Algo acababa de encajar en su sitio. Lo único que se oía era la estufa y las ráfagas de viento que empezaban a soplar con más fuerza allá fuera. Dos piezas que habían estado lejos entre sí, cada una a un lado del rompecabezas. Un abuelo materno en el Lyseren. El padre de su madre. Y fotografías en un cajón de la cabaña turística. Una foto familiar. No una foto de Tony Leike, sino de él, de Odd Utmo. Reumatismo. ¿Qué fue lo que le dijo Tony? No era contagioso, pero sí hereditario. El chico de los dientes grandes y salientes. Y el adulto, siempre con la boca bien cerrada, como si ocultara un gran secreto. Ocultando sus dientes podridos y la prótesis dental.

La piedra. La piedra ocre y negra que había encontrado en el suelo del lavabo de la cabaña turística. Se metió la mano en el bolsillo. Aún seguía allí y se la dio a Bjørn.

—Dime —comenzó, y tragó saliva—. Estaba pensando en esto. ¿Tú crees que podría ser un diente?

Bjørn lo sostuvo a la luz. Arañó un poco con la uña.

—Sí que podría.

—Tenemos que volver —dijo Harry, y notó que se le erizaba el vello de la nuca—. Ahora mismo. No es Altman quien los ha matado, joder.

—¿Ah, no?

—Es Tony Leike.

—Como es natural, habrás leído en los periódicos que a Tony Leike lo soltaron poco después de que lo detuviéramos —dijo Bellman—. Resulta que tenía una cosita que se llama coartada. Comprobamos que se encontraba en otro lugar cuando murieron tanto Borgny como Charlotte.

—De eso yo no sé nada —dijo Sigurd Altman, y se cruzó de brazos—. Yo solo sé que vi cómo le clavaba la navaja a Adele. Y que las cartas que yo enviaba tenían como consecuencia el asesinato inmediatamente posterior de los supuestos remitentes.

—¿Eres consciente de que eso te convierte también en culpable de asesinato?

Johan Krohn soltó una tosecilla.

—¿Y tú eres consciente de que estás haciendo un trato que os sirve a ti y a Kripos al verdadero asesino en bandeja de plata? Con esto resuelves todos tus problemas internos, Bellman. Te llevas todo el mérito, y un testigo que dirá en el juicio que vio a Tony Leike matar a Adele Vetlesen. Lo que ocurriera aparte de eso queda entre nosotros.

—¿Y tu cliente queda libre?

—Ese es el acuerdo.

—¿Y si Leike se ha quedado con las cartas y resulta que aparecen como prueba en el juicio? —dijo Bellman—. Tendríamos un problema.

—Precisamente por eso tengo la sensación de que no aparecerán —sonrió Krohn—. ¿A que no, comisario?

—¿Y las fotografías que hiciste de Adele y Tony?

—Se perdieron en el incendio de Kadok —dijo Altman—. Puto Hole.

Mikael Bellman asintió despacio. Luego, cogió la S. T. Dupont. Plomo y acero. Pesaba al levantarla. Ahora bien, cuando la puso sobre el papel, fue como si la firma se escribiera sola.

—Gracias —dijo Harry—. Corto y cierro.

Le llegó un chisporroteo por respuesta y luego se hizo el silencio; solo el estruendo monótono del helicóptero se oía fuera de los cascos de protección acústica. Harry apartó el micrófono de los auriculares y miró por la ventanilla.

Demasiado tarde.

Acababa de hablar por radio con la torre de control del aeropuerto de Gardermoen. Por razones de seguridad, allí tenían acceso a casi todo, incluidas las listas de pasajeros. Y le confirmaron que Odd Utmo había viajado a Copenhague el día anterior, con el billete que había reservado previamente.

El paisaje se deslizaba despacio a sus pies.

Harry se lo imaginó con el pasaporte del hombre al que había torturado y asesinado. Y al hombre o a la mujer que hubiera en el mostrador, que habría comprobado de forma rutinaria que el nombre coincidía con el que tenían en la lista de pasajeros y que —si es que le echaba un vistazo a la foto— habría pensado que menudo corrector dental para un adulto. Al levantar la vista, habría visto el mismo corrector en unos dientes quizá tintados artificialmente; un corrector que Tony Leike habría doblado y cortado para poder encajarlo medianamente en aquellos rascacielos que tenía por dientes.

Entraron en un aguacero que les estalló contra la burbuja de plexiglás, cayó chorreando por ambos lados en hilillos de agua temblorosos y se esfumó. Unos segundos después, fue como si nunca hubiera existido.

El dedo.

Tony Leike se había cortado el dedo y se lo había enviado a Harry como una última maniobra de despiste, para demostrar que a Tony Leike había que darlo por muerto. Que podían olvidarlo, descartarlo, archivarlo. ¿Sería casualidad que hubiera elegido el mismo dedo que Harry, que se hubiera querido asemejar a él?

Pero ¿y la coartada, aquella coartada sin fisuras?

A Harry se le había pasado por la cabeza la idea, pero la había desechado puesto que los asesinos así de fríos eran poco comunes, perturbados, almas pervertidas, en sentido estricto. Pero ¿habría alguien más? ¿No sería, sencillamente, que Tony Leike tenía un colaborador?

—¡Mierda! —dijo Harry, tan alto que el micrófono, que estaba activado, fue pasando la palabra a los auriculares de los otros tres hombres que había en el helicóptero.

Notó que Jens Rath lo miraba desde su lado del asiento. Puede que Rath tuviera razón, después de todo. Puede que, en aquellos momentos, Tony Leike estuviera tranquilamente con una copa en la mano, rodeando con el brazo a una criatura salvaje y exótica, y que estuviera sonriendo, puesto que se le había ocurrido la solución.