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Huellas

A las diez y diez de la mañana aterrizó el helicóptero en una elevación al oeste de Hallingskarvet. A las once, tenían localizada la cabaña.

Estaba bien oculta en el terreno y, aunque hubieran sabido más o menos dónde estaba, no la habrían encontrado de no estar con ellos Jens Rath. Era una cabaña de piedra construida en lo más alto de la vertiente este, en el lado de la montaña que quedaba al abrigo del viento, a demasiada altura para que la arrastrara una avalancha. Las piedras eran del terreno de alrededor y las habían unido a dos bloques de granito que constituían un lateral y la parte trasera. No había ningún ángulo nítidamente recto. Las ventanas parecían troneras y estaban tan enclavadas en el interior del muro de piedra que el sol no se reflejaba en ellas.

—Esto es lo que yo llamo una cabaña de verdad —dijo Bjørn Holm, se quitó los esquís y, acto seguido, se hundió en la nieve hasta las rodillas.

Harry le dijo a Jens que, a partir de ese momento, no necesitaban su ayuda, y que volviera al helicóptero y aguardase allí con el piloto.

Delante de la puerta, la nieve no era tan profunda.

—Alguien ha limpiado aquí no hace mucho —dijo Harry.

La puerta tenía unos herrajes con un candado sencillo que, sin mayores protestas, cedió al pie de cabra de Bjørn.

Antes de abrir, se quitaron las manoplas, se pusieron los guantes de látex y unas bolsas azules sobre las botas. Luego, entraron en la cabaña.

—Vaya —dijo Bjørn en voz baja.

El interior constaba de una sola habitación de unos cinco metros por tres, y recordaba sobre todo a los camarotes antiguos del capitán de un barco, con las ventanas como ojos de buey y soluciones compactas de mobiliario para ahorrar espacio. El suelo, las paredes y el techo estaban cubiertos de listones de madera sin desbastar, pintados de blanco para aprovechar la escasa luz que entraba. En la pared de la derecha había una encimera sencilla, con un fregadero y armarios debajo. El diván que había al lado también hacía las veces de cama, al parecer. En el centro había una mesa de comedor con una silla —una sola— con el respaldo de varillas y restos de pintura. Delante de una de las ventanas se veía un escritorio muy usado, con iniciales y fragmentos de canciones populares grabados en la madera. En la pared de la izquierda, donde la parte baja del bloque de granito aparecía desnuda, había una estufa de color negro. Para aprovechar bien el calor, el tubo de la estufa subía por la piedra y se apartaba un poco hacia la derecha, antes de continuar hacia arriba. El cesto de la leña estaba lleno de troncos y de periódicos con los que encender el fuego. En la pared había un mapa de la zona, pero también uno de África.

Bjørn miró por la ventana que había sobre el escritorio.

—Y esto es lo que yo llamo unas vistas como debe ser. Joder, desde aquí se ve media Noruega.

—Bueno, vamos a empezar —dijo Harry—. El piloto nos ha dado dos horas, se avecinan nubes desde la costa.

Mikael Bellman se había levantado a las seis como de costumbre, y terminó de despertarse corriendo en la cinta que tenía en el sótano. Había vuelto a soñar con Kaja. Iba en una moto, abrazada a un hombre que no era más que casco y visera. Sonreía tan contenta con sus dientes puntiagudos, y saludó cuando se alejaban de él. Pero ¿no habían robado aquella moto? ¿No era la suya? No podía estar seguro, porque ella llevaba el pelo suelto tan largo que tapaba la matrícula.

Después de correr en la cinta, Mikael se duchó y subió a desayunar.

Se había preparado antes de dar la vuelta al periódico que Ulla —como de costumbre también— le había dejado junto al plato. A falta de fotos de Sigurd Altman, alias el Caballero, habían sacado una del comisario Skai. Estaba delante de su oficina con los brazos cruzados, con una gorra verde con una visera grande, como un puto cazador de osos. El titular: «El Caballero, ¿detenido?». Y al lado, sobre la foto de una motonieve amarilla destrozada: «Encuentran otro cadáver en Ustaoset».

Bellman ojeó rápidamente el texto en busca de la palabra «Kripos» o —en el peor de los casos— de su nombre. Nada en primera plana. Bien.

Abrió las páginas a las que remitían en la primera y en ellas lo encontró, con foto y todo:

El jefe de la investigación de Kripos, Mikael Bellman, asegura en una breve declaración que no se pronunciará hasta haber interrogado al Caballero. Y que no tiene ningún comentario que hacer sobre el hecho de que fuera el comisario de Ytre Enebakk quien atrapara al sospechoso.

«Sin entrar en detalles, puedo decir que todo trabajo policial es trabajo de equipo. En Kripos no le damos ninguna importancia a quién se lleva la palma.»

Lo último no debería haberlo dicho. Era mentira. Todo el mundo sabría que era mentira y olía a la legua a mal perdedor.

Pero no tenía mayor importancia. Porque, si lo que le había contado por teléfono el día anterior Johan Krohn, el abogado defensor, era verdad, Bellman tenía una oportunidad de oro para enderezarlo todo. Bueno, incluso más que enderezarlo. De llevarse la palma él solo. Sabía que Krohn le exigiría un alto precio, pero también que no sería él quien tuviera que pagarlo. Sino el puto cazador de osos. Y Harry Hole y Delitos Violentos.

Un vigilante de seguridad le abrió la puerta de la sala de visitas, y Bellman dejó que Johan Krohn pasara primero. Krohn había insistido en que, como aquello era una conversación —es decir, no era un interrogatorio oficial—, convenía mantenerla en un lugar que fuera lo más neutral posible. Dado que era imposible sacar al Caballero de la prisión Kretsfengsel de Oslo, en una de cuyas suites lo habían alojado, Krohn y Bellman acordaron verse en una de las salas de visita de las que utilizaban para reuniones privadas entre los internos y sus familiares. Nada de cámaras, nada de micrófonos, solo una habitación sin ventanas que, sin mucho entusiasmo, trataron de hacer acogedora poniendo un tapete de ganchillo en la mesa y un tapiz bordado en la pared. Por lo general, concedían permiso de visita a las novias, y los muelles del sofá impregnado de esperma estaban tan flojos que Bellman vio cómo se hundía Krohn al sentarse.

Sigurd Altman estaba en una silla al otro lado de la mesa. Bellman se sentó en la otra silla, de modo que él y Altman quedaron prácticamente a la misma altura. Altman tenía la cara delgada, los ojos hundidos y la boca marcada con unos dientes salientes que le recordaron a Bellman a los judíos escuálidos de Auschwitz. Y al monstruo de Alien.

—Las conversaciones como esta no siguen el reglamento —dijo Bellman—. De ahí que deba insistir en que ni se tomen notas ni se difunda nada de lo que digamos aquí.

—Al mismo tiempo, necesitamos garantías de que se cumplan las condiciones de la confesión por parte de la fiscalía —dijo Krohn.

—Tienes mi palabra —dijo Bellman.

—Y te lo agradezco humildemente. ¿Qué más tienes?

—¿Más? —dijo Bellman sonriendo—. ¿Qué quieres que haga? ¿Que firme un acuerdo?

Menudo arrogante de mierda estás hecho, abogado.

—Por mí, estupendo —dijo Krohn, y le pasó un papel por encima de la mesa.

Bellman lo miró. Fue saltando de un renglón a otro.

—Naturalmente, nadie tiene que verlo a menos que sea necesario —dijo Krohn—. Y te lo devolveré cuando se cumplan las condiciones. Y esto —le alargó a Bellman una pluma— es una S. T. Dupont, la mejor herramienta que existe para escribir.

Bellman cogió la pluma y la colocó en la mesa, a su lado.

—Si la historia es lo bastante buena, firmo —dijo.

—Si esto es la escena de un crimen, la persona en cuestión lo ha dejado todo muy limpio.

Bjørn Holm se puso en jarras y miró a su alrededor. Habían registrado por arriba y por abajo, en cajones y en armarios, en busca de sangre y huellas. Había colocado el portátil en el escritorio. Le conectó un escáner de huellas dactilares del tamaño de una caja de cerillas, similar a los que habían empezado a utilizar en algunos aeropuertos para identificar pasajeros. Hasta el momento, todas las huellas encontradas coincidían con una persona: Tony Leike.

—Continúa —dijo Harry, que estaba de rodillas bajo el fregadero, desatornillando los tubos de plástico—. Está por aquí, en algún sitio.

—¿El qué?

—No lo sé. Algo.

—Si vamos a seguir, tendríamos que caldear esto un poco.

—Pues enciende la estufa.

Bjørn Holm se agachó junto a la estufa, abrió la portezuela y empezó a arrancar y arrugar hojas de periódico del cesto de la leña.

—¿Qué le ofreciste a Skai para que aceptara entrar en tu juego? Después de todo, es mucho lo que arriesga si la verdad sale a la luz.

—No arriesga nada —dijo Harry—. No ha dicho una palabra que no sea verdad, tú escucha sus declaraciones. Son los medios de comunicación, que sacan las conclusiones equivocadas. Y no hay ningún reglamento policial que diga quién puede detener a un sospechoso y quién no. No tuve que ofrecerle nada a cambio de su ayuda. Dijo que yo le caía menos mal que Bellman, y que eso era razón suficiente.

—¿Y nada más?

—Bueno, me contó lo de su hija, Mia. Las cosas no le han ido muy bien. En esos casos, todos los padres buscan una causa, algo concreto a lo que culpar. Y Skai dice que fue aquella noche del baile en la Casa del Pueblo, que eso marcó a Mia para toda la vida. A decir de la gente Mia y Ole estaban juntos, y que lo que Ole vio cuando la descubrió en el lindero del bosque con Tony no fueron unos besos inocentes. A ojos de Skai, los culpables de los problemas de Mia son Ole y Tony.

Bjørn meneó la cabeza.

—Víctimas y más víctimas donde quiera que uno mire.

Harry se había acercado a Bjørn y le mostró la mano. En la palma había fragmentos de lo que parecía alambre cortado de una cerca.

—Esto estaba debajo del desagüe. ¿Sabes lo que es?

Bjørn cogió los trozos de metal y los examinó.

—¡Mira! —exclamó Harry—. ¿Qué es eso?

—¿El qué?

—El periódico. Mira, es de la conferencia de prensa en la que lanzamos el cebo de Iska Peller.

Bjørn Holm observó la foto de Bellman, que apareció cuando arrancó la hoja anterior.

—Oye, pues sí.

—Este periódico es de hace unos días. Alguien ha estado aquí recientemente.

—Oye, pues sí.

—Puede que haya huellas en la primera pág…

Harry miró hacia el interior de la estufa, donde las primeras hojas ya ardían en llamas.

Sorry —dijo Bjørn—. Pero comprobaré las otras páginas.

—Vale. Por cierto, me estaba preguntando por la leña.

—¿Sí?

—No hay un solo árbol en varios kilómetros a la redonda. Tiene que haber una buena leñera en algún sitio. Tú mira el periódico mientras yo doy una vuelta por ahí fuera.

Mikael Bellman observó a Sigurd Altman. No le gustaba la frialdad de su mirada. No le gustaba el cuerpo huesudo, los dientes que presionaban la cara interna del labio, los movimientos espasmódicos ni ese ceceo. Pero no tenía por qué agradarle Sigurd Altman para verlo como su salvador y benefactor. A cada palabra que dijera Altman, Bellman estaría más cerca de la victoria.

—Doy por hecho que has leído el informe en el que Harry Hole describe el supuesto desarrollo de los acontecimientos —dijo Altman.

—¿Te refieres al informe del comisario Skai? —dijo Bellman—. ¿Con la descripción de Skai?

Altman sonrió sin ganas.

—Como tú quieras. Desde luego, la historia que Harry ha contado es perfectamente correcta. El problema es que solo contiene una única prueba tangible. Mis huellas en casa de Tony Leike. Bueno, digamos que confieso que fui a hacerle una visita. Que estuvimos hablando de los viejos tiempos.

Bellman se encogió de hombros.

—¿Me estás diciendo que un jurado se lo creería?

—Bueno, me gusta pensar que soy un hombre que inspira confianza. Pero… —Altman estiró los labios y dejó al descubierto las encías—. Ahora ya no tendré que verme delante de un jurado, ¿verdad?

Harry encontró la leñera bajo una lona verde, junto a una peña. Había un hacha clavada en el tajo, junto a una navaja. Harry echó una ojeada a su alrededor y dio una patada en la nieve. Allí no había nada de interés. Pero su bota dio en algo. Una bobina de plástico blanco, gastada. Se agachó. En uno de los lados podía leerse la descripción del producto. Diez metros de gasa. ¿Qué pintaba aquello allí?

Harry ladeó la cabeza y observó el tajo unos instantes. Vio el color negruzco que había tintado la madera. La navaja. La empuñadura. Amarilla, lisa. ¿Qué hacía aquella navaja en el tajo? Claro, sí, podía haber muchas razones, pero…

Puso la mano izquierda en la madera, solo el muñón que le quedaba del dedo corazón, y el resto de los dedos pegados al costado.

Harry abrió la navaja con cuidado, utilizando dos dedos. Tenía la hoja tan afilada como una cuchilla de afeitar. Con rastros de aquello que, en su trabajo, siempre era objeto de búsqueda. Luego echó a correr como un alce con aquellas piernas tan largas hundiéndose en la nieve.

Bjørn levantó la cabeza del ordenador cuando Harry entró apresuradamente.

—Más Tony Leike, solo eso —dijo con un suspiro.

—Hay sangre en la hoja de la navaja —dijo Harry jadeando—. Comprueba la empuñadura a ver si hay huellas.

Bjørn cogió la navaja con cuidado. Espolveró unos gránulos negros sobre la madera lacada de amarillo y sopló con cuidado.

—Bueno, pues aquí solo hay huellas de una persona, pero por lo menos son excelentes —dijo—. Puede que haya algún resto de epiteliales.

—¡Biennn! —dijo Harry.

—¿De qué va esto?

—El que plantó ahí sus huellas le cortó el dedo a Tony Leike.

—Ajá. ¿Y qué te hace pensar que…?

—Hay sangre en el tajo. Y tenían una gasa preparada para vendar la herida. Y tengo la impresión de que he visto antes esa navaja. En una fotografía muy granulada de Adele Vetlesen.

Bjørn Holm lanzó un silbido, presionó la lámina de acetato sobre la empuñadura para que se fijara el polvo. Luego puso la lámina en el escáner.

—Sigurd Altman, podrás conseguir a un buen abogado que justifique que halláramos tus huellas en el escritorio de Leike —susurró Harry mientras Bjørn pulsaba el botón de búsqueda y ambos seguían la banda azul que iba avanzando despacio hacia la derecha del rectángulo horizontal—. Pero no las huellas de la navaja.

Ready

Found 1 match.

Bjørn pulsó la tecla de «Mostrar».

Harry se quedó pasmado al ver el nombre que aparecía en la pantalla.

—¿Todavía crees que son las huellas del que le cortó el dedo a Tony? —preguntó Bjørn Holm.