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Redefinición

—¿Qué es lo que estás diciendo? —dijo Harry, y se pegó más el teléfono a la oreja, como si el fallo estuviera ahí.

—Pues que el cadáver de la motonieve no es Tony Leike —dijo Krongli.

—¿Sino de…?

—Odd Utmo. Un tío solitario muy conocido en la zona. Siempre lleva la misma camisa. Y es su motonieve. Pero lo que me lo ha confirmado han sido los dientes: los restos de un único diente podrido. A saber dónde han ido a parar los demás, y la prótesis dental.

Utmo. Prótesis dental. Harry recordaba que Kaja le había hablado del tipo tan original que la llevó en motonieve a la cabaña Håvass.

—Pero ¿y los dedos? —dijo Harry—. ¿No están torcidos?

—Claro que sí. El pobre Utmo tenía reúma. Fue Bellman quien me pidió que llamara y te informara enseguida. No era lo que te esperabas, ¿no, Hole?

Harry retiró la silla del escritorio.

—Bueno, por lo menos, no me esperaba eso exactamente. ¿Tú crees que ha sido un accidente, Krongli?

Pero él ya sabía la respuesta. Hubo luna toda aquella noche y toda la madrugada, incluso sin faros era imposible no distinguir el precipicio. Sobre todo, para alguien que conociera bien el terreno. Sobre todo, cuando va tan despacio que, tras una caída de setenta metros, va a parar a tan solo unos metros de la vertical.

—Olvídalo, Krongli. Cuéntame lo de las quemaduras.

Se hizo el silencio un instante al otro lado del teléfono, antes de que se produjera la respuesta.

—Los brazos y la espalda. Tiene toda la piel de los brazos cuarteada, está en carne viva. Y partes de la espalda, carbonizadas. Y tiene grabado a fuego un dibujo entre los omóplatos.

Harry cerró los ojos. Recordó el relieve que había visto en la chimenea de la cabaña. Los restos de carne humeantes.

—Parece un ciervo. ¿Algo más, Hole? Tenemos que empezar a llevarnos…

—Nada más, Krongli. Gracias.

Harry colgó. Se quedó un rato sentado, pensando. No era Tony Leike. Naturalmente, eso cambiaba los detalles, pero no el conjunto. Utmo era una víctima más de la cruzada vengadora de Altman, una víctima que seguramente se interpuso en su camino de una forma u otra. Tenían el dedo de Tony Leike, pero ¿dónde estaba el cadáver? A Harry se le pasó por la cabeza una idea. Si estaba muerto… En teoría, Tony Leike podía estar encerrado en algún sitio. En un lugar que solo conociera Sigurd Altman.

Harry marcó el número del comisario Skai.

—Se niega a hablar con nadie —dijo Skai, que estaba masticando algo—. Solo hablará con su abogado.

—¿Que es?

—Johan Krohn. ¿Tú conoces a ese tío? Parece un chiquillo y…

—Conozco perfectamente a Johan Krohn.

Harry llamó al despacho de Krohn y lo pasaron con él. Krohn sonaba solícito y reticente a partes iguales, tal como se esperaba de un abogado defensor cuando lo llamaba la fiscalía. Escuchó a Harry. Luego respondió:

—Lo siento. A menos que tengas alguna prueba concreta que apoye la hipótesis de que mi cliente mantiene a una persona retenida contra su voluntad o que está poniendo en peligro la vida de alguien de cualquier otra forma, no puedo permitir que hables con Sigurd Altman en estos momentos, Hole. Las acusaciones que pesan sobre él son muy graves, y no tengo que decirte que es mi deber velar por sus intereses en la medida de lo posible.

—Eso es verdad —dijo Harry—. No tienes que decírmelo.

Y ahí terminó la conversación.

Harry miró por la ventana de la oficina hacia el centro urbano. Aquella silla era buena, sin duda. Pero él buscaba con la mirada el edificio de cristal de Grønland, que tan bien conocía.

Luego marcó otro número.

Por cómo gorjeaba, Katrine Bratt estaba tan alegre como una alondra.

—Me dan el alta dentro de unos días.

—Yo creía que estabas ahí por voluntad propia.

—Sí, pero necesito un alta oficial. Incluso estoy contenta. Me han ofrecido un trabajo administrativo en la comisaría cuando termine la baja.

—Estupendo.

—¿Querías algo especial?

Harry le dijo el motivo de su llamada.

—O sea, tienes que dar con Tony Leike sin la ayuda de Altman, ¿no? —dijo Katrine.

—Pues sí.

—¿Alguna idea de por dónde puedo empezar?

—Solo una. Poco después de que Tony desapareciera, comprobamos que no hubiera pasado la noche ni en Ustaoset ni en sus proximidades. El asunto es que he estado revisando los últimos años, y apenas ha pasado ninguna noche en Ustaoset o alrededores, solo un par en las cabañas turísticas. Y es un tanto extraño, con lo mucho que ha ido por allí.

—Puede que se haya colado en las cabañas y no haya firmado en el libro de visitas ni haya pagado nada.

—No es de esos —dijo Harry—. Me pregunto si Tony no tendrá allá arriba una cabaña o una casa cuya existencia nadie conozca.

—De acuerdo. ¿Algo más?

—No. Bueno, sí, a ver qué puedes encontrar sobre lo que ha estado haciendo Odd Utmo estos días.

—¿Sigues soltero, Harry?

—¿A qué coño viene esa pregunta?

—Me pareces menos soltero.

—¿Ah, sí?

—Pues sí. Pero te sienta bien.

—¿Seguro?

—Pues ya que lo preguntas: no.

Aslak Krongli estiró un poco la espalda entumecida y contempló el fondo peñascoso del precipicio.

Fue uno de los hombres del grupo de limpieza quien llamó, y ahora volvía a gritar, claramente alterado.

—¡Aquí!

Aslak soltó un taco para sus adentros. El equipo de la escena del crimen ya había terminado, y habían izado y trasladado la motonieve y a Odd Utmo. Fue una operación complicada que les llevó mucho tiempo, dado que el único acceso al fondo del precipicio era desde arriba y con cuerdas, y aun así resultaba muy difícil.

En la hora del almuerzo, uno de los hombres contó algo que una de las limpiadoras del hotel le había dicho al oído, en confianza: que las sábanas de la habitación de Rasmus Olsen, el marido de la diputada muerta, estaban manchadas de sangre cuando dejó el hotel. Primero supuso que era sangre menstrual, pero luego se enteró de que Rasmus estuvo allí solo y que su mujer estaba en la cabaña Håvass.

Krongli respondió que, o se había llevado a la habitación a una mujer de la zona o se había encontrado con su mujer por la mañana, cuando ella llegó a Ustaoset y se habían reconciliado acostándose antes de dejar el hotel. El hombre dijo que no era seguro que fuera sangre menstrual.

—¡Aquí!

Joder, qué pesados. Aslak Krongli quería irse a casa. Cenar, un café y a dormir. Dejar atrás aquel caso tan desagradable. Ya había pagado la deuda que había contraído en Oslo, y no pensaba volver jamás. No pensaba volver a aquel tremedal. Esta vez pensaba cumplir la promesa.

Utilizaron perros para asegurarse de que encontraban todos los restos de Utmo en la nieve, y fue el perro el que, de repente, apareció saltando entre las rocas, se detuvo y empezó a ladrar a unos cien metros más allá. Cien metros muy escarpados. Aslak meditó sobre ello.

—¿Es importante? —gritó, y el eco le devolvió toda una sinfonía.

Le respondieron y, diez minutos después, observaba lo que el perro había desenterrado de la nieve. Estaba tan encajado entre las piedras que era imposible verlo desde el borde del precipicio.

—Joder —dijo Aslak—. ¿Quién sería?

—En todo caso, no es Tony Leike —dijo el policía de la unidad canina—. Para que el esqueleto quede así de limpio, debe de llevar mucho tiempo entre las piedras. Varios años.

—Dieciocho años.

Era Roy Stille. El inspector se había rezagado y se quedó allí resoplando.

—La mujer lleva ahí dieciocho años —dijo Roy Stille, se agachó e inclinó la cabeza.

—¿La mujer? —dijo Aslak.

El inspector señaló las caderas del esqueleto.

—Las mujeres tienen la pelvis más grande. No conseguimos encontrarla cuando desapareció. Es Karen Utmo.

Krongli oyó en la voz de Roy Stille algo totalmente nuevo. Un temblor. El temblor propio de un hombre indignado. Lleno de pesar. Aunque la cara de granito seguía lisa y hermética como siempre.

—Mierda, o sea que es verdad —dijo el de la unidad canina—. Se cayó por un precipicio, cegada de dolor por su hijo.

—No lo creo —dijo Krongli.

Los otros dos lo miraron sorprendidos. Había metido el meñique en un agujero perfectamente redondo que había en el hueso frontal del cráneo.

—¿Eso es… un agujero de bala? —preguntó el de la unidad canina.

—Pues sí —dijo Stille, y tanteó la parte trasera del cráneo—. Y no hay agujero de salida, así que me imagino que encontraremos la bala en el interior.

—¿Y debemos suponer que esa bala procede de la escopeta de Utmo? —dijo Krongli.

—Mierda —repitió el de la unidad canina—. ¿Quieres decir que mató a su mujer? ¿Es posible? ¿Matar a una persona a la que has querido? ¿Porque creía que ella y el hijo de ambos…? Joder.

—Dieciocho años —dijo el inspector Stille, y se levantó con un suspiro—. Faltaban siete años para que prescribiera. Yo creo que es lo que llaman ironía. Esperas año tras año, siempre temiendo que te descubran. Pasa el tiempo. Y cuando estás cerca de la libertad, ¡zas!, te matan y acabas en el mismo precipicio.

Krongli cerró los ojos y pensó que, desde luego, es posible matar a una persona a la que uno ha querido. Es muy posible. Pero no, nunca te sientes libre. Nunca. Nunca volvería a bajar allí.

A Johan Krohn le gustaban los focos. Nadie se convierte en el abogado defensor más solicitado del país si no es así. Y cuando, sin dudar ni un instante, aceptó el caso de Sigurd Altman, el Caballero, sabía que habría más candilejas que en toda su notable carrera. Ya había logrado el objetivo de superar a su padre como el abogado más joven de la historia con derecho a llevar casos ante el Tribunal Supremo. Como abogado defensor, hacía veinte años que lo consideraban el nuevo genio, el joven milagro. Aunque quizá se le hubiera subido un poco a la cabeza, de joven nunca recibió tanta atención. Entonces era el empollón que sacaba de quicio a todo el mundo, que siempre levantaba la mano con demasiadas ansias en clase, que siempre trataba de llevar una activa vida social aunque era el último en enterarse de dónde se celebraba la fiesta del sábado, si es que llegaba a enterarse. Ahora, en cambio, las ayudantes y las pasantes se sonrojaban entre risitas cuando él les decía un cumplido o les proponía una cena tardía después de hacer horas extra. Y le llovían las invitaciones, para dar conferencias, participar en debates en la radio y la televisión e incluso para algún que otro estreno, que su mujer apreciaba mucho. Incluso podía decirse que todo aquello le había robado demasiada atención los últimos años. En todo caso, había advertido una curva descendente tanto en el número de casos ganados como en el número de casos de envergadura y en el de nuevos clientes. No tanto como para que hubiera empezado a afectar a su fama entre la mayoría de la gente, pero lo bastante como para comprender que necesitaba el caso de Sigurd Altman para volver al lugar que le correspondía: la cima.

Por eso escuchaba en silencio a aquel hombre enjuto de gafas redondas. Escuchaba mientras Sigurd Altman le contaba una historia que no solo era la menos verosímil de cuantas Krohn había oído, sino que, además, era una historia en la que él creía. Johan Krohn se veía ya en la sala de vistas, con su retórica brillante, la del agitador, la del manipulador que, no obstante, jamás perdía de vista el derecho, un placer para jueces y asesores. De ahí que, en un primer momento, se sintiera decepcionado al comprender cuáles eran los planes que había maquinado Sigurd Altman. Pero después de recordar la advertencia que le repetía su padre de que el abogado se debía a su cliente, y no al contrario, aceptó el caso. Porque, en realidad, Johan Krohn no era una mala persona.

Y cuando se marchó de Kretsfengsel, la cárcel de Oslo a la que ese día habían trasladado a Sigurd Altman, vio un nuevo potencial en el caso, que, pese a todo, era excepcional entre los de su categoría. Lo primero que hizo cuando llegó al despacho fue ponerse en contacto con Mikael Bellman. Solo se habían visto una vez hasta entonces, en un caso de asesinato, naturalmente, pero Johan Krohn comprendió enseguida quién era Bellman. Un halcón reconoce a otro. Por eso sabía más o menos cómo lo estaba pasando Bellman después del artículo de aquel día sobre la detención que había llevado a cabo el comisario provincial.

—Bellman.

—Johan Krohn. Hace mucho desde la última vez.

—Buenos días, Krohn —dijo con tono formal, pero no desabrido.

—¿Lo son? Supongo que te sientes ninguneado, lógicamente.

Breve pausa.

—¿Qué quieres, Krohn? —Tajante. Cabreado.

Johan Krohn sabía que aquello iba a funcionar.

Harry y Søs guardaban silencio sentados junto a la cama de su padre en el Rikshospitalet. En la mesilla de noche y en las otras dos mesas de la habitación había jarrones de flores que, de repente, habían ido llegando los últimos días. Harry había leído las tarjetas. En una de ellas decía «Mi queridísimo Olav», y firmaba «Tuya, Lise». Harry jamás había oído hablar de ninguna Lise, y no se le había pasado por la cabeza que, en la vida de su padre, hubiera otras mujeres aparte de su madre. Las otras tarjetas eran de colegas y vecinos. Habrían comprendido que la cosa tocaba a su fin. Y, aunque sabían que él no podría verlas, le habían enviado aquellas flores empalagosas para compensar el hecho de que no hubieran encontrado unos minutos para ir a verlo. Harry miró las flores que rodeaban la cama como buitres alrededor del moribundo. Cabezas pesadas y colgantes al final de unos tallos que eran cuellos delgados. Picos rojos y amarillos.

—¡Harry! Aquí no puedes tener el móvil encendido —le susurró Søs muy seria.

Harry sacó el teléfono y miró la pantalla.

—Lo siento, Søs. Es importante.

Katrine Bratt fue directa al grano:

—Que sepas que Leike ha pasado mucho tiempo en Ustaoset y alrededores —dijo—. En los últimos años, compró billetes de tren por internet, pagó en la gasolinera de Geilo con la tarjeta de crédito. Y lo mismo puede decirse de alimentos, sobre todo en Ustaoset. Lo que llama la atención es una factura de material de construcción, también en Geilo.

—¿Material de construcción?

—Pues sí. Vi el detalle de las facturas. Listones, clavos, herramientas, cables de acero, bloques de arcilla, cemento. Más de treinta mil coronas. Pero es de hace cuatro años.

—¿Estás pensando lo mismo que yo?

—¿Que amplió o construyó algo allí arriba?

—No tenía a su nombre ninguna cabaña que ampliar, eso lo hemos comprobado. Pero, si te alojas en un hotel o en una de las cabañas turísticas, no vas a comprar comida. Lo que creo es que Tony Leike se construyó un refugio ilegal en el parque nacional, es decir, el sueño del que me habló. Un lugar bien escondido, claro. Un lugar donde estar completamente solo sin que nadie lo moleste. Pero ¿dónde?

Harry se dio cuenta de que se había levantado e iba de un lado para otro de la habitación.

—Uf, a saber —dijo Katrine Bratt.

—¡Espera! ¿En qué época del año compró todo eso?

—A ver… Según esto, el 6 de julio.

—Si quería que la casita quedara oculta, debe de estar a un buen trecho de los caminos más transitados. Un lugar desierto, sin senderos. ¿Has dicho cables de acero?

—Sí. Y me figuro para qué los quería. Cuando los habitantes de Bergen construían cabañas en los años sesenta en las zonas de Ustaoset más expuestas al azote del viento, utilizaban cables de acero para anclarlas.

—O sea que la cabaña de Leike debería encontrarse en un lugar desierto, azotado por el viento, y allí llevó material de construcción por valor de treinta mil coronas. Serían por lo menos un par de toneladas. ¿Y cómo lo hizo, ya que era verano, no había nieve y no podía utilizar la motonieve?

—¿Con caballos? ¿Un jeep?

—¿Por ríos, ciénagas, subiendo la ladera de las montañas? Prueba con otra cosa.

—No lo sé.

—Pero yo sí. He visto una foto. Hablamos pronto.

—Espera.

—¿Sí?

—Querías que averiguase qué había estado haciendo Utmo los últimos días de su vida. En fin, en el mundo electrónico no hay muchos datos suyos, pero sí hizo bastantes llamadas. Una de las últimas cosas que hizo fue llamar a Aslak Krongli. Parece que le saltó el contestador. La última llamada registrada en su teléfono fue a las líneas aéreas SAS. Comprobé el sistema de reservas. Reservó un billete para Copenhague.

—Ya. No parecía la típica persona que viajara mucho.

—Desde luego que no. Pasaporte sí tenía, pero no figura en ningún registro de billetes. Y te hablo de los últimos veinticinco años.

—O sea, un hombre que apenas se ha movido de su pueblo y que, de repente, saca un billete para Copenhague. Por cierto, ¿cuándo se iba?

—Ayer.

—Vale. Gracias.

Harry colgó, cogió el abrigo, se dio la vuelta en el umbral. La miró. Aquella mujer estupenda que era su hermana. Pensó preguntarle si se las arreglaría sola, sin él, pero atinó a no formular una pregunta tan absurda. ¿Cuándo no se las había arreglado sola?

—Hasta luego —dijo.

Jens Rath estaba en la recepción del edificio de oficinas. Le sudaba la espalda bajo la camisa y la chaqueta. Porque acababan de anunciarle por teléfono que había venido a verlo la policía. Había tenido un asunto con Delitos Económicos hacía unos años, pero el caso se sobreseyó. A pesar de todo, seguía sudando a mares cada vez que veía un coche policial. Y ahora notaba que los poros se le abrían de par en par. Era un hombre de baja estatura, y miraba al policía que había empezado a levantarse. Y que siguió levantándose hasta quedar a un cuarto de metro por encima de Jens, antes de darle un apretón fuerte y rápido.

—Harry Hole, Delitos Vio…, Kripos. Es por Tony Leike.

—¿Alguna novedad?

—¿Nos sentamos, Rath?

Se acomodaron en una silla Le Corbusier y Rath le indicó discretamente a Wenche, que estaba en recepción, que no les sirviera café, al contrario de lo que solían hacer, cumpliendo órdenes, siempre que recibían la visita de un inversor.

—Quiero que vengas conmigo y me enseñes dónde tiene la cabaña —dijo el policía.

—¿La cabaña?

—He visto que has dado órdenes de que no nos sirvieran café, Rath, y me parece bien, yo tampoco ando sobrado de tiempo. Sé, además, que han archivado tu caso en Delitos Económicos, pero puedo reabrirlo con una simple llamada telefónica. Puede que esta vez tampoco encuentren nada, pero te prometo que la documentación que te van a pedir…

Rath cerró los ojos.

—Madre mía…

—… te mantendrá ocupado más tiempo de lo que le llevó construir la cabaña a Tony Leike, tu colega, amigo y compañero de destino. ¿O no?

El único talento de Jens Rath era su capacidad de calcular lo que era rentable con más rapidez y seguridad que la mayoría. De ahí que, con los datos matemáticos que le acababan de presentar, le llevara aproximadamente un segundo hallar la respuesta:

—De acuerdo.

—Salimos mañana a las nueve.

—¿Cómo…?

—Del mismo modo en que llevasteis el material. En helicóptero.

El policía se levantó.

—Una pregunta. Tony siempre ha puesto muchísimo cuidado en que nadie en este mundo conozca la existencia de esa cabaña. Yo creo que ni siquiera Lene, su prometida, está al corriente. ¿Cómo…?

—Una factura de material de construcción extendida en Geilo, además de la foto de vosotros tres en mono de trabajo, sentados en un montón de tablones, delante de un helicóptero.

Jens Rath asintió.

—Claro. La foto.

—Por cierto, ¿quién la hizo?

—El piloto. Antes de que saliéramos de Geilo. Y la idea de mandarla con la nota de prensa cuando pusimos en marcha el edificio de oficinas fue de Andreas. Pensó que era más gracioso mandar una foto de los tres en mono de trabajo que con traje y corbata. Y Tony dijo que sí, porque, según él, parecía que éramos propietarios del helicóptero. De todos modos, la prensa financiera utiliza esa foto continuamente.

—¿Por qué no nos hablasteis Andreas y tú de la cabaña cuando se denunció la desaparición de Tony?

Jens Rath se encogió de hombros.

—No me malinterpretes, tenemos tanto interés como vosotros en que Tony dé señales de vida. Tenemos un proyecto en el Congo que reventará si no vuelve con diez millones frescos. Pero Tony siempre desaparece por voluntad propia. Se las arregla bien, recuerda que fue mercenario. Supongo que ahora mismo está con una copa en la mano y rodeando con el brazo a alguna criatura salvaje y exótica, sonriendo porque ya habrá dado con una solución.

—Ya —dijo Harry—. Pues me parece que esa criatura salvaje le habrá arrancado el dedo corazón de un mordisco. En el aeropuerto de Fornebu, mañana a las nueve.

Jens Rath se quedó viendo cómo se alejaba el policía. Y preguntándose por qué no solo sudaba, sino que chorreaba, que estaba a punto de derretirse.

Cuando Harry volvió al Rikshospitalet, Søs seguía allí. Estaba hojeando una revista y comiéndose una manzana. Harry miró la bandada de buitres: habían llegado más flores.

—Se te ve cansado, Harry —dijo—. Deberías irte a casa.

Harry sonrió.

—Vete tú. Ya llevas mucho tiempo aquí sola.

—No he estado sola —respondió con una sonrisa maliciosa—. Adivina quién ha venido.

Harry soltó un suspiro.

—Lo siento, Søs, pero ya me paso los días adivinando cosas.

—¡Øystein!

—¿Øystein Eikeland?

—¡Sí! Ha traído chocolate. No para papá, sino para mí. Perdona, pero no queda nada.

Søs se echó a reír y los ojos desaparecieron en las mejillas.

Cuando su hermana se levantó y salió para dar una vuelta, Harry miró el teléfono. Dos llamadas perdidas de Kaja. Empujó la silla hacia la pared y apoyó la cabeza.